Una epopeya-río
En efecto. Eran treinta y siete los campesinos -diecisiete de ellos niños, la mayoría mujeres- que tras subastar sus granjas y todo cuanto de valor pudieran poseer, el día 23 de julio de 1896 abandonaron su terruño a lomos de caballos y carretas para iniciar un viaje sin retorno. El pueblo era Nås, una pequeña comunidad en el corazón de Dalecarlia, cuna de la nación y símbolo de lo sueco por excelencia, y su destino Jerusalén, la ciudad santa de Dios, según la Biblia que aquellos labriegos austeros y recalcitrantes conocían tan bien. En Jerusalén les esperaba Olof Larsson, el predicador Hellgum de la novela, y Anna Spafford, que, siguiendo el mandato de Dios, había fundado la American Colony, una comuna de cristianos que practicaban una especie de socialismo. Pero ante todo, lo que quizá les alentaba era el sueño de ver con sus propios ojos la ciudad de las siete puertas y las elevadas murallas, la Jerusalén descrita en las revelaciones del Apocalipsis, la dorada Sión. En los últimos días del siglo xix eran muchos los que confiaban en que el nuevo siglo traería de vuelta al Mesías, y fueron a su santa tierra, también entonces convulsa y dividida, a esperar su llegada.
En una carta a Sophie Elkan, su «compañera en la vida y en la escritura» a quien está dedicada Jerusalén, Selma Lagerlöf escribe:
«Son una gente muy rara. Les había venido la inspiración de que debían marcharse, lo vendieron todo, alquilaron un barco en Gotemburgo y enviaron a un hombre a que comprara tierra en Jerusalén. Se encuentran muy a gusto, pero muchos mueren, aunque supongo que no les importa. Los turcos los aprecian y les protegen, pues nunca antes han conocido a occidentales que quieran trabajar. Allí viven en comunidad, todos los lazos matrimoniales están disueltos. Seguramente viven una vida conventual de celibato. Los esposos ya no forman una unidad. Pero se encuentran de maravilla.»
Selma Lagerlöf tenía cuarenta y dos años y Sophie Elkan, en su época reputada escritora de un género por entonces nuevo, la novela histórica, hoy recordada únicamente por su relación con Lagerlöf, cuarenta y cinco cuando en marzo del año 1900 llegaron a Palestina para entrevistar a los protagonistas de aquel éxodo.
Aunque Jerusalén es la novela más documental de todas cuantas escribió Selma Lagerlöf, no es una novela realista; Nås, por ejemplo, no se menciona ni una sola vez, y la American Colony aparece bajo otro nombre. Marguerite Yourcenar, gran admiradora de Jerusalén, dice de ella que es «una epopeya-río, que surge de las fuentes mismas del mito.» Y Lagerlöf confirma que su estilo -sencillo y cristalino-, y la caracterización de los personajes -hombres y mujeres parcos, que se rigen por un código ético ancestral ligado a la tierra-, bebe de las sagas islandesas, los relatos tan admirados por Borges que, aunque escritos en el siglo xiii, narran en clave épica la emigración y las gestas de los campesinos noruegos a Islandia a mediados del siglo x. Y es que, curiosamente, el protagonista principal de lo que podríamos llamar saga de los Ingmarsson, es uno de los campesinos que no emigró, que en esa pugna entre la tradición y los nuevos tiempos que Lagerlöf retrata, obedece la voz de sus ancestros y toma el partido de la tierra. Los que se enfrentan son, de hecho, dos sistemas opuestos: el patriarcal que rige la vida en el campo desde tiempos inmemoriales, y el sistema igualitario e idealista, donde se ha abolido la propiedad privada, de la colonia Gordonista, en cierto modo, un matriarcado. Quien encabeza esta nueva vía es la hermana de Ingmar, Karin Ingmarsdotter, notable personaje que lidera el éxodo. En el corazón de este duelo entre hermanos, y en el centro del libro, está la granja familiar que ha ido pasando de primogénito en primogénito, cuyo nombre obligado es siempre Ingmar, y que por su gran protagonismo, en esta versión castellana de la obra, en ocasiones aparece con su nombre propio original: Ingmarsgården.
Pero que nadie se asuste, lejos de ser una novela de ideas, Jerusalén es una historia de personajes vivos, llenos de cuitas, dilemas y pasiones. En última instancia, o tal vez, ante todo, Jerusalén contiene también una inolvidable historia de amor de la que aquí no se anticipará nada.
Cuando al inicio de mi trabajo descubrí la existencia de las distintas versiones pensé que tal vez me encontraba ante un dilema: ¿qué versión seguir? Hay quien prefiere la primera versión, a pesar de algunos capítulos menos logrados. ¿Tiene un traductor derecho a elegir entre ellas? Pronto decidí que no, Selma Lagerlöf murió en 1940, es decir, treinta y un años después de hacer esos cambios, y a mi entender, eso obliga a considerar la última versión como la buena y definitiva. Así pues, el texto que he seguido es la versión de 1909 y no la de la primera edición.
Le dice en una carta Selma a Sophie con una falsa modestia. Porque lejos de ser una limitación, el lenguaje de Selma Lagerlöf es deliberadamente simple, ese «como el de un niño» obedece a una voluntad programática: desde el principio quiso desmontar la densa fraseología prescrita por la norma masculina de su tiempo y este empeño la acompañó hasta el final. Tanto es así que en 1932, a los setenta y tres años, publica su supuesto diario de adolescencia, aparentemente redactado por una niña pero, en realidad, una creación literaria del género autobiográfico que acababa de salir del tintero. Muchos cayeron en la trampa, hasta hubo algún crítico que consideró que la Selma adolescente escribía mejor que la Selma monumento nacional, cosa que, dicen, divirtió sobremanera a la gran dama de las letras.
Bromas aparte, está claro que la prosa de Selma Lagerlöf modernizó el sueco, anticipándose a su época con frases cortas y con la soltura, espontaneidad y frescura del lenguaje hablado. El hábito de leer en voz alta del que siempre fue una apasionada practicante condicionó su escritura, con su tono oral, sus inversiones y repeticiones, y las pausas que permiten respirar. Otra prueba de que la simplicidad de estilo de Lagerlöf rompió los cánones de su tiempo la encontramos en su discurso de recepción del premio Nobel, en el que, por cierto, parafraseaba el comienzo de Jerusalén, aquel en el que un Ingmar Ingmarsson imagina una visita a su padre en el cielo, y que con su tono humorístico, aparentemente modesto y familiar, rompió con la retórica convencional en estos casos. Cuenta Vivi Edström, cuyo magnífico y reciente estudio sobre la vida y la obra de Selma Lagerlöf ha sido una muy valiosa fuente de información, que la originalidad y fuerza de la capacidad creadora de Lagerlöf se demuestra una vez más en el hecho de que su discurso de agradecimiento a la Academia es el único de cuantos se han escuchado a través de los años que se ha hecho famoso.
Dicho esto, tentada estoy de borrar lo escrito sobre el verbo de Lagerlöf, porque, evidentemente, como traductora no faltan momentos de duda y de recelo hacia mi propio trabajo. Mi principal empeño a la hora de verter este vigoroso río de palabras a la lengua castellana ha sido mantener el ritmo y la nitidez originales. Ojalá lo haya conseguido. Otras cosas, en cambio, se han perdido por el camino. El sueco es un idioma cuya gramática y ortografía han evolucionado enormemente en los últimos cien años. Para un lector sueco, ciertas conjugaciones verbales, el uso de sustantivos hoy en desuso y de algunas grafías en el texto de Lagerlöf le confieren una pátina que apenas se percibe en la Jerusalén que yo propongo. Mi objetivo ha sido conferir, en lo posible, el efecto primigenio que la prosa de Lagerlöf tuvo en su tiempo, que como ya hemos dicho era el de un lenguaje limpio y moderno, y transmitir lo «poético» que ella ambicionaba siempre con su escritura.
Por otro lado, aunque los protagonistas de esta epopeya sean labriegos y más de la mitad del relato transcurra en la Suecia profunda, el sueco de Jerusalén es la lengua estándar, depurada de cualquier sonido dialectal. Unos pocos elementos, sin embargo, marcan la pertenencia a un ámbito rural. Estos marcadores se encuentran casi exclusivamente en los nombres propios que por un lado, como en la mayoría de culturas, se caracteriza por el uso de motes y sobrenombres, que en general he traducido al castellano, y por el otro, de elementos que no se prestan a transposiciones literales. Así, encontrar, o mejor dicho, decidirse por el equivalente de Stor Ingmar no ha sido fácil. Stor Ingmar significa literalmente Gran Ingmar, pero un Ingmar sólo puede llevar ese adjetivo unido a su nombre a partir del momento en que ante la comunidad demuestre, porque es la comunidad la que hace ese juicio de valor, su altura moral y su madurez personal. Aunque por temor a que «don Ingmar» sonara demasiado castizo he considerado otras opciones, como mantener el sobrenombre original, he acabado descartándolas. Stor Ingmar es impronunciable para un lector hispano, razón suficiente para rechazarlo. Además, considero una lástima desperdiciar un elemento que tanto semántica como fonéticamente se ajusta como un guante al nombre de estos taciturnos patriarcas; escuche si no el lector: don Ingmar. De todos modos, para que ese uso no hiciera escorar el texto hacia una españolización abusiva, he limitado el uso del «don» a los diálogos, es decir, cuando es un personaje y no la voz narradora, quien se ve involucrado en ese juego cortés de autoridad y respeto que el «don» representa. En caso contrario, el «don» se ve sustituido por el patronímico Ingmarsson, distinción que también hizo Lagerlöf, aunque sin ser tan consecuente. En realidad, yo sólo he sistematizado una tendencia existente ya en el texto original.
cinematográficas:
La epifanía como recurso
En castellano, según me consta, sólo se ha traducido anteriormente la primera parte, Jerusalén. En Dalecarlia, aunque en dos versiones, la primera, a cargo de Pedro Llerena, es de 1910, y la segunda, de Vicente Díaz de Tejada, de 1925.
Entre 1925 y 1930 se traducen la mayoría de los títulos de Lagerlöf, y cabe especular si este boom no va estrechamente ligado a la historia del cine. Resulta que entre 1917 y 1924 se llevaron a la pantalla nada menos que siete obras de Lagerlöf, y no por unos artesanos cualesquiera sino por dos gigantes pioneros del cine mudo: Victor Sjöström, paisano de Lagerlöf que comparte su fascinación por los paisajes de Värmland, y el suecofinlandés Mauritz Stiller. Victor Sjöström consiguió extraer dos guiones de Jerusalén. En Dalecarlia; así, en 1919 aparece Ingmarsönerna o La voz de los antepasados y en 1920 Karin Ingmarsdotter o el reloj roto. Y en 1921 filma La carreta fantástica, basada en Körkarlen (El cochero), de 1913, donde el motivo de la muerte representada como el conductor de una carreta ya aparece en Jerusalén. En Tierra Santa. El mismo año, 1921, Mauritz Stiller, famoso descubridor de Greta Garbo, llevó a la pantalla otras dos novelas: Herr Arnes penningar o el Tesoro de Sir Arne [sid], considerada una obra maestra que contiene una de las imágenes más memorables de la historia del cine sueco, y en 1924 La expiación de Gösta Berling, que le abrió a Greta Garbo las puertas de Hollywood. Entre paréntesis, diremos que el descontento de Selma Lagerlöf ante ésta y otras versiones de sus relatos fue considerable.
La estrecha conexión entre el cine y las novelas de Selma Lagerlöf tiene su lógica, ya que la prosa de Lagerlöf es de una gran potencia visual; de hecho, el verbo «ver» resulta clave en su producción literaria, donde los personajes, a través de los ojos, no sólo ven el mundo de los sentidos sino, a menudo, viajan a las profundidades de la memoria y de su verdadero ser. Epifanía y revelación, pues. Es muy simbólico, entonces, que Ingmar Ingmarsson regrese del viaje iniciático a Tierra Santa, que liga las dos partes de la epopeya, con un ojo de menos: Ingmar Ingmarsson, como el dios nórdico Odín, cuyo ojo depositado en la fuente del pasado y del futuro todo lo sabe y todo lo ve, es, al final, un hombre que se conoce a sí mismo.
en la actualidad
La obra de Selma Lagerlöf, después de gozar de fama internacional, como castigada por el peso de su popularidad cae en desgracia, es desvirtuada y acaba enterrada bajo una espesa capa de prejuicios que, en el peor de los casos, identifican el «sello» Lagerlöf con una literatura de tercer orden, aburrida y burguesa, de una ingenuidad apta para abuelitas cristianas, y en el mejor con literatura infantil. Probablemente, eso explique que entre los pocos títulos traducidos al castellano domine el que relata las maravillosas aventuras de Nils Holgersson, que se ha editado y reeditado, tanto en castellano como en catalán, varias veces durante las últimas décadas, siempre en colecciones de literatura juvenil. Vale decir que no siempre las traducciones son directamente del sueco sino de otras lenguas, como el noruego o el alemán.
Aunque los académicos nunca hayan renegado de ella, es a partir de la década de 1980 del pasado siglo, donde en Suecia, con el auge de la teorías literarias feministas, resurge un dinámico interés por Lagerlöf. Entre muchos otros ejemplos, se afirma que ya en 1891, con su primera novela, La saga de Gösta Berling, Selma Lagerlöf se había anticipado en casi un siglo al realismo fantástico de Cien años de soledad. Un hecho de notable relevancia para la progresiva actualidad que Selma Lagerlöf está adquiriendo en Suecia, supuso la publicación en 1992 de gran parte de la correspondencia que mantuvo con Sophie Elkan, la cual permite conocer no sólo su personalidad y vida íntima, sino también entrar en el taller de la artista. Ha sido como abrir las ventanas de una casa abandonada, el fantasma de la ingenua solterona que cuenta moralizantes historias para niños se lo lleva el viento. Selma Lagerlöf, aunque autodidacta como la mayoría de las mujeres de letras de épocas pasadas, no era ninguna diletante, su vocación para la escritura le llegó de niña y a ella dedicó íntegramente toda su vida. Los logros que consiguió no fueron fortuitos, Lagerlöf tenía una sólida base en los clásicos -la Biblia, las sagas islandesas y Dickens, entre otros, fueron algunos de sus principales maestros-, y ya antes de debutar y de entrar en la Academia Sueca, seguía las corrientes y debates literarios de su tiempo.
En 1996, el danés Bille August realiza una nueva versión cinematográfica de Jerusalén que si algo consigue, aparte de poner de manifiesto la vigencia del relato que le sirve de base, es devolverle a la historia algo del tono de la primera versión. Si en Escandinavia, fuera de las aulas, poco a poco emergen entusiastas y asombrados lectores de Selma Lagerlöf entre las nuevas generaciones, también tiene lectores en los lugares más insospechados, y así, en su discurso de agradecimiento, el premio Nobel de 1994 Kenzaburo Oe confesó que si alguien le había enseñado cómo hacer mitología de su terruño japonés, ésta era Selma Lagerlöf. Da la impresión de que su buena estrella, en la que ella tanto creía, vuelve a ascender. Esperemos que esta última y, por primera vez, completa traducción al castellano contribuya a impulsar su movimiento.
Caterina Pascual Söderbaum
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EN DALECARLIA
INTRODUCCIÓN
Los Ingmarsson
I
La tierra giraba untuosa y oscura bajo el arado, brillando de grasa y humedad, y el que empujaba la reja se alegraba de poder sembrar centeno en ella muy pronto. «¿Cómo es posible que a veces me cree tantos problemas y la vida me parezca tan dura? – se preguntaba-. ¿Acaso es necesario algo más que un poco de sol y buen tiempo para sentirse dichoso como un angelito de Dios en los cielos?»
«¡Y con esta finca que tienes! – pensó el que labraba-. Sólidamente construida y con buen ganado, caballos muy dispuestos y sirvientes leales que valen su peso en oro. Eres tan rico como el que más y nunca tendrás que vivir con el temor de caer en la miseria.
»Tampoco es la pobreza lo que me asusta -respondió a su propia reflexión-. Con ser tan honrado como lo fueron mi padre y mi abuelo me basta.
»Ojalá no me hubiese dejado llevar por estos pensamientos -continuó diciéndose-, porque estaba muy contento hace un momento. Sólo añadiré que en tiempos de mi padre todos los vecinos se regían según su calendario: la misma mañana que él daba comienzo a la siega se ponían también ellos a segar, y el mismo día que los Ingmarsson labrábamos el barbecho de nuestra finca todas las casas del valle hincaban su arado en la tierra. En cambio, yo ya llevo varias horas labrando sin que nadie se haya puesto ni a afilar la reja siquiera.
»Creo que he manejado esta finca tan bien como cualquiera de los que han llevado el nombre de Ingmar Ingmarsson antes que yo. Me pagan el heno mejor a mí que a mi padre, y las zanjas que yo hago son mucho más profundas que las que atravesaban los campos en su época. Y otra gran verdad es que yo no castigo tanto el bosque como él, que lo talaba todo y luego quemaba la tierra para roturarla.
»Hay veces en que me resulta muy duro -reflexionó-, no siempre me lo tomo con tanta filosofía como hoy. En tiempos de mi padre y el abuelo se decía que la estirpe de los Ingmar llevaba tantos años en la tierra que para ellos los designios de Dios no eran ningún secreto y la gente sencillamente les suplicaba que gobernaran la parroquia. Eran ellos quienes nombraban tanto al pastor como al sacristán, quienes decidían cuándo había que limpiar el río y dónde había que edificar la escuela. En cambio, a mí nadie me pide consejo, y no hay nada sobre lo que yo tenga derecho a decidir.
»De todos modos, es curioso lo llevaderas que se hacen las preocupaciones a esta hora de la mañana. Ahora mismo, hasta podría reírme de todo el asunto. Pero me temo que las cosas se pondrán más feas que nunca cuando llegue el otoño. Si hago lo que estoy pensando hacer, ni el pastor ni el juez me darán su apretón de manos a las puertas de la iglesia los domingos, cosa que no han dejado de hacer hasta el momento; tampoco me elegirán como miembro del Consejo de Beneficencia y ya puedo ir olvidándome de convertirme en mayordomo de la iglesia.»
No hay como seguir los surcos que va dejando un arado, ora arriba ora abajo, para poder pensar. Uno está solo y no hay nada que le distraiga, aparte de las cornejas que recorren la aradura buscando lombrices. Aquel joven juraría que alguien susurraba ideas en su oído, tal era la facilidad con que surgían en su mente. Y como rara vez discurría con semejante agilidad y lucidez, se sentía contento y animado. Empezó a pensar que se preocupaba innecesariamente, hasta llegó a decirse que nadie le exigía que provocara su propia desgracia.
Pensó que, si aún viviese, le habría planteado a su padre la cuestión que le angustiaba, como solía hacer siempre que se trataba de un asunto difícil. No tener a su padre a mano para pedirle consejo le impacientó.
El labriego se paró de golpe en medio del campo. Miró a lo alto y se echó a reír. La idea le proporcionaba un placer inmenso y se dejó arrastrar por ella; al final, ya ni sabía si seguía en este mundo, puesto que de pronto le pareció que estaba en el cielo con su padre.
»Entonces, padre mira alrededor pensando en si ir a la recámara; pero como sólo se trata de mi persona, se dirige a la cocina. Allí, padre toma asiento en el hogar de la chimenea y yo en el tajo. "Menuda finca tiene usted aquí, padre", le digo. "No está mal", responde él. "¿Y por Ingmarsgården cómo van las cosas?" "Ahí nos va bien", contesto, "el año pasado nos pagaban tres reales por un quintal de heno". "¿Es posible, hijo?", dice. "No habrás venido hasta aquí para burlarte de mí, ¿eh?"
»"Pero a mí me va mal", continúo, "no paro de oír que usted, padre, era sabio como nuestro Señor; en cambio, a mí nadie me pide consejo". "¿No estás metido en el ayuntamiento?", me pregunta el viejo. "No estoy ni en el consejo escolar, ni en el consejo parroquial ni en el ayuntamiento." "¿Qué mal has hecho, Ingmar hijo?" "Bueno, dicen que el que ha de gobernar a otros antes debe demostrar que sabe gobernarse a sí mismo."
»Entonces imagino que el viejo baja la vista y se queda callado meditando. "Tienes que procurar casarte, Ingmar, y tener una buena esposa", me dirá sin duda al cabo de un rato. "Pero es eso justamente lo que no puedo hacer, padre, contesto yo; "en toda la parroquia no hay un granjero suficientemente pobre para que quiera darme a su hija". "A ver, Ingmar hijo, explícame despacio, cómo cuadra todo esto", dice padre muy clemente.
»"Pues mire usted, padre, hace cuatro años, el mismo año en que me hice cargo de la finca, pedí la mano de Brita de Bergskog." "Un momento", me interrumpe, "¿tenemos algún pariente en Bergskog?". Es como si no recordara nada concerniente a los asuntos de aquí abajo. "No, pero son gente acomodada y supongo que usted se acordará de que el padre de Brita es diputado." "Todo lo que quieras, pero tendrías que haberte casado con alguien de la familia, así tendrías una mujer que conocería las viejas costumbres." "Tiene usted toda la razón, padre, de eso ya me he dado cuenta."
»Luego tanto él como yo permanecemos callados un rato; al cabo dice: "Supongo que sería de buen ver, ¿verdad?" "Sí", respondo, "es morena de ojos claros y mejillas sonrosadas. Pero también es muy trabajadora, así que madre estaba contenta de que la tomase por esposa. Habría salido bien de no ser que ella no me quería". "¡Como si le importase a alguien lo que quiera una mocosa como ésa!" "Fueron sus padres los que la obligaron a aceptarme." "¿Cómo sabes tú que la obligaron? Estoy seguro de que estaba muy contenta de haber atrapado un buen partido como tú, Ingmar hijo, un Ingmarsson."
»"De eso nada, contenta no estaba, pero de todos modos se leyeron las amonestaciones y se fijó el día de la boda, y Brita se vino a vivir a la finca ya antes de casarnos para que pudiese ayudar a madre, pues la verdad es que a madre empiezan a pesarle los años." "No veo nada de malo en todo esto, Ingmar hijo", dice padre como queriendo animarme.
»"Pero es que ese año no creció nada en los sembrados, las patatas se malograron totalmente y las vacas se pusieron enfermas, así que madre y yo decidimos aplazar la boda un año. Vea usted, con las amonestaciones leídas no pensé que el casamiento tuviera tanta importancia; pero imagino que esa forma de pensar es muy anticuada." "Seguro que una que fuera pariente nuestra habría sabido resignarse a esperar", dice padre. "Seguro que sí", contesto yo; "ya me di cuenta de que a Brita no le gustó que retrasásemos la boda; pero es que, sabe usted, a mí me pareció que no podíamos permitírnoslo. Como tuvimos funeral esa primavera… Y como no queríamos sacar dinero del banco…". "Sí, hiciste bien en esperar", dice padre. "Pero me preocupaba que a Brita la disgustara tener que celebrar el bautizo antes que la boda." "Lo primero es asegurarse de que uno tiene con qué pagarla."
»"Brita se volvía más rara y taciturna cada día y yo no podía dejar de preguntarme qué le pasaba. Pensé que añoraba a los suyos, siempre se había sentido muy unida a su casa y sus padres. 'Ya se le pasará', pensaba yo, 'cuando se acostumbre. Con el tiempo acabará gustándole vivir en Ingmarsgården'. Me armé de paciencia un tiempo; pero un día le pregunté a madre que por qué Brita estaba tan pálida y tenía tanta rabia en los ojos. Madre dijo que era porque estaba esperando un hijo y que volvería a ser la de antes en cuanto lo hubiese tenido. En mi fuero interno yo me figuraba que lo que rumiaba Brita era que yo hubiese aplazado la boda; pero tenía miedo de preguntárselo. Ya sabe, padre, que usted siempre decía que el año que yo me casara habría de ser el año en que se pintara de rojo la casa. Y esa pintura yo no podía pagarla. 'Todo se arreglará el año que viene', pensaba yo."»
El que iba labrando movía los labios. Estaba tan sumido en sus propios pensamientos que hasta le parecía ver el rostro de su padre ante sus ojos. «No hay más remedio que exponérselo todo muy francamente a padre -pensó-, para que pueda aconsejarme bien.
»"Así pasó todo el invierno, y a menudo pensé que si Brita no dejaba de sentirse tan desgraciada mejor sería renunciar a ella y mandarla de nuevo con los suyos a Bergskog; pero también para eso era demasiado tarde. Hasta que llegó el mes de mayo y una noche nos dimos cuenta de que se había escabullido de la casa. Estuvimos toda la noche buscándola y a la mañana siguiente una de las criadas la encontró."
»Aquí me cuesta decir algo más así que me callo y entonces padre me pregunta: "¡Por Dios, no me dirás que estaba muerta!" "No, ella no", respondo, y Padre oye cómo me tiembla la voz. "¿Y la criatura, había nacido?", pregunta padre. "Sí", digo, "pero ella la había estrangulado. La tenía muerta a su lado". "Eso es que no estaba del todo cuerda desde el principio." "Ya lo creo que estaba cuerda," replico. "Lo hizo para vengarse de mí, porque yo la tomé por la fuerza. Aun así, me dijo que no lo habría hecho si yo me hubiese casado con ella; pero como no lo hice pensó que si yo no quería tener un hijo con honra tampoco lo tendría sin honra." Padre, desolado, se queda sin habla. "¿Te hubiera hecho ilusión ese hijo, Ingmar hijo?", me pregunta por fin. "Sí", le contesto. "Lástima que te tocara en suerte una mala mujer."
»"Estará en la cárcel, supongo", dice padre. "Sí, la condenaron a tres años." "¿Y por eso nadie quiere darte a su hija?" "Sí, pero yo tampoco he pedido la mano de nadie." "¿Y es por esto que no tienes ninguna autoridad en la parroquia?" "Opinan que Brita no se merecía una suerte así. Dicen que si yo hubiese sido un hombre juicioso como usted habría hablado con ella y habría comprendido qué le amargaba la existencia." "Tan sencillo no es; para un varón no es sencillo entender a una mala mujer."
»"No, padre", digo, "Brita no era mala sino orgullosa". "Viene a ser lo mismo", contesta padre.
«Cuando me doy cuenta de que padre intenta ponerse de mi parte, digo: "Muchos piensan que yo podría habérmelas apañado para que lo único que se supiese es que la criatura nació muerta." "¿Y por qué no habría ella de pagar su crimen?", protesta él. "En la época de usted, según dicen, usted se habría encargado de que la criada que la encontró callara la boca y así no se habría sabido nada." "¿Y entonces tú te habrías casado con ella?" "No, entonces yo no habría tenido por qué casarme con ella. Al cabo de un par de semanas la habría mandado a casa de sus padres y habría anulado el compromiso, ya que la disgustaba tanto vivir aquí." "Es posible que estén en lo cierto; pero no pueden pedir que tú, que eres joven, tengas el tino de un viejo."
»"Todo el pueblo opina que me he portado mal con Brita." "Pero ella se ha portado peor haciendo caer en desgracia a gente honrada." "Sí, pero fui yo quien la tomó por la fuerza." "De eso tendría que alegrarse y nada más", replica él.
»"Así pues, ¿no piensa usted que sea culpa mía que ella esté en la cárcel, padre?" "Mi opinión es que en la cárcel está por culpa suya." Entonces yo me levanto y digo despacio: "Entonces ¿usted opina que no debo hacer nada por Brita cuando salga en otoño?" "¿Qué podrías hacer? ¿Casarte con ella?" "Sí, supongo que es lo que debería hacer." Padre me mira un rato y luego pregunta: "¿La quieres?" "No; mató todo el amor que yo sentía." Entonces padre deja caer los párpados y se pone a cavilar en silencio.
»"Mire, padre, no puedo quitarme de la cabeza que he causado una desgracia", digo. El anciano permanece inmóvil sin responder. "La última vez que la vi fue en el juzgado. Se la veía muy dócil y lloró mucho por haber perdido al niño. No dijo nada malo contra mí, toda la culpa la asumió ella sola. Fueron muchos los que lloraron, padre, y hasta al juez casi se le escapaban las lágrimas. Por eso sólo la condenó a tres años."
»No obstante, padre sigue sin decir nada.
»"En otoño, cuando la suelten, lo pasará muy mal si tiene que volver a su casa", añado. "En Bergskog no se alegrarán de su presencia que digamos. Según ellos, ella les ha deshonrado, y quién sabe si no se lo echarán en cara abiertamente. Su destino será estar metida en casa para siempre, no podrá ni arriesgarse a ir a misa. Será muy duro en todos los sentidos."
»Padre no responde.
»"Para mí no sería fácil casarme con ella", digo. "A quién que sea dueño de una finca importante puede agradarle tener una esposa a quien gañanes y criadas mirarían por encima del hombro. A madre tampoco le gustaría. Además, no creo que pudiéramos seguir invitando a propietarios y gente de categoría ni a bodas ni a funerales."
»Padre sigue callando.
»"Verá usted, en el juzgado intenté ayudarla lo mejor que pude.
Le dije al juez que la culpa era toda mía por haberla forzado. También afirmé que para mí era tal su inocencia, que en el mismo momento en que ella mudase sus sentimientos hacia mí, yo me casaría con ella. Dije eso para que le cayera una pena más leve. Pero aunque me ha escrito dos cartas, no hay nada que indique que su talante haya cambiado. Así pues, comprenderá usted, padre, que ese discurso no me obliga al matrimonio."
»Padre permanece sentado, cavilando en silencio.
»"Ya sé que esto es interpretar los hechos según el criterio de los hombres y que nosotros los Ingmarsson siempre hemos intentado congraciarnos con nuestro Señor. Pero a veces pienso que quizá nuestro Señor no estaría de acuerdo en que una asesina se viera tan favorecida."
»Y padre que no deja de callar.
»"Padre, no olvide lo difícil que resulta ver cómo alguien sufre un tormento y no procurar ayudarle. Es posible que toda la parroquia piense que obro mal; pero estos años me han sido demasiado amargos para que no intente hacer algo cuando la pongan en libertad."
»Y padre inmutable, sin pestañear siquiera.
»Entonces, casi con lágrimas en los ojos, digo: "Vea usted, soy un hombre joven y es mucho lo que pierdo si me quedo con ella. Ya antes les parecía que obré mal, ¿qué no van a decir después de esto?"
»Aun así no consigo que padre diga algo.
»"Por otra parte, he pensado que resulta curioso que nuestra familia haya podido conservar la finca durante decenas de generaciones mientras todas las otras fincas han ido cambiando de dueño. Y entonces me digo que eso tiene que deberse a que los Ingmarsson siempre hemos buscado comprender la Providencia divina. Nosotros los Ingmarsson no debemos temer el juicio de los hombres, sólo basta con seguir los caminos de Dios."
»Entonces el anciano alza finalmente los ojos y dice: "Es una cuestión harto complicada, Ingmar. Creo que voy a entrar a consultarlo con el resto de los Ingmar." A continuación, padre entra en la sala grande y yo me quedo ahí sentado. Y ahí me quedaré esperando y esperando sin que él regrese. Así que, cuando haya esperado durante muchas horas, me cansaré y entraré a buscarlo. "¡Ten paciencia y aguarda ahí fuera, Ingmar hijo!", ordena padre. "Es una cuestión muy complicada." Y entonces veo que todos los ancianos están sentados con los ojos cerrados, cavilando. Mientras, a mí me toca esperar y esperar y supongo que todavía espero.»
Con una leve sonrisa en los labios, siguió caminando tras el arado que ahora avanzaba muy lentamente, como si los caballos necesitaran descansar. Cuando llegó al borde de la zanja, tiró de las riendas y las mantuvo así, refrenando los animales. De repente se había puesto muy serio.
«Es curioso, pero cuando le pides consejo a alguien, en el momento mismo de pedirlo incluso, descubres qué es lo correcto y de repente ves con claridad lo que no has podido esclarecer en tres años enteros. Así que ahora se hará lo que Dios quiera.»
Sintió que debía cumplir con lo que se había propuesto y, al mismo tiempo, lo que tenía ante sí le pareció tan penoso que su valor se fue agotando mientras lo pensaba.
–¡Que Dios me ampare! – dijo.
Pero Ingmar Ingmarsson no era el único que estaba en pie a primeras horas de la mañana. Caminando por un sendero que serpenteaba entre los sembrados, venía un hombre mayor. No costaba adivinar su oficio ya que llevaba al hombro una brocha de mango largo e iba salpicado de manchas rojas de almagre desde la gorra hasta la punta de los zapatos. Echaba frecuentes vistazos alrededor, como suelen los pintores de exteriores que siempre están buscando granjas sin pintar o cuya pintura esté descolorida y desgastada por la lluvia. Le parecía ver ora uno ora otro edificio de su conveniencia, pero le costaba decidirse. Finalmente, llegó a lo alto de una loma y divisó el predio de los Ingmarsson, el cual destacaba con su magnífica extensión en medio de la planicie del valle. «¡Santo Cielo!», exclamó el viejo deteniéndose en seco por la alegría, y pensó: «Ese caserón no lo han pintado en cien años, la madera está totalmente ennegrecida por la edad, y las dependencias no conocen la pintura. ¡Y será que no hay muchas ni nada! – se entusiasmó-. ¡Aquí hay trabajo hasta principios de otoño!»
Apenas había recorrido un pequeño trecho cuando distinguió a un hombre que empujaba un arado. «Ahí tenemos a un labriego que vive por aquí y conoce estos pagos -se dijo el pintor-. Él me dirá lo que necesito saber acerca de esa finca.» Se desvió del sendero, entró en el barbecho y le preguntó a Ingmar qué predio importante era ése y si él creía que le permitirían darle una mano de pintura.
Ingmar Ingmarsson se estremeció y lo miró como si fuera un espectro. «Pero si es un pintor -pensó-, ¡y viene en este preciso instante!» Atónito, fue incapaz de articular una respuesta.
Tenía muy grabado en su memoria que cuando alguien le decía a su padre: «Tendría usted que dejar que le dieran una mano de pintura a ese viejo caserón suyo, don Ingmar», el anciano respondía invariablemente que lo haría el año en que su Ingmar se casara.
El pintor de fachadas insistió con su pregunta, pero Ingmar permanecía en silencio, como si no comprendiese.
«¿Ya han decidido una respuesta allá arriba? – se preguntó-. ¿Acaso es éste un mensaje de padre comunicándome su voluntad de que me case este año?» Quedó tan anonadado por la idea que, sin más, le prometió al hombre que le daría trabajo.
Después continuó empujando el arado muy emocionado y casi feliz. «Ya verás cómo no te resulta tan duro hacerlo ahora que sabes con certeza qué desea padre», se dijo.
Oyó el sonido de un coche en el camino, asomó la cabeza y reconoció de inmediato el caballo y el carruaje.
–¡Ha venido el señor diputado de Bergskog! – gritó en dirección a la cocina, donde se encontraba atareada su madre. Al cabo de un momento oyó que su madre echaba leña al fuego y el molinillo de café se ponía en marcha.
El diputado condujo el coche hasta el patio. Ahí se quedó sentado sin moverse.
–No, no puedo entrar -dijo-, sólo quiero hablar unas palabras contigo, Ingmar. Es que no tengo tiempo, voy de camino a la asamblea de la Junta municipal.
–Madre querrá invitarle a un café -repuso Ingmar.
–Gracias, pero tengo que ser puntual.
–Hace mucho que el señor diputado no venía por aquí -insistió Ingmar, y su madre también contribuyó desde el umbral:
–Pero señor diputado, ¿no irá usted a hacer un viaje tan largo sin pasar y tomarse una tacita de café?
Ingmar desabrochó la manta de viaje que le cubría las piernas al diputado y éste se dispuso a bajar.
–Bueno, si es doña Märta en persona quien me lo pide tendré que obedecer -comentó, cortés.
Era un hombre apuesto de gran estatura y andares airosos que parecía pertenecer a una raza completamente distinta a la de Ingmar y su madre, quienes eran gente fea, de rostro soñoliento y cuerpo pesado. No obstante, profesaba un gran respeto por la venerable familia de los Ingmarsson y de buen grado habría cambiado su bella apariencia por la de Ingmar con tal de ser uno de ellos. Siempre había tomado el partido de Ingmar en contra de su propia hija, y la cálida bienvenida levantó sus ánimos.
Al cabo de un rato, después de que doña Märta sirviera el café, empezó a plantear la cuestión que le había llevado hasta allí.
–He venido -dijo, y se aclaró la garganta-, he venido a explicarles nuestros planes para Brita. – La taza que doña Märta sostenía tembló levemente y la cucharilla tintineó contra el plato. A continuación, sobrevino un silencio incómodo-. Hemos pensado que lo mejor para todos es mandarla a América. – Una nueva pausa. El silencio prosiguió. La inaccesibilidad de aquella gente le hizo soltar un suspiro-. Ya tiene el pasaje comprado.
–Pero supongo que antes pasará por su casa, ¿no? – dijo Ingmar.
–No, ¿para qué habría de venir a casa?
Ingmar volvió a guardar silencio. Entornó los ojos hasta casi cerrarlos y permaneció tan quieto como si estuviera dormido. En su lugar, doña Märta empezó a hacer preguntas.
–¡Pero necesitará ropa!
–Todo está arreglado, hay un baúl preparado con sus cosas en el hostal del mercader Lövberg, donde solemos hospedarnos cuando vamos a la ciudad.
–¿Y su señora esposa no irá a recibirla?
–Bien quisiera ella; pero yo le digo que es preferible evitar un encuentro.
–Es posible que así sea.
–En el hostal del mercader Lövberg tiene dinero y el pasaje, así que no le faltará nada. Me pareció que Ingmar debía saberlo para que finalmente pueda quitarse este peso de encima -añadió el diputado. Ahora hasta doña Märta enmudeció, cabizbaja y con la vista clavada en los pliegues de su delantal y el pañuelo corrido hacia la nuca-. Ha llegado la hora de que Ingmar empiece a pensar en un nuevo matrimonio. – Madre e hijo guardaban el mismo obstinado silencio-. Doña Märta necesita ayuda para llevar esta casa tan grande, Ingmar tiene la obligación de asegurarle una vejez tranquila. – El diputado hizo una pausa preguntándose si le estaban escuchando-. Tanto yo como mi esposa deseamos arreglar las cosas -dijo al cabo.
Mientras tanto, Ingmar se dejaba inundar por una inmensa alegría. Brita se iba a América y él no tendría que casarse con ella. No sería una asesina la que gobernara la casa de los Ingmarsson. Si guardaba silencio era porque no le parecía decente mostrar su satisfacción de buenas a primeras; pero pasados unos minutos ya no debería resultar impropio manifestarla.
El diputado guardaba silencio también. Era consciente de que debía darle a esa venerable gente tiempo para recapacitar. Pero entonces la madre de Ingmar dijo:
–Bien, Brita ya ha cumplido su castigo, ahora nos toca el turno al resto.
Con estas palabras la anciana pretendía decir que si el diputado deseaba ayuda por parte de los Ingmarsson como pago por haberles allanado el camino, ellos no tenían inconveniente en prestársela; sin embargo, Ingmar interpretó sus palabras de distinta manera. Dio un respingo y tuvo la impresión de que acababa de despertarse. «¿Qué diría padre de todo esto? – pensó-. Si yo le planteara esta situación ¿cómo se pronunciaría?» «No creas que puedes burlarte de la justicia divina», diría, «no creas que Dios te librará de castigo si permites que Brita cargue sola con toda la culpa. Aunque su padre quiera repudiarla para complacerte a fin de que le prestes dinero, tú, Ingmar Ingmarsson, no debes apartarte de los caminos de Dios».
«Estoy seguro de que mi anciano padre me vigila en este asunto -pensó-, sin duda ha enviado al padre de Brita para que me haga comprender lo abominable que es hacerle cargar con toda la culpa a ella sola, la pobre. Me refiero a que se ha dado cuenta de que no he tenido muchas ganas de hacer el viaje últimamente.»
Ingmar se puso en pie, echó brandy en el café y alzó la taza.
–Ahora, señor diputado, quiero agradecerle que haya venido a vernos en el día de hoy -dijo, y brindó a su salud.
–¿Y eso para qué es? – preguntó doña Märta.
–He pensado que podrían crecer así una temporada -refunfuñó Ingmar.
Llegó la hora de la siesta y, después del almuerzo, los jornaleros salieron al patio y se tumbaron por ahí para echar una cabezada. Ingmar Ingmarsson también dormía, pero lo hacía en una cama ancha que había en la recámara de la sala grande. La única que se mantenía despierta era la dueña de la casa, que hacía ganchillo en la sala.
La puerta del zaguán se abrió despacio dando paso a una vieja que cargaba con un yugo del que colgaban dos grandes canastas. Saludó con voz muy queda, tomó asiento en una silla junto a la puerta y levantó las tapas de los cestos. Uno estaba lleno de panecillos crujientes y rosquillas, el otro de untuosas barras de pan recién horneado. La dueña no tardó en acercarse para negociar. En general le costaba soltar los cuartos, pero si tenía una debilidad ésta era, sin duda, mojar algo dulce en el café.
Mientras elegía entre las barras, empezó a conversar con la vieja, la cual gustaba de darle a la lengua como casi todas las personas que van de puerta en puerta y conocen a mucha gente.
–Usted, Kajsa, es una mujer sensata de la que se puede una fiar -dijo la dueña.
–Ni que lo diga -respondió la otra-. Si yo no tuviera la prudencia de callarme algunas cosas que oigo por ahí, no sé cuántos andarían a la greña.
–Pero a veces se calla usted demasiado, Kajsa.
La vieja alzó la vista entendiendo lo que la otra quería decir.
–¡Dios me perdone! – dijo con lágrimas en los ojos-. ¡Se lo conté a la dueña de Bergskog, señora del diputado, cuando tendría que haber venido aquí a hablar con usted!
–Así que habló usted con la dueña de Bergskog, señora del diputado, ¿eh? – Había un desprecio infinito en el tono con que repitió sus palabras.
El ruido de la puerta que daba a la sala grande abriéndose sigilosamente sacó a Ingmar Ingmarsson del sueño con un sobresalto. Pero nadie entró en la recámara sino que la puerta quedó entornada. No sabía si se había abierto por sí misma o si alguien lo había hecho. Adormilado, permaneció tendido e inmóvil en la cama, escuchando las voces de la sala.
–Dígame, Kajsa, ¿cómo se enteró usted de que Brita no quería a mi Ingmar? – decía la madre.
–Eso se lo oí contar a la gente desde el principio, que fueron los padres que la obligaron -respondió la vieja evasivamente.
–Déjese de rodeos, Kajsa, si yo le pregunto es que quiero saber la verdad, no me ande con remilgos. Estoy segura de que podré soportar lo que tenga que decirme.
–Pues le diré que cada vez que iba a Bergskog por esa época se le veían los ojos llorosos. Un día, que estábamos ella y yo solas en la cocina, le dije: «¡Qué bien casada vas a estar dentro de poco, ¿eh, Brita?» Ella me miró como si creyese que me estaba burlando. Y después dijo: «Usted lo ha dicho, Kajsa, bien casada.» Lo dijo de un modo que me hizo ver ante mí a Ingmar Ingmarsson, y no se puede decir que sea guapo el muchacho; pero yo, pobre de mí, nunca antes me había fijado porque les tengo un gran respeto a todos los Ingmarsson. Pero ese día no tuve más remedio que hacer una mueca. Brita me miró y volvió a decir: «Bien casada, sí», y dio media vuelta y se fue corriendo a su habitación, y la oí echarse a llorar. Aun así, me fui pensando: «Ya se arreglarán las cosas con el tiempo, a los Ingmarsson todo acaba saliéndoles bien.» No me extrañé de la actitud de los padres; si yo hubiese tenido una hija e Ingmar Ingmarsson la pidiese en matrimonio no viviría tranquila hasta que la niña le hubiera dado el sí.
Ingmar permanecía tumbado en la cama con los oídos atentos. «Madre hace esto adrede -pensó-. Está con la duda de por qué hago este viaje a la ciudad mañana. Piensa que voy a ir a buscar a Brita para traerla a casa. Madre no sabe que soy un pobre diablo que ni para eso valgo.»
–La próxima vez que vi a Brita -continuó la vieja-, ya se había mudado y vivía aquí abajo. No pude preguntarle si se sentía a gusto en Ingmarsgården porque la sala estaba llena de gente, pero cuando llevaba ya un trecho caminado en dirección a la arboleda me dio alcance. «Kajsa», me dijo, «¿hace mucho que has estado en Bergskog?» «Estuve en tu casa anteayer», le respondí. «¡Ay, Dios mío, estuviste en casa anteayer y a mí me parece que hace un siglo que no he estado allí!» Qué podía decirle yo, pobre de mí. Estaba en un estado en que no se le podía decir nada, parecía a punto de romper a llorar dijeras lo que dijeses. «¿Por qué no vas a hacerle una visita a tus padres?», le dije luego. «No; creo que jamás volveré a pisar mi casa.» «¡Venga, mujer, ve!», le dije, «con lo bonito que está todo allá arriba, el bosque se ha llenado de arándanos, donde las antiguas carboneras el suelo rojo parece rojo de tantos que hay.» «Dios bendito», dijo ella y se le pusieron los ojos grandes, «¿ya hay arándanos rojos?». «Sí, ¿por qué no pides libre un día y subes a tu casa y te das un hartón?» «No, mejor será que no vaya», dijo. «Si voy a casa me sentiré mucho peor al volver aquí.» «Tenía entendido que se estaba bien en casa de los Ingmarsson», dije yo. «Son buena gente.» «Sí», respondió ella, «son buena gente». «De lo mejorcito que hay en toda la comarca», le dije yo. «Gente honrada.» «Sí, casar a alguien por la fuerza no se considera una falta de honradez.» «Y gente muy juiciosa, además.» «Sí, pero a su juicio no hay que decir lo que se piensa.» «¿Nunca dicen nada?» «Nunca dicen más de lo estrictamente necesario.» Aquí yo ya me iba, pero en ésas que me pasó por la cabeza preguntar: «¿La boda será aquí o en tu casa?» «La celebraremos aquí en la finca, hay más espacio.» «¡Pues entonces procura que no la retrasen demasiado!», dije yo. «Nos casaremos dentro de un mes», dijo ella. Pero cuando ya me separaba de Brita pensé que los Ingmarsson habían tenido una mala cosecha, y le dije que no creía que fueran a celebrar una boda ese año. «Entonces no tendré más remedio que tirarme al río», dijo Brita. Pasado un mes me enteré de que la boda se aplazaba y pensé que eso no era bueno, así que subí hasta Bergskog para hablar con la señora del diputado. «Creo que van a hacer un disparate ahí abajo en casa de los Ingmarsson», le dije. «Hagan lo que hagan tendremos que conformarnos», me respondió. «Damos las gracias a Dios todos los días por haber podido casar tan bien a nuestra hija.»
«Madre no debería tomarse tantas molestias -pensó Ingmar Ingmarsson-, porque nadie de esta casa va a ir al encuentro de Brita. No necesitaba asustarse tanto por el arco triunfal, eso sólo son cosas que se hacen para poder decirle a nuestro Señor: "Yo quería, ya ves que era mi intención hacerlo." Pero de ahí a hacerlo realmente hay un trecho.»
–La última vez que vi a Brita -continuó contando Kajsa- fue en pleno invierno, con la nieve muy alta. Yo venía por un sendero muy angosto en lo más profundo del bosque, donde no vive nadie, y costaba mucho caminar porque había comenzado el deshielo y con tanta nieve derretida el suelo se te iba bajo los pies. En ésas que veo una figura sentada en la nieve descansando, y al acercarme reconocí a Brita. «¿Vas sola por esta zona tan apartada del bosque?», le dije. «Sí, estoy dando un paseo.» Me quedé quieta mirándola, no me entraba en la cabeza lo que podría estar haciendo allí. «Estoy buscando montañas escarpadas», me dijo entonces Brita. «Dios bendito, ¿no será para tirarte por una?», le dije yo, porque tenía todo el aspecto de no querer vivir. «Sí», me dijo, «si encontrase una suficientemente alta y escarpada, creo que me tiraría». «¡Cómo no te da vergüenza, a ti, con lo bien que estás!» «Sí, ya lo ves, soy muy mala, Kajsa.» «Me parece a mí que sí.» «Seguro que voy a hacer algo malo, así que mejor sería que me muriera.» «¡Eso son pamplinas, niña!» «No; me volví mala cuando vine a vivir aquí abajo.» Entonces se me acercó y pude ver que tenía los ojos de una loca. «Ellos sólo piensan en cómo atormentarme a mí y yo en cómo devolverles el tormento.» «De eso nada, Brita, son buena gente.» «¡Te equivocas, sólo buscan mi deshonra!» «¿Se lo has dicho a ellos?» «Nunca hablo con ellos. Lo único que hago es pensar en cómo causarles daño. Pienso en si prenderle fuego a la casa; sé que él le tiene mucho apego. Pienso en si envenenar a las vacas; son tan viejas y feas, con esas ojeras blancuzcas alrededor de los ojos, como si fueran parientes de él.» «Perro ladrador, poco mordedor», dije yo. «Algo le haré», dijo ella, «si no nunca viviré en paz». «No sabes lo que dices», le dije yo, «más bien diría que lo que quieres es acabar con tu paz de espíritu». Entonces pegó un quiebro y empezó a llorar. Se apaciguó y con voz dulce dijo que padecía mucho por culpa de esos malos pensamientos que la asaltaban. Luego la acompañé a su casa, y cuando nos separamos me prometió que no haría ninguna locura con tal que yo mantuviera la boca cerrada. Después le estuve dando muchas vueltas sin saber con quién hablar -añadió Kajsa-. No me atrevía a hacerlo con gente importante como ustedes…
Desde la espadaña del tejado de la caballeriza, la campana señaló el final de la siesta. A doña Märta le entró prisa por interrumpir a la vieja.
–Oiga, Kajsa, ¿cree usted que las cosas se pueden arreglar entre Ingmar y Brita?
–¿Cómo? – repuso la vieja, asombrada.
–Me refiero a que si ella no se fuera a América, pongamos por caso, ¿cree usted que le aceptaría?
–No sé yo lo que creo. No; imagino que no.
–Seguramente le rechazaría, ¿verdad?
–Sí, seguramente.
Ingmar se había incorporado y sentado con las piernas fuera de la cama. «Esto era lo que necesitabas, Ingmar, ahora sí que vas a hacer el viaje -exclamó para sus adentros, descargando el puño contra el borde de la cama-. ¡Cómo puede creer madre que me impedirá partir con esta demostración de que Brita no me quiere!»
Golpe tras golpe fue dándole a la cama, como si en su cabeza estuviese derribando algo duro que le ofrecía resistencia. «Pues ahora quiero probarlo otra vez. Nosotros los Ingmarsson, si una cosa sale mal volvemos a empezar. Ningún hombre que se precie se resigna a que una hembra se vuelva loca de rencor hacia él.»
Nunca antes el sentimiento de la derrota sufrida había calado tan hondo, y se moría de ganas por compensar el agravio de algún modo. «¡Por mi alma, que Brita aprenderá a vivir a gusto en Ingmarsgården!», prometió. Y descargó en la cama un último golpe antes de levantarse para volver al trabajo.
«¡No me cabe la menor duda de que padre me ha enviado a Kajsa con el único propósito de que yo acabe haciendo el viaje a la ciudad!»