I

Las señales del espacio comenzaron un viernes, poco después de media noche, hora local. Fueron inicialmente recogidas en el Pacífico Sur, al oeste de la línea internacional de cambio de hora. Una estación exploradora de satélites, sita en la isla de Kalua, fue la primera en recogerlas; no obstante, nadie las escuchó durante los primeros cuatro o cinco minutos. Lo que es seguro es que el mensaje inicial fue recibido y registrado por los aparatos automáticos.

La unidad exploradora de satélites de Kalua era prácticamente un duplicado de sus compañeras. La estación propiamente dicha poseía una antena exterior vertical que apuntaba hacia las estrellas. Había también otras antenas laterales mantenidas a poco más de medio metro del suelo por postes de hormigón. En la sala de aparatos lucía un lámpara instalada sobre el escritorio, tres o cuatro luces más pequeñas indicaban desde el tablero de control que el magnetófono estaba operando; un magnetófono especial construido en una hornacina de la pared. Las dos ruedas portadoras de la cinta giraban regularmente, desenrollando una en otra la parda tira de plástico magnético.

El hombre de servicio había ido a la cocina a por una taza de café. Ningún ruido se oía en la sala de instrumentos, a no ser el crujido de un pedazo de papel de seda que el débil viento agitaba. En el exterior las palmeras agitaban sus frondosas ramas a impulsos de la brisa del sur y bajo el parpadeo reluciente de las infinitas estrellas del despejado firmamento. De más allá llegaba el rumor incesante y monótono del mar chocando con los arrecifes. Pero los instrumentos y aparatos no hacían el menor sonido. Sólo los carretes de cinta se movían.

Las señales comenzaron bruscamente. Salieron de un altavoz y fuero registradas y grabadas al instante. Eran aflautadas, musicales y diabólicas. Se oían crespas y distintas. No formaban una melodía, pero tenían en sí todos los componentes de una melodía. Notas musicales puras, cada una con su tono propio, todas de diferente duración, como las fusas y semifusas en música. Los sonidos necesitaban sólo orden y ritmo para formar por sí mismos una tonada plañidera.

Nada ocurrió. Los sonidos continuaron durante casi un minuto. Luego cesaron lo bastante como para hacer creer que habían terminado. Después volvieron a comenzar.

Cuando el hombre de servicio regresó a la sala portando entre las manos la taza de café, percibió al instante aquellos aflautados sonidos. Su boca se abrió desmesuradamente de asombro.

–¿Qué diablos puede ser? – dijo en voz alta, y se adelantó a examinar los instrumentos. Y al leer lo que señalaban los cuadros indicadores, la sorpresa hizo que se derramara parte del café.

Los diales de los aparatos localizadores señalaban que los sonidos provenían de algo estacionado casi directamente en la vertical de la isla. Con toda evidencia provenían de una fuente inmóvil y no eran emitidos por ningún aeroplano. Tampoco podían provenir de ningún satélite artificial. Un aeroplano cruzaría el firmamento a velocidad moderada. Un satélite iría más de prisa. Muchísimo más. Aquella emisora, según los instrumentos, no se movía en absoluto.

El hombre de servicio escuchó con rostro inexpresivo. No había más que una explicación racional, una explicación que ni por un segundo se atrevió a creer. La solución razonable hubiera sido que alguien, en cualquier lugar, hubiera colocado un satélite en una órbita que requiriera las veinticuatro horas del día para circunvalar la Tierra, en vez de las órbitas ordinarias que permitían a los satélites conocidos girar en torno a nuestro planeta empleando en un giro un tiempo que oscilaba de los noventa a los ciento veinticuatro minutos y siguiendo una trayectoria de oeste a este y de polo a polo. Pero aquellos sonidos penetrantes no se parecían en nada a los que los físicos y astrónomos habían creado para que les proporcionaran datos sobre la frecuencia de las partículas cósmicas, la temperatura espacial, los micrometeoritos y cosas por el estilo.

Las señales se detuvieron de nuevo, y al poco, volvieron a oírse. El hombre de servicio entró en una frenética actividad. Corrió a despertar a los demás miembros del personal del puesto. Cuando regresó, las señales prosiguieron durante un minuto y cesaron después. Pero habían sido registradas en cinta magnetofónica. El hombre de servicio las reprodujo para sus compañeros.

Todos sintieron lo mismo que él había experimentado al oírlas por primera vez. Aquellos sonidos eran señales procedentes del espacio, todavía aún no visitado por el hombre. Acababan de escuchar el primer mensaje que llegaba a la Tierra desde la inmensa vastedad del vacío entre las estrellas y planetas. El hombre no estaba solo. El hombre ya no estaba aislado. El hombre…

El personal de la estación observadora se sentía impresionado. La mayor parte de los hombres estaban pálidos cuando se acabó de reproducir la grabación efectuada de los sonidos espaciales. Tenían miedo.

Y considerándolo todo con frialdad, había razones para tenerlo.

La segunda recepción se efectuó en Darjeeling, al norte de la India. El gobierno indio pasaba por entonces por un época de entusiasmo científico. Había instalado una estación observadora de satélites en un antiguo establo de la caballería británica, sita a la afueras de la ciudad. El jefe del observatorio fue quien oyó la segunda transmisión que llegó a la Tierra. Fue unos setenta y nueve minutos después de la primera y fue recogida por dos estaciones: Kalua y Darjeeling.

El observador de Darjeeling quedóse incrédulo ante lo que oía, cinco repeticiones de la misma secuencia de notas aflautadas. Luego de cada pausa -cuando parecía que las señales se habían detenido por completo- la recepción era exactamente igual a la anterior. Era inconcebible que tal sucesión de sonidos, durando un minuto entero, pudiera ser repetida exactamente por cualquier casualidad natural. Las notas eran señales. Constituían una comunicación que se repetía para estar seguros de su recepción.

La tercera emisión se escuchó en el Líbano, además de en Kalua y Darjeeling. La recepción en los tres lugares fue simultánea. Una señal procedente de cualquier satélite cercano no hubiera podido ser recibida tan lejos a causa de la curvatura terrestre. La amplitud del área de recepción, también, probaba que no existía satélite alguno cuyo período orbital fuera exactamente de veinticuatro horas, lo que le hubiera hecho parecer inmóvil en el espacio relativo a la Tierra. Las observaciones de localización, en realidad, indicaron que la fuente emisora de las señales marchaba hacia el oeste, al pasar el tiempo, con el movimiento aparente de una estrella. Ningún satélite podría existir con tal órbita a menos que estuviera lo bastante cerca como para permitir un paralaje detectable. Aquello no era posible.

Una estación francesa recibió la siguiente remesa de sonidos plañideros. Kalua, Darjeeling y el Líbano seguían recibiéndolos así mismo. Cuando se produjo la siguiente emisión, Croydon, en Inglaterra, tenía su gigantesco radiotelescopio enfocado a la parte del cielo en que las demás estaciones coincidían en localizar a la emisora de los extraños sonidos.

Croydon efectuó meticulosas observaciones durante cuatro intervalos de setenta y nueve minutos y cuatro recepciones de cinco minutos de las misteriosas notas aflautadas. Informó después que había una fuente de señales artificiales dando como posición y declinación unas cifras sólo inteligibles a los astrónomos. Las señales comenzaban cada setenta y nueve minutos. Se podían captar con cualquier receptor dotado de la banda de microfrecuencia apropiada. La emisión cubría gran amplitud de onda. Llegaba a dos octavas musicales, sin necesidad de tonos agudos. Una señal humana habría sido confiada a una banda de amplitud lo más estrecha posible, pata ahorrar energía; así que aquellas señales no podían por menos que considerarse como artificiales. No obstante, ningún transmisor de la Tierra habría podido enviar tan lejos sus emisiones.

Cuando salió el sol para la estación observadora de Kalua, dejó de recibir los mensajes del espacio. En el Pacífico Sur y la India, y en el Próximo Oriente y Europa, todo aquel asunto pareció demasiado improbable y no se notificó al público. Sin embargo, en los Estados Unidos el hambre de noticias es siempre tal, que no puede extrañar que las emisoras comerciales se enteraran de la anomalía y la divulgaban de inmediato.

Por ese motivo, Joe Burke no pudo completar el asunto que le había llevado a conducir a Sandy Lund hasta un apropiadísimo y romántico lugar. La muchacha era su secretaria y la única empleada permanente en el negocio particular que él había creado y en que se ocupaba. La conocía desde toda la vida y se daba cuenta que la mayor parte de ese tiempo lo había pasado queriéndose casar con Sandy. Pero algo le ocurrió siendo un chiquillo -es más, le volvía a ocurrir a intervalos- que parecía interponer entre ellos una barrera mental. Joe tenía un permanente deseo de mostrarse romántico con ella, más había un asunto de dos lunas luciendo en un cielo extrañamente estrellado y de árboles con un follaje distinto al de la Tierra y algo también de una emoción abrumadora. No existía explicación racional para aquello. Quizá no tuviese importancia. A menudo se decía a sí mismo que Sandy era real y deseable y que su lunática y repetida experiencia era el colmo de las alucinaciones. Pero jamás supo hacer otra cosa que balbucear cuando hablaba con ella de cosas que nada tenían que ver con los negocios.

Aquella noche, sin embargo, había aparcado su coche junto a un riachuelo salpicado de plata gracias a la luz de la luna. Había en el ambiente un suave aroma de pinos y de la radio de su automóvil fluía el hilo dulce de una música romántica. Había llevado a Sandy hasta allí para declarársele, para pedirla en matrimonio. Estaba decidido a romper las cadenas psicológicas que le habían impedido hacerlo con anterioridad.

Se aclaró la garganta. Primero había estado cenando con Sandy con el pretexto de celebrar el éxito de un trabajo hecho para «Interiors, Inc.» («Compañía Decoradora de Interiores»). Burke había creado la «Burke Development, Inc.» (Sociedad de investigaciones Burke») hacía cuatro años, al salir de la universidad, cuando se dio cuenta de que no le gustaba trabajar para otros y que podía hacerlo para sí mismo. Su trabajo era desarrollar investigaciones y procesos de fabricación por cuenta de las pequeñas compañías que carecían de laboratorios o de secciones apropiadas. Su último trabajo, ya terminado, había sido una pared jardín, que los decoradores de lujosidades de la «Interiors, Inc.», creyeron llamaría la atención a las personas de dinero. Burke la había construido. Era una creación basada en la hidropónica. La casa de un millonario podría tener un par de paredes cubiertas de verde césped, con florecitas de trecho en trecho e incluso con frutos creciendo por entre su entretejida superficie. «Interiors, Inc.» haría encajar su idea para instalar paredes de aquel género en refugios antiaéreos o en submarinos atómicos con la doble misión de purificar el aire y proporcionar alimentos verdes.

Aquello estaba ya hecho. Una pared completa se había entregado ya al cliente y su importe estaba ingresado en la cuenta corriente bancaria. Burke había jugado con la idea de que vegetación mural como la por él creada sería muy útil en los submarinos. Pero es que aquella idea pertenecía al futuro. Ahora no tenía nada que ver con lo que llevaba entre manos. Ahora Burke se disponía a triunfar de un sueño obsesivo.

–Tengo algo que decirte, Sandy -exclamó Burke con dificultades.

La muchacha ni siquiera volvió la cabeza hacia él. Les rodeaba la luz de la luna, había murmullo del agua y los otros mil ruidillos de una noche de primavera. Era un escenario perfecto para lo que se proponía Burke y que ya Sandy sabía por anticipado. La muchacha esperaba, sin mirarle, para que él no pudiera advertir que sus lindos ojos brillaban un poco.

–Tengo algo de idiota -dijo Burke con torpeza-. Me parece noble hablarte de ello. Estoy sujeto a una tara psicológica que una chica… ejem… -Tosió-. Creo que debe saber.

–¿Por qué? – preguntó Sandy siguiendo sin mirarle.

–Porque me parece que quiero jugar limpio -respondió Burke-. Soy una especie de chiflado. Estoy seguro de que te habrás dado cuenta.

Sandy permaneció un instante meditando.

–Noooo -dijo con mesura arrastrando la vocal-. Creo que eres perfectamente normal, excepto… No. Creo que estás normalmente bien.

–Por desgracia -continuó él-, no lo estoy desde de que era un crío he estado sufriendo alucinaciones. Una alucinación. Eso es lo que es. No tiene sentido; No puede tenerlo. Pero me obligó a estudiar ingeniería. Creo y… -Su voz se diluyó en el silencio.

–¿Y qué?

–Me convierte en un idiota -dijo Burke-. Yo siempre he estado loco por tí y me parece que te he llevado ya a una infinidad de bailes en la universidad y cosas por el estilo, sin haber podido o sabido ponerme romántico. Quería ponerme, pero me era imposible. Estaba por medio esa insana alucinación…

–Alguna vez me he preguntado la causa -le sonrió Sandy.

–Yo quería ponerme romántico contigo -le repitió apremiante-. Pero esa maldita obsesión me lo impedía.

–¿Acaso me estás ofreciendo tu amistad fraternal ahora? – preguntó Sandy.

–¡No! – estalló Burke-. Estoy harto de mí mismo. Quiero ser distinto. Muy distinto. ¡Contigo!

Sandy volvió a sonreír.

–Cosa bastante extraña, pero que me interesa -le animó ella-. ¡Adelante!

Pero Burke se sintió como un nudo en la lengua. La miró tratando de hablar. Sandy esperaba.

–Qui-quiero pedirte que te… te ca-cases conmigo -dijo al fin de un modo desesperado-. Pero he de contarte lo otro primero. Quizá luego seas tú quien no quieras…

Los ojos de la muchacha brillaban ahora resueltamente. Se oía una música suave, el murmullo del agua y el rumor del viento en los árboles. Era en definitiva el tiempo y lugar para el romance…

Pero la música de la radio se interrumpió bruscamente. Una voz áspera tomó su lugar.

–«¡Boletín especial! ¡Boletín especial! ¡Mensajes de origen desconocido están llegando a la Tierra desde el espacio! ¡Boletín especial! ¡Mensajes del espacio!».

Burke alargó el brazo y aumentó el volumen del receptor. Quizá era el único hombre del mundo capaz de estropear un momento tan romántico para escuchar una emisión de radio, e incluso no lo habría hecho de tratarse de otro asunto. Dio más volumen aún.

¡Esta es una emisión especial de la Academia de Ciencias de Washington, DC! -exclamaba el locutor dando un énfasis epopéyico a sus palabras-. Hace unas tres horas una estación observadora de satélites del Pacífico Sur informó haber recibido señales de origen desconocido y gran potencia, en la onda ultracorta utilizada también por los satélites artificiales ahora en órbita en torno a la Tierra. El informe fue comprobado poco después en la India, luego las estaciones del Oriente Próximo transmitieron idéntico informe. Los puestos de escucha europeos y los radiotelescopios se mantuvieron alerta explorando el área celeste de la que partían las señales. Las estaciones americanas acaban también de verificar dicho informe. Señales artificiales, sin lugar a dudas extrahumanas, están llegando a la Tierra desde el remoto espacio, cada setenta y nueve minutos. No se ha logrado todavía descifrar el significado de tales mensajes, pero es completamente, seguro que se trata de un intento de comunicación con nuestro planeta. Las señales han sido registradas en cinta magnetofónica que ahora podrán escuchar ustedes, comprobando por sí mismos que han sido emitidas por seres inteligentes, no humanos y extraterrestres, cuya posición en el espacio se desconoce.»

Hubo una pausa. Luego, la radio del coche, con un fondo de sonidos nocturnos y de canto de pájaros en la noche, emitió un chirrido y dejó oír unas notas aflautadas perfectamente distinguibles, como si alguien lanzara una arbitraria selección de pitidos utilizando un extraño instrumento de viento.

El efecto era plañidero, pero cada músculo de Burke se envaró desde el principio. Los ruidos aflautados crecían y disminuían de tono. A intervalos, cesaban como si ciertos grupos de señales constituyeran una palabra. Los enigmáticos sonidos prosiguieron durante todo un minuto. Luego cesaron por completo. La voz del locutor volvió a oírse:

–«Esas fueron las señales del espacio. Lo que acaban ustedes de oír forma en apariencia un mensaje completo. Se repite cinco veces y se interrumpe una hora y diecinueve minutos después recomienza de nuevo el ciclo otra cinco veces…»

La voz continuó, mientras que Burke permanecía en el coche aparcado, frío, inmóvil. Sandy le contemplaba, al principio con cierta esperanza, luego con azoramiento. La voz decía que la fuerza de las señales era muy grande. Pero la potencia de emisión de un satélite artificial es sólo de una fracción de watio. Aquellas señales, teniendo en cuenta la menor distancia posible de la que pudieran provenir, debían de tener en antena una potencia de varios miles de kilowatios.

En alguna parte del espacio, más lejos de lo que cualquier cohete robot del hombre hubiera alcanzado jamás, podían controlarse enormes cantidades de energía eléctrica para emitir señales como aquellas en dirección a la Tierra. Los científicos no se ponían de acuerdo acerca de la imposible distancia recorrida por las señales, o de si eran dirigidas únicamente a nuestro planeta o de si constituían un verdadero intento de comunicación con la humanidad. Pero nadie dudaba que las señales eran artificiales. Habían sido enviadas por medios técnicos. No podían ser achacadas a fenómenos naturales. Los gonios demostraban que no podían venir de Marte, ni de Júpiter, ni de Saturno. Urano, Neptuno y Plutón ni siquiera estaban remotamente en la dirección de provinencia de las señales. Naturalmente, Venus y Mercurio quedan también descontados por hallarse entre la Tierra y el Sol ya que las señales, provenían de la zona terrestre en que la noche reinaba, es decir de la parte opuesta a la que se hallaba nuestro astro rey. Nadie, pues, podía determinar dónde se originaba el extraño mensaje.

Burke permanecía completamente inmóvil, con todos sus músculos en tensión. Se le veía pálido, incluso a la luz de la luna; tanto que Sandy no pudo por menos que advertirlo. Y se alarmó.

–¡Joe! ¿Qué té pasa?

–¿Has oído… eso? – preguntó con un hilo de voz-. ¿Las señales?

–Claro. Pero, ¿qué…?

–Las he reconocido -interrumpió Burke en un tono que tenía acentos desesperados-. He oído señales como esas y las vengo oyendo desde que era un niño. – Tragó saliva-. Eran idénticas y eso ha sido lo que me ha conturbado. Iba a contártelo todo… y a pedirte que te casaras conmigo a pesar de eso.

Comenzó a temblar un poco y Sandy se dio cuenta de que aquello no era propio del Joe Burke que ella conocía.

–No entiendo en absoluto…

–Temo haberme salido de mis casillas -dijo Burke intranquilo-. ¡Mira, Sandy! Iba a declararme a ti. En vez de eso te voy a llevar de regreso a la oficina. Voy a hacerte oír un disco que grabé hace un año. Creo que una vez lo hayas oído decidirás no casarte conmigo de ninguna manera.

Sandy le miró con oíos de asombro.

–¿Quieres decir que esas señales de no se sabe dónde tienen un significado especial para ti?

–Muy especial -dijo Burke-. Ponen sobre el tapete la cuestión de si he estado loco, y ahora, de repente me he vuelo cuerdo: o de si he estado cuerdo hasta ahora; y también de repente me acabo de volver loco.

La radio se puso a tocar música ligera. Burke la apagó. Puso en marcha el motor del coche. Dio marcha atrás mirando con cuidado y se encaminaron hacia el despacho y taller de construcciones de la «Burke Development. Inc.».

En otras partes, los cerebros más agudos del planeta examinaban exhaustivamente el apabullante hecho de aquellas señales que llegaban a la Tierra procedentes de un lugar aún no hallado por el hombre. Un mensaje se recibía de alguien que no era humano.

Aquella mera sugerencia hacía que helados escalofríos recorrieran la columna vertebral más educada y sensata. Pero Burke conducía tenso su coche y la superficie de la carretera desaparecía debajo y tras las ruedas a gran velocidad. Una cálida brisa se filtraba por entre las aberturas laterales de las ventanillas delanteras. Sandy permanecía sentada, muy rígida.

–Mi modo de actuar no tiene sentido, ¿verdad? – pregunto Burke-. ¿Tienes la sensación de ir acompañada por un lunático?

–¡No! – respondió ella-. ¡Pero jamás me imaginé que algún ser espacial te hiciera dar marcha atrás cuando estaban declarándote a mi! ¿Me puedes explicar que significa todo esto?

–Lo siento muchísimo -contestó a su vez él-. ¿Acaso puedes decirme que son esas señales?

Sandy negó con la cabeza. Burke siguió conduciendo.

–Dejando a un lado mi punto de vista particular en el asunto -dijo Burke al cabo de un rato-, hay algunas cosas raras en todo este asunto. ¿Por qué esos seres del espacio nos envían una emisión de radio? Dicen que no procede de un planeta. Si hay una astronave por ahí, que viene hacia nosotros, ¿para qué avisarnos? Si quieren ser amigos nuestros, ¿como pueden estar tan seguros de que nosotros querremos aceptar su amistad? Si intentan ser enemigos, ¿por qué desperdiciar la ventaja de la sorpresa? En cualquier caso, sería una locura enviar por delante mensajes cifrados. Y, de todos modos, para nosotros los terrestres, cualquier mensaje nos parecerá cifrado.

El coche continuó chirriando a lo largo de la carretera. Pronto aparecieron luces parpadeantes por entre los árboles. El bajo y largo edificio de «Burke Development, Inc.» apareció poco a poco a la vista. Formaba una serie de oscuros objetos alzados en un amplio espacio vacío al borde mismo de la ciudad natal de Burke.

–¿y por qué… -prosiguió preguntando-, por qué enviar un mensaje complejo si ellos solo quisieran decirnos que son meros viajeros del espacio en ruta hacia la Tierra?

Apareció el camino que conducía a la «Burke Development». Joe tomó por él y llegó al terreno de casi dos hectáreas que le pertenecía y del cual su empresa apenas ocupaba la menor parte.

–Si fuera una oferta de comunicación, ese mensaje debería ser corto y sencillo. Quizá una secuencia aritmética de puntos, para significarnos que ellos son seres inteligentes y que les gustaría que la secuencia llegara también a otros seres con cerebro. Entonces sabríamos que venían de camino seres amigos y querríamos intercambiar ideas antes de, si era necesario, intercambiar bombas.

Los faros del coche alumbraron el taller donde se realizaban los prototipos experimentales de «Burke Development» y una pequeña construcción que servía de oficina y archivo de la firma y en la que Sandy tenía su despacho de contabilidad. Burke frenó delante de la puerta de la oficina.

–Me hago preguntas acerca de esas señales sólo para ver si mi cabeza funcionaba bien -dijo Burke-. Uno no manda un largo mensaje al vacío, repitiéndolo, con la esperanza de que alguien pueda escucharlo por casualidad. Uno llama y envía un mensaje extenso sólo después que haya sido contestada la primera llamada. En esa llamada se dice quién llama a quién, pero nada más. Esto no parece ser nuestro caso.

Salió del coche y abrió la portezuela del lado de la muchacha para que bajase; después hizo lo propio con la entrada del despacho utilizando sus llaves. Entraron. Burke encendió la luz. Durante un instante, Sandy permaneció inmóvil. Luego se adentró en la oficina que tan familiar le era. Burke se inclinó sobre la caja fuerte, girando el disco numerado para abrirla.

–Ese boletín especial será repetido en todos los noticiarios radiofónicos -dijo por encima de su hombro-. Ahí tienes una radio pequeña. ¿Quieres conectarla?

De nuevo lentamente, Sandy cruzó la oficina y dio vuelta al interruptor del pequeño receptor instalado en su escritorio. Se calentó y comenzó a emitir ruidos. Bajó el volumen hasta que apenas se hizo audible. Burke se incorporó llevando en sus manos un disco y un tocadiscos. Colocó la grabación en el plato y puso en funcionamiento el motor, colocando la aguja en los primeros surcos.

–Algunas veces tengo un sueño -dijo Burke-. Una pesadilla que se repite. Me sobreviene con frecuencia desde que tenía once años. He tratado de creer que era un simple fenómeno sin importancia, pero otras veces he llegado a sospechar que era telepatía, transmitiéndome algún enrevesado mensaje de quién sabe qué personas o seres. Tenía que haber algo erróneo. Y otras veces he sospechado que… bueno… que quizá yo no fuera completamente humano. Que me habían enviado a la Tierra, no sé cómo, para ser útil a no sé quién extraterreno. Y eso es una locura. Por eso he tratado de evitar ponerme romántico con alguien del sexo femenino. Esta noche he conseguido convencerme a mí mismo de que todas esas cosas eran imaginaciones absurdas. Entonces vino lo de las señales. – Se detuvo un momento y continuó receloso-: Grabé este disco hace un año. Cuando lo hice trataba de convencerme a mí mismo de que era una completa tontería. Escúchalo. ¡Y recuerda que lo grabé hace un año! La aguja comenzó a adentrarse por los surcos grabados. La voz de Burke salió del altavoz.

–«Estos son los sonidos de mi sueño» -dijo.

Hubo un momento de silencio en el que sólo se oyó el rumor de la aguja deslizándose por los surcos. Luego se escucharon los sonidos. Eran notas musicales. Sandy miraba al tocadiscos inexpresiva. Los sonidos aflautados, arbitrarios, llenaron el despacho de la «Burke Development, Inc.». Hubiera sido correcto calificarlos como diabólicos. También habrían podido describirse como plañideros. No formaban una melodía, pero sí llevaban consigo todos los elementos constitutivos de la melodía, sólo necesitaban su ordenación consecuente. Con toda evidencia eran iguales a los sonidos del espacio. Era imposible dudar que obedecieran al mismo código, a idéntico lenguaje, a similar vocabulario de tonos y duración.

Burke los escuchó con una expresión particularmente tensa. Cuando finalizó la grabación, miró a Sandy. Sí, la muchacha parecía confusa.

–Son iguales, pero, Joe, ¿como puede ser?

–Te lo diré mas tarde -le respondió él sombrío-. Lo importante es: ¿estoy loco o no?

La radio del escritorio murmuraba algo. Era un boletín de noticias. Burke aumentó el volumen y la voz del locutor se escuchó diciendo:

–«…noticias de la una hora. ¡Los mensajes recibidos del espacio constituyen La mayor sensación del siglo! Tras el anuncio comercial de la casa patrocinadora de este noticiario, tendremos el gusto de ofrecerles más detalles.»

Siguió luego el panegírico acalorado de cierto producto que constituía no solo un adelanto científico y comercial, sino también una fuente de salud individual, ya que se trataba de un regulador intestinal. Por fin acabó el anuncio.

-«Desde el lejano e inalcanzable espacio -voceaba el locutor- nos llega el misterio. Hay vida inteligente en el vacío. Se ha comunicado con nosotros. Hoy…»

A causa de la necesidad de dar las últimas noticias de un divorcio entre personas de las altas esferas del teatro y de la sociedad, de contar los nuevos delitos de cierto misterioso asesino y un gran escándalo de la administración municipal, no se concedió a las señales del espacio toda la extensión de comentario que merecían y fueron tratadas en apenas quince segundos del programa que duraba unos cinco minutos. Burke lo escuchó con expresión grave.

–Creo -dijo mesuradamente-, que estoy cuerdo. He oído esos sonidos antes de esta noche. Los conozco… Te llevaré a casa, Sandy.

La acompañó hasta su coche con toda delicadeza.

–Es chocante -la dijo mientras conducía el coche por la carretera general-. Estamos probablemente en los comienzos del mayor acontecimiento de la historia de la humanidad. Acabamos de recibir un mensaje de una raza inteligente que en apariencia puede viajar por el espacio. No hay medio en el mundo de deducir qué consecuencias nos acarreará eso. Pudiera ser que aprendiésemos ciencias y lográramos hacer de nuestra Tierra un paraíso. O también pudiera ocurrir que fuéramos barridos de nuestro mundo por una raza superior que ocupase nuestro lugar. Divertido, ¿verdad?

–No. Nada en absoluto -dijo intranquila Sandy.

–Quiero decir -le aclaró Burke-. que cuando ocurre algo verdaderamente significativo, que probablemente determine el porvenir de la Tierra, de lo único que me preocupo es de saber si soy un… loco, o un telépata, o alguna otra cosa por el estilo. ¡Pero es que eso es tan humano!

–¿Qué crees que me preocupa a mí? – preguntó Sandy.

–Oh… -Burke dudó, luego dijo algo inquieto-: Yo iba a declararte mi amor… y no lo hice.

–Es verdad -contestó Sandy-. No lo hiciste.

Burke siguió conduciendo ceñudo durante algunos minutos.

–Y no quiero hacerlo -dijo con llaneza al cabo de cierto tiempo-, hasta saber si hago bien declarándome. No tengo ninguna explicación sobre lo que me ha estado impidiendo hasta ahora que te pida que te cases conmigo, pero aparentemente no es ninguna tontería. Yo anticipé los sonidos que llegaron esta noche del espacio y… supe siempre que esos sonidos no pertenecían a la Tierra.

Luego, manejando el volante con obstinación en medio de la cálida noche, bajo la luz de la luna, Burke la contó exactamente porqué le eran familiares los sonidos aflautados y cómo afectarían su vida de ahora en adelante. Mentalmente había repasado la historia varias veces y le parecía razonablemente bien hilacionada. Pero contarla era algo más difícil. Sandy escuchó en silencio. Acabó el relato cuando el coche se detuvo junto al bordillo de la acera, precisamente delante de la casa de huéspedes en la que Sandy y su hermana Pam vivían, formando todo lo que quedaba de su familia. Si la joven no hubiese conocido a Burke toda la vida, le habría enviado a paseo en aquel mismo instante. Pero le conocía muy bien. Aquello explicaba la razón de que a Burke se le hiciera un nudo en la lengua cuando deseaba ponerse romántico e incluso el por qué había registrado en un disco una secuencia tan extraña de notas musicales. Sus acciones, las de él, eran reacciones razonables a una experiencia repetida a irrazonable. Sus dudas y vacilaciones demostraban la existencia de un secreto anhelo de comprender lo inexplicable. Y ahora que aquellas señales del espacio acababan de llegar, era comprensible que reaccionara como si fueran un asunto para su particular atención.

Sandy se formó una descorazonadora imagen mental del lugar en que los extraños árboles agitaban las largas y acintadas hojas bajo un cielo insólito. Aún más…

–S-sí -dijo la muchacha lentamente y arrastrando la «s» una vez Burke acabó su relato-. No lo comprendo, pero me doy cuenta de lo que sientes. Creo que yo sentiría de igual modo si fuera hombre y hubiera padecido tu experiencia. – Sandy permaneció dubitativa-. Quizá ahora haya una explicación a todo, puesto que han venido esas señales. Coincide, casan con las que las que tú recordaste de tus sueños. Son las que tú conocías.

–No puedo creerlo -dijo Burke con tristeza-, y tampoco ruedo dejarlo de creer. Nada puedo hacer hasta que descubra porqué conozco que en alguna parte hay un lugar con dos lunas y con árboles extraños…

Pero no contó a Sandy la parte de su experiencia que más habría interesado a la muchacha… la clase de persona por la que sentía tan angustiado temor y por la que sentía tanta alegría cuando la hallaba… a «ella». Sandy tampoco hizo ninguna mención a aquel aspecto.

–Vete a casa, Joe -dijo la muchacha en voz baja-. Duerme toda la noche. Mañana sabremos más acerca de las señales y quizá se aclare todo. De cualquier forma… sea lo que sea, yo… me alegro de que tuvieras intención de pedirme que me case contigo. Te iba a decir que… sí.

II

Burke no quedó menos conturbado, pero su impresión era de diferente clase. Después de dejar a Sandy en la pensión en donde vivía con su hermana, regresó al taller. Necesitaba meditar sobre aquello.

Los mensajes del espacio, claro, debían presagiar acontecimientos de abrumadora importancia. La venida de seres inteligentes a la Tierra podía ser comparable con la llegada de hombres blancos a los continentes americanos. Ello podría traer unas técnicas superiores, armas irresistibles y una presunción de superioridad que produciría un inevitable conflicto con los aborígenes de la Tierra. Juzgando por las acciones de los miembros de la raza blanca en nuestro planeta, si los recién llegados eran solamente exploradores aquello podía significar los albores del final de la independencia humana. Si fuesen invasores…

Algo como esto podría pronto deducirse de las mismas noticias. Algunas personas reaccionarían con total desesperación, esperando que los seres extraños actuasen como hombres. Otras confiarían en que una raza superior llevase consigo un aumento de la amabilidad y del altruismo que en la Tierra eran raros. Pero no había nadie que no tuviese cierto temor. Algunos hasta sentían pánico.

La reacción de Burke fue estrictamente personal. Nadie más en el mundo se hubiese sentido la misma abrumadora y asombrada emoción que él experimentó cuando oyó los sonidos del espacio. Porque para él eran familiares.

Paseó y abajo por el gran edificio sin divisiones que formaba el actual taller de «Burke Development, Inc.». En aquel lugar había hecho algún trabajo notable. El prototipo de la pared hidropónica para «Interiors, Inc.», aún permanecía apoyado contra uno de los muros. Era rudimentario, pero le había dado resultado y le permitió después constituir un modelo que ahora había sido entregado ya completo. Un poco a un lado estaba el prototipo de la máquina especial que estampaba piezas pequeñas para la «American Tool». ¡Aquello había sido un encargo chocante! Había allí en los almacenes almacenado plástico, lana de vidrio y otras cosas raras con las que él había diseñado unos objetos para «Holmes Yatchs», y una caja de piececitas perteneciente a otro proyecto creado por una compañía de aviación que intentaba lanzar al mercado el único aeroplano pequeño y plegable.

Estas cosas adquirieron un profundo significado ahora. Necesitaba aquellos productos. Los había diseñado él mismo y había creado en ellos formas nuevas. Sin embargo, ahora comenzó a sentirse profundamente receloso de su propio éxito. Cada uno de aquellos inventos suyos le producía intranquilidad. Ceñudo se preguntó si su gran obsesión peculiar no le había colocado contra el tiempo en aquellos instantes en que los sonidos aflautados venían del infinito introduciéndose en la atmósfera de la Tierra.

Examinó, por milésima vez, su especial conexión con los ruidos del espacio. En previos autoexámenes localizó el tiempo en que todo aquello comenzó. Fue cuando tenía once años de edad. Casi le era posible fijar la fecha exacta. Vivía con sus tíos porque sus propios padres habían muerto. Su tío hizo un viaje de negocios a Europa, solo, y trajo algunos regalos que fascinaron al niño Joe Burke. Había entre ellos un cuchillo pedernal y un objeto de marfil labrado que su tío afirmaba que era procedente de un colmillo de mamut. Tenía la cabeza de un ciervo grabada. Habían fragmentos de cerámica y un cubo o dado negro de caras toscamente alisadas. Asombraron al muchacho porque su tío le dijo que habían pertenecido a los hombres que vivían cuando los mamuts erraban por la tierra y los seres de las cavernas se dedicaban a su caza. Los hombres del «Cro-Magnon», como decía su tío, fueron los propietarios de aquellos objetos. El buen hombre los compró a un comerciante francés que los había hallado en una cueva con pinturas en sus paredes a las que se creía que databan de veinte mil años. El gobierno francés se hizo cargo de la caverna pero antes de informar su hallazgo el comerciante con cierta picardía escondió algunos de los pequeños tesoros para venderlos él mismo. El tío de Burke los compró y, a su tiempo, los regaló al museo local. Todos, excepto el dado negro, que Burke había dejado caer rompiéndose en un millón de laminitas delgadísimas, que su tía insistió en barrer y tirar a la basura. El niño Burke trató de conservar una de las plaquitas, pero la buena señora se la encontró debajo de la almohada y se deshizo de ella.

Recordaba el asunto sólo porque había examinado su memoria tantas veces, intentando encontrar algo que le revelara el porqué del principio de su persistente sueño. En alguna parte poco después de la visita de su tío comenzó la pesadilla. Como todos los sueños, no estaba completo. No tenía sentido. Pero tampoco era el sueño normal de un chico de once años.

Se encontraba en un lugar en donde el sol se acababa de poner, pero habían lunas en el firmamento, una grande e inmóvil. La otra era pequeña y se movía rápidamente cruzando el cielo. De detrás de él venían las señales agolpadas como mensajes que más tarde procederían del espacio. En el sueño era ya mayor y veía árboles con extraordinarias hojas en forma de cinta, distintas a los árboles de la Tierra. Las plantas se agitaban y se estremecían bajo una brisa suave, pero él no les había caso ni tampoco prestaba atención a los sonidos aflautados de su espalda.

Buscaba desesperadamente a alguien. Un niño conoce el terror por él mismo, pero no tiene miedo por otra persona. Pero Burke, entonces de once años, soñaba que tenía un pánico cerval por lo que podía ocurrir a otro. Respirar era un tormento. Tenía en la mano una arma presta. Estaba dispuesto a luchar con cualquier imaginable criatura contra la que incierta persona necesitara batallar. Y de repente vio a una figura corriendo tras las oscilantes hojas. El alivio fue casi tan grande como el mismo miedo. Era una emoción de tanta importancia, de tal intensidad que ningún muchacho ordinario de once años sería capaz de conocer, pero Burke la experimentaba. Gritó y se abalanzó hacia la figura… y el sueño se acabó.

Lo soñó tres noches seguidas, luego cesó el sueño durante una temporada.

Después, una semana más tarde, volvió a tener la misma pesadilla, repetida en cada detalle. La revivió una docena de veces antes de cumplir los doce y muchas más antes de llegar a los trece. Le sobrevenía a intervalos periódicos y así pasó durante toda la decena que va desde los diez hasta los veinte: es decir, mientras estuvo en el colegio y después de salir de él. Cuando creció descubrió que el persistente sueño era inusual. Pero, que en contraposición a las pesadillas que a veces se repiten durante la vida de una persona, aquella suya era demasiado ilógica y al mismo tiempo hilacionada como para ser considerada como una pesadilla cualquiera.

De vez en cuando observaba nuevos detalles. Se daba cuenta de que estaba soñando. Sus acciones y sus emociones no variaban, pero era capaz de examinarlas, del mismo modo que uno puede tomar nota de las peculiaridades del libro que lee estando absorto en la lectura. Se dio cuenta del modo que los árboles enviaban sus raíces fuera de la superficie del suelo antes de dejar caer la parte succionadora dentro de él. Advirtió una masa de ladrillos a la izquierda. Descubrió que una colina en la lejanía no era un montículo natural. Fue capaz de recordar señales en la gran luna estacionaria del firmamento y darse cuenta de que la más pequeña tenía una forma irregular y desganada. El sueño no cambiaba, pero su conocimiento del lugar en que se desarrollaba la pesadilla aumentó.

Cuando fue creciendo mas, se asombró al darse cuenta de que a pesar de que los árboles, por ejemplo, no eran reales, tenía una consistencia de realidad. El arma que tenía en la mano era rara en especial. Su culata y su cañón eran de plástico transparente y en dicho cañón había una secuencia de formas particularmente dispuestas, dentro y alrededor de las cuales nacía un cableado orientado precisamente en un sentido. Cuando se hizo hombre construyó tal arma una vez en metal. Había tratado y producido magnetos para la «American tools». Pero es que aquello no eran magnetos. Era algo especifico y alarmante de por si. También pudo saber exactamente lo que era la masa de ladrillos y descubrió que se trataba de una hábil construcción de sobria ingeniería. Ningún muchacho de once años lo podía haber imaginado.

Siempre estaban allí los sonidos musicales aflautados viniendo de su espalda, cuando cumplió veinticinco los recordó. Los había oído entonces, en sueños, cientos de veces. Trato de duplicarlos con una flauta y construyo una boquilla especial para conseguir con exactitud la cualidad tonal que recordaba tan bien. Grabo un disco para examinarlo, pero el estudio fue inútil.

En cierto modo, sentía una malsana obsesión por aquel sueño. En cierto modo, el sueño era de una magnificencia infinita como portador de mensajes trasmitidos a través de millones de kilómetros de vacío. Pero ahora los sonidos aflautados coincidían con la realidad. Paseó arriba y abajo por el vacío y resonante edificio y musitaba: «Debo hablar con las autoridades que se ocupan de la exploración del espacio».

Luego se echó a reír. Era irónico. Todos los chiflados del mundo estarían acosando a dichas autoridades que se ocupaban de tales sonidos del espacio, informándoles que Julio César, el Jefe Toro Sentado, o cualquier otra sombra imaginaria les había hablado de ellas mediante escritura automática en trance o apariciones personales. Los que no tuviesen una explicación basada en lo fantasmal poseían en cambio talentos especiales, o una maravillosa invención, o pretenderían demostrar que eran miembros de la raza que había enviado los mensajes recibidos por las estaciones de exploración de escucha de satélites.

No. Sería inútil informar a la Academia de Ciencias que había estado soñando en señales parecidas a las que ahora agitaban a la humanidad. Era demasiado absurdo. Pero tampoco era predecible que una persona del temperamento de Burke se quedara con los brazos cruzados. Y así se puso a trabajar exactamente del mismo modo que cualquiera de los chiflados ilusos a los que tanto aborrecía.

Actualmente, el trabajo debería haber sido emprendido en secreto por comités designados por las sociedades culturales, las oficinas del gobierno y las fuerzas armadas. Deberían formarse divisiones de la tarea, discutir amargamente cuanto dinero iba a emplearse y qué cantidad de éste le correspondería a cada uno de los departamentos, habrían desacuerdos violentos también en lo referente a los contratos de suministro de material. Tendría que ser tratado todo como un programa de investigaciones, en el que todo el mundo podría reclamar el crédito y la gloria por los resultados y nadie podría ser culpado por los fracasos.

Burke no podía reunir recursos para empresa tan ambiciosa. Y él sabía que como proyecto privado era demasiado costoso. Pero comenzó la clase de trabajo preliminar que un ingeniero hace antes de ponerse realmente al trabajo.

Separó algunas mercancías que necesitaba y que tenía ya hechas. El jardín mural hecho para «Interiors, Inc.», encajaría a la perfección en cualquier resultado final que obtuviese, si es que llegaba a obtenerlo. Tenía un trozo especial de manufactura de lana de vidrio y plástico. Si pudiese contar con un computador contra la inercia, todo estaría arreglado, pero dudaba en poder hacerse con un instrumento así. El asunto crucial era un dibujo que él había hecho del arma que empuñaba en sueños. Se refería a ciertas piezas de metal de forma muy peculiar, con finísimos cables devanados excéntricamente, que arrojaba piedras explosivas cuando una corriente atravesaba aquellos devanados. Eso era de lo que tenía que ocuparse primero.

A las tres en punto de la mañana, Burke rompió las notas del laboratorio que había preparado para la pequeña estampadora destinada a la «American Tool». Trató de hacer el trabajo empleando perfiles magnéticos, pero no obtuvo resultados. Hubiera sido necesario emplear una docena de cartuchos para conseguir la misma acción explosiva que obtuvo con perfiles magnéticos.

Siguió examinándolos con cuidado. Un aparato electromagnético no alcanza realmente todo su esfuerzo nada más se le aplica la corriente. Hay una resistencia inductiva, inherente a él, que significa que el magnetismo va alcanzando gradualmente la máxima intensidad. Por el recuerdo que tenía de los elementos componentes del plástico transparente del arma manual, Burke había llegado a la conclusión de que era posible hacer una magneto sin resistencia inductiva. Trató de conseguirlo. Cuando dio paso a la corriente, el aparato alcanzó toda su potencia en el mismo instante. En realidad, parecía existir un efecto de negación inductiva. Pero lo malo es que aquello no era una magneto. Era otra cosa cualquiera. Algo que por sí mismo quedó reducido a limaduras de hierro.

Ahora, con mucha reflexión, tomó una hoja de metal y la fue convirtiendo en diminutas laminitas de un núcleo magnético de forma peculiar. Las unió a mano, con mucha paciencia, fue un trabajo delicado. Eran las seis de la mañana del sábado cuando el prototipo estuvo acabado. Conectó los conductores a la batería y dio al conmutador. También el pequeño objeto se desgajo en pedazos y el núcleo tomó tierra a cinco metros del lugar en donde había estado, Burke soltó un respingo.

No estaba cansado, pero quería meditar un poco y por eso se dirigió hasta un pequeño restaurante y tomo un café con bollos, aprovechando el tiempo para reflexionar con satisfacción sobre lo logrado. A costa de varias horas de trabajo había conseguido algo parecido a la magneto, que no era una magneto y que se destruía a si misma en cuanto se ponía en funcionamiento. Mientras se tomaba el café la radio emitió un boletín de noticias. Escuchó.

Las señales seguían llegando del espacio, puntualmente, cada setenta y nueve minutos. En aquel momento, las 8:30 de la mañana, no se oían en la costa del Atlántico, pero la costa del Pacífico todavía las podía recibir y eran oídas en Hawai y de nuevo en la isla de Papúa, pacífico del Sur.

Burke regresó al taller. Ahora se comportó metódicamente. Reactivó el prototipo de jardín mural que había descuidado mientras trabajaba para la construcción del modelo definitivo con destino a «Interiors, Inc.». El jardín experimental había sido hecho en cuatro secciones para que pudieran ser usadas en ellas diferentes sistemas de bombeo y soluciones nutritivas. Ahora puso las bombas a trabajar. Las plantas parecían ajadas, pero se reanimaron cuando recibieron la luz adecuada y el líquido hidropónico necesario para su vida.

Luego entró en el pequeño despacho del taller y se sentó ante la mesa de dibujo para modificar el diseño del núcleo magnético. A las once había pergeñado una ruda teoría y refinado el diseño, con curvas y ángulos completos. A las cuatro de la mañana siguiente un segundo núcleo magnético modificado estaba construido y pulido.

Él había oído la primera emisión del viernes por la noche. Ahora estaba en la mañana del domingo y a pesar de que se sentía cansado, no tenía sueño Trabajó con ansia, devanando el cable conductor de un diámetro muy pequeño en la complicada forma metálica. Poco antes de salir el sol lo probó.

Cuando dio paso a la corriente los devanados de alambre parecieron hincharse. Durante la prueba lo tenía todo sujeto con una pequeña abrazadera. Esta abrazadera se abrió y se rompió al contacto con la batería antes de que el devanado alcanzase el punto de ruptura. Pero el aparato no se había roto el mismo ni reducido tampoco a pedazos.

De repente se sintió muy cansado. Para cualquier otro ser, la consecuencia de su segundo intento para hacer lo que él creía que era una magneto de inducción negativa hubiese parecido un absoluto fracaso. Pero Burke sabía ahora porque el primer modelo había fallado y qué era lo que había de erróneo en el segundo. El tercero daría resultado, precisamente lo mismo que el arma de su sueño lo hubiese dado también de haber disparado. Ahora podía justificarse a sí mismo la asociación del persistente sueño con el mensaje del espacio. La pesadilla tenía puntos de contacto con la realidad. Dos puntos precisamente. Uno eran los oídos del infinito, que encajaban con los de su sueño. El otro era el arma manual, cuyas partes esenciales encajaban ahora a la perfección con el mundo conocido.

Pero sería imposible ofrecer esta información a cualquier otra persona. Demasiados chiflados reclamarían excesivos triunfos. Su técnica actual e imprevista tendría poca oportunidad de ganar la aceptación oficial. Especialmente porque él sería considerado un individuo sin títulos ni diplomas. Burke tenía un pequeño negocio propio. Poseía el grado de ingeniero. Pero no tenía el respaldo de las influencias que obligarían a las altas esferas a oír sus afirmaciones.

–¡Chiflados de todo el mundo, uníos! – murmuró para sí.

Salió al exterior para tomar el fresco vigorizante de la mañana y con el coche se dirigió hasta el restaurante visitado con anterioridad. El café que pidió resultó atroz, pero le despertó. Oyó como dos chóferes de camión hablaban en el mostrador.

–¡Eso es un bulo! – decía uno de ellos desdeñoso-. ¡No hay gente viviendo en el espacio! ¡Los hubiésemos oído mucho antes si existiesen! ¡Todos los científicos están locos!

–¡Cáscaras! – le contestó el otro con seriedad-. ¡Cualquiera de ideas más inocentes te rajaría la cabezota, hermano! ¡Saben lo que ocurre y tienen miedo! ¡Y si quieres que te diga… también lo tengo yo!

–¿De qué?

–¡Diablos! ¿Has conducido tú alguna vez de noche y has visto todas esas estrellas mirándote como pares de ojos de serpiente, como ojuelos malignos que te examinan y te desprecian? Lo habrás visto, ¿verdad? Pues el que está enviando estas señales aquí a la Tierra puede que nos esté mirando tal y como lo hacen las estrellas.

El primer hombre gruñó.

–No me gusta eso -dijo el segundo con ademán positivo-. Si fuese un hombre que va por ahí a buscar algo entre las estrellas… algo que le hace falta, estaría bien. Es como ir de caza al bosque con una escopeta. Pero no me gusta que alguien venga a nosotros desde otra parte. ¡Quizá trate de cazarnos!

Los dos conductores pagaron su café y se marcharon. Y Burke pensó con tristeza que el segundo hombre, después de todo, acababa de expresar una universal verdad. A los seres humanos no les gusta ser cazados. La pasión con que un hombre mata a las bestias salvajes tras perseguirlas procede de la vanidad humana. No le gusta la idea de que cualquier otra criatura puede ser mejor de lo que somos. Es altamente probable que si alguna vez tenemos que hincarnos ante una raza superior, prefiramos morir.

Burke, tras estos pensamientos, regresó al taller y comenzó a construir otra de las peculiares magnetos que no lo eran. Éste iba a tener tres núcleos de forma especial, uno detrás de otro, construidos de una sola pieza de acero sueco. Los devanados que irían sobre ellos estarían albergados dentro de una masa de plástico. Por encima de todo pondría una carcasa para evitar la expansión y la ruptura de los contactos. Tenía que ser algo completamente diferente de una magneto.

Fue un trabajo largo y tedioso. Sabía lo que estaba haciendo, pero tenía dudas acerca del porqué. Mientras trabajaba, no obstante, elaboró una detallada teoría. Los descubridores trabajan a menudo así. Se ha dicho que Cristóbal Colon no sabía a donde iba cuando zarpó, ni tampoco sabía donde estaba cuando llegó y mucho menos conocía donde había estado cuando regresó. La historia del descubrimiento del tubo tríodo tenía puntos similares. Burke había comenzado con un artificio que se destruía a sí mismo en cuanto se le ponía en funcionamiento, desarrollaba la idea de otro artificio que se hinchaba hasta inutilizarse y ahora esperaba que el tercero diese resultado, consiguiendo algo que los libros de texto le decían que era imposible.

Fuera del taller, el mundo se dirigía a sus ocupaciones. Mientras Burke seguía trabajando en la tarde del domingo, un radiotelescopio japonés apuntaba al cielo nocturno y hacía seis marcaciones sucesivas de localización de la visera que enviaba las señales del espacio. Cuando el crepúsculo vespertino le encontró trabajando denodadamente en una lámina de metal, Croydon hizo la octava. Los radiotelescopios americanos habían hecho las demás. Cuidadosamente computadas, las observaciones coincidían en el descubrimiento de un movimiento independiente al de la emisora de las señales. Ese movimiento se producía contra las estrellas como si fuera el de un cuerpo del sistema solar con una órbita en el cinturón de asteroides a unos quinientos ochenta millones de kilómetros del Sol… en comparación con la distancia de la Tierra al astro rey que era de ciento cincuenta millones.

A medianoche del domingo, mientras Burke hacía un micrométrico examen del triple núcleo magnético, el observatorio de Harvard informaba que debía haber un asteroide menor en el lugar del espacio del que procedían las señales.

El asteroide coincidente fue conocido con el nombre de asteroide Schull. Fue catalogado con el número M-387. Había sido descubierto en 1913 y era un cuerpo celeste menor que tenía un diámetro calculado de menos de tres kilómetros y su brillantez era variable dando la impresión de que se trataba de una estrella de forma irregular. Era demasiado insignificante para ser tenido bajo control y observación constante, pero las señales del espacio parecían originarias de su posición en el firmamento.

Una hora después de medianoche, tiempo medio del Este, Palomar detectó la infinitésima partícula de luz que constituía al asteroide Schull exactamente en el mismo lugar en que los radiotelescopios insistían en localizar en la esfera de señales. Las estaciones observadoras de satélites comenzaron a ocuparse todo el día de recibir las señales y los radiotelescopios por su parte, iniciaron un barrido del espacio en busca de posibles respuestas de otras emisoras también espaciales. Había la inconfortable posibilidad de que el transmisor pudiese no estar enviando señales a la Tierra, después de todo, sino a un amigo misterioso del espacio, un colega o una nave gemela.

Más observaciones se dieron. Los observatorios comprobaron por sí mismos las señales. Cronometrados los intervalos entre las notas variaban como si fuesen causados por algo vivo. Pero las sucesivas emisiones tenían la misma duración, hasta la milésima de segundo. La conclusión era que la emisión original había sido puesta en el espacio manualmente pero que ahora todo era transmitido de manera automática por algún robot.

Era la mañana del lunes cuando Burke completó la última vuelta del devanado de su pseudo magneto de tres elementos. Hay muchas cosas que llegan a ser algo cuando cambian de grado. La reacción electromagnética puede ser ondas largas de radio o luz amarilla o ultravioleta o rayos X o Dios sabe qué, según su frecuencia. A distintas extensiones de onda corresponden diferentes propiedades. Burke creía que sus núcleos devanados eran otra cosa más que magnetos porque el «flujo» que producían era de diferente intensidad. No creía que aquel fenómeno se debiera al magnetismo.

A las diez en punto de la mañana del lunes, se sentía torpe a causa del cansancio cuando empezó a colocar la carcasa exterior en el objeto que había manufacturado. El arma manual que llevaba en sus sueños indudablemente lanzaba proyectiles a través del agujero cilíndrico que penetraba hasta el mismo centro del núcleo múltiple. El diseño de tales armas descontaba cualquier posibilidad de retroceso. No estaban construidas para permitir que la mano, al disparar, sufriera la sacudida fuerte del retroceso. Por lo tanto no tenía que haberlo. Sobre aquella base, Burke había construido lo que genuinamente parecía una gruesa varilla de quince centímetros de larga y cinco de diámetro. Con la carcasa en su sitio, el conjunto era absolutamente sólido. No había lugar para que los devanados se expandieran. Lo miró todo parpadeando. El sentido común le decía que debía apartarlo a un lado y probarlo cuidadosamente cuando no estuviese dominado por la fatiga.

Entonces entró Sandy en el taller, buscándole. Había llegado para trabajar y al ver el coche de Burke fuera, aparcado a la entrada, se imaginó que estaría allí. La expresión de la muchacha indicaba varias cosas: una cierta intranquilidad y algo de embarazo, y bastante más que un poco de indignación. Cuando le vio sin afeitar y con aspecto cansado, protestó.

–¡Joe! ¡Has estado trabajando desde Dios sabe cuándo!

–Desde que te dejé -admitió el- Tenía mucho interés.

–¡Estás horrible!

–Quizás mi aspecto sea peor cuando pruebe esto que acabo de fabricar. No estoy seguro.

–¿Cuándo comiste por última vez? – preguntó ella-. ¿Y cuándo dormiste?

Burke se encogió de hombros cansino, mirando la cosa que tenía en sus manos. Poseía bastante experiencia para saber que ninguna teoría es correcta hasta que no se prueban sus efectos en la práctica. Tendía a ser pesimista. Pero aquella vez, pensaba que lo había conseguido.

–¿Acaso es el trabajar día y noche una parte de tus reacciones ante las señales oídas? – preguntó Sandy con tristeza-. Si así es…

–Vamos a probarlo -interrumpió Burke-. Es algo que he sacado de mi sueño. Ahora descubriré si estoy loco o no… quizá-. Aspiró profundamente. Tenía una profunda y corrosiva duda sobre cosas que no tenían sentido, como las señales del espacio y las magnetos que no lo eran porque eran capaces de una autoinducción negativa-. Si esto no demuestra señales de trabajar, Sandy…

–¿Qué?

No respondió. Se inclinó pesadamente sobre la mesa en donde tenía la batería eléctrica. Cogió unas puntas de prueba del cajón y las conectó a los cables del objeto que había fabricado. Luego enganchó las pinzas a los bordes terminales de la batería.

–Hazte para atrás, Sandy -dijo con voz cansina-. Vamos a ver lo que ocurre.

Apretó el botón de contacto. Se produjo un chasquido y un rugido. El objetivo de quince centímetros de ninguna forma correcta que él había fabricado saltó. Chocó de refilón con la cabeza de Burke y le hizo sangre. Atravesó la habitación, unos nueve metros, y después de destrozar un refrigerador de agua que estaba en la parte opuesta, se introdujo profundamente en la pared de ladrillo. Un armarito de herramientas osciló y cayó al suelo. La batería derramó chorros de vapor, se hinchó. Burke cogió a Sandy y la llevó fuera con él mientras el edificio se llenaba de vapor de ácido de la batería.

En el exterior, la hizo sentarse y se frotó la nariz con el dedo.

–Eso fue una sorpresa -dijo con algo de animación-. ¿Estás bien?

–¡Pu-pudiste haber muerto! – dijo ella en un susurro.

–Pero no lo estoy -contestó Burke-. Si tú no te has lastimado creo que no hemos hecho ningún mal. ¡Parece que la cosa resultó! ¡Afortunadamente fue sólo un contacto de una milésima de segundo! ¡Autoinducción negativa…! Romperé una ventana y saldremos al despacho.

No rompió una ventana sino varias para que el aire exterior entrase en el taller y disipase los vapores del ácido de la batería. Sandy le contemplaba ansiosa.

–Está bien -dijo Burke-. Iré a donde quieras.

La siguió hasta el despacho. Estaba físicamente agotado, tanto que tropezó con el escalón al entrar.

–Cuéntame las noticias de última hora sobre las señales -dijo-. ¿Siguen llegando?

–Sí -ella le volvió a mirar preocupada-. Joe… Siéntate. Aquí. ¿Qué ha ocurrido?

–Nada excepto que soy un genio de segunda mano. Yo no intentaba eso y quizá lo pudiera haber evitado, pero me he convertido en una persona normal. Eso creo, quizá será mejor que consigas otro empleo. Puesto que estoy cuerdo seguramente iré a la bancarrota y posiblemente acabe en la cárcel. Pero va a ser interesante. – Su cabeza cayó y él se esforzó por levantarla-. Esto es la reacción. Estoy cansado. Necesitaba desesperadamente descubrir si estaba loco o no. Acabo de enterarme de que no lo estaba. Aunque en la actualidad no estoy seguro de conservarme cuerdo mucho tiempo -hizo un rápido gesto y dijo-: Tómate el día libre, Sandy. Voy a descansar.

Entonces su cabeza cayó hacia delante y se quedó dormido.

Burke durmió mucho tiempo. Y aquella vez sin pesadillas.

El objeto que había fabricado trabajó durante mucho menos una décima de segundo, pero al fin y al cabo había salido de su sueño y tenía alguna relación con los mensajes del asteroide M-387. No había aún nada inteligible en todo aquel asunto. No contenía ningún elemento racional. Pero si no había explicación racional, sí que existía lo que parecía ser una acción razonable que podía emprenderse.

Y mientras él dormía, como siempre, el mundo siguió su marcha. Los aflautados sonidos del espacio permanecieron en primera plana de las noticias del día. No había duda de su artificialidad, ni de que venían de una peña pequeña, desgarrada, errante, qué componía uno de los más que quinientos asteroides del sistema solar. Estaba a cuatrocientos treinta y cinco millones de kilómetros de la Tierra. Los últimos cómputos decían que por lo menos se necesitaban veinte mil kilowatios de fuerza en antena para producir una señal tan fuerte y alta audible en la Tierra. No se conocía ninguna emisora de tanta potencia capaz de hacer tales señales. Sin embargo, allí estaba el hecho.

Los astrónomos se convirtieron en importante manantial de noticias. Violentamente se contradecían unos a otros. Científicos eminentes observaban triunfantes que el asteroide Schull, como tal, no podía albergar vida. Era imposible que tuviese atmósfera y sobre el campo de gravedad ni siquiera podría mantener a una vida microbial sobre su superficie. Por tanto cualquier clase de asistencia y técnica en él debía provenir de otra parte. Los científicos más eminentes dijeron de mala gana que no podían negar la posibilidad de que una nave del espacio procedente de otro sistema solar hubiese colisionado con el M-387 y que ahora estaba enviando desesperadas llamadas de ayuda a los cuerpos planetarios de las cercanías.

Otros observaron animadamente que cualquier cosa que chocase contra el asteroide se vaporizaría, si la colisión se producía lo bastante fuerte, o quedaría despedido en caso contrario. Por lo tanto no había evidencia de una nave espacial. La única prueba era el transmisor. Era una cosa inexplicable. Los escépticos afirmaban que podían haber otras fuentes de radiación en el espacio. Estaba la radiación Jansky, de la vía láctea, y las radiaciones de nubes de material ionizado en el vacío y, además, las estrellas radiantes muy conocidas. Un radioasteroide era algo nuevo, pero…

Era a los astrónomos a los que tocaba actuar. Habían estado enviando señales a la Luna y a varios satélites artificiales. También mandaban señales en dirección a Marte y a Venus y creían recoger sus ecos. La más probable emisión recogida de regreso de Marte, había sido recibida por un radiotelescopio en Virginia Occidental. Lo convirtieron temporalmente en un transmisor asignándole una potencia de cuatrocientos kilowatios lo que les permitió conseguir un radio radiante concentrado. Los astrónomos que operaban volvieron a recibirlo en el reflector parabólico. Animados por este éxito pidieron prestado, suplicaron, reunieron y se sospecha que incluso robaron el equipo necesario para reunir ochocientos kilowatios en una señal de onda ultracorta y esta vez apuntaron al asteroide M-387. Si seres inteligentes recibían la señal, responderían. Si no lo hacían, los astrónomos ya pensarían cual iba a ser su próximo movimiento.

Burke durmió en la oficina de «Burke Development, Inc.». Sus rasgos estaban relajados y pacíficos. Sandy permanecía sin saber que hacer contemplándole descansar con tanta tranquilidad. De vez en cuando usó el teléfono y habló en un susurro a su hermana menor, Pam. Llegó un momento en que Pam entró en el despacho trayendo mantas y una almohada. Entre las dos consiguieron tender Burke en una cama rústicamente preparada en el suelo y colocaron la almohada bajo la cabeza, tapándole con las mantas. Él siguió durmiendo, sin darse cuenta.

–Si tú puedes sentirte romántica con un tipo como ése, Sandy -dijo Pam con candidez-, seguiré queriéndote, pero estaré de acuerdo con los hombres al pensar que las mujeres somos seres muy misteriosos.

La muchacha salió del despacho y Sandy se quedo velando el pesado sueño de Burke.

Pravda anunció en su edición vespertina del lunes que los científicos soviéticos enviarían una estación gigante del espacio que estaba proyectada para seguir una ruta en torno de Venus, a investigar la fuente de señales del espacio. La estación transportaría a un hombre. Sería lanzada al espacio dentro de seis semanas, precedida por cohetes que transportasen combustible y que serían alcanzados por la estación proporcionándole lo que necesitase. Pravda se apresuró a decir que los rusos habían sido los primeros en reaprovisionar un aeroplano en vuelo y afirmo que los científicos soviéticos harían un viaje espacial de cuatrocientos treinta y cinco millones de kilómetros simplemente para ofrecer un paseo a su astronauta.

Editorialmente, los periódicos americanos mencionaron que Rusia había intentado con anterioridad cosas parecidas y que al menos tres cohetes-ataúdes flotaban alrededor de la Tierra, sin contar el que lo hacía en torno a la Luna. Pero si ellos lo probaban… Los periódicos americanos esperaban una reacción de Washington.

Y vino. Los científicos civiles más eminentes anunciaron orgullosamente que los Estados Unidos procederían a diseñar y comprobar cohetes de muchos cuerpos capaces de desembarcar una expedición en Marte cuando la Tierra y este planeta estuviesen en su más próxima posición relativa. Una vez esta etapa cumplida un cohete les llevaría entonces de Marte al asteroide M-387 para investigar las retransmisiones de aquella peculiar masa de rocas errante. Se admitió finalmente que los americanos podrían despegar de Marte dentro de dieciocho meses.

Sandy contemplaba a Burke. No había nada que hacer en el despacho. La muchacha no se puso a leer. Cerca de las siete sonó el teléfono y frenéticamente trató de parar su sonido. Era Pam, preguntando que pensaba hacer Sandy sobre la comida. Sandy se explicó en voz casi inaudible.

–Está bien -contestó Pam resignada-. Iré y os llevaré algo. Porque nuevamente hace calor hoy. Podemos sentarnos en vuestro coche y comer. Si yo tuviese que vigilar a Joe durmiendo así y necesitando un buen afeitado, perdería el apetito.

Colgó. Cuando llegó, Burke seguía durmiendo. Sandy salió afuera. Pam había traído unos bocadillos y café. Se sentaron en los escalones de la oficina y comieron.

–Sé que te gusta ese pobre muchacho, Sandy -dijo Pam oscilante entre las simpatías y el desdén-, ¡pero debe haber algún límite a tu amor y servidumbre! ¡Hay horas de oficina! Se supone que tú debes salir a las cinco. Ahora son las siete y media. ¿Y qué bien te hace a ti ese Adonis sin afeitar? Te tiene como cosa segura, como persona leal y cualquier día saldrá y se casará con una rubia despampanante que te tomará odio porque tú has sido para él mucho mejor. Entonces, su blonda mujercita, hará que te despidan… ¿y después qué?

–Joe no se casaría con nadie que fuera así -dijo Sandy con tristeza-. Si se enamora de alguien, será de mí. Eso me dijo. Comenzó a declarárseme el viernes por la noche.

–¿De veras? – dijo Pam con el aire superior de una hermana menor-. ¿Te dijo lo bastante para que te dieses por enterada?

–Joe no puede enamorarse de cualquiera -respondió Sandy-. Quiere casarse conmigo, pero se ve emocionalmente mezclado con una mujer con la que viene soñando desde que tenía once años.

–Creí haber oído toda clase de excusas -dijo Pam-. Pero ésa…

Sandy se explicó de mala gana. Mientras lo hacía, dábase cuenta de que no explicaba exactamente la misma historia que Burke le contó. El relato acerca de los árboles del sueño de Burke era bastante aproximado y el de las dos lunas en el cielo, y el de los tonos aflautados y arbitrarios que provenían de detrás de él. Pam había oído sus duplicados, cómodo todos los radioescuchas de los Estados Unidos. Pero cuando Sandy contó el asunto, la figura fugitiva que se encontraba más allá de la pantalla del follaje no era una cosa tan indeterminada y difusa como Burke la describió. Sandy tenía sus ideas propias y con ellas dio color a la narración.

Hubo un murmullo dentro del pequeño despacho. Burke se había despertado. Se dio la vuelta y parpadeó, con asombro de encontrarse entre mantas y con una almohada debajo de su cabeza. Dentro de la oficina remaba la oscuridad también.

–¡Joe! – llamó Pam en la oscuridad-. Sandy y ye hemos estado esperando a que te despertaras. ¡Te has estado tiempo! Te hemos traído café.

Burke se puso en pie y avanzó a tientas hasta el interruptor de la luz.

–¡Estupendo! – dijo con voz pastosa-. ¡Y alguien además me trajo mantas! ¡Bonito asunto éste!

Le oyeron moverse. Plegó las mantas que estaban en el suelo a su lado. Cruzó la habitación y puso en funcionamiento la radio del escritorio de Sandy. Tardó en calentarse. Burke se acercó hasta la puerta.

–Lo siento -se excusó-. He trabajado mucho durante largo tiempo y cuando acabé mi tarea me dormí. Ahora me siento mejor. ¿Oí bien que una de vosotras decía tener café para mí?

Sandy le entregó el vasito de cartón.

–Es una gentileza de Pam -dijo-. Hemos estado esperando hasta que despertases luego de tu arrebato de trabajo. No hemos querido dejarte. Hay hombres que al despertar se muestran más sociables y cariñosos que de costumbre.

La voz de la radio les interrumpió.

«…últimas noticias. Ha sido lanzada una señal hacia la emisora del espacio mediante el reflector parabólico del radiotelescopio de Grandelville, actuando como espejo para concentrar el mensaje hacia el asteroide M-387. Hasta ahora no ha habido respuesta. Mantenemos el circuito abierto y en cuanto se reciba una contestación emitiremos un boletín especial… El equipo de baseball los Gigantes de San Francisco anuncia hoy que…»

Burke sólo tenía interés por escuchar las noticias referentes a las señales del espacio, ya que las otras no tenían especial significado para él. Cerró la radio. Se tomó el café.

–Creo -dijo Pam- que, ya que has despertado, me llevaré a mi hermana mayor a casa. Ahora debes de encontrarte bien.

–Sí -contestó Burke abstraído-. Ahora estoy bien.

–¡En realidad, Joe, no deberías trabajar día y noche sin descanso! – exclamó Sandy.

–Y tú no tendrías que molestarte en velar mi sueño -le respondió él-. Bueno, creo que por ahora el taller estará ya libre del vapor del ácido de la batería. Voy a echarle un vistazo.

Burke regresó a los pocos minutos.

–Lo que he hecho es un poco rudo y tosco -observó-. Se estrelló contra la pared de ladrillo, pero fue la pared la que sufrió más daños. – Acarició el objeto entre sus dedos, pensativo-. Acabo de tener mi sueño -afirmó-. Mientras estaba durmiendo en el suelo. Sandy, tú conoces las cosas mejor que yo. ¿Cuánto dinero tengo en el Banco? Voy a construir algo que probablemente costará una fortuna.

Sandy había estado retorciéndose las manos mientras él mencionó su pesadilla. Aquello la había hecho más daño que cualquier otra pesadilla tiene derecho a hacer. Pero parecía que aún la iba a perjudicar más. Examinó los libros y le dio la cifra del balance de sus cuentas bancarias. Burke asintió.

–Quizá no alcance -observó-. Voy a…

La música se detuvo dentro de la oficina. La voz del locutor interrumpió:

«¡Boletín especial! ¡Boletín especial! ¡Nuestras señales al espacio han sido respondidas! ¡Boletín especial! ¡He aquí un informe directo desde el radio telescopio de Brandenton, el cual, al cabo de una hora, registró un mensaje del espacio!»

Una voz tenue y agitada salió de la radio, enmarcada por aquellos sonidos sollozantes y con los murmullos procedentes de una conversación telefónica.

–«Acaba de recibirse una respuesta definida a la. señal humana lanzada al asteroide M-387. Está, como el primer mensaje, cifrado, pero es una respuesta inequívoca al mensaje de ochocientos kilowatios lanzado hacia la fuente de los extraños sonidos…»

La voz siguió adelante.

III

Haciendo un examen retrospectivo, los acontecimientos se desarrollaban mucho más de prisa de lo que la razón podría imaginar. La primera señal del espacio llegó un viernes. En aquel tiempo -cuando fueron recogidos los sonidos aflautados por un magnetófono de Kalua- el mundo se dispuso a esperar las lógicas consecuencias. No fue una espera confortable, porque los resultados no iban a ser agradables. La Tierra comenzaba a estar superpoblada y había naciones enteras cuyos habitantes trabajaban amargamente sin más esperanzas que poder vivir mezquinamente toda su vida y dejando una herencia de la misma cantidad de trabajo y de aún menos alimentos a sus descendientes. Había bombas de hidrógeno y buenas intenciones, y políticos y una añoranza de paz, y prácticamente todos los hombres considerados como individuos se sentían desamparados ante la evidente marcha implacable de los acontecimientos. En aquel tiempo, también, casi todo el mundo trabajaba para los demás, y una gran parte de la población trabajadora justificaba su existencia por la cantidad de tiempo empleado en su lugar de trabajo. Nadie se preocupaba por lo que en realidad realizaba.

En las naciones más ricas, todo el mundo quería para sí las prebendas ganadas por las generaciones pasadas, pero nadie se interesaba por dejar a sus hijos una vida mejor. Un número cada vez más pequeño de personas aceptaban voluntariamente la responsabilidad de mantener aquel estado de cosas. Hubo un tiempo en que la mitad de la Tierra luchó valientemente para hacer el mundo apto para la democracia. Ahora, en las naciones más ricas, la mayor parte de los hombres parecían creer que el mundo había conseguido una tranquilidad bastante estable, e incluso muchos de ellos hubiesen podido firmar un contrato para que las cosas ni empeorasen ni tratasen de mejorar.

Luego llegaron las señales del espacio. Causaron una profunda conmoción para la que pocas personas estaban preparadas. Hombres eminentes fueron llamados para que tomasen el mando y dispusieran las medidas adecuadas. Inmediatamente actuaron como hombres eminentes acostumbran a hacerlo; toda su acción estuvo dedicada a sostener aquella eminencia. Su primer instinto fue la precaución. Cuando un hombre es demasiado importante, no importa que no haga nada. Sólo se requiere de él que no se equivoque. Los señores eminentes de todo el mundo se preparaban para no hacer nada. Estaban dispuestos a no arriesgarse en una equivocación que podía serles fatal.

Burke, sin embargo, no era lo bastante importante para que le importase cometer un error o dos. Y había otros seres muy famosos a los que los sonidos extraterrestres sugerían acción en lugar de precauciones. La mayor parte de ellos eran ingenieros sin ninguna reputación que perder. Se reunieron y consiguieron equipos y herramientas para sus propósitos, ignorando los conductos oficiales, y en cuatro días -de viernes a lunes- habían puesto en funcionamiento ochocientos kilowatios para enviar hacia el vacío una señal en respuesta a la que vino del M-387.

La transmisión que enviaron fue de cinco minutos de duración. Comenzó con una retransmisión de parte del mensaje que la Tierra había recibido. Esto identificaba con toda evidencia la señal de la Tierra como respuesta a los sonidos aflautados en clave. Luego se produjeron zumbidos. Un punto, dos puntos, tres, etc. Aquellos zumbidos aseguraban a quién o quiénes estuviesen allí fuera en el espacio, que los habitantes de la Tierra sabían contar. Luego quedó demostrado que dos puntos más dos puntos se sabía que eran igual a cuatro puntos, y que cuatro y cuatro sumaban ocho. Los habitantes de la Tierra podían sumar. De aquello se deducía la sin duda interesante noticia de que dos y dos y dos y dos hacían ocho. La humanidad podía multiplicar.

La aritmética, en realidad, llenó los tres minutos que duró la señal de ochocientos kilowatios. Luego una voz humana cordial -el Presidente de una gran Universidad -dijo con calor:

«¡Saludos de la Tierra! ¡Esperamos cosas espléndidas de este intercambio de comunicaciones con otra raza cuyos progresos técnicos nos llenarían de admiración!»

Más sonidos aflautados repitieron que la señal de la Tierra estaba dirigida a quienquiera o cualesquiera que utilizasen tal medio de comunicación para emitir señales y el mensaje acabó con un sincero comentario del Presidente de la Universidad:

«¡Esperamos su respuesta!»

Cuando se hubo lanzado a la inmensidad ese improvisado mensaje, las personas prominentes que lo habían creado se estrecharon las manos. Estaban convencidas de que existían seres inteligentes, quienes nos habían enviado las notas musicales y que por lo tanto la comunicación interplanetaria o interestelar podía darse por comenzada. Los ingenieros que se habían agrupado para reunir el equipo esperaron simplemente que su señal llegase al blanco previsto.

Lo hizo. Se supo poco después del fin de una emisión de cinco minutos del M-387. Setenta y nueve minutos deberían haber pasado antes de recibir otro sonido del asteroide. Pero llegó una respuesta mucho más reñidamente que aquello. En treinta y cuatro minutos cinco segundos y tres décimas, una nueva señal llegó desde más allá del cielo. Vino precipitada. Salió de un transmisor puesto en órbita mucho más allá de Marte. Llegó con el mismo volumen.

Comenzó con un grupo enteramente nuevo de sonidos agudos. Había unas crispaciones específicas en su transmisión, como si una mano de diferente individuo manejase los aparatos emisores. Los sonidos de flauta prosiguieron durante tres minutos, luego fueron remplazados por otros completamente nuevos. Estos últimos eran agudos, distintos, crujientes. La última secuencia de sonidos de flauta y el mensaje terminó de repente. Pero no siguió un silencio. En su lugar, se produjo unas apresuradas y sonoras series rítmicas de notas, parecidas a sollozos que siguieron interminables. Eran notablemente iguales a las señalas direccionales de un aero-faro. Cuando las emisoras comerciales de los Estados Unidos informaron del asunto, los sonidos sollozantes todavía se oían.

Y continuaron viniendo durante setenta y nueve minutos. Luego se interrumpieron y se repitió la nueva transmisión. El mensaje original ya no volvió a recibirse. Emisora robot o no, el primer mensaje había sido transmitido a intervalos iguales por algo así como sesenta y seis horas, y luego, nada más recibir el principio de una respuesta, una nueva emisión tomó su lugar.

La reacción fue inmediata. La distancia entre M-387 y la Tierra podía ser contada con exactitud. El tiempo necesario para que la señal de la Tierra llegase se conocía también hasta una fracción de segundo. Y al instante -al mismo instante- en que el primer sonido llegó al M-387, comenzó el segundo mensaje. No hubo pausa para recibir todo el saludo de la Tierra, ni siquiera parte de él. La reacción fue inmediata y automática.

Automático. Aquello era significativo. El nuevo mensaje estaba preparado cuando llegó la señal de la Tierra. Estaba dispuesto para ser transmitido al recibir la primera prueba posible de que habían recogido en la Tierra el mensaje primero. El efecto de esta rápida respuesta era el de una tremenda urgencia -o una absoluta arrogancia-. Se podía presumir que lo que la Tierra tenía que decir no importaba. La señal de la Tierra no había sido escuchada. En su lugar, se le decía algo a la Tierra. Algo cortante y arbitrario. ¡Quizá pudieran mostrarse amables e intentar una charla después, pero primero la Tierra tendría que escucharles! Los sollozos no podían ser más que una guía, un indicador direccional, que conducía al M-387. El mensaje, ahora cambiado, podría representar una oferta de amistad, pero también podría ser una orden. Si era una orden, las implicaciones horrorizaban.

Hasta el momento del primer intercambio de comunicados, las noticias habían tenido sólo un efecto limitado. La mayor parte de Europa estaba durmiendo y gran parte también de Asia todavía no había despertado. Pero los Estados Unidos estaban en pie y se agitaban. Las noticias llegaron a cada esquina de la nación con la velocidad de la luz. Las estaciones de radio detuvieron todas sus transmisiones para anunciar el terrible acontecimiento. Existen noticias de que cuatro estaciones de televisión de Norteamérica interrumpieron sus programas comerciales filmados para anunciar que el M-387 había respondido a la señal de la Tierra. Nunca jamás antes en la historia se había desplazado un anuncio pagado para dar paso a noticias.

En los Estados Unidos, entonces, hubo agitación, aprensión, indignación y pánico. Quizá el único lugar en donde algo parecido a la calma reinaba era dentro y fuera del despacho de la «Burke Development, Inc.», en donde Burke sentía un alivio singular ante la evidencia de que no estaba tan loco como se temía.

–Bueno -pensó-. Parece como si hay alguien o algo ahí fuera. Si yo hubiese estado seguro antes… pero probablemente todavía no era el tiempo.

–¿Qué significa eso? – preguntó Sandy-. ¡Me refiero a todo ese arrebato de trabajar las veinticuatro horas del reloj! ¿Estás tú intentando hacer algo acerca de las señales del espacio?

–Escucha, Sandy -dijo Burke-, me he estado avergonzando de aquel otro sueño de toda mi vida. He pensado de que era una prueba de que había algo que no funcionaba dentro de mí. Aún tendría que conservarlo en secreto o unos hombres muy fuertes con batas blancas vendrían en mi busca. Pero voy a hacer lo que todos los hombres jóvenes y decididos están preparados para hacer… soñar mucho y luego tratar de realizar mi sueño. Es completamente imposible y quizá me arruine, pero creo que lo voy a pasar bien.

Sonrió mientras las dos hermanas eran conducidas por él al coche de Sandy.

–¡Silencio! – dijo de buen humor-. Será mejor que vayáis a casa ahora. Yo me marcharé dentro de pocos minutos, dirigiéndome primero a Schenectady. Necesito material eléctrico. Luego iré a otras partes. Llegarán algunos envíos de material, Sandy. Recíbelos tú de mi parte, ¿de acuerdo?

Cerró la puerta del coche y agitó la mano, aún sonriente. Pam pareció echar chispas y puso en marcha el motor. Momentos después su coche se perdía en el recodo del camino en dirección a la ciudad. Sandy apretaba los puños.

–¿Qué puede hacer una con un hombre así? – preguntó-. ¿Por qué me molesto por él?

–¿Quieres que te conteste? – preguntó Pam-, ¿o debo ser discretamente amable y demostrarte mi simpatía? ¡Es una cosa que no me atrevo a decir! Aunque desgraciadamente, si tú…

–Lo sé -dijo tristemente Sandy-. ¡Maldición, lo sé!

Burke no pensaba ya por entonces en ninguna de ellas. Abrió la caja fuerte, metió dentro el objeto de quince centímetros y sacó su libro de cheques. Luego cerró, subió a su coche, se alejó del taller y de la ciudad. Iba sin afeitar y sin peinar y era el tiempo más inadecuado para comenzar a conducir durante centenares de kilómetros, pero tenía la placentera sensación de saber que acababa de emprender una tarea que nadie más sabía cómo comenzar. Condujo animoso a través del país, por una autopista y tomó por un camino vecinal. Mientras tanto pensaba.

Estuvo conduciendo prácticamente toda la noche. Poco después de salir el sol se detuvo para comprarse una maquinilla de afeitar y brocha y un peine, y se puso presentable. Fue el primer cliente cuando la firma de Schenectady, especializada en aparatos electrónicos para barcos, abrió sus puertas. Hizo una pedido de cierto relacionando las cosas en una lista confeccionada en un sobre mientras desayunaba.

Los periódicos de la mañana, naturalmente, estaban llenos de la respuesta a la Tierra de la señal enviada al M-387. Los madrugadores de buen humor bromeaban acerca de ello y en cada una de las oficinas comerciales que Burke visita, el tema general de las conversaciones versaba en dicho intercambio de señales. Les escuchó, pero no comentó nada. La singularidad de sus compras no extrañó a nadie. La suya era una firma pequeña, pero un hombre que trabaja en investigaciones necesita algunas veces materiales extraños. Hizo un pedido de dos unidades de radar que debían ser modificadas de un modo particular, de bombas de circulación de aire de diseño muy especialísimo que debía ser realizado rápidamente. Tuvo dificultades en encontrar los generadores eléctricos que quería y hubo de pagar a buen precio las alteraciones que consideró necesarias, e incluso aún abonó un sobreprecio por la promesa de entrega al cabo de pocos días en lugar de varias semanas. Compró hasta un traje de buzo.

Estuvo ocupado durante tres días, adquiriendo múltiples cosas cada día, diseñando por la noche y descubriendo que necesitaba otras cosas más. Al segundo día, el Servicio de Inteligencia de los Estados Unidos reportó que los rusos estaban tratando de enviar por su cuenta una señal al M-387. Un satélite americano recogió la emisión. Los rusos lo negaron y continuaron probando. Burke concertó acuerdos para la entrega de barras de aleación de aluminio, varillas, viguetas y planchas; adquirió escayola en cantidades de cientos de toneladas; compró un equipo de televisión en circuito cerrado. Una vez llamó por teléfono a Sandy para darle un pedido que tenía que ser cumplido en la localidad. Era de madera, en su mayor parte listones delgados, que tenía que estar a mano para cuando él regresase.

–Toda clase de material está llegando -dijo Sandy-. Han habido seis entregas esta mañana. Estoy firmando recibos porque no sé que pueda hacer otra cosa. ¿Pero por qué no me envías, por favor, copias de los pedidos que has hecho, de modo que me sea posible comprobar lo que llega?

–Te lo enviaré por correo… por correo aéreo -prometió Burke- ¿Pero solamente seis entregas? ¡Debían haber sido docenas! Llama a toda esta gente por conferencia, ¿quieres? – Y le dio una lista de nombres.

Burke dijo de repente:

–Anoche volví a tener ese sueño. Dos veces en una semana. Eso no es corriente.

–No hay comentario -respondió Sandy.

Colgó y Burke se quedó abatido. Pero en realidad poco podía ella comentar. Burke mismo no tenía ilusión de llegar alguna vez al sitio en donde había dos lunas en el cielo y los árboles tenían hojas como cintas. Y si lo hacía -tan improbable como era-, no podía imaginarse encontrar a la persona por la que sentía tal agonizante ansiedad El sueño, persistente, fantástico o real, no podía representar simplemente una realidad del pasado, presente o futuro. Tales cosas no suceden, pero Burke continuaba impulsado por unas prisas más emocionales de repetir la experiencia que por la curiosidad intelectual sobre haber soñado repetidamente en señales exactamente iguales a las del espacio, mucho antes de que éstas llegasen a la Tierra.

Se aprestó para probarlo todo en lo referente a las señales. Y contrario a toda razón, para él las señales significaban un mundo con dos lunas y una extraña vegetación y una emoción como nada en la Tierra le había producido -a pesar de que sentía algo muy fuerte hacia Sandy-. Así fue de una casa suministradora de equipo exótico a otra, gastando cuanto dinero tenía en busca de algo imposible. Imposible porque el asteroide M-387 no tenía más de tres kilómetros en su máxima dimensión y por lo tanto no habría ninguna posibilidad de que poseyera una atmósfera, ni árboles, ni tampoco ¡una sola luna!

Pasó todo un día en un puerto de pequeños yates con un hombre para el que había trabajado creando un proceso especial de fibra de vidrio. A causa de aquel proceso, los yates de Holmes podían ser adquiridos por gentes que no fuesen millonarios. Holmes era un individuo largo, lánguido tostado por el sol, que construía yates porque le gustaba. Respetaba mucho a Burke, incluso después de que Burke le solicitó ayuda y le explicó para qué la quería.

Pero aquél fue el día en que los rusos dispararon un cohete espacial sin tripulación en dirección al M-387. Aquel acontecimiento pudo haber influenciado en Holmes para acceder a lo que le pedía Burke.

Más tarde se supo por medios indirectos que la prueba originalmente había tenido la intención de ser construida la nave como un transporte que llevase mercancías pesadas a la Luna. El servicio ruso del espacio tenía planeado presentar al resto de la Tierra un «hecho consumado», aún más asombroso que su primer «Sputnik». Su pronóstico era enviar la flota de pesados cohetes de carga hasta nuestro satélite y allí reunirlos formando una colonia. Las emisoras de radio explicarían triunfalmente que el Sistema Social Soviético era responsable de otro adelanto técnico. Pero enviar un hombre al M-387 era ahora una propaganda mucho más importante que los transportes de mercancías, y por ello los convertían en depósitos de combustibles y dispararon el primero.

A dieciséis mil kilómetros de altura, cuando el tercer cuerpo del cohete tenía que haber dado su impulso decisivo una de las cámaras de combustión falló. La nave se tambaleó, osciló, varió de curso y se dirigió en una espléndida aceleración hacia la nada. Y seguían llegando a la Tierra todavía los calmosos y apremiantes sollozos, cada setenta y nueve minutos una emisión conteniendo una parte de sus sonidos crujientes y un tono de la máxima urgencia.

Al día siguiente del fracasado intento soviético, Burke regresó a su taller. Se llevó consigo a Holmes. Juntos examinaron el material acumulado en la empresa y comenzaron a escoger las cargas de escayola depositadas por los camiones, las masas de plancha de aluminio, las varillas, viguetas y fleje de metal brillante, dinamos embaladas, bombas impulsoras, tanques y objetos cuidadosamente embalados cuya utilidad no parecía inmediatamente clara. Sandy estaba abrumada por el trabajo de hacer un inventario, catalogar y tener el material preparado para cuando fuese necesario. Había balas de tejido blanco esponjoso y bombonas y bombonas de líquidos que goteaban insistentemente y olían muy mal. Pero Burke encontró que le faltaban algunas mercancías y se puso furioso; por ello Sandy hizo que su hermana Pam entrase en la fábrica para reforzar el personal ante trabajo tan abrumador.

Sandy y Pam trabajaron en la oficina tan duro como Burke y Holmes lo hicieron en el taller. Telefonearon protestas ante retrasos, comprobaron envíos, se enfadaron con los descargadores, discutieron con el sistema de transportes, escribieron cartas, respondieron a otras cartas, comprobaron facturas con pedidos, seriamente lucharon contra los retrasos de todas clases y aún llevaron al día los libros de la «Burke Development. Inc.» para que en cualquier instante Burke pudiese saber cuánto dinero era pagado y cuan poco le quedaba. Las dos chicas en el despacho eran necesarias a las operaciones que al principio se centraron en el taller para que poco después saliera al exterior.

Cuatro trabajadores llegaron de los astilleros de Holmes. Miraron los planos generales y los seccionales confeccionados por Holmes y Burke juntos, contemplaron con dolorosa expresión el material que iban a usar y se pusieron al trabajar. Aquello fue en el segundo día en que Rusia lanzó su segundo cohete prueba desde algún lugar del Cáucaso, a la una hora diez minutos de la mañana, hora local.

La segunda prueba no siguió la trayectoria fijada. Sus cuatro cohetes se dispararon a intervalos apropiados y el ingenio partió hacia el vacío alejándose casi en línea recta del Sol. Dejó tras de sí una chirriante y débil transmisión que no se parecía en nada a los sollozos del asteroide.

En dos días se alzó un andamio de tablones y listones de madera en la parte exterior del cobertizo-taller. Parecía más un remedo de un radiotelescopio que cualquier otra cosa, pero era más pequeño y tenía una forma distinta. Era algo que tenía la remota apariencia de un bolo, de una bocha. Bajo la supervisión de Holmes, docenas de sacos de yeso encontraron su destino allí, formando una ruda y tosca coraza por el exterior y quedando perfectamente lisos en la parte interna. Era algo así como la creación de un molde gigantesco. Después fue forrado con un cuidado extraordinario con piezas de tejido esponjoso de plástico, con barras y viguetas y contraviguetas colocadas entre las capas de tejido. Luego bombonas de líquido fueron trasladadas al lugar de trabajo y sus contenidos sirvieron para saturar la lana de vidrio.

El olor era terrible y los trabajadores tuvieron que apartarse durante todo el día hasta que disminuyó. Pero Sandy y Pam continuaron discutiendo con los transportistas, con los fabricantes, escribiendo cartas amenazadoras en las que aseguraban iban a emprender una acción legal si no se recibían inmediatamente los pedidos, y hasta tuvieron que ayudar a Burke y a Holmes en un pesado trabajo que hacían falta más brazos. Aquel día fue cuando Pam amenazó con dimitir.

–Esto parece un potaje enorme -gruñó Pam, después de que Sandy la hubo ablandado y que Burke se hubo excusado por haberla hecho estar peleando innecesariamente con dos transportistas, un departamento de pedidos y un vicepresidente encargado de ventas-: ¡y además, actúan como si ese estafermo fuera un crío de pañales!

–Va a ser una nave -dijo Sandy-. Ya te puedes figurar de qué clase.

–Lo que haré en cuanto la vea terminada -dijo Pam. Luego preguntó indignada-: ¿Te ha mirado Joe un par de veces desde que toda esta locura comenzó?

–¡No! – admitió Sandy-. Trabaja todo el tiempo. Por la noche tiene el receptor sintonizado con las señales del espacio para asegurarse de posibles cambios de la emisión. Los rusos aún están tratando de tomar contacto directo. Pero la emisora sigue adelante, ignorando a todo el mundo. – Luego dijo-: De cualquier manera, Joe se va a sentir terriblemente decepcionado si esto no da resultado, tendré que estar a su lado para recoger los pedazos de su humanidad y reunirlos de nuevo.

–¡Aja! – dijo Pam-. ¡Que me pesquen a mí si hago eso!

En aquel mismo instante Holmes entró en el despacho con un dedo sangrante. Había estado supervisando el trabajo y al mismo tiempo ayudando a construir una sección adicional de tableros y viguetas y se enojó consigo mismo por la pequeña herida que le había interrumpido el trabajo.

Pam le vendó. Hizo un vendaje diestro y al poco rato el constructor estaba sonriendo y contento. Volvió a su tarea mucho más complacido que antes.

–Yo no hubiese actuado como tú acabas de hacer -dijo Sandy.

–Hermana, cariño -la contestó Pam-, yo no voy a criticar tus actos. ¡Por lo tanto, no critiques los míos! Este tipo que acaba de salir es tan atractivo como cualquier hombre que haya visto desde hace muchos meses.

–Pues yo me siento -apuntó Sandy-, como si no hubiese visto a Joe en varios años.

Su punto de vista era estrictamente femenino y concordaba con las ideas y aspiraciones de las hembras. Pero, en realidad, estaban probablemente tan satisfechas como cualesquiera otras dos muchachas pudieran estar. Siguieron en su línea lateral y paralela a los trabajos, interesándose por los trabajos, preparados a su vez por hombres interesantes. Fueron lo bastante útiles a la empresa como para formar parte de ella sin despertar rivalidad entre los hombres. Desde el punto de vista de una muchacha, aquello no estaba del todo mal.

Pero ni Burke ni Holmes sospecharon cómo apreciaron su trabajo Sandy y Pam. Para Holmes la tarea era fascinante porque era una nave lo que estaba construyendo. No iba a ser un objeto hermoso, eso lo daba por seguro. Si se quitaba el molde de madera y escayola, la cosa de dentro tendría el aspecto de una ballena regordeta. Había protuberancias en sus lados rotundos en los que distintos aparatos excéntricos se mostraban. Su interior era todavía más curioso. Sin embargo, era una nave. Holmes encontró profunda satisfacción en encajar las partes interiores en sus sitios adecuados. Era lo mismo, aunque no exactamente, que equipar un pequeño navío con sondas, radar, equipos localizadores de la dirección, acondicionadores de aire, calefacción, cocinas y refrigeradores, sin atestarlo demasiado.

Con toda seguridad, ningún navío marino tendría secciones de jardines murales hidropónicos instalados, ni tampoco un yate auxiliar tendría, naturalmente, seis pares de circuitos cerrados de televisión con cámaras colocadas fuera de la vista en cada dirección posible. Aquella nave los tenía. Pero para Holmes la construcción de lo que Burke había diseñado era una tarea extremadamente atractiva.

Burke se divertía menos. Colocó una enorme plancha de metal en el taller y trabajó labrándola y dándole una forma especial, sacando de ella, del acero sueco, una serie de veinte núcleos magnéticos especiales, parecidos a la triple unidad que él consideraba había dado resultado. Cada una de las formas particulares tenía que destacarse del eje principal y, sin embargo, todos tenían que formar parte de ese eje cuando estuviesen completas. Luego tomó los núcleos que tenían que ser devanados con cable magnético, cubierto de plástico como si estuviera forrado. Después, un tubo de bronce tenía que cubrirlo por completo, sin que hubiese juego de ninguna clase en sus lados. El trabajo requería la habilidad de un joyero y la paciencia de Job. Y Burke había tenido bastante experiencia con otras construcciones para estar incierto acerca de si todo estaría bien en cuanto lo hubiesen terminado.

Los rusos enviaron una tercera estación del espacio, apuntando al asteroide M-387. Funcionó perfectamente. Tres días después, mandaron la cuarta. Unos días más tarde, la quinta. Su puntería con la quinta no fue demasiado buena.

Los sonidos sollozantes continuaban viniendo del espacio. El segundo mensaje era el mismo, pero los sonidos crujientes cambiaban. Había una variación sistemática y consistente en lo que aparentemente querían decir. Las estaciones especiales descubrieron la modificación. Cuando su informe llegó a los periódicos, Sandy entró en el taller para mostrar a Burke la noticia. Manchado de aceite y con rotos en la ropa de trabajo, el joven dejó su tarea y la leyó.

–¡Diablos! – exclamó-. ¡Debería tener a alguien vigilando esto! Me figuré que la segunda emisión estaba diciéndonos que algo cambiaría con el tiempo. Nos están cronometrando no sé qué. Deduzco que es un caso urgente o un ultimátum y que ahora nos avisan de que la crisis se va a producir de inmediato. ¡Pero yo estoy trabajando todo lo rápido que puedo!

–Algunas cajas con la marca «INSTRUMENTAL» llegaron esta mañana -dijo Sandy-. Son los embalajes más sólidos que he visto en mi vida. ¡Su solidez sólo hace juego con la de su precio!

–Llama a Keller -dijo Burke-. Dile que han llegado y que venga de prisa.

–¿Quién es Keller? – preguntó Sandy-. Y ¿cuál es su dirección?

Burke comenzó a balbucir cosas ininteligibles, fruto de su imaginación, y Sandy dijo: «¡Dimito!».

Un segundo después, Joe le había pedido perdón y aseguraba a Sandy que era un perfecto idiota. Naturalmente, la muchacha no pudo saber quién era Keller. Keller era un hombre que instalaría los instrumentos dentro de la nave. Burke la dio su dirección. Sandy no pareció afectarse.

Burke se pasó la mano por el cabello con un gesto de desesperación.

–Sandy -protestó-, sopórtame sólo un poco más. Dentro de unos cuantos días este trasto estará acabado y yo sabré si soy el primer imbécil de la historia o si acabo de conseguir algo que valga la pena. ¡Sopórtame como lo harías con uno que esté mal de la cabeza o con un niño delincuente o algo así! ¡Por favor, Sandy…!

Ella le volvió la espalda y salió del taller. Pero no se fue. Burke volvió a su trabajo.

Los rusos enviaron otro cohete. Se desvió de la ruta. Ahora había seis estaciones rusas no tripuladas en el vacío, de las cuales cuatro estaban alineadas razonablemente bien a lo largo de la ruta que debería seguir otro cohete tripulado; sólo faltaba un escalón más y el viaje sería posible. Los cohetes enviados por anticipado formaban una escala ingeniosa que se acercaba al problema de enviar a un hombre mucho más allá del espacio de lo que se había juzgado posible, pero era terriblemente arriesgado. Aunque en apariencia los rusos podían permitir correr tales riesgos. Los americanos no podían. Habían abrazado la política de gastar un dólar en lugar de un hombre. Era humanitario, pero causaba retrasos. Estaba la tendencia de seguir gastando dólares y de no dejar todavía que un hombre corriera con la aventura.

Los rusos tenían cuatro depósitos de combustible en línea en el espacio. Si una nave podía ir acercándose a ellos por turno y reaprovisionarse, podría hacer el viaje hasta el M-387 en ocho o diez semanas, en lugar de otros tantos meses. Pero no era fácil imaginarse tal éxito. En cuanto al modo de volver…

Los sonidos sollozantes seguían recibiéndose en la Tierra.

Un hombre bajito de fino cabello llegó a la «Burke Development, Inc.». Se llamaba Keller y su expresión era lo bastante apacible, pero era tan escaso en palabras que parecía casi mudo Sandy le contempló mientras desembalaba los instrumentos que contenían las imponentes cajas. Los mismos instrumentos no tenían ningún significado para ella. Se les veía que tenían diales y algunos campanillas de timbres. Uno o dos llevaban cosas inteligibles impresas en tiras de papel. Por lo menos uno de la última remesa era un computador. Keller lo desembaló reverente y se aseguró de que ni una mota de polvo podía alterar el funcionamiento de tan delicados aparatos. Cuando los llevó hasta el casco, aún cubierto por las maderas y la escayola, lo hizo con solemne cuidado de un hombre que transporta un tesoro.

Aquel día Sandy le vio hablar con Burke. Burke era el que hablaba y Keller sonreía y asentía. Sólo una vez abrió la boca para decir algo. Entonces pronunció hasta cuatro palabras. Después volvió feliz a sus instrumentos.

Al día siguiente Burke hizo lo que podría catalogarse como una prueba a baja presión de la larga barra de acero que había forjado tan dificultosamente y devanado con no menos cuidado antes de encerrarla en la carcasa exterior de bronce. Había estado trabajando en ello más de dos semanas.

Preparó el experimento con mucho cuidado. El modelo de quince centímetros había sido puesto para su disparo en el banco de trabajo y recibió energía tras un contacto instantáneo y fugaz del conmutador. El prototipo a escala natural estaba encerrado dentro de un bastidor de metal, que se mantenía sujeto por un cable de dos centímetros de diámetro a los cimientos del edificio. Si la pseudomagneto volaba a alguna parte, esta vez tendría que romper con una terrible fuerza restrictiva. El conmutador quedó descartado. Un condensador descargaría la energía a los devanados por medio de un rectificador. Habría entonces una emisión de corriente de duración infinitesimal.

Holmes comunicó las noticias. Se llevaba muy bien con Pamela por aquel tiempo. Al principio no parecía importarle su aspecto. Luego Pam tomó medidas para distraerle de su total entrega al trabajo y el hombre respondió. En la actualidad, tendía a trabajar vestido con mono y a cambiarse en un atuendo más social antes de acercarse a la oficina. Sandy lo encontró cepillándose los zapatos una vez y se lo dijo a Pam. Su hermana sonrió satisfecha.

Se acercó Holmes al despacho y dijo con suma amabilidad:

–Ha llegado el momento de la verdad… o habrá llegado dentro de escasos minutos.

Sandy levantó la vista ansiosa.

–¿Eso es una invitación para que presenciemos el asesinato? – preguntó Pam.

–Burke va a poner en funcionamiento esa cosa que ha devanado a mano y que corresponde al modelo pequeño que ya experimentó. Está preocupado. Encuentra siete mil razones para que no funcione. Pero si no lo hace, se pondrá enfermo. – Holmes miró a Sandy-. Yo creo que le serviría de alivio que alguien le cogiese la mano entre las suyas en el momento crítico.

–Iremos -dijo Sandy.

Pam se levantó de detrás del escritorio.

–Ella no le cogerá la mano -explicó a Holmes-, pero estará allí en caso de que haya qué recoger sus pedazos. ¡Los pedazos de él!

Cruzaron el espacio abierto en dirección al cobertizo-taller. Era una mañana ordinaria de trabajo. La masa de maderos y viguetas y escayola, formando un molde para algo que no se veía en el interior, era lo único que estaba a la vista. Junto al cobertizo-taller había huellas profundas de ruedas de camión. Uno de los trabajadores salió por la puerta lateral y lió y encendió un cigarrillo.

–No se permite fumar dentro -dijo Holmes-. Estamos fijando las cosas en su sitio con plástico.

Sandy no le oyó. Fue la primera en entrar en el taller. Burke daba la vuelta al objeto que tanto trabajo le había costado. Ahora parecía ser una simple pieza de cañería de bronce de unos cinco metros de largo y veinte centímetros de diámetro, con los extremos cerrados. Estaba plantada en el centro de un envoltorio o armadura metálica, de plancha, que se sujetaba al lugar mediante cables. Burke examinó la resistencia eléctrica de un par de cables rojos y luego de los blancos. Después de otros forrados de caucho negro, que salían de un extremo de la fantástica tubería.

–El público está aquí ya -dijo Holmes.

Burke asintió.

–Voy a conectar un mínimo de fuerza -dijo casi excusándose-. Quizá no ocurra nada. Es una especie de tontería.

Las manos de Sandy se retorcieron una vez más cuando Burke le dio la espalda. El ingeniero hizo conexiones, aspiró profundamente y dijo con voz tenue:

–Ahí va eso.

Dio al conmutador.

Se produjo un crujido. Fue terriblemente alto… Como si algo se rompiese. Comenzaron a caer ladrillos. El extremo de la armadura metálica saltó por una esquina. Los cables de acero cedieron lanzando notas musicales que bajaron de tono cuando la tensión en ellos disminuyó. Una punta del andamio había desaparecido, arrancada, rota, arrojada a un lado. Se produjo un agujero en la pared de ladrillos, de casi treinta centímetros de diámetro.

El objeto de cinco metros había desaparecido. Pero oyeron un zumbido agudo que disminuyó con la distancia.

Aquella tarde los rusos anunciaron que la estación tripulada había partido hacia el asteroide M-387. Naturalmente, retrasaron el anuncio hasta que estuvieron satisfechos del disparo. Cuando lo comunicaron al mundo, el cohete estaba a ochenta mil kilómetros de distancia, habían recibido un mensaje de su piloto y predecían que el cohete tomaría contacto con el M-387 en cuestión de siete semanas.

En un rincón de una página interior de los periódicos de la tarde había una noticia diciendo que un meteorito cayó en un campo de labor a unos cincuenta kilómetros de donde el aparato construido por Burke salió volando. Creó un cráter de seis metros de diámetro. No pudo ser examinado porque estaba cubierto de hielo.

Burke tenía poco tiempo para recobrarlo. Pero era necesario. Especialmente desde que la nave rusa había salido de la Tierra. Explicó que era un envío para su fábrica, caído de un aeroplano, pero el propietario del campo de labor se mostró dudoso. Burke tuvo que pagarle mil dólares para conseguir hacerse creer.

Aquella noche, volvió a tener su persistente pesadilla. Las señales aflautadas estaban muy claras.

IV

La gente dejó de súbito de interesarse por las noticias referentes a las señales. Mejor dicho, prefirieron dejar de pensar en ellas. La gente estaba asustada. A través de la historia de la humanidad, la más horripilante de las ideas había sido siempre la que concebía a algún ser tan inteligente como el hombre pero que no fuese humano. Espíritus infernales, fantasmas, diablos, hombres lobos, almas en pena… todo eso había despertado un terror enloquecedor en quienes creían en esa serie de engendros. Porque eran inteligentes aunque no humanos.

Ahora, de repente, el mundo parecía comprobar que había «Algo» en una diminuta roca errante del espacio. Algo que enviaba señales a la Tierra, señales evidentes. Ese algo tenía que ser inteligente para poder enviar ondas de radio desde una distancia de cuatrocientos treinta y cinco millones de kilómetros. Pero no era un hombre. Por lo tanto era un monstruo. Por lo tanto era horrible. Por lo tanto era mortífero e intolerable y asustaba, y los seres humanos de pronto exigieron no tener más noticias de él. Quizá creían que si no le hacían el menor caso, «eso» se marcharía aburrido.

La circulación de la prensa decayó. Las ventas de revistas gráficas quedaron reducidas prácticamente a cero. Una avalancha de cartas histéricas pidió que las cadenas radiofónicas quitaran de sus programas la mención de cosas tan caóticas. Y esta reacción no tuvo lugar sólo en América. Un violento sentimiento antiamericano se despertó en Europa, que los psicolólogos analizaron achacándolo a un resentimiento causado por el hecho de que habían sido americanos quienes respondieron a la primera emisión. Si no hubieran contestado a aquella primera serie de señales, no se hubiera producido la segunda. Pero también se alzó un más violento sentimiento contra Rusia, porque los rusos habían disparado a un hombre para que se metiera con el monstruo que gemía tan plañideramente. Esta antipatía hacia el espacio causó menos trastornos políticos en el Kremlin, en donde todo se resolvió haciendo que un individuo cuyo nombre acababa en «of» fuera degradado a un rango oficial mucho menor, para que alguien cuyo apellido acababa en «sky» ocupara su lugar. Aquello calmó parcialmente al pueblo ruso, pero apenas tuvo otros efectos. El mundo estaba asustado. Buscaba una víctima, o unas víctimas, de su miedo. Antaño, se quemaba a las brujas para de ese modo calmar los terrores que originaba la ignorancia y los infestados en tiempos de pestilencia eran ejecutados para tranquilizar a los supervivientes, haciéndoles comprender que la enfermedad acababa con los mismos enfermos y que desaparecidos éstos nada había que temer de nuevos contagios. Pero el siglo XX era distinto… y en el fondo igual.

Nacieron organizaciones con el oficial y desapasionado propósito de procurar que cesaran inmediatamente las investigaciones espaciales. Incluso otras organizaciones más violentas pidieron el castigo de todo aquel que hubiese considerado deseable viajar por el espacio. El Congreso disminuyó en varios cientos de millones la asignación presupuestada para la construcción de un proyectil dirigido con destino a las exploraciones del espacio. Un pobre chiflado en Santa Mónica, California, reveló que había construido en el patio trasero de su casa una cosa que él llamó nave espacial con el fin de responder a las señales del M-387. El pobre diablo trataba de conseguir que una comisión oficial inspeccionara su obra con el propósito de arbitrarse dinero para finalizar el trabajo y colocar los mecanismos impulsores. Era un cacharro construido de madera contrachapada y ni el más optimista de los mortales hubiera imaginado que aquella masa podría despegar alguna vez del suelo, pero una turba enfurecida asaltó la casa, quemó la pueril «espacionave» y habría linchado a su constructor si se les hubiera ocurrido mirar el interior de la alacena en donde se ocultaba el hombre medio tapado por las verduras y los demás comestibles. Otros chiflados más sensibles a los sentimientos del público, anunciaron la recepción de mensajes dirigidos al distante «Algo». Los mensajes, decía esta segunda clase de perturbados, eran informes de espías desembarcados en la Tierra desde platillos volantes en las últimas décadas. A esto siguió inevitablemente una inundación de gentes que afirmaban haber visto partidas de desembarco del M-387, y en Peoria, Illinois, un grupo de excursionistas divisó un objeto no identificado volante que tenía la forma de una cuchara de sopa, formando el mango una especie de cola. Los periodistas expertos anticiparon reportajes sobre la aparición de objetos voladores diversos, tales como cuchillos y tenedores, y pronto todo el mundo pensó en tales disparates considerándolos la cosa más normal y corriente.

Sandy convocó una reunión con objeto de tratar sobre la seguridad general. Por aquel entonces la muchacha no tenía buen aspecto. Estaba preocupada. Otras personas podían pensar en los mensajes del espacio, pero Sandy tenía que concentrar sus pensamientos en algo más concreto. Seis meses antes, la construcción que tenía lugar dentro del molde de escayola hubiera producido risa, una risa llena de tolerancia, y hasta las personas más confiadas en la humanidad se hubieran mostrado incluso respetuosas con la obra. Pero ahora cualquier trabajo de aquella índole constituía algo intolerable para la opinión pública. Los periódicos, que habían visto mermada su circulación por publicar noticias del espacio y sobre la posibilidad de viajes interplanetarios, volvían a recuperar lectores atacando a las gentes que habían respondido a la primera emisión. Y, naturalmente, desaprobando la idea de investigar el espacio, todo aquel que se relacionaba con esto se hacía sospechoso de subversión.

–Hoy vino un periodista -dijo Sandy-. Me informó de sus deseos de hacer un reportaje sobre la historia del nuevo éxito de «Burke Development Inc.» el nuevo proyectil dirigido capaz de volar cincuenta kilómetros y congelar todo a su alrededor cuando tomaba tierra. Yo le dije que eso había caído de un aeroplano y que el último proyecto que estábamos acabando iba destinado a «Interiors, Inc». Pero él me contestó que había hablado con uno de los hombres del señor Holmes y que sabía a ciencia cierta que estábamos preparando algo terrible por bajo mano.

Burke pareció sentirse inquieto.

–No hay ninguna ley que nos impida hacer lo que estamos haciendo -dijo Holmes molesto-, pero cualquier día alguien puede obtener del Congreso un decreto que sí constituya un obstáculo legal para nuestros trabajos.

–Eso sería razonable quizás en otras circunstancias. Para cada descubrimiento existe su tiempo determinado. Hay invenciones que serían perjudiciales para la humanidad si se lanzaran cuando los hombres todavía no estaban en condiciones de recibirlas. ¡Pero el momento de las naves, espaciales ha llegado ya! – exclamó Burke.

–¿Sí? – preguntó Pam levantando las cejas.

–Esas señales han de ser investigadas -explicó Burke-. Ahora es necesario. Pero si nuestra empresa particular hubiera empezado, digamos, dos años antes, quizá la cosa hubiera sido mala en general. ¡Pensad en lo que hubiese ocurrido si la fisión atómica hubiera sido descubierta diez años antes de la Segunda Gran Guerra! Los descubrimientos científicos se habrían publicado con la mayor naturalidad en todo el mundo. Cualquiera habría sabido el modo de hacer bombas atómicas. Hitler las habría fabricado, lo mismo que Mussolini. ¿Y cuántos de nosotros viviríamos?

–El periodista -interrumpió Sandy- quería hacer un reportaje completo de lo que la «Burke Development» está fabricando. Yo le dije que estabais trabajando en un modelo de refugio antiaéreo y antiatómico para después, si daba resultado, fabricarlo en serie. Entonces me preguntó si el cohete que tú disparaste a través del edificio del taller formaba parte del proyectado refugio. Le contesté que no había habido tal disparo, pero no me creyó.

–¿Y quién te creería? – preguntó Holmes.

–¡Hummm! – murmuró Burke-. Dile que venga a ver lo que estamos haciende. La nave puede pasar muy bien por un refugio antiaéreo. Las paredes con cultivos hidropónicos tienen sentido en tal proyecto. Voy a ordenar que excaven un gran agujero esta misma mañana para probar que tenemos intención de meter en él lo que hay dentro del molde de escayola. Haré cuanto pueda para que parezca que vamos a enterrarlo todo. De todas maneras es lógico que un refugio antiaéreo sea enterrado.

–¿Quieres decir que le vas a permitir entrar a ese periodista? – demandó Sandy.

–¡Claro! – contestó Burke-. La gente cree que los inventores están un poco chiflados. Y en parte tienen razón. Voy a hacer creer u ese periodista que estamos fabricando un costosísimo refugio, demasiado caro para que lo pueda adquirir una familia de la clase media. Parecerá típico de la mente de un inventor, tal y como la consideran los periodistas. De todas maneras, cada quién cree de buena gana que los demás están un poco locos. ¡La estratagema dará resultado!

–Sandy y yo vivirnos en una casa de huéspedes -dijo Pam con suavidad-. Tú no te preocupas de cosas así, pero un hombre educadísimo y muy atractivo vino a alojarse en nuestra misma pensión hace un par de días… poco después de que ese artefacto saliera volando sólo hasta cubrir cincuenta kilómetros. Ese tipo ha estado intentando trabar amistad con nosotras…

Holmes frunció el ceño, emitió un gruñido y apareció asombrado y confuso cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Pam añadió animosa:

–La mayor parte de las noches tengo trabajo, pero me parece que buscaré una ocasión y le permitiré que me lleve al cine. Así me será fácil hablar de vosotros tratándoos de lunáticos -añadió.

–Haré el agujero lo bastante grande para que sea convincente -dijo Burke-. Sandy, celebra consultas con quien tenga una grúa capaz de levantar el refugio y depositarlo en su agujero cuando esté terminado. Si demostramos querer enterarlo, nadie sospechará que nuestras intenciones son muy otras.

–Pero, ¿por qué hacer el agujero en realidad? – preguntó Sandy.

–Para colocar en él nuestra aeronave -respondió Burke-. Necesito poder controlarla o no llegará a ser algo más que un refugio antiaéreo.

Keller, el encargado del instrumental, había escuchado con creciente interés, pero sin decir palabra. Ahora hizo un ruido indefinible y miró inquisitivo a Burke.

–El eje motriz o como se le quiera llamar -explicó Burke-, es decir, lo que encierra los devanados, puede salir volando o no… se trata de una magneto que no magnetiza o del infierno sobro ruedas. El prototipo salió disparado y recorrió cincuenta kilómetros aplicándole energía eléctrica suficiente tan sólo para causar un leve calambre a cualquiera de nosotros. La fuerza impulsora le vino de no sé dónde. Creo que el hecho de que congelase todo lo que le rodeaba cuando aterrizó, a pesar del calor que indudablemente tuvo que producir la fricción del aire, puede darnos una pequeña pista. Tengo algunas ideas sobre el asunto.

Keller asintió. Luego dijo apremiante:

–¿Y las emisiones?

Burke frunció el ceño y se volvió a Sandy.

–Esa parte de la emisión del espacio -preguntó-, ésa que cambia, ¿sigue cambiando?

–Todavía cambia -respondió Sandy.

–No se me ocurrió pedirte que continuaras comprobándolo. Gracias por haber pensado en ello, Sandy. Muchas gracias. Quizás algún día pueda pagarte lo que estás haciendo por mí… cuando todo haya acabado…

–Lo dudo mucho -respondió Sandy muy seria-. Voy a telefonear a ese periodista concertando una visita con él.

Esperó a que se marcharan todos. Cuando se hubieron ido, se dirigió hacia el teléfono.

–¿Oíste el gruñido que lanzó Holmes cuando dije que iría al cine acompañada por nuestro compañero de pensión? ¡Me estoy divirtiendo, Sandy! – exclamó Pam.

–Yo no -repuso Sandy.

–Eres demasiado eficiente -dijo con candidez la hermana menor-. Te haces indispensable. Burke no hubiera podido poner esto en marcha sin ti. Y esa es la lástima. Debieras ser irresistible en vez de esencial.

–No con Joe -exclamó Sandy amargamente.

Tomó el teléfono y llamó al periódico. Pam se quedó muy reflexiva, mucho.

Había un hoyo profundo excavado junto al molde de escayola cuando llegó el reportero a la tarde siguiente. Un aparejador de la localidad, llegado un poco antes, todavía estaba allí, calculando el coste de la operación de elevar el contenido del molde y bajarlo hasta situarlo en el lugar preciso donde sería enterrado y puesto a prueba como refugio antiaéreo. Fue una coincidencia afortunada, porque el periodista trajo consigo a otros dos hombres que dijeron pertenecer al servicio oficial de protección civil. Habían ido a interesarse por las cualidades del refugio antiaéreo que se estaba construyendo. No fue demasiado convincente la impresión que se llevaron.

Una vez se hubieron ido, Burke se sintió inquieto. Aquellos dos inspectores conocían demasiado bien la clase de materiales y equipo que él había pedido. Uno de los dos dejó escapar el comentario de que sabía que Burke había encargado un costosísimo computador. Aquel instrumento era inconcebible en un refugio. Ambos hombres se molestaron en hacer saber a Burke que conocían muy bien el hecho de cierto objeto caído a cincuenta kilómetros de allí y cubierto de hielo que más bien parecía fruto de aire líquido que producido por vapor de agua por debajo de su punto de congelación. Burke no hizo comentarios. Se mostró extraordinariamente inquieto cuando el coche del periodista se fue, llevándose consigo a los dos inspectores.

Entró en el despacho. Pam estaba a punto de estallar en sus peculiares risitas.

–Uno de ellos -explicó-, es el hombre encantador que se ha venido a vivir en nuestra casa de huéspedes. Quiere llevarme al cine. ¿Te das cuenta de que su visita ha coincidido con mi hora de almorzar? Él me preguntó hace días que a qué hora solía ir a comer ordinariamente…

Holmes entró. Frunció el ceño.

–Uno de mis trabajadores dice que esos tipos le han estado invitando a beber y le han hecho bastantes preguntas referentes a lo que estamos haciendo.

Burke frunció el ceño también.

–Dentro de tres días podremos dejar que tus hombres se vayan a casa.

–Voy a empezar a cargar la nave -anunció Holmes de improvisto-. Uno no sabe cómo estibarlo todo. Especialmente tú, que no eres aficionado a la navegación.

–Pero todavía no he logrado controlar el eje impulsor -exclamó Burke.

–Ya lo lograrás -gruñó Holmes.

Salió. Pam volvió a sus risitas.

–No quiere que vaya al cine con ese encantador inspector del servicio de protección civil -dijo dirigiéndose a Burke-. Pero me parece que será mejor dejarle creer que me soborna comprándome palomitas de maíz y del modo más inocente del mundo dejar caer que Sandy y yo sabemos que te han avisado diciendo que esos refugios no encontrarán buen mercado a menos que se puedan vender por lo que pudiera costar un cuarto de baño extra. Pero que si tú quieres ir a la ruina, a nosotras nada nos importa.

–Concededme tres días más -se limitó a decir Burke embarazado.

–Lo intentaremos -respondió de pronto Sandy-. Pam puede concertar una doble cita con uno de los amigos de sus amigas y entre las dos trataremos de conseguir algo.

Burke frunció el ceño completamente absorto en sus pensamientos y salió. Sandy pareció congestionarse de indignación. Burke ni siquiera había esbozado una leve protesta ante la idea de ella de salir con otro hombre.

Burke tomó a cuatro de los hombres de Holmes e hizo que le ayudasen a llevar rodando el eje impulsor de bronce hasta el hoyo, instalándolo en él, dentro de una especie de cuna hecha de madera. Si se le movía, se introduciría más en el suelo.

La más trivial de las deducciones mostraba que cuando el eje motriz de bronce había viajado cincuenta kilómetros, no había sido debido a la débil energía producida por la descarga de un condensador. Por tanto, la verdadera energía había tenido que provenir de cualquier otra parte. Burke se había hecho ya una somera idea de cuál era la fuente de energía.

Inspeccionó el eje motriz. Los núcleos y devanados los había adaptado del arma transparente vista en sus sueños -aquellos núcleos y bobinados no formaban campos electromagnéticos-. Por eso todo el conjunto no tenía nombre científico todavía. Cuando la corriente fluye a través de un normal electromagneto, los polos de sus átomos quedan más o menos alineados. Tienden a señalar en una única dirección. Pero en aquel conjunto de cables y hierro no se producía ningún campo magnético, no obstante el movimiento desordenado de los átomos dentro de la estructura cristalina propia del metal, originaba una tensión coordinada. En tal núcleo, que Burke había formado y repetido a lo largo de toda la longitud del eje motriz, todos los iones trataban de moverse en una única dirección al mismo tiempo. Por simultaneidad, una terrible fuente de corriente aparecía en las bobinas. Toda la materia del eje desarrollaba una enorme velocidad hacia uno de los polos. Era la energía calórica contenida en el metal, convertida instantáneamente en energía cinética. Y cuando la energía calórica se transforma en cualquier otra, el cuerpo, en este caso el eje y sus envolventes, se enfría.

Una vez comprendido este fenómeno, el control era sencillo. Una inductancia variable en serie con los devanados lo regulaba todo. En cierto sentido, el conjunto era una magneto con inducción negativa, es decir, de signo negativo. Cuando una inductancia suplementaria conectada en serie y de signo positivo reducía a cero la autoinducción, neutralizando la polaridad negativa, el ingenio enormemente poderoso se convertía en una cosa dócil. Luego, una corriente pequeña originaba un débil impulso, afectando sólo a parte de la corriente calórica de átomos y moléculas. Una corriente más fuerte producía mayor impulso. El parecido con una electromagneto persistía. Pero la total inductancia debía quedar cerca del cero o desarrollaría un impulso ultraviolento hacia adelante, calculable sólo en millares de gravedades.

Burke había trabajado en aquello durante tres semanas, pero el desarrollo de un sistema de control le llevó apenas cuatro horas.

Aquella misma noche introdujeron el eje motriz de bronce dentro de la nave. Encajaba perfectamente en el sitio que le habían dejado. Burke sabía ahora a la perfección lo que estaba haciendo. Se situó ante los controles. Era capaz de producir un impulso tan débil que el molde de madera y escayola crujiera y vibrase. Pero sabía que a su voluntad podía hacer que toda aquella masa saltara incontenible del lugar en que se hallaba.

Holmes envió a casa a sus trabajadores. Sandy y Pam se fueron al cine con los dos tipos tan amables que trataron de sonsacarlas cuanta información supieran acerca de los trabajos de Burke, Holmes y Keller. Aquellos dos hombres no creyeron en la información obtenida, pero sí quedaron convencidos de que Pam y Sandy sí creían lo que les dijeron. Para ellos, la combinación del objeto hecho por Burke que voló cincuenta kilómetros, más la presencia de Holmes, constructor de yates con casco de plástico, y la llegada de Keller para ajustar unos instrumentos de los que tenía una lista completa -cosas así no pueden ocultarse-, constituía una prueba de que todo aquel asunto ofrecía aspectos oscuros. Pero sintieron lástima de aquellas dos chicas tan guapas y tan poco inteligentes que podían verse envueltas en un serio jaleo.

Holmes y Burke instalaron controles de dirección, cableando, montando instrumentos, etc. Depósitos de agua y oxígeno, sólo para ser utilizados en caso de emergencia, quedaron fijos dentro de la construcción de escayola y plástico. Holmes tomó martillo y cincel y con trabajo rajó el molde, para que la mitad superior pudiera ser levantada, dejando el morro de la espacionave medio expuesto al sol y al aire.

Entonces la emisión del espacio cesó. Se había estado recibiendo sin solución de continuidad desde algo así como cinco semanas; una nota aguda y monótona cada dos segundos, junto con una emisión más larga de sonidos aflautados cada setenta y nueve minutos. Ahora, comenzó un nuevo y tercer mensaje. Era otro agrupamiento de tonos musicales, con un intervalo superior de crujidos específicos.

Keller había ajustado ya cada instrumento y con deleite los comprobaba una y otra vez. Burke le pidió que viera de comparar el tercer mensaje con el segundo. Keller pasó las dos grabaciones efectuadas por un sinfín de aparatos, satisfecho de la tarea, y no tardó en aparecer la respuesta.

Los periódicos ofrecieron nuevos titulares: «Ultimátum del espacio», decían en grandes letras. «Amenazas de los desconocidos viajeros espaciales.» Y presentaban la situación afirmando lógicamente que el tercer mensaje del vacío constituía una amenaza.

El primero había sido una llamada solicitando respuesta. Cuando llegó la contestación de la Tierra, un segundo mensaje reemplazó a la llamada. No contenía las notas fluidas y aflautadas que podrían considerarse como posibles palabras, sino crujidos que podrían equivaler a números. Los continuados sollozos entre las repeticiones del segundo mensaje eran con toda evidencia una señal direccional que debía conducir hasta la fuente emisora de los mensajes.

Por estas deducciones, los periódicos afirmaban furiosos que al tercer mensaje era una amenaza. El primero sólo había sido un aviso, el segundo, una orden a las entidades que respondieron, y el tercero era una firme reiteración de la orden anterior, reforzada con amenazas.

A la raza humana no le gusta que le amenacen, en especial cuando se siente inerme. En los Estados Unidos hubo tal explosión de resentimiento que fue necesario recurrir a la oratoria de las principales figuras públicas. El Presidente declaró que cada proyectil dirigido existente en los almacenes de la nación había sido equipado con cabezas. atómicas y que cualquier espacionave extraña que apareciera en los cielos de América sería derribada de inmediato. El Congreso votó un crédito para construir más cohetes de guerra, que sufrió un retraso de seis días porque cada senador y representante quería hacer un discurso en apoyo de tal crédito. Fue la cantidad más grande sometida a aprobación del Congreso en toda la historia, una cantidad que menos de cinco semanas antes había sufrido una rebaja de doscientos millones, ya que se creía un derroche excesivo invertir todo ese dinero en la investigación de cohetes espaciales dirigidos.

Y en Europa reinaba un verdadero frenesí.

Para Burke y Holmes y Sandy y Pam y el sonriente y mudo Keller, la situación revestía mortal gravedad. La furia que el público sentía era ya de por si un peligro. Las sospechas de personas desconocidas inundaban el F.B.I. y la Agencia del Espacio con informaciones acerca de individuos que con toda seguridad se dedicaban a proporcionar secretos militares a los viajeros del espacio del M-387. Había informes sobre seres que se ocultaban en las ciudades americanas tras espesas patillas y grandes gafas de sol, destinadas a ocultar sus rasgos extrahumanos. Artistas, anacoretas y los meros aficionados a llevar barba, encontraron prudente afeitarse y los espiritistas, pitonisos y, en el Sur, los herbolarios, hicieron verdaderas fortunas vendiendo predicciones y remedios aconsejando el modo o dando la receta de escapar a la aniquilación inminente que sobrevendría del espacio.

Y la «Burke Development, Inc.», estaba construyendo algo que ni la Defensa Civil ni el F.B.I. creían fuera un refugio antiaéreo.

Los tres días que Burke necesitaba habían pasado. Y un cuarto. Él y Holmes dejaron prácticamente de dormir para acabar con lo que quedaba pendiente dentro del molde de plástico. Keller completó felizmente sus circuitos y esquemas y se los llevó a Burke. Sus observaciones demostraban que los crujidos, presumiblemente números, se habían extendido. Lo que decían era una nueva escala. Si los números habían querido significar antes meses o años, ahora podían significar días y horas. Si habían tratado de representar millones de kilómetros, ahora trataban de decir miles o cientos de ellos.

Burke estaba tratando de comprender todo aquello cuando llamaron a la esclusa de aire por que se entraba y salía de la nave desde que la instalaron en su sitie definitivo de partida. Holmes abrió la puerta interior. Sandy y Pam atravesaron la abertura lateral en vez de hacerlo por la entrada superior. Sandy miró a Burke.

–Creíamos que el trabajo estaba casi terminado y queríamos verlo -dijo Pam con amabilidad-. ¿Cómo se cierra esta puerta?

Holmes se lo enseñó. El navío construido dentro del molde no parecía tan largo como prometía a juzgar por superestructura exterior. Tenía también un aspecto ridículo, extraño, porque todo estaba acostado. Había dos compartimientos con una escalera de hierro comunicándolos entre sí, pero la escala yacía en el suelo. Los jardines murales tenían un aspecto lozano gracias a las lámparas fluorescentes que mantenían a la hierba y a la vegetación florecientes. Por todas partes se veían instrumentos y diales.

Sandy fue al lado de Burke.

–Casi lo tenemos listo -dijo Burke cansadamente-. y Keller acaba de demostrar lo que son las señales.

–¿Podremos ir con vosotros? – preguntó Sandy.

–Claro que no -contestó Burke-. El primer mensaje era una llamada de socorro. Tenía que serlo. Sólo una llamada de socorro daría detalles para que cualquier escucha supiese que era importante. Pedían ayuda y decían quién la necesitaba, y por qué y dónde.

Pam se volvió hacia Holmes.

–¿Puede abrirse la esclusa desde el exterior? – preguntó.

No podía hacerse. Especialmente estando cerrada y asegurada como lo estaba en aquel momento.

–Alguien de la Tierra respondió a la llamada -prosiguió Burke-, y el segundo mensaje aclaró en qué consistía el peligro. Creemos que los crujidos son números que indican cuánto tiempo pueden esperar la ayuda, o algo así. Y después está la señal que obra como radiofaro mostrando el camino a quienquiera que acuda en ayuda.

Keller sonrió complacido a Pam. Hizo una conexión eléctrica y comprobó satisfecho el resultado.

–Ahora tenemos el tercer mensaje -dijo Burke-. El tiempo corre para quien necesita el auxilio que está pidiendo con urgencia. Los crujidos que parecen números han cambiado. Son lo que podríamos llamar escalas de información, nuevos informes matemáticos. Nos dicen cuánto pueden aguardar o lo grave de su situación. Expresan que el tiempo pasa y nos acucian diciendo: «¡Apresuraos!»

Se oyó un sonido como si alguien llamara a la puerta. Sólo Sandy y Pam parecieron no sorprenderse. Burke quedó inmóvil.

–Es la policía -dijo Sandy con aplomo-. Fuimos al cine con esos tipos que querían que hablásemos de ti, Joe. Ayer, uno de ellos me confió que tú eras peligroso y me dijo que si sabía lo que me convenía, sería mejor que no acudiese hoy a la oficina. Eso es lo que hemos hecho, no hemos ido a la oficina, ¡nos hemos venido aquí! Ten en cuenta que pueden haber disparos. Nos lo aseguró el tipo ese.

Burke soltó un juramento. Se oyeron más golpes en la puerta. Esta vez efectuados con mayor energía.

–Si tratas de hacernos salir -prosiguió Sandy con aire de triunfo-, tendrás que abrir esa puerta y la policía encontrará un modo fácil de entrar y… ¿qué pasará entonces?

Keller acabó de comprobar el último instrumento. Miró a los demás con ojos excitados. Aguardó.

–No sé qué cargos pueden aducir para arrestarte -prosiguió Sandy-, si es que quieren hacerlo, a no ser que sea por realizar prácticas de artillería sin permiso. ¡Pero lo que sí sé es que no puedes hacernos salir! ¡Sabes perfectamente bien que a menos que hagas algo en seguida, esa gente se abrirá paso hasta aquí dentro sin reparar en medios!

–¡Maldita sea -exclamó Burke-, os digo que no me impedirán que compruebe si este chisme funciona!

Hizo girar su silla, firmemente atornillada a una pared, y comenzó a pulsar botones.

–¡Agarraos bien! – gritó irritado-. ¡Cuanto menos veremos si…!

Se oyeron fuertes chasquidos. Hubo crujidos. La estancia de agitó. Diose la vuelta de un modo increíble. Del exterior llegaba un imponente estrépito. De repente, una pantallita de televisión, sita ante Burke, mostró una imagen. Era del mundo exterior tambaleándose locamente. Holmes se agarró a un saliente y rodeó con su brazo a Pam. Evitó que la muchacha se cayera cuando una pared lateral se convirtió en el suelo y lo que hasta entonces había sido suelo se transformó en pared. Parecía que todo el cosmos cambiaba, a pesar de que lo único que cambiaba de posición eran las paredes, el suelo y el techo.

De súbito, todo pareció normal y nuevo a la vez. La superficie inferior estaba cubierta de una espesa alfombra de caucho. Las secciones de muros hidropónicos tomaron una posición vertical. Burke estaba sentado pero erguido y algo encima de su cabeza giró media vuelta y se quedó quieto. Pero una capa de hielo lo cubrió.

Más chasquidos. Más pantallitas de televisión mostraron imágenes. Surgió en una de ellas la pequeña construcción que constituía el despacho de la «Burke Development, Inc.» destacándose de un decorado vacilante. El panorama se niveló. Por otras pantallas se veía el cobertizo-taller. Una pantalla mostraba formaciones de nubes brillantes y claras. Y otras mostraron un pequeño, pero formidable, conjunto de hombres armados retrocediendo instintivamente y desapareciendo del campo de las lentes de televisión.

–Pues por lo menos, funciona -dijo Burke-. Ahora…

Se tuvo la impresión de hallarse dentro de un ascensor rapidísimo. Tal sensación suele durar una fracción de segundo. Aquélla prosiguió más tiempo. Una de las pantallas televisoras mostró a la.«Burke Development, Inc.» vista desde la vertical. Los edificios y los hombres y el terreno colindante disminuyeron de tamaño con rapidez. Pronto fueron diminutos en exceso y la ciudad cayó dentro del campo de visión de la cámara hasta que una nube de vaga blancura se interpuso.

–¡Diablos -exclamó Burke-. Ahora darán la alarma a los aviones de combate y a las instalaciones de cohetes, decidirán que somos traidores o espacianos disfrazados y tratarán de derribarnos. ¡Me parece que lo mejor es seguir subiendo!

Keller asintió con gestos mientras los ojos le brillaban. Burke parecía preocupado.

–No debe costar ni diez minutos enviarnos un cohete autodirigido. Con toda seguridad el radar ya nos habrá localizado… Nos encaminaremos hacia el norte. De todos modos tendríamos que hacerlo…

Pero se había equivocado en lo de los diez minutos. Pasó un cuarto de hora antes de que pudieran divisar un cohete cuya trasera dejaba escapar un torrente de humo de sus motores. El artefacto enderezó su rumbo y enfiló hacia la nave.

V

Desde suficiente altura y distancia los repetidos ataques del cohete podrían haber aparecido como los anillos y retortijones de una gigantesca serpiente. Dejaba tras de sí un tortuoso reguero de humo que se parecía bastante a una serpentina. Subía y bajaba, como una monstruosa pitón lanzándose contra alguna invisible presa. Seis, siete, ocho veces se lanzó frenética contra el diminuto navío en forma de huevo que atravesaba el espacio. Cada vez falló y se retorció dispuesta a volver a atacar.

Luego se le acabó el combustible y para todos los intentos y propósitos dejó de existir. El grueso y opaco reguero comenzó a disiparse. El vapor se desparramaba. Se extendía desgarradamente, en harapos insubstanciales que el cohete ya muerto cortaba una y otra vez en su larga caída sin fin.

Burke cautelosamente disminuyó la fuerza impulsora y con torpeza hizo que su nave diese la vuelta por un lado, dirigiéndose hacia el norte. El estado de cosas dentro del vehículo espacial mostraba una intolerable tensión.

–Son un conductor novato -dijo Burke-, y esto es bastante difícil de dirigir. – Miró al manómetro exterior de presión-. No hay aire ahí afuera. Debemos estar a unos ochenta o cien kilómetros de altura y quizá seguimos subiendo. Pero no sufrimos escape de aire.

En realidad el navío de plástico estaba a cien kilómetros de altura. El soleado mundo allá abajo mostraba retazos blancos de nubes de unas formas que cualquier meteorólogo hubiese encontrado interesantes. Burke podía ver el valle del río San Lorenzo entre las blancas zonas. En la superficie de la Tierra se veía curiosamente escorzada. Lo que estaba abajo parecía perfectamente llano y en el borde del mundo todo se veía distorsionado e irreal.

–¿Cómo hemos podido escapar de ese cohete? – preguntó Holmes aún pálido.

–Aceleramos -le contestó Burke-. Era un cohete defensivo. Estaba diseñado para derribar a los bombarderos a reacción o a los proyectiles balísticos que viajan a una velocidad constante. Los proyectiles que buscan el blanco pueden sólo localizarlo a través del eco de su radar y son capaces de destruir a un navío costero, pero al que va a más alta velocidad porque sus computadores predicen dónde estará su blanco, viajando a velocidad contante, todos son interceptados. Nosotros no estamos nunca en el lugar preciso. Acelerábamos. Existía una teoría de los proyectiles autodirigidos que no podían medir la aceleración ni calcularla. Por eso no nos ha alcanzado.

Cuatro de las seis pantallas de televisión mostraron el cielo azul oscuro con luces centelleantes. Sobre una de ellas se veía la rotunda superficie del Sol, convertida lo blanco en negro, es decir en apariencia de negativo fotográfico, porque la luz era demasiado grande para ser registrada de una manera normal. La otra pantalla mostraba la Tierra.

Hubo una especie de susurro y Keller miró a Burke.

–¿Cohete? – preguntó Burke. Keller sacudió la cabeza-. ¿Radar? – Keller asintió.

–Debe ser la línea D.E.W -dijo Burke con tono preocupado-. No sé si tienen cohetes que pueden alcanzarnos. Pero sé que los aviones de combate no pueden llegar a esta altitud. Quizá puedan arrojarnos una corriente o una cortina de cohetes desde los aviones, sin embargo… No conozco su alcance.

–¡No deberían hacernos eso a nosotros! – exclamó Sandy inquieta-. No somos criminales. ¡Al menos podían preguntarnos quiénes somos y qué estamos haciendo!

–Probablemente lo hicieron -dijo Burke-, y no les contestamos. Mira si puedes sintonizar algunas voces, Keller.

Keller giró los mandos de la emisora de a bordo. Una serie de voces salió del altavoz. «El OVNI ha sido localizado a coordinadas de extrema altitud. El primer cohete agotó el combustible en múltiples combates y cayó, señor.» Otra voz contestó con rudeza: «¡Escuadrilla 32 al aire». Manténganse debajo del objeto. ¡Si desciende hasta entrar dentro del alcance de tiro, derríbenlo!» Y otra voz sonó crispada: «Coordinados tres siete Jacobo, uno nuevo Alfredo…».

Keller redujo las voces a susurros porque de nada le servían.

–¡Diablos! – exclamó Burke-. Deberíamos aterrizar en alguna parte y comprobar nuestra nave. Keller. ¿Puede usted proporcionar un micrófono y una extensión de onda que alguien pueda escuchar desde la Tierra?

Keller se encogió de hombros y comenzó a coger carretes de conducto eléctrico. Se puso a trabajar en uno de ellos y preparó una bobina. Con toda evidencia, el avión estaba bastante cerca para que su radio alcanzase a ser recogido por alguna estación terrestre. Se había partido con muchas cosas por acabar. Burke, en los controles, encontró que era muy posible hallar una buena cantidad de partidas que debían haber sido examinadas hasta la exahución antes de que el navío hubiese dejado el molde en que había sido construido. Se sintió embargado por una profunda preocupación.

–¡Yo creí que podía hacer una buen papel como heroína formando parte de este viaje! – dijo Pam con una voz extraña-, pero jamás se me ocurrió que tendríamos que estar esquivando cohetes y aviones de combate para poder huir.

No hubo ningún comentario.

–Soy un principiante en navegación espacial -dijo Burke un poco después, más preocupado que antes-. Tenemos que ir hacia el polo magnético, ¿pero cómo lo vamos a intentar?

Keller pareció animarse. Dejó el trabajo de cableado y se fue al imponente tablero de instrumentos electrónicos. Ajustó uno y luego otro y después el tercero. La acción, naturalmente, fue idéntica a la que hace un piloto de las líneas aéreas cuando sintoniza emisoras de radio de diferentes ciudades. De cada una de ellas puede leerse una indicación direccional. Donde las líneas de dirección se cruzan allí debe estar el aparato volando, pero Keller se volvió a los transmisores de onda corta cuyas emisiones podían ser recogidas en el espacio. Al poco, a cien kilómetros de altura, escribió la longitud y la latitud en una hoja de papel. Hizo un cálculo y después volvió a escribir: «Polo Norte magnético 93 grados Oeste, 71 grados Norte aproximadamente» y después fijó un rumbo.

–¡Hum! – exclamó Burke-. Gracias.

Luego hubo un relativo silencio, en el navío sólo se oía un murmullo de voces muy quedas procedentes de los altavoces que Keller había empleado al principio y cuyo volumen no tardó en rebajar. También se escuchaba el zumbido del giróscopo. Cuando escuchaban. También podían oír un tono ligero musical dulce. Burke manejó un control aquí y otro allá y levantó las manos. La nave siguió avanzando rápidamente. Comprobó esto, lo otro y lo de más allá. Parecía complacido. Pero había innumerables cosas que comprobar. Holmes bajó por la escalera hasta el compartimiento inferior. Allí también habían detalles que inspeccionar.

Una de las pantallas reflejaba la Tierra desde una altura de noventa kilómetros en lugar de los cien de antes. Otras mostraban los cielos, con una infinidad de estrellas brillando fijamente allá en la negrura. Keller volvió a su cableado de nuevo y reanudó el trabajo de instalar un emisor del navío a la Tierra. Hizo conexión con la antena exterior reflectante.

Sandy contempló a Burke mientras se movía por todas partes, probando una cosa y otra. De vez en cuando miraba a las pantallas que tenían que servirle en lugar de ventanas. Una vez volvió al tablero de control y cambió un ajuste.

–Hemos caído diez kilómetros -explicó Sandy-. Y sospecho que nos siguen aviones a chorro por ahí abajo.

Holmes inspeccionó meticulosamente todos los almacenes. Él mismo había instalado las mercancías cuando la nave estaba en el suelo de costado.

Burke leyó los instrumentos y dijo con satisfacción:

–¡Marchamos por entre los rayos del Sol!

Quería decir que en un espacio vacío ciertas placas de aluminio del exterior del casco estaban recogiendo calor procedentes del Sol. El uso de unas cortinillas metálicas bajó la temperatura. La conexión metálica con las placas exteriores conducía el calor hasta el interior por medio de sus conductos. El eje motriz estaba frío al tacto, pero su temperatura podría caer bajando hasta doscientos grados centígrados antes de que dejase de operar como impulsor. Era animador que se hubiese empleado tan poco hasta aquel momento.

Más tarde Keller tocó a Burke en el hombro y señaló con su pulgar hacia abajo.

–¿Podemos subir ahora? – preguntó Burke.

Keller asintió. Burke hizo girar cuidadosamente el navío hasta tomar la vertical. Las vistas del Sol y la Tierra cruzaron de unas pantallas de televisión a otras. Las estrellas también se deslizaron de unas pantallas a las otras. Luego Burke tocó el control impulsor. Una vez más tuvieron la sensación de estar en un veloz ascensor. Y en aquel mismo momentos una serie de manchones fríos y delgados aparecieron destacándose sobre el terreno helado, totalmente liso que formaba la zona de nuestro planeta por la que se sobrevolaba.

Eran estelas de cohetes, de proyectiles autodirigidos capaces de encontrar el blanco y que habían alcanzado la zona del Polo Norte magnético mediante un esfuerzo hercúleo de los pesados aeroplanos que los transportaban.

De la superficie de la Tierra hubieran parecido figuras monstruosas de blanco espumoso que aparecieran y se levantaran con increíble rapidez internándose en los cielos. Subieron arriba y arriba, pareciendo juntarse al hacerse menores por razones de distancia, hasta que los ocho dieron la sensación de converger en un sólo punto allá en la infinita blancura solar por encima de la capa de aire del mundo.

Pero no ocurrió nada. Nada. El navío no aceleró tan de prisa como los cohetes, pero había empezado primero su carrera y conservó la ventaja. Siguió alejándose en el vacío, y por encima de las torres del penacho de los cohetes que quedó lejos, muy lejos, entre ellos y el suelo cubierto de hielo y nieve.

Cuando la Tierra pareció igual a un enorme balón, que ni siquiera semejaba muy cerca, con un lado nocturno que parecía una curiosa mancha negra entre las estrellas, la atmósfera de tensión interior de la pequeña nave disminuyó.

Keller completó su cableado del transmisor. Se puso en pie, se sacudió las manos y sonrió.

La navecilla siguió adelante. Su temperatura permanecía constante. El aire olía a las plantas verdes que habían almacenadas. Se estaba con cierta humedad, se estaba caliente. Keller dio media vuelta a un mando y un ruido débil, sollozante, se pudo oír. Con los restantes mandos precisó la sintonía.

–No podíamos seguir nuestro verdadero camino antes -explicó Burke a Sandy-, porque ha sido preciso atravesar las bandas Van Allen de partículas cósmicas en órbita alrededor del mundo. ¡Una cosa muy peligrosa esa radiación! En teoría, no obstante, todo lo que tenemos que hacer ahora es describir un arco hasta nuestro curso adecuado y seguir las señales del espacio hasta alcanzar su fuente. Ahora debemos estar en el inofensivo vacío. ¿Quiere llamar a Washington?

Ella le miró fijamente.

–Necesitamos ayuda para navegar o astronavegar -dijo Burke-. Llámales, Sandy. Me pondré yo cuando responda algún general.

Sandy se dirigió al recién terminado transmisor.

–¡Llamada a la Tierra! ¡Llamada a la Tierra! – comenzó a hablar nerviosa-. ¡La nave del espacio a la que acaban ustedes de disparar esos cohetes, está llamando! ¡Llamada a la Tierra!

Su voz se hizo monótona pero al poco otra voz recelosa pidió que ampliase la identificación.

Fue una conversación peculiar. Los cinco de la pequeña nave espacial eran considerados traidores a la Tierra porque acababan de ejercer el tradicional derecho de los americanos de dedicarse sin trabas a sus propios asuntos. Ocurrió que sus propósitos probados fueron contra corriente del estado nacional del público. Voces airadas increparon a Sandy, exigiendo furiosamente que la nave regresase. Sandy insistió en que se pusiese al aparato una autoridad superior y al poco una voz oficial se identificó a sí misma como perteneciendo al General Fulano de Tal, dando a la vez la orden terminante de que la aeronave aceptase y obedeciese órdenes para regresar a la Tierra. Burke tomó el micrófono.

–Mi nombre es Burke -dijo con voz suave-. Si ustedes pueden preparar alguna especie de código cifrado, les diré como podrán encontrar los planos y las instrucciones necesarias para que construyan más naves como ésta. Después pueden seguirnos. Creo que es preciso. Me parece más importante esto que nada de lo que usted pueda pensar por el momento.

Silencio. Luego más serenidad. Pero por fin la voz del oficial le dijo:

–Voy a poner a trabajar a un experto en códigos.

Burke entregó el micrófono a Sandy.

–Ocupa mi sitio. Tenemos que conseguir una forma de enviar un mensaje cifrado para que nadie se entere de los comunicados que intercambiaremos. Quizá sea fácil usar un número como clave, o el nombre de la primera novia de tu tío soltero, o cualquier cosa que sepamos y que Washington pueda encontrar pero que no les sea posible hallar a nadie más. Ejem. Quizá sirva para empezar el número de la matrícula de tu coche. ¡Ellos pueden muy bien mirar los archivos y enterarse!

Sandy se ocupó de la tarea. Lo que se transmitía a la Tierra, naturalmente, podía ser recibido por cualquiera en todo el hemisferio. Si las naciones que habían desafiado a los Estados Unidos en la carrera por el dominio del espacio se enteraban, quizá construyesen ellas mismas los navíos antes que América. La sugestión de Burke de cifrar las instrucciones dio cierta afirmación a su autoridad. Los organismos oficiales de los Estadas Unidos hubiesen preferido que ellos volvieran, pero esto era del mal el menos y lo aceptaron.

Desde el punto de vista de Burke era lo único que podía hacer. No tenía respaldo oficial que le prestara apoyo y reconociese de buena gana toda esa extraña complicación de devanados y núcleos magnéticos, pero no magnéticos, que podían propulsar unas naves espaciales. Si regresaba, y dada la naturaleza del problema en que se enfrentaba, sería muy posible que tardara bastante tiempo en pensar en regresar, podría convencer a los escépticos teóricos. Pero ahora estaba a miles de kilómetros de la Tierra.

Había cambiado el curso dirigiéndose a las señales sollozantes del M-387, estaba acelerando hasta una gravedad completa y lo hacía desde casi cuarenta y cinco minutos. La pequeña nave espacial casi tenía ya una velocidad de treinta y cinco kilómetro por segundo y seguía subiendo. Todos los cohetes que el hombre había fabricado, además de las pruebas titulares soviéticas, ahora en ensayo, quedaban muchísimo más inadecuadas para el viaje al espacio y parecían, en comparación, como flechas tratando de sobrepasar la velocidad de un avión.

Burke regresó al micrófono cuando Sandy lo dejó para coger lápiz y papel.

–De paso -dijo bruscamente-, podemos seguir acelerando indefinidamente a una gravedad. Tenemos radar. Los hemos conseguido de… -y proporcionó el nombre del suministrador-. Ahora queremos consejo sobre la velocidad que debemos alcanzar en el viaje antes de caer en riesgos de no poder esquivar los meteoros o cualquier cosa que al radar le sea imposible detectar. ¿Quieren ustedes calcular por nosotros?

Devolvió el instrumento a Sandy y regresó a revisar la situación de cada partida del equipo de funcionamiento del navío. Descubrió una o dos cosas que debían ser mejoradas. La pequeña nave siguió un curso imperturbable. Si hubiese sido un refugio antiaéreo enterrado en el hoyo junto al molde en el que fue construida, habría habido poca diferencia para los que estaban dentro. La aceleración constante sustituía perfectamente a la gravedad. Las seis pantallas de televisión en funcionamiento, mostraban cosas increíbles fuera, pero es que las pantallas de televisión a menudo suelen presentar diversas cosas increíbles. Los jardines murales tenían un aspecto verde y floreciente. Las bombas no hacían ruido. No había partes movibles en el eje motriz. El giróscopo lo conservaba todo quieto. No habían vibraciones.

Nadie podía permanecer tranquilo teniendo tantas cosas excitantes a su alrededor. Pam estaba explorando el piso de abajo, en donde se tenía que vivir y dormir. Holmes ocupaba su lugar en la silla de control, pero no creía necesario tocar nada.

–Joe -informó Sandy un poco después-, dicen que debemos estar mintiendo, pero que si es posible seguir acelerando, sería mejor que lo hagamos hasta trescientos. Dicen que una vez llegados a esta meta podemos desacelerar hasta trescientos cincuenta y luego subir hasta el limite. Sin embargo, insisten en que es preciso que regresemos a la Tierra.

–¿Verdad que no han mencionado los cohetes con que quisieron atacarnos? – preguntó Burke-. Me lo figuré. Dale las gracias y que sigan trabajando en el código secreto.

Sandy se puso a trabajar con el lápiz y papel. La gente de la Tierra estaría ahora moviéndose para buscar por entre los archivos oficiales todo lo que estuviese en relación con cualquiera de los cinco de la nave espacial. La clave del código estaría contenida en tales archivos. Había una aglomeración de cosas particulares, como el nombre de soltera de la abuela de Burke, el número de los seguros sociales de Holmes, el nombre de la calle en que Burke había vivido unos años antes, el importe exacto de sus impuestos al gobierno del año anterior, el título del libro tercero del extremo izquierda de la segunda estantería en la biblioteca en el apartamento de Keller y otras cosas inconsideradas que mucha gente puede recordar con poco esfuerzo, pero que sólo pueden ser descubiertas por personas que saben dónde mirar. Esas personas procurarían evitar que cualquier otro individuo ajeno buscase en aquellos mismos lugares. Tal código sería un poco engorroso para trabajar, pero evidentemente indescifrable. Costó varias horas establecerlo sin mencionar una sola palabra de las incluidas en la clave. La aeronave espacial llegó hasta seiscientos cincuenta kilómetros por segundo, redujo y comenzó a disminuir de velocidad.

–¡La comida está lista! – gritó Pam desde la cocina eléctrica-, ¡venid a por ella o la tiro!

Comieron; Sandy de mala gana, Burke absorto e inevitablemente preocupado, Holmes plácido y amable, y Keller reluciente e interesado en todo lo que ocurría, que prácticamente no era nada.

No veían las estrellas directamente, porque las cámaras de televisión eran preferibles a los ojos de buey. La Tierra había llegado a ser muy pequeña y cada vez se ponía en línea directa entre la nave y el Sol, la noche ocupaba la mayor parte de su disco y hasta que sólo una línea del espesor de un cabello brillante, a efectos del Sol, se mostró a un extremo. Los receptores de onda corta dejaron de emitir su murmullo. Los astrónomos de la Tierra que habían enviado el mensaje al M-387 se vieron de repente aliviados de su desgracia y recibieron la orden de ponerse al trabajo de nuevo para equipar el radiotelescopio de Virginia occidental poniéndole en condiciones de mantener una comunicación continua con la nave espacial de Burke. Otros técnicos iniciaron la preparación de reflectores múltiples para recoger señales del navío para una comunicación humana bipartita.

Y en la Tierra se hizo una afirmación oficial fruto de las autoridades. Se anunció que un navío americano terminado apresuradamente marchaba hacia el M-387 para investigar las señales del espacio. Se anunció que medidas largo tiempo preparadas estaban puestas en práctica ya y que una flota invencible de espacionaves quedaría terminada en pocos meses, cosa que hasta entonces no se esperaba, ya que el plazo previsto para tales adelantos era el transcurso de otra generación. Un descubrimiento inesperado había hecho posible adelantar muchas décadas a la ciencia del espacio y la flota que exploraría a los planetas, al mismo tiempo que al M-387, ya estaba construyéndose. En verdad, era casi cierto todo eso. Los planos del navío de Burke habían volado a Washington desde los talleres y una enorme cantidad de duplicados del navío habían sido comenzados inmediatamente, incluso antes de comprender la teoría del impulso motriz.

Hubo un inconveniente de orden menor. Un oficial meticulosamente legalista protestó para que las cantidades votadas por el Congreso fuesen dedicadas únicamente a los cohetes espaciales. Una orden ejecutiva zanjó el asunto. Luego los teóricos comenzaron a objetar los principios motrices. Todo aquello contradecía las creencias científicas sólidamente establecidas. No podía dar resultado.

Lo dio, pero hubo una violenta oposición.

Públicamente, claro, la impresión de tal hecho consumado por el gobierno nacional fue inmensa. Pero los periódicos lanzaron nuevos titulares: «¡UNA NAVE DE LOS ESTADOS UNIDOS VUELA HACIA LOS SERES DESCONOCIDOS DEL ESPACIO!» En letras más pequeñas se anunciaba: «¡Se ha sobrepasado la velocidad critica! ¡La prueba soviética ha sido ya dejada atrás!» Lo último no era completamente cierto. El artefacto tripulado ruso había partido diez días antes. Burke todavía no le había alcanzado.

Las emisoras de radio lanzaron boletines especiales y dos cadenas radiofónicas cancelaron importantísimos programas para ofrecer entrevistas con científicos preeminentes que no tenían nada que ver si sabían nada acerca de lo que Burke había logrado construir.

En Europa, con toda evidencia, el efecto obtenido fue estupendo. Rusia quedó reducida a apasionadas reclamaciones en las que pretendía que la nave había sido construida basándose en planos soviéticos, utilizando descubrimientos rusos, robados por agentes secretos imperialistas. Y los cabecillas del sistema comunista de espionaje cayeron en desgracia por no haber podido, en realidad, robar los propios descubrimientos de los americanos. Todos los demás agentes recibieron amenazas acerca de lo que les ocurría a ellos si no reparaban aquella omisión. Estas amenazas asustaron a media docena de agentes secretos, quienes desertaron y contaron todo lo que sabían, destruyendo por lo tanto el sistema ruso de espionaje.

Esencialmente, sin embargo, este recobrar de la confianza en América fue tan extravagante como anteriormente lo hubo sido el deseo de no saber nada más acerca del espacio. Burke, Holmes, Keller, Sandy y Pam se convirtieron en héroes nacionales a las dieciocho horas después de que los proyectiles dirigidos habían fracasado en su intento de derribarlos. Las únicas críticas vinieron de ciertos clérigos conservadores, quienes esperaban que otras muchachas jóvenes no imitasen el acto de Sandy y Pam, al no hacer caso de convencionalismos, y sostuvieron la opinión de que una mujer casada debía de haber sido incluida en la expedición como carabina para el comportamiento de las dos jóvenes.

La atmósfera en el navío, sin embargo, era de tal respetabilidad que asombraba. En el compartimiento inferior de la nave, siendo más pequeño, era evidentemente apropiado para Sandy y Pam. Ellas se retiraban cuando la espaciosa nave estaba a veinticuatro horas de la Tierra. Cada un tenía ropas para su tocado guardadas previsoramente en el interior de los armarios.

–Es chocante -dijo Pam, bostezando mientras se disponía a acostarse-, yo creí que esto iba a ser muy emocionante. Pero resulta tan aburrido como un día cualquiera en el despacho.

–A lo que -repuso Sandy-, estoy perfectamente acostumbrada.

–Me parece que debiste haber metido baza cuando diseñaron este navío, Sandy. ¡No hay dentro ni un espejo!

En el compartimiento superior Keller ocupaba su sitio en la silla de control y estaba atento en el servicio. Su misión consistía solamente en mirar a los instrumentos y escuchar los sonidos sollozantes que venían desde el remoto espacio cada dos segundos y también las emisiones completamente indescifrables que llegaban cada setenta y nueve minutos. No era emocionante. No había nada capaz de producir excitación. Pero todo el mundo tenía que estar vigilante.

El segundo día Washington estaba dispuesto para utilizar el nuevo código. El radiotelescopio de Virginia occidental fue facultado para establecer comunicaciones. Sandy, penosamente, captó la jerga que llegaba y la descifró. Desde entonces su trabajo fue la cifra y descifra de los mensajes transmitidos entre la nave y la Tierra. Al poco Pam la relevó en el trabajo. Pam pareció molesta porque Holmes estaba tan absorto en su manía de conservar en funcionamiento todo que apenas reparaba en ella. Lo mismo le pasaba a Burke.

Los mensajes estaban compuestos casi por entero de preguntas y respuestas a las preguntas, dando detalles sobre los planos del asteroide. A veces era necesario corregirlo en una fracción de milímetro, o hacer balancear la nave y aumentar la marcha si el radar mostraba la proximidad peligrosa de meteoritos o fragmentos de asteroide. De vez en cuando, cada cierto número de horas, la nave tenía que sufrir una desaceleración y después una nueva aceleración hasta ganar la máxima velocidad. Pero eso era todo.

El quinto día apareció el fogonazo de un meteoro en el radar. El séptimo día un objeto que podía haber sido el segundo o el tercer proyectil no tripulado ruso apareció brevemente en el mismo borde de la pantalla del radar. En esencia, sin embargo, el viaje era puro tedio. Burke se cansaba de asegurarse que su trabajo era bueno, y a pesar de que se felicitaba a sí mismo de que nada ocurriese, sentía el peso de la monotonía. Holmes admitió encontrarse desencantado. Deseó hacer el viaje porque había navegado en cualquier clase de vehículo excepto en cohetes espaciales. Pero allí no había la menor diversión. Sólo Keller parecía confortablemente absorto. Preparaba listas diarias de lecturas instrumentales para ser enviadas a la Tierra. Serían de gran importancia para el mundo científico. Pero no tenían el menor interés para Sandy.

Incluso cuando hablaba con Burke se mostraba innecesariamente impersonal. No podía haber intimidad que no fuese ostentación. Las dos chicas utilizaban el compartimiento inferior y los tres hombres el superior y más grande. Para que Sandy pudiese hablar con Burke tenía que subir hasta la pequeña sección superior del navío. Holmes y Pam se encontraban en la misma situación. Era incómodo. Por tanto, desarrollaron el hábito perfecto de hablar solamente de cosas que todo el mundo pudiera escuchar. Eso no molestaba a Keller, que apenas había emitido una docena de palabras en veinticuatro horas, pero Sandy murmuraba para sí cuando ella y Pam se retiraron descansar.

Cuando atravesaron la órbita de Marte les llegaron agitadas instrucciones de la Tierra. El cinturón de asteroides comienza más allá de Marte. Les enviaron direcciones, rumbos. La nave estaba siendo seguida por radiotelescopios de todo el mundo quienes se aplicaron a calcular su trayectoria. Croydon fue el encargado. Los radar americanos tenían la misión de recoger las voces de la aeronave. La radiotelescopios de Sudamérica, Hawai, Japón y Siberia determinaban la posición de la astronave cada vez que se emitía un mensaje cifrado a la Tierra. Naturalmente que también se producían y se recibían los sollozos cada setenta y nueve minutos, siempre procedentes de la misma dirección mucho más alejada del Sol.

Alguien tuvo la brillante idea y autoridad para ensayarla. Una interviú por radio desde la Tierra celebróse con todos y cada uno de los del navío. La nave estaba entonces a unos cincuenta millones de kilómetros de la Tierra y a ciento cincuenta millones más del Sol. Un poco preocupada Sandy accedió a responder a las preguntas. Pero la velocidad de la luz requería once minutos para que llegasen las respuestas a la Tierra, lo mismo que se tardaba en recibir las preguntas. Eso no permitía establecer un animado diálogo, por lo tanto, la muchacha habló durante cinco minutos y se detuvo. Su charla se refirió al cuidado de la caja espacial. Sin saberlo, fue alabada por su espíritu doméstico en la mayor parte de los pulpitos eclesiásticos al siguiente domingo y ochocientas noventa y dos proposiciones de matrimonio se apilaron en el correo dirigido a ella que quedaba depositado en las oficinas gubernamentales de los Estados Unidos. Doce declaraciones de amor eran rusas.

Pero nada excitante ocurría a bordo de la espacionave. Burke se imaginó que podrían atravesar directamente el cinturón de asteroides a lo largo del plano de la eclíptica y no acercarse más de dieciséis mil kilómetros a cualquier fragmento de piedra o metal orbitado allí. Casi tenía razón, hubo sólo una ocasión en que su optimismo pareció injustificado.

Fue al noveno día después de la partida de la Tierra. Experimentalmente, la nave iba sin impulsión, es decir, sin esfuerzo motriz, sino aprovechando el impulso inicial. Entonces, en su interior, no había sustituto para la gravedad y cada cual y todas las cosas parecían no tener peso. La fuerza del Sol en forma de calor había disminuido hasta un noveno de la que se recibe en la Tierra. Pero aún así podía acumularse, almacenarse y, en realidad, eso es lo que se hacía. Entre tanto, el navío marchaba hacia adelante acerca de seiscientos cincuenta kilómetros por segundo. Burke, Keller y Holmes juntos trabajaban en los equipos de buzo que esperaban utilizar como traje espacial si se presentaba alguna emergencia. Deseaban acostumbrarse a utilizarlos con presión interior y sin peso, ya que en esas condiciones sería como deberían funcionar. Sandy se sentaba ante el transmisor, trabajando en el cifrado cuyo código casi se sabía de memoria. Pam estaba en la silla de control, mirando los instrumentos.

Hubo un silbido. Burke volvió su cabeza para ver la pantalla de radar. Una línea de luz aparecía en ella. Apuntaba directamente al centro, lo que significaba que cualquiera que fuese la fuente originaria de dicha línea iba a entrar en colisión de cursos con la aeronave. Burke se lanzó hacia la silla de control para tomar los mandos. Pero se olvidó de la falta de gravedad. Quedó flotando en el centro del aire, muy lejos de la silla.

Gritó órdenes a Pam, que era la menos calificada de todos los de a bordo para enfrentarse a una emergencia de aquella clase. La muchacha se asustó. No hizo nada. Holmes empleó preciosos segundos en arrastrarse hacia los controles utilizando todos los asideros que pilló a mano. La resplandeciente línea blanca de la pantalla de radar crecía con rapidez. Casi estaba en el centro. Llegó al centro. Burke y Holmes se quedaron helados.

Hubo un curioso relampagueo en una pantalla de visión. Una imagen pasó como un rayo. Tenía una forma irregular, desgarrada, tortuosa. Parecía piedra o metal, distorsionada en su imagen por la velocidad por la que pasó por delante de las lentes de la televisión. Tenía quizá cien metros de diámetro. Era imposible que se hubiese podido ver desde la Tierra. Quizá en su órbita circulase alrededor del Sol solitaria durante cientos de millones de años sin que nadie la volviera a ver.

Se perdió en la nada. Había fallado por metros o por pulgadas el choque con la espacionave y Burke se encontró sudando con profusión. Holmes estaba mortalmente pálido. Keller respiró profundamente, tragó saliva y volvió al trabajo en el equipo de inmersión. Sandy no se había dado cuenta de nada. Pero Pam rompió bruscamente en lágrimas y Holmes la confortó como pudo. La chica estaba amargamente avergonzada de no haber hecho nada para afrontar la emergencia que sobrevino cuando estaba ella en la silla de control y que fue la única que habían encontrado desde que la aeronave había partido de la Tierra.

Después de aquello volvieron a conectar la energía impulsora. De todas formas fue necesario comprobar su velocidad. Estaban muy cerca de la fuente emisora de las señales que desde tan lejos habían localizado. El goniómetro que señalaba el rumbo y recibía la señal había sido puesto al mínimo volumen y aún así los sollozos directores se oían altos. El día décimo primero después de la partida, divisaron el asteroide M-387. Habían viajado cuatrocientos treinta y cinco millones de kilómetros a una velocidad muy cercana a los quinientos kilómetros por segundo. A pesar de estar rebajados hasta el máximo los sollozos que salían de los altavoces eran ruidos monstruosos.

–Intenta una llamada, Holmes -dijo Burke-. Aunque ya deben saber que estamos aquí.

Se sentía extraño. Había detenido la aeronave a unos siete u ocho kilómetros del M-387. El asteroide era una masa oscura con salientes en una parte y otra. La nave parecía irse acercando lentamente. La masa flotante de masa y metal no tenía forma particular. Era más larga que amplia, pero no encajaba con ninguna descripción normal. Era como una montaña arrancada de su sólido pedestal pétreo y puesta en órbita alrededor del Sol, teniendo como fondo y base miríadas de estrellas brillantes.

No hubo cambio en el sollozo que vino de aquel asteroide. Tenía movimiento de rotación pero tan lento que era preciso estarlo mirando durante bastantes minutos para convencerse de que existía. No se apreció signo exterior de reacción alguna ante la presencia de la aeronave. Holmes tomó el micrófono.

–¡Hola! ¡Hola! – dijo absurdamente-. Hemos venido de la Tierra para descubrir que es lo que ustedes quieren.

Nadie respondió. Hubo un cambio en las llamadas sollozantes. El asteroide seguía inmóvil y hermético.

–¡Mirad allí! – exclamó Sandy de repente-. ¡Un poste! ¡No, es un mástil! ¿Veis, allá donde está aquel retazo blanco?

Burke con el máximo cuidado se acercó más a la monstruosa masa que pendía del espacio. Era verdad. Había un mástil de cualquier especie de material destacando sobre la piedra blanca. Los indicadores de dirección señalaban hacia él. La llamada sollozante se detuvo y una emisión comenzó. Era la que se lanzaba hacia la Tierra cada setenta y nueve minutos.

No hubo respuesta a la llamada de Holmes. No había indicación de que hubiesen advertido la llegada del navío. En la Tierra la ignorancia de las señales humanas enviadas al M-387 había parecido arrogancia, indiferencia, un superior y amenazante desdén hacia el hombre y sus obras; allí, el efecto era diferente. Esa masa irregular era el fragmento de algo que una vez fue mucho mayor. De repente dejó de ser amenazador porque parecía muerto. Se movía con ceguedad, por inercia, como si algún mecanismo operase de una forma automática.

No parecía haber vida. Emitía señales como las podría emitir cualquier robot. Es más, parecía uno de esos ingenios automáticos. Lo era.

–Mira, fíjate ahí delante -dijo Holmes en voz baja-. Hay algo que se asemeja a un túnel. No, es una grieta. Se ve cortado.

Burke asintió.

–Sí -contestó pensativo-. Creo que lo exploraremos. Pero yo no espero encontrar nada de vida. No hay nada que ver excepto un mástil de metal. Tenemos en el casco focos de señales. Si vamos con cuidado…

Nadie objetó. La apariencia del asteroide era profundamente desencantadora. Su falta de vida y la indiferencia mostrada ante su llegada y llamadas eran peores que el desencanto. No había nada que verse más que un poste de metal del que las señales partían hasta no se sabe dónde…

Burke dirigió la pequeña espacionave hasta la boca del túnel. Tenía más de treinta metros de diámetro. Encendió las luces de señales. Suave, detenidamente, enfiló el centro de la enorme abertura.

Era recto. Entraron por lo que parecía una distancia indefinida. Al poco las luces de señales mostraron que la pared era lisa. La gruta se hizo mucho más pequeña. Siguieron adelante.

De repente Keller gruó. Señaló a una de las seis pantallas de televisión que enfocaban toda la longitud del túnel y mostraban aún las estrellas al fondo, a la entrada.

Aquellas estrellas iban siendo ocluidas. Algo enorme se movía lento y deliberadamente cruzando el eje del túnel por el que navegaban. Cerró la obertura. Tenían la retirada bloqueada. La nave estaba encerrada en el centro de la montaña de piedra que flotaba en el perfecto vacío. Burke comprobó la velocidad de la nave calculándola a base del paso de las paredes por delante de las luces delanteras de la nave.

Muy poco a poco apareció fuera una débil iluminación. Al cabo de unos cuantos segundos pudieron ver que la luz procedía de largos tubos instalados en el techo. La luz cambiaba. Se hizo más fuerte. Se volvió verde y luego amarilla y más tarde muy brillante. Después no ocurrió nada más. Nada por ninguna parte. Los cinco de dentro de la nave esperaron más de una hora a que ocurriese algún fenómeno, pero nada, absolutamente nada, ocurrió.