La ciudad de Dios, Jerusalén

La verdad es que no todo el mundo tiene la fuerza necesaria para sobrevivir a una estancia prolongada en Jerusalén. Aunque soporten bien el clima y consigan eludir el contagio de enfermedades, ocurre que la gente perece. La Ciudad Santa induce a la melancolía o la locura, incluso a la muerte. Es imposible permanecer en la ciudad un par de semanas sin que, alguna vez, oigamos comentar sobre alguna persona fallecida repentinamente: «Es Jerusalén la que le ha matado.»

Quien oye esto se extraña mucho, como es natural. «¿Cómo es posible? – nos preguntamos-. ¿Cómo puede matarte una ciudad? Éstos no saben lo que dicen.» Pero mientras te paseas de un lado a otro de la ciudad es inevitable pensar: «Me gustaría saber a qué se refieren cuando dicen que Jerusalén mata. Me gustaría saber dónde está esa Jerusalén tan terrible que hace que la gente muera.»

Sucede, por ejemplo, que decides emprender una caminata por Jerusalén. Sales entonces por la Puerta de Jafa, doblas a la izquierda pasada la imponente torre cuadrada de la ciudadela de David y tomas el estrecho sendero que resigue la muralla hasta la Puerta de Sión. Tocando la muralla hay un cuartel turco donde suenan marchas militares y ruido de armas. Luego pasas delante del convento armenio, que también recuerda a una fortaleza con sus muros reforzados y sus puertas atrancadas. Un poco más allá, te encuentras con una plomiza construcción gris llamada Tumba de David, y al verla, de pronto caes en la cuenta de que estás caminando por el sagrado monte Sión, el monte de los reyes.

Entonces hay que recordar que el monte que tienes bajo tus pies es una inmensa bóveda en la que se halla enterrado David, sentado en su trono de fuego, con manto dorado y un cetro que, aún hoy, sostiene en lo alto sobre Jerusalén y Palestina. Recuerdas que los fragmentos de ruinas que cubren el suelo son restos de magnas fortificaciones, que el monte que tienes enfrente es el monte del escándalo donde pecó Salomón,[46] que el barranco que se divisa desde allí, el profundo valle de Hinnom, estuvo lleno hasta los bordes de cadáveres tras la destrucción de Jerusalén por los romanos.[47]

Es muy extraño caminar por allí, te da la impresión de que oyes el fragor de la batalla, ves grandes ejércitos atacando las murallas, a reyes que avanzan en sus carros de combate. «Ésta es la Jerusalén de la violencia y el poder, la Jerusalén de la guerra», piensas llena de espanto por todas las matanzas y los horrores que surgen en tu memoria. Y por un instante te preguntas si puede ser ésta la Jerusalén que mata a las personas. Pero enseguida encoges los hombros y dices: «Es imposible, hace demasiado tiempo que se oyó el silbido cortante de la espada y hubo derramamiento de sangre.»

Y entonces sigues caminando.

Tan pronto doblas la esquina de la muralla y alcanzas la parte oriental, te espera algo completamente distinto. Allí se encuentra la zona sagrada. Entonces sólo te vienen a la mente sumos sacerdotes y sirvientes del templo. En el interior de la muralla está el lugar donde los judíos se lamentan, donde los rabinos con sus caftanes de terciopelo rojo o azul se pegan contra el frío muro de piedra y lloran por el palacio, que fue destruido, por el muro, que fue derribado, por el poder, que se ha perdido, por los prohombres, que están muertos, por los sacerdotes, que se han descarriado, por los monarcas, que han renegado del Todopoderoso. Ahí se eleva el monte Moria, donde se construyó el fabuloso Templo de Salomón. Extramuros, el terreno desciende hasta el valle de Josafat, repleto de tumbas, y al otro lado del valle se divisa el huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, desde donde Jesucristo ascendió a los cielos. Y aquí está el pilar de la muralla sobre el que se situará Jesucristo el día del Juicio Final, sosteniendo en su mano un hilo largo y fino como un cabello, mientras Mahoma, desde el monte de los Olivos, sostendrá la otra punta del hilo. Los muertos tendrán que caminar por el hilo tendido sobre el valle de Josafat; pero sólo los justos lograrán llegar al otro lado del valle; los injustos se precipitarán en el fuego de la Gehenna.[48]

Al caminar por aquí piensas: «Ésta es la Jerusalén de la muerte y la resurrección, aquí se abren el cielo y el infierno.» Pero al poco rato dices: «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata. Todavía falta demasiado para que suenen las trompetas del Apocalipsis y el fuego de la Gehenna se ha extinguido.»

Continúas caminando a los pies de la muralla y llegas a la zona septentrional de la ciudad. Atraviesas áridos solares, un paisaje monótono y desértico. Aquí se encuentra el monte pelado que dicen es el auténtico Calvario, aquí está la cueva donde Jeremías compuso sus lamentos. En la parte interior del muro está el estanque de Betesda, por aquí discurre la Vía Dolorosa bajo unas arcadas siniestras. Aquí se encuentra la Jerusalén del desconsuelo, la del dolor y el sufrimiento, la de la reconciliación.

Te detienes un momento y cavilas mientras contemplas la lúgubre severidad de lo que ves. «Tampoco es ésta la Jerusalén que mata a la gente», piensas, y sigues caminando.

Pero si continúas avanzando hacia poniente y el noroeste, ¡qué súbito cambio te espera! Aquí han levantado el nuevo barrio de extramuros, también las magníficas mansiones de los misioneros y los grandes hoteles. Aquí está el extenso conjunto arquitectónico de los rusos, con iglesia, hospital y enormes casas de huéspedes que pueden recibir hasta veinte mil peregrinos. Aquí cónsules y clérigos se construyen hermosas villas, por aquí entran y salen los peregrinos de las muchas tiendas de quincalla sagrada.

De este lado se extienden las magníficas colonias agrícolas de alemanes y judíos, los grandes conventos, las múltiples instituciones benéficas. Por aquí pululan frailes y monjas, enfermeras y diaconisas, popes y misioneros. Aquí viven los investigadores que estudian el pasado de Jerusalén, y viejas damas inglesas que no saben vivir en otro sitio.

Aquí se hallan las magníficas escuelas de los misioneros, que ofrecen enseñanza gratuita a sus alumnos, además de comida, ropa y cama, a cambio del libre acceso a sus almas; aquí están los hospitales de los misioneros, donde se les pide a los pacientes que se dejen atender a fin de poder convertirlos. Aquí se celebran misas y oficios donde se disputan almas.

Aquí es donde el católico despotrica contra el protestante, el metodista contra el cuáquero, el luterano contra el reformista, el ruso contra el armenio. Por aquí acecha la envidia, aquí desconfía el idealista del ensalmador, aquí litigan los ortodoxos con los herejes, aquí no se practica la clemencia, aquí se odia a todo el mundo para mayor gloria de Dios.

Y es aquí donde encuentras lo que estabas buscando. Aquí está la Jerusalén de la caza de almas, aquí está la Jerusalén de las malas lenguas, aquí está la Jerusalén de la mentira, la difamación y la calumnia. Aquí se acosa sin tregua, aquí se mata sin armas. Ésta es la Jerusalén que quita la vida a las personas.

Desde la llegada de los emigrantes suecos a la ciudad de Dios, todos los integrantes de la colonia gordonista percibieron un notable cambio en el comportamiento de la gente respecto a ellos.

Al principio sólo se trataba de nimiedades, cosas sin importancia como que el sacerdote metodista inglés evitaba saludarles, o que las piadosas hermanas de Sión del convento situado junto al arco del Ecce Homo cambiaban de acera si se cruzaban con ellos, rehusando acercárseles demasiado, no fuera que les contagiasen algún mal.

A ninguno de la colonia se le ocurrió apenarse por esto, y tampoco pusieron el grito en el cielo cuando unos americanos de paso, que habían visitado la colonia y disfrutado de una larga velada en agradable tertulia con sus paisanos, no volvieron al día siguiente como habían prometido; ni cuando, otro día, parecieron no reconocer a la señora Gordon ni a la señorita Young al cruzarse con ellas por la calle.

Más grave se consideró el hecho de que cuando las jóvenes de la colonia entraron en las grandes tiendas recién inauguradas en torno a la Puerta de Jafa, los tenderos griegos se permitieran espetarles unas palabras que ellas no entendieron, pero que fueron pronunciadas con una expresión y en un tono que las obligó a ruborizarse.

Los colonos prefirieron creer que se trataba de algo casual. «Seguramente corre alguna nueva calumnia sobre nosotros en el barrio cristiano -decían-, pero ya pasará.» Los primeros gordonistas les recordaron que habían corrido infames rumores acerca de ellos en ocasiones anteriores. Se había dicho de ellos que no les daban a sus hijos ninguna educación, que vivían a expensas de una viuda rica a la que exprimían hasta el último céntimo, que arriesgaban la vida de sus hijos enfermos negándoles atención médica, alegando que no querían interferir en la divina providencia, que su propósito era convertirse al islamismo, que, bajo la apariencia de obrar por la introducción del verdadero cristianismo, llevaban una vida de opulencia y lujuria.

«Será que han difundido nuevas cosas por el estilo -decían-. Pero las injurias se desmentirán solas, como lo hicieron antes, porque no tienen ni una pizca de verdad de la que alimentarse.»

Hasta que un día, la verdulera de Belén, que solía traerles a diario hortalizas y frutas, dejó de venir. Fueron a Belén para convencerla de que reanudase el comercio con ellos, pero la mujer se negó tajantemente a venderles sus alubias y colinabos nunca más.

Fue una advertencia clara. Comprendieron que lo que se contaba de ellos era muy grave, que ese algo les afectaba a todos, y que se había extendido a todas las clases sociales.

No tardó en producirse un suceso que vino a corroborarlo. Algunos suecos se encontraban un día en la iglesia del Santo Sepulcro cuando entró un grupo de peregrinos rusos. El apacible grupo les sonrió agitando la cabeza en señal de reconocimiento, pues veían que los suecos eran campesinos igual que ellos. Entonces un sacerdote griego pasó por su lado y les dijo unas palabras a los peregrinos. Al instante, éstos hicieron la señal de la cruz y alzaron el puño contra los suecos. Dio la impresión de que los rusos hubieran querido expulsarlos de la iglesia.

Muy cerca de Jerusalén existía una colonia de campesinos alemanes que se habían trasladado allí desde una colonia mayor con sede en Jafa. Estos campesinos habían sufrido persecuciones tanto en su país como en Palestina. Incluso se habían hecho intentos de erradicarlos totalmente. A pesar de ello, habían prosperado tanto que, en la actualidad, eran propietarios de extensas y productivas colonias en varios puntos de Palestina.

Uno de estos alemanes visitó un día a la señora Gordon y le habló con franqueza de la maledicencia que afectaba a la colonia.

–Los que les difaman son los misioneros de allá -dijo señalando hacia la zona oeste de la ciudad-. De no ser porque yo, en mi propia piel, he vivido lo que son falsas acusaciones, tampoco vendería ni carne ni harina a su comunidad. Imagino que no soportan que hayan conseguido ustedes tantos adeptos últimamente.

La señora Gordon quiso saber de qué se les culpaba.

–Dicen que viven ustedes en pecado aquí en la colonia, que no permiten que la gente se una en matrimonio tal como Dios manda; por eso ha empezado a correr la voz de que las cosas no andan como debieran por aquí.

Al principio, los colonos no quisieron creerle. Sin embargo, no tardaron en comprobar que el alemán había dicho la verdad y que la ciudad entera creía que llevaban una vida licenciosa. No había un cristiano en toda Jerusalén que les dirigiese la palabra. En los hoteles les advirtieron de que su presencia no era grata. A pesar de todo, algunos misioneros de paso se arriesgaban a hacerles una visita; pero sólo para salir de la colonia sacudiendo la cabeza significativamente, dando a entender que, a pesar de que no hubieran podido observar nada indecente, y de que los delitos no saltaran a la vista, estaba claro que era un antro de perdición.

Los americanos, empezando por el cónsul y acabando con la más humilde auxiliar de enfermera, eran los que llevaban la voz cantante en la campaña contra ellos. «Es una vergüenza para todos los americanos -decían- que esa gente no sea expulsada de Jerusalén.»

Siendo personas muy sensatas, es natural que los colonos se dijeran que no estaba en su mano hacer nada, que tenían que dejar que la gente hablara, que con el tiempo sus detractores llegarían a percatarse de su error. «No podemos ir de casa en casa declarando que somos inocentes», decían. Se consolaban con la idea de que se tenían los unos a los otros, de que vivían en concordia y eran felices. «Los pobres y los enfermos de Jerusalén todavía no nos rechazan -decían-. Tenemos que dejar que amaine; esto es una prueba a la que Dios nos somete.»

Al principio, todos los suecos llevaron aquella calumnia con total serenidad. «Si piensan que unos humildes campesinos como nosotros -decían- hemos venido a la ciudad donde murió nuestro Salvador para vivir en pecado, es que están muy confundidos y entonces su opinión no vale gran cosa; por tanto, da igual lo que digan.»

Y mientras la gente continuaba manifestándoles su desprecio, ellos encontraban un gran motivo de alegría en la idea de que Dios les consideraba dignos de padecer el acoso y la calumnia en la misma ciudad en que Jesucristo fue escarnecido y crucificado.[49]

Pero pasado el invierno y llegado el mes de mayo, Gunhild, la hija del concejal, recibió una carta. Era de su padre. Le escribía para contarle que la madre de Gunhild había muerto. No había dureza en la carta, como cabría esperar. El padre no la acusaba de nada, sólo hablaba acerca de la enfermedad y el entierro. Era obvio que el anciano concejal había pensado: «Voy a escribir con muchos miramientos, será un golpe muy duro para ella de todas formas.»

La carta continuaba con el mismo talante amable hasta que llegaba a la firma. Ahí, la ira contenida debió sobrevenirle de repente; probablemente, fue con un gesto brusco con el que hundió la pluma hasta el fondo del tintero para escribir lo siguiente, con letras grandes y toscas, en una esquina de la carta: «Seguramente tu madre se habría recobrado del dolor de tu partida, pero murió, y lo hizo porque leyó en el periódico de la Misión que llevabais una vida de pecado ahí en Jerusalén. Nadie se esperaba algo así de ti, ni de los que se fueron contigo.»

Gunhild se guardó la carta en el bolsillo y la llevó encima todo el día sin hablar de ella con nadie. No le cupo la menor duda de que su padre decía la verdad respecto a la causa de la muerte de su madre. Sus padres siempre habían sido muy celosos de su honor y buen nombre. Y ella era igual: ningún otro miembro de la colonia había sufrido tanto al saberse víctima de aquellas calumnias como Gunhild. A ella no le ayudaba saberse inocente, se sentía deshonrada y por ello incapaz de salir a la calle. Aquel deshonor había amargado sus días, los infaustos rumores la mortificaban como si fueran heridas abiertas y ahora aquella deshonra le había arrebatado la vida a su madre.

Gertrud y Gunhild compartían una misma habitación. Siempre habían sido amigas íntimas; pero ni siquiera a Gertrud le contó Gunhild una palabra de lo que su padre había escrito en la carta. Le pareció una lástima estropear la felicidad de Gertrud, quien se sentía pletórica de dicha ahí en Jerusalén, donde todo le recordaba a su Salvador.

Sacaba, eso sí, la carta del bolsillo sin cesar y se la quedaba mirando. No se atrevía a leerla; con sólo verla su corazón se encogía e inundaba de dolor. «¡Ojalá me muera! – pensaba-. Nunca podré sentirme alegre de nuevo; ¡ojalá me muera!» Miraba la carta. Sopesaba el efecto del mortífero contenido y su único deseo era que la reacción fuese rápida para que todo acabase pronto.

Al día siguiente, Gunhild salió por la abovedada Puerta de Damasco; había estado en la ciudad e iba de regreso a la colonia.

Era un día extremadamente caluroso, como a menudo suelen serlo los días a finales de mayo. Cuando Gunhild salió del sombrío casco antiguo, donde las arcadas y los edificios la resguardaban del sol, la deslumbrante luz la hirió a bocajarro y tuvo el impulso de volver corriendo a guarecerse en la sombra de la puerta abovedada. Le parecía que tomar el camino descubierto a pleno sol era muy temerario, como atravesar un campo de tiro mientras las tropas disparan al blanco.

Sin embargo, Gunhild no quería echarse atrás por un poco de sol. Había oído hablar de que podía ser peligroso, pero no se lo creía demasiado. Hizo lo que se suele hacer cuando cae un chaparrón: hundió la cabeza entre los hombros, se alzó el pañuelo que llevaba anudado al cuello tapándose al máximo la nuca y echó a andar a toda prisa.

Mientras caminaba, tenía la impresión de que el sol tensaba un arco relampagueante para disparar un rayo tras otro, y que todos los rayos iban destinados a ella. La única ocupación del astro parecía consistir en apuntar flechas ardientes contra su persona. Era una ráfaga continua lo que le caía encima, y no sólo del cielo. De todas partes salían brillos y destellos que le zaherían los ojos. Los brillantes fragmentos de mica que había por el suelo proyectaban afilados dardos de luz. Los cristales verdes de las ventanas de un convento próximo relumbraron con una intensidad que la obligó a apartar la vista. Una llave de acero metida en una cerradura despidió un rayo maligno, y lo mismo hicieron las relucientes hojas de un arbusto de ricino que parecía haber brotado en un solo día para contribuir a mortificarla.

Allá donde mirase, tanto el cielo como la tierra despedían resplandores y destellos. Su tormento no lo constituía el calor, a pesar de que fuera muy intenso, sino la cegadora luz blanca que penetraba sus ojos y le quemaba el cerebro.

Gunhild sintió contra aquel sol la rabia y el odio que un pobre animal acosado debe sentir contra el cazador que le persigue. También le sobrevino un extraño deseo de detenerse y mirarle la cara a su perseguidor. Resistió la tentación unos momentos, pero luego se volvió de repente y clavó la vista en el cielo. Sí, ahí arriba estaba el sol, una llama inmensa de un blanco azulado. Mientras Gunhild miraba a lo alto, el cielo se oscureció por completo y el sol se redujo a un punto acerado de brillo letal, y le pareció que el punto se desprendía de la mancha negra del cielo, silbando como un proyectil que buscara su nuca para matarla.

Profirió un alarido. Levantando un brazo se protegió la nuca con la mano mientras echaba a correr.

Cuando entre asfixiantes nubes de polvo calcáreo había recorrido un corto trecho del camino, divisó unas ruinas. Eran los restos de un edificio derruido. Gunhild se apresuró hacia allí y se alegró de encontrar la entrada a un sótano. Descendió a una cámara fresca, deliciosamente oscura. Ahí dentro fue incapaz de ver dos pasos más allá.

Se puso de espaldas a la entrada y dejó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. No había ningún destello, ni un solo resplandor. Comprendía ahora lo que un pobre zorro debía sentir al alcanzar la salvación de su guarida. El calor y el bochorno, los rayos solares, la cegadora luz estaban ahora a las puertas de su refugio como cazadores burlados. Todos la esperaban fuera apuntando con sus relumbrantes lanzas; sin embargo, ahí dentro ella estaba segura y a salvo.

Sus ojos empezaron a adaptarse a la oscuridad. Vislumbró una piedra y se sentó en ella dispuesta a dejar pasar el tiempo. Sin duda tardaría horas en reunir el valor necesario para abandonar su refugio. Antes el sol tenía que descender hacia el oeste hasta perder su hegemonía en el cielo.

Pero Gunhild no llevaba más que un rato en esa oscuridad cuando miles de soles deslumbraron de nuevo sus ojos, empezando a girar como norias en su recalentado cerebro. Un vértigo súbito e intenso impulsaba las paredes de aquel sótano en un infinito movimiento circular. Se sentía tan mareada que tuvo que apoyarse contra la pared para no caer al suelo.

–¡Oh, Dios, también aquí dentro me persigue! – exclamó Gunhild-. Habré hecho algo terrible para que el sol no soporte mi vista.

Al instante se acordó de la carta, de la muerte de su madre, de su terrible dolor y de sus deseos de morir. Mientras estuvo en peligro de muerte no había pensado en nada de eso, sino en salvarse.

Gunhild sacó la carta del bolsillo de un tirón y la desdobló mientras iba hacia la claridad que se colaba por la entrada. Comprobó entonces que lo que ella recordaba estaba ahí escrito al pie de la letra, y empezó a gemir.

Al poco rato tuvo una idea que le proporcionó cierto alivio y consuelo: «¿No comprendes que la divina providencia te brinda la oportunidad de abandonar esta vida?»

Le pareció una idea muy bella y una inconmensurable gracia que Dios le otorgaba. Pero no acababa de verle la lógica porque no las tenía todas consigo. Nuevamente, el vértigo movía las paredes del sótano y con el rabillo del ojo veía el chisporroteo loco de una llama de fuego.

Se aferró a la idea de que Dios le brindaba la ocasión de abandonar la vida, de subir al cielo con su madre y escapar al dolor.

Se levantó protegiéndose la nuca con ambas manos; pero enseguida deshizo el gesto y salió al sol muy despacio, como si caminara por el pasillo central de una iglesia. La sombra subterránea había enfriado ligeramente su cuerpo y, al principio, no percibió ni cazadores, ni lanzas, ni flechas ardiendo.

Pero tras dar unos pasos todo le cayó encima una vez más, como los proyectiles de una emboscada. La tierra y el cielo despedían brillos y destellos, y el sol, zumbando como una bala en llamas, se precipitó sobre ella y le dio en la nuca. Aún pudo dar unos pasos más. Luego cayó de bruces como fulminada por un rayo.

Fueron colonos los que la encontraron un par de horas más tarde. Yacía con una mano contra el corazón y el otro brazo estirado, con el puño estrujando la carta, como si quisiera indicar que eso la había matado.

En alas de la aurora

Mientras Gunhild sufría una insolación, Gertrud se paseaba por una de las anchas calles del suburbio oeste de la ciudad. Iba de compras en busca de cintas y botones que necesitaba para sus labores; pero al no estar muy familiarizada con la zona tuvo que andar un buen trecho antes de encontrar lo que quería. Por otro lado, no se daba prisa porque se encontraba muy a gusto deambulando al aire libre.

Como siempre que salía a la calle, a Gertrud le brotó en los labios una sonrisa de felicidad. Claro que notaba el tremendo calor y el sol que le picaba la piel, pero eso no la molestaba tanto como a los demás, porque a cada paso se decía que tal vez Jesús había pisado el mismo suelo por el que ella andaba. Sabía que los ojos de él habían reposado la vista en las colinas que se veían al final de la calle, y que el polvo y el calor le mortificaron del mismo modo que la mortificaban a ella. Cuando pensaba en todo esto, se sentía tan próxima a él que no podía más que dejarse arrastrar por una maravillosa alegría.

Era, justamente, esa nueva intimidad con Jesús la que había hecho a Gertrud tan feliz tras su llegada a Palestina. Nunca pensaba que habían transcurrido dos mil años desde que él vagara por aquellas tierras junto a sus discípulos; alimentaba la dulce ilusión de que sólo habían transcurrido unos años desde que él viviera allí. En el polvo de los caminos creía distinguir la huella de sus pies y oía la reverberación de su voz en las calles de Jerusalén.

Justo cuando descendía por la escarpada pendiente que conduce a la puerta de Jafa, unos doscientos peregrinos rusos iniciaban su ascenso. Tras varias horas de caminata a pleno sol para visitar los lugares sagrados de los alrededores de Jerusalén, tal era el agotamiento de los peregrinos que parecía dudoso que lograran subir hasta las posadas rusas situadas en lo alto de la cuesta.

Gertrud se detuvo y los observó a medida que iban desfilando delante de ella. Era gente del campo y, viéndolos con sus abrigos de sayal y sus chaquetas de punto, le maravilló su semejanza con los lugareños de su propio terruño. «Apuesto a que viven en un mismo pueblo y han hecho el viaje a Palestina todos a la vez -pensó mientras los miraba-. Ese de los quevedos es el maestro de la escuela, y el del bastón grueso tiene una finca importante y es el que manda en la parroquia. Ese que camina tan tieso es un viejo militar, y esa figura de hombros estrechos y manos largas es el sastre del pueblo.»

Estaba ahí embobada, de muy buen humor, y como era habitual en ella empezó a componer pequeñas historias con los elementos que tenía a la vista. «La abuelita del pañuelo de seda en la cabeza es muy rica -pensó-, pero ha tenido que esperar a hacerse vieja para ir de peregrinación porque primero tuvo que casar a los hijos y después criar a los nietos. Y la viejita que camina junto a ella con un hatillo en la mano es muy pobre. Es de los que han tenido que luchar y ahorrar toda su vida para pagarse el viaje a Jerusalén.»

Bastaba con verles subir por aquella cuesta para sentir aprecio por ellos. A pesar de ir cubiertos de polvo y sudor se les veía alegres y satisfechos; ni un solo rostro mostraba signos de descontento. «¡Qué devotos y pacientes deben de ser! ¡Y cómo deben de amar a Jesús, ya que se les ve tan felices de seguir sus huellas, sin que las penalidades les afecten!»

Los últimos de la procesión estaban extenuados y avanzaban prácticamente a rastras. Era conmovedor ver cómo sus parientes y amigos se daban la vuelta y les tendían las manos para ayudarles a subir la pendiente. Pero los que ofrecían el aspecto más lamentable iban solos, parecían en tan malas condiciones que nadie se veía con fuerzas de asistirles.

La última era una chica de unos diecisiete años. Se trataba probablemente de la única persona joven del grupo, el resto era gente mayor o de mediana edad. Al verla, Gertrud imaginó que la muchacha había sufrido alguna desgracia tan funesta que la vida en su hogar se le había hecho insoportable. Acaso también a ella se le había aparecido Jesús en el bosque para decirle que emprendiera la marcha hacia Palestina.

Daba la impresión de estar muy enferma y sufrir mucho. Era de constitución delicada y la ropa gruesa y pesada que vestía, sobre todo las toscas botas que calzaba al igual que el resto de las mujeres, le eran sin duda sumamente molestas. Cada pocos pasos vacilantes tenía que detenerse para recobrar el aliento. Pero quedándose quieta de aquel modo en medio de la calle corría el peligro de ser arrollada por un camello, o de que un carro se la llevara por delante.

Gertrud sintió un irresistible deseo de ayudarla. Sin pensárselo dos veces se acercó a la enferma, rodeó su cintura con el brazo y le indicó que se colgara de sus hombros para sostenerse. La chica levantó la vista con la mirada ida; aceptó la ayuda medio inconsciente y dejó que Gertrud la arrastrara unos cuantos pasos.

Una de las mujeres más mayores se giró. A Gertrud le dirigió una dura mirada y a la enferma le gritó un par de palabras en un tono muy severo. La enferma, aparentemente horrorizada, se enderezó, apartó a Gertrud de un empujón e intentó seguir adelante por sus propios medios; aunque tuvo que desistir muy pronto.

Gertrud no entendía por qué la muchacha rechazaba la ayuda que ella le brindaba. Creyó que tal vez la modestia de los rusos no les permitía aceptar ayuda de una desconocida. Corrió nuevamente hasta la muchacha y volvió a rodearle la cintura. Entonces el rostro de la desconocida se transfiguró en una mueca de horror y asco. No sólo se desasió de Gertrud, sino que intentó pegarle y luego echó a correr para escapar de ella.

Esta vez, Gertrud comprendió que el pavor de la chica no podía deberse a otra cosa que a la vil calumnia que circulaba sobre los gordonistas. Se sintió a la vez furiosa y desolada. Lo único que podía hacer por aquella pobre muchacha era dejarla en paz para no espantarla aún más. Mientras la seguía con la mirada, vio que corría en línea recta hacia un carro que se aproximaba a toda prisa en dirección contraria. Gertrud pensó que la colisión era inminente.

Quiso cerrar los ojos para ahorrarse la visión del infausto accidente, pero había perdido el control de sí misma y ni siquiera fue capaz de bajar los párpados. Así que con los ojos de par en par vio cómo los caballos derribaban de un topetazo a la muchacha. Sin embargo, en el acto los nobles e inteligentes animales frenaron su propia carrera impulsándose hacia atrás, afianzaron los cascos en el suelo para contener el empuje del carro, y luego se echaron ágilmente a un lado y continuaron la marcha sin que los cascos ni las ruedas del carro tocaran a la chica tendida en el suelo.

Gertrud creyó que el peligro había pasado. La rusa seguía tendida en el suelo sin moverse, pero ella imaginó que se había desmayado del susto.

La gente se apresuró para atender a la herida. Gertrud llegó a su lado antes que nadie. Se agachó para incorporarla y entonces vio sangre en la grava junto a su cabeza y que su rostro, boca arriba, se contraía de un modo extraño. «Está muerta -pensó Gertrud-, ¡y yo he provocado su muerte!»

En ese momento, un hombre la apartó a un lado. Le chilló unas palabras que ella interpretó como que una perdida como ella no era digna de tocar a aquella joven y piadosa peregrina, o algo por el estilo. Al instante, las mismas palabras fueron repetidas por todos los que la rodeaban. Se alzaron puños amenazadores, la rodearon y empujaron hasta que consiguieron expulsarla del compacto círculo de gente reunida en torno a la accidentada.

Por un momento, su manera de tratarla la enfureció hasta tal punto que apretó los puños. Quería defenderse, quería volver a aproximarse a la muchacha rusa, tenía que saber si realmente estaba muerta.

–¡No soy yo la indigna de acercarse a ella, sino vosotros! – les gritó en sueco-. Sois vosotros quienes la habéis matado. Vuestras infames calumnias la han precipitado a la muerte.

Nadie entendió una palabra y de pronto la ira de Gertrud se mudó en un insondable terror. ¿Y si alguien había presenciado los hechos y se lo contaba a los peregrinos? Entonces toda esa gente se abalanzaría sobre ella y la matarían a golpes.

Se alejó rápidamente del lugar, corriendo sin pausa aunque nadie la perseguía. No se detuvo hasta que llegó a los áridos solares del norte de Jerusalén. Entonces se enjugó el sudor y apretó sus manos fuertemente enlazadas contra la frente.

–¡Dios mío! ¡Dios mío! – gemía-. ¿Acaso soy una asesina? ¿Soy culpable de la muerte de una persona? – Se giró encarándose a la ciudad cuya siniestra muralla se elevaba inmensa junto a ella-. ¡No he sido yo sino tú! – chilló-. ¡Tú, tú!

Estremecida, le dio la espalda a la ciudad y puso rumbo a la colonia, cuyo tejado destacaba a lo lejos. Pero se detenía una y otra vez intentando ordenar sus pensamientos.

La cuestión es que cuando Gertrud llegó a Palestina había pensado: «Ésta es la tierra de mi amo y rey, él me tiene bajo su especial protección, aquí no puede pasarme nada malo.» Así alimentaba la creencia de que Cristo la había instado a viajar a Tierra Santa porque conocía su tremendo dolor y había decidido que ella, a partir de ese momento, no tendría que padecer más, sino vivir el resto de su vida segura y en paz.

Pero ahora Gertrud se sentía como debe sentirse aquel que habita un bastión y de pronto ve cómo torres y murallas fortificadas se derrumban a su alrededor. Estaba indefensa, no había ningún escudo entre ella y el mal que la rodeaba. Al contrario, parecía que la desgracia podía acertar el tiro allí más que en cualquier otro lugar.

Apartó valerosamente la idea de que fuera ella la causante de la muerte de la joven rusa, no quería sentir remordimientos por ello. Pero sintió un oscuro temor por el daño que aquel incidente podría haberle ocasionado. «Acaso siempre veré ante mis ojos cómo se le acercaban los caballos -se lamentó para sus adentros-. Nunca más sabré lo que es un día feliz.»

En su mente surgió una pregunta que intentó reprimir pero que resurgía una y otra vez. Empezó a cuestionarse la razón de que Jesucristo la enviara a aquel país. Cometía un grave pecado al plantear esa pregunta pero no podía evitarlo. ¿Cuál había sido la intención de Cristo al enviarla allí?

–¡Dios mío -exclamó desesperada-, creía que me amabas y que cuidarías de mí! ¡Oh, Dios, era tan feliz cuando pensaba que tú me protegías!

De vuelta a la colonia, la recibieron un silencio y una solemnidad extrañas. El chiquillo que le abrió el portón rezumaba una gravedad inusual, y al entrar en el patio notó el sigilo con que todos andaban y el hecho de que nadie hablara en voz alta. «Por aquí ha pasado la muerte», pensó antes de que nadie le contara nada.

Pronto le informaron de que habían encontrado a Gunhild muerta en la calle. Ya la habían traído a casa y yacía en una camilla en la lavandería del sótano. Gertrud no ignoraba que en Oriente los muertos debían ser inhumados sin tardanza; pero aun así se horrorizó al saber que los preparativos para el entierro ya estaban en marcha. Tims Halvor y Ljung Björn trabajaban en la carpintería construyendo el féretro y un par de ancianas amortajaban el cuerpo en ese mismo momento.

La señora Gordon iba ya rumbo a una de las misiones americanas para solicitar al director permiso para enterrar a Gunhild en el cementerio americano. Y Hellgum y Gabriel esperaban el regreso de la señora Gordon en el patio, con sendas palas en la mano, dispuestos a cavar la tumba.

Gertrud bajó a la lavandería. Estuvo contemplando a Gunhild largo rato y al final rompió a llorar. Siempre había sentido mucho cariño por la que ahora yacía ahí muerta; pero mientras la miraba comprendió que nunca nadie, tampoco ella, le había dado todo el cariño que se merecía. Sin duda, Gunhild estaba considerada una persona honesta, bondadosa y amante de la verdad; pero se amargaba la vida a sí misma y a los demás dándole excesiva importancia a nimiedades, lo cual despertaba el rechazo de la gente. Cada vez que pensaba en esto, Gertrud se compadecía infinitamente de Gunhild y entonces las lágrimas volvían a correr por sus mejillas.

De pronto dejó de llorar y miró a Gunhild, inquieta y asustada. Descubrió que Gunhild, muerta, tenía la misma expresión que había tenido en vida, cuando se devanaba los sesos acerca de algún problema complicado o de difícil solución. Era sumamente extraño verla ahí tendida cavilando, con una profunda arruga entre las cejas y poniendo morritos.

Muy despacio, se fue apartando de la difunta. La expresión inquisitiva de Gunhild la transportó a sus propias preocupaciones. Pensó que acaso Gunhild también se preguntaba por qué Jesús la había enviado a aquel país. «¿Por qué vine aquí, si sólo era para morir?», parecía inquirir su rostro.

Nada más salir al patio, Hellgum corrió hacia ella y le pidió que fuera a hablar con Hök Gabriel Mattson. Gertrud lo miró estupefacta, absorta en sus pensamientos y sin entender nada.

–Fue Gabriel quien encontró a Gunhild en la calle -le explicó Hellgum, paciente. Gertrud no le escuchaba, lo único que ocupaba su mente era la cuestión de por qué Gunhild tenía aquella expresión en el rostro-. Ha sido terrible para Gabriel encontrársela así, muerta en la calle, cuando menos se lo esperaba -añadió Hellgum-. Supongo que ya sabes, Gertrud, que él la quería.

Gertrud miró en derredor como si acabara de despertar. Sí, claro, hacía mucho que sabía que Gabriel y Gunhild se querían. Hasta se habrían casado de no ser porque el viaje a Jerusalén se interpuso. Los dos estuvieron de acuerdo en emigrar a Palestina aunque sabían que los gordonistas no permitían que sus adeptos se casaran. ¡Y ahora Gabriel se había encontrado a Gunhild muerta en la calle!

Fueron a reunirse con Gabriel, quien, de pie junto al portón, no hizo ademán de ir a su encuentro. Con los labios apretados y la mirada fija, iba clavando la punta de la pala entre dos piedras. Cuando Gertrud llegó hasta él, Gabriel empezó a mover los labios pero no articuló ningún sonido audible.

–Sería bueno que consiguiese llorar -le susurró Hellgum a Gertrud.

En silencio, Gertrud le tendió la mano, como se hace con los parientes más cercanos en un funeral. Notó la mano de Gabriel fría y fláccida en la suya.

–Hellgum dice que tú la encontraste -dijo Gertrud, pero Gabriel siguió sin moverse-. Tiene que haber sido muy duro para ti -añadió ella mientras él seguía tieso como una estatua. Gertrud, que ya se había puesto en su lugar, imaginaba lo terrible que debía haber sido para él-. Pero, ¿sabes?, estoy segura de que a Gunhild le ha gustado que fueras tú quien la encontrase -dijo.

Gabriel, con un respingo, la miró sorprendido.

–¿Tú crees que le ha gustado?

–Sí -respondió Gertrud-. Entiendo que debió ser terrible para ti, pero creo que ella habría querido que fueras tú quien la encontrara.

–No me aparté de ella ni un segundo -empezó Gabriel despacio-, hasta que vino gente para ayudarme, y después la llevé en mis brazos con cariño y delicadeza.

–No me cabe la menor duda -dijo Gertrud.

Un temblor sacudió los labios de Gabriel y luego, de golpe, los ojos se le inundaron de lágrimas. Hellgum y Gertrud se quedaron silenciosos a su lado y le dejaron llorar. Gabriel apoyó la cara contra la jamba de la puerta. Su llanto era incontenible. Al poco se tranquilizó, se acercó a Gertrud y le cogió la mano.

–Gracias por hacerme llorar -le dijo. Ahora su voz era dulce y suave, hasta se diría que era el viejo Hök Matts, su padre, quien hablaba-. Quiero enseñarte algo que no pensaba enseñarle a nadie -continuó-. Cuando encontré a Gunhild tenía una carta en la mano. Era de su padre y me la quedé; tengo cierto derecho a leerla. Ahora pienso que tus padres están en Suecia y que son mayores, y voy a dejar que la leas porque has conseguido hacerme llorar.

Gertrud cogió la carta y la leyó. Después levantó la vista y miró a Gabriel.

–Así que ha muerto por eso -dijo.

Gabriel asintió con la cabeza y dijo:

–Yo creo que sí.

Gertrud exclamó de pronto:

–¡Jerusalén, Jerusalén, nos estás quitando la vida a todos! ¡Creo que Dios nos ha abandonado!

En ese momento, la señora Gordon entró por el portón y mandó a Hellgum y Gabriel a cavar la fosa.

Gertrud fue al pequeño cuarto que había compartido con Gunhild y allí se quedó toda la tarde, sintiendo un terror agudo e irreprimible. Se figuraba que aquel día aún incubaba otra desgracia, y su temor era inmediato y casi palpable, como si esa desgracia estuviese emboscada en un rincón del cuarto. Al mismo tiempo, las dudas no cesaban de mortificarla. «No sé para qué nos ha enviado aquí Jesucristo -pensaba-. ¡Si sólo traemos desdichas, a los demás y a nosotros mismos!»

A ratos conseguía apartar las dudas; pero enseguida se sorprendía enumerando a todos aquellos que habían sufrido una desgracia por culpa de su éxodo. Que ellos habían emigrado a Palestina por voluntad de Dios, les había parecido una verdad incuestionable; pero entonces ¿cómo es posible que el viaje solamente conllevase desdichas?

Había conseguido pluma y papel para escribir a sus padres; pero no fue capaz de hacerlo. «¿Qué podría escribirles para que me creyesen? Si me tumbo al sol para morirme como hizo Gunhild, tal vez me crean cuando les digo que somos inocentes.»

El día agonizó con lentitud y por fin llegó la noche. Gertrud se sentía tan desgraciada que era incapaz de conciliar el sueño. El rostro de Gunhild se le aparecía y no podía dejar de preguntarse por el contenido de sus cavilaciones. Al final, la idea de que la pregunta que Gunhild tenía en los labios al morir era la misma con que ella se debatía, se convirtió en una certeza.

Antes del alba, se levantó y se vistió para salir.

Durante la última jornada se había alejado tanto de Cristo que le resultaba casi imposible imaginar cómo encontraría el camino de vuelta a su redil. Sin embargo, se despertó con el anhelo de ir a algún lugar donde hubiera estado él con toda seguridad, y ese lugar era el monte de los Olivos. Pensó que si subía allí volvería a sentirse íntimamente ligada a él y amparada por su amor, y que también comprendería sus planes para ella.

Su primera reacción al salir a la oscuridad nocturna fue angustia por partida doble. Una y otra vez, su mente giraba en torno al cúmulo de desgracias e injusticias que habían coincidido en un mismo día.

Pero a medida que ascendía por la montaña, tuvo la sensación de que la luz iba ganando terreno en su interior. La carga que la oprimía le estaba siendo levantada de sus hombros y empezó a vislumbrar un sentido. «Sí, no cabe otra explicación -pensó-. Cuando se permiten injusticias así, es que el mundo se aproxima a su final. De otro modo no se entiende que la bondad se vuelva pecado, ni que Dios no tenga poder para impedir el mal, ni que se persiga a los justos, ni que a la mentira nadie oponga la verdad.» Se detuvo y meditó. Sí, sin duda era eso, la llegada del Señor era inminente y dentro de poco ella le vería descender de los cielos.

De ser así, entendería por qué les habían convocado en Jerusalén: Dios, en su benevolencia, había enviado a Jerusalén, a ella y todos sus hermanos, para ir al encuentro de Jesús. Gertrud juntó las manos con entusiasmo, maravillada de lo inconmensurable de la idea.

Escaló con paso ligero el monte hasta que alcanzó la cima desde la cual Jesús ascendió a los cielos. Una valla le impedía entrar al sitio exacto pero, desde afuera, se quedó mirando el firmamento, donde ya clareaban las primeras luces. «Quizá llegue hoy mismo», pensó. Juntó las manos y levantó la vista hacia el cielo cubierto de unas nubes leves como plumas. No tardaron en teñirse de rojo y su resplandor pareció incendiar el rostro de Gertrud.

–Ya llega -dijo-, ya llega, seguro.

Tenía los ojos clavados en la aurora, como si la viera por primera vez. Le parecía que su vista alcanzaba muy lejos. Hacia el este divisó un arco profundo con un ancho y elevado portal; ahora sólo cabía esperar que las hojas se abrieran para ver aparecer a Cristo con su séquito de ángeles.

Al cabo de un rato el este abrió realmente sus puertas y el sol avanzó por el firmamento. Gertrud quedó como suspendida mientras el sol proyectaba sus rayos sobre el oeste de Jerusalén, donde un mar de colinas se extendía ondulante. Aguardó sin moverse hasta que el sol ascendió tan alto que sus rayos centellearon en la cruz de la cúpula del Santo Sepulcro.

Gertrud creía haber oído que Cristo vendría en el amanecer, sobre las alas de la aurora. Tuvo que aceptar que esa mañana no podía seguir esperándole, pero eso no la abatió ni desasosegó su espíritu.

–Vendrá mañana y no hoy -dijo con la mayor convicción.

Descendió el monte y volvió a la colonia con el rostro radiante de felicidad. Sin embargo, no le confió a nadie la jubilosa, inconmensurable certeza que la embriagaba. Durante todo el día estuvo sentada trabajando como de costumbre y hablando de cosas cotidianas.

A la madrugada siguiente se encontraba de nuevo en el monte de los Olivos esperando la aurora.

Y allí volvía, alba tras alba, porque quería ser la primera persona del mundo en ver aparecer la estrella radiante de la mañana que era Cristo.

Sus escapadas al monte no tardaron en llamar la atención de toda la colonia y se le pidió que se quedara en casa. Sus correligionarios le hicieron comprender que sería perjudicial para ellos si la gente la veía cada mañana en el monte de los Olivos aguardando de rodillas la aparición de Jesucristo. Si persistía, a la calumnia se añadiría el tildarlos de locos.

Gertrud intentó obedecer y quedarse en casa. Pero se despertaba con el alba iluminada por la idea de que, justamente, ése era el día que vendría Jesús. Entonces nada ni nadie habría podido impedirle que se levantara y acudiese corriendo para recibir a su rey y salvador.

Esta continua espera llegó a fundirse con su persona. No podía resistirse a ella y tampoco librarse. En todos los otros aspectos era la misma de siempre. No había ningún desorden en su cerebro, el único cambio consistía en que se había vuelto más dulce y risueña que antes.

Con el tiempo se acostumbraron tanto a sus paseos matutinos que la dejaron ir y venir sin que a nadie le importara. Eso sí, al salir de madrugada ella notaba una sombra que la esperaba junto al portón. A medida que subía la montaña se hacía más audible el sonido de suelas con tacones de metal. Ella nunca hablaba con la sombra, pero aquel sonido a sus espaldas le daba seguridad.

En ocasiones, cuando bajaba del monte se topaba con Gabriel, que la esperaba apoyado contra un muro. Entonces bajaban juntos a la colonia; a Gertrud no se le escapaba que él la esperaba para hablar de Gunhild. A ella la alegraba poder darle esa satisfacción. Cuanto más hablaba con Gabriel, más se daba cuenta de lo amable y bondadoso que era. Gertrud no tardó en contarle sus sueños y esperanzas. Gabriel no se mostró de acuerdo con ella, al contrario, intentó hacerla entrar en razón; pero había en sus modos tanta indulgencia que no la asustó.

El pachá Baram

Los gordonistas se alegraron sobremanera cuando se les presentó la oportunidad de alquilar una gran casa-mansión en las afueras de la Puerta de Damasco. Era una vivienda muy agradable con terrazas en los tejados y galerías abiertas que brindaban un oasis de frescura en medio del tórrido calor. Era casi inevitable interpretar la suerte de encontrar una casa así como una especial gentileza por parte de Dios. A menudo comentaban que no sabían qué habrían hecho para conseguir el bienestar y la cohesión de la comunidad si no hubieran logrado alquilar una vivienda tan grande, donde no faltaban ni una gran sala para sus asambleas, ni refectorio, ni talleres.

Resulta que la casa era propiedad del pachá Baram, por entonces gobernador de Jerusalén. Hacía unos tres años, le había regalado aquella enorme mansión a su esposa, a quien amaba más que a nada. Consciente de que nada podría hacerla más feliz, mandó edificar una vivienda donde pudiera albergar a su gran familia, es decir, a todos sus hijos y nueras, a todas sus hijas y yernos, y a todos los nietos y criados de que disponían.

Sin embargo, una vez acabada la mansión, al poco tiempo de que el pachá Baram se hubiese mudado allí con los suyos, sucedió una terrible desgracia. Durante la primera semana que habitó en la casa perdió a una de sus hijas, durante la segunda a otra, y durante la tercera murió su amada esposa. El pachá, profundamente afligido, abandonó su nuevo palacio, lo cerró a cal y canto y juró no volver a pisarlo.

Desde entonces el palacio había estado deshabitado, hasta que aquella primavera los gordonistas le pidieron al gobernador Baram que se lo arrendara. A todos sorprendió que diera su consentimiento, ya que cualquiera habría dado por supuesto que el pachá no iba a permitir que nadie traspasara sus puertas.

Pero cuando empezó a circular la grave calumnia acerca de los gordonistas, varios misioneros americanos deliberaron entre sí respecto al mejor modo de obligar a sus compatriotas a marcharse de Jerusalén. Y acordaron solicitar una audiencia con Baram y hablarle acerca de sus inquilinos. Le contaron todas las supuestas vilezas de que eran culpables y luego le preguntaron cómo podía consentir que gente tan despreciable habitara aquel palacio inicialmente construido para su esposa.

Sucedió hacia las ocho de la mañana de un hermoso día de mayo.

La pesada oscuridad de la noche, que había mantenido inmovilizada a la ciudad con sus tinieblas, ya se había disuelto y Jerusalén recuperaba su aspecto de cada día. Los mendigos de la Puerta de Damasco hacía rato que habían ocupado sus respectivos puestos, y los perros callejeros, muy activos durante la noche, se disponían a descansar en sus guaridas y estercoleros de costumbre. Una reducida caravana había montado su campamento junto a la puerta la noche anterior y ahora se disponía a levantarlo y proseguir la marcha; los camelleros ataban paquetes de mercancías a los animales echados, los cuales mugían al sentir la presión de la carga en sus lomos. Extramuros, por la carretera, venían campesinos con sus canastas repletas de hortalizas. De los montes bajaban pastores que cruzaban solemnemente la bóveda del portal, seguidos de grandes rebaños de corderos que iban al matadero, y de cabras que había que ordeñar.

Justo cuando el tránsito en el portal era más intenso, llegó un anciano montado en un hermoso asno blanco. Iba magníficamente vestido con camisa de una seda rayada y caftán talar de brocado azul celeste con ribetes de piel. Tanto el turbante como la faja estaban ricamente adornados con hilos de seda dorada. Sin duda otrora su rostro había sido bello y venerable. Ahora la vejez había hecho en él estragos, dejando los ojos lacrimosos, la boca hundida y la abundante barba blanca enmarañada y con las puntas amarillentas.

La concurrencia que se apretujaba frente al portal, muy sorprendida, se decía: «¿Por qué sale el pachá Baram por la Puerta de Damasco y toma el camino que no ha querido ni ver en tres años?» Otros preguntaban: «¿Acaso el pachá Baram tiene la intención de visitar su palacio, el cual juró no volver a pisar?»

Mientras Baram, montado en su asno, atravesaba la multitud agolpada en torno al portal, le dijo a su sirviente Mahmud que le acompañaba:

–¿Oyes cómo todos estos que nos encontramos se extrañan de verme y se preguntan qué sucede y si el pachá Baram se dirige al palacio que no ha visitado en tres años?

Y su sirviente le respondió que sí oía cómo se extrañaba la gente.

Entonces, Baram respondió resentido:

–¿Creen de verdad que estoy tan chocho que pueden hacer conmigo lo que quieran? ¿Creen que toleraré que unos extranjeros lleven una vida licenciosa en la casa que construí para mi esposa, una mujer tan bondadosa y honesta?

El sirviente intentó aplacar su ira recordándole:

–Señor, olvidáis que no es la primera vez que los cristianos se difaman entre sí.

El pachá alzó los brazos furioso y gritó:

–¡Las estancias donde murieron mi mujer y mis hijas se han convertido en un nido de bailarinas y juerguistas! Este día no llegará a su fin sin que esos rufianes sean expulsados de mi casa.

Tras proferir esta amenaza, el anciano se cruzó con una fila de niños que venían por el camino de dos en dos y a paso ligero. Al mirarlos le parecieron distintos de los otros niños que pululaban por las calles de Jerusalén, ya que éstos llevaban ropa limpia sin rotos, iban bien calzados y su cabello perfectamente peinado era rubio.

Baram retuvo su asno y le dijo a su sirviente:

–¡Ve y pregúntales quiénes son!

–No necesito preguntar quiénes son -contestó el sirviente-, ya que los veo cada día. Son los hijos de los gordonistas camino de la escuela que esa gente ha establecido en la ciudad, en una casa junto a la muralla donde vivían antes de alquilar la mansión de su excelencia.

Mientras el pachá aún miraba cómo se alejaban los niños, llegaron dos hombres de la colonia gordonista arrastrando una carreta cargada de pequeñuelos que no tenían edad para ir andando a la ciudad. Y el pachá vio que los chiquitines batían palmas de contento ahí subidos a la carreta, y que quienes la arrastraban se reían con ellos y corrían más deprisa para hacerles felices.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le preguntó a su amo:

–¿No os parece, mi señor, que estos niños han de tener buenos padres?

Sin embargo, el pachá era un hombre mayor y tozudo, como suelen serlo los viejos.

–He oído lo que su propia gente me ha contado y te digo que antes de que caiga la noche esa gente será expulsada de mi casa.

Después de cabalgar un trecho más, Baram se cruzó con un grupo de mujeres vestidas al estilo europeo que iban a pie hacia la ciudad. Caminaban con modestia y discreción, y en las manos llevaban pesados cestos llenos hasta los bordes.

El pachá se dirigió a su sirviente y le ordenó:

–¡Ve y pregúntales quiénes son!

Y el sirviente respondió:

–No es menester preguntar, señor, ya que me cruzo con ellas todos los días. Son las mujeres gordonistas, que van andando a Jerusalén con comida y medicamentos para aliviar a los enfermos que están demasiado débiles para llegarse hasta la colonia en busca de ayuda.

A lo que el pachá repuso:

–Aunque disimulen su maldad con alas de ángel, esta noche saldrán de mi casa.

El pachá siguió cabalgando hasta la gran mansión y mientras se aproximaba oyó el rumor de múltiples voces y algún que otro chillido. Se dirigió a su sirviente y le dijo:

–¿Oyes cómo tocan y bailan en mi casa?

Pero cuando dobló la esquina se encontró con numerosos enfermos y heridos que aguardaban en cuclillas frente a la entrada de la casa. Los enfermos comentaban sus dolencias entre sí y un par de ellos proferían gritos lastimeros.

Y Mahmud, el sirviente, cobró valor y dijo:

–Aquí están los que tocan y bailan en vuestra casa. Vienen aquí cada día a la consulta del médico de los gordonistas y a que sus enfermeras les cambien las vendas.

Baram contestó:

–Veo que estos gordonistas te han engatusado, pero yo, en cambio, soy demasiado viejo para dejarme engañar por sus tretas. Te digo que si tuviera el poder necesario, los colgaría a todos de las vigas de mi casa.

Y al desmontar de su asno y subir las escaleras, seguía lleno de cólera.

Mientras el anciano cruzaba la explanada del patio, una mujer alta y digna vino a su encuentro para saludarle. Sus cabellos eran completamente blancos, a pesar de que no aparentaba más de cuarenta años su semblante irradiaba sensatez y autoridad, y aunque su vestido negro era sencillo, se notaba que estaba acostumbrada a mandar.

El pachá se volvió hacia Mahmud y le preguntó:

–Esta mujer aparenta ser tan buena y juiciosa como la esposa del profeta, Kadidscha. ¿Qué se le habrá perdido en esta casa?

Y Mahmud respondió:

–Es la señora Gordon, que dirige la colonia desde que su esposo falleció hace un año.

Entonces el anciano se exasperó de nuevo y repuso con aspereza:

–Dile que he venido para echarla a ella y a toda su gente de mi casa.

Y el sirviente replicó:

–¿Vos, un hombre probo, vais a expulsar a estos cristianos sólo por las maledicencias que difunden otros cristianos? ¿Acaso no sería mejor, mi señor, que le dijerais a esta mujer: «He venido para ver mi casa.» Y si descubrierais que aquí se vive tal como los misioneros os han contado, ordenadle: «Márchate de aquí ya que en el sitio donde murieron mis seres queridos no toleraré que se instale el pecado.»

A lo que el pachá replicó:

–¡Dile que quiero ver mi casa!

Mahmud se lo comunicó a la señora Gordon y ella contestó:

–Nos alegra poder mostrarle al pachá Baram lo bien que nos hemos acomodado en su palacio.

A continuación mandó en busca de la señorita Young, quien, tras mudarse a Jerusalén, había estudiado lenguas orientales y dominaba el árabe como un nativo. La señora Gordon le pidió que hiciera de guía al ilustre visitante.

El pachá Baram tomó el brazo que le ofrecía su sirviente Mahmud e inició la visita. Y como quería ver toda la casa, la señorita Young le condujo primero al sótano donde habían instalado la lavandería. Con no poco orgullo le mostró las ingentes cantidades de ropa recién lavada, las enormes tinas y barreños, además de las laboriosas y circunspectas mujeres que estaban muy atareadas lavando y planchando.

Puerta con puerta, estaba la panadería. Y la señorita Young le explicó al pachá:

–Mire qué horno tan formidable han construido nuestros hermanos y fíjese qué aspecto tan sabroso tiene el pan que hacemos.

De la panadería los condujo a la carpintería, donde se encontraban trabajando un par de hombres ya mayores. Y la señorita Young le mostró un par de toscas mesas y sillas construidas en la colonia.

–Ay, Mahmud, qué ladina es esta gente -dijo el anciano pachá en turco, suponiendo que miss Young no lo entendería-. Han intuido el peligro y han previsto mi llegada. Y yo que creía que los sorprendería bebiendo vino y jugando a los dados, me los encuentro a todos trabajando.

El pachá fue conducido a la cocina y a la sala de costura, y de ahí a otra sala cuya puerta le fue abierta con cierta solemnidad. Era la sala de tejer donde se escuchaba el golpear de los telares y donde también las ruecas y cardas estaban a pleno funcionamiento.

Entonces el sirviente del pachá cobró valor y le solicitó a su amo que observase la basta y robusta tela que se confeccionaba allí.

–Mi señor -le dijo-, éstas no son gasas para bailarinas, ni para los velos transparentes de las mujeres frívolas.

Sin embargo, Baram calló y siguió adelante.

Allá donde fue conducido vio personas rectas y sensatas. Todos callados y serios, concentrados en el trabajo. Cuando él entraba en una de las salas, le miraban irradiando buena voluntad.

–Les he explicado -aclaró la señorita Young- que vuecencia es el amable gobernador que nos ha permitido arrendar este palacio y, por tanto, me piden que os dé las gracias por vuestra bondad para con nosotros.

Pero el pachá Baram, con imperturbable severidad y dureza en el rostro, no se dignó responder, lo que a ella le inquietó y la hizo pensar: «¿Por qué no me habla? ¿Acaso tiene algo en contra de nosotros?»

Luego condujo al pachá por las estrechas y alargadas alas del refectorio donde en aquellos instantes se estaban quitando los manteles de la mesa y se fregaban los platos del desayuno. Tampoco allí encontró el pachá otra cosa que un orden estricto y una sencillez espartana.

Una vez más Mahmud, el sirviente, cobró valentía y dijo:

–Señor, ¿cómo es posible que esta gente que de madrugada hace su propio pan, y de día teje la tela con que se cose su propia ropa, pueda pasarse las noches bailando y tocando la flauta?

El pachá no supo qué responderle. Tenaz en su obstinación, siguió recorriendo las dependencias de su casa. Llegó al gran dormitorio de los hombres solteros donde se alineaban camas sencillas perfectamente arregladas. Entró en las distintas salas destinadas a familias enteras, donde padres e hijos vivían juntos. En todas estas salas vio suelos fregados, colgaduras inmaculadas, hermosos muebles de madera clara, estoras tejidas artesanalmente y colchas de algodón a cuadros.

Baram pareció enfurecerse aún más y le dijo a Mahmud:

–Estos cristianos son demasiado astutos. Saben muy bien cómo ocultar su pecaminosa vida. Esperaba encontrar cáscaras de fruta tirada por el suelo y ceniza de cigarros; creía que me encontraría a las mujeres recostadas cotilleando mientras fumaban o se pintaban las uñas.

Finalmente, subió por la deslumbrante escalinata de mármol blanco que conducía a la sala de asambleas. Ésta había sido la sala de audiencias del pachá, y ahora la halló decorada al estilo americano con grupos de confortables sillones en torno a unas mesas con libros y revistas, con un piano y un órgano, además de fotografías que colgaban de las luminosas paredes.

Aquí volvió a recibirles la señora Gordon y el pachá le ordenó a su sirviente:

–Dile que antes del anochecer, ella y sus secuaces tienen que haberse marchado de esta casa.

Sin embargo, Mahmud le contestó:

–Señor, una de estas mujeres habla nuestro idioma. ¡Dejadla que escuche vuestra voluntad directamente de vuestra boca!

Entonces, Baram alzó la vista y miró a la señorita Young, quien sostuvo su mirada con una leve sonrisa. Y Baram volvió la cara y le dijo a su sirviente:

–Nunca he visto un rostro al cual el Todopoderoso haya otorgado mayor hermosura y pureza. No me atrevo a decirle que he oído que su gente vive entregada al pecado y la lascivia.

Y el pachá se derrumbó en una butaca y ocultó el rostro entre las manos mientras intentaba esclarecer dónde se encontraba la verdad, si en lo que había oído o en lo que veía.

Entonces la puerta se abrió muy despacio y un vagabundo viejo y pobre entró en la sala. Llevaba una raída túnica gris y unos trapos le envolvían las piernas; en la cabeza un sucio turbante verde revelaba que era descendiente de Mahoma. Sin reparar en la presencia del pachá, tomó asiento en un sillón apartado del resto. Le dejaron hacer sin que nadie le preguntara qué deseaba.

–¿Quién es este hombre y qué desea? – inquirió el pachá a la señorita Young.

–No lo conocemos -contestó ella-, nunca ha estado aquí antes. No debéis molestaros por su presencia, nuestra casa está abierta a todo aquel que busque refugio.

–Mahmud -ordenó el pachá-, ¡ve a preguntarle a ese vagabundo descendiente del profeta qué quiere de estos cristianos!

Mahmud lo hizo y luego regresó junto al pachá.

–Dice que no solicita nada, pero que no quería pasar sin entrar porque está escrito: «¡No dejes que tus pies te hagan pecar pasando de largo la morada de un justo!»

Baram se quedó callado un buen rato.

–Seguro que has oído mal -dijo por fin-. ¡Pregúntale de nuevo qué se le ha perdido en esta casa!

Mahmud fue y volvió. Repitió textualmente la misma respuesta.

–¡En ese caso, Mahmud, amigo mío, démosle gracias a Dios! – dijo el pachá Baram con sencillez-. Él nos ha enviado a este hombre para iluminarnos, le ha hecho entrar aquí para que mis ojos se abrieran a la verdad. Ahora nos vamos, Mahmud, amigo, y yo no voy a echar a estos cristianos de su casa.

Poco después, el pachá se marchó de la colonia; pero al cabo de una hora Mahmud regresó conduciendo el hermoso asno blanco del gobernador. Lo entregó a los colonos con un saludo y dijo que el pachá Baram deseaba que el asno llevara a los niños más pequeños a la escuela por las mañanas.

La Gehena

Fuera de los muros de Jerusalén, en la ladera sur del monte Sión, una de las misiones americanas poseía un camposanto y los colonos gordonistas obtuvieron permiso para sepultar a sus muertos allí. Un buen número de los suyos descansaban ya ahí, desde el joven Jacques Garnier, ex grumete de L'Univers y primer gordonista en fallecer, hasta Edward Gordon en persona, muerto de fiebres el año anterior, tras su regreso de América.

Como cementerio era el más sencillo y humilde que quepa imaginar. Consistía únicamente en un pequeño solar cuadrado, rodeado de un muro cuya altura y grosor lo hacían más propio de una fortaleza. No había allí árboles ni céspedes; aparte de limpiarlo y quitar escombros, no se le había dispensado ningún tratamiento, pero al menos el terreno estaba limpio y parejo. Cubrían los túmulos funerarios unas lápidas planas de piedra caliza, de las que abundan tanto en Jerusalén, y junto a algunas tumbas se observaban sofás y sillas verdes.

En la esquina inferior oriental, desde donde podría haberse divisado una preciosa vista sobre el mar Muerto y las montañas de reflejos dorados de Moab si no fuera por el muro que se alzaba en medio, se hallaban las sepulturas de los ciudadanos suecos. Yacían allí ya tantos de ellos que se diría que Nuestro Señor no les exigía otro sacrificio que abandonar su tierra y sus hogares para abrirles las puertas de su reino. Allí yacía Birger Larsson, el herrero, y el hijo pequeño de Ljung Björn, Eric, y la hija del concejal, Gunhild, y Brita Ingmarsdotter, muerta de viruela poco después de Gunhild. También reposaban los restos de Per Gunnarsson y Märta Eskilsdotter, pertenecientes a la comunidad que Hellgum fundó en América. La muerte había segado tantas vidas entre los suyos que los colonos se azaraban al pensar que habían acaparado una porción tan grande del angosto cementerio.

Tims Halvor Halvorsson también tenía a alguien de su sangre en aquel camposanto. Era su hija menor, una niñita que sólo había alcanzado la edad de tres años y de la que estaba enormemente prendado; además, de sus hijos era la que más se parecía a él. No creía haber sentido un cariño semejante por nadie en el mundo como por aquella hija. Y no podía olvidarla. Hiciera lo que hiciese, siempre estaba con ella en el pensamiento.

Si hubiera muerto en Dalecarlia y hubiese sido enterrada en el cementerio parroquial, seguramente habría logrado apartarla de su mente, pero aquí le parecía que su niña debía sentirse muy sola y abandonada en ese horrible cementerio. Por las noches la imaginaba sentadita sobre su lápida, llorando y tiritando de frío mientras gemía porque le daba miedo la oscuridad y el extraño mundo que la rodeaba.

Una tarde, Halvor bajó al valle de Josafat y recogió amapolas rojas, las más lozanas y hermosas que pudo encontrar, para llevarlas a la sepultura. Mientras caminaba por el terreno reverdeciente del fondo del valle se dijo: «¡Ay, si mi niña pudiese estar aquí a campo abierto, bajo un puñado de hierba, para que al menos no la rodease ese muro horrendo!» Siempre había odiado el alto muro que circunscribía el camposanto. Cada vez que pensaba en su pobre hijita muerta tenía la sensación de haberla abandonado en una casa oscura y helada, encerrada allí sin las atenciones de nadie. «Tengo frío y sufro -le parecía oír a la niña-. Tengo frío y sufro.»

Halvor salió del valle y enfiló el estrecho sendero extramuros hasta que salió al monte Sión. El cementerio caía un poco a la izquierda de la Puerta de Sión, debajo del gran jardín de los armenios.

Halvor no dejaba de pensar en su hija. Avanzaba por el conocido camino sin levantar los ojos del suelo. Pero enseguida se percató de que había algo distinto. Levantó la vista y descubrió a unos hombres más allá, ocupados derribando un muro. Halvor se paró y los observó. ¿Qué muro podía ser ese que estaban derribando? ¿Había sido un edificio o una cerca? El cementerio debía estar justamente a esa altura, ¿o acaso se había equivocado de camino?

Tardó unos minutos en situarse pero finalmente comprendió lo que había sucedido. Lo que los trabajadores habían echado abajo era el muro del cementerio.

Halvor intentó convencerse de que lo habían derribado para ampliar el recinto o para sustituir el muro por una valla de hierro. Pensó que sin el muro habría menos humedad y frío allí dentro. Pero apuró el paso lleno de malos presagios. «¡Mientras no me toquen a la niña! – pensó-. Ella está junto al muro, ¡que no me la toquen!»

Entró en el cementerio sin resuello, trepando por el montón de escombros. Finalmente, pudo apreciar la situación que reinaba en el interior. En el acto sintió que el corazón le fallaba; de pronto se le paró, luego dio un par de fuertes latidos, luego volvió a pararse. Era como un reloj cuando se estropea. Halvor tuvo que tomar asiento en una piedra mientras pasaba lo peor. Al cabo de un rato el corazón empezó a latir a su ritmo habitual, aunque pesadamente y con esfuerzo. «Ya está -se dijo despacio-. No me moriré de ésta.»

Se armó de valor y echó una nueva ojeada al cementerio. Todas las tumbas estaban abiertas y no había ni rastro de los féretros. En el suelo vio un par de vértebras y calaveras probablemente caídas de algún ataúd podrido. Las lápidas habían sido amontonadas en un rincón.

–¡Oh, Dios mío, ¿qué han hecho con nuestros muertos? – gritó Halvor. Se acercó a los obreros-. ¿Qué habéis hecho de mi Greta? – les increpó en sueco.

Estaba fuera de sí y no sabía exactamente lo que decía. De pronto se dio cuenta de que hablaba en su lengua materna y, pasándose la mano por la frente, sintió vergüenza. Se recordó quién era. No era ningún mocoso asustadizo sino un hombre maduro y sensato, un labriego importante que en su día había gozado de la admiración de todo un pueblo. Era indigno de un hombre así perder los estribos.

Así pues, adoptó una actitud comedida y severa y les preguntó en inglés si sabían por qué habían removido el cementerio.

Los obreros eran nativos pero uno de ellos sabía algo de inglés.

Le explicó a Halvor que los americanos habían vendido el camposanto a los alemanes, quienes tenían la intención de construir un hospital en aquel sitio. Ésa era la razón por la que habían tenido que exhumar a los muertos.

Halvor calló unos instantes considerando la respuesta. Así que iban a construir un hospital allí, justamente allí. ¿Cómo no habían encontrado un sitio en cualquiera de las colinas peladas que abundaban por la zona? ¿Por qué habían tenido que meterse justamente ahí? ¿Y qué pasaba si los desenterrados venían a llamar a la puerta del hospital una noche oscura pidiendo que les dejaran entrar? «Nosotros también queremos una cama aquí», podrían exigir. La cola que formarían los muertos sería larga: entre otros Birger Larsson, el pequeño Eric, Gunhild y su hijita, que vendría la última.

Halvor se aguantó las lágrimas mientras por fuera intentó aparentar desapego, como si la cosa no fuera con él. Adoptó una expresión indiferente, trasladó todo su peso sobre una pierna y empezó a hacer oscilar el ramo de amapolas rojas.

–¿Pero qué habéis hecho con los muertos? – preguntó.

–Los americanos han venido a llevarse sus féretros -contestó el peón-. Todos los que tenían familiares aquí han recibido un aviso de que vinieran a buscarles. – En este punto el peón se interrumpió y observó a Halvor-. ¿No será usted de la casa grande que está frente a la puerta de Damasco? Los que viven allí no han sacado a ninguno de sus muertos.

–A nosotros no nos han avisado -dijo Halvor mientras seguía con aquel vaivén del brazo que hacía oscilar las amapolas. Su rostro, de tanto ocultar su tormento, se había vuelto de piedra.

–Los que nadie ha venido a buscar están allí -repuso el obrero señalando un lugar colina abajo-. Le voy a enseñar dónde están para que puedan enterrarlos.

El hombre se adelantó y Halvor echó a andar tras él. Al bajar por el muro derribado se agachó y cogió una piedra. El peón caminaba tranquilamente, con desenvoltura, mientras Halvor venía detrás con la piedra en la mano.

–Qué raro que no me tenga miedo -dijo Halvor en sueco-, que se atreva a caminar tan cerca de mí. Y eso que él es uno de los que han profanado la sepultura, que ha arrojado a mi niña a un vertedero.

»Greta, pequeña mía -gimió-, tan bonita que se merecía un arca de mármol. Y ni siquiera la han dejado descansar en paz en esa maldita tumba.

»Tal vez fue este mismo hombre quien desenterró el féretro -murmuró sopesando la piedra-. Nunca he tenido tantas ganas de machacar una cosa como ese cráneo afeitado que tienes debajo de la gorra. Para que lo sepas, mi pequeña era la Greta de Ingmarsgården -dijo envalentonándose-, y por derecho le correspondía yacer junto a don Ingmar, su abuelo. Por nacimiento ella, mi niña, tenía derecho a una tumba propia en la que dormir hasta el día del Juicio. Aquí no pudimos celebrar un funeral como Dios manda, y tampoco la llevamos al cementerio al son de las campanas, ni era un pastor de verdad quien leyó la misa. Pero eso no te daba permiso para desenterrarla. Puede que yo no haya demostrado ser un buen padre para ella; pero por mal padre que sea, no permitiré que la saques impunemente de su sepultura.

Halvor levantó la piedra y sin duda se la habría arrojado de no ser porque el hombre se detuvo en ese preciso instante y se dio la vuelta.

–Aquí los tiene -dijo.

Entre montañas de basura y pilones de escombros se abría un hoyo profundo en el cual habían arrojado los sencillos ataúdes negros de los colonos. Los habían volcado allí sin ningún miramiento y los más antiguos se habían rajado, de modo que los cuerpos que contenían eran perfectamente visibles. Algunos ataúdes habían caído boca abajo y entre las tapas podridas asomaban manos largas y desecadas que parecían querer colocar la caja como era debido.

Mientras Halvor tenía la vista clavada en el hoyo, los ojos del peón repararon en los dedos emblanquecidos con que aferraba la piedra. De ahí, los ojos se trasladaron al rostro de Halvor, y lo que el hombre leyó debió de ser terrible puesto que profirió una exclamación y echó a correr.

Pero Halvor había dejado de pensar en él. Lo que sus ojos veían le había aniquilado. Lo peor era que el acre olor a muerto se había elevado y anunciaba a los cuatro vientos lo sucedido. Un par de buitres surcaban ya el cielo azul y sólo esperaban la llegada de otros camaradas para descender. De la distancia llegaba el zumbido de enjambres de bichos negros y amarillentos que sobrevolaban los ataúdes. Dos perros callejeros llegaron al trote y, con las lenguas a un palmo del suelo, se echaron en el borde de la fosa mirando hacia abajo.

Con un escalofrío, Halvor recordó que se encontraba en una ladera del valle de Hinnom, muy cerca del lugar donde antiguamente ardía el fuego perenne de la Gehena. «¡Qué duda cabe, esto es la Gehena, la morada del horror!»,[50] gritó. Sin embargo, no se quedó más tiempo paralizado contemplando aquello. Bajó corriendo a la fosa, empezó a apartar a un lado los pesados ataúdes y a arrastrarse y escarbar entre los muertos. Buscó y buscó hasta que dio con la caja de su Greta. Y cuando la halló se la cargó a los hombros y salió de la fosa.

–¡Al menos no podrá decir que su padre la dejó pasar una noche en este sitio! – exclamó-. ¡Querida hija! – dijo con voz seria y solemne, como si quisiera justificarse ante la niña muerta-. Queridísima Greta, no sabíamos nada de todo esto. Nadie sabía que abrirían tu sepultura y te sacarían. A los demás sí les advirtieron, pero a nosotros no. No nos tienen por personas, por eso no se molestaron en avisarnos.

Cuando salió de la fosa con la caja al hombro sintió que el corazón le fallaba de nuevo. Tuvo que sentarse hasta que el dolor más agudo cedió un poco.

–No tengas miedo, hijita -dijo-. Esto se me pasará enseguida. Descuida, cariño, te sacaré de aquí.

Al cabo de un rato recuperó las fuerzas y con la caja al hombro enfiló la cuesta de Jerusalén.

Mientras caminaba por el angosto sendero extramuros le pareció que todo se veía diferente. La muralla y las ruinas le asustaban. Todo se había transformado en algo amenazante y maligno. Aquel país que no era el suyo y aquella ciudad que no era la suya se regocijaban con su sufrimiento.

–No me tengas a mal, bonita mía, que tu padre te haya traído a un país tan despiadado -le explicaba-. Si esto hubiera pasado en nuestra tierra, los bosques llorarían y las montañas gemirían de dolor; pero aquí no existe la piedad.

Ralentizó la marcha para no forzar su corazón, al que le costaba impulsar la sangre por sus venas. Se sentía desesperado e indefenso, sí; pero, ante todo, angustiado por encontrarse tan lejos, en una tierra ajena donde nadie tenía por qué compadecerse de él.

Luego dobló en una esquina y avanzó a lo largo del muro oriental. El valle de Josafat, repleto de tumbas, se extendió ante él.

«Y nada menos que aquí se celebrará el Juicio Final y los muertos resucitarán -pensó-. Y ese día ¿qué dirá Dios de mí, que he conducido a los míos a esta ciudad de la muerte, Jerusalén? Y también a mis vecinos y allegados les he persuadido de venir a esta ciudad del horror. Me acusarán ante Dios por ello.» Le pareció oír que sus paisanos tomaban la palabra contra él. «Confiábamos en él y nos condujo a una tierra donde se nos despreciaba más que a los perros, y a una ciudad cuya crueldad nos mataba.»

Intentó apartar esas ideas, pero le resultó imposible. De repente vio ante sí todas las penurias y peligros que les aguardaban a sus compañeros. Pensó en la dura pobreza que pronto sería la suya, ya que nadie les remuneraba por su trabajo. Pensó en el clima al que no estaban acostumbrados y en las enfermedades que acabarían con ellos. Pensó en los estrictos mandamientos que se habían impuesto y que con el tiempo les llevarían a las divisiones y al hundimiento. Se sintió agotado.

–¡Del mismo modo que no podemos cultivar esta tierra ni beber de su agua, tampoco podemos seguir viviendo aquí! – exclamó.

Arrastraba los pies cada vez más lentamente. Estaba exhausto, al límite de sus fuerzas.

Los miembros de la colonia se hallaban alrededor de la mesa cenando cuando se oyó el débil sonido de la campana de la entrada.

Cuando Ljung Björn abrió, se encontró con Tims Halvor sentado en el suelo, prácticamente moribundo. El féretro de su hija estaba junto a él. Halvor iba arrancando las corolas de un gran ramo de amapolas marchitas y las esparcía sobre la caja. A Ljung Björn le pareció que decía algo y se agachó para oír mejor.

Halvor hizo varios intentos antes de poder formular sonidos audibles.

–Han desenterrado a nuestros muertos -dijo-; están tirados a la intemperie en la Gehena. Hay que ir a buscarlos esta noche mismo.

–¿Qué dices? – repuso Björn sin entender nada.

El moribundo se incorporó en un último esfuerzo.

–Han desenterrado a nuestros muertos, Björn. Esta noche tenéis que ir todos a la Gehena y traerlos aquí. – Y volvió a tenderse en el suelo gimiendo-. Me duele mucho, Björn. Creo que es el corazón -dijo entre resoplidos-. Tenía miedo de morir antes de poder contároslo. He traído a Greta a casa, pero con los otros no pude.

Björn se arrodilló junto a él.

–¿No quieres entrar, Halvor?

Pero Halvor no le escuchaba.

–¡Björn, júrame que mi Greta será enterrada como Dios manda! No quiero que piense que tiene un mal padre.

–Sí, claro -respondió Björn-. Pero ¿por qué no entras, Halvor?

Halvor hundió aún más la cabeza contra el pecho.

–¡Encárgate de que repose bajo un poco de hierba! – susurró-. ¡Y a mí también ponedme bajo la hierba! – añadió.

Björn se dio cuenta de que estaba gravemente enfermo y corrió a buscar ayuda para entrarlo. Cuando volvió, Halvor había muerto.

El pozo del Edén

El verano fue terriblemente duro ese año en Jerusalén, con escasez de agua y muchas enfermedades. Había llovido poco durante el invierno y la Ciudad Santa, que prácticamente no dispone de otras fuentes de agua que la lluvia recogida en las cisternas subterráneas que cada finca posee, no tardó en quedarse sin agua. A medida que la gente se resignaba a beber el agua estancada y podrida del fondo de las cisternas, las enfermedades se propagaron a un ritmo vertiginoso. Pronto no quedó apenas una casa donde no hubiera algún enfermo con viruelas, disentería o fiebre amarilla.

Los colonos gordonistas tuvieron mucho trabajo: prácticamente la mayoría de ellos se vio obligada a cuidar de enfermos. Los que habían vivido muchos años en Jerusalén parecían inmunes al contagio, iban de lecho en lecho sin que apenas les afectara. Los sueco-americanos, que habían vivido varios veranos calurosos en Chicago y estaban acostumbrados al aire de las ciudades, también resistieron bien las enfermedades y el excesivo trabajo. Los pobres campesinos de Dalecarlia, en cambio, enfermaron casi todos.

Al principio no parecía peligroso. En general, no guardaban cama aunque no pudieran trabajar. Pese a que languidecían y la fiebre era constante, nadie creyó que fuera más serio que un malestar pasajero. Sin embargo, al cabo de una semana murió la viuda de Birger Persson y al poco tiempo uno de sus hijos. Entretanto, no paraban de brotar casos nuevos; daba la impresión de que los labriegos de Dalecarlia morirían todos de golpe.

Los enfermos sólo tenían un mismo y ardiente anhelo: un sorbo de agua, un sólo trago de agua limpia y fresca. Era como si fuera lo único que necesitasen para sanar. Sin embargo, cuando les ofrecían agua de la cisterna apartaban la cara y no querían ni mirarla. Pese a que era agua filtrada y helada, les parecía que olía mal y que su sabor era repugnante. Un par de pacientes que intentaron bebería sufrieron grandes dolores y se lamentaban de haber sido envenenados.

Una mañana en que la epidemia estaba en su apogeo, algunos campesinos se hallaban charlando en una estrecha franja de sombra frente a la casa. Todos tenían fiebre, lo decían sus rostros consumidos y sus ojos apagados e inyectados en sangre. Ninguno tenía algo entre las manos, ni siquiera daban caladas a sus pequeñas pipas de yeso. Su verdadera ocupación consistía en otear el cielo azul. Montaban una estricta vigilancia y no había nube que apareciera por el horizonte que se les escapara. Todos sabían de sobras que no cabía esperar lluvia hasta un par de meses más tarde, pero tan pronto una de las inmaculadas nubes de verano se elevaba sobre el horizonte, se figuraban que ocurriría un milagro y que rompería a llover. «A lo mejor Dios se decide a tendernos una mano», decían.

Mientras seguían el proceso de crecimiento de una nube en su viaje hacia lo alto, intercambiaban opiniones sobre cómo sería oír el sonido de unos goterones de lluvia repicando contra paredes y ventanas, o ver chorrear el agua por el canalón del tejado y verterse luego en el camino arrastrando gravilla y arena. Todos coincidieron en que no se meterían dentro si caía un chaparrón; se quedarían sentados dejándose mojar. Necesitaban empaparse de agua, ellos tanto como la tierra reseca.

Pero cuando la nube se hubo desplazado un trecho cielo arriba, notaron que empezaba a disminuir y que finalmente se disolvía. Primero se consumieron los suaves bordes que parecían plumón; a continuación, la desintegración se propagó desde el centro haciendo que la nube se rasgara en finos jirones y estrías; y al cabo de unos instantes se había desvanecido completamente.

Los labriegos se desesperaron. Aquellos hombres maduros estaban tan debilitados por la enfermedad que tuvieron que taparse los ojos con las manos para ocultar el llanto.

Ljung Björn Olofsson, sintiéndose responsable de los suecos desde que Tims Halvor muriera, intentó animar a los otros. Empezó a hablarles del torrente del Cedrón que en la antigüedad recorría el valle de Josafat, lo que significaba que por entonces Jerusalén era una ciudad donde abundaba el agua. Ljung Björn llevaba siempre la Biblia en el bolsillo, y ahora la abrió y empezó a leerles todas las páginas donde salía nombrado el Cedrón. Les describió lo largo y caudaloso que había sido el Cedrón en su día; varios molinos funcionaban gracias a él y en invierno se desbordaba inundando el paisaje.