Keller emitió un ruido de interés. Cuando los otros se volvieron hacia él, señaló uno de los diales. La aguja marcaba la cifra treinta. Burke gruñó:
–¡Diablos! ¡Hemos estado esperando que ocurriesen cosas y ahora las tenemos aquí! Ahora nos toca a nosotros…
–De acuerdo con esa aguja -afirmo Holmes-, alguien se ha tomado la molestia de introducir aire a presión normal alrededor de la nave. Podemos salir y respirar.
–Si es aire -apuntó Burke-. Podía ser cualquier otra cosa. Tendré que asegurarme.
Se puso el equipo de buzo que le correspondía y que tenía que utilizarse como traje espacial.
–Probaré con un encendedor. Quizá arda naturalmente. Quizá se apague. Puede que haya una explosión. Pero lo dudo muchísimo.
–Esperemos que se encienda el encendedor -dijo Holmes.
Burke acabó de colocarse el traje. En la Tierra su equipo hubiese sido aterradoramente pesado, aun para un hombre moviéndose en medio del océano. Pero allí no había peso. Si el M-387 tenía un campo gravitacional, debería ser tan minúsculo en teoría, que sería un millonésima del de la Tierra.
Keller se sentó en la silla de control, contemplando los instrumentos y las pantallas de televisión que mostraban el túnel ahora reducido a quince metros. Las partes distantes del túnel se veían brumosas, como si hubiera una débil niebla o un gas en suspensión. Sandy contempló como Burke se colocaba el casco y cerraba la placa delantera. Apretó los puños y sus nudillos se volvieron blancos. Pam se apoyó incómoda en una esquina del techo de la sala de control. Holmes frunció el ceño cuando Burke se dirigió hacia la escotilla de aire y cerró la puerta exterior.
Su voz salió inmediatamente del altavoz cor la mesa de control.
–Estoy respirando el aire del equipo de inmersión -dijo.
Hubo rastrear de pies. La puerta exterior de la esclusa hizo ruido. Se estableció lo que pareció ser una espera terriblemente larga. Después volvieron a escuchar la voz de Burke.
–Lo he probado -informó-. El encendedor arde cuando está cerca de la puerta levemente abierta. La voy a terminar de abrir.
Más ruidos procedentes de la esclusa de aire.
–Sigue ardiendo. Repito. El encendedor funciona perfectamente. El túnel está lleno de aire. Voy a abrir la escafandra para ver que tal huele.
Silencio, mientras que Sandy palidecía. Pero un momento más tarde oyó a Burke decir en forma crispada:
–Huele bien. No hace daño pero parece algo cargado. ¡Pero no tiene ninguna clase de olor! ¡Un momento… acabo de oír algo!
Pasó un minuto, en el que la pequeña espacionave flotó casi en contacto directo con las paredes. Luego giró levemente. Después llegaron unas notas aflautadas, breves y alegres. Tenían un aire familiar. Pero fue un mensaje corto, de quince o veinte segundos de longitud, no más. Acabó. Fue repetido, acabó, fue repetido y siguió adelante con un efecto mecánico, como obra de un loro.
–El aire es bueno -informó Burke-. Respiro con toda normalidad. Pero parece haber estado almacenado durante siglos. Es rancio. ¿Oís lo mismo que yo?
–Sí -dijo Sandy en un susurro dentro de la sala de control-. Es una llamada. Nos dice algo. ¡Vuelve a entrar, Joe!
Oyeron cerrarse la puerta exterior de la esclusa de aire y cómo los pernos se ajustaban en su sitio. Los sonidos aflautados dejaron de oírse. La puerta interior se abrió, Burke entró en la sala de control, con el vidrio delantero de la escafandra completamente abierto. Comenzó a quitarse el traje de buzo.
–Algo recogió el hecho de que hemos entrado. Cerró una puerta detrás de nosotros. Luego encendió las luces. Después hizo entrar aire en este túnel. Ahora nos dice algo.
La nave se balanceaba débilmente. Keller la había puesto en marcha manteniéndola a un paso lentísimo. Las paredes del túnel pasaban por delante de las pantallas de televisión. Había una niebla en el aire. Parecía aclararse al avanzar el navío.
Keller emitió un sonido de satisfacción. Podían ver el fin del túnel. Había una plataforma. Unas escaleras partían de un costado de la galería. Había una puerta de esquinas redondeadas al extremo de la pared. Aquel muro era metálico.
Keller dirigió con sumo cuidado la nave hasta el pie de la escalera que formaba un muelle apropiado para el desembarco, si allí hubiese habido gravitación para que las escaleras fuesen utilizables. Muy, muy poco a poco, bajó el navío hasta que se posó en la plataforma.
La sensación de balanceo cesó, volvió a venir, cesó y gradualmente se transformó en una perfecta sensación de peso. Quedaron de pie en el suelo de la sala de control con las mismas sensaciones físicas sentidas cuando navegaban a la aceleración de una gravedad y que también sintieron cuando la nave estaba en el suelo de la Tierra.
–¡Gravedad artificial! ¡Quienquiera que la produzca sabe bastante -exclamó Burke.
Pam tragó saliva y habló con un aparente descuido.
–¿Y qué vamos a hacer ahora?
–Buscaremos… a esa gente -dijo Sandy con extraña voz.
–¡No hay nadie aquí Sandy! – contestó Burke irritado-. ¿Es que no te das cuenta? ¡No puede haber nadie aquí! ¡Nos hubiesen indicado lo que hacer de haber alguien! Todo esto es trabajo mecánico. Nosotros hacemos algo y las máquinas operan. Pero después esperan hasta nuestro próximo movimiento. ¡Es como… como un ascensor automático!
–Pues no hemos venido aquí para subir en ascensor -dijo Sandy.
–Yo vine a descubrir lo que había en este asteroide -contestó Burke-, y porqué enviaba señales a la Tierra. Holmes, estate aquí con las chicas mientras yo doy un vistazo por fuera.
–Me gustaría mencionarte -apuntó Holmes con sequedad-, que no tenemos ni un arma en este navío. Cuando nos dispararon cohetes desde la Tierra, no teníamos siquiera una tiragomas para defendernos. Seguimos sin tenerlo. Creo que las chicas están tan seguras esperando ahí fuera como aquí adentro. Y además, todos nos sentiremos más animados si vamos juntos.
–¡Yo voy contigo! – dijo Sandy retadora.
Burke dudó, luego se encogió de hombros. Maniobró las ruedas que cerraban las compuertas de la esclusa de aire para abrir los dos accesos al mismo tiempo. No era una acción muy precavida, pero es que todo cuidado resultaba poco práctico. La nave estaba aprisionada. Era incapaz de defenderse. Por tanto era insensato tomar precauciones que no podrían evitar lo inevitable.
Burke abrió la puerta exterior. Uno a uno, los cinco salieron a la plataforma que con tal evidencia parecía diseñada para albergar a un navío espacial pequeño, naturalmente. No ocurrió nada. Lo que les rodeaba era completamente inexpresivo. Aquella plataforma de desembarque podía haber sido construida por alguna raza de la Tierra o de alguna otra parte, demostrando tan sólo la necesidad de utilizar escaleras.
–Allá va -dijo Burke.
Se dirigió hasta la puerta de redondeadas esquinas. Había algo así como un pomo a un lado, casi a la altura de la cintura. Lo tomó con la mano, tiró y retorció y la puerta cedió. No estaba oxidada, pero necesitaba urgentemente un lubricado. Burke acabó de abrirla y miró incrédulo lo que había detrás.
Ante ellos se extendía un corredor de no menos de seis metros de alto y lo mismo de ancho. Los tubos largos resplandiendo luz que alumbraban el túnel del navío, continuaban allí, también, fijos del techo. El corredor se alejaba, recto completamente, hasta que su fin parecía sólo un punto en la lejanía. Debería tener más de kilómetro y medio de largo. Había puertas en las paredes de ambos lados y se iban esfumando en la distancia con una monótona regularidad hasta que, también, quedaban reducidas a meras ranuras. Uno no podía hablar de la longitud del corredor midiéndola en metros. Era kilométrico.
Parecía increíble. Era sobrecogedor. Y estaba vacío, brillaba al resplandor de los tubos luminosos que formaban un río de luz por encima de las cabezas. Parecía absurdo que tan vasta construcción no tuviese ser viviente en ella. Pero estaba completamente vacía.
Permanecieron mirando su longitud durante segundos. Luego Burke pareció reaccionar.
–Aquí está el pasillo. Entremos, incluso aunque no nos dé la bienvenida el comité de recepción.
Su voz despertó ecos. Giró y reverberó y disminuyó hasta reducirse a la nada.
Una espera terriblemente larga. Después volvieron a oír la voz de Burke.
–Lo he probado.
Burke avanzó con Sandy pegada a sus talones. Pam permaneció inexpresiva e instintivamente se aproximó a Holmes. Una vez hubieron atravesado la puerta, la situación no fue de que estuviesen corriendo la aventura en un remoto lugar del espacio, sino la de hallarse en un incierto e imponente monumento de la Tierra. La sensación de peso, si no completamente normal, se le parecía tanto que no se advertía la diferencia. Podían haber estado en cualquier estructura desconocida hecha por los hombres, en su planeta natal.
Aquel corredor, no obstante, no había sido construido. Fue excavado. Se utilizó para ello algún procedimiento que no fracturó la piedra arrancada. La superficie de la roca sobre ellos era lisa. En algunos lugares hasta relucía. Los umbrales habían sido limpiamente recortados, no edificados. Eran de un tamaño que precia ser utilizado por los hombres. Los compartimientos a los que daban acceso eran de similar manufactura. No tenían ventanas, claro, pero lo extraño en ellos residía en el hecho en que estaban vacíos, chocando en que todo lo que ellos llegaban a ver había sido abandonado miles de años antes. No obstante, desde alguna parte del asteroide, una llamada seguía afluyendo apremiante, llenando el sistema solar con unos sonidos aflautados, quejumbrosos, rogando a cualquiera que los oyese que viniera e hiciera algo que era en extremo necesario.
A bastante distancia de la entrada de la galería había dos ramales. A casi medio kilómetro de la entrada, vieron que una de las habitaciones contenía una pila de lingotes de metal, limpiamente colocados en un grupo y atados mediante un cable o alambre todavía reluciente. A ochocientos metros encontraron varias cosas peculiares de la misma galería. Una era con toda evidencia una mesa de una sola pata hecha de metal. Estaba sin la menor muestra de óxido, pero mostraba signos de uso. La otra era un objeto con la parte superior cóncava. En la cavidad había partículas retorcidas y arrugadas de algo indescifrable.
–Si los hombres ha edificado esto -dijo Burke y de nuevo su voz despertó ecos-. este objeto debería ser un taburete acolchado y la mesa un escritorio.
–Si los hombres hubiesen construido esto -exclamó Sandy pensativa-, habría algunas señales marcándolo todo. ¡Por lo menos en los umbrales habría una especie de números!
Burke no contestó. Prosiguieron.
La galería se dividía. Una puerta de metal cerraba la rama divergente. Burke manipuló el pomo. No cedió. Continuaron en línea recta, por el camino libre.
Llegaron a una abertura en la pared lateral más grande que las demás. Dentro había filas y filas de esferas de metal, algunas de más de tres metros de diámetro. Debían de haber cientos. Junto a la puerta había una estantería reducida, con una caja pequeña sujeta a ella. Un poco más allá, llegaron a lo que parecía ser el fin de aquel corredor. Pero no terminaba. Subía hacia arriba girando y se hallaron asimismo en el pasillo pero a diferente nivel, retrocediendo en la dirección por la que habían venido. Sus pisadas seguían despertando innumerables ecos en la enorme extensión vacía de la construcción. Habían otras puertas cerradas. Burke probó algunas. Holmes otras. Keller avanzaba hechizado, mirándolo todo.
Lo que había allí era extraño, pero no lo bastante para asustar. Uno pudo juzgar aquel sitio como lugar de trabajo de los hombres, excepto que su construcción estaba más allá de la habilidad humana. Debían de haber miles de habitaciones vacías instaladas en la sólida roca. Pasaron algunos cientos de metros de umbrales y en cada habitación que consiguieron abrir, había construcciones metálicas junto a las paredes.
–Si los hombres hubiesen construido este lugar -dijo Holmes de repente-, eso podrían ser camastros.
Llegaron a otro lugar en donde había polvo y un grupo de seis habitaciones enormes comunicándose no sólo con el corredor sino mutuamente. Encontraron cuencos de metal como cacerolas. Hallaron un objeto cóncavo pequeño que podía haber sido un vaso para beber. Estaba roto. Era de tamaño apropiado para los hombres.
–Si seres humanos construyeron esto -volvió a repetir Holmes-, quizá habrían destinado estas salas a comedores. Pero estoy de acuerdo con Sandy de que deberían haber letreros, señales, carteles… cosas así.
Tropezaron con otra puerta cerrada. Resistió a los esfuerzos de abrirla como las demás Keller extendió la mano y pensativo tocó las piedras del quicio. Parecía asombrado.
–¿Qué pasa? – preguntó Burke. Tocó la piedra como Keller lo había hecho. Estaba fría, terriblemente fría-. ¡El aire está caliente y las piedras frías! ¿Qué es esto?
Keller se humedeció la yema de los dedos y frotó la pared lateral rocosa. Instantáneamente apareció el hielo. Pero el aire permaneció cálido.
La galería volvió a girar y a subir. El pasaje del tercer piso era más corto; apenas ochocientos metros de largo. Pasaron puerta tras puerta, todas abiertas, con cada compartimiento conteniendo una forma enorme y extrañamente misteriosa de metal. Junto a cada umbral se encontraba una estantería igual a las vistas anteriormente con la cajita fija en ella.
–Eso -dijo Holmes-, podrían ser armas, si es que tenían ocasión de disparar contra alguien. Sólo por el aspecto que tienen yo podría asegurar que son armas.
–Keller -exclamó Burke bruscamente-, la piedra helada mientras que el aire sigue cálido significa que este lugar ha sido calefaccionado hace poco. Han vertido aire caliente dentro. ¡Cosa de horas!
Keller se quedó pensativo. Luego sacudió la cabeza.
–Calor no. Aire caliente sí.
Burke prosiguió hacia adelante ceñudo. Seguía la única ruta abierta. Otros caminos estaban interrumpidos por puertas que rehusaban abrirse. Sandy, a su lado, se fijó en el piso. Era de piedra como las paredes del techo. Pero estaba gastado. Había ligeras desigualdades en él, comenzando a treinta centímetros de las paredes. Sandy se imaginó a miles de pies moviéndose por aquellos resonantes corredores durante miles de años, tiempo bastante para desgastar la roca sólida de aquella manera. Sintió la edad encima de ella, edad increíble alcanzando un tiempo jamás imaginado, mientras los ocupantes de aquel mundo ahuecado rebullían en su interior. Pero, ¿haciendo qué?
Burke consideraba otras cosas. Allí habían esferas metálicas de tres metros alineadas por cientos en lo que podía ser un almacén inferior. Allí habían los cien monstruos de metal macizo que parecían amenazar definitivamente a alguien o a algo. Allí estaban las construcciones metálicas, como camastros. No había óxido, cuya causa podría atribuirse a lo dicho por Keller de que recientemente había sido emitido aire caliente en los corredores los cuales antes -durante diez mil años o más- habían contenido sólo el vacío del espacio. Y allí estaban aquellas habitaciones que podían ser comedores.
Todas estas cosas era materia abundante para pensar. Pero si lo que escuchaban era cierto, debería haber otros compartimientos especializados en algún lugar. Tenían que haber almacenes para las provisiones para aquellos que manejaban las armas -si es que eran armas- y las esferas y vivían en los camastros y comían en los comedores. Y debían haber almacenes para equipo y suministros de todas clases. Y de nuevo, si Keller tenía razón en los referente al aire, tendría que haber también enormes tanques de presión que habían contenido en su interior la atmósfera del asteroide durante milenios, sólo para calentarla y dejarla suelta en la hora o así que hacía que había llegado el navío.
Una vieja frase se le ocurrió a Burke: «Un misterio disfrazado de enigma». Se aplicaba a esa clase de problemas. Evidentemente el aire había sido soltado sin la orden de ninguna criatura viva. ¡No podía haber ninguna allí! Como, sin lugar a dudas, las señales del espacio habían comenzado sin ser obra de un ser humano o vivo. El transmisor que continuaba insensatamente enviando su mensaje a la Tierra era un robot. La operación de amarre de la nave, el calentar el aire, el alumbrar el embarcadero y los corredores, todo había sido hecho por máquinas obedeciendo órdenes dadas por el transmisor quién sabe porqué escondidos estímulos.
¿Pero por qué? Otros misterios estribaban en la meticulosa preparación para dar la bienvenida a una nave del espacio. No, no la bienvenida. Admisión del navío del espacio. Se esperaba que alguien respondiese a aquellos sonidos aflautados y plañideros que llegaban sollozantes a través del sistema solar. ¿Quién eran aquellos visitantes esperados? ¿Qué confiaban en que hicieran? ¿Para qué propósito fue construido el asteroide? ¿Quién lo había hecho? En algún tiempo debía de haber contenido miles de habitantes. ¿Para qué estaban allí? ¿Qué fue de ellos?
Y cuando el asteroide fue abandonado, ¿qué inconcebible situación dispuso el funcionamiento del transmisor para enviar al espacio llamadas urgentes y luego una señal direccional emitida al instante mismo que la primera llamada fue respuesta? Cuando llegó el navío de Burke, el asteroide lo aceptó sin pregunta alguna y puso en funcionamiento las operaciones mecánicas necesarias para hacer posible que el recién llegado y su tripulación encontrasen facilidades. ¿Qué cosa activó aquel mecanismo después de tantísimo tiempo?
Los cinco humanos recién llegados, tres hombres y dos muchachas, siguieron a lo largo de la galería excavada dentro del corazón del asteroide. Murmullos, ecos, les acompañaban. Una vez llegaron a un lugar donde existía en efecto el susurro en la galería. Oyeron sus pisadas repetidas con fuerza, como si los habitantes del asteroide fuesen invisibles pero nadie vino.
–¡No me gusta esto! – exclamó Pam incómoda.
Luego su propia voz pareció burlarse de ella y al darse cuenta de lo que era, se puso a reír nerviosa. También la risa fue repetida y sonó como algo que parecía una burla dirigida a todos ellos. Era incómodo.
Llegaron al fin de la galería. Había una escalera que conducía hacia arriba. No había otra parte a donde ir hasta que Burke comenzó a subir, Sandy muy cerca, y Holmes y Pam tras ellos. Keller se quedó en retaguardia. Treparon y comenzaron a oír ruiditos.
Eran los ruidos aflautados. Se hicieron mayores mientras la expedición terrestre subía y subía. Llegaron a un rellano en donde asimismo había una puerta de metal de esquinas redondeadas. A través de ella y de la otra parte llegaba el sonido agudo de las notas que Burke había oído cientos de veces y que últimamente habían llegado a la Tierra procedentes del vacío. Las notas parecían detenerse y comenzar de nuevo y una vez más detenerse. No era posible decir que procedían de una fuente que hablaba pacíficamente o de dos fuentes distintas en conversación.
Sandy se quedó profundamente pálida y sus ojos los clavó en Burke. Él estaba casi tan blanco. Se detuvo. Allí no había rastro de hojas en forma de cinta ni olor a cosas verdes, sino sólo aire que era rancio y sin duda como si hubiera estado estancado durante siglos. Allí no había puesta de sol, ni cielo con dos lunas, sino una piedra escalada y sin fisuras. No obstante, estaban los sonidos aflautados…
Burke posó la mano en el pomo de curiosa forma de la puerta. Giró. La puerta se abrió hacia dentro. Burke entró, con la garganta absurdamente seca. Sandy le siguió.
Y de nuevo hubo desencanto. Porque allí no había criatura viviente. La habitación era quizá de nueve metros de ancho y otros tantos de largo. Había muchas pantallas de visión y algunas de ellas mostraban las estrellas del exterior con una precisión de detalles que ninguna televisión terrestre podía ofrecer. El sol brillaba como un disco pequeño de un tercio de su diámetro normal. Estaba también disminuida su luz. La vía láctea se mostraba con claridad. Y había muchas pantallas que mostraban magníficas vistas de la superficie del asteroide, todo metal roto, caótico, rocoso y confuso, bruñido sin rastros de óxido. Pero no existía vida. No había siquiera símbolos de vida. Sólo existían máquinas. Advirtieron un enorme y transparente busto de unos tres metros de diámetro. Rayitas de luz relucían dentro de su sustancia. A un lado se mantenía un objeto pequeño muy cerca de parecerse a un disco, a un tercio del camino que va del borde al centro. No tocaba el disco, pero debajo de él y en la superficie circular había un grupito de brillantes rayitas rojas que temblaban y ondeaban. Estaban colocadas en un orden estrictamente matemático que cambiaba lenta, muy lentamente, de manera que pasarían horas antes de haber completado una rotación y presentar de nuevo el mismo aspecto anterior.
Los sonidos aflautados venían de un cono de metal alto situado sobre el suelo. Otra ya más cercana sostenía una placa redonda hacia el cono.
–No hay nadie aquí -dijo Sandy con voz extraña-. ¿Qué vamos a hacer ahora, Joe?
–Esto debe ser el transmisor -murmuró-. La grabación de sonido para la emisión de señales debe estar en alguna parte por aquí. Es posible que esta placa sea una especie de micrófono…
Keller con la sonrisa resplandeciente señaló hacia un lugar redondo que oscilaban con una extraña luminiscencia. Su luz era algo más brillante y disminuía de acuerdo con la modulación.
–¡Diablos! – exclamó Burke y el punto luminoso parpadeó brillantemente durante un instante- sí -expresó Burke-. Es un micrófono. Es completamente igual… -el punto luminoso alumbró y se apagó al compás de su voz-, es como lo que yo diría un ojo mágico, en la radio de la Tierra.
El cono cesó de emitir sonidos aflautados. Burke habló rápidamente y el punto luminoso parpadeó ante la violencia de los sonidos.
–Creo que estoy transmitiendo a la Tierra. Si es así, está ante el micrófono Joe Burke. Anuncio la llegada de mi navío al asteroide M-387. El asteroide ha sido excavado por dentro y provisto de una esclusa de aire que admitió a nuestra nave. Es… una… -dudó permitiendo que Holmes interviniera.
–Es una fortaleza.
–Sí -asintió Burke pesadamente-. Es una fortaleza. Hay armas que no hemos tenido tiempo de examinar. Hay cuarteles para unas guarniciones de miles de personas. Pero no hay nadie aquí. Ha sido evacuado, pero no abandonado, porque el transmisor a punto para enviar la llamada a todo enviar la llamada que no sé que origen oscuro puede tener. Parece que todo ha despertado. Hay una enorme placa aquí que puede ser un mapa estelar, con una escala en la cual los años de luz pueden ser representados por centímetros. No lo sé. Hay unas rayitas brillantes de un color rojo. Se mueven. Hay también una máquina para vigilar esas rayitas. En apariencia eso es lo que hizo poner el transmisor a punto para enviar la llamada a todo el sistema solar.
Keller de repente se llevó el dedo a los labios. Burke asintió añadiendo:
–Informaré más tarde.
Keller dio a un conmutador de una forma extraña después de lo cual pareció azorado. El transmisor se apagó.
–Tienes razón -dijo Holmes-. En casa saben que estamos aquí, me parece, y tú les has dado bastante en que pensar. Creo que será mejor que tengamos cuidado con lo que digamos abiertamente.
–Habrá llamadas de la Tierra dentro de poco -asintió Burke-, y podemos decidir si debemos o no usar el código entonces. Keller, ¿puedes tú averiguar donde están los circuitos de este transmisor y hallar el receptor que recogió la señal de Virginia Occidental y cambió la primera emisión a la segunda? Debe ser tan sensitivo como este transmisor es poderoso.
Keller asintió confiado.
–Llevará treinta minutos y pico el que ese informe mío llegue a la Tierra y se reciba una respuesta -observó Burke-, su tono va perfectamente y el lado apropiado de nuestro planeta mira hacia aquí. Creo que podemos mientras tanto de que no hay nadie más que nosotros en la fortaleza.
Su situación era peculiar. Era excitante haber encontrado una fortaleza en el espacio, claro. Aquello era la cosa que podía haber satisfecho a un sabio dedicado realmente y por completo a la ciencia. Burke se daba cuenta de la importancia del descubrimiento, pero era de una forma impersonal. No significaba nada, para Burke, haber llevado a cabo sus propósitos de haber llegado hasta allí. La fortaleza estaba relacionada con un sueño sobre un mundo con dos lunas en su cielo y algo o alguien corriendo desalentado tras un follaje extraterrestre. Pero aquel lugar no era el del sueño, no encajaba en él. El misterio permanecía y la frustración y Burke se quedó en un estado de mente del salvaje que ha encontrado un tesoro que significa mucho para los civilizados, pero que no le hace feliz porque no sabe qué es lo que la civilización puede darle a cambio.
Frunció el ceño y habló sin acento alguno.
–Volvamos al navío y preparemos un mensaje clave para enviarlo a la Tierra.
Abrió la marcha saliendo de aquella habitación llena de muchas máquinas inmóviles pero operando. Las increíblemente perfectas pantallas de visión aún seguían reflejando el cosmos exterior con todas las estrellas y el Sol mismo moviéndose lentamente de una pantalla a otra. Vieron la luz solar y la de las estrellas reluciendo y destellando sobre la superficie rota del asteroide. Ondeando, curiosamente moviéndose, las rayitas rojas del disco de tres metros seguía su movimiento de avance. Keller estaba resplandeciente de entusiasmo cuando empezó a investigar aquellos aparatos.
Todos volvieron al navío excepto Keller. Desandaron el camino a través de las largas y bien iluminadas galerías. Descendieron por rampas y recorrieron corredores con mucha más luz todavía. Luego llegaron al ramal que había sido bloqueado por una puerta cerrada. Ahora estaba abierta. Pudieron ver cómo la nueva sección se extendía hasta muy lejos. Pasaron por lugares en donde otras puertas habían estado cerradas pero ahora, por el contrario, quedaban de par en par. Pero lo que pudieron ver en esos sitios era una repetición de lo que ya habían visto. Atravesaron el lugar en donde cientos de esferas metálicas de tres metros esperaban ser utilizadas quién sabe cómo. Pasaron junto a la mesa de una sola pata y del compartimiento repleto de lingotes metálicos.
Finalmente llegaron a la puerta de esquinas redondeadas, las atravesaron y allí estaba su espacionave, con las esclusas de aire abiertas, esperándoles un iluminado túnel.
Entraron y su sensación fue de un completo anticlímax. Se daban cuenta, claro, que habían hecho un descubrimiento al lado del cual todos los hallazgos de los arqueólogos de la Tierra eran triviales. Habían alcanzado máquinas en funcionamiento que deberían ser más viejas que lo que la imaginación pudiera juzgar, sin óxido alguno porque fueron preservadas de el por el vacío, e infinitamente superiores a cualquier cosa que los hombres hubiesen hecho jamás. Habían alcanzado un misterio que sería un suplicio para cada cerebro terrestre. Las consecuencias de su venida a aquel lugar influirían poderosamente en todo el futuro de la Tierra. Pero ellos, los expedicionarios, se sentían en cierto modo indiferentes.
–Prepararé un informe -dijo Burke pausadamente-, de lo que hemos visto cuando llegamos, de nuestro desembarco, y de todas esas cosas. Lo pondremos en clave y lo prepararemos para transmitirlo. Podemos utilizar el transmisor del asteroide.
Holmes miraba decidido el piso del pequeño navío.
–Tú harás un informe también -dijo Burke-. Tú te has dado cuenta de que esto es una fortaleza. De eso no puede haber ninguna duda. Fue construida y situada aquí para luchar contra algo. No por diversión. Pero yo me pregunto contra quién es lo que había que luchar y porqué fue abandonada por su guarnición, y por qué dejaron dispuesto el transmisor para que funcionase cuando ocurriese no sabemos qué. ¡Quizá todo ha sido una llamada a la guarnición para que vuelva por ser necesaria su presencia! ¡Pero miles de años han pasado…! ¡Haz un informe de todo eso!
Holmes asintió.
–Podéis añadir -dijo Pam, estremeciéndose un poco-, que esto es un lugar terriblemente lóbrego.
–Lo que yo no comprendo -exclamó Sandy-, es porqué no han puesto rótulos o etiquetas. No hay nada marcado. Quienquiera que lo construyó debería saber escribir de algún modo. Una raza civilizada tiene que tener archivos escritos para conservar esa civilización. Pero yo no he visto ningún símbolo o señal ni incluso color utilizado para dar informaciones.
Sacó un mazo de papel en el qué escribiría los informes de Burke y Holmes y los cifraría, mientras los dos hombres se dirigieron al emisor. Comenzó a escribir, cuidadosamente, la complicada clave del código. Casi de mala gana, Pam se preparó para hacer lo mismo con la narración de lo que Holmes había visto.
Pero si el entusiasmo estaba calmado en la nave, no había tal reserva en los Estados Unidos; la voz de Burke llegó en una de las emisiones espaciales que cada setenta y nueve minutos alcanzaban la atmósfera terrestre. Hasta entonces habían sido ruidos normales, enigmáticos, aflautados, quejumbrosos, repitiendo por milésima vez su indescifrable mensaje. Entonces una voz humana dijo casi en forma inaudible: «¿…vamos a hacer ahora, Joe?». Se oyó por todo el hemisferio completo, en donde las estaciones observadoras de satélites y los radiotelescopios estaban a la escucha de cualquier emisión espacial.
Fue un acontecimiento estupendo. Luego la voz de Burke se sobrepuso a los sonidos aflautados: «Esto debe ser el transmisor. La grabación de sonido para la emisión de señales debe estar en alguna parte por aquí. Es posible que esta placa sea una especie de micrófono…» Unos cuantos segundos más tarde se oyó decir: «¡Diablos!». Y más tarde se dirigió él mismo a los escuchas de la Tierra.
Había pronunciado aquellas palabras dieciocho minutos y fracción antes de que llegasen, a pesar de que viajaban a la velocidad de la luz. Las emisoras de radio abandonaron el asunto que tuvieran por todos los Estados Unidos y dispararon una reacción popular más amplia aún que la producida por las primeras señales recibidas. Todas las emisoras de radio abandonaron el asunto que tuvieran entre manos. Locutores de impecables dicción relataron la noticia y luego se extendieron en un sin fin de tonterías. El hombre había llegado al M-387. El hombre había hablado a la Tierra a través de cuatrocientos cincuenta millones de kilómetros de vacío. El hombre había tomado posesión de una fortaleza en el espacio. El hombre tenía ahora un punto avanzado, un peldaño hacia la escala que le conduciría a las estrellas. El hombre había conseguido… El hombre se había arriesgado… El hombre ahora acababa de dar el paso inicial hacia su manifiesto destino, que era el ocuparse de los miles y miles de planetas que jalonaban la galaxia.
Pero aquello fue en los Estados Unidos. En otras partes el regocijo fue mucho mayor, especialmente después que un prominente político americano fue acusado de haber dicho que la supremacía norteamericana en la Tierra ya no dejaba lugar a dudas y no permitía desafíos. Y otro número de naciones pequeñas protestaron inmediatamente a la O.N.U. Aquel augusto cuerpo se vio obligado a inscribir en la orden del día una discusión en plena escala de las conquistas americanas en el espacio. Las naciones europeas acusaron de que era pretensión de América monopolizar no sólo los medios prácticos del viaje a los otros miembros del sistema solar, sino todas las fuentes naturales y técnicas obtenidas por tal clase de empresas. Con singular unanimidad, las naciones del bloque ruso exigieron que se repartiese por igual, información en toda la Tierra. Ninguna nación tenía derecho a reservarse para sí los descubrimientos científicos de tal índole. En realidad, aquello era una amarga denuncia por la utilización de un código entre el gobierno yanqui y los humanos del M-387. Se exigía que los expedicionarios respondiesen claramente a cada pregunta científica hecha por cualquier autoridad… sin utilizar para nada claves ni emplear reticencias.
En efecto, los Estados Unidos baladronaron y presumieron de conquistas hechas por algunos de sus ciudadanos quienes después de escapar al ataque de los proyectiles dirigidos americanos, habían encontrado el primer escalón hacia las estrellas. Pero el resto del mundo exigió furiosamente que los Estados Unidos no se apropiaran de todo el beneficio de aquel hecho. La tensión internacional alcanzó una nueva altura.
Burke y los otros trabajaban laboriosamente, mientras, reuniendo la poca información obtenida. Encontraron máquinas increíbles cuyos propósitos o forma de trabajar no podían comprender. Hallaron detalles evidentes de una civilización junto a la cual la de la Tierra era intolerablemente atrasada. Pero esa civilización había abandonado el asteroide. Durante el segundo día la masa de indirigibles informes se hizo alarmante. Podía maravillar, pero no podían ser comprendidos. Y lo incomprensible era intolerable. Era posible entender que allá había una máquina con rayitas rojas que habían puesto en funcionamiento a otro mecanismo, el que envió los sonidos de flauta a todo el sistema solar. Ninguna otra cosa se podía entender. El propósito de la llamada permanecía en el misterio.
Pero los aparatos de comunicación humeaban de mensajes de la Tierra. Parecía como si cada radiotelescopio del planeta estuviese provisto de un transmisor y que a la vez eran capaces de bombardear el asteroide con un espeso layo de argumentos, ofertas, exigencias y amenazas.
–Esto debería ser divertido -dijo Burke sombrío-. Pero no lo es. Todo lo que sabemos es que hemos entrado en una fortaleza construida para defender a una civilización de la que nada sabemos, excepto que no pertenece al sistema solar. Conocemos que ha sonado una alarma, para llamar a la guarnición de esta fortaleza y ordenar que regrese, pero no vienen. Nosotros sí. Tenemos ligeras evidencias de que una flota de combate o algo similar se encamina hacia aquí y que intenta destruir esta fortaleza y posiblemente la Tierra. ¡Uno se imaginaría que esa clase de noticias podrían calmar a los de allá abajo, a los de nuestro planeta!
En el receptor de onda ultracorta se vio tan repleto de mensajes que era imposible mantener una comunicación con él. Nadie podía entenderse al llegar toda clase de emisiones a la vez Burke tenía que mandar un mensaje a la Tierra en código, especificando una nueva y secreta extensión de onda, antes de que fuera imposible mantener un doble contacto con el planeta. Pero los mensajes continuaban viniendo, cada uno clamando por algo o exigiendo beneficios para la ciencia de su país.
En el principio no había nada en absoluto, y luego fueron creadas las cosas, y la maravilla de la creación fue muy grande. Cuando aparecieron los hombres se maravillaron al ver la riqueza y hermosura de lo que les rodeaba, y sus vidas se vieron llenas de asombro ante las miríadas de objetos en el aire, y en la tierra y en el mar. Durante infinidad de siglos los humanos estuvieron atareados tomando nota de todo lo creado. Y se olvidaron de que pudiera existir algo con la condición del vacío.
Pero allí estaban seis personas de cierto sistema solar que sabían realmente lo que significaba el vacío. Cinco de ellas estaban en el interior de una fortaleza que era a la vez un asteroide y un misterio. La otra en un objeto tosco que flotaba rápidamente viniendo de la Tierra. Esa se llamaba Nikolai. Sus apellidos no importan. Nació en un pueblecillo de los Urales y de niño jugaba con barro, ramas, perros y otros chiquillos.
Cuando creció atiborró su cabeza con cosas sacadas de los libros y algo pareció racional y maravilloso, y algo no tuvo sentido para él pero era creído por todo el mundo. Y ¿cómo podía ir él sólo contra los sapientes camaradas que asumían el gobierno y protegían al pueblo de las guerras y hambres y las maquinaciones de los infames capitalistas?
Cuando joven, fue considerado prometedor. De haberse interesado en tales materias, pudo haber hecho una moderadamente triunfal carrera en política, tal y como la política se practicaba en su nación. Pero le gustaban las cosas. Las cosas reales, tangibles y verdaderas.
En la universidad, cuando era estudiante, tenía en su habitación un canario. Lo quería mucho. También había una chica con la que soñaba espléndidas cosas. Pero en Besarabia hacían falta maestras de escuela y la muchacha tuvo que irse allí, a enseñar a los niños. Ella lloró al abandonarle. Después de aquel episodio, Nikolai estudió con algo de desesperación, tratando de olvidarla porque no podía tenerla.
Pensaba en todos aquellos acontecimientos del pasado mientras era arrastrado cada vez más lejos de la Tierra. Constituía el pasajero, la total tripulación del artefacto tripulado que su gobierno había preparado para que fuera a investigar las extrañas señales que provenían del espacio. Era voluntario, naturalmente. Constituía un gran honor haber sido aceptado y durante algún tiempo casi se olvidó de la maestrita de escuela de Besarabia. Pero ahora de aquella designación honrosa hacía largo tiempo. Al principio le agradaba recordar la partida, cuando unos hombres alegres y formularios le instalaron en el sillón antiacelerador y le dejaron allí dentro, abandonado, solo, quedando sumido en mortal silencio -sólo roto por el tic-tac implacable de un reloj- mirando hacia arriba hasta oír un rugido mayor que todos los rugidos posibles y un estrujamiento de algo hecho de carne y hueso y después un horrible sentido de peso creciente, que aumentaba y aumentaba hasta que perdió la conciencia.
Podía recordar todo eso, si así le placía. Conservaba una memoria clara de su vuelta a la vida y de sus esfuerzos por transmitir la señal que diría a los de abajo que había sobrevivido al despegue. En la cabina habían aparatos mecánicos, automáticos, electrónicos que informaban de cuanto era necesario saber sobre las bandas y cinturones de mortal radiación que rodeaban al planeta Tierra. Pero Nikolai prefirió informar de viva voz porque así demostraba haberlos sobrepasado sin daño alguno. Y su cohete seguía adelante, alejándose de la Tierra y del Sol.
Recibió mensajes terrestres. Voces débiles le aseguraron que su lanzamiento había resultado bien. Su nación se sentía orgullosa de él. Enormes recompensas le aguardaban a su vuelta. Entretanto… Las débiles voces le instruían acerca de lo que tenía que decir para ser grabado en cinta magnetofónica y retransmitido a todo el mundo en su honor.
Lo dijo, con la Tierra formando una decreciente porción brillante tras él. Siguió marchando. El cuarto creciente que formaba la esfera terrestre se hizo cada vez más pequeño al correr de los días. Se cuidó debidamente de los instrumentos de su vehículo espacial. Aseguróse de que los aparatos se comportaban con propiedad. Inútil despilfarro. De vez en cuando informaba, de viva voz, lo que los ingenios automáticos había transmitido ya antes con mayores detalles y con superior exactitud.
Y pensaba más y más en aquella chica -maestra de escuela en Besarabia- y en su canario, muerto ya. Pasaron los días. Se le informó que había llegado el momento de tomar contacto con el cohete nodriza enviado antes que él. Vigiló los instrumentos que le indicarían la posición en el espacio de tal cohete.
Lo encontró y con sus cohetes auxiliares guió su vehículo hasta establecer contacto con el depósito de combustible. La compleja maquinaria para el reaprovisionamiento entró en funciones. Poco después abandonó el vacío depósito, apuntó con el máximo cuidado su nave y partió hacia adelante una vez más. El choque fue peor que el recibido al despegar de la Tierra y durante largo rato no se dio cuenta de nada. Se sentía terriblemente débil cuando recobró el conocimiento. Así lo mencionó en sus informes. No hubo el menor comentario en las respuestas que recibió de su base.
Siguió flotando lejos del Sol. Se le hizo imposible localizar la Tierra entre las estrellas. El Sol era más pequeño de lo que podía recordar. No había nada que ver excepto estrellas y más estrellas y el cada vez más diminuto disco solar, que solía antaño salir y ponerse, pero que ahora permanecía estacionario, brillando.
Así llegó Nikolai a saber del espacio. Había puntos de luz que eran estrellas. Habían distancias ilimitadas. Entre medio estaba el vacío No tenía sensación de movimiento. Salvo que al correr los días del Sol se hacía más pequeño, no se advertía ningún cambio. Todo era vacío. Aunque su vehículo flotara de aquel modo durante diez mil veces diez mil años, las estrellas no aparecerían más próximas. Si podía recorrer la nada y llegar a un punto y regresar a la Tierra, su marcha habría durado siglos y habrían muerto generaciones y naciones antes de poder divisar aquella esfera en cuarto creciente que constituía su planeta natal.
Si gritaba, ningún hombre podría oírle, porque el vacío no transporta los sonidos. Si moría, no habría tumba a qué bajar su cadáver, ni tierra con qué cubrirlo. Si vivía, le sería imposible posar sus pies en algo sólido, incorporarse y respirar aire puro. Tenía un destino, eso era cierto, pero no estaba convencido de que alguna vez llegara a alcanzarlo, ni se hacía ilusiones acerca de su posibilidad de regreso. Con un esfuerzo apartó de su mente tales pensamientos.
Se encontró febril y lo mencionó cuando las voces débiles se pusieron en contacto con él. Sospechó, sin emocionarse, que no había pasado indemne la mortal envoltura radiactiva que rodea la Tierra. Le habían asegurado que el tránsito por esa faja letal sería tan rápido que su cuerpo no sufriría el menor daño. Ahora se daba cuenta de que había habido un error. Sus miembros le obedecían con dificultad. Se moría por causa de las profundas quemaduras radiactivas. Pero no sentía nada.
Las voces le despertaron insistiendo que debía establecer contacto con otro cohete nodriza. Se agotó cuando hizo un ingente esfuerzo para obedecer las órdenes. Se notaba torpe. Se sentía débil. Pero logró localizar el segundo reaprovisionamiento. E incluso efectuó la delicada y altamente técnica maniobra con manos que semejaban pertenecientes a otra persona increíblemente inhábil, quizá las manos de una maestrita de Besarabia.
Antes de disparar el cohete recién cargado de combustible que haría que su velocidad sobrepasara la velocidad de escape, casi con ironía -y sin embargo, sin el menor asomo de humor- recordó su vida pasada. Se dio cuenta de que quizá aquélla era su última oportunidad para evocar su existencia. Había cosas hechas por él que ningún hombre fue capaz de realizar con anterioridad. Había amado a un pequeño canario y se acordaba de él claramente. Había amado a cierta chica y en su estado actual débil y moribundo la podía ver con más claridad que el atestado y sombrío interior de la cabina de su nave. Y en tercer lugar…
Tuvo que estrujar su mente para acordarse que iba en tercer lugar. Con la mano posada en el disparador del cohete, se debatió largo rato. ¡Ah, sí! ¡Lo tercero era que había aprendido lo que significaba el espacio!
Pulsó el botón del disparo. El cohete vomitó llamas y se lanzó hacia adelante. Antes de que el combustible se hubiera agotado, alcanzando una velocidad tan grande que seguiría adentrándose para siempre en el espacio interestelar. Nunca caería hacia el sol, ni incluso al cabo de miles de años.
El conocimiento del vacío adquirido por los cinco del asteroide, era diferente. Una habitación sin nada, intimida. Una casa vacante, deprime. El asteroide, de más de tres kilómetros de largo, surcado por túneles, corredores, galerías y habitaciones, era como una ciudad desierta. Los que lo abandonaron se encargaron de despojarlo de toda muestra de posesiones personales, pero dejaron tras de sí armas, dispuestas a ser tripuladas y utilizadas. Dejaron un servicio de alarma para que les avisara. La llamada del mecanismo automático era prueba de que el peligro no había sido destruido y que podía volver. Y el plañidero quejido que atravesaba todo el sistema solar, demostraba que dicho peligro estaba volviendo.
Había una cierta ironía en el hecho de que la Tierra se hubiera visto presa del pánico, cuando parecía que seres inteligentes, no humanos, estaban enviando señales desde el espacio y que al instante entre los terrestres se iniciaran disputas por ser los primeros en prevenirse del peligro, o en aprovecharse de las ventajas e ingenios de los extraños seres cuando Burke informó que no había monstruos vivientes en la fuente de las emisiones misteriosas. La fortaleza y su llamada significaba algo más que la mera existencia de seres vivos extraterrestres. Era prueba de que había entidades espaciales contra las que se tenía que luchar. Demostraba la existencia de naves espaciales de combate o de una guerra mortal en el vacío; o de criaturas que cruzaban el éter entre sistemas estelares para conquistar, y matar, y destruir.
Y tales criaturas estaban acercándose.
Burke rechinó los dientes. La Tierra tenía bombas de fusión y cohetes para transportarlas hasta distancias lastimosamente minúsculas en comparación con la escala cósmica. Aquella fortaleza era incomparablemente más poderosa que todo el armamento de la Tierra reunido. La flota que se disponía a atacarla tenía que ser todavía más fuerte. ¿Qué podía hacer el planeta de los hombres contra una armada que osaba atacar el asteroide?
¿Y qué podían él, Holmes y Keller hacer contra tal flota, incluso dominando la fortaleza, cuando no comprendían siquiera el funcionamiento de una sola de sus armas?
Burke trabajó hasta caer agotado, tratando de averiguar los principios fundamentales del armamento de la fortaleza. Había globos que eran con toda evidencia las armas de largo alcance de la guarnición. Estaban almacenados en un tubo de lanzamiento sito en el extremo del compartimiento. Pero Keller no podía descubrir el modo de controlarlo. No habían instrucciones escritas en la fortaleza. Ninguna. Un lenguaje totalmente desconocido y un alfabeto que no fuera familiar hubieran dado lugar a documentos escritos, que hubieran sido útiles en las materias científicas al ir acompañadas de diagramas, como suelen llevar los libros de ciencia. Burke presentía desesperado que incluso en el más hermético de los escritos habría dibujos descifrables. Pero no había nada. Los constructores de la fortaleza no podía haber sido analfabetos, dado los signos de escritura que dejaron a su paso.
Keller continuó trabajando valientemente. Pero no había pista que indicara el funcionamiento de algo como no fuera el transmisor. Aquel mecanismo era comprensible porque se sabía de dónde venía el mensaje y por dónde era enviado al espacio. Con los aparatos delante, se podía deducir cómo funcionaban. Pero nadie era capaz de conjeturar cómo se podían controlar las armas cuando no se tenía ni la menor idea de su efecto.
En la tercera noche pasada en el asteroide -la tercera contada por los relojes de la nave, puesto que ni había días ni noches en el interior de los enormes y vacíos corredores de la fortaleza- Burke volvió a tener su pesadilla. Todo le era perfectamente familiar, desde los árboles de largas hojas, hasta las señales de la luna mayor. Volvió a experimentar la inmensa ansiedad tan bien conocida desde tiempo atrás. Se aferró al arma de su mano y se dio cuenta que estaba dispuesto a luchar contra algo inimaginable en defensa de la persona por la que sentía temor. Escuchó tras él los sonidos aflautados y luego advirtió que alguien corría desalentado tras el oscilante follaje que tenía delante. Sintió tanto alivio y alegría que su corazón pareció a punto de estallar. Lanzó un fuerte grito y se precipitó en busca de ella…
Se despertó en el interior de la espacionave, dentro del túnel de entrada al asteroide. Todo estaba silencioso. Todo estaba en calma. Las luces del compartimiento de control de la nave habían sido rebajadas. No se oía el menor sonido. Las puertas abiertas de la esclusa de aire, tanto la exterior como la interior, dejaban pasar un rectángulo luminoso que se extendía por el. suelo.
Burke permaneció inmóvil, recordando aún las vívidas emociones del sueño.
Oyó un leve rumor en el compartimiento inferior, ocupado por Sandy y Pam. Alguien subía por la escalera. Burke parpadeó en la semioscuridad. Vio que se trataba de Sandy. La muchacha cruzó el compartimiento en dirección a la esclusa.
Muy silenciosamente cerró primero la puerto exterior, luego la interior. Las aseguró ambas con el cierre hermético.
–¿Por qué haces eso, Sandy? – dijo Burke incorporándose.
La muchacha se sobresaltó violentamente y se volvió hacia él.
–Pam no podía dormir -dijo en voz baja-, dice que esta fortaleza es lóbrega. Presiente que hay algo escondido, algo mortífero y espeluznante. Cuando se deja la esclusa de aire abierta, tiene miedo. Por eso cerré.
–Holmes y Keller están fuera -repuso Burke-. Keller está tratando de averiguar dónde están las plantas motrices, las fuentes de energía que abastecen a las luces, la calefacción y todo lo demás. No podemos dejarles fuera.
Sandy, obediente, abrió de nuevo las puertas de la esclusa. Luego se dirigió hacia la escalera que conducía al departamento inferior.
–¡Sandy! – exclamó Burke algo contrito-, sé que me estoy comportando como un idiota.
–No, lo estás haciendo muy bien -repuso Sandy. Se detuvo en lo alto de la escalera-. Descubriendo esto -y agitó una mano en su torno-, has logrado poner tu nombre en los libros de historia. Claro es que la gente que tenía la intención de ser ellos los primeros en viajar por el espacio te tendrán antipatía. Pero lo estás haciendo perfectamente.
–Yo no lo creo así -contestó Burke-. Estoy pensando en ti. Iba a pedirte que te casaras conmigo. Pero no lo hice. Si sobrevivimos a esto, ¿me aceptarás?
Sandy le contempló atentamente iluminado por la tenue luz del inferior de la nave, la mayor parte de la cual entraba por las puertas de acceso de la escotilla de aire.
–He de poner algunas condiciones -le repuso con llaneza-. No quiero ser plato de segunda mesa, quedar pospuesta a alguien que se oculta tras el imaginario velo de follaje de un sueño. No quisiera ponerte estas condiciones, Joe. Pero no podría soportar que sintieras que quizá al casarte conmigo perdías la oportunidad de encontrarla a ella… quienquiera que sea a dónde quiera que esté.
–¡Pero jamás sentiría de ese modo! – protestó Burke.
–Yo creería que sí -contestó Sandy-. Lo que sería poco más o menos igual. Creo que cometí un error embarcándome en esta espacionave, Joe. Si no hubiese venido quizás me hubieras echado de menos. Incluso pudiste… -frunció el ceño-…pudieses haber soñado conmigo. Pero aquí estoy. Y no puedo competir con ningún ser ilusorio. No quiero siquiera intentarlo. No… no puedo imaginarme casada con otra persona, ¡pero si tuviera que casarme quisiera ser la única chica con la que soñara mi amado!
Bruscamente se volvió hacia la escalera, pero dijo:
–No me has preguntado porqué Pam tiene miedo o qué es lo que se lo produce. Hay un lugar en la segunda galería que tiene una puerta cerrada todavía. Pam siente estremecimientos al pasar por delante. Yo no. A mí me impresiona todo este lugar.
Bajó por la escalera. Minutos más tarde llegaron Holmes y Keller.
–La maquinaria del transmisor acaba de dar un nuevo cambio -dijo Holmes secamente-. Aquellas lucecitas rojas del disco de plástico son en apariencia las que pusieron en funcionamiento a la emisora. Cuando se recibió respuesta a la llamada, automáticamente se varió la emisión, añadiendo una señal direccional. Precisamente antes de que partiéramos de la Tierra las líneas rojas pasaron por encima de otro punto y volvió a alterarse la emisión. Ahora acaban de pasar por un tercer lugar. Estábamos allí cuando el mecanismo se movió girando hasta colocarse muy cerca de las rayitas rojas, como si las vigilara. La potencia del transmisor ha aumentado cuatro o cinco veces con respecto a su volumen anterior. Deben utilizarse cientos de miles de kilovatios en antena. La situación parece grave. Cualquier cosa que representan las rayitas rojas debe estar muy cerca.
Keller agitó la cabeza asintiendo, ceñudo, luego él y Holmes se dispusieron a acostarse. Pero Burke estaba trastornado. Sabía que no le sería posible dormir.
–Pam se estremece cuando pasa por cierta puerta de la segunda galería. Yo no me he dado cuenta pero voy a abrirla. ¡Examinaremos cada compartimiento de este asteroide! ¡En alguna parte debe haber algo que nos dé las informaciones que necesitamos! Cuando salga cerrad la esclusa para que Pam pueda dormir.
Salió. Holmes miró a Keller.
–¡Divertido! – dijo secamente-. Estamos todos asustados. Yo mismo me siento inquieto desde que llegamos… y no sé porqué. Pero si Joe está tan asustado como yo, ¿por qué se molesta en recorrer a solas este lugar?
La misma pregunta se le había ocurrido a Burke. La atmósfera de los iluminados pasillos era ominosa y misteriosa. Un hombre solo en un vasto y abandonado edificio sentiría escalofríos incluso a plena luz del día y pudiendo ver a otros seres humanos sólo con asomarse a una ventana. Pero en aquel monstruoso complejo de túneles y habitaciones excavados en la sólida roca, con un aislamiento de incontables miles de millones de kilómetros de vacío, el sentimiento de soledad experimentado era increíble. Pensó con tristeza que un perro sería un consolador compañero en una excursión como aquélla.
Bajó por la larga galería con puertas a ambos lados. Pasó la habitación de las pilas de lingotes. Cruzó por delante de la puerta a través de la que se veían cientos de esferas de tres metros de diámetro. Subió por una rampa. Pasó los cuartos con camastros. Fue un largo recorrido por aquel pasillo. Todo vacío, vacío, vacío. Únicamente el eco de sus pasos llenando el ambiente.
Tres veces se detuvo ante puertas cerradas, pero ninguna lo estaba con llave. Todas cedieron en seguida. Luego llegó a la que se había referido Sandy. Manipuló en el pomo repetidamente. Estaba cerrada con firmeza. La dio una patada fuerte y con un click la puerta cedió abriéndose por completo.
Había luces en el interior, como en todas las estancias exploradas anteriormente. Pero era casi imposible ver los confines de la habitación. Era grande en extremo y contenía estanterías de metal que llegaban hasta el techo. Cada estantería estaba repleta de series de cubetas metálicas, en cada una de las cuales había una fila de porosos cubos negros, también de metal y sistemáticamente dispuestos. Cada cara de los cubos tenía una arista de unos siete centímetros y medio. El color de dichos dados era negro profundo, pero mate. Llenaban por completo las estanterías. Entre grupos de estantes habían pasillos estrechos por los que Burke pudo pasar con facilidad, pero que un hombre más grueso habría encontrado inconvenientes.
Miró una de las artesas y se quedó asombrado. Cogió uno de los cubos e inmediatamente reconoció el objeto que tenía en la mano. Era exactamente igual al cubo que su tío trajo de aquella cueva del Cro-Magnon, en Francia. Sabía que si lo dejaba caer -aquel objeto encontrado a 450 millones de kilómetros del primer dado que tuvo en sus manos- se fragmentaría en millares de finísimas laminillas.
Lo soltó deliberadamente. Y se rompió en partículas semejantes a películas de mica, nada más chocar contra el suelo.
Por una razón ininteligible, Burke sintió ganas de echar a correr. Con un esfuerzo se obligó a permanecer en aquella habitación repleta de millares de enigmáticos cubos. En la Tierra hubo un dado de aquellos. ¿Perteneció a una tribu del Cro-Magnon muerta o desaparecida hace diez, veinte o quién sabe cuántos miles más de años? ¿Cómo había logrado salir del asteroide? Aquello significaba…
No tardó en regresar a la espacionave. Se llevó uno de los cubos, algo de mala gana. Quería enseñárselo a Sandy. Pero las deducciones derivadas de aquel hallazgo eran asombrosas.
Los miembros de la guarnición de aquella fortaleza, hacia miles de años, habían visitado la Tierra. Uno de ellos, sin duda, llevó consigo el otro cubo. ¿Por qué? Cuando la guarnición abandonó el asteroide se dejó allí todos los innumerables dados de la habitación cerrada. Dispusieron también un intrincado mecanismo para que les diera una señal de alarma y saber cuándo tenían que regresar. Dejaron así las máquinas perfectas y los globos de tres metros que indudablemente eran armas. No se dejaron nada más útil en el lugar que abandonaban. Pero sí aquellos cubos, a cientos, a miles de ellos.
El cubo, entonces, podría ser algo. Era imposible que fuera impersonal, como el equipo de la fortaleza que sería inútil en cualquier otra parte. En efecto, los instrumentos del asteroide parecían destinados a comerciar con la muerte. ¿Y los cubos? No. Burke había poseído uno de ellos sin recibir el menor daño. Cuando se rompió en finísimas laminillas brillantes nadie fue lastimado. Para más seguridad tenía el dato de su sueño. Pero el cubo no era un arma pues. Podría ser cualquier cosa, pero nada peligroso.
Entró en la espacionave y sin motivo alguno cerró ambas puertas de la esclusa de aire. Holmes y Keller estaban durmiendo. No se oía el menor sonido procedente del compartimiento ocupado por Sandy y Pam.
Burke colocó el negro dado sobre la mesa de control. El cubo de la Tierra, por sí solo, no tenía el menor significado. El museo que alegremente aceptó los artefactos Cro-Magnon regalados por su tío, dijo que aquel dado no tenía importancia. Era sólo apropiado para regalo a un chico de once años. ¡Sin embargo, una habitación atiborrada de tales cubos no podía carecer de importancia!
Se desentendió de aquel novísimo misterio con un violento esfuerzo de su voluntad. Era un enigma. No obstante, no había intención de que la fortaleza pareciera un misterio a quien acudiese en respuesta a la llamada del espacio. Podía deducir que las señales eran una notificación de una emergencia a la que debíase hacer frente. Los aparatos automáticos del embarcadero de navíos, habían sido creados para ayudar a quien llegara en contestación a la llamada. Pero todo parecía presuponer que quienes llegasen sabrían el motivo de su viaje.
Burke no lo sabía. La cosa debería tener una simple explicación en la que todavía no había caído. ¡Pero no tenía objeto agotarse pensando! ¿Estaba la clave en su sueño obsesionante? No. Aquello era tan misterioso como el resto.
Burke se sentía muy solo y deprimido. No podía recabar ayuda para resolver el misterio. La Tierra estaba ahora pasando el punto de conjunción con el M-387 y recorría casi dos millones de kilómetros al día a lo largo de su órbita, con casi la mitad de esa distancia lejos de la fortaleza. Basándose en los cálculos más optimistas, pasarían más de tres meses antes que una flota de emergencia de navíos espaciales iguales al suyo pudieran partir de la Tierra en dirección al asteroide.
Y Burke estaba razonablemente seguro eme las rayitas rojas habrían alcanzado el centro del disco mucho antes. (Si aquellos era algo así como un radar, formando un mapa de los alrededores del asteroide, el punto del observador tenía que ser el centro del disco.) En aquel caso, lo que representaban las rayitas coloradas alcanzarían a la fortaleza antes de que más navíos pudiesen llegar de la Tierra.
Se sentó con la barbilla caída sobre el pecho, debatiéndose cansinamente con la imposibilidad de hacer frente a una situación en la que la humanidad podía verse envuelta. La consecución de su viaje espacial no le daba sensación de triunfo y el descubrimiento de la fortaleza abandonada no le procuraba particular satisfacción. No, cuando una emergencia desesperada llamaba al servicio a una inexistente guarnición. Burke se sentó en la silla de control y ninguno de sus pensamientos fue animador…
«Escuchó la llamada de una trompeta y se puso en pie, abrochándose el equipo familiar. Había otras figuras a su alrededor, en aquel dormitorio, similarmente equipadas. Se lanzaron corriendo a la puerta y se encontró a sí mismo, en una línea de figuras que trotaban abriendo la puerta y corrían a lo largo de un corredor de alto techo. Marcharon pero como hábito, no independientemente. Había otras filas de hombres en movimiento. Algunos corrían en su misma dirección. Los rostros que vio eran duros, amargos, rencorosos. Algunos se perdieron de vista al tomar por corredores laterales. Subió una rampa, con el batir de innumerables pies atronando en sus oídos. De repente, vio menos hombres ante él. Alguno de ellos había torcido a la derecha, atravesando cierto umbral. Otros más desaparecieron igualmente. Ahora era el primero de su fila. Entró por una puerta y vio allí un objeto rechoncho y amenazador. Levantó un costado y se sentó dentro. Se puso un casco y vio el espacio vacío con millones de estrellas reluciendo en la remota lejanía. No era Burke. Era otra persona que resultaba ser el artillero del arma sobre la que cabalgaba. La operación podía ser tal vez un ejercicio de adiestramiento, o quizá una verdadera acción de guerra.
»Una voz se oyó dentro de su casco. Las palabras eran profundamente extrañas, pero las comprendió. Comprobó la holgura de la palanca de mandos en su maniobra normal. Habló luego con tono crispado y militar diciendo algo así como que estaba preparado para la acción.
»De nuevo aguardó, sus ojos examinaban el vacío visto a través del interior del casco. Una estrella parpadeó. Asió la palanca y la centró, emitiendo una serie de breves y duras palabras. La voz de su casco dijo: «¡Fuego!». Dio un tirón de la palanca y todo el espacio se vio varios segundos emborronado por una flamígera luz. Luego aquella luz comenzó a desvanecerse y alejarse, alejarse, alejarse y allá entre las estrellas algo ardió terriblemente, vertiendo fuego. Y estalló.
»No obstante, siguió esperando. Escrutaba las estrellas, porque el enemigo podía tener algún modo de detectar el ataque mediante instrumentos y sólo el abierto parpadeo luminoso entre una miríada de motitas de luz podía revelar la presencia de una espacionave enemiga.
»Largo tiempo después la voz de su casco tornó a oírse y él se relajó, quitándoselo de la cabeza. Asintió mirando a los demás miembros de su batería. Luego volvió a sonar una trompeta y con cierto desaire desmontó del asiento de su artefacto recién disparado y tanto él como sus compañeros esperaron, mientras largas filas de hombres pasaban estólidamente ante el umbral. Al poco estuvieron regresando a los dormitorios. Nadie parecía bien alimentado. Junto con su fila marchaba de una manera cansina, aburrida, pero disciplinada. Oyó decir a alguien que había sido una operación de ojeo por parte del enemigo, probando algún nuevo mecanismo creado para acercarse a la fortaleza. Ocho armas habían disparado al mismo tiempo, la suya era una de ellas. Cualquiera que fuese el nuevo ingenio del enemigo, no había tenido éxito. Pero él sabía que no era necesario tener delante un verdadero contrincante, todo pudo haber sido un mero ejercicio de ensayo. Muchos sospechaban de que no se producía nunca una verdadera acción. Nadie sabía ni podía distinguir los ejercicios tácticos y de adiestramiento de las batallas reales. No obstante, había la posibilidad de que fuese un combate verdadero. Claro. El enemigo había sido el enemigo durante miles de años. Un siglo, o diez, o cien de quietud no significaba que el enemigo hubiese desistido de la lucha…»
Luego, Burke se encontró mirando fijamente las lucecitas piloto del tablero de control de su propio navío. Volvía a ser él mismo. Recordó el abrir los ojos. Se había dormido, había soñado y ahora estaba despierto. Y así conoció con absoluta certeza que lo que había soñado procedió del cubo negro que se había traído consigo de la habitación cerrada. Pero había una diferencia entre este sueño y aquél que había sido su pesadilla durante tantos años. No podía especificar tal diferencia, pero conocía su existencia. Carecía de los apasionados tintes, repletos de emoción del sueño que casi toda su vida le estuvo acosando. Aquél era algo como entresacado del más vivido de los libros. Era algo que recordaría, pero que no tendría necesidad de preocuparse sobre si podría recordarlo con todo detalle. Mientras que la primera pesadilla…
Estaba sentado envarado y quieto, rumiando la nueva experiencia, hasta que se oyó algo que se movía saliendo del departamento inferior.
–¿Sandy?
–Sí -respondió la muchacha desde la escalera-. ¿Qué ocurre?
–Abrí la puerta que preocupaba a Pam -dijo Burke. De súbito, las implicaciones de lo que acababa de ocurrirle hicieron impacto en su mente. Aquello era la pista que necesitaba. Ahora sabía… muchas cosas-. Encontré la causa de la construcción de esta fortaleza. Sospecho que sé lo que trataban de decirnos las señales.
Hubo un momento de silencio roto por Sandy.
–Ahora subo.
En pocos segundos acabó de ascender las escaleras.
–¿Qué es, Joe?
Burke agitó la mano con un gesto sombrío indicando el pequeño objeto negro de encima del tablero de control.
–Encontré esto y otros miles más tras la puerta lúgubre de Pam. Sospecho que eso explica la ausencia de símbolos y signos. El cubo contiene información. La conseguí. Es fácil obtenerla dormitando cerca de una de estas cosas. Yo lo hice. Y soñé.
Sandy le miraba ansiosa.
–No -prosiguió Burke-. Nada de lunas gemelas ni de follaje oscilante. Soñé que era miembro de la guarnición. Participé en un ejercicio de prácticas de tiro. Ahora sé cómo manejar aquellas enormes máquinas del corredor del segundo piso. Son armas. Conozco su funcionamiento.
La inquietud de Sandy iba visiblemente en aumento.
–Esos dados negros son… lecciones. Operan como instructores subliminales. Pam es más sensible a eso que el resto de nosotros. A mí no me afectó hasta que no logré dormirme. Entonces me hallé instruido para realizar una experiencia en forma de sueño. Esos cubos contienen registros de experiencias. Uno las tiene. Uno las sueña. Uno las aprende.
Se interrumpió para añadir bruscamente:
–Ahora comprendo mi sueño obsesionante… me parece. Cuando tenía once años poseí un dado como esos. ¡No me preguntes cómo pudo ir a parar al interior de aquella cueva del Cro-Magnon! El caso es que llegó a mi poder. Un día se me cayó de las manos y se partió en un millón de hojitas de materia reluciente. Me guardé una y la coloqué bajo mi almohada para esconderla de mi tía que quería echarla a la basura. Cuando me dormí soñé en el lugar de las dos lunas y los árboles extraños… y el resto.
–¿Quieres decir que está magnetizado de algún modo -preguntó Sandy indecisa-, y cuando duermes afecta de modo eficiente al cerebro y así sueñas algo… determinado?
–Exactamente -contestó Burke ceñudo-. La cosa predeterminada particular de este cubo es el modo de operar con esas máquinas que Holmes catalogó como armas. – Luego dijo todavía más sombrío-: Creo que vamos a tener que aceptar la idea de que este cubo es un artefacto destinado a enseñar a la guarnición sin tener que aprender a leer o a escribir o a pensar. Se limitan a soñar tan sólo.
Sandy quitó sus ojos de él y los posó en el dadito negro.
–Entonces podremos descubrir…
–Ya lo he descubierto -se anticipó Burke-. Antes lo sospechaba, pero ahora lo sé. Hay un enemigo contra el cual fue construida esta fortaleza. Hay una guerra que dura miles de años. El enemigo tiene espacionaves y armas extrañas y es absolutamente implacable. Ha de ser encontrado. Y las señales del espacio eran llamadas a la guarnición para que regresara dispuesta a la lucha. Pero ya no existe tal guarnición. Nosotros respondimos en vez de ellos. El enemigo viene desde una distancia de cientos de miles de años de luz y trata a la desesperada de aniquilar las defensas de esta fortaleza y otras similares, y si lo logra habrá una matanza y un sinfín de atrocidades para celebrar su victoria. En estos momentos viene hacia aquí. Y cuando llegue… -la voz de Burke se hizo más ronca-. Cuando llegue no se detendrá sin tratar de destruir este asteroide. Las gentes de la Tierra son enemigas también del enemigo. ¡Porque la guarnición era una guarnición humana!
Burke se encogió de hombros. Se notaba tenso y por esto le costó trabajo aparecer calmado por completo.
–¡No es razonable! – insistió Holmes-. ¡No tiene sentido!
–La cuestión -observó Burke-, no es que tenga sentido, sino que es un hecho. Según la última palabra de la Tierra, siguen insistiendo de que el elemento motriz del navío va contra toda razón. Pero estamos aquí. Y hablando de razón, ¿creéis que una persona normal y corriente miraría este lugar y diría así por las buenas: «¡Ah, sí! Una fortaleza en el espacio. ¡Seguro!» ¿Acaso este lugar es razonable?
Holmes sonrió.
–Estoy de acuerdo contigo en eso -asintió-. No lo es. Pero tú dices que su guarnición estaba compuesta por hombres. ¡Mira! ¿Has visto algún lugar en que viviesen los hombres sin dejar nada escrito en los sitios más visibles? Dicen que los antiguos egipcios escribieron sus nombres en la esfinge y en las pirámides. Hoy la gente lo hace en las cabinas telefónicas, en los troncos de los árboles, en las paredes y en los bancos de sentarse. Es instintivo en el hombre autografiar sus alrededores. ¡Pero en este asteroide no hay ni una sola línea escrita! ¡Eso no es propio de hombres!
–De nuevo -contestó Burke-, la cuestión no es la normalidad, sino el hecho.
–Entonces trataré de demostrarlo -dijo Holmes escéptico-. ¿Cómo trabaja?
–No lo sé. Pero coloca un cubo a cosa así de un metro de tu cabeza y duérmete. Me pareces que tendrás un sueño singular. Yo lo hice. Creo que la información que consigas en tu sueño concordará con lo que te rodea. Verás algo que no habrás visto antes, pero lo encontrarás natural.
–Esto tendré que verlo -dijo Holmes-. ¿Qué cubo tengo que usar, o he de hacerlo con todos?
–Aparentemente no hay manera de decir lo que contiene cada uno de los dados -contesté Burke-. Volví al almacén y me traje una docena. Toma uno cualquiera y coloca los demás a cierta distancia… quizá mejor fuera de la espacionave. Voy a hablar con Keller. Hará buen uso de este descubrimiento.
Holmes cogió un cubo.
–Lo probaré -dijo dudoso- a dormir, quizá soñar. ¡De acuerdo! Probaré más tarde…
Burke avanzó hacia la esclusa de aire.
–Pamela y yo tenemos que hacer algunos arreglos en nuestro hogar -dijo Sandy.
Burke asintió abstraído. Salió de la aeronave y se encaminó a lo largo del corredor de kilómetro y medio que giraba en su extremo, llegó al segundo piso y tomó la otra curva, después el vuelo de escalones que le conducía hasta la sala de instrumentos. Mientras caminaba, el sonido de sus pisadas despertaban ecos y ecos en las paredes.
Tras él, en la nave, Holmes colocó un cubo en posición conveniente y se apoyó en una de las paredes laterales del compartimiento superior del vehículo espacial.
–Nos vamos abajo -dijo Sandy.
Pam separó los labios para hablar y no lo hizo. Desaparecieron por la escalera en dirección al departamento inferior. Luego Sandy volvió y cogió los otros cubos.
–Joe dijo que los sacásemos.
Volvió a desaparecer. Holmes se instaló cómodamente. Era una de aquellas personas afortunadas que son capaces de descansar a voluntad. En su trabajo normal lo hacía pensando mientras estaba en pie, se movía por su astillero o navegaba en uno de sus propios botes. No era un pensador de los que suelen sentarse para hacerlo. Sentado, se dormía en cuanto quería y eso, para un patrón de yate, era una cualidad útil. Podía pasar días y días dando cabezadas cuando lo encontraba oportuno. En definitiva, le era posible dormitar a voluntad.
Bostezó una o dos veces y se arrellanó aún más confiado. Al cabo de menos de cinco minutos…
«Se introdujo en una abertura apenas lo bastante amplia como para admitir su cuerpo. La parte superior dio un golpetazo y quedó herméticamente cerrada encima de su cabeza. Metió los pies en los adecuados estribos y fijó sus manos en los controles. Se produjo una violenta aceleración y salió disparado hacia adelante. Tras él desaparecía la rasgada forma del asteroide. Hizo girar su diminuto navío. Lo condujo fielmente hacia los débiles anillos de rojo resplandor que se centraban en la pantalla visora delante de sus ojos. Condujo y condujo, mientras la fortaleza se reducía a un punto y luego se desvanecía.
»En cada lado de su navío un globo de acero de tres metros pendía. Los repasó, tenso, al darse cuenta de que muy pronto estaría a la distancia apropiada para disparar contra los nuevos proyectiles sólidos del enemigo. Hizo los ajustes de última hora en el mecanismo de los globos.
»Los soltó. Se fueron oscilando locamente en el extremo del cable capilar que aguantaría las toneladas de fuerza centrífuga dada a las esferas. Trazó una espiral hacia la oscuridad con un fondo de innumerables estrellas. El enemigo quedaría confuso esta vez. Había desarrollado armas dirigidas con programas de computación. En su último ataque, quinientos años antes, el enemigo había sido derrotado por los globos autodirigidos que alcanzaban una increíble aceleración. Desde el sector de Cathor se informó que en aquel ataque corriente empleaban proyectiles dirigidos con una velocidad de disparo de cientos de kilómetros por segundo, que podrían anticiparse a un globo impulsado por unas ciento sesenta gravedades. Si fuera posible disparar un proyectil sólido para destrozarlos, porque poseían un increíble sistema computador que les permitía calcular la trayectoria de un globo y encontrarse con él en el espacio. ¡El enemigo era muy listo!
»Los dos globos fueron volteando hacia el enemigo. Unidos, dieron vueltas y vueltas y ningún concebible computador podría calcular el rumbo de cada uno de ellos para que un proyectil pudiera alcanzarlos. No marchaban en línea recta, como suele ser una trayectoria en el espacio. Girando como lo hacían alrededor de un centro común de gravedad, con el plano de su volteo en ángulo agudo con respecto a la línea de vuelo, era imposible apuntarlos con ningún arma del tipo cañón. Su progreso era en series de curvas, cada una a diferente distancia, lo que hacía imposible a un calculador adivinar su dirección. Un radar tampoco podría ofrecer los datos necesarios para el computador. Uno u otro globo podría alcanzarse, pero era muy improbable.
»El piloto de la aeronave individual vio la llama blanca que indicaba la explosión. Giró su cohete y voló de regreso hacia la fortaleza. El enemigo, con el tiempo, superaría esta arma. Cuatro mil años antes casi ganaron, al invadir la vieja nación. Ahora se estaban mostrando atrevidos. Hubo un tiempo en que una sola derrota les obligó a retroceder hasta más atrás del saco de carbón para lamerse las heridas durante más de dos mil años. Últimamente hacían a menudo incursiones. Hubo una demostración de fuerza sólo quinientos años atrás y únicamente quince antes que…»
Holmes, evidentemente, tuvo el sueño extraño profetizado por Burke. Pero Burke estaba entonces en la sala de instrumentos. Keller miraba absorto una pantalla de visión. Mostraba una sección de la superficie exterior del asteroide, roca áspera, desnuda, con la implacable luz solar mostrando el grano y la estructura de los cristales. En donde había una sombra, la negrura era absoluta. Cuando Burke entró Keller dio vuelta a un mando. La imagen cambió ofreciendo la visión de un compartimiento interior de la fortaleza. Era una parte de la masa de habitaciones y galerías que ninguno de los recién llegados había visitado. Paneles y palancas y otras cosas que evidentemente parecían ser conmutadores cubrían sus paredes. Era un centro de distribución de energía. Keller giró hacia atrás el mando y la vista del exterior del asteroide se reinstaló en la pantalla.
Keller se volvió feliz hacia Burke y dijo parpadeando.
–¡Mira!
Se dirigió a otra pantalla que representaba una nueva imagen de la superficie exterior. Giró el mando y la figura se disolvió fundiéndose en otra distinta. Representaba una habitación gigantesca alumbrada como los otros lugares familiares. En su centro había una enorme y mastodóntica máquina, había cúpulas de metal, con grandes varillas de un material plateado uniendo una cúpula con otra. Había escaleras por las que se podía subir a todas las partes altas. A juzgar por los escalones y el tamaño de los tubos de luz, la máquina tenía la altura de una casa de cuatro pisos. Y en el suelo había otras maquinitas más pequeñas, todas inmóviles y enigmáticas.
–¡Fuerza, energía! – dijo Keller convencido.
Burke se quedó mirando. Keller recobró la visión original y se dirigió hacia las otras pantallas. Sucesivamente, mientras giraba los mandos, Burke vio compartimiento tras compartimiento. Había uno tan enorme como el primero, el que contenía el generador de fuerza. Estaba lleno de semiesferas atornilladas unos tres metros por encima del suelo sobre diversas columnas, había una red de varillas, de palancas, que parecía dominarlo todo y también existían maquinitas más ligeras sobre el suelo, al lado del conjunto.
–¡Gravedad! – exclamó Keller con convicción.
–Está bien -dijo Burke-. Hemos encontrado también algo que puede ser útil junto con esas máquinas. Si es que…
Keller tendió la mano y se dirigió hacia una pantalla especial. Cuando varió la imagen, la recién aparecida era totalmente distinta a las demás. Era un primer plano. Mostraba una caja rudimentaria, verdaderamente tosca, de metal, empotrada en una pared. Había sido hecha por manos ineptas. Destacaba ver un trabajo tan poco delicado en aquel lugar. Pero lo verdaderamente notable era que la superficie de la caja contenía una inscripción, grabada en el metal con un soplete. Los símbolos, naturalmente, no tenían ningún significado para Burke. Era una inscripción, una muestra de lenguaje escrito.
Keller se frotó las manos, resplandeciente.
–Puede ser un mensaje para quien pudiera venir más tarde -dijo Burke-. Es difícil creer que sea otra cosa. Pero no lo colocaron para que lo encontrásemos nosotros. Debió haber sido puesto junto al embarcadero por donde esperaban que llegásemos y por donde en realidad lo hicimos.
–Ya lo veremos -dijo Keller pensativo-. ¡Vamos!
Burke le siguió. Keller parecía conocer el camino. Regresaron desandando todo el camino que conducía hasta el embarcadero, lo sobrepasaron y luego Keller torció hacia la derecha por una rampa insospechada. Allí las galerías corrían en todas las direcciones, cruzándose mutuamente y abriéndose y subiendo en número indefinido en lo que podrían haber sido almacenes. Al poco Keller señaló.
Allí estaba la caja empotrada. Daba frente a un amplio corredor. No pertenecía allí. Era completamente desigual a cualquier artefacto visto, porque parecía haber sido construida sin pericia, sin habilidad. No obstante, se veía la inscripción y los signos escritos parecían también hacer sido hechos con dificultad por los ocupantes del asteroide. Keller, pensativo trató de abrirla. No pudo.
–Tendremos que utilizar herramientas para fracturar el cierre -dijo Burke.
–Alguien construyó esta caja -dijo Keller-, poco antes de que la guarnición se fuese. ¡La hicieron aquí mismo!
–Lo más seguro -asintió Burke-. No tardaremos en abrirla. Ahora escucha, Keller. Yo vine porque creí que el mensaje podría sernos útil. Creo que Holmes ha encontrado algo, lo que sea no puedo ni imaginármelo. Ven conmigo. Hay acontecimientos y quiero celebrar un consejo de guerra. ¡Y cuando digo consejo de guerra, sé lo que significan estas palabras!
Había camino de regreso a la nave. Cuando llegaron, Holmes estaba despierto y gruñendo por la ausencia de Burke.
–Tú ganas -exclamó-. Tuve un sueño y no era tal sueño. Ahora sé algo de esos globos de metal, tienen motores y pueden acelerar hasta ciento sesenta gravedades.
De mal humor contó a Burke lo que había experimentado.
–No me sorprende mucho -dijo Burke-. He experimentado dos cubos por mí mismo. Me figuro que sirven de entrenamiento para los operadores, sin fatigar sus mentes con otros trabajos cualquiera. Convierten a hombres inexpertos en diestros dentro de una clase particular, así cualquiera puede hacer el trabajo de un perito que de otra parte se necesitaría mucho tiempo para adiestrarlo. En uno de mis dos cubos yo era artillero de una de las máquinas del tercer piso. En el segundo era piloto de cohetes.
–No había cohetes en mi cubo -protestó Holmes.
–Diferente período -dijo Burke-. En mi sueño utilizamos cohetes para pelear y la guerra era próxima. El enemigo había arrebatado varios planetas de Kandu -¡o cualquier cosa que sea!– y la situación era mala. Partimos de aquí en cohetes. Luchamos por todo el cielo. Pero luego vinieron suministros de casa y hombres de refresco nos relevaron. – Se detuvo bruscamente-. ¿Cómo vinieron? No lo sé. Pero si sé que no lo hicieron en naves espaciales. Simplemente llegaron y eran novatos y nosotros, los veteranos, les servíamos de guía. ¡Diablos! Holmes, ¡dices que los globos tienen una aceleración de ciento sesenta gravedades! ¡Nadie usaría cohetes si se hiciesen motores o se conociesen motores con ésos!
–Para ir de acuerdo con vosotros -dijo Sandy de repente con una especie de tono de desafío-, ensayé también un cubo. Y yo era una especie de oficial de intendencia. Tenía la experiencia de ser responsable del suministro y de encontrarme falto de todo e improvisar un montón de cosas para mantener el nivel de vida de los combatientes. No era fácil. Los hombres renegaban y todos teníamos gran escasez. No había lucha en mi tiempo y no la había habido desde varios siglos antes, pero sabíamos que el enemigo no había abandonado el combate y teníamos que estar dispuestos, generación tras generación, incluso si no ocurría nada. Y conocíamos también que en cualquier minuto el enemigo podía arrojarnos algo inesperado, una nueva arma, para destrozarnos.
–Cubos históricos -exclamó interesado Keller-. Diferentes períodos. ¿De acuerdo?
–¡Maldita sea, sí! – estalló Burke-. Tenemos ratos de tiempos pasados y de batallas acabadas pero necesitamos saber quién viene y como hacerle frente. Quizá el sueño de los cohetes fue el primero cronológicamente hablando. Pero, ¿cómo pudo una raza sin nada mejor que cohetes llegar hasta aquí? ¿Y cómo pudieron abastecer y construir un lugar cómo éste?
No había respuesta. Los hechos debían de encajar de algún modo. Cuando no lo hacían, eran inútiles.
–Tenemos detalles de información -prosiguió Burke-. Pero no sabemos quién construyó esta fortaleza o por qué, excepto que había una guerra que duró miles de años, con pausas de centurias entre las batallas -agitó una mano irritado-. El enemigo intenta crear nuevas armas. Lo consigue. Las prueban. Inmediatamente son contraatacados y sus ingenios contrarrestados. Pero nosotros no estamos preparados para luchar contra una arma nueva. Quizá el fuerte esté preparado para luchar contra las viejas, ¡pero es que nosotros no sabemos usarlas siquiera! Tenemos que…
–Creo… -comenzó Keller.
–Daría cualquier cosa por tener un manual de reparaciones que tratase de las armas inútiles que hay aquí -exclamó Burke airado-. Incidentalmente, Keller acaba de encontrar lo que puede ser una explicación de cómo y porqué fue abandonado este sitio.
–¿Dónde podrían hallarse los manuales de reparación y servicio? – dijo Keller de repente.
Se movió casi corriendo, hacia la esclusa de aire. Burke comenzó a maldecir y se detuvo.
–Un manual de servicio y reparación -espetó-, estaría cerca del equipo a que se refiriera. ¿Cuántas estanterías pequeñas con cajitas hemos visto? ¡Tienen el tamaño justo para alojar cubos! ¿Y dónde están? ¡Cerca de las máquinas de combate, próximas a la puerta de la habitación en donde los globos de diez metros se hallan almacenados! ¡Hay un estante con esas cajas en la sala de instrumentos! ¡Hallamos cómo luchar con esta especie de fuerte espacial! ¡No podemos esperar ayuda, pero si el enemigo ha sido mantenido a raya durante miles de años mientras esa civilización caía, podemos también tratar de seguirle repeliendo unos cuantos miles de segundos más! ¡Vayamos a sacar verdadera instrucción de los cubos apropiados!
Keller se había ido ya. Los otros le siguieron. Una vez le vieron en la lejanía, corriendo apresurado hacia la sala de instrumentos. Tras él, casi corriendo corredor abajo, Burke se metió en la habitación en donde cientos de esferas de metal esperaban ser tripuladas y entrar en acción de nuevo. En el interior encontró la estantería, con dos cajitas sujetas a ella. Tomó una de ellas y la abrió. Había un cubo negro. Lo tendió a Holmes.
–¡Toma! – dijo febril-. ¡Encuentra cómo funcionan estos globos! ¡Descubre qué hay en ellos y cómo se tripulan!
Echó a correr hacia el extremo del corredor, rampa arriba, pasando los supuestos dormitorios y comedores. En el piso superior en donde estaban instaladas las feas máquinas metálicas, cada una en sus cubículos separados, entró. Había estanterías en la parte interior de cada puerta. Cada estantería contenía una sola caja. Burke tomó una, dos y luego se detuvo.
–Prácticamente todas son parecidas -musitó-. No es necesario.
Devolvió un cubo a su sitio. Y después se sintió locamente airado. Era necesario que uno fuese capaz de dormitar para utilizar el detallado y vivido material contenido en los cubos negros. ¿Y cómo podía cualquier hombre dormir o dar cabezadas sólo con el propósito de aprender datos que necesitaba con desesperación? ¡Bastaba con precisar aquella información para no poder conciliar el sueño!
Sandy y Pam le contemplaron mientras permanecía en actitud de profunda frustración con un dado negro en sus manos.
–Escúchame, Joe -dijo Sandy-. Hemos corrido todos los riesgos, pero si hay que obtener informes de cada cubo, tendrás que dormir cerca de…
–Cuando me ocurrió aquello -objetó Burke-, yo tenía once años y fue por un momento sólo. Aquel sueño no ha sido afectado por el de los otros cubos que han venido tras él. De todos modos, ¡no importa lo que nos ocurra a Holmes y a mí, es necesario que tengamos todas estas cosas para usarlas! No sé contra quién las utilizaremos. No sé siquiera si tienen algún uso. ¡Pero tengo que intentar ponerlas en funcionamiento, y por tanto tengo que descubrir cómo!
Sandy abrió la boca para volver a hablar.
–¡Voy a ponerme en trance de dormir! – añadió Burke-. Holmes está intentando hacerlo, también. Y Keller.
–No creo que sea necesario -dijo Sandy.
–¿Por qué?
–Tú encontraste una especie de librería de cubos. ¿Para qué servirían si uno ha de estar durmiendo para leerlos? ¿Qué práctico podría ser un manual sobre la reparación de las armas, si alguien tiene que dar cabezadas para hallar las instrucciones? ¡No tiene el menor sentido!
–¡Sigue! – dijo Burke impaciente.
–¿Por qué no buscar en la biblioteca? – pregunté Sandy-. Como oficial de intendencia, creo saber que había un mecanismo de lectura para los cubos, como un proyector de microfilms. Quizá se lo hayan llevado, pero también…
–¡Vamos! – indicó Burke-. ¡Si es como dices, es la solución! ¡Y no puede ser de otra manera!
Recorrieron apresuradamente la vasta habitación llena de estanterías de cubos negros. Estaban almacenados en sus lugares respectivos. En un extremo encontraron un escritorio y una cabina. En la cabina hallaron dos objetos como cascos de metal con unas pinzas en la parte superior. Un cubo encajaría entre las pinzas. Burke instaló febrilmente un cubo en posición y se colocó el casco sobre la cabeza… Su expresión era extraña. Después de un instante quitó el cubo y le dio la vuelta. Volvió a colocarlo. Su rostro se aclaró. Pareció animarse.
–Lo tenía al revés al principio -dijo secamente-. Esto es mejor que aprender soñando. Te permite examinar las cosas en detalle. Uno sabe que está recibiendo algo. Uno no cree tener experiencia actual. Llevaremos esta otra máquina lectora a Keller, para que pueda comprender el equipo de la sala de instrumentos. Holmes tendrá que esperar.
–Yo puedo usarlo -dijo Sandy-. ¿No se te ocurre, Joe, que sólo hemos explorado parcialmente la parte alta de la fortaleza? Hemos mirado sólo lo que había entre nosotros y la sala de instrumentos. Hay otros almacenes… ¡Había almacenes! ¡Y los generadores de abajo! ¡Ahora puedo indicar el camino!
–¿Por qué no sabes algo acerca de las armas? – preguntó Burke.
–De eso no sé nada -contestó Sandy-. Pero conozco algo sobre la moral de la guarnición. Cuando comenzaron las quejas, la disciplina se reforzó. Y eso dio resultado para los hombres, pero a las mujeres…
–¡Mujeres! – dijo Pam incrédula.
–Hubo un experimento -le dijo Sandy-, para ver si podían mantener alegres a los hombres de servicio en un puesto avanzado. Prosiguió durante sólo unos cuantos cientos de años. Creo que no dio resultado. Necesitaban ellas no exactamente suministros militares y en aquel tiempo el cubo que yo utilicé estaba ya grabado, ¡había jaleo entre las cosas de la milicia!
–Llevaré una de esas cosas a Keller -dijo Burke impaciente-. Eso es lo más importante. Dile a Holmes que no intente dormir. Baja a echar un vistazo a los suministros, si es que quedan. Sospecharía que la guarnición se llevó la mayor parte de todo consigo. Dudo que nos queden muchas cosas que puedan ser útiles.
Salió de la biblioteca de dados y desapareció.
–Joe soñaba en una mujer y eso, en consecuencia, no es bueno para ti -dijo Pam incómoda-. Si había mujeres en esta guarnición, utilizando los cubos podía ocurrir que alguien…
Sandy apretó los labios.
–Yo no creo que Joe esté pensando en su viejo sueño. Algo mortífero viene hacia aquí. Su mente está en eso. Sospecho que los tres hombres están concentrados en el mismo problema. No hay humor para el romance…
–¿Crees que no lo he notado? – exclamó Pam con tristeza-. ¡Pero yo iré contigo cuando les enseñes donde están los almacenes!
Aquel «les» se refería evidentemente a Holmes, cuyas atenciones parecían atraídas por los problemas que presentaba la fortaleza, por más que Pam tratase de desviarlas por caminos más cordiales y de su gusto. Una cosa era estar presente para vigilar y ayudar y animar a un hombre que planea hacer algo notable; pero es menos satisfactorio cuando él se absorbe tanto que ni siquiera se da cuenta de que le vigilan y no puede recibir ayuda y no necesite ánimos. Pam se encontraba disconforme e incómoda.
Luego, durante un considerable número de horas, actividades absurdamente triviales parecieron ocupar a todos los del asteroide. Burke y Keller se sentaron en la sala de instrumentos, usando cada cual un pequeño casco con un cubo negro en lo alto, entre el par de pinzas. Sus expresiones eran absortas e intensas, mientras parecían agitados por alguna emoción infantil. De vez en cuando uno de ellos cambiaba un cubo reemplazándolo por otro. A su alrededor se veía la multiplicidad de pantallas de televisión, cada una presentando un cuadro de una calidad infinitamente perfecta. Cada decímetro cuadrado del exterior del asteroide podía ser visto por una u otra de las pantallas. Luego, además, estaban las filas de otras pantallas que mostraban cada grado cuadrado del firmamento con todas las estrellas de todas las magnitudes representadas de modo que uno podía utilizar una lupa para descubrir hasta los más finos detalles.
Una vez, durante las horas en que Burke y Keller estaban sentados quietos, el segundo tendió la mano y giró un conmutador. Nada ocurrió. Todo seguía exactamente como antes. Sacudió la cabeza. Mucho más tarde se fue hasta una de las pantallas en que aparecían imágenes de las estrellas. Movió un mando de una manera especial y la imagen estelar se extendió y extendió hasta ocupar un segundo de arco o menos todo lo que representaba en el rectángulo. Fue el efecto de un telescopio increíblemente poderoso obtenido por el movimiento de un solo control. Keller llevó el mando a su sitio original y la imagen volvió a su antigua escala. Aquellas fueron las únicas acciones que tuvieron lugar en la sala de instrumentos.
En la parte inferior del asteroide no ocurría mucho más. La entrada a las zonas de energía y almacenamiento no estaba escondida. Simplemente no la había. Sandy y Holmes y Pam recorrieron el corredor con puertas a cada lado y luego bajaron por una rampa, después entraron en unas enormes cavernas llenas de monstruosas cosas metálicas. Allí no había rastro de ningún movimiento, pero gigantescos cables conductores de energía partían de las máquinas hasta impresionantes conmutadores, accionados desde quién sabe dónde.
Luego existían otras cavernas que debieron haber contenido una diversidad de almacenes. Se veían grandes cajas, rotas para abrirlas y vacías. Había barricas con sólo polvo en su fondo. Había estanterías conteniendo cosas que podían haber sido tejidos, pero que se desmenuzaban al tocarlas. Algunos miles de años en el absoluto vacío habrían depauperado cualquier sustancia que tuviese algún grado de flexibilidad. Aquellos objetos eran inútiles. Había una gran habitación con una máquina singular, de unos treinta metros de alta, pero que no tenía vibración o sonido que indicara que estuviera en movimiento. Sandy opinó decisivamente que era el generador de gravedad artificial. No sabía como funcionaba. Hubiera sido indiscreto experimentar. La muchacha guió a Holmes y Pam a través de corredores relativamente pequeños hasta zonas a las que se veían pequeños compartimientos. Aquello había sido destinado a despensas. Pero estaban vacías. Fueron vaciadas cuando evacuaron el asteroide.
Luego llegaron a la caja fuerte rudamente fabricada que tenía en su puerta los enigmáticos símbolos.
–Esto es la cosa que Joe mencionó -dijo Sandy-. Tenían escritura. Era preciso que la tuviesen, para ser civilizados. Pero es la única muestra escrita que hemos visto. ¿Por qué la hicieron?
–Para decir a alguien cualquier cosa que se olvidaron, seguramente -apuntó Pam.
–¿Y quién bajaría a aquí? ¿Por qué no colocarla en el embarcadero que es el lugar que se podría esperar que viniese gente?
–Hacer preguntas así no conducen a ninguna parte -gruñó Holmes-. Es como preguntar cómo y por qué conducto enviaron suministros a la guarnición y relevos. No hay respuesta. Tampoco la hay para indicar en qué forma se fueron.
–Había naves de servicio -dijo Sandy con voz sorprendida, como si hablase de algo que no se había dado cuenta de que sabía-. Limpiaban y reparaban los ojos de la televisión en el exterior y recuperaban los proyectiles lanzados, etc. Eran navíos de combate modificados, hechos de cohetes ya retirados del servicio. – Dudó, luego prosiguió-: ¡Es raro que no pensase en decirle a Joe todo esto! Parte de los alimentos venían de la Tierra cuando mi cubo fue hecho. Como oficial de intendencia, yo estaba autorizada para permitir cacerías en la Tierra en caso de necesidad. Así los navíos de servicio iban a la Tierra y volvían con mamuts atados al exterior del casco. Después los gigantescos cuerpos tenían que ser rehidratados. A pesar de estar congelados, se secaban en el largo trayecto a través del vacío que separa el asteroide de nuestro planeta.
Entonces se estremeció un poco.
Pam la miró extrañamente. Holmes levantó las cejas. Tenía experiencia en los cubos de adiestramiento. Sandy también la tenía pero de otro género. Holmes sintió el instintivo reparo que el hombre experimenta cuando le falta una posición de autoridad en presencia de una mujer.
–En mi tiempo había incluso un campo de caza en la Tierra, ¡de otro modo no hubiesen podido tener lo bastante para comer!, las mujeres pedían ser enviadas a la Tierra para ayudar al servicio de aprovisionamiento. Ser comisionado para la caza era una recompensa a los servicios ejemplares.
–Lo que es interesante -observó Holmes-, pero nada revela. ¿Cómo era abastecido normalmente el asteroide? ¿Cómo se fue la guarnición? ¿De dónde vino? ¿Dónde fue? Quizá las respuestas estén en esa caja. Si la hay -añadió-, estará en el mismo lenguaje que la inscripción y no podremos leerla.
Arqueólogos de la Tierra hubiesen quedado extasiados por cualquier parte de la fortaleza, pero lo que prometiese explicar tanto como Holmes había sospechado que contenía la caja sería un tesoro inapreciable.
Pero las cinco personas en el asteroide tenían muchos más problemas inmediatos y urgentes que resolver. Siguieron un poco más allá y llegaron a un almacén que había estado ocupado por algo, pero que ahora sólo conservaba los restos de cajas de embalaje. Todas parecían prestas a pulverizarse si se las tocaba.
–Aquí solían almacenarse armas -dijo Sandy-. Armas de mano. No para defensa de la fortaleza, sino para… la policía disciplinaria. Para los hombres que conservaban a los demás obedientes a las órdenes.
–Me alegraría tener una pistolita que funcionara -dijo Holmes.
Pam movió su naricilla de repente. Había percibido alguna cosa.
–Creo -comenzó- creo…
Holmes dio una patada a algo que probablemente antaño fue una caja de madera o similar. Se convirtió en impalpable polvo. Se había secado hasta la absoluta disecación. El total vacío durante miles de años había separado sus moléculas. Sólo quedaba, antes de tocarla, una imagen inestable de lo que fue.
La pulverización no terminó con el objeto golpeado. Se extendió. Una caja se desmenuzó mientras el soporte que otra la proporcionaba desaparecía. Ambas se desintegraron. Sus partículas impulsaron a otras. La disolución se fundió en forma de abanico hasta que nada quedó excepto una alfombra de una materia pardusca infinitamente fina. En un lugar, sin embargo, objetos sólidos permanecieron bajo el polvo.
Holmes vadeó aquella espesa capa de polvo hasta llegar a lo sólido. Cogió los objetos. Una caja de armas manuales se había disgregado, pero las propias armas conservaron su forma. Tenían cañones de plástico transparente con un interior de partes de metal curiosamente formadas.
–Esto puede ser interesante -dijo Holmes. Se los metió en los bolsillos. Las armas manuales tenían cañones, culatas y gatillos. Evidentemente estaban fabricadas para disparar.
–Creo… -comenzó de nuevo Pam.
–No lo hagas -gruñó Holmes-. Quizá Sandy se acuerde de este sitio de cuando era diferente, pero yo tengo bastante tal y como está. Volvamos a la nave y respiremos un poco de aire fresco.
–Pero eso es lo que…
Holmes se apartó. Como los demás, había aceptado mentalmente la vejez como parte de la naturaleza de la fortaleza. Pero la disgregación de las cajas vacías a causa de ser rozadas le impresionaba. Donde tanta generación de la materia existía no se podía esperar encontrar algo útil para una emergencia moderna. Holmes desapareció regresando.
Pam estaba indignada. Se volvió hacia Sandy.
–Yo quería decir que percibí aire fresco -protestó-. ¡Y se comporta así!
Sandy no estaba escuchando. Fruncía el ceño.
–Holmes puede perderse por todos esos corredores -dijo secamente-. Es mejor que no le dejemos que desaparezca de nuestra vista. Recuerdo el camino por causa de mi sueño.
Siguieron a Holmes, que volvió hasta los pisos superiores y luego hasta el navío sin guía. Pero Pam estaba profundamente indignada.
–¡Pudimos habernos perdido allí abajo! – exclamó furiosa cuando estuvieron de vuelta en territorio familiar-. ¡Y ni siquiera se hubiese dado cuenta! ¡Y yo aseguro que percibí aire fresco! ¡No mucho, pero más que este aire estancado y seco que ahora estamos respirando!
–No puede ser -dijo Sandy con su sentido práctico-. Sencillamente no puede ser, excepto en el navío en donde los jardines murales hidropónicos lo mantienen fresco.
–¡Pues lo percibí! – insistió Pam.
Sandy se encogió de hombros. Entraron en la nave, siguiendo a Holmes y lo vieron sentado sombrío al lado de un cubo negro. No iba a ser necesario dormir para sacar algo de él. Había sólo dos cascos lectores de metal que hacían intelibigles los cubos para un hombre despierto y Burke y Keller los utilizaban ahora. Holmes se sintió ofendido.
Sandy miró el reloj y comenzó a preparar la comida. Pam, pensativa la ayudó.
Burke y Keller regresaron juntos. Keller parecía pálido. Burke estaba profundamente ceñudo.
–Hay material para ser enviado en clave a la Tierra -dijo a Sandy-. Keller lo va a escribir. Ahora sabemos cómo manejar los instrumentos de arriba. Mi cerebro está un poco confuso pero creo que no he perdido la razón. Keller ha ido a la carrera y sabemos lo que nos prepara el enemigo.
Sandy puso platos para cinco.
–¿Qué es?
–Gravedad -dijo Burke con llaneza-. Gravedad artificial. No sabemos cómo hacerla. Pero la gente que construyó esta fortaleza sí lo sabía y el enemigo también. Por tanto si ellos han hecho campos artificiales de gravedad para dar a sus espacionaves una masa parecida a la de soles y los han puesto en órbitas muy cercanas uno alrededor de otro. Vienen hacia nuestro sistema solar. ¿Qué ocurrirá cuando objetos con la masa de soles -natural o artificial- penetren entre nuestro sol y sus planetas? Habrán mareas sólidas que harán crujir y resquebrajarse a los planetas dejando libres los fuegos interiores. El Sol perderá su estabilidad. Quizá todo sea una nova de bajo grado cuando las naves del enemigo se hayan ido, dejando tras de sí partículas que alguna vez fueron mundos. ¡De cualquier forma no quedarán seres humanos! Y luego el enemigo seguirá adelante hacia otros sistemas solares como el propio de los constructores de esta fortaleza. ¡No pueden conquistar nada con un arma así, pero pueden destruirlo todo!
Keller asintió, apenado. Entregó a Pam cierto número de hojas de papel, llenas de su escritura regular y perfecta.
–Para la Tierra. En código -dijo con tristeza.
Sandy sirvió la comida que había preparado.
–Es cuestión de días -exclamó Burke con sequedad-. Nueve semanas. Sólo días.
Cogió un tenedor y empezó a comer.
–Así -dijo al cabo de un momento, con una especie de calma antinatural-, tenemos que darnos prisa en apurar la cosa. Allá arriba en la sala de instrumentos hay algunos cubos teóricos (lectura sobre teorías con las que los operadores de la sala deberían estar familiarizados), intentaban descubrir que es lo que podía preparar el enemigo para por lo menos informar antes de que la fortaleza fuese destruida. Se les ocurrió la treta de campos de gravedad solares artificiales como posible, pero parecía enormemente difícil. En apariencia, lo era. Le llevó al enemigo miles de años conseguirla. ¡Pero ahora la tienen, y perfectamente!
–¿Cómo lo sabes? – preguntó Holmes.
–El disco con las rayitas rojas -contestó Burke-, es un detector de campos de gravedad. Ve por la misma gravedad, lo que no tiene nada que ver con la radiación. Keller envía instrucciones a la Tierra diciéndoles cómo hacer tales detectores.
Se dedicó otra vez a comer. Al cabo de un momento volvió a hablar.
–Vamos a tratar de conseguir alguna ayuda -observó-. Por lo menos intentaremos descubrir si es que pueden ayudarnos. Creo que hay una posibilidad. Hubo una civilización que construyó esta fortaleza. Algo ocurrió. Quizá se colapsó simplemente, como Roma, Grecia, Egipto y Babilonia, allá en la Tierra. Pero, cuando en nuestro planeta una civilización muere puede uno decir que una nación vieja muere, una nación joven y nueva ocupa su lugar. Si la que construyó este fuerte se colapsó, quizá otra distinta se ha levantado. En ese caso, necesitará defenderse a sí misma contra el enemigo lo mismo que la vieja cultura lo hizo. Puede preferir establecer el combate aquí, en vez de su propia tierra. Me parece que podemos ponernos en contacto con ellos.
–¿Y como vas a buscarlos?
Burke se encogió de hombros.
–Tengo una débil esperanza basada en las instrucciones de la caja fuerte metálica que tiene inscripción en su tapa. Voy a coger algunas herramientas para forzarla. Es un juego, no hay nada que perder.
Comió de manera hosca, pero con muy buen apetito. Sandy permaneció silenciosa.
–Nosotras vimos la caja -dijo Pam de repente-. Y yo percibí aire fresco allí. No aire puro como aquí en la nave, pero no tan muerto como el de los demás sitios.
–Cerca de un generador de energía, Pam, suele haber algo de ozono -explicó Holmes pacientemente-. Eso hace las cosas bastante diferentes.
–No era ozono -protestó Pam con firmeza-. Era aire fresco. No un aire estancado. ¡Fresco!
Holmes miró a Burke.
–¿Acaso Keller o tú descubristeis cómo se renueva el aire aquí? ¿Alguien ha puesto en funcionamiento algún conmutador de los aparatos del aire?
–Aparatos, no -dijo Keller con suavidad-. Intercambio de aire, sí. Encontré y manejé conmutadores para la comunicación con la base. Es posible que sean comunicaciones de emergencia. También otros de alarma. Los pulsé todos. Nada ocurrió.
–¿Ves, Pam? – dijo Holmes-. Era ozono lo que hacia parecer fresco el aire.
Sandy permaneció completamente muda hasta que acabó la comida. Luego Holmes se fue de mal humor con Keller para utilizar los aparatos lectores de cubos en la sala de instrumentos e intentar descubrir, contra toda aparente probabilidad, alguna pista o alguna comunicación que hiciera posible hallar algo efectivo que hacer. Holmes se esforzaba por creer que las cosas no eran tan malas como había anunciado Burke y no tan desesperadas como para tener que hallar innecesariamente a los descendientes de una civilización largamente desvanecida para que ofrecieran resistencia al enemigo.
–Burke es un optimista -dijo Keller con seguridad, poco antes que llegasen a la sala de instrumentos.
Y en aquel momento, en la pequeña espacionave de plástico, Burke hablaba con Sandy.
–Si quieres puedes venir conmigo. Hay que mirar un par de cosas. Pam, tú también puedes acompañarnos…
Pero Pam señaló los papeles que Keller le había dado y dijo con cierta reserva:
–Cifraré y transmitiré todo esto. Ve adelante, Sandy.
Sandy se levantó. Siguió a Burke fuera de la nave. Empezaba a darse cuenta de que era la primera vez desde que entrara en el navío que ella y Burke podrían hablar sin molestos testigos. Por dos veces habían conversado mientras los demás estaban posiblemente dormidos. Desde luego era la primera vez que lo hacían a solas.
Cuando atravesaron la puerta de las esquinas redondeadas, se quedaron aislados por completo. Por encima de sus cabezas, los tubos brillantes cubrían kilómetro y medio de galería en una dirección y casi tanto en la otra. El vasto pasillo no contenía nada que emitiese sonidos excepto ellos dos.
–Es por aquí -dijo Burke.
Sandy conocía el camino tan bien como él o quizá mejor, pero aceptó su jefatura. Sus pisadas despertaron ecos y ecos, por lo que se vieron acompañados por incontables reflexiones del taconeo mezclados con los susurros normales del caminar.
Recorrieron unos cuatrocientos metros a contar desde la puerta del embarcadero y llegaron a una enorme arcada que daba entrada a un corredor que descendía en suave pendiente.
–Los suministros subían por esta rampa -dijo Sandy.
Era una afirmación que podía haber sido asombrosa, pero Burke asintió.
–Aquel cubo acerca de las obligaciones de un oficial de intendencia -prosiguió Sandy con cuidado-, era muy explícito. La situación se estaba poniendo difícil.
Burke parecía no oírla. Siguieron adelante. Llegaron al lugar en donde Keller se había desviado. Burke señaló silenciosamente la revuelta. Entraron en otra galería.
–Joe -dijo Sandy suplicante-. ¿De veras es tan mala la situación.
–Hablando con franqueza no veo la menor oportunidad de salir con bien. Pero eso es sólo el aspecto que presenta el caso ahora. Debe haber algo que se pueda hacer. El problema es averiguarlo. Entre tanto, ¿por qué asustarse?
–Tú… actúas con miedo -dijo Sandy.
–Es que lo siento -contestó él-. Conozco varias maneras de acercarse a los problemas. Ninguna de ellas es aplicable al nuestro. Mira, en realidad tampoco es nuestro problema. Nosotros somos espectadores inocentes, sin información acerca de la situación que en apariencia nos matará junto con los demás seres vivientes de la Tierra. Si nosotros supiéramos más acerca de la situación, podíamos encontrar algún resquicio, o introducir algún cambio. En ese caso ha de haber necesariamente información, quizá un mensaje dejado por la guarnición para las gentes que les enviaron aquí. Sin embargo, no puedo comprender como lo instalaron en este lugar. – Disminuyó la marcha examinando cada galería por las que se cruzaban-. Aquí es.
Llegaron hasta la tosca caja fuerte con la inscripción sobre ella. Estaba colocada en la pared de un corredor, dando frente a una larga galería que venía de un punto lateral. A poca distancia del otro pasadizo, la línea de puertas quedaba rota por una arcada que daba acceso a un compartimiento excavado. La abertura era lo bastante amplia como para mostrar un fragmento de un suelo metálico. No había rastros de que contuviese algo. Otros departamentos cercanos estaban vacíos. La ubicación de la caja fuerte era Inexplicable. Pero la inscripción se veía con claridad.
–Quizá -sugirió Sandy temerosa-, dice que algo aquí como «¡Explosivos! ¡Peligro!»
–Me parece que no -dijo Burke.
Examinó la caja antes. Había traído consigo una herramienta conveniente para el trabajo de abrirla. Se puso a trabajar. Luego se detuvo.
–Sandy -exclamó con brusquedad-, creo que los generadores de gravedad quedan a un par de pasillos en esa dirección. ¿Quieres ir allí y ver si hay herramientas que puedan servirme mejor que ésta? Busca algún lugar en donde pueda guardarse el utillaje. Si encuentras algo, llámame.
La muchacha se fue obediente por el corredor excavado y alumbrado. Llegó a la amplia caverna. Allí miríadas de tubos de luz relucían en el techo y estaba también la máquina gravitatoria. Era gigantesca. Tenía seis pisos de altura y un aspecto por entero misterioso.
La muchacha buscó con cuidado especial el lugar en donde deberían guardarse las herramientas para el uso de los servidores de la máquina.
Por el rabillo del ojo vio algo que se movía, pero al volverse se dio cuenta de que allí no había nada. Era imposible qué hubiese en la fortaleza otro movimiento que no fuese el de la maquinaria o el producido por uno de los cinco seres humanos recién llegados. El asteroide había estado sin aire durante diez mil años. Era inimaginable la existencia de algo vivo, incluso la de un microbio. Por eso Sandy no pensó en una cosa viviente como causa productora del movimiento. Pero tal noción había existido.
Miró con fijeza. Allí estaban las máquinas completamente inmóviles. Ninguna de ellas mostraba señal de vibración siquiera. Sandy tragó dolorosamente saliva y sintió un nudo en su garganta. Avanzó, para examinar con cuidado el lugar del movimiento. Miró todas las máquinas. Quizá alguna de ellas tenía algún ajuste automático. Se lo diría a Burke.
Pasó junto a un grupo de aisladores de unos cinco metros de alto con brillantes cables metálicos conectados por encima hasta llegar a otras cosas enigmáticas comunicadas por pesadas barras plateadas. Pasó ante un cilindro con diales a sus lados. Volvió a ver el movimiento. En lugar distinto. Se dio la vuelta en redondo para mirar.
Algo de la mitad de la altura de un hombre, con patas de pájaro y pies y un plumaje enrizado y una cabeza con un pico excesivo que parecía una pura caricatura… algo vivo y asustado huyó de ella. Aleteó presa de un pánico ridículo. Movió los inútiles rudimentos de alas. Desapareció en un aterrorizado silencio. Se desvaneció.
Lo primero que se le ocurrió a Sandy fue que Burke no la creería si le contaba lo que había visto.
–Puede que haya conseguido algo -dijo Burke con estudiada calma-. La caja tenía esto. Hay un cubito negro dentro. Esa caja fuerte parece haber sido hecha para llamar la atención sobre este cubito. Me lo llevaré a la sala de instrumentos y utilizaré el aparato lector para conocer su contenido.
Burke abrió la marcha. Sandy le seguía con la garganta seca. La joven se daba cuenta naturalmente que estaba bajo una casi intolerable tensión emocional. Burke la había hecho acompañarle para estar con ella durante unos instantes, pero ahora parecía tan abstraído que no le era posible salir de su abstracción para decirle algo personal. Ni siquiera era capaz de decir nada.
Sin embargo, Sandy se dio cuenta de que a pesar de encontrarse tan preocupado, le había pedido que fuera en busca de herramientas a la sala de la máquina gravitatoria, porque ella había sugerido la existencia de algún posible peligre al abrir la caja fuerte. Procuró mantenerla alejada y a salvo mientras él corría el riesgo.
–No quiero apresurarme, Sandy. ¿Quieres esperarme en nuestra nave? – preguntó bruscamente cuando llegaron cerca del embarcadero.
Sandy asintió y se dirigió a la espacionave que les había traído a todos de la Tierra. Cuando, una vez dentro, vio a Pam, la dijo temblorosa:
–¿Hay… alguien más dentro?
–No -contestó Pam-. ¿Por qué?
Sandy se sentó estremeciéndose.
–Creo -comenzó a decir castañeteándole los dientes-…c-creo que me estoy volviendo histérica. ¡E-escucha, Pam! ¡V-vi algo vivo! ¡Era como un pájaro de esta altura y grande como un…! ¡No hay pájaros de ese tamaño! ¡Es imposible que aquí haya ningún ser vivo, excepto nosotros! ¡Pero lo vi! ¡Y aquella cosa me vio a mí! ¡Y huyó!
Pam la miró fijamente y la hizo algunas preguntas disparándoselas casi a bocajarro al principio. Pero no tardó en exclamar indignada:
–¡Lo creo! ¡Eso está muy cerca del lugar en donde percibí olor a aire fresco!
Naturalmente, aire fresco en un asteroide, a cuatrocientos cincuenta millones de kilómetros de la Tierra, era tan imposible como lo que había visto Sandy.
Holmes entró entonces, deprimido y cansado. Se había estado llenando el cerebro con el contenido de los dados negros. Sabía cómo se guisaba en las cocinas de la fortaleza, hacía varias centurias. Sabía cómo preparar el asteroide para una inspección efectuada por cualquier oficial de la más alta graduación. Estaba enteradísimo del significado de los toques de clarín empleados antiguamente en la fortaleza en lugar del sistema parlante de altavoces. Pero no encontró ni rastro de información acerca del medio de reaprovisionar la fortaleza, de recibir aire fresco, de obtener refuerzos o relevos del personal, ni el medio de llegar hasta, el asteroide. Se sentía descorazonado, cansado y vejado.
–Sandy -dijo Pam con aire retador-, vio un pájaro vivo, mayor que un ganso, en la sala de la máquina productora de gravedad artificial.
Holmes se encogió de hombros.
–Keller está quisquilloso -observó-, porque cree haber visto movimientos en las pantallas visoras que ofrecen distintos ángulos del interior de todo esto. Pero no está muy seguro de haber visto algo moviéndose. Quizá todos estamos perdiendo la cabeza.
–Entonces, Joe es el más cerrado de mollera -dijo Pam sombría-. ¡Se preocupa por Sandy!
–Es muy razonable -contestó Holmes cansado-. ¡Pam, este asunto de averiguar lo que amenaza mortalmente y que está viniendo… y no poder hacer nada… está acabando conmigo!
Se derrumbó en una silla. Pam le miro ceñuda. Sandy estaba sentada completamente inmóvil, con las manos crispadas.
Burke regresó veinte minutos más tarde. Su expresión era calmosa.
–He descubierto dónde fue la guarnición -afirmó-. Me temo que no podremos recabar su ayuda. Ni la de nadie.
Sandy le miró silenciosa. Se le veía dueño del control sobre sí mismo y no parecía un hombre que se decanta resueltamente por la desesperación, pero la muchacha le conocía muy bien. Para ella sus ojos se habían hundido más en las órbitas.
–En apariencia ya no queda nadie en el mundo del que vino la guarnición -dijo Burke en un tono del que habla de cosas conocidas por todos-, así que no volvieron allí y es inútil tratar de establecer contacto con dicho mundo. La fortaleza era un puesto avanzado, ya lo sabéis. Se llegaba aquí desde algún lugar muy lejano y fue excavada y armada para luchar contra un enemigo que no pretendía atacarla por sí misma, sino para conseguir conquistar o destruir el mundo o mundos que crearon la fortaleza. – Continuó con una calma extraña-. Creo que el mundo madre de esa civilización tenía dos lunas y algo en el horizonte que parecía una colina, pero que no lo era.
–Pero…
–La guarnición se fue -explicó Burke- porque la dejaron abandonada. Quedó a retaguardia para tener a raya al enemigo y la civilización a que pertenecía marchó lejos. La dejaron sin suministros sin equipo, sin esperanzas. La abandonaron incluso sin adiestramiento para soportar tal abandono, porque sus miembros habían sido entrenados por los cubos negros y sólo sabían cómo hacer sus tareas especializadísimas por lo que aprendieron de memoria. Eran únicamente meros soldados, como los destacamentos de Roma dejados atrás cuando las legiones se fueron al sur desde la muralla de Adriano y embarcaron para Gaul. Así, cuando a los de la guarnición no les quedaba más alternativa que abandonar su puesto o morir de hambre -ya que no podían ir tras la civilización que los dejó al albur- se fueron. El cubo de la caja era un mensaje dejado por ellos para sus antiguos gobernantes y conciudadanos, si es que regresaban alguna vez. ¡No es un mensaje agradable, os lo aseguro!
Sandy tragó saliva.
–¿Dónde fueron? ¿Qué les ocurrió?
–Se fueron a la Tierra -dijo Burke sin énfasis alguno-. Por parejas, en grupos de cinco, a docenas, en los navíos de servicio que salían a por carne y que llevaban polizones. Las naves de servicio tenía la misión de traer cuanta carne cobraran las expediciones de caza. Se llevaron a hombres que eran combatientes natos y capaces de enfrentarse con los mamuts o con los tigres de colmillos de sable, o cosas por el estilo. Por eso mismo dejaron el transmisor para que les llamara si acaso el enemigo volvía. Pero eso no ocurrió durante el tiempo de su vida y sus descendientes olvidaron. Sin embargo, el trasmisor no olvidó. Les llamó cuando se presentó la emergencia. ¡Y… los únicos que respondimos fuimos nosotros!
Sandy dudó unos instantes.
–Pero si la guarnición se fue a la Tierra -dijo dubitativa-, ¿qué fue de ella? Allí no hay rastros de…
–Nosotros somos los rastros -explicó Burke-. Ellos fueron nuestros antecesores hace diez o veinte mil años. No pudieron construir una civilización. ¡Eran soldados! ¿Acaso los romanos que se quedaron tras la muralla de Adriano pudieron conservar la civilización de Roma? La guarnición se fue a la Tierra y se volvió salvaje, y los hijos de los hijos de sus hijos levantaron una nueva civilización. La nuestra. Por eso estamos aquí. Ahora nos toca hacer frente al enemigo y obligarle a retirarse.
Se detuvo y añadió en un tono que parecía completamente tranquilo y sin el menor asomo de desesperanza:
–Va a ser una tarea ciclópea. Pero es un caso de urgencia. Tenemos que arreglárnoslas sea como sea.
También era un caso de emergencia para la Tierra, no simplificado por el hecho de que alguien como Burke hubiera aceptado cargar con el peso de afrontarla. La emergencia se desgranaba desde el hecho de que Burke y los demás, a pesar de los esfuerzos en contra de la armada aérea de los Estados Unidos, habían logrado salir al espacio. Se había llegado al asteroide M-387. Naturalmente. Los Estados Unidos se apropiaron después de la gloria producida por tan inmensa conquista. Cosa inevitable. Y fueron de inmediato acusados y denunciados frenéticamente como sospechosos de imperialismo espacial, de monopolizadores del espacio y de intentar la explotación del espacio.
Pero cuando las industriosas instrucciones de Keller sobre la manera de construir detectores de campos de gravedad llegaron a la Tierra, aquellas sospechas parecieron menos plausibles. Los Estados Unidos comunicaron tales instrucciones a los demás gobiernos. El principio básico era tan nuevo que nadie pudo reclamar su invención, pero era al mismo tiempo tan sencillo que muchos hombres se sintieron avergonzados por no haber caído en él antes. Nadie pudo objetar una ley natural que era evidente una vez explicada. Y la construcción de los mecanismos casi no requería tiempo.
Al cabo de pocos días, cuando el asteroide poseía un instrumento de tres metros de diámetro, los Estados Unidos tenían uno de igual tamaño, otro detector de gravedades de diez metros de diámetro y otro más de veinte metros a disposición de los investigadores. Los nuevos aparatos dieron datos tales que ningún astrónomo había soñado obtener antes. Apareció una insospechada luna de Saturno, oculta entre el anillo exterior. Todos los asteroides pudieron ser localizados al instante. El misterio de la anómala masa de Plutón fue resuelta al cabo de unas horas de manejar el detector de los tres metros de diámetro.
Cuando se puso en funcionamiento el mayor de los detectores, graduado en una escala de cincuenta años de luz del espacio, nuestro sistema solar quedó reducido en él a un mero puntito. Pero cuatro estrellas oscuras, una con planetas, y veintipico sistemas planetarios fueron cartografiados en un solo día. En aquella fecha misma, no obstante, fue cursada a Keller una consulta. Se le preguntaba por el significado de ciertas rayitas rojas que avanzaban guardando una relación matemática mutua, en movimiento visible y más cerca de la Tierra que Alfa Centauro. Alfa Centauro había sido siempre considerada la estrella más próxima a nuestro planeta. Bajo su magnífico rojo brillante, las rayitas cruzaban y entretejían sus rumbos como si poseyeran un centro común de gravedad. Si tal cosa no hubiera sido imposible, habrían sospechado que se trataba de soles tan próximos que giraban uno en torno de otro en pocas horas. Incluso lo más extraño es que atravesaban el espacio a una velocidad múltiplo de la luz. Treinta veces la velocidad de la luz era algo imposible. Y el curso de aquellos extraños guiones rojos pasaba por el punto resplandeciente que representaba nuestro sistema solar. Todo aquello era absurdo. Pero, ¿qué causaba tal informe erróneo del nuevo mecanismo detector?
Keller escribió claramente: «Nuestro instrumento muestra el mismo fenómeno. Es evidente que ello ha sido lo que puso en marcha el transmisor que envió a la Tierra las primeras señales. Los datos reunidos sugieren que las rayitas rojas representan campos artificiales de gravedad con fuerza suficiente para combar el espacio y producir nuevas constantes espaciales, incluyendo una mayor velocidad para la luz, haciendo por tanto posible una mayor velocidad a las espacionaves que transportan los generadores de gravedad artificial. Solicitamos que evalúen esta posibilidad».
Pam cifró el escrito y lo transmitió a la Tierra. Al poco tiempo los astrónomos terrestres se miraron mutuamente con aire desvalido. Porque Keller había dado la única explicación posible. Objetos como soles verdaderos, en estrecha proximidad, destrozarían cuanto se les acercara, convirtiéndolo en una nova fundente. Además, el esquema de moción conjunta de los objetos causantes de las rayitas rojas no podía ser de ningún modo natural. Era artificial. Había un grupo de cosas en marcha hacia el sistema solar de la Tierra. Llegarían dentro de unos cuantos días. Estaban a millones de kilómetros de distancia, pero sus campos gravitatorios eran tan fuertes que se orbitaban mutuamente cada pocas horas. Si tenían campos gravitatorios tenían también masa, que podría ser tan artificial como su gravedad. Y, girando locamente en una danza infernal uno alrededor del otro, diez soles que pasaran a través del sistema solar humano no dejarían detrás otra cosa que destrucción.
Lo más singular era que los navíos causantes de aquellos campos gravitatorios podían ser tan pequeños como para que ningún telescopio pudiera detectarlos a unos cuantos miles de kilómetros. La destrucción de todos los planetas solares y del Sol mismo podía ser efectuada por simples motitas. No necesitaban utilizar para destruir. La gravitación tiene un sistema de atracción parecido al magnetismo. Los campos gravitatorios sólo necesitan ser creados. Ya lo estaban. Una vez existiendo, podían persistir eternamente sin consumir fuerza o energía, al igual que el Sol y los planetas no gastan energía para mantener su mutua atracción y al igual que la Tierra no desperdicia potencia para conservar cautiva a su luna.
Los periódicos no publicaron la noticia. Pero, muy calladamente, cada gobierno civilizado del planeta obtuvo instrucciones para fabricar su detector de gravedades. La mayor parte de ellos lo construyó. Y luego, por primera vez en la historia de la humanidad, se produjo un honrado y desesperado intento de agrupar todo el saber de los hombres y todos los recursos terrestres encaminándolos a un fin común. Por excepción, ninguna figura eminente asumió la indigna postura de resaltar su propia dignidad. Por una única ocasión, las gentes permanecieron despreocupadas y sin molestias mientras que las cabezas rectoras envejecían visiblemente.
Es natural que algunos de los que estaban en el secreto exigieran frenéticos que los cinco de la fortaleza resolvieran un problema que toda la ciencia de la Tierra no sabía ni como atacar. Listas increíbles de cosas de las que se solicitaba información llegaron a Burke, Holmes y Keller. El tercero las leyó con tranquilidad y trató de responder a las preguntas que parecían sensatas. Holmes, resignado, pasó todo su tiempo con los cubos de experiencias, esperando hallar cualquier incidente que les pudiera ser útil. Pam, ceñuda, cifró y descifró sin descanso. Y Sandy vigilaba ansiosa a Burke.
–Voy a pedirte que hagas algo por mí -le dijo-. Cuando bajamos a los subterráneos, creo que vi algo vivo. Algo con vida.
–Nervios -contestó Burke-. No puede haber nada vivo en este lugar. No después de tantos años sin aire.
–Lo sé -admitió Sandy-. Reconozco que es una idea ridícula. Pero Pam se siente inquieta también porque presiente que hay algo fatal en las habitaciones que todavía no hemos recorrido.
–¿Y bien? – dijo Burke moviendo impaciente la cabeza.
–Holmes encontró unas cuantas armas manuales -prosiguió Sandy-. Claro que no funcionan. Pero, ¿podrías arreglar una para Pam y otra para mí? – se detuvo para añadir después-. Claro que no tiene importancia que estemos asustadas o no. Ni siquiera importa que haya alguien vivo aquí. Tampoco importa que nos maten. Pero sería más agradable no sentirse indefensas.
–Las arreglaré -contestó Burke encogiéndose de hombros.
La muchacha colocó tres de las armas de cañones transparentes ante Burke, diciendo:
–Me voy a la sala de instrumentos a ayudar a Pam en el cifrado.
Se fue. Burke tomó las tres armas manuales y las miró sin interés. Pero no hay técnico que no responda al incentivo de un problema de su especialidad. Una cosa tan trivial como unas armas estropeadas logró mantener fija la atención de Burke simplemente porque nada tenía que ver con el desastre que se avecinaba.
Desatornilló las placas de la culata y miró los sencillos mecanismos del interior. Había claro, una diminuta batería. Al cabo de miles de años, el electrolítico se había evaporado. Burke lo reemplazó con agua de los depósitos de la nave. Hizo lo mismo con las otras dos armas. Luego, curioso, salió por las esclusas de aire y apuntó a una de las paredes del embarcadero. Apretó el gatillo. Se produjo un chasquido y cayó al suelo un fragmento de roca. Probó las otras armas. Disparaban. Pero no era una bala. Los cañones, al ser examinados, demostraron ser sólidos, macizos. Las armas expelían un impulso, un golpe inmaterial que se concentraba en un lugar minúsculo. Golpeaban, pero nada sólido efectuaba el golpe.
–Probablemente producirían un agujero a través de un hombre -dijo Burke reflexionando.
Tomó las tres armas y se encaminó a la sala de instrumentos. Mientras lo hacía su mente retornó a la inmediata destrucción que se avecinaba. Era algo inmediatamente arbitrario. El enemigo no tenía motivos para destruir a la raza humana en aquel sistema solar. Los hombres, aquí, habían perdido todo recuerdo de su origen y toda memoria de enemistades nacidas antes de que comenzara a haber una memoria colectiva. Si quedaba alguna tradición de la fortaleza estaría escondida en relatos sobre una edad de oro antes que naciera el mito de Pandora, o de una época de inocencia cuando todo lo necesario se recibía sin esfuerzo. Aquellas historias habían cambiado por el parecido y la semblanza de los que las originaron, claro, y mucho más cuando sufrieron el retoque de generaciones sucesivas más ignorantes y menos civilizadas. Quizá la edad de oro no fuera más que un confuso recuerdo de un tiempo en el que las máquinas hacían el trabajo por los hombres antes de que las máquinas se estropearan y no pudiesen ser reemplazadas por carecer de otras maquinarias para fabricarlas. Quizá el lento progreso de las herramientas, con las que los hombres efectuaban el mismo trabajo que las máquinas, borró o difuminó el recuerdo de otras épocas en las que los hombres no tenían necesidad de utilizar tales herramientas. Incluso las tradiciones conservadas hasta el presente que hablaban de un largo, larguísimo viaje en un barco -leyendas de imposibles y míticos viajes- podían ser el último vestigio del increíble relato de la llegada a la Tierra de los patriarcas que procedían del espacio. Todo tendría que haber padecido la modificación de sucesivas generaciones incapaces de imaginar un viaje a través del espacio vacío, creando por tanto una fluida y más científica explicación de los mitos adornada con fantasías y supersticiones.
Burke entró en la sala de instrumentos mientras Sandy le preguntaba:
–¿Pero cómo lo hicieron? No hemos encontrado ningún embarcadero para naves espaciales a excepción del que nos sirvió de entrada. Y si una espacionave no puede viajar a velocidades superiores a la de la luz sin originar una envoltura de masa artificial…
Holmes se había quitado el casco.
–No hay nada sobre espacionaves en los cubos -anunció-. De todas maneras el sol más próximo se encuentra a cuatro años luz. ¡A nadie se le ocurriría traer desde tan lejos los aprovisionamientos de toda una colonia! ¡De haber utilizado espacionaves para el abastecimiento tendrían que haber tenido este lugar lleno de huertos y jardines hidropónicos con el fin de evitar sobrecargas inútiles a las naves! ¡Tenían otro medio de enviar mercancías hasta aquí!
–Cualquiera que fuese ese medio no lo utilizaron para traer carne de la Tierra. El procedimiento empleado era atar la carne a la parte exterior de las espacionaves destinadas al servicio.
–Otra cosa -dijo Holmes-. Había miles de hombres de dotación aquí. ¿Cómo lograban renovar el aire? Nadie ha encontrado mención alguna de aparatos purificadores del aire en los cubos instructores. ¡No se ve rastro de su posible existencia siquiera! Cierto que hay, o había, un tanque con aire para casos de emergencia. Lo abrieron automáticamente poniendo en libertad ese aire cuando llegamos al embarcadero. ¡Pero no hay una provisión regular ni aparatos para purificar la atmósfera introduciendo oxígeno y eliminando el CO2!
–¿Por qué no quiere nadie creer que ayer percibí aire fresco? – preguntó Pam con un tono casi plañidero.
Nadie hizo el menor comentario. Aquello no se podía creer. Burke tendió a Sandy una de las armas. Luego entregó la otra a Pam.
–Funcionan de un modo parecido al sistema motriz de nuestra nave, que por cierto lo construí inspirándome en esta especie de pistolas. Una batería manual en la culata proporciona energía calórica y la transforma en un golpe mortal sin producir el menor retroceso. Luego de una docena o cosa así de disparos, las armas se enfrían excesivamente.
Se sentó y Holmes prosiguió casi airado.
–La dotación de esta fortaleza tenía alimentos. No vinieron en naves. Tenían necesidad de purificar el aire. ¡Y no hay nada con que conseguirlo! ¿Cómo se las arreglaban?
Keller sonrió débilmente. Luego señaló a un control de la pared.
–Si eso funcionara se lo podríamos preguntar. Se supone que es la comunicación con la base. Lo puse en posición de funcionamiento. No ocurre nada.
–¿Sabéis lo que estoy pensando? – preguntó Holmes-. ¡Estoy pensando en un transmisor de materia! Es evidente que nunca alcanzaremos las estrellas en espacionaves limitadas a la velocidad de la luz. ¿De qué servirían viajes que duraran diez, veinte, o cincuenta años en cada trayecto? Pero si hubiera transmisores de materia…
–Transmisores, no. Transportadores de materia, sí -aclaró Keller.
Era una diferenciación bastante familiar. Desintegrar un objeto en energía eléctrica o en cargas eléctricas y reconstruirlo en algún lugar distante sería una operación de autodestrucción. No podría tener valor actual. Para transmitir setenta kilos de energía eléctrica -el peso medio de un hombre convertido en corriente- se necesitaría una viga gruesísima para hacerla servir de cable conductor y meses de tiempo si no se la quería fundir con una sobrecarga de potencia. El sistema actual de conversión de una masa en energía eléctrica sería absurdo. Pero si era posible transponer simplemente un objeto de un sitio a otro; si podía ser trasladado de lugar a lugar; si podía arrostrar substitución de lo que le circundaba… ¡Eso sería otra cuestión! La transposición sería instantánea. La translación no requeriría tiempo. La sustitución de posición -un hombre está aquí en este instante y en el próximo se encuentra allá- no haría necesario el aspecto temporal. Tal progreso haría posible cualquier cosa. Una espacionave podía emprender un viaje que durase un siglo. Si llevaba a bordo un transportador de materia, podría ser abastecido de combustible, aire y alimentos en el viaje. La tripulación tendría facilidad para el relevo parcial o absoluto cuando así se deseara. Y al tomar tierra en un planeta sito a cientos de años de luz del planeta origen, la patria de los astronautas quedaría sólo al atravesar el dintel del transportador. Con un aparato de aquella clase una civilización interestelar podía alzarse y medrar, incluso teniendo sus navíos un límite de velocidad en la de la luz. Pero una cultura extendida por cientos de años luz sería inimaginable sin algo que permitiera una comunicación instantánea entre sus partes más remotas.
–¡Está bien! – exclamó Holmes admitiendo la corrección-. ¡Llamémoslo transportadores! ¡Esta fortaleza tiene que disponer de ellos! No hemos encontrado rastro de las naves del espacio utilizadas para el abastecimiento. Necesitaban renovar el aire. Sólo hemos encontrado depósitos de emergencia para el caso de que el suministro normal de aire fallara. ¿Por qué no buscar un transportador de materia?
–En cierto modo -dijo Burke-, un sistema telefónico transporta ondas sonoras de un lugar a otro. Los cables no son el conductor genuino de dichas ondas sonoras. Las tenemos aquí y, de repente, ya está allá. Pero tiene que haber una estación transmisora y receptora en cada extremo. Cuando la fortaleza fue evacuada desde la base central, o abandonada a su sino, qué suele ser lo mismo, pudieron muy bien destruir ese medio de abastecimiento.
–El sistema de aireación no lo ha sido -apuntó Holmes-. No se han utilizado los depósitos de emergencia. ¡Estamos respirando!
–De todas maneras podríamos intentar hallar aunque sea el extremo de aquí de ese transportador roto -dijo Sandy.
–Buscadlo vosotros -ordenó Burke-. Keller está buscando algo en los cubos que me hace falta. Me quedaré a ayudarle.
Sandy examinó el arma que le había sido confiada.
–Pam dice que percibió aire fresco, allá abajo, donde es imposible que lo haya. El señor Keller creyó haber visto movimientos por las pantallas visoras, igualmente en donde nada puede moverse. Yo sigo creyendo que vi algo vivo en la sala de la máquina de la gravedad, dónde tal cosa resulta inconcebible. Vamos a mirar por allí… Pam y yo.
Holmes arrastró los pies.
–También iré con vosotras. Y prometo defenderos contra cualquier cosa que haya sobrevivido diez mil años o más en este lugar sin aire. Tengo la cabeza cansada, luego de experimentar todos esos cubos.
Abrió la marcha. Burke contempló como las chicas le seguían y cerraban la puerta al salir.
–¿Qué has encontrado, Keller?
–Un cubo que trata de los globos -respondió el aludido-. Muy interesante.
–¿Nada sobre comunicaciones con la base?
Keller sacudió la cabeza negativamente.
–He descubierto tres probabilidades para nosotros -anunció Burke-. Todas muy remotas. La primera era encontrar la guarnición ya que los avisos radiados no han dado resultado y recabar ayuda de ellos o de sus descendientes. Localicé la guarnición… en la Tierra. Ese camino no nos servia para nada. La segunda posibilidad era hallar a la civilización que construyó esta fortaleza. Parece ser que se ha colapsado. Ha habido tiempo para crear una nueva civilización pero por desgracia ha pasado ya. La tercera posibilidad es la más remota de todas. Consiste en reunir armas y presentar combate.
Keller extendió la mano hacia la pila de cubos que había estado experimentando con Holmes ayudados por los cascos lectores. Uno de los dados había sido dejado aparte. Keller lo colocó en el casco vacante y lo entregó todo a Burke.
–Prueba eso -dijo.
Burke se puso el casco en la cabeza.
«Estaba en aquella misma sala de instrumentos, pero vestía uniforme y se sentaba ante un tablero de control. Sabía que había naves de transporte a unos dieciséis mil kilómetros. Habían sido lanzados para fingir un ataque a la fortaleza. Los hombres del servicio de contratácticas los habían ideado. Había motivos para preocuparse. Esta era la tercera ocasión en que naves pretendiendo ser el enemigo habían esquivado y superado la pantalla de globos instalada para evitar tal irrupción. Una vez, uno de los transportes llegó a rozar la roca de la superficie exterior de la fortaleza. Aquello era un triunfo para el personal de contratácticas, pero también era una prueba de que algún navío del enemigo podría haber barrido la fortaleza y aniquilado la guarnición cien veces antes.
»Burke maldecía. Había un puntito con un anillo amarillo a su alrededor. Era un globo, presto para partir en cualquier dirección concebible si algún ingenio detector enemigo se ponía a su. alcance. Los globos no buscaban al enemigo. Se colocaban donde pudieran ser vistos. Se ofrecían como blancos. Pero cuando algún impulso de radar los tocaba, se lanzaban contra la fuente productora de tal impulso, mientras sus circuitos selectores desarrollaran una potencia increíble en forma de rayo de idénticas características a las del impulso de radar. Aquel rayo, naturalmente, paralizaba o quemaba al ingenio enemigo con quien se habían autosintonizado. Y además los globos se lanzaban ellos mismos contra el artefacto que los había detectado. Pero lo hacían con una aceleración de ciento sesenta gravedades, lo que hacía innecesario que portaran carga explosiva. Nada podía soportar su impacto. ¡Nada!
»Pero en las maniobras tres cohetes-transporte los habían eludido. Los del servicio de contratácticas sabían hacer funcionar a tales transportes, claro, y se suponía que el enemigo no. ¡Pero es que debía ser imposible acercarse hasta la fortaleza! Si la fortaleza era vulnerable también lo era el Imperio. Si el Imperio era vulnerable, el enemigo destruiría sus mundos, volaría sus ciudades, exterminaría su población y sólo la maldad existiría en la galaxia.
»Una luz destelló en el tablero de control. La pantalla se vio atravesada por una verde raya luminosa. Era el camino de un globo marchando hacia algo que lo había tocado con una señal de radarfrecuencia. La aceleración del globo era impresionante. Parecía proyectarse hacia su blanco.
»Pero su globo no chocó contra nada. Siguió adelante… Una segunda esfera se disparó. Tampoco encontró el blanco. Se perdió en el ilimitado vacío. Su ruta se cruzó exactamente con la del anterior globo. Partió un tercero y un cuarto y un quinto… Cada uno de los cuales se lanzó ferozmente contra la fuente de alguna falsa radiación. Sus trayectorias se cruzaron exactamente en el mismo lugar. Pero allí no había nada…
»Burke manipuló de pronto una serie de conmutadores, inactivando a los restantes globos que permanecían bajo su control. Cinco se habían autodisparado, en dirección a algo que emitía radiación pero que no existía. Algo que no era sólido. Que no era un cohete-transporte personificando al enemigo. Atacaron a una ilusión…
»Ante el tablero de control, Burke crispó los puños y golpeó airado la lisa superficie. ¡Una ilusión! ¡Claro!
»Astutamente hizo algunos ajustes. Le quedaban cinco globos. Eligió uno y cambió el montaje del circuito selector de reflejos. Ahora ignoraría las radarfrecuencias. Recogería sólo radiaciones perdidas… frecuencias inductivas de cualquier nave-transporte con el motor en marcha.
»La luz del globo destelló. Un reguero de fuego verde apareció. Una inmensa llamarada. ¡Blanco! El transporte había sido destruido. Rápidamente cambió el montaje del resto de los globos. ¡Dos! ¡Tres! Tres transportes fueron destruidos en casi dos veces el número de segundos.
»Se secó la frente perlada de sudor. Era sólo un ejercicio, pero cuando viniera el enemigo aquello podría ser la solución de problemas tales que quizá entrañaran la destrucción de la fortaleza y, como consecuencia, la del Imperio.
»Cuadrándose militarmente informó de su éxito.»
Burke se quitó el casco.
–¿Qué hizo él? – preguntó Keller con amabilidad.
Burke meditó.
–El transporte, simulando ser enemigo, debió verter algo en el espacio. Polvo metálico, quizá. Eso formó una nube en el vacío. Luego la espacionave partió y lanzó un rayo de radar a la nube de partículas metálicas. El rayo se reflejó en todas direcciones. Cuando un globo lo detectó, se disparó contra el falso blanco de polvillo metálico. Lo atravesó y prosiguió por el espacio. Los otros globos cayeron en la misma añagaza. Una vez despistadas todas las esferas, los transportes tenían el camino libre de la fortaleza.
Se sentía casi interesado. Al menos había padecido la fuerte ansiedad de algún desconocido miembro de la dotación, muerto miles de años antes, cuando trataba de lograr un buen disparo en una batalla de adiestramiento.
–Por eso cambió los circuitos reflejos -añadió Burke-. Evitó que oscilaran con las radar-frecuencias. Los adaptó para hacerlo, en cambio, en otras frecuencias más inesperadas -luego dijo con sorpresa-. ¡Pero no chocaron con las naves! ¡Los transportes estallaron antes de que los globos hicieran impacto en ellos! ¡Explotaron al inflamarse su equipo por causa del rayo de las esferas y sin que éstas llegaran a caer sobre ellos!
–¡Eran muy listos nuestros antecesores! – asintió Keller angustiado-. ¡Pero no lo bastante!
–De todas nuestras probabilidades -dijo Burke-, o de lo que creo son probabilidades, la menos prometedora es la de tratar de encontrar algo con lo que luchar. – Se quedó pensando para luego sonreír débilmente-. ¿Viste movimientos inidentificados en las pantallas de visión? Sandy asegura haber visto algo vivo. Yo me pregunto si es que alguien más, aparte de nosotros, ha acudido en respuesta de las señales, ha entrado a la fortaleza por otro conducto y se esconde porque nos tiene miedo.
Keller negó con la cabeza.
–Yo tampoco lo creo -admitió Burke-. Parece una locura. Pero puede ser cierto. Es posible. Voy a ahondar hasta el fondo de esto con el fin de hallar una solución a nuestro problema.
Keller volvió a agitar la cabeza. Burke se encogió de hombros y salió de la sala de instrumentos. Bajó las escaleras y el primer corredor y pasó por delante de las largas filas de emplazamientos en las que se alineaban los monstruos metálicos que había aprendido a manejar gracias a los cubos, pero que eran inútiles para luchar contra campos gravitatorios de impulso y masa igual a las de soles.
Llegó hasta la última larga galería a la que daba el embarcadero. Vio la amplia cinta blanca de los múltiples tubos luminosos perdiéndose en lo que parecía una ilimitada lejanía. Y vio una diminuta figura corriendo hacia él. Era Sandy. Corría tambaleándose. Parecía falta de respiración, pero mantuvo su velocidad. Burke también rompió a correr.
–¡Pam! ¡Ha… desaparecido… allá abajo! – balbuceó la muchacha cuando ella y Burke se encontraron-. ¡Estábamos… buscando y Pam gritó! Corrimos hacia ella… ¡Había desaparecido! ¡Y oímos… ruidos! ¡Ruidos! Holmes la está buscando… ¡Joe… ella gritó!
–Avisa a Keller -respondió Burke haciendo un movimiento como inicio a la acción-. ¿Tienes el arma que te di? ¡Sigue adelante! ¡Trae a Keller! ¡La buscaremos entre todos! ¡Date prisa!
Echó a correr con todas sus fuerzas.
Podría parecer irónico precipitarse en auxilio de la hermana de Sandy cualquier cosa que fuera lo que le había ocurrido cuando todos se enfrentaban con el fin de todo el sistema solar. A sangre fría aquel incidente hubiera podido considerarse como carente de importancia. Pero Burke corrió.
Jadeaba cuando finalizó la rampa que conducía a las secciones inferiores del asteroide. Llegó a la enorme caverna en la que se alzaba la ingente masa de varias pisos de altura de la máquina generadora de gravedad.
–¡Holmes! – gritó y siguió corriendo-. ¡Holmes!
No había ido tan lejos antes, pero se metió por túneles con sólo una doble fila de tubos luminosos en el techo y gritó y oyó el reverbero de su propia voz con tonos que parecían una burla. Pero siguió corriendo y gritando.
Al poco Holmes respondió. Hubo un sinfín de confusos ecos que todavía no habían cesado cuando los dos hombres se reunieron. Holmes estaba mortalmente pálido. Llevaba algo increíble en las manos.
–¡Mira! – gruñó-. Encontré esto. Lo acorralé. ¡Lo maté! ¿Qué es? ¿Acaso una cosa así se ha apoderado de Pam?
Sólo un hombre además de él mismo pudo haber formulado tal pregunta. Holmes tenía el cadáver de un pájaro con plumaje moteado y rizado. Le había retorcido el cuello. De pronto lo arrojó a un lado.
–¿Dónde está Pam? – preguntó fieramente-. ¿Qué diablos le ha ocurrido? ¡Mataré a cualquier ser de la creación que se haya atrevido a hacerla daño!
Burke disparó una aluvión de preguntas. Algunas ilógicas. ¿Dónde había estado Pam la última vez que la vieron? ¿Dónde se hallaban Holmes y Sandy cuando la echaron de menos? ¿Cuándo gritó?
Holmes trató de mostrárselo. Pero aquella parte del asteroide era un amasijo de corredores con innumerables puertas dando acceso a un sin número de compartimientos. Alguno de éstos no estaban vacíos por completo, pero ni Burke ni Holmes se molestaron en examinar las piezas de maquinaria o las pilas de cajas que se habrían disgregado en polvo al rozarlas tan sólo. Buscaron como locos, llamando a Pam.
Sandy y Keller llegaron. Pasaron junto al cadáver del pajarraco matado por Holmes y Keller se quedó extrañamente pálido.
–¿La habéis encontrado? – preguntó Sandy entre jadeos-. ¿Habéis hallado algún rastro?
Pero conocía la respuesta. No habían encontrado a Pam. Holmes parecía desesperado, hundido de mortal furia hacia lo que se hubiera atrevido a llevarse a Pam.
–¡Mirad! – exclamó Burke-. ¡Hagamos las cosas con orden! Fijaos en la estantería del cubo este. Será nuestra señal. ¡Comenzaremos desde aquí! Yo seguiré este corredor transversal y el siguiente. Vosotros tomad los próximos tres corredores paralelos. ¡Uno cada uno! Mirad dentro de cada habitación. Cuando hayamos llegado hasta el siguiente cruce, compararemos notas y designaremos otra señal.
Se fue por el camino que había elegido, mirando por cada puerta. Misteriosas masas de metal en un compartimiento. Un montón de polvo en otro. Vacío. Vacío. Una pila de muebles metálicos. Otro vacío. Otro más.
Holmes apareció, abría y cerraba los puños. Sandy surgió también, esforzándose por serenarse.
–¿Dónde está Keller?
–Le oí llamar -dijo Sandy sin aliente-. Creí que había encontrado algo y vine corriendo…
No apareció. Gritaron. Buscaron. Keller había desaparecido. Encontraron la señal desde la que habían partido y desandaron lo andado. Burke oyó a Holmes maldecir asombrado, pero eran tantos los ecos que no pudo entender lo que decía.
Sandy se reunió con Burke. Holmes no. No respondió a los gritos. Había desaparecido.
–Permanezcamos juntos -dijo Burke con voz helada-. Ambos tenemos armas. Ten la tuya lista para disparar. Yo haré lo mismo con la mía. Cualquier ser infernal que se haya perdido en este lugar, lo mataremos o él nos matará a nosotros y entonces…
No terminó la frase. Marcharon los dos juntos, con Burke abriendo la marcha.
–Buscaremos en cada cuarto -insistió él-. Ten lista esa especie de pistola. No dispares contra nuestros compañeros, si los ves, ¡pero sí contra cualquier otra cosa!
–S-sí -balbuceó Sandy y tragó saliva con dificultad.
Fue una guerra de nervios. Burke examinaba cada puerta como temiendo una posible emboscada. Primero la estudiaba, luego se aseguraba de que el compartimiento estaba vacío por completo. Había allí una gran arcada que daba acceso a un extraordinario compartimiento, en la mitad del camino hasta el siguiente cruce de corredores. Evidentemente estaba vacío, a pesar de que en el suelo había una gran plancha de metal. Pero como estaba iluminado podía verse con facilidad que no había nada más dentro.
¡Burke inspeccionó el compartimiento siguiente! Y el de más allá.
Creyó haber oído gemir a Sandy. Giró como un torbellino, con el arma preparada. Sandy había desaparecido.
Dentro de tal fría oscuridad parecería que nada podía ocurrir y que nada iba a verse. Pero de vez en cuando un grupito de estrellas se estremeció un poco. La distancia entre ellos se contraía y luego volvían a tomar su aspecto original. El conjunto discordante de las estrellitas avanzaba con otra profunda perturbación, en amplios cursos curvados. Eran como escalofríos erizados del espacio. Parecía no haber causa para aquellos escalofríos. Pero había poderosos campos gravitatorios en el vacío, tan poderosos como para curvar el espacio y doblar la luz estrellar que intentara atravesarlos. Aquellos campos gravitatorios se movían con una increíble velocidad. Eran diez, circulándose en una forma compleja que extendía como una invisible unidad marchando más de prisa que la luz, que la violencia de su retorcimiento espacial distorsionaba.
Parecían ser absolutamente indetectables, porque los retazos de luz que ellos mismos producían quedaban inmediatamente tras ellos. Los diez navíos que creaban aquellos monstruosos campos de fuerza eran increíblemente pequeños. No eran mayores que los barcos de carga de los océanos de un planeta del sistema solar hacia el que volaban. Eran más pequeños que partículas de polvo en el infinito. Viajarían durante unos cuantos días más, ahora, y luego irrumpirían en el sistema solar que era su blanco. Alcanzarían hasta los planetas más alejados -a cuatro horas de luz de distancia- y al cabo de ocho minutos burlonamente atravesarían los mundos interiores y el Sol. Cruzarían el plano de la elíptica casi en ángulo recto y dejarían a los planetas y a la estrella amarillenta llamada Sol en una flameante autodestrucción que quedaría a su espalda. Luego proseguirían su marcha, más de prisa que la velocidad que pudiera alcanzar el caos creado tras ellos.
Las criaturas vivientes del mundo serían destruidas sin aviso alguno. Durante un instante todo sería como había sido siempre. Al siguiente, la Tierra se levantaría y vomitaría llamas y más de dos mil millones de seres humanos apenas se darían cuenta de lo que ocurría antes de verse destruidos.
No se lograría ningún propósito notificando al mundo que iba a morir. Los gobernantes de las naciones habían decido que era más piadoso permitir que los hombres y las mujeres se mirasen mutuamente y rieran, creyendo que tenían todas sus vidas por delante. Era más piadoso que los niños jugasen sin cuidado y que los pequeños llorasen e instantáneamente fueran mecidos Era mejor para la humanidad moverse por lo desconocido bajo los cielos azules e iluminados por el sol que dejarles que mirasen desesperados a las nubes blancas o fijaran sus ojos con profundo horror en las estrellas nocturnas de las que iba a provenir la devastación.
En el único lugar en donde se había conocido todo de antemano, no se prestaba la menor atención a la inminente sentencia de muerte. Burke corría rabioso por los iluminados corredores, profiriendo maldiciones. Llamaba a Sandy pidiéndole que le respondiera y desafiaba a quien hubiese osado apoderarse de ella y se atreviera a enfrentarse con él. Retó a las frías paredes de piedra. Recorrió la galería arriba y abajo y febrilmente lo exploró todo. Regresó al lugar en donde la chica había desaparecido y tanteó la sólida roca para ver si existía alguna entrada secreta a través de la cual la muchacha se hubiera esfumado. Parecía que su corazón estaba a punto de detenerse por pura angustia. Conoció una agonía como jamás se imaginó antes.
Inició una búsqueda con método. Cualquier cosa que hubiera ocurrido, haría tenido que pasar cerca de la amplia arcada con la gran plancha metálica del sucio y las luces brillantes sobre la cabeza.
Sandy no podía estar a más de seis metros de él cuando se apoderaron de ella. Al oír su gemido, corrió hacia aquel lugar. Exactamente a aquel lugar. Nada más dar la vuelta la chica se había desvanecido. No podía estar más allá que tras la puerta de la arcada, o aquella otra que se le enfrentaba. Entró por la más probable. Era una sala almacén como las demás. Habíalas visto a cientos. Estaba vacía. La examinó con intensidad desesperada. Le temblaban las manos. Todo su cuerpo estaba tenso. Se movía con torpeza.
Nada. Cruzó el corredor y examinó la otra sala. Había un poco de polvo en un rincón. Se inclinó y lo tocó con los dedos. Nada. Salió y allí estaba la amplia arcada, plagada de luces. Los otros compartimientos no tenían tubos luminosos. Al ser sólo para almacenaje no era necesario que tuvieran luz excepto para llenarlos y vaciarlos de lo que pudieran contener. Pero la arcada despedía un torrente de luz.
Entró, el arma de su mano temblaba por causa de la tensión. Allí estaba la plancha metálica del suelo. Era grande, de varios metros de extensión. Comenzó a rodear la estancia inspeccionando las paredes. A mitad de camino diose cuenta de que eran de ladrillos. No roca natural, como los otros sitios de la fortaleza. ¡Aquella pared había sido construida! Miró a su alrededor. En el muro opuesto había una cosa pequeña con un asa, que debería poder moverse arriba o abajo. Lo vio mejor, se trataba de un disco de metal con un mando, fijo en el enladrillado.
Cruzó la habitación para examinarlo. Estaba lleno de horror por Sandy, de tal modo que parecía dispuesto a estallar en una furia asesina si la encontraba habiendo sufrido algún daño. La plancha de metal estaba en el suelo entre él y la pared opuesta. La atravesó, mejor dicho comenzó a atravesarla…
El universo se disolvió a su alrededor. La pared de ladrillo brillantemente iluminada se hizo vaga y neblinosa. Simultáneamente otras cosas aparecieron también borrosas, luego se solidificaron.
Se vio bruscamente en el aire libre, con una estructura en ruinas en torno suyo. Aquello no era el vacío, sino la superficie de un mundo. Sobre su cabeza se veía un firmamento con los tintes del sol poniente. Ante él había hierba y más allá un horizonte y a su izquierda se encontraba la edificación de piedra en ruinas y mucho más lejos delante había una colina que él sabía que no era natural. En el cielo, había luna, una media luna con unas señales que recordaba perfectamente. Habían árboles también, y eran árboles con hojas largas acintadas como no existen en la Tierra.
Permaneció como congelado durante unos instantes y luego una luna segunda más pequeña surgió rápidamente por el horizonte y viajó a través del firmamento. Parecía maltrecha y tenía una forma rasgada e irregular.
Los sonidos aflautados le llegaron desde alguna parte a su espalda. Tenían un tono distintivo que cambiaba de uno a otro y eran de diferente duración como fusas y semifusas en música. Y tenían una calidad quejumbrosa en cierto modo diabólica.
Todo esto era completamente conocido y no debió sentirse impresionado, pero tenía tal miedo por Sandy que no pudo reaccionar. Su terror le impedía respirar. Tenía el arma presta en la mano. Trató de pronunciar el nombre de la muchacha, pero le fue completamente imposible articular palabra alguna.
Las hojas largas, en forma de cinta de los árboles se agitaban y murmuraban bajo la suave brisa. Y entonces Burke vio una figura corriendo detrás del oscilante follaje. Y supo quién era. El alivio fue casi un dolor más grande que había sido su terror. Era una emoción que Burke había experimentado sólo débilmente en su pesadilla persistente. Lanzó un grito y corrió al encuentro de Sandy gritando de nuevo mientras lo hacia.
Luego se encontró rodeándola con sus brazos y ella se apretó contra él con ésa notable habilidad de las mujeres que las hace adaptarse a las circunstancias que han estado esperando, incluso cuando vienen de manera inesperada. La besó febril, murmurando frases incoherentes por el miedo que había sentido apretándola contra sí.
Al poco algo le rozó el codo. Holmes que le hablaba secamente.
–Sé como sientes, Burke. Hace un momento actué del mismo modo. Pero hay cosas que debemos mirar. Pronto se hará de noche y no sabemos lo que durarán las noches aquí. ¿Tienes una cerilla?
Pam miró a los dos hombres con un brillo peculiar de ironía en sus ojos. Keller estaba allí también, aún temblando por una experiencia que para él no tenía la catarsis emotiva consecuente.
Burke soltó a medias a Sandy y buscó su encendedor. Se sentía singularmente alocado, pero Sandy no mostraba trazas de azoramiento.
–Eso era un transportador de materia -dijo ella-, y lo encontramos y lo atravesamos. Yo puse en funcionamiento el conmutador de la base -exclamó Sandy con torpeza-. Debe haber sido el del transportador de materia. Yo creí, en la sala de instrumentos que era sólo un comunicador.
Holmes se alejó. Volvió portando tronquitos rotos que eran hojas secas caídas de los árboles. Las apiló y fue a por más. Al cabo de unos minutos tenía un fuego encendido y una pila de ramas para mantenerlo, pero se marchó en busca de más.
–Trabaja en ambos sentidos -observó Sandy-. ¡O parece que lo hace! Debe haber otra placa metálica aquí para regresar a la fortaleza. Ese enorme pájaro loco que vi en la sala del generador de gravedad debe haber salido de aquí. Probablemente se detuvo en la plancha al verla iluminada y brillando y…
–¿Tenéis vuestras pistolas? – preguntó Burke.
El cielo se estaba oscureciendo. La luna mayor, de aspecto estacionario, flotaba levemente cerca del suelo. La otra luna pequeña y desgarrada había desaparecido de la vista.
–Yo la tengo -dijo Sandy-. Pam se la dio a Holmes. Pero todo va bien. No serán salvajes. Pero allá, a la otra parte de los árboles, hay unas vías metálicas, viejas hasta lo increíble y corroídas. Pero ningún salvaje deja abandonado tanto metal. No creo que haya nadie excepto nosotros.
Burke miró a algo que había lejos y que parecía una colina.
–Hay un edificio, o sus ruinas. Sin luces. Sin humo. Los salvajes lo hubieran ocupado. ¡Es verdad, estamos solos! ¿Pero dónde? Podríamos estar en alguna parte a cien o quinientos años de luz de la Tierra.
–Entonces -dijo Sandy aliviada-, debemos estar a salvo de ese enemigo.
–No -exclamó Burke-. Si el enemigo tiene un arma invencible, no se contentará con destruir un solo sistema solar. Destrozará todos aquellos que alguna vez usó la humanidad. Lo que incluye a éste. Más pronto o más tarde vendrán aquí. No en seguida, pero vendrán. ¡Vendrán!
Miró a la hoguerita. Habían fragancias curiosas y familiares en el aire. Hacia el Oeste el sol se hundía en una apoteosis completamente ortodoxa de rojo y oro. La luna mayor alumbraba serenamente el firmamento.
–Me temo -dijo Pam-, que no comeremos esta noche a menos que podamos volver a la fortaleza y al navío. Sospecho que se nos ha pasado la hora ya en que suele cenar la gente ¿Dijiste quinientos años de luz?
–Pregúntaselo a Keller -gruñó Burke-. Yo necesito pensar.
Allá lejos en la quietud de la noche se oyó algo como la canción de un pájaro, a pesar de que no se podía localizar de donde venía. Mucho más cerca se oyeron unos cloqueos peculiarmente maternales. Sonaban como si pudieran proceder de un pájaro con un pico caricaturesco y alas torpes e inútiles. Era un sonido como de ladridos y Burke se acordó de los perros ancestrales de la Tierra, cuyo origen era tan misterioso como la aparición de la clase humana. Los canes no tenían antecesores salvajes de otra raza. Quizá había habido perros con la guarnición de la fortaleza, que podía estar a quinientos años de luz de distancia, en un sentido, pero que, en otro, no podía estar a más de unos cuantos metros.
Holmes atusó el fuego y lo reavivó. Keller entró dentro del círculo de parpadeante luz. Su entrecejo estaba fruncido.
–¡Las constelaciones! – dijo con tristeza-. ¡Han desaparecido!
–Lo que podía significar -le contestó distraído Burke-, que estamos a más de cuarenta años de luz de casa. A esa distancia habrán cambiado de aspecto.
Holmes se sentó al lado de Pam. Habían llegado a una evidente comprensión. Los ojos de Burke vagaron en dirección a ellos. Holmes comenzó a hablar en voz baja y Pam le sonrió. Burke giró su cabeza para mirar a Sandy.
–Creo que olvidé algo. ¿Debo pedirte otra vez que te cases conmigo? ¿O debo considerarlo como acordado definitivamente…? ¿si sobrevivimos a esto? – no esperó su respuesta-. Las cosas han cambiado, Sandy -dijo malhumorado-. Especialmente para mí. Me he desembarazado de una obsesión y he adquirido una fijeza sentimental… en ti.
–¡Ahora habla mi Joseph! – exclamó Sandy apasionadamente-. Sí, me casaré contigo. ¡Y sobreviviremos a todo esto! Tú encontrarás una solución, Joe. ¡No sé como, pero la encontrarás!
–Sí -dijo Burke lentamente-. No sé por qué pero siento como si tuviese algo en mi cabeza que podría ser un remedio. Necesito descubrirlo y meditarlo. No sé lo que es ni de donde vino, pero tengo algo…
Miró al fuego. Sandy le miró confiada, apretándose contra él. Tomó una mano de él entre las suyas. El viento soplaba cálido y suave por entre los árboles. Holmes volvió a alimentar el fuego.
Burke levantó la vista con un sobresalto mientras Sandy dijo:
–¡He pensado en algo, Joe! ¿Te acuerdas de aquellos sueños tuyos? ¡Ya sé lo que era!
–¿Qué?
–Te vino de un cubo negro -explicó Sandy-, que alguien de la guarnición se llevó a la Tierra. ¿Y qué clase de cubo crees que habrían tomado consigo? ¡Ten la seguridad de que no habría sido ninguno instructivo. No se habrían llevado dados que les dijeran cómo manejar las armas u operar los globos o cualquier otra cosa de la fortaleza! ¿Sabes lo que se llevaron?
Burke negó con la cabeza.
–Novelas -exclamó Sandy-. Relatos de ficción, cuentos de aventura. Para… experiencia en las largas veladas invernales o incluso para dormir junto a las hogueras de los campamentos. Eran soldados, Joe, los que fueron nuestros antecesores. No se preocuparían lo más mínimo de la ciencia, pero les gustaría una buena novela emocionante o misteriosa o cualquier equivalente a las historias del Oeste que existiera hace veinte mil años. ¡Tú tuviste bajo la almohada una página de una historia de amor, Joe!
–Probablemente -admitió él-. Pero si vuelvo a soñar sabré quién estaba detrás de esas ramas oscilantes. Tú -luego, sorprendido, añadió-. Había sonidos aflautados cuando atravesé el transportador de materia. Han cesado.
–También sonaron cuando vine yo. Y cuando lo hicieron Holmes, Pam y Keller. ¿Sabes qué creo que son? – Sandy le sonrió-. «Acaba usted de llegar al planeta Sandu. Se dan facilidades para el viaje, hay servicio de bancos y consigna a la derecha, alojamiento para los turistas e información directamente enfrente.» ¡Quizá no sepamos nunca, Joe, pero debe ser eso!
Burke emitió un sonido inarticulado y volvió a mirar al suelo. La muchacha quedó silenciosa. Pronto Keller estuvo dormitando. Holmes se alejó y vino arrastrando unas ramas llenas de hojas. Con ellas preparó un tosco lecho para Pam, cerca del calor reflejado por el fuego. La joven se levantó y sonrió y se marchó a dormir confiada. Largo tiempo después Sandy se dio cuenta de que bostezaba. Soltó la mano de Burke y se instaló junto a Pam, Burke pareció no darse cuenta. Estaba ocupado. Pensaba cuidadosamente, rumiando la información recibida de los cubos negros. Con el máximo cuidado evitó pensar en la desesperada necesidad de una solución para el problema del enemigo. Aquello necesitaba resolverse, y lo sería por una mente que trabajara sin esfuerzo lo mismo que una palabra que elude aparecer en la memoria cuando uno se esfuerza en hallar, pero que surge una vez se deja de forcejear en el recuerdo.
Dos veces durante la noche Holmes miró la negrura que les rodeaba con recelo, teniendo en la mano el arma que Pam le había entregado. Pero no ocurrió nada. Se oyeron los sonidos de llamadas de las aves y otros seguramente provinentes de insectos y el murmurar del viento entre los árboles. Pero nada más.
Cuando el gris diurno se mostró en el Este. Burke se sacudió de su modorra. La luna irregular surgió de repente y flotó por el firmamento.
–Holmes -dijo Burke pensativo-. Creo que tengo lo que necesitamos. Tú sabes como se hace la gravedad artificial, parecida a que circuito es.
Para cualquiera excepto Holmes y Keller, el comentario hubiese parecido idiota. Semejaría el fruto de una mente insana. Pero Holmes asintió.
–Sí, claro. ¿Por qué?
–En los globos hay un selector de circuitos -dijo Burke con cuidado-, que recoge la radiación de una nave del enemigo y la multiplica enormemente devolviéndola en forma de rayo. El circuito que hizo la radiación tiene que comenzar resonando con el mismo rayo del navío, mientras el globo se precipita siguiendo a su propio chorro de potencia.
–Naturalmente -dijo Holmes-. ¿Y eso qué?
–La cuestión es -dijo Burke-, que uno podría cambiar la radiación en un campo gravitatorio que aumentase bruscamente. No un campo estacionario, claro. Sino uno que aumentara deprisa. Como los campos gravitatorios de las naves del enemigo, moviéndose más de prisa que la luz hacía nuestro sol.
–¡Hummm! – exclamó Holmes-. Sí. Podría hacerse. Pero poder alcanzar algo que viaja más de prisa que la luz…
–Marchan en línea recta -replicó Burke-, excepto que orbitan mutuamente cada pocas horas. No hay velocidad angular más grande que la de la luz; solo velocidad en línea recta. Y con la masa artificial que han conseguido, no podrían esquivar. Si conseguimos preparar algunos globos para que arrojen un rayo de campo gravitatorio hacia las naves del enemigo, puede dar resonancia y un cambio fácilmente alcanzable también.
Holmes consideró la cosa.
–Le podía tomar media hora cambiar el circuito -observó-. Quizá menos. No hay modo en el mundo de hacer una prueba. Pero puede resultar. Necesitaremos una buena cantidad de globos para el trabajo ese, especialmente para que nos den buenas posibilidades de triunfo.
Burke se levantó, un poco entumecido por la larga inmovilidad.
–Vamos a buscar el camino de vuelta a la fortaleza -dijo-. Lo hay. Por lo menos dos pájaros locos se introdujeron en los pasillos del asteroide.
Holmes asintió de nuevo. Comenzaron a buscar. Transportándose su materia desde la fortaleza -especialmente, la de los cinco- todos salieron cerca de un recinto de tres paredes al lado del cual se alzó antaño un magnífico edificio. Ahora estaba lleno de escombros y de ramitas de árboles y briznas que crecían de cada juntura, por entre huecos que fueron ventanas. Había otras alcobas similares como si perteneciesen a otros transportadores de materia de distintos puestos o mundos cuya salida estaba centrada allí. Buscaron la entrada que pudo haber atraído al pájaro ridículo llamando su atención por entre las piedras rotas.
Encontraron una placa de metal parcialmente arqueada por las piedras caídas en el siguiente recinto. Levantaron una de las rocas más grandes. Al poco vieron el camino libre.
–¡Vamos! – gritó Burke-. ¡Tenemos trabajo que hacer! Vosotras, chicas tenéis que preparar el desayuno y nosotros hemos de hacer otras cosas. Debemos de cruzar unos cuantos cientos de años de luz antes de poder tomar nuestro café.
Sin saber porqué no sintió dudas. Los cinco entraron juntos en la placa metálica corroída y el cielo se desvaneció y fantasmas de tubos luminosos aparecieron y se hicieron brillantes. Salieron de la plataforma encontrándose en un corredor, en el mismo en donde empezaron su viaje.
Y todo se hizo con naturalidad. Los tres hombres se dirigieron a la habitación en donde estaban almacenados los centenares de globos metálicos, dispuestos para defender la fortaleza si se sabían usar. Eran unos globos muy prácticos. Tenían inclusos pequeños peldaños en sus lados curvos para que un hombre pudiese trepar hasta la parte superior e inspeccionar o cambiar el interior del aparato.
Por el camino, Burke explicó a Keller. Los globos estaban diseñados para ser blancos, y blancos seguirían siendo. Se lanzarían hasta encontrar el sendero de los navíos del enemigo, que no podían variar su rumbo. Sus circuitos serían alterados para tratar de que aumentasen instantáneamente los campos gravitacionales, en vez de las radiaciones, por tanto primero lanzarían hacia atrás un campo monstruoso de la misma energía y luego se lanzarían para colisionar con las espacionaves. Había una distinta posibilidad acerca de si podrían lanzarse al espacio bastantes globos o al menos pudiesen destruir una nave enemiga y romper el agrupamiento estrechamiento orbitado. De aquella razonable primera posibilidad, las perspectivas eran remotas, pero los resultados podían ser muy esperanzadores.
Keller asintió satisfecho. Había utilizado los cascos lectores más que nadie. Comprendió. Además, tenía el cerebro adiestrado para trabajar en aquel ramo.
Cuando llegaron a la habitación de las esferas hizo un gesto para que Burke y Holmes esperaran. Subió por los peldaños de un globo, quitó decididamente la tapa superior y miró hacia dentro. Los conductores eran barras de plata pura de un diámetro de unos diez centímetros. Toqueteó varias cosas. Bajó e hizo un gesto para que Burke y Holmes mirasen.
Les bastaron unos segundos para darse cuenta de la maniobra efectuada. Pero conociendo lo que era posible hacer, una vez se le dijo lo que se necesitaba, cambió exactamente tres contactos y el globo quedó transformando según las nuevas especificaciones de Burke.
En lugar de los días que se presumía costaría modificar los circuitos, entre los tres habían arreglado un centenar de aquellas enormes armas en menos de una hora. Luego Keller subió a la sala de instrumentos y laboriosamente estudió el sistema de lanzamiento. Comenzó a arrojar globos mientras Holmes y Burke completaban el trabajo del cambio de circuitos. Se volvieron después a la sala de instrumentos cuando la última de las esferas metálicas saltaba un palmo del piso de piedra y se iba insegura a introducirse en la culata del tubo de lanzamiento que les había pasado inadvertido antes.
–Trescientos -dijo Keller más tarde en tono complacido-. Van a una aceleración completa en busca del enemigo. Y hay en el grupo seis globos observadores.
–Observadores -dijo Burke ceñudo-. Está bien. No podemos observar nada porque la información nos vendría a la velocidad de la luz. Pero si perdemos, el enemigo se nos vendrá encima antes de que conozcamos nuestra derrota.
Keller sacudió la cabeza como reprochando.
–¡Oh, no! ¡Oh, no! Acabo de comprender. Hay transportadores de energía eléctrica, también. Muy pocos. En el interior de los globos observadores.
Burke se le quedó mirando. Pero era lógico.
Si la materia podía ser transportada en lugar de transmitida entre sitios distantes, transportadores de energía en miniatura no eran imposibles. La energía no viajaría más que la materia transportada lo hiciera. Sí, sería transportada. La fortaleza vería lo que vieran los globos observadores en el mismo instante en que fuera visto, sin importar la distancia.
Keller miró hacia el disco de tres metros con sus lucecitas y las rayitas rojo brillante que representaban los navíos gravitacionales del enemigo. Había ahora algo como una escala de distancias. Cuando la primera llamada al espacio llegó a la Tierra las rayitas rojas no estaban lejos del borde del disco. Cuando llegó la espacionave a la fortaleza ya se habían acercado al centro. Ahora estaban muy próximas, casi tocando dicho centro.
–Cinco días -dijo Burke con voz ronca-. ¿En dónde tomarán contacto los globos con ellos?
–Nuestras esferas que utilizan plena aceleración -le recordó suavemente Keller-. Ciento sesenta gravedades.
–Más de kilómetro y medio por segundo de aceleración -dijo Burke. Sin embargo, no estaba asombrado-. En una hora, seis mil ochocientos kilómetros por segundo. En diez horas, cincuenta y ocho mil kilómetros por segundo. ¡Si chocan con el enemigo a esa velocidad, tendrán una potencia como para destrozar la Luna! En diez horas habrán cubierto billones de kilómetros… ¡Pero eso no basta! ¡Es sólo la quinta parte del camino hasta Plutón! ¡Estarán a la mitad de la distancia de Urano!
–Tendrán cincuenta y seis horas -dijo Keller. La necesidad de comunicarse claramente casi le obligó a articular las palabras-. No en el plano de la eclíptica. Su curso es a lo largo de la línea del eje solar. El encuentro será siete veces la distancia de Plutón. Veinte billones de kilómetros y pico. Dos días y medio. Si fallan lo sabremos.
–¿Si fallan, qué haremos entonces? – gruñó Holmes.
–Yo me quedaré aquí -dijo Keller-. No quiero sobrevivir a nadie. Me sentiría solitario. – Luego les dirigió una rápida y embarazosa sonrisa-. El desayuno debe estar preparado. No nos queda que hacer nada sino esperar.
Pero esperar no era fácil.
El primer día llegó una lluvia de mensajes de la Tierra. ¿Por qué habían cortado la comunicación? ¡Respondan! ¡Respondan! ¡Respondan! ¿Qué se podía hacer en lo referente a las naves del enemigo? ¿Cómo podían salvarse las vidas humanas? ¿Si unas cuantas espacionaves podían ser acabadas y partir antes de que el sistema solar estallara, estallaría también el asteroide? ¿Podrían unos pocas docenas de hombres sobrevivir abriéndose camino hasta el asteroide? ¿Debería revelarse al resto del mundo la catástrofe que se avecinaba?
La última pregunta mostraba que las autoridades de la Tierra estaban asustadas. No era cuestión de Burke o Keller el decidir. Transmitieron, cuidadosamente cifrada una exacta descripción del envío de los globos para intentar interceptar las naves gravitacionales enemigas. Pero era posible para la gente sin conocimiento experimental de la gravedad artificial creer que algo tan masivo como un sol podía ser destruido lanzando un simple proyectil de tres metros.
Luego se produjo en la Tierra una súbita revolución del sentimiento. La verdad era tan horrible de creer que se resolvió no hacerle caso. Y entonces personas prominentes irrumpieron en la letra impresa, denunciando a Burke por haber predicho el fin del mundo desde su seguro refugio en el asteroide M-387. Tuvieron buen cuidado de explicar cómo Burke debía no ser sólo un equivocado, sino un malicioso equivocado.
Pero estas denuncias fueron el primer conocimiento que el público tuvo de la cosa denunciada. Alguna gente se vio presa por el pánico instantáneamente porque hay personas que infaliblemente creen lo peor, siempre. Otros compartieron la indignación de los personajes eminentes que habían denunciado a Burke. Otros más estaban azorados y muchas personas inconscientes urgieron con vehemencia a todo el mundo para hacer esto o aquello en orden de encontrar la salvación. Los hombres de industria vendieron billetes para una nave no existente que decían haber sido construida en secreto anticipándose al desastre. Sólo aceptaban papel moneda en billetes pequeños. Era inexplicable lo que podría valer el papel moneda después de la destrucción de la Tierra, pero la gente pagó. Los astrónomos juraban y perjuraban que ningún telescopio había dado signo de las masas solares que se decía venían para destruir la Tierra. Los organismos oficiales del gobierno mintieron heroicamente tratando de tranquilizar a la población porque, después de todo, no se creía que la parte semicivilizada de los pueblos se volviera loca durante los últimos probables días del planeta.
Y Burke y los demás miraban las imágenes transmitidas por los globos observadores que viajaban con el resto. El cosmos parecía a dichos globos exactamente igual que visto desde la fortaleza. Había innumerables retazos de luz de incontables tintes y colores. Había oscuridad. Había frío. Y había vacío. Las otras esferas seguían adelante alejándose del Sol y de aquel plano cerca del cual todos los planetas giraban. A cada segundo el paso de las esferas se aumentaba en más de kilómetro y medio. Diez horas después de haberlas soltado Keller habían cubierto trescientos dos millones de kilómetros y el Sol seguía pareciendo un disco perceptible. Veinticuatro horas después los globos habían viajado cuatro mil cien millones de kilómetros y el Sol era la estrella más brillante que podían observar. Treinta horas luego de la salida la escuadra de globos había viajado nueve mil cuatrocientos millones de kilómetros y el Sol ya no era mayor que cualquier otro astro en el universo.
Holmes parecía agotado ahora y Pam estaba quisquillosa. Keller tenía un aspecto enteramente normal. Y Sandy estaba extrañamente tranquila.
–Me alegraré cuando todo esto haya pasado -dijo a la hora de comer en el navío propio-. No creo que ninguno de nosotros se dé cuenta de lo que es esta fortaleza y el transportador de materia y el planeta al que nos llevó… No creo que os deis cuenta de que tales cosas puedan ocurrir…
Burke esperó. Ella le sonrió y añadió:
–Hay un planeta vacante para que la gente se traslade. Ya las personas lo ocuparon antaño. Pueden volverlo a hacer. Una vez poseyó una fantástica civilización. Esta fortaleza era uno de sus puestos avanzados. Había un sin número de otros puestos y otros planetas y la gente estaba científicamente muy por delante de nosotros. Y todos esos mundos, dominados y listos, están esperando ahora para que vayamos y los utilicemos.
–¿Sí? – dijo Holmes-. ¿Qué le ocurrió a la gente que vivió en ellos?
–Ya que me lo preguntas -contestó Sandy confiada-. creo que siguieron el camino de Grecia y Roma. Me parece que se hicieron tan civilizados que se ablandaron. Construyeron fuertes en lugar de flotas de combate. Dejaron de pensar en conquistas y se preocuparon por las defensas, a pesar de que ya las tenían en cierto modo. Pero se imaginaron algo así como los fuertes del Rhin de los romanos y la muralla de Adriano. Como la gran muralla de China y la línea Maginot en Francia. Cuando los hombres construyen fuertes y no flotas de combate, están en su decadencia.
Burke no decía nada. Holmes esperaba más.
–Es mi creencia -prosiguió Sandy-, que muchos muchos siglos antaño la gente que construyó este fuerte envió una espacionave desde alguna parte con un transportador de materia a bordo. Relevaron a su tripulación mientras se viajaba y les proporcionaron suministros y aire fresco. Finalmente llegaron a alguna parte también en el otro lado de la galaxia. Y luego la gente de aquí instaló el transportador de materia y todos se trasladaron al mundo nuevo, pacífico y agradable que habían descubierto. Todos excepto la guarnición que se quedó atrás. ¡El enemigo jamás los encontrará allí! ¡Y creo que destrozaron el transportador que podía permitir al enemigo seguirles… o la guarnición de este fuerte, que es igual! ¡Y creo que allá lejos, más allá de la vía láctea, están los descendientes de ese pueblo! ¡Son blandos y apuestos e inútiles, y viven como les permite el saber que morirán y probablemente no quedan muchos! ¡Y me parece que ésta es nuestra oportunidad!
–Si derrotamos al enemigo no habrá excusa para guerras en la Tierra -dijo Pam-. Habrá mundos bastantes para admitir la superpoblación hasta un grado inimaginable. Habrá riquezas para todo el mundo. Joe, ¿qué crees tú que hará la raza humana si, en la cumbre de encontrar nuevos mundos para todos, tú le abres el camino derrotando al enemigo con los globos?
–Creo -contestó Burke-, que la mayor parte de los seres humanos me tendrán antipatía. Entraré en los libros de la historia, pero en letra pequeña. Las personas que se den cuenta y que se sientan obligados hacia mí, se sentirán también molestos y aquellos que no puedan pensar con claridad juzgarán que me he hecho famoso de un modo muy discutible. En realidad, si volvemos a la Tierra, tendré que luchar para evitar que me sobrevenga la ruina. Si consigo tener bastante dinero para vivir será permitiendo que alguien escriba un libro fantástico sobre nuestro viaje al asteroide.
–Es casi el tiempo -interrumpió Keller con voz tranquila-. Deberíamos vigilar.
Holmes se levantó animoso. Pam y Sandy lo hicieron de más mala gana.
Salieron de la nave y atravesaron la puerta metálica de redondeados cantos. Siguieron a lo largo del corredor que parecía un río de luz gracias a los tubos del techo. Pasaron el umbral de la gran estancia que había almacenado los globos. Ahora parecía extrañamente vacía.
En el piso siguiente cruzaron por los comedores y dormitorios; en el tercero las baterías de grisáceos cañones. Por último llegaron a la sala de instrumentos tras cubrir el tramo final de escaleras.
Se instalaron allí. Es decir, no se marcharon. Pero todo dependía de la próxima hora o cosa así para poder establecer la serenidad mental o corporal. Holmes paseaba nervioso arriba y abajo, con los ojos en las pantallas de visión que ahora reflejaban lo que veían los ojos observadores de la flota espacial. Durante largo tiempo contemplaron el vacío del remoto espacio. El cuadro era de una monótona pared de pequeños resplandores de luz. No se movían. No oscilaban. Los globos observadores informaban acerca de la nada y por tanto, nada informaban. Excepto uno de ellos. Allí había unas pocas rayitas de luz roja y otras más azules. Se veía algo distintamente violeta. Los globos habían alcanzado una velocidad tan cercana a la de la luz que ninguna fuerza posible se habría logrado impulsar la mínima fracción de un diez por ciento más de prisa. Pero no tenían monstruosos campos de masa que cambiase las constantes del espacio y les permitiesen viajar a más velocidad. Los navíos del enemigo sí. Pero no se veía rastro de ellos. Podían no existir a excepción de lo que señalaba el detector de la sala de instrumentos en su disco transparente de tres metros.
El tiempo pasaba y pasaba. Y pasaba. Finalmente Burke rompió el silencio.
–¡Claro que los globos no es preciso que hagan blanco directo! ¡Esperamos! Si multiplican el campo de gravedad que les llegue y lo devuelven con bastante fuerza, eso bastará para quemar los generadores de gravitación de las espacionaves.
No hubo respuesta. Pam miraba las pantallas y se mordía las uñas nerviosa.
Pasaron varios segundos. Minutos. Decenas de minutos…
–Me temo -comenzó a decir Keller con dificultad-, que algo va mal. Quizá me equivoqué al ajustar los globos…
Si había cometido un error, naturalmente, la flota de esferas sería inútil. No detendría al enemigo. No haría nada y dentro de poco tiempo el Sol y todos sus planetas entrarían en erupción con insensata violencia y todo el sistema solar se fragmentaría en ardientes pedazos… y la flota del enemigo se alejaría más de prisa que la materia explosiva que pudiera proyectarse en su misma dirección.
Luego sin previo aviso, una tenue línea azulada atravesó una de las pantallas. Un segundo. Un tercero, un cuarto, un quinto, un vigésimo primero, un quincuagésimo… Las pantallas cobraron vida con grandes bandas de luz azul-verdosa.
Después algo estalló. Una esfera de luz violeta apareció en una de las pantallas. Instantáneamente se vio seguida por otras, con tal rapidez que era imposible determinar el orden sucesivo. Pero en total fueron diez.
El silencio en la sala de instrumentos era absoluto. Burke trataba vanamente de imaginarse lo que acababa de ocurrir. La flota del enemigo había estado viajando a treinta veces la velocidad de la luz, lo que era solo posible porque su masa artificial cambiaba las propiedades del espacio, permitiéndolo. Y entonces los generadores y sustentadores de aquella masa artificial estallaron. Los navíos se detuvieron tan de repente, tan al instante, tan absolutamente, que una millonésima de segundo habría sido un intervalo mayor que el necesario.
La energía de aquella enorme velocidad se había disipado. Las espacionaves estallaron como nada había estallado antes. Incluso una supernova no habría detonado con tal violencia. La sustancia de las naves del enemigo no se destruyó a sí misma desintegrándose en átomos puros, sino porque los átomos se disgregaron, dejando libres a sus electrones. Pero además, estos electrones y protones y neutrones, dejaron de existir. No quedó nada excepto pura energía… luz violeta. Y hasta ésta se desvaneció.
Luego no hubo allí nada en absoluto. Lo que quedó de la flota de globos prosiguió su marcha por el espacio. Así seguiría por toda la eternidad. Alcanzaría el borde de la galaxia y seguiría adelante y quizá al cabo de miles de millones de años alguna, o dos, o una docena de las esferas supervivientes entraría en una nube estelar sita a millones de millones de años de luz.
–Creo que todo va bien ahora -dijo Keller en tono complacido.
Y Sandy se derrumbó. Se colgó de Burke sollozando sin control, apretándose contra su cuerpo de un modo frenético.
En la Tierra, naturalmente, no hubo un júbilo tan excéntrico. Se observó que las rayitas rojas de los detectores de gravedad desaparecían. Al correr de las horas y los días se percibió que el sistema solar seguía existiendo y que la humanidad continuaba con vida. Fue evidente que parte del terror experimentado por muchas personas carecía de fundamento. Y como es natural se alzó un enorme odio hacia Burke considerándole culpable de haber dado una falsa alarma.
Al cabo de dos semanas una flotilla de pequeños navíos de plástico subía en dirección al polo norte magnético de la Tierra y no tardaba en regularizar su rumbo dirigiéndose al asteroide. Burke fue severamente advertido para que se preparara a recibir a los científicos que iban en las naves. Se esperaba cooperase con todas sus fuerzas en las investigaciones.
Sonrió cuando Pam le entregó la hoja manuscrita.
–¡Es ultrajante! – estalló Sandy-. ¡Es ridículo! ¡Debían doblar sus rodillas ante ti, Joe, para agradecerte lo que has hecho por ellos!
Burke sacudió la cabeza.
–No creo que me gustara -dijo-. Ni a vosotros tampoco. Nos iremos, Sandy. Iniciaremos una colonia en ese mundo con el que nos enlaza el transportador de materia. Puede ser divertido vivir allí. ¿Qué te parece?
Sandy rezongó. Pero lo miró con ternura.
–Preferiría mezclarme con… lo que podría llamarse pioneros -siguió Burke-, en vez de con esa gente que tiene que defender su reputación y anunciar teorías que caen de su peso cuando se descubre la verdad. El estudio de esta fortaleza y de ese planeta hará que bastantes terrestres se ruboricen al ver su ignorancia. Además hoy otra cosa.
–¿Cuál? – preguntó Sandy.
–Hemos heredado esta guerra sin haber hecho nada para merecerlo -contestó Burke-. Me refiero a que hemos heredado al enemigo. No sabemos cómo es ni tenemos idea de nada, excepto que viene de alguna parte y se pasa miles de años maquinando algo mortífero con qué atacarnos. Si hubiera sido más perspicaz se habría dado cuenta de que había ganado la guerra por abandono del contrincante. Creo que nuestros antecesores se fueron para dejar que el enemigo los buscara y atacara inútilmente en esta parte de la galaxia. Y a juzgar por sus últimas actuaciones, el enemigo permanecerá rumiando hasta que idee algo más peligroso que lo de las masas solares artificiales lanzadas contra nuestro sistema.
–¿Y bien? – preguntó ella-. ¿Qué se puede hacer?
–Teniendo a nuestro alrededor personal adecuado -contestó Burke meditabundo-, podemos hacer algo por nuestra cuenta. Y es posible tener preparada una astronave, imaginar una expedición en busca del enemigo para rebajarle los humos en su propia casa, en vez de esperar su próximo ataque.
Sandy asintió muy seria. Ella era una mujer. No tenía la remota idea de dejar que Burke partiera al espacio de nuevo, si es que podía evitarlo… no le permitiría viajar, a menos que fuera en una ocasión en que ella lo hiciese en su compañía y vistiendo el blanco velo nupcial.
Pero el enemigo había empleado muchísimo tiempo en preparar su último método de agresión. Cuando llegara la hora de emprender una ofensiva contra él, habrían pasado por lo menos unos cuantos siglos. Cinco o seis, tirando por bajo. Por eso Sandy no protestó contra una idea de la que se deduciría la acción al cabo de algunos cientos de años. El discutir con Burke era una cosa que podía esperar.
Sandy se limitó a besarlo.
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17/06/2008
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