10. Una gata, un gato y un poeta

Zorbas emprendió el camino por los tejados hasta llegar a la terraza del humano elegido. Al ver a Bubulina recostada entre las macetas suspiró antes de maullar.

—Bubulina, no te alarmes. Estoy aquí arriba.

—¿Qué quieres? ¿Quién eres? —preguntó alarmada la gata.

—No te vayas, por favor. Me llamo Zorbas y vivo cerca de aquí. Necesito que me ayudes. ¿Puedo bajar?

La gata le hizo un gesto con la cabeza. Zorbas saltó hasta la terraza y se sentó sobre las patas traseras. Bubulina se acercó a olerlo.

—Hueles a libro, a humedad, a ropa vieja, a pájaro, a polvo, pero tu pelo está limpio —aprobó la gata.

—Son los olores del bazar de Harry. No te extrañes si también huelo a chimpancé —le advirtió Zorbas.

Una suave música llegaba hasta la terraza.

—Qué bonita música —comentó Zorbas.

—Vivaldi. Las cuatro estaciones. ¿Qué quieres de mí? —quiso saber Bubulina.

—Que me invites a pasar y me presentes a tu humano —contestó Zorbas.

—Imposible. Está trabajando y nadie, ni siquiera yo, puede importunarlo —respondió la gata.

—Por favor, es algo muy urgente. Te lo pido en nombre de todos los gatos del puerto —imploró Zorbas.

—¿Para qué quieres verlo? —preguntó Bubulina con desconfianza.

—Debo maullar con él —respondió Zorbas con decisión.

—¡Eso es tabú! —maulló Bubulina con la piel erizada—. ¡Lárgate de aquí!

—No. Y si no quieres invitarme a pasar, ¡pues que venga él! ¿Te gusta el rock, gatita?

En el interior, el humano tecleaba en su máquina de escribir. Se sentía dichoso porque estaba a punto de terminar un poema y los versos le salían con una fluidez asombrosa. De pronto, desde la terraza le llegaron los maullidos de un gato que no era su Bubulina. Eran unos maullidos destemplados y que sin embargo parecían tener cierto ritmo. Entre molesto e intrigado salió a la terraza y tuvo que restregarse los ojos para creer lo que veía.

Bubulina se tapaba las orejas con las dos patas delanteras sobre la cabeza y, frente a ella, un gato grande, negro y gordo, sentado sobre la base del espinazo y la espalda apoyada en una maceta, sostenía el rabo con una pata delantera como si fuera un contrabajo y con la otra simulaba rasgar sus cuerdas, mientras soltaba enervantes maullidos.

Repuesto de la sorpresa no pudo reprimir la risa y, cuando se dobló apretándose el vientre de tanto reír, Zorbas aprovechó para colarse en el interior de la casa.

Cuando el humano, todavía muerto de risa, se dio la vuelta, se encontró al gato grande, negro y gordo sentado en un sillón.

—¡Vaya concierto! Eres un seductor muy original, pero me temo que a Bubulina no le gusta tu música. ¡Menudo concierto! —dijo el humano.

—Sé que canto muy mal. Nadie es perfecto —respondió Zorbas en el lenguaje de los humanos.

El humano abrió la boca, se dio un golpe en la cara y apoyó la espalda contra una pared.

—Ha… ha… hablas —exclamó el humano.

—Tú también lo haces y yo no me extraño. Por favor, cálmate —le aconsejó Zorbas.

—U… un ga… gato… que habla —dijo el humano dejándose caer en el sofá.

—No hablo, maúllo, pero en tu idioma. Sé maullar en muchos idiomas —indicó Zorbas.

El humano se llevó las manos a la cabeza y se cubrió los ojos mientras repetía «es el cansancio, es el cansancio». Al retirar las manos el gato grande, negro y gordo seguía en el sillón.

—Son alucinaciones. ¿Verdad que eres una alucinación? —preguntó el humano.

—No, soy un gato de verdad que maúlla contigo —le aseguró Zorbas—. Entre muchos humanos, los gatos del puerto te hemos elegido a ti para confiarte un gran problema, y para que nos ayudes. No estás loco. Yo soy real.

—¿Y dices que maúllas en muchos idiomas? —preguntó incrédulo el humano.

—Supongo que quieres una prueba. Adelante —propuso Zorbas.

Buon giorno —dijo el humano.

—Es tarde. Mejor digamos buona sera —corrigió Zorbas.

Kalimera —insistió el humano.

Kalispera, ya te dije que es tarde —volvió a corregir Zorbas.

Doberdan! —gritó el humano.

Dobreutra, ¿me crees ahora? —preguntó Zorbas.

—Sí. Y si todo esto es un sueño, qué importa. Me gusta y quiero seguir soñándolo —respondió el humano.

—Entonces puedo ir al grano —propuso Zorbas.

El humano asintió, pero le pidió respetar el ritual de la conversación de los humanos. Le sirvió al gato un plato de leche, y él se acomodó en el sofá con una copa de coñac en las manos.

—Maúlla, gato —dijo el humano, y Zorbas le refirió la historia de la gaviota, del huevo, de Afortunada y de los infructuosos esfuerzos de los gatos para enseñarle a volar.

—¿Puedes ayudamos? —consultó Zorbas al terminar su relato.

—Creo que sí. Y esta misma noche —respondió el humano.

—¿Esta misma noche? ¿Estás seguro? —inquirió Zorbas.

—Mira por la ventana, gato. Mira el cielo. ¿Qué ves? —invitó el humano.

—Nubes. Nubes negras. Se acerca una tormenta y muy pronto lloverá —observó Zorbas.

—Pues por eso mismo —dijo el humano.

—No te entiendo. Lo siento, pero no te entiendo —aceptó Zorbas.

Entonces el humano fue hasta su escritorio, tomó un libro y rebuscó entre las páginas.

—Escucha, gato: te leeré algo de un poeta llamado Bernardo Atxaga. Unos versos de un poema titulado «Las gaviotas».

Pero su pequeño corazón —que es el de los equilibristas— por nada suspira tanto como por esa lluvia tonta que casi siempre trae viento, que casi siempre trae sol.

—Entiendo. Estaba seguro de que podías ayudarnos —maulló Zorbas saltando del sillón.

Acordaron reunirse a medianoche frente a la puerta del bazar, y el gato grande, negro y gordo corrió a informar a sus compañeros.