CAPÍTULO VI

CUANDO la rejilla de aterrizaje del espaciopuerto soltó al «Yarrow», la nave se encontraba a cinco diámetros planetarios de Manaos. Superó en ascensión a la salida del sol, según hora del espaciopuerto, y Manaos quedó como un estupendo semidisco visto desde el espacio. Era brillantemente verde y azul en donde brillaba el sol y abismalmente negro en donde estaba iluminado únicamente por las estrellas, pero si alguien miraba unos cuantos minutos a través de un espaciopuerto podría ver la oscura mitad del disco desplegándose muy débil gracias a la luz estelar. Con ojos penetrantes se podía incluso distinguir los fantasmales puntitos y espirales de los sistemas nubosos en el lado nocturno de Manaos. Correspondientes formaciones nubosas en el lado de la luz del día eran cuidadosamente blancas.

Pero Trent no estaba de humor para contemplar las maravillas de los cielos. Alineó el eje del «Yarrow» apuntando a cierta estrella de cuarta magnitud, punto de mira para un navío que tratase de cruzar de Manaos a Loren, y habló por el sistema de comunicación de la nave.

—Superimpulsión a punto. Diez segundos. Comienza la cuenta inversa.

Contó por sí mismo, de diez a nueve y ocho, y así hasta el cero. Oprimió el botón de la superimpulsión y al instante luchó con el mareo y las agudas náuseas e inmediatamente después con aquella sensación de vorágine, de caída en espiral, como si se precipitara a través del vacío sin límites, sensaciones que acompañan siempre a la superimpulsión.

Pero luego, con brusquedad, se encontró de vuelta en la silla del piloto y con los ventanales negros como hundidos en alquitrán y en cierto modo los pequeños silbidos normales del funcionamiento dentro del navío resultaban consoladores y eran bienvenidos y profundamente satisfactorios. Porque significaban que la nave estaba viva y en funcionamiento y, por tanto, iba a alguna parte y, por tanto, llegaría alguna vez.

Trent comenzó a calcular mentalmente. Mientras había estado en Manaos, esperando al «Yarrow», no menos que once navíos habían salido para el espacio con la tierna convicción de que si Trent había salido triunfante de una pelea con un pirata, también podrían ellos viajar confiados para alcanzar grandes beneficios antes de que el resto de las Pléyades se atreviese a intentarlo.

Y lo mismo ocurrió en cualquier parte. Los propietarios de navíos en una docena de mundos, ansiosos febrilmente de los beneficios que se habían perdido, se convencerían a sí mismos de que el peligro de la piratería había disminuido hasta pasar el punto en donde necesitaba una consideración. Y la mayor parte de estas naves harían sus viajes con toda seguridad porque eran muchísimas y un limitado número de piratas sólo podía hacer también un reducido número de capturas. Pero eso no significaba menos peligro. Sólo quería decir que el mismo peligro estaba distribuido entre más naves.

Trent estaba que echaba humo por esta razón, aunque en realidad no fuese cosa que le importara. Sin embargo, no podía evitar considerar que era cosa suya en lo concerniente a Marian. La nave en que ella zarpó estaba estadísticamente en menos peligro de lo que lo estuvo el «Hecla», pero el aumento de la probabilidad de ser capturada no disminuía las consecuencias. El desastre para cualquier navío capturado era tan final como antes. Aún más, si los piratas deliberadamente aguardaban a los navíos con el fin de conseguir prisioneros.

No podía estar sentado tranquilamente en la silla de piloto al imaginarse tales cosas. Se levantó y con el pulgar señaló al hombre de la sala de control que estaba de guardia para que ocupase su sitio.

—Capitán —dijo el tripulante.

—¿Qué?

—Tenemos tripulantes extra a bordo.

Trent se detuvo.

—Esos tipos que llevamos con el «Hecla», señor. Vinieron a saludarnos. Estaban muy alumbrados. Nos encontrábamos nosotros en el «Hecla» trayendo las armas pequeñas cuando vinieron. Se instalaron a esperarnos. Se durmieron. Todavía no han despertado.

Trent frunció el ceño. Pero después de todo, eso importaba poco. Incluso podían llegar a ser útiles.

—Cuando despierten, les pondré a trabajar —dijo con sequedad.

No había nada más que hacer con los viajeros, especialmente con aquellos. A Trent no le importaba las raciones o el aire que pudieran consumir, porque poseía de todo en abundancia. Y aquellos hombres rudos estaban adiestrados en tácticas de combate. Hacían que el «Yarrow» fuese densamente tripulado, pero no armado, como ocurriría con cualquier nave pirata. Pero esto no resultó una idea que Trent encontrara consoladora. Marian Hale había ido al espacio en dirección a Loren. Precisamente ahora estaría despegando de Midway —si había llegado hasta allí— y el próximo informe de ella sería cuando aterrizase en Loren... si es que lograba hacerlo.

Entró en la sala de máquinas. McHinny le hizo un gesto ostentoso con la cabeza.

—Ya he vuelto a construir mi aparato —informó orgulloso—, y está mejor ahora que lo estuvo antes. ¡Se ocupará de cualquier navío pirata, si es que existe alguno!

—¿Está usted seguro? —preguntó Trent.

—Conozco mi aparato —contestó confiado McHinny—. ¡Sí, señor! ¡Nadie va a tener que preocuparse ya más por los piratas!

—Sería mala cosa que nos fiásemos de él y no funcionase —apuntó Trent.

—¡Sé lo que me digo! —insistió McHinny—. ¡Y sé también lo que usted dice! ¡Usted quiere lograr que el aparato no parezca bueno! ¡Usted lo manejó equivocadamente a propósito! ¡Pero ya no podrá conseguir repetir su acto! ¡Ahora no!

Trent gruñó y se volvió hacia la puerta de la sala de máquinas. McHinny dijo receloso:

—¡Sé lo que usted piensa! Tiene usted una unidad de superimpulsión de reserva porque cree que mi aparato hará estallar su bobina la próxima vez que intente usarlo. ¡Todo lo tiene listo! ¡Pero espere! ¡Ya verá lo que pasa!

Trent salió. McHinny le encolerizaba, pero era bueno tener alguien con quien desahogarse y que no estuviese relacionado con Marian. Estaba en un estado de aguda e irritada ansiedad acerca de ella. No podía elaborar planes de acción, claro. No había necesidad demostrada para ello y en caso de haberla no tenía la menor idea de dónde actuar, ni de cómo. Marchaba hacia Loren porque no podía soportar la incertidumbre indefinida. Si el «Cytheria» entraba en puerto en Loren con Marian a bordo, él estaría seguro de su seguridad. También habría hecho el ridículo, porque no tenía motivo válido para ir a Loren excepto el de tranquilizar su conciencia. Pero si el «Cytheria» no entraba a puerto con la chica a bordo...

No sería culpa suya, él le había dicho que pensase en cosa sensata como era la de permanecer alejado del espacio durante un tiempo. Pero también sería culpa suya porque era su deber que los mercantes a través de las Pléyades partieran al espacio con el espejismo de que el peligro de los piratas había terminado gracias a su victoriosa y relativa lucha. Y eso había ocurrido porque la arrancó de un peligro mortal. De lo que no se le puede criticar. Pero si hubiese simplemente arrojado a sus prisioneros piratas por la escotilla la presente situación no existiría. Por esa razón se censuraba el haber obrado con humanidad.

El «Yarrow» llevaba en superimpulsión ocho días y un poco más cuando la señal de alerta repercutió por todo el navío.

—El detector de superimpulsiones en funcionamiento, señor —dijo el hombre de guardia en la sala de control—. ¡Capitán, señor! ¡Nuestro detector señala una superimpulsión próxima!

Trent se dirigió rápidamente a la sala de control. Había allí una luz roja llamando la atención en el dial del detector de superimpulsión. Otro navío se encontraba al alcance del detector y también marchaba en superimpulsión.

Trent ocupó su asiento en el tablero de mandos. Dio una serie de ásperas órdenes. Todos los tripulantes preparados para colocarse los trajes espaciales. Tenían que repartirse las armas pequeñas. Llamó a McHinny y le dijo que su aparato iba a sufrir una verdadera prueba de combate. Luego vigiló, tenso, pero en cierto modo aliviado, de que pudiese realizar alguna acción que sustituyera al mero sentimiento de frustración.

 

 

 

* * *

 

Algunos siglos antes, cierto capitán Trent sirvió de cebo para atraer a un pirata fuera de la ley adonde estaba ampliamente protegido por los cañones de la fortaleza. Remolcó un improvisado pecio de lona detrás de su navío. Su nave parecía torpe y poco manejable. Así el bucanero salió para efectuar una fácil captura. Durante la pelea en uno de los océanos de la Tierra, en el momento propicio adecuado, Trent cortó la cuerda del remolque y simultáneamente descubrió cañones de calibre más pesado y mayor alcance de lo que se imaginaba el corsario. También reveló que el antiguo navío de troncos y de poca singladura podía no sólo luchar sino vencer al navío pirata que le había atacado. En consecuencia, la bandera del corsario fue prontamente arriada. Y aquel capitán Trent colocó a los tripulantes del corsario en sus lanchas con agua y comida y él y su presa se alejaron por el horizonte, mientras las maldiciones de los burlados corsarios trataban inútilmente de alcanzarle.

Pero el capitán Trent del «Yarrow» no podía esperar un término feliz para su asunto. De momento, la situación era una simple deflexión de cierta aguja que se movía un poco del cero en el dial que le estaba asignado. No tenía artillería más pesada que el otro navío. Es más, carecía totalmente de artillería. Aún todavía más, no tenía los barriles de pólvora del otro barco. El «Yarrow» no estaba construido para luchar y para huir. Y su unidad de superimpulsión carecía de la potencia por tonelada de navío y masa de carga que poseería indudablemente el navío corsario. En superimpulsión, la nave pirata podría indudablemente hacer volar el equipo generador de campo del «Yarrow» sin ninguna dificultad en absoluto.

Pero sin embargo esto era acción, después de doscientas y pico de horas de inactividad. Cualquier clase de acontecimientos serían bienvenidos.

Trent vigiló el dial del detector. El otro navío podía irrumpir. Y si así fuese, si en vez de ser un corsario resultara ser un comerciante honesto haciendo experimentos en saltos espaciales porque también su detector le daba lecturas positivas, la cosa cambiaría. Si no era así...

No lo era.

No fue así. La fuerza de la señal aumentaba rápidamente en el dial. El otro navío se acercaba al «Yarrow». Según todos los datos, las perspectivas eran de una efectiva aproximación hasta una cercanía fatal, a pesar de cuantos zig zags y quiebres el «Yarrow» pudiese intentar. La lectura del dial era mayor aún. Trent cambió de curso. La lectura continuó mostrando una firme aproximación del otro navío invisible. Había cambiado de rumbo en su persecución. La aguja del dial se acercó a la banda roja que significaba un peligrosa proximidad de las dos naves. Cuando la aguja tocó el borde de la zona roja, o bien una de las dos superimpulsiones igualmente conjuntadas estallaría. Pero había una marca negra en algún lugar del rojo. Si llegaba la aguja a tal marca, la superimpulsión del «Yarrow» volaría. Era preciso.

Trent habló con sequedad por el micrófono que tenía ante sí.

—Sala de máquinas —ordenó—. Voy a cargar su aparato. ¿De acuerdo?

La voz de McHinny, aguda e irrazonablemente mezquina, contestó:

—¡Adelante! ¡Maldición, está preparado!

Trent tenía su dedo en el botón de carga que debería arrastrar algunos millones de kilowatios al interior de los condensadores del pirata, para ser almacenados hasta que fueran emitidos en una especie de violencia de multimegawatios que durase unas cuatro milésimas de segundo. Nada podría resistirlo. ¡Nada! Cualquier motor enfasado con ello estallaría con insensata violencia.

Ya había comenzado a aumentar presión en el conmutador de carga cuando se detuvo. Y si el aparato funcionaba, el otro navío quedaría desmantelado. Su bobina de impulsión podría quedar irreparablemente estropeada, de manera que la tripulación se vería imposibilitada de rebobinarla. Y eso no era probable, pero sí quedaba dentro de lo posible que el otro navío no fuese un pirata. Quizá se tratara de un honesto navío comercial con un piloto inexperto de guardia en la sala de control. Los descuidos suelen suceder.

Alzó la mano. Dijo por el micrófono a todo el navío:

—Primero saldremos de superimpulsión. Preparados. Tres, dos, uno, ¡cero!

Accionó el conmutador de lectura. Hubo el mareo y la náusea momentánea de sensación de una horrible caída en espiral. Luego las estrellas recobraron su ser en los ventanales y en las pantallas de visión. El «Yarrow» efectuó un curioso movimiento oscilante, casi como una cortesía de saludo al universo al que acababa de regresar. Habían estrellas por múltiples millones.

Y ahí se veía un amarillo y doble sol, lo bastante cerca para que cada uno de sus monstruosos componentes mostrasen sus discos visibles en un tercio de grado a su través. Si un dedo de sol podía tener un sistema planetario, el «Yarrow» había aparecido dentro de él. Hubo una luz brillante, fulminadora, intolerable que cegaba hasta que las persianas automáticas de los visores la redujeron.

Trent dijo con llaneza:

—Me parece que tenemos compañía. Si ese otro navío sigue sin detenerse, su patrón podrá romperle el cuello al hombre de guardia de la sala de control por descuido de su deber. Si no pasa...

—Usted interrumpió la impulsión y el detector también, capitán —dijo el primer oficial.

—O bien nuestra superimpulsión o la suya tienen que estallar pronto en cualquier momento. Si corto la nuestra haré parecer como si hubiese estallado. Pero si sigo manteniendo el detector, sabrán que no lo hizo. Espero...

Extendió la mano y cortó también el motor Lawlor. Dentro o fuera de la superimpulsión, el motor Lawlor impulsaba al «Yarrow» en su rumbo. Donde este encuentro tuviese lugar, claro, sólo un motor Lawlor era casi tan útil como un par de remos.

—Actuamos como si fuéramos un pecio, un navío averiado, de todas maneras. Procuraremos ver lo que el otro navío hace. Mientras, cargaré el mecanismo.

Esta vez oprimió el botón de carga, para extraer energía del banco de reserva del «Yarrow» en miles de kilowatios durante una sencillez de minutos, energía que ha sido descargada a voluntad de manera instantánea en una emisión de pura electricidad.

Hubo un estampido y un rugido que pareció profundo. El olor de metal vaporizado y de aislante quemado recorrió la nave. La detonación fue tan alta que durante segundos después Trent no pudo oler nada más. El primer sonido que percibieron sus oídos al recuperarse fue el de la voz aguda de McHinny mascullando juramentos a pleno pulmón. Luego oyó cómo los aparatos de climatización funcionaban a velocidad de emergencia para limpiar el ambiente de mal olor.

Señaló con su cabeza al primer oficial y éste desapareció. Trent permaneció esperando tenso en la sala de control. Al aumentar su facilidad de oír percibió crujidos que serían radiación en microonda del próximo doble sol.

La voz del primer oficial llegó por el altavoz:

—¡Capitán, señor, el aparato volvió a estallar! ¡No sirve para nada!

A duras penas Trent podía ponerse más tenso, pero pareció que sus músculos aún se estiraban más. No obstante, el «Yarrow» no se encontraba en peor situación de la que estuvo aún cuando rescató a la tripulación y a Marian del «Hecla».

Los chasquidos y rumores del doble sol fueron interrumpidos. Se produjo un sonido especialmente artificial del espacio interno al «Yarrow». Era de tono alto para empezar y alzaba su potencia rápidamente hasta aumentar de tono y pasar de lo agudo al más alto de los silbidos. Resultaba, claro, un simple impulso de radar, imitando en las Pléyades el áspero grito de aquellas peludas criaturas llamadas murciélagos en la Tierra.

—Toda la tripulación —dijo Trent con llaneza—. Pónganse los trajes espaciales y carguen las armas. Nos acaba de alcanzar, un impulso de radar. No hay razón para que no haya excepto piratas que nos sigan saliendo de la superimpulsión y tratan de localizarnos por radar.

Hubo un agitarse por doquier y el primer oficial volvió diciendo:

—Su traje espacial, capitán.

Trent se levantó ante el tablero de control y se colocó su armadura. Luego vino otro impulso de radar. Este era más alto.

Durante largo tiempo después hubo algo parecido al silencio en el «Yarrow». Cierto, los aparatos de aire chirriaban y fueron cortados. La temperatura de control hacía una nueva clase de ruido. Ahora también se apagaba la calefacción procedente del próximo sol y que en lugar de mantener la temperatura del «Yarrow» a muchos grados por encima del frío del espacio, el sistema automático de refrigeración casi la anulaba. Y hubieron infinitos sonidos pequeños que venían de la mera presencia de los hombres vivos dentro del «Yarrow».

Se produjo el tercer impulso de radar. El primero había sido como un chirrido. Este era casi un grito.

Luego una pantalla de visión se apartó de los próximos soles, mostró el parpadeo de las diminutas lentejuelas multicolores que eran las estrellas. Una voz vino del comunicador exterior:

—Corsario «Bear», de Loren, llamando. ¿Qué navío es ése?

Trent, claro, se había anticipado a la pregunta. Pero quería formular una propia. Marian estaba lejos de un planeta, en algún lugar dentro de un injustificado número de navíos súbitamente enloquecidos por la codicia. Todos no podían esperar escapar de la captura por los piratas. Pero los piratas no podían confiar en capturarlos tampoco a todos. Así que la cuestión que Trent necesitaba respuesta era: ¿acaso el «Cytheria» había sido apresado por este navío particular? Si no, la absoluta intranquilidad tenía justificación. El «Yarrow», oscilando, atacando, embistiendo, no heriría o pondría en peligro a Marian en el proceso. Por otra parte, si el «Cytheria» había sido capturado y Marian era uno de los prisioneros de este navío, entonces era necesario el mayor de los cuidados. La obligación más desesperada de Trent sería destrozar al pirata a cualquier coste, porque Marian iría a bordo.

El altavoz del techo bramó:

—¿Qué navío es ése? ¡Respondan o recibirán su merecido!

Trent gruñó:

—Este es el «Cytheria», con destino a Loren. ¡Y si usted es el «Bear» seguirá con sus negocios! ¡Ya nos ha hecho volar nuestra superimpulsión!

El sudor le cubría el rostro mientras escuchaba atento. Si este pirata había capturado al «Cytheria», entonces sabrían que el «Yarrow» no era el «Cytheria». Y lo revelarían.

La voz del exterior del navío pirata era casi burlona:

—Fue el único modo que teníamos de enviarles una salva. Trataron de escapar. ¿Cuál es su carga?

Trent tomó al azar una de las listas de embarque. No importaba. No pensó en el enorme cajón cargado a bordo del «Yarrow» en Manaos. No pensó en absoluto. La pantalla de visión mostraba un pequeño brillo que ahora rápidamente tomaba la forma de un navío. La voz del altavoz del techo dijo con buen humor:

—Podemos utilizar parte de eso. Subiremos a bordo.

Ahora los ojos de Trent ardían. Marian no iba a bordo de este navío. Por tanto cualquier cosa que pudiera hacer para engañar, dañar, o destruir a este pirata sería fruto del simple y honrado odio hacia todo lo que el corsario representaba. Y Marian no se vería envuelta. Sin embargo, no parecía haber nada que hacer.

Trent protestó como si estuviese furioso. El otro navío tomó forma como la de un pez esbelto y pulido. Discutió febril, como si creyese que trataba con el corsario «Bear» de Loren propiedad del presidente del planeta que resultaba ser padre de Marian. Al poco, resultaba concebible de que fuese el «Bear». Pero no le importaba. Marian estaba en peligro y por tanto no le importaba si aquel era un corsario casi legal o un pirata incuestionable. Tenía intención de destruirlo, legal o ilegalmente, de manera adecuada o de otra forma.

Mientras, protestó. Su argumento era que el «Yarrow» —al que él llamaba el «Cytheria»— estaba destinado a Loren y la carga que portaba tenía que ser entregada en ese planeta fuese como fuese. Como corsario, insistía Trent, el «Bear» tenía que respetar a los navíos rumbo a su espaciopuerto de matrícula. ¡Ya había hecho bastante daño! Había volado la superimpulsión. Ya...

—Le daremos recibos por lo que nos llevemos —dijo la voz del altavoz del techo. Era casi abiertamente burlona ahora—. Si no recibirá un disgusto. Lo que tiene que hacer es seguir hasta Loren y pedir que le reembolsen lo que nos llevemos.

Trent cerró el comunicador y giró en la silla del piloto.

—Lo haremos de la manera que cuando salimos para abordar el «Hecla» después de ser abandonada la nave —dijo fríamente al primer oficial—. Hice que atestase la proa con balas de mercancía por si acaso un cañón abría fuego sobre usted desde delante. Nada ha sido alterado, ¿verdad?

—No, señor —respondió el primer oficial—. Todo sigue allí. Está convencido de que han volado nuestra superimpulsión, señor.

—Y si nos metemos en ella —dijo Trent con acritud—, podría realmente volárnosla siguiéndonos —oprimió el botón de la comunicación general—. ¡Todo el mundo! Nos ha detenido alguien que dice ser el «Bear» de Loren. Afirman que nos van a abordar. La tripulación que se prepare para desaparecer de la vista y volver a salir cuando se dé la orden.

Hizo girar al «Yarrow» para enfrentarse al otro navío que al acercarse parecía crecer de tamaño. Ansiaba con fiereza en destruirlo, pero en aquel momento las propias posibilidades del «Yarrow» parecían escasas. Por un motivo, el primer pirata que encontró tenía cañón, un cañón que disparaba sólo dos proyectiles. En cierto sentido era una reliquia antigua. Probablemente de un diseño del siglo XX, cuando los cañones alcanzaron su máximo desarrollo antes de ser substituidos por los proyectiles cohete. Sus obuses podían penetrar los dos cascos del «Hecla» pero tenían poco poder para dañar más allá de la perforación. Uno de los proyectiles del otro pirata había rebotado en la sala de máquinas del «Hecla» sin dañarla mucho en particular. Pero estas balas podían dejar sin aire al navío.

Quizá el segundo pirata también tenía el cañón. Contra aquella arma del siglo XX —pasado de moda— Trent había preparado una defensa del siglo XIX. Hubo una guerra civil en una nación llamada los Estados Unidos, allá en la Tierra, y en aquella guerra mucha acción tuvo lugar en los ríos continentales. Por su forma especializada de pelear, los barcos fluviales se convirtieron en navíos de combate apilando balas de materia prima textil entonces muy en uso. Los barcos fluviales se convirtieron en cañoneros acolchados en contraste con los barcos blindados e hicieron un buen servicio. Trent había atestado la proa del «Yarrow» con materiales similares. Limitarían la penetración de un proyectil sólido disparado desde delante.

El otro navío resultaba ahora plenamente visible. Su rapidez le incrementaba de tamaño. No habían rastros de averías o de reparaciones en su porción de proa, así que no podía ser la misma nave que detuvo al «Hecla». Era también mucho mayor. Había, pues, por lo menos dos naves espaciales operando fuera de alguna base desconocida. Quizá hubiesen aún más.

La otra nave cambió una postura instalándose a la distancia de unos dos kilómetros. Se estabilizó y permaneció inmóvil. Las escotillas en forma de concha de los salvavidas se abrieron, revelando las lanchas espaciales.

Trent habló por todos los altavoces:

—Hombres, lanzadores de cohetes a las portezuelas. Que se aten con una cuerda y que se preparen para salir a las puertas exteriores y empezar a disparar.

Hizo una mueca. Había comprado armas pequeñas en Dorade, pero habían sido diseñadas para uso policial. Serían totalmente inútiles contra el navío. Pero podían dañar a una lancha espacial.

Volvió a conectar el comunicador. La voz sonó áspera:

—¡Le ordeno... que abra sus escotillas de carga! ¡Abra sus escotillas de aire! Se dirige hacia ustedes una patrulla de abordaje.

—Acuso recibo —dijo Trent.

Tapó el micrófono del comunicador con la mano y dio una serie de órdenes breves y salvajes. Abrió una de las portezuelas de carga. La dejó abierta. Una segunda empezó a abrirse y aparentemente se atascó. Volvió a su posición de cerrada. Parcialmente se abrió y tornó a cerrarse. Esto podía ser visto desde la nave pirata. Se tomaría como un intento de obediencia. Una escotilla de aire se abrió. Otra. Las escotillas no mostraban figuras con traje espacial en ella.

Las lanchas del pirata, en número de tres, se alejaron de sus receptáculos a bordo del navío. Marchaban firmes hacia el «Yarrow». Las dos naves eran puntitos infinitésimos en la inmensidad. Las lanchas espaciales eran menos aún que puntitos. El desfilante sol doble solo era enorme. Parecía próximo. El resto de la galaxia en apariencia consistía en incontables lentejuelas de luz de todos los colores imaginables y grados de brillantez, inimaginablemente remotas. Para alguien que gustase de las comparaciones, esta acción tenía lugar en tal aislamiento, tal soledad, tan enorme nada que el aislamiento de un navío en superimpulsión parecía amistoso por contraste.

Las lanchas estaban a mitad del camino del «Yarrow». Trent ladró en el micrófono general:

—¡Cierren las planchas exteriores! ¡Adelante con la acción ordenada!

Y actuó mientras hablaba. El «Yarrow» saltó como disparado por enfrentarse al navío pirata y se lanzó hacia él a la máxima aceleración del motor Lawlor. Pero el movimiento parecía horriblemente lento. Una eternidad se dejó pasar en los intervalos transcurridos entre latido y latido del corazón. El «Yarrow» se precipitó sobre el pirata... pero no con exactitud. Primero bajaría y destruiría a la lancha espacial más próxima. El pirata tenía el cañón. Destelló y hubo una centésima de segundo de fulgor vaporoso antes de que el profundo vacío del espacio la absorbiera en la nada.

Un proyectil alcanzó al «Yarrow». Su impacto pudo oírse o notarse en toda la nave. Hombres espaciales aparecieron de pronto en las escotillas abiertas. Cohetes... sólo cohetes policiales, pero cohetes... salieron de las escotillas abiertas, cuatro... ocho... una docena. Uno alcanzó a una lancha espacial. Se produjo un destello insonoro. Una bomba especial estalló dentro de la lancha. Estaba preparada para destruir al «Yarrow» en caso de que la tripulación se resistiese a dejar paso franco a sus asesinos. Pero una lancha había dejado de existir. La proa del «Yarrow» giró para traer a otra lancha en cercano alcance para los lanzadores de cohetes de la portezuela lateral. Los cohetes expulsando el humo a chorros partieron. Uno de ellos estalló en el mismo instante antes de que otro llegase al idéntico lugar. Fue pura casualidad, pero la lancha se vio rota en su popa y otros cohetes la alcanzaron, también. No era posible estimar el daño total desde el «Yarrow».

Aquel antiguo navío mercante continuaba lanzándose hacia el pirata. El cañón del pirata volvió a destellar. Fue un impacto. Y de nuevo, otro impacto. Y otro. Cada proyectil daba en el blanco. Cada uno penetraba en la proa y desaparecía en las balas de materia textil y en los cajones de otras cargas amontonados para servir de improvisado blindaje.

En la sala de control el tablero de instrumentos mostraba que tres compartimentos de popa perdían aire. Pero el «Yarrow» ganaba velocidad a cada segundo. El cañón del pirata destelló y destelló, y cada fogonazo de pólvora fue seguido por el vibrante impacto de un proyectil. Pero el «Yarrow» podía aguantar esta clase de cañonazos durante un rato, de cualquier manera.

El pirata no podía resistir la embestida. Entró en superimpulsión mientras el atacante «Yarrow» quedaba a unos doscientos metros de distancia. Trent condujo su navío fieramente a través del vacío en donde había estado la nave pirata. Giró en redondo y se encaminó vengativo hacia la tercera de las lanchas espaciales que el pirata había lanzado al espacio. El «Yarrow» pasó a menos de cien metros de distancia y los cohetes destellaron y marcharon hacia ella, la sobrepasaron algunos, otros cayeron dentro, en su mayoría. Lo que quedó ya no tenía el aspecto de una lancha espacial, y el «Yarrow» en apariencia era dueño de todo el espacio circundante.

El primer oficial parecía complacido. Dijo con alivio:

—Llevaré algunos hombres y obturaré los agujeros de las balas, capitán.

—No será de mucha utilidad —contestó Trent con frialdad—. Si tenemos que entrar en superimpulsión, nuestra bobina volará a menos que el pirata se esté alejando. Pero mientras posea su cañón y proyectiles no hará eso. Hemos matado a una buena cantidad de sus hombres en esas lanchas, sin embargo.

El primer oficial parecía apenado.

—¿Qué haremos, pues, capitán?

—Una intentona —dijo Trent sardónico—. Tenemos que tratar de pensar en algo.

Pero la situación no parecía muy prometedora. El pirata tenía un cañón. El «Yarrow» no. El pirata tenía una medida intacta de la superimpulsión, que le permitía aparecer y desaparecer, marcharse y volver, y que automáticamente volaría al nivel correspondiente del «Yarrow» si Trent tratara de utilizarla. El pirata había perdido más de la mitad de su tripulación en las lanchas salvavidas. Quizá dos tercios. Definitivamente no se iría y dejaría al «Yarrow» vencedor. Lo único extraordinario que el «Yarrow» había demostrado era resolución y una voluntad furiosa de pelear. Eso significaba una sorpresa táctica.

Pero el pirata se había ya recobrado de ella. Reapareció. Con furiosa deliberación, se colocó a unos tres kilómetros y medio del «Yarrow» y comenzó a batirlo con sólidos disparos. Cuando el «Yarrow» cargó, el pirata entró de nuevo en superimpulsión. El «Yarrow» podía haberle seguido, claro, pero a costa de volar su bobina antes de que hubiese completado la conversión del espacio normal al ultraespacio. Sólo podía permanecer en el fulgurante brillo solar de la doble estrella. Cuando el pirata apareció, el «Yarrow» no tenía más arma que pudiese hacer daño a su enemigo que sí mismo, y su defensa era únicamente parcial e incluso eso sólo cuando daba la cara a su adversario. Tarde o temprano la improvisada pantalla o blindaje de sus balas de carga fallaría.

La secuencia de una carga desesperada mientras el pirata que batía con su cañón y la desaparición del corsario en superimpulsión, luego su reaparición en otra parte para arrojar más sólidos disparos, se convirtió casi en rutina. Trent volvió de cabo a rabo el «Yarrow», entregando su mando al primer oficial, y fue a comprobar los daños. Siempre es interesante y algunas veces útil colocarse mentalmente uno en la situación del enemigo. Comenzó a imaginarse con vaguedad qué es lo que haría con las lanchas espaciales si las utilizaba de otro modo del que las empleó el pirata.

Comenzó a evaluar las posibilidades. Las lanchas espaciales serían poderosísimos blancos para un cañón que disparase proyectiles sólidos. Pero tendrían que ponerse en verdadero contacto para poder estallar a una carga explosiva conformada de manera útil. Y si el pirata entraba en superimpulsión en tal momento se llevaría consigo la lancha. Y la barca podía volver al espacio normal a años luz de cualquier navío o planeta o... algo. Nunca se tendrían noticias ni se le vería en absoluto en todos los siglos y milenios aún por venir.

Trent se habría arriesgado, personalmente. Pero el «Yarrow» y los nombres a bordo...

La sala de máquinas seguía todavía llena de aire. Trent rodeó hasta la pequeña escotilla de emergencia destinada para permitir el paso a otro compartimento del navío si uno o más de ellos perdían aire.

Salió de la escotilla en la bodega de carga próxima a popa. Vio el enorme cajón que el exportador había prácticamente metido a la fuerza a bordo mientras el primer oficial se encontraba en un estado de confusión total.

Lo miró. Y si sus muchas veces gran tatarabuelo, aquel capitán Trent del período napoleónico, o cualquier otro de sus predecesores, hubiese podido ver la situación y seguido el razonamiento de Trent, oh, los antecesores del capitán Trent se habrían mostrado complacidos.