I

Me trasladé a casa de mi primo Wilbur cuando aún no había pasado un mes desde su inesperada muerte. Lo hice no sin cierto recelo, pues no me agradaba demasiado la soledad del valle entre montañas del Aylesbury Pike. Pero me parecía bastante lógico que esa propiedad de mi primo favorito hubiese recaído sobre mí. Cuando aún no era propiedad de los Wharton, la casa había estado sin habitar durante mucho tiempo. No había sido utilizada desde que el nieto del campesino que la había construido se marchó a la ciudad de Kingston, en la costa, y mi primo la compró a aquel heredero disgustado con el tipo de vida que llevaba en esa triste y agotada tierra. Fue algo imprevisto, como solían hacer las cosas los Akeley: impulsivamente.

Wilbur había sido estudiante de arqueología y antropología durante muchos años. Se había licenciado en la Universidad de Miskatonic, en Arkham, e inmediatamente después pasó tres años en Mongolia, Tíbet, Sinkiang, y otros tres en América del Sur, América Central y la parte suroeste de Estados Unidos. Había venido personalmente a dar la respuesta a una proposición que le hicieron para formar parte del profesorado de la Universidad de Miskatonic, pero en lugar de eso, se compró la vieja finca de los Wharton y se dedicó a repararla: tiró todas las alas con excepción de una, y dio a la estructura central una forma todavía más extraña que la que había adquirido a lo largo de las veinte décadas de su existencia. Pero ni siquiera yo tuve plena conciencia del alcance de estas reformas hasta que tomé posesión de la casa.

Fue entonces cuando me di cuenta de que Wilbur sólo había dejado sin alterar uno de los laterales de la casa, había reconstruido por completo la fachada y la parte posterior, y había acondicionado una habitación en el desván del ala sur de la planta baja. La casa había sido en principio de una planta, con un enorme desván, que sirvió en su época para llenarse de todo tipo de bártulos de la vida rural de Nueva Inglaterra. En parte había sido construida con troncos; y ese tipo de construcción lo había dejado Wilbur tal cual, lo que demostraba el respeto de mi primo por la artesanía de nuestros antepasados de estas tierras: la familia Akeley llevaba en América cerca de doscientos años cuando Wilbur decidió dejar sus viajes y asentarse en su lugar de origen. El año, si mal no recuerdo, era 1921: no vivió allí más que tres años, de modo que fue en 1924 -el 16 de abril- cuando me trasladé a la casa para hacerme cargo de ella según disponía el testamento.

La casa estaba más o menos como la había dejado. No concordaba con el paisaje de Nueva Inglaterra, ya que a pesar de las huellas del pasado en sus cimientos de piedra y en los troncos, lo mismo que en la chimenea, había sido tan renovada que parecía fruto de varias generaciones. La mayor parte de estas reformas las había hecho Wilbur para su mayor comodidad, pero había un cambio que me causó extrañeza, y del que Wilbur nunca había dado ninguna explicación: era la instalación en la zona sur de la buhardilla, de una gran ventana redonda, con un curioso cristal opaco, del que simplemente había dicho que era una antigüedad muy valiosa, descubierta y adquirida durante su estancia en Asia. Se refirió a ella en una ocasión como «el cristal de Leng» y en otra habló de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Ninguna de las dos referencias me aclaraba nada, pero, si he de ser sincero, tampoco estos caprichos de mi primo me interesaban lo suficiente como para averiguar más.

Pronto deseé, sin embargo, haberlo hecho. En seguida descubrí, una vez instalado en la casa, que toda la vida de mi primo parecía desenvolverse, no en las habitaciones centrales del piso de abajo, como sería de esperar, puesto que eran las más acondicionadas en cuanto a comodidades, sino en torno al cuarto abuhardillado. Aquí era donde tenía sus pipas, sus libros favoritos, sus discos, y los muebles más cómodos. Era también aquí donde trabajaba, donde estudiaba los manuscritos relacionados con su profesión y donde le sorprendió -mientras consultaba unos volúmenes de la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic- la enfermedad coronaria que acabó con su vida.

O adaptaba mi forma de vida a sus cosas, o adaptaba sus cosas a mi forma de vida. Decidí esto último. Como primera medida, tenía que restablecer la disposición adecuada de la casa y vivir de nuevo en las estancias de la planta baja, ya que, a decir verdad, sentí desde el principio que la buhardilla me repelía. En parte, cierto, porque me recordaba la presencia de mi primo muerto, quien nunca mas ocuparía su lugar favorito de la casa, pero también porque la habitación me resultaba totalmente extraña y fría. Me sentía rechazado como por una fuerza física que no podía comprender, aunque posiblemente aquel rechazo se correspondía con mi actitud hacia la habitación a la que no comprendía, como nunca pude comprender a mi primo Wilbur.

Las reformas que deseaba hacer no eran del todo fáciles. Pronto me di cuenta de que la vieja ‘guarida’ de mi primo imprimía carácter a toda la casa. Hay quien piensa que las casas asumen algo del carácter de sus dueños; si la vieja casa había adquirido algo del carácter de los Wharton, que habían vivido en ella durante tanto tiempo, sin duda mi primo lo había borrado con sus reformas, pues ahora parecía hablar fielmente de la presencia de Wilbur Akeley. No era tanto una sensación opresiva como la molesta convicción de no estar solo, de ser observado minuciosamente por algo que me era desconocido.

Quizá la responsable de estas fantasías era la propia soledad de la casa, pero me daba la impresión de que la habitación favorita de mi primo era algo vivo, que esperaba su regreso, como un animal que no se ha dado cuenta de que la muerte ha hecho acto de presencia y el dueño a quien espera no volverá jamás. Quizá debido a esta obsesión presté a aquel cuarto más atención que la que de hecho merecía. Había retirado de allí algunas cosas, como, por ejemplo, una cómoda silla; pero algo me impulsó a devolverla a su lugar, como una obligación emanada de convicciones diversas, y a menudo conflictivas: que esta silla, por ejemplo, pudiera estar hecha para alguien con diferente constitución a la mía, y por ello resultaba incómoda a mi persona, o que la luz no fuera tan buena abajo como arriba, por lo que también devolví a la buhardilla los libros que había retirado de sus estantes.

Sin lugar a dudas, las características de la habitación eran totalmente diferentes a las del resto de la casa. La casa de mi primo era en general bastante vulgar, si se exceptúa esa habitación. La planta baja estaba llena de comodidades, pero parecía haber sido poco utilizada, con excepción de la cocina. La habitación, en cambio, estaba bien amueblada, pero de un modo diferente, difícil de explicar. Era como si la habitación, sin duda un estudio construido por un hombre para su propio uso, hubiese sido utilizada por innumerables personas, cada una de las cuales hubiese dejado algo de sí misma dentro de esas paredes, pero sin ninguna huella identificadora. Sin embargo, yo sabía que mi primo había llevado una vida de ermitaño, con la excepción de sus salidas a Ia Universidad de Miskatonic de Arkham y a la Biblioteca Widener de Boston. No había viajado, ni recibía visitas. En las pocas ocasiones en que paré en su casa -por razones de trabajo muchas veces me encontraba en los alrededores-, aunque siempre se portó cortésmente, parecía estar deseando que me marchase. Y eso que nunca permanecí allí más de quince minutos.

A decir verdad, el ambiente que flotaba en la buhardilla me hizo olvidar el deseo de cambiarla. El piso de abajo era suficiente para mí; me proporcionaba un hogar agradable, y no me fue difícil prescindir de la buhardilla y de las reformas que pensaba hacer allí, hasta casi olvidarme de ello y considerarlo sin importancia. Además, con frecuencia pasaba fuera varios días y varias noches, y no tenía prisa alguna por reformar la casa. El testamento de mi primo había sido refrendado oficialmente, y la casa registrada a mi nombre, de modo que nada amenazaba mi propiedad.

Iodo habría ido bien, puesto que ya me había olvidado de los incumplidos planes para la buhardilla, de no haber sido por los pequeños incidentes que empezaron a turbarme. Al principio, sin ninguna consecuencia; eran cosas sin importancia que casi pasaron inadvertidas. Creo recordar que la primera de ellas sucedió al mes escaso de estar allí, y fue tan insignificante que, hasta pasadas varias semanas, no se me ocurrió relacionarla con acontecimientos posteriores. Escuché el ruido una noche, mientras leía cerca de la chimenea en la planta baja, y no era probablemente nada más que un gato o algún animal similar arañando la puerta para que le dejase entrar. Pero se oía con tanta claridad que me levanté a mirar en la puerta principal y en la puerta posterior, sin encontrar rastro de ningún gato. El animal había desaparecido en la noche. Le llamé varias veces, pero no obtuve respuesta ni escuché el menor ruido. No me había dado tiempo a sentarme, cuando empezó de nuevo a arañar la puerta. Lo intenté por lo menos media docena de veces, pero no logré ver al gato, hasta que me molestó tanto aquello que, de haberlo visto, probablemente lo habría matado.

Por sí solo, este incidente era trivial, y nadie pensaría dos veces en él. ¿Sería un gato que conocía a mi primo, y que al no conocerme a mí se había asustado? Pudiera ser. No pensé más en ello. Sin embargo, no había pasado una semana cuando ocurrió un incidente similar, pero con una acusada diferencia respecto al primero. Esta vez, en lugar de arañazos de gato, el sonido era algo que se deslizaba a tientas, y que me provocó un escalofrío, como si una serpiente gigante o la trompa de un elefante rozase en las ventanas y en las puertas. Tras el sonido, mi reacción fue idéntica a la vez anterior. Oí, pero no vi nada; escuchaba y no descubría nada, sólo los sonidos inaprensibles. ¿Un gato? ¿Una serpiente? ¿O qué?

Aparte del gato y de la serpiente, que no tardaron en volver, sucedieron otros nuevos incidentes. En ocasiones escuchaba lo que parecía el sonido de las pezuñas de una bestia, o las pisadas de un gigantesco animal, o los picotazos de pájaros en las ventanas, o el deslizamiento de un gran cuerpo, o el sonido aspirante de unos labios. ¿Qué podía deducir de todo esto? Consideré que eran alucinaciones mías y descarté que existiera una explicación, puesto que los sonidos aparecían en cualquier momento, a todas horas de la noche y del día. De haber habido algún animal de cualquier tamaño en la puerta o en la ventana, tendría que haberlo visto antes de que desapareciese en el bosque de las colinas que rodeaban la casa (lo que había sido campo se hallaba ahora cubierto de álamos, abedules y fresnos).

Este ciclo misterioso quizá no bahía sido interrumpido, de no ser porque una noche abrí la puerta de las escaleras que conducían a la buhardilla de mi primo, debido al calor que hacía en la planta baja; fue entonces cuando los arañazos del gato empezaron otra vez, y me di cuenta de que el ruido no venía de las puertas, sino de la misma ventana de la buhardilla. Subí escaleras arriba, sin dudarlo, sin pararme a pensar que tendría que tratarse de un gato muy especial para poder trepar hasta el segundo piso de la casa y llamar para que le dejasen entrar por la ventana redonda, única abertura al exterior de la habitación. Y puesto que la ventana no se abría, ni siquiera parcialmente, y como se trataba de un cristal opaco, no pude ver nada. Pero sí me quedé allí escuchando el ruido producido por los arañazos de un gato, tan cerca como si viniese del otro lado del cristal.

Bajé corriendo, cogí una potente linterna y salí a la calurosa noche de verano para iluminar la pared en que estaba la ventana. Pero ya había cesado todo ruido, y ya no había nada que ver excepto la pared de la casa y la ventana, tan negra por fuera como blanca y opaca por dentro. Pude haber seguido desconcertado durante el resto de mi vida y muchas veces pienso que indudablemente eso habría sido lo mejor, pero no fue así.

Por esta época recibí de una vieja tía un gato, llamado «Little Sam», que se había llevado un premio y que había sido mascota mía hacía cosa de dos años, cuando aún era pequeño. Mi tía había acogido con cierta alarma mis intenciones de vivir solo, y finalmente me había mandado uno de sus gatos para que me hiciese compañía. «Little Sam», ahora, desafiaba su nombre: tendría que haberse llamado «Big Sam». Había engordado mucho desde la última vez que lo vi, y se había convertido en un felino fiero y negro, todo un ejemplar de su especie. «Little Sam» me demostraba con arrumacos su afecto, pero mostraba una gran desconfianza hacia la casa. A veces dormía cómodamente a los pies de la chimenea; en otros momentos parecía un gato poseído: aullaba para que le dejara salir afuera. Y cuando sonaban aquellos extraños sonidos que parecían de animales que pretendían entrar en la casa, «Little Sam» se volvía loco de miedo y de furia, y tenía que dejarle salir de inmediato para que pudiera refugiarse en una vieja dependencia que no había sido afectada por las reformas de mi primo. Allí dentro se pasaba la noche -allí o en el bosque- y no volvía hasta el amanecer, cuando le entraba hambre. A lo que se negaba siempre rotundamente era a entrar en la buhardilla.

II

Fue el gato, en realidad, el que me impulsó a profundizar en los trabajos de mi primo. Las reacciones de «Little Sam» eran tan anómalas que no me quedó otro remedio que rebuscar entre los revueltos papeles que había dejado mi primo, a ver si encontraba alguna explicación al fenómeno ya habitual de la casa. Casi en seguida me tropecé con una carta sin terminar, en el cajón del escritorio de una habitación de la planta baja; estaba dirigida a mí, y parecía evidente que Wilbur era consciente de su enfermedad, puesto que la carta parecía contener instrucciones en caso de muerte. Pero lo más probable también era que Wilbur ignorase la inminencia de su muerte, pues la carta había sido empezada tan sólo un mes antes de que le sobreviniese aquélla y aguardaba a medio acabar en un cajón, como si mi primo hubiera pensado que le quedaba tiempo de sobra para terminarla.

«Querido Fred -había escrito-, los mejores médicos me dicen que me queda poco tiempo de vida, y como ya he dicho en mi testamento que serás mi heredero, quiero añadir a ese documento unas cuantas disposiciones últimas que te ruego recuerdes y lleves a cabo fielmente. Hay en especial tres cosas que debes hacer sin falta, y del modo que te indico:

l. Todos los papeles que están en los cajones A, B y C de mi armario deben ser destruidos.

2. Todos los libros de los estantes H, I, J y K han de ser devueltos a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic de Arkham.

3. La ventana redonda que está en el cuarto abuhardillado de arriba tiene que ser rota. No se trata de quitarla simplemente, debe ser hecha añicos.

Has de aceptar mi decisión sobre estos tres puntos y si no lo haces puedes ser responsable de enviar un terrible azote sobre el mundo. No quiero hablar más de esto. Hay otras cosas de las que quiero hablar mientras puedo hacerlo. Una de éstas es la cuestión…»

Aquí se interrumpió y dejó su carta.

¿Qué hacer con tan extrañas instrucciones? Comprendía que esos libros se devolviesen a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Yo no tenía ningún interés especial en ellos. Pero ¿por qué destruir los papeles? ¿Por qué no llevarlos también allí? Y respecto al cristal… Destruirlo era sin duda una tontería; tendría que comprar una ventana nueva, y esto representaría un gasto superfluo. Esta parte de la carta produjo el desgraciado efecto de despertar más y más mi curiosidad, y me propuse mirar entre sus cosas con mayor atención.

Esa misma noche fui a la habitación abuhardillada del piso de arriba y empecé con los libros de las estanterías indicadas. El interés de mi primo por los temas de arqueología y antropología se reflejaba claramente en la selección de sus libros: textos referentes a las civilizaciones polinesias, mongólicas y de varias tribus primitivas, y obras acerca de las migraciones de pueblos, el culto y los mitos de las religiones primitivas. Estos, sin embargo, sólo podían considerarse los primeros de los libros destinados a ser entregados a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic. Muchos de ellos parecían ser muy viejos, tan viejos que ni siquiera se indicaba fecha alguna, y a juzgar por su apariencia y su letra deduje que provenían de la Edad Media. Los más recientes -ninguno era posterior a 1850- habían sido recibidos de diversos lugares: algunos habían pertenecido al padre de mi primo, Henry Akeley, de Vermont, que se los había dejado a Wilbur; otros llevaban el sello de la Biblioteca Nacional de París, lo que inducía a sospechar que Wilbur se los había llevado de allí.

Estos libros en varios idiomas llevaban títulos como: los Manuscritos Pnakóticos, el Texto de R’lyeh, los Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el Libro de Eibon, los Cánticos de Dhol, los Siete Libros Crípticos de Hsan, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, los Fragmentos de Celaeno, los Cultes des Goules del conde d’Erlette, el Libro de Dzyan, una copia fotostática del Necronomicon, de un árabe llamado Abdul Alhazred, y muchos otros, algunos aparentemente en forma de manuscritos. Confieso que estos libros me sorprendieron, puesto que estaban llenos -aquellos que leí- de ciencias ocultas, de mitos y de leyendas relativos a las creencias antiguas y primitivas de las religiones de nuestra raza… Y si no había leído mal, también de razas desconocidas. Por supuesto, no podía enjuiciar debidamente los textos en latín, francés y alemán; ya era bastante difícil descifrar el inglés antiguo de algunos de sus manuscritos y libros. De cualquier forma, pronto se acabó la paciencia: los libros mantenían unos postulados tan extraños que sólo un antropólogo con gran vocación podía coleccionar tal cantidad de literatura de ese tipo.

Aquellas obras no carecían de interés, pero todas trataban más o menos del mismo tema. Era el viejo credo del poder de la luz contra el poder de las tinieblas, o por lo menos así lo interpreté yo. No importaba que se denominasen Dios y Demonio, o los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, el Bien y el Mal o nombres como los Nodens, el Señor de los Abismos, el único nombrado, el Dios Arquetípico, o éstos de los Primigenios: el dios idiota, Azathoth, amorfa plaga de la confusión de los mundos abismales que blasfema y parlotea en el centro del infinito; Yog-Sothoth, el todo en uno, el uno en todo, no sujeto ni a las leyes del tiempo ni del espacio, coexistente con el tiempo y co-aniquilante con el espacio; Nyarlathotep, el mensajero de los Primordiales: el Gran Cthulhu que, mantenido en un estado letárgico mágico, espera surgir otra vez de la cósmica R’lyeh, sumergida en las profundidades del océano; Hastur, señor del espacio interestelar; Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques y sus mil crías. Y así como las razas de los hombres que adoraban varios dioses conocidos llevaban nombres de sectas, así también ocurría con los adeptos de los Primordiales, que incluían a los Abominables Hombres de las Nieves del Himalaya y de otras regiones montañosas de Asia; los Profundos, que merodeaban en las profundidades del océano, bajo las órdenes de Dagon, para servir al Gran Cthulhu; los Shantaks; el Pueblo Tcho-Tcho; y otros muchos. Según constaba, algunos de ellos habían surgido de aquellos lugares a los cuales los Primordiales fueron desterrados -como Lucifer, que fue desterrado del Paraíso- después de su rebelión contra los Dioses Arquetípicos; eran lugares tales como las distantes estrellas de las Híadas, Kadath la Desconocida, la Meseta de Leng, o incluso la ciudad hundida de R’lyeh.

A través de esos textos, dos elementos preocupantes sugerían que mi primo se había tomado todo esto de las mitologías más en serio de lo que yo pensaba. Las repetidas referencias a las Híadas, por ejemplo, me recordaban que Wilbur me había hablado del cristal de la ventana y de que «su origen posiblemente se deba a las Híadas». Y más específicamente como «el cristal de Leng». Es cierto que estas referencias podían ser meras coincidencias, y me tranquilicé por un momento diciéndome a mí mismo que «Leng» podía ser algún comerciante chino en antigüedades, y la palabra «Híadas» podía provenir de una errónea interpretación. Pero esto era un mero pretexto por mi parte, pues todo indicaba que para Wilbur estas mitologías desconocidas habían significado algo más que un entretenimiento temporal. De no haber sido suficiente su colección de libros, sus anotaciones no habrían dejado lugar a dudas.

Las anotaciones contenían algo más que misteriosas referencias. Había dibujos toscos pero significativos que me causaron una extraña y desagradable impresión: alucinantes escenas y criaturas extrañas, seres que no hubiese podido imaginar en mis peores sueños. En su mayor parte estas criaturas eran imposibles de describir; eran aladas, semejantes a murciélagos del tamaño de un hombre; vastos y amorfos cuerpos, llenos de tentáculos, que parecían a primera vista pulpos, pero definitivamente más inteligentes que un pulpo; seres con garras, mitad hombres, mitad pájaros; cosas horribles, con cara de batracio, que caminaban erectas, con brazos escamosos y de un color verde claro, como el agua del mar. Había seres humanos más reconocibles, aunque distorsionados; hombres con rasgos orientales, atrofiados y enanos, que vivían en lugares fríos a juzgar por sus ropas, y había una raza nacida de repetidos cruces, con ciertos caracteres de batracios, aunque indiscutiblemente humanos. Nunca pensé que mi primo tuviese tanta imaginación; sabía que tío Henry admitía como ciertas las que no eran sino fantasías de su mente, pero nunca, que yo supiese, había demostrado Wilbur esta misma tendencia; veía ahora que había escamoteado lo esencial de su verdadera naturaleza, y este hallazgo me dejaba atónito.

Ciertamente, ningún ser vivo podía haber servido de modelo para estos dibujos, y no había tales ilustraciones en los manuscritos y libros que había dejado. Movido por la curiosidad, busqué más a fondo en sus anotaciones. Finalmente, separé aquellas de sus referencias crípticas que parecían, aunque muy remotamente, encerrar lo que buscaba, y las ordené cronológicamente, cosa fácil, pues estaban fechadas.

«15 de octubre,’21. Paisaje más claro. ¿Leng? Parece el suroeste de América. Cuevas llenas de bandadas de murciélagos -como una densa nube- que empiezan a salir justo antes del ocaso, y tapan el sol. Arbustos y árboles torcidos. Un lugar venteado. A lo lejos, hacia la derecha, montañas con nieve en las cimas, a la orilla de la región desértica.»

«21 de octubre,’21. Cuatro Shantaks en medio del paisaje. Estatura media mayor que la de un hombre. Peludos. Cuerpo similar al de los murciélagos, con alas que se extienden tres pies sobre la cabeza. Cara picuda, como de buitres. Por lo demás se parecen a un murciélago. Cruzaron el escenario en vuelo. Se pararon a descansar en un risco a mitad de camino. No enterados. ¿Iba alguien montado encima de uno de ellos? No puedo estar seguro.»

«7 de noviembre,’21. Noche. Océano. Una isla parecida a un arrecife, en primer plano. Profundos junto con humanos de origen parcialmente similar. blancos híbridos. Los Profundos, escamosos, caminan con movimiento semejante al de las ranas, un andar intermedio entre el salto y el paso, algo encogidos, también como casi todos los batracios. Otros parecían estar nadando hacia el arrecife. ¿Innsmouth? No se veía la costa, ni luces de un pueblo. Tampoco barcos. Salen del fondo, al lado del arrecife. ¿El Arrecife del Diablo? Incluso los híbridos no pueden nadar muy lejos sin pararse a descansar. Posiblemente la costa no se veía.»

«17 de noviembre,’21. Paisaje totalmente desconocido. No de la tierra, por lo que vi. Cielos negros, algunas estrellas, peñascos de pórfido o sustancia similar. En primer plano un profundo lago. ¿Hali? A los cinco minutos el agua empezó a burbujear en el lugar de donde algo acababa de surgir. Mirando hacia adentro. Un ser acuático gigantesco, con tentáculos. Pulpo, pero mucho más grande, diez, veinte veces más grande que el gigante Octopus apollyon de la costa oeste. El cuello medía fácilmente unas quince varas de diámetro. No podía arriesgarme a ver su cara y destruí la estrella.»

«4 de enero,’22. Un intervalo de nada. ¿El espacio? Acercamiento planetario, como si estuviese mirando a través de los ojos de algún ser acercándose a un objeto en el espacio. Cielo negro, pocas estrellas, pero la superficie del planeta cada vez más cercana. Al aproximarme vi parajes arrasados. Sin vegetación, como en la estrella negra. Un círculo de fieles alrededor de una torre de piedra. Sus gritos: ¡Iä! ¡Shub-Niggurath!

«16 de enero,’22. Región bajo el mar. ¿Atlantis? Lo dudo. Un edificio grande y cavernoso semejante a un templo, destruido por cargas de profundidad. Piedras monumentales, similares a las de las pirámides. Escalones que descendían al negro fondo, Profundos al fondo de la escena. Movimiento en la oscuridad de las escaleras. Un enorme tentáculo empezó a subir. A gran distancia de éste, dos ojos líquidos, separado el uno del otro por muchas varas. ¿R’lyeh? Temeroso del acercamiento de la cosa de abajo. destruí la estrella.»

«24 de febrero,’22. Paisaje familiar. ¿La región de Wilbraham? Casas de campo destrozadas, familia encerrada en sí misma. En primer plano, un viejo escuchando. Hora: la noche. Chotacabras llamando muy alto. Una mujer se acerca con una réplica de la estrella de piedra. El viejo huye. Curioso. Debo buscar referencias.

«21 de marzo,’22. Experiencia enervante la de hoy. Debo tener más cuidado. Construí la estrella y pronuncié las palabras: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn. Se abrió inmediatamente con un enorme shantak en primer plano. Shantak enterado y en seguida se movió hacia adelante. Llegué incluso a oír sus garras. Pude romper la estrella a tiempo.

«7 de abril,’22. Ahora sé que lo atravesarán si no tengo cuidado. Hoy el paisaje tibetano, y los Abominables Hombres de las Nieves. Otro intento. ¿Pero y sus amos? Si los sirvientes intentan trascender el tiempo y el espacio ¿qué será del Gran Cthulhu, Hastur, Shub-Niggurath? Pretendo abstenerme por algún tiempo. Profundo shock.»

No volvió a abordar su extraño intento hasta primeros del otro año. O por lo menos eso indicaban sus notas. Una abstinencia en su obsesiva preocupación, seguida una vez más por un período de breve indulgencia. Su primera anotación era casi de un año después.

«7 de febrero,’23. No hay duda, están enterados ya de la existencia de la puerta. Muy arriesgado mirar dentro. Excepto cuando el paisaje está despejado. Y como uno nunca sabe sobre qué escena se posará la vista, el riesgo es aún más grave. Sin embargo, me resisto a cerrar la entrada. Construí la estrella, como de costumbre, dije las palabras, y esperé. Durante un rato sólo vi el paisaje familiar del suroeste americano al anochecer: murciélagos, búhos, ratas y gatos salvajes. Entonces salió de una cueva un Habitante de la Arena, de piel áspera, ojos grandes, orejas grandes; su rostro guardaba un horrible y distorsionado parecido con el oso koala, y el cuerpo tenía un aspecto consumido. Se arrastró hacia adelante, con evidente intención. ¿Es posible que la puerta abierta les permita ver este lado del mismo modo que me deja ver a mí el suyo? Cuando vi que se dirigía directamente a mí, destruí la estrella. Todo desapareció, como de costumbre. Pero después, la casa se lleno de murciélagos. ¡Veintisiete en total! ¡Y yo no creo en la mera coincidencia!»

Vino después otro paréntesis, durante el cual mi primo escribió notas crípticas sin referencia a sus visiones o a la misteriosa «estrella» de la que tanto había hablado. No me cabía duda de que fue víctima de alucinaciones, producto probablemente del intenso estudio del material de aquellos libros procedentes de todos los rincones del mundo. Estos párrafos eran como una especie de justificación de racionalizar lo que había «visto».

Todas aquellas notas estaban mezcladas con recortes de periódicos, que mi primo sin duda intentaba relacionar con las mitologías a las que era tan aficionado: relatos de extraños acontecimientos, objetos desconocidos en el cielo, desapariciones misteriosas en el espacio, revelaciones curiosas referentes a cultos desconocidos, y otras noticias por el estilo. Era dolorosamente patente que Wilbur había llegado a creer con intensidad en ciertas facetas de credos primitivos: en especial que había supervivientes contemporáneos de los endemoniados Primordiales y de sus adoradores y adeptos, y era esto, más que nada, lo que trataba de probar. Era como si hubiese tomado los escritos impresos en los viejos libros que poseía y, tras aceptarlos como verdades literales, intentase añadir a la evidencia del pasado el peso de la evidencia de su época. Cierto, había un elemento de similitud, que resultaba inquietante, entre aquellos relatos antiguos y muchos de los que mi primo había recortado, pero sin duda podía explicarse como simple coincidencia. Aun siendo convincentes, los envié a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic para la Colección Akeley, sin copiar ninguno. Pero los recuerdo vívidamente, tanto más por el desenlace inolvidable que siguió a mis investigaciones, un poco inciertas, respecto a lo que había obsesionado a mi primo.

III

Nunca habría sabido de la «estrella» de no haberme encontrado accidentalmente con ella. Mi primo había escrito repetidamente acerca de «hacer», «romper», «construir» y «destruir» la estrella, como algo necesario para sus visiones, pero esta referencia carecía de sentido para mí, y posiblemente continuaría sin sentido de no haber tenido oportunidad de fijarme en el suelo, a la tenue luz de la buhardilla de la ventana redonda: las marcas en el suelo formaban una estrella de cinco puntas. Esto no había sido visible previamente, ya que una gran alfombra cubría el suelo; pero la alfombra se había desplazado durante el traslado de libros y papeles a la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y por pura casualidad quedó el suelo al descubierto.

Incluso en aquel momento no caí en que aquellas marcas pudiesen representar una estrella. Hasta que acabé mi trabajo con los libros y papeles y moví del todo la alfombra, quedando al descubierto el centro de la habitación, no se me apareció el diseño entero. Vi entonces que era una estrella de cinco puntas, decorada con dibujos ornamentales, de un tamaño que permitía dibujarla desde el interior de la buhardilla. Me di cuenta en seguida de que ésta era la razón por la que había en el cuarto de mi primo una caja de tizas cuya utilidad no había comprendido antes. Empujé libros, papeles y todo lo demás a un lado. Fui a buscar una tiza y me puse a dibujar el contorno de la estrella y todas las ornamentaciones del interior. Se trataba sin duda de un diseño cabalístico, y no cabía otra opción, para quien lo dibujaba, que sentarse en su interior.

De modo que tras completar el dibujo, de acuerdo con las marcas dejadas por frecuentes reconstrucciones, me senté dentro. Muy posiblemente esperaba que algo ocurriese, aunque estaba confundido con las anotaciones de mi primo referentes a la destrucción del diseño cada vez que se veía amenazado. Recordaba que en los rituales cabalísticos era la destrucción de esos diseños la que traía el peligro de invasión física. Sin embargo, no ocurrió nada. Sólo pasados unos minutos recordé «las palabras». Las había copiado, y me levanté a buscarlas. Regresé y las pronuncié;

«Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.»

De repente se produjo un extraordinario fenómeno. Con la mirada fija en la ventana redonda de la pared sur, pude ver todo lo que pasó. El cristal opaco de la ventana se volvió transparente y me encontré, sorprendido, contemplando un paisaje bañado por el sol, aunque era de noche, algunos minutos después de las nueve de una noche de finales de verano en el Estado de Massachusetts. Pero el paisaje que apareció en el cristal no podía encontrarse en ningún sitio de Nueva Inglaterra: una tierra árida de piedras arenosas, de vegetación desértica, de cavernas y, en el fondo, montañas con nieve en las cimas. Ese mismo paisaje había sido descrito más de una vez en las notas crípticas de mi primo.

Dirigí mi vista fascinada hacia este paisaje, con la mente confusa. Parecía haber vida en el paisaje que yo miraba, y aprehendí uno a uno sus aspectos: la serpiente de cascabel que trepaba sinuosamente y el halcón de ojos rasgados que comenzaba a elevarse. Esto me permitió observar que no era mucho antes de la puesta del sol, ya que el reflejo de la luz en el pecho del halcón así lo indicaba. Todos los caracteres prosaicos -el monstruo del Gila, el correcaminos- del suroeste americano componían lo que estaba presenciando. ¿Dónde se desarrollaba, entonces, la escena? ¿En Arizona? ¿En Nuevo Méjico?

Pero continuaron produciéndose acontecimientos, sin ningún punto de referencia, en la desconocida tierra. La serpiente y el monstruo del Gila desaparecieron, el halcón cayó como un plomo y volvió a subir con una serpiente entre sus garras, el correcaminos se unió a otro. La luz del sol se iba, y la escena toda se convertía en un paisaje de gran belleza. Entonces, de la boca de una de las mayores cavernas emergieron los murciélagos, Venían volando desde la oscura cueva miles de murciélagos, en bandada, y me parecía oírles. No sé cuánto tiempo les llevó volar y volar hacia el crepúsculo. Acababan de desaparecer cuando surgió algo, una especie de ser humano, de ser humano de piel áspera, como si la arena del desierto se le hubiese incrustado en la superficie de su cuerpo, con los ojos y orejas anormalmente grandes. Tenía un aspecto escuálido, con las costillas marcadas a través de la piel, pero lo más repelente era su rostro, parecido al del osito australiano llamado koala. Y al verlo recordé que mi primo había llamado a esta gente -pues aparecieron otros detrás del primero, algunos de ellos hembras- los Habitantes de la Arena.

Procedían de la caverna. Guiñaban sus grandes ojos. Pronto aparecieron en mayor número, y se repartieron por todas partes detrás de los arbustos. Entonces, parsimoniosamente, un monstruo increíble hizo su aparición: primero un tentáculo, o algo así, luego otro, y ahora media docena de ellos que exploraban cautelosamente el exterior de la cueva. Y luego, desde la oscuridad del pozo de la caverna, emergió a medias una terrible cabeza. De pronto, al impulsarse hacia delante, casi grité de horror. La cara era una desfiguración monstruosa del mundo conocido: se elevaba de un cuerpo sin cuello que era una masa de carne gelatinosa -a la vista parecía goma-, y los tentáculos que la adornaban salían de una parte del cuerpo que podía ser la mandíbula inferior o un aparente cuello.

Además, aquella cosa tenía una percepción inteligente, pues desde el principio parecía haberse percatado de mi presencia. Arrastrándose desde la caverna, fijó sus ojos en mí, y empezó a moverse con increíble rapidez en dirección a la ventana sobre el cada vez más oscurecido paisaje. Supongo que no me estaba dando cuenta del verdadero peligro que corría, puesto que observaba absorto, y sólo cuando la cosa empezó a cubrir todo el paisaje, cuando uno de sus tentáculos alcanzaba la ventana -¡y la atravesaba!-, sólo entonces experimenté la parálisis del miedo.

¡La atravesaba! ¿Era ésta, entonces, la alucinación culminante?

Recuerdo haber roto la gelidez del miedo durante el tiempo suficiente para quitarme un zapato y lanzarlo con todas mis fuerzas hacia el cristal de la ventana. Al mismo tiempo, recordaba las frecuentes citas de mi primo relativas a la destrucción de la estrella. Me incliné hacia adelante y borré parte del diseño. Y mientras oía el ruido de los vidrios al romperse, me sumergí en una bendita oscuridad.

Sabía ahora lo que sabía mi primo.

Si no hubiera esperado tanto, podía haberme evitado el conocimiento de todo aquello, podía haber seguido pensando en ilusiones o alucinaciones. Pero ahora sé que la ventana redonda era una potente puerta hacia otras dimensiones, a un espacio y un tiempo desconocidos, una entrada a algún paisaje que Wilbur Akeley deseaba encontrar, la llave de esos lugares secretos de la tierra y del espacio, de las estrellas en que los súbditos de los Primordiales -¡y los propios Primigenios!– se esconden para siempre, esperando resurgir otra vez. El cristal de Leng -que quizá provenía de las Híadas, pues nunca supe de dónde lo había sacado mi primo- podía girar dentro de su marco; no estaba sujeto a las leyes físicas excepto en el hecho de que su dirección variaba al compás del movimiento de la tierra sobre su eje. Y de no haberlo roto, habría dejado caer sobre la tierra el azote de esas otras dimensiones, a causa de mi ignorancia y mi curiosidad.

Y ahora sé que los modelos de los dibujos hechos por mi primo, entre sus anotaciones, por muy toscos que fueran, representaban a seres que existían y no eran producto de su imaginación. La culminante prueba final lo demuestra. Los murciélagos que encontré en la casa cuando recuperé el conocimiento pudieron haber entrado por la ventana rota. Que el cristal opaco se hubiese vuelto translúcido podía explicarse como una ilusión óptica. Pero yo sabía algo más. Sé, sin lugar a dudas, que lo que vi allí no era producto de una fantasía, porque nada podría destruir esa prueba terrible que encontré cerca de los cristales rotos en el suelo de la buhardilla: un trozo de tentáculo, de diez pies de largo, que se había quedado atrapado entre las dimensiones cuando la puerta se cerró contra el monstruoso cuerpo al que pertenecía. ¡El tentáculo que ningún científico hubiese podido identificar como perteneciente a criatura conocida alguna, viva o muerta, en la superficie o en las profundidades subterráneas de la tierra!

El desafío del mas allá

C.L. Moore, A. Merritt, H. P.

Lovecraft, Robert E. Howard y Frank

Belknap Long, Jr.

George Campbell abrió a la oscuridad los ojos aún nublados por el sueño y quedóse mirando hacia el trozo de cielo nocturno que se divisaba a través de la abertura de la tienda de campaña, antes de que se despabilase lo suficiente y se preguntase qué era lo que le había despertado. En el claro y fresco aire de aquellos bosques canadiense parecía haber un soporífero tan fuerte como el de la droga más poderosa. Campbell siguió inmóvil un momento, sumergiéndose lentamente en las fronteras del sueño, consciente del delicioso cansancio que experimentaba, de la desacostumbrada sensación de haber usado a fondo sus músculos, para dormitar ahora a sus anchas. Aquel era el momento más codiciado de sus vacaciones, cuando descansaba después del trabajo, en la transparente y suave noche del bosque.

Deleitándose mientras su mente volvía a hundirse en la nada, Campbell se dijo a sí mismo, una vez más, que aún tenía por delante tres largos meses de libertad. De libertad de las ciudades y de la monotonía; de libertad de la enseñanza, de la Universidad, de los estudiantes sin interés alguno por la geología, que trataba de inculcarles en el impenetrable entendimiento, y con lo que se ganaba la vida; de libertad…

De pronto, la suave somnolencia cesó bruscamente. Afuera, la paz se había visto interrumpida por un estrépito de latas entrechocando entre sí. George Campbell incorporóse súbitamente en su catre y alargó el brazo hacia su linterna. En seguida, y al tiempo que se reía en voz baja, dejó de nuevo la linterna en su sitio. Al forzar la vista entre las tinieblas de la noche, vio afuera una bestezuela nocturna que al corretear entre los botes de conserva había provocado el estrépito. Campbell tendió una mano hacia la abertura de la tienda en busca de un guijarro para arrojarlo contra el intruso animal. Sus dedos dieron con una piedra de buen tamaño, y la alzó por encima de la cabeza, dispuesto a arrojarla.

Pero no llegó a lanzar la piedra. No la tiró porque se dio cuenta de lo extraño que era el guijarro que había cogido. Se trataba de un objeto cúbico, cristalino, que tenía aristas redondeadas. La singular sensación de aquellas caras pétreas causó tal curiosidad en Campbell, que cogió de nuevo la linterna y alumbró con ella el objeto que sostenía en la mano.

Todo vestigio de sueño le abandonó cuando comprobó lo que había encontrado tanteando en la oscuridad. Era un cubo de caras lisas, tan transparente como el cristal de roca. Se trataba de cuarzo, indudablemente, pero no en su habitual forma cristalizada hexagonal. De algún modo que ignoraba, le había sido dada la forma de un cubo perfecto que medía unos diez centímetros por cada una de las desgastadas aristas. Pues, en efecto, estaba increíblemente desgastado. El durísimo cristal aparecía tan redondeado que las aristas casi desaparecían, y el objeto tenía ya cierto aspecto de esfera. Para quedar así, aquel extraño objeto tenía que haberse visto sometido al desgaste a lo largo de milenios, de edades más allá de toda cuenta.

Pero lo más notable de todo era la forma que se podía divisar tenuemente en el corazón de aquel gran cristal. Incluido en el centro del mismo, se veía un pequeño disco de una sustancia pálida y desconocida, con unos caracteres inscritos en su superficie. Eran unos trazos que recordaban vagamente la escritura cuneiforme.

George Campbell arrugó el ceño Y se inclinó más aún sobre el pequeño enigma que tenía en las manos, preso de una curiosidad sin límites. ¿Cómo podía haber quedado incluido un objeto como aquel disco, en el interior de una roca de cristal puro? Recordó vagamente antiguas leyendas que afirmaban que los cristales de cuarzo eran hielo que se había congelado tan intensamente que jamás volvió a deshelarse. Hielo… y escritura cuneiforme. Sí, ¿no se había originado tal escritura entre los sumerios, que llegaron desde el Norte en los más remotos comienzos de la historia, instalándose en la Mesopotamia? Pero Campbell reflexionó un poco y echóse a reír en voz baja. El cuarzo, desde luego, se había formado en los períodos más tempranos de las eras geológicas terrestres, cuando en el planeta no había más que rocas y un intenso calor. El hielo no había llegado hasta docenas de millones de años después que aquel objeto se formara.

Y sin embargo… allí se veía una escritura hecha por el hombre, indudablemente, y que aunque desconocida, le recordaba vagamente los trazos cuneiformes. ¿Era posible que en la era paleozoica hubieran habido seres con capacidad para trazar signos escritos? ¿O bien aquel objeto procedía de otros mundos, y cayó a la tierra como un meteorito? Tal vez…

Decidió no dejarse arrastrar por la imaginación. El silencio y la soledad de aquellos contornos, así como el objeto indudablemente extraño que había hallado, estaban jugando una mala pasada a su sentido común. Encogióse de hombros y dejó el cristal en una esquina de su catre, al tiempo que apagaba la linterna. Quizá el nuevo día, con la mente más despejada, le permitiera aclarar aquel enigma.

Pero el sueño ya no volvió con facilidad. Por un momento, le pareció que al apagar la linterna el cubo cristalino había brillado unos instantes, como si hubiese retenido la luminosidad antes de que se perdiese en las tinieblas circundantes. Aunque… tal vez se hubiera confundido, y sus ojos habían retenido en la retina la imagen luminosa del objeto.

Los rayos del interior del cubo semejaban ahora pequeños soles de zafiro que bañaban la esfera con una luminosidad uniforme.

Ya no había tienda. Sólo había una amplia cortina de niebla reluciente, sobre la esfera.

Campbell sintióse atraído al interior de aquella neblina absorbido por ella como por un poderoso remolino que partiera del sobrenatural globo.

Luego, la luminosa neblina de los soles de zafiro se hizo cada vez más intensa, y los contornos de la esfera se diluyeron, constituyendo un caos giratorio. El fulgor, el movimiento y la música se combinaban entre sí junto con la absorbente neblina. Los soles de zafiro también se fundieron casi imperceptiblemente con la grisácea inmensidad de aquellas pulsaciones carentes de forma.

Entretanto, Campbell notó que la noción de movimiento hacia delante y afuera se hacía cósmica e intolerablemente rápida. Todo patrón de velocidad conocido en la Tierra resultaba allí empequeñecido, y el hombre comprendía que una retirada a la realidad física significaría la muerte instantánea para cualquier ser humano. Le parecía ver, en aquella pesadilla de infierno hipnótico, un desfile de meteoros que iban a percutir dolorosamente en su cerebro. Aunque no había verdaderos puntos de referencia en aquel espacio gris, pulsante y vacío, Campbell notó que se acercaba, y que incluso sobrepasaba a la velocidad de la luz. Por fin su conciencia se extinguió, y una misericordiosa oscuridad lo envolvió todo.

Las ideas y pensamiento volvieron a George Campbell repentinamente, en medio de las más impenetrables tinieblas. No pudo precisar cuántos años -o siglos, o eternidades-, habrían transcurrido desde que voló en el seno de la neblina grisácea. Sólo sabía que se hallaba tranquilo y que no le dolía nada. En realidad, la ausencia de cualquier sensación física era la cualidad más notable del estado en que se hallaba. La negrura parecía ahora menos densa. Era como si él existiera en forma de una inteligencia libre de toda atadura a los sentidos físicos. Podía pensar agudamente y con rapidez, pero no alcanzaba a hacerse una idea de la situación en que se encontraba.

Casi instintivamente, Campbell se dio cuenta de que no estaba solo en la tienda. No había catre de campaña debajo suyo, y él no tenía manos para palpar las mantas y la lona. Tampoco vio la linterna, ni la abertura de la tienda por donde había observado el pálido cielo nocturno. Algo andaba mal. Terriblemente mal…

Lanzó su mente hacia atrás y pensó en el cubo fluorescente que le había hipnotizado. Pensó en eso y en todo lo demás, que siguió después. En el último, momento sintió un terrible pánico, un miedo subconsciente más profundo aún que el causado por la sensación del diabólico vuelo. El miedo le llegaba de un recuerdo vago y remoto, que no podía precisar con exactitud. Trató de recordar forzando su cerebro.

Poco a poco fue haciendo memoria. Una vez, hacía ya mucho tiempo, y mientras ejercía su profesión de geólogo, había leído algo acerca de aquel cubo. Tenía que ver con aquellos discutibles e inquietantes fragmentos llamados Eltdown Shards, que habían sido extraídos en unas excavaciones de estratos precarboníferos en el sur de Inglaterra, treinta años antes. Su forma y las marcas que aparecían en aquellos fragmentos eran tan extraños, que algunos estudiosos insinuaron un origen artificial. Procedían, según se estableció claramente, de una época en que ningún ser humano habitaba el planeta, pero sus contornos y los trazos que se apreciaban en ellos hacían presumir la intervención de la mano del hombre.

No fue en los escritos de ningún científico, sin embargo, donde Campbell halló tal referencia a un cristal que contenía un disco en su interior. La fuente era menos digna de confianza, pero mucho más interesante. Hacia el año 1912, un clérigo de Sussex, culto pero con inclinaciones hacia el ocultismo, el reverendo Arthur Brooke Winters-Hall, procedió a identificar las marcas de Eltdown Shards, y afirmó que se trataba de unos “jeroglíficos prehumanos”, que se veneraban en ciertos círculos místicos. Llegó a publicar, por su propia cuenta, lo que calificó de una “traducción” de las asombrosas inscripciones, escrito que aún es citado respetuosamente por los autores de obras ocultistas. En dicha “traducción” -un folleto sorprendentemente extenso, teniendo en cuenta el número limitado de fragmentos originales existentes- se aludía a la naturaleza prehumana de aquellas inscripciones.

La narración hablaba de un mundo -y luego de innumerables mundos- del cosmos en el que existía una poderosa raza de seres con forma de gusano, cuyos logros y cuyo control sobre lo natural sobrepasaban todo cuanto podía imaginar la mente humana. Habían llegado a dominar el arte de la navegación interestelar, y de ese modo poblaron todos los planetas habitables de su galaxia, pero dando muerte a los seres que encontraban y que les estorbaban.

Más allá de los límites de su propia galaxia -que no era la nuestra-, no podían aventurarse en persona, pero descubrieron un medio de trasponer los espacios transgalácticos por medio de la mente.

Así idearon unos objetos peculiares, unos cubos cristalinos dotados de extraña energía, que contenían talismanes hipnóticos y que al ser lanzados fuera de los límites de su propio universo, sólo eran atraídos por la materia sólida y fría, es decir, por materia planetaria.

Aquellos cubos, unos pocos de los cuales debían caer necesariamente en mundos habitados de otras galaxias, formarían los puentes de comunicación mental. La fricción atmosférica quemaba la envoltura protectora, dejando el cubo al descubierto hasta que fuera hallado por seres inteligentes del mundo donde hubiese caído. Por sus características, el cubo debía atraer la curiosidad de un ser dotado de raciocinio. Aquella atención mental, junto con la acción de la luz, serían suficientes para poner en marcha las propiedades especiales del objeto.

La mente que investigase el cubo, sería atraída por el poder del disco central, y trasladada por un hilo de oscura energía hasta el lugar de donde el cubo había partido: el remoto mundo de los seres con forma de gusano, que exploraban los vastos abismos galácticos. Al ser recibida en la máquina a la que cada cubo estaba sintonizado, la mente capturada permanecería en suspenso sin cuerpo ni sentidos, hasta que fuese examinada por uno de los seres de la raza dominante. Luego, por un proceso especial de intercambio, a esa mente le sería extraído todo su contenido. La mente del investigador pasaría a ocupar ahora la extraña máquina, mientras la mente cautiva iba a instalarse en el cuerpo en forma de gusano del interrogador. Luego, mediante otro intercambio, la mente del interrogador daría un salto a través del espacio sin límites hasta el cuerpo vacío e inconsciente del cautivo que se hallaba en el mundo transgaláctico. De este modo, exploraban los mundos más alejados con el disfraz, casi podía decirse, de los nativos.

Terminada la exploración el aventurero utilizaba el cubo y su disco para el viaje de regreso. En ocasiones, la mente capturada era devuelta a su lejano mundo, mas no siempre la raza dominante era tan benévola. A veces, cuando hallaban una raza con capacidad potencial para viajar por el espacio, a fin de eliminar rivales procedían a aniquilar mentes por millares, utilizando las exploradoras como agentes de destrucción.

En otros casos, varios grupos de seres con forma de gusano ocupaban permanentemente un planeta transgaláctico, destruyendo las mentes capturadas como tarea preliminar, antes de instalarse en los cuerpos vacíos. En tal caso, la civilización madre nunca podía ser duplicada, ya que el nuevo planeta no solía contener los elementos artísticos necesarios para el desarrollo de las artes de un modo similar al que conocían los seres con forma de gusano. Así por ejemplo, los cubos sólo podían ser hechos en el planeta origen de aquella raza.

Sólo unos pocos de los incontables cubos enviados al espacio, llegaron a caer en un planeta y a captar la atención de seres inteligentes. Según rezaba el relato, sólo tres habían aterrizado en mundos poblados de nuestro universo. Uno de ellos cayó en un planeta cercano al borde de la galaxia, hacía dos mil millones de años, en tanto que otro lo hizo en el centro galáctico hacía sólo trescientos millones de años. El tercero, y el único del que se supiera que había llegado a nuestro sistema solar, alcanzó la Tierra unos ciento cincuenta millones de años antes.

El opúsculo del doctor Winters se refería especialmente a este último cubo. Cuando dicho objeto cayó en nuestro planeta, escribía él, la especie dominante en el mundo era una raza de seres enormes, con forma de cono, que superaban todas las formas de vida anteriores, tanto en capacidad mental como en conquistas logradas. Esta raza era tan avanzada que llegó a mandar también emisarios al exterior, tanto en el espacio como en el tiempo. En consecuencia se dieron cuenta de lo que sucedía, cuando el cubo cayó del cielo y algunos individuos sufrieron la transmutación mental después de observarlo.

Al comprender que los seres captados representaban mentes invasoras, los jefes ordenaron la destrucción de los sospechosos, aun a costa de dejar desamparadas en el espacio las mentes de sus semejantes. Luego procedieron a ocultar el cubo cuidadosamente de la luz y las miradas, para evitar la amenaza que representaba. Pero no querían destruir un ejemplo tan interesante que podía permitir experimentos de gran valor. De cuando en cuando, algún aventurero carente de escrúpulos trató de llegar hasta el cubo para comprobar sus extraños poderes, pero en todos los casos los inconscientes fueron descubiertos a tiempo y sancionados debidamente.

Los seres en forma de gusano sólo llegaron a enterarse por los nuevos exilados, de lo ocurrido con sus exploradores de la Tierra, por lo que concibieron un odio profundo contra nuestro planeta y sus formas de vida. Lo habrían despoblado, de haber podido, y de hecho enviaron más cubos al espacio, en la esperanza de que cayeran en lugares desguarnecidos, pero tal casualidad nunca llegó a producirse.

Los terrestres de forma cónica conservaron el único cubo existente en el planeta dentro de una especie de altar, como reliquia para efectuar una serie de experimentos, hasta que, después de un tiempo inmemorial, se perdió en el caos de la guerra, al quedar destruida la ciudad polar donde se guardaba. Cuando, cincuenta millones de años antes, los terrestres enviaron sus mentes al futuro infinito, con el fin de evitar el peligro que corrían en la Tierra en ese momento, el paradero del siniestro cubo era desconocido.

Todo esto es lo que los fragmentos de Eltdown Shards habían contado, según el erudito ocultista. Lo que ahora provocaba un vago temor en Campbell era la exactitud con que se había descrito el cubo espacial: dimensiones, consistencia, disco central con jeroglíficos, y efectos hipnóticos del objeto, Mientras pensaba una y otra vez en el asunto, en la oscuridad del extraño medio en que se hallaba, se preguntó si toda la experiencia que había tenido con el cubo no sería una pesadilla provocada por, el recuerdo de alguna de las ridículas obras que había leído.

Campbell no pudo formarse una idea del tiempo que estuvo reflexionando de aquel modo. Todo lo relativo a su estado era tan irreal que las dimensiones ordinarias carecían por completo de sentido. Parecía una eternidad, pero tal vez no había pasado realmente mucho tiempo cuando llegó la interrupción de aquel estado. Lo que ocurrió fue tan extraño e inexplicable como la negación que se produjo luego. Tuvo una sensación -más bien de la mente que del cuerpo- de que todos sus pensamientos eran barridos o absorbidos en tumultuoso caos, más allá de todo control.

Los recuerdos se alzaban de una forma irresponsable y confusa. Todo cuanto estaba en su mente -experiencias, estudios, sueños, ideas y tradiciones-, se presentó de improviso, simultáneamente, con una velocidad de vértigo y tal profusión, que pronto se sintió incapaz de poder diferenciar los conceptos entre sí. El contenido de su conciencia se convirtió en un alud, una cascada, un torbellino. Era algo tan horrible y vertiginoso como el hipnótico vuelo a través del espacio, cuando halló el cubo de cristal. Por fin, su conciencia se aplacó, trayéndole paz y alivio.

Transcurrió otro lapso de negación, y luego volvieron poco a poco las sensaciones. Pero ahora eran físicas, en lugar de mentales. Una luz de color zafiro parecía herir su retina, al tiempo que escuchaba un retumbar sordo y distante. Notó asimismo impresiones táctiles, y se dio cuenta de que estaba tendido encima de algo, si bien notábase en una postura extraña. Trató de mover los brazos, pero no notó respuesta definida a su intento. En lugar de ello, sentía como pequeños pellizcos nerviosos por toda la superficie de su cuerpo.

Trató de abrir más aún los ojos, pero sintióse incapaz de realizar el acto. La luz de color zafiro llegaba hasta él de una manera difusa, nebulosa, y no podía ser enfocada o definida a voluntad. Gradualmente, sin embargo, imágenes visuales comenzaron a filtrarse curiosa e indecisamente. Las características de la visión no eran aquellas a las que estaba acostumbrado, pero al menos pudo establecer una correlación con lo que había conocido antes como sentido visual. Cuando la sensación alcanzó cierto grado de estabilidad, Campbell se dijo que debía estar bajo la influencia de una pesadilla.

Le pareció hallarse en una habitación sumamente vasta, de altura regular, pero de superficie muy amplia en proporción. A los lados -y según le pareció, podía ver las cuatro paredes a la vez- había unas aberturas altas y estrechas que parecían servir simultáneamente de puertas y ventanas. Vio unas mesas extrañas y bajas, como pedestales, y no se apreciaba ningún mueble de forma o proporciones normales. A través de las aberturas fluían torrentes de luz azulina, y por ellas podían verse a lo lejos unos edificios asombrosos, en forma de cubos arracimados. En las paredes, es decir, en los espacios que había entre las aberturas, se apreciaban unos singulares e inquietantes caracteres. Pasó algún tiempo antes de que Campbell comprendiese la razón por la que aquellos caracteres le inquietaban tanto. Era que aquellas inscripciones de las paredes resultaban muy parecidas a las que había en el disco central del cubo cristalino.

El principal elemento de la pesadilla, sin embargo, fue algo más que aquello. Comenzó con el ser viviente que entró al fin por una de las aberturas, avanzando deliberadamente hacia él mientras sostenía una lámina metálica de rara forma, con una superficie bruñida como la de un espejo.

Aquel ser no era humano, y ni siquiera parecía salido de los mitos o los sueños del hombre. Era un gusano gigantesco, de color gris claro, tan grueso como la altura de un hombre, y dos veces más largo. Su cabeza, aparentemente sin ojos, tenia forma más o menos discoidal, estaba bordeada de cilias y poseía un orificio central de color purpúreo. Se deslizaba sobre las patas posteriores, al tiempo que mantenía erguida verticalmente la parte anterior del cuerpo. De las patas o miembros, al menos dos pares de ellos parecían servirle de brazos. De su lomo salía una especie de cerdas purpúreas, y su grotesco cuerpo terminaba en una membrana grisácea en forma de abanico. En torno al cuello tenia un anillo de cilias rojas y flexibles de las que parecían emanar sonidos similares a chasquidos y a cuerdas percutidas, en un ritmo preciso y deliberado.

Pero no fue aquella visión de delirio lo que hizo caer a Campbell en un tercer período de inconsciencia. Para ello necesitó algo más, un choque final e insoportable. Al tiempo que aquel ser parecido a un gusano avanzaba sosteniendo la lámina parecida a un espejo, el hombre echó un vistazo hacía donde debía hallarse él tendido. Pero no fue su cuerpo lo que vio reflejado en la bruñida superficie. En lugar de ello, vio la forma grisácea y repugnante de otro gigantesco gusano.

Campbell salió del lapso final de inconsciencia con pleno conocimiento de su situación. comprendió que su mente se hallaba aprisionada en el cuerpo del ser de algún planeta lejano, mientras que, al otro lado del Universo, su propio cuerpo estaría albergando seguramente la personalidad del monstruo.

Luchó por dominar el horror irracional que le invadía. Considerada desde un punto de vista cósmico, ¿por qué tenia que horrorizarle su metamorfosis? La vida y la conciencia eran las únicas realidades existentes en el Universo. La forma, en cambio, sólo resultaba algo accesorio. Su cuerpo actual no era repugnante más que de acuerdo con los cánones terrestres. El temor y el desagrado se vieron ahogados por el absorbente interés de la aventura increíble.

¿Qué era, al fin y al cabo, su antiguo cuerpo, más que una cloaca que seria destruida por la muerte? Campbell no alentaba ilusiones sentimentales respecto al mundo del que había sido exiliado. ¿Qué le había dado a él, más que sinsabores, pobreza y fatigas? Si aquella otra vida no le proporcionaba más, sin duda tampoco le proporcionaría menos. Pero su intuición le decía a Campbell que podía ofrecerle más, mucho más.

Con la honradez que sólo es posible cuando la vida queda al descubierto hasta su núcleo fundamental, se dio cuenta el hombre de que, en cierto modo, habla ya agotado todas las posibilidades de placer físico inherentes a su antiguo cuerpo terrenal. La Tierra, en resumen, no parecía tener ya atractivos para él. En cambio, la posesión de aquel cuerpo nuevo y extraño, le prometía singulares y desconocidas sensaciones.

Notó que una satisfacción sin límites le embargaba. Era ahora un hombre sin mundo, libre de cualquier convencionalismo o inhibición, no sólo de la Tierra, sino de aquel extraño planeta; libre de toda restricción en los límites del Universo. Sí, era un semidiós. Pensó divertido en su propio cuerpo terrenal, moviéndose entre sus semejantes mientras un monstruo de un mundo lejano contemplaba, seguramente con repulsión, los seres pequeños y frágiles que eran ahora sus iguales, y que huirían aterrados de saber quién era él en realidad.

Allá él en la Tierra. que destruyese a mansalva lo que quisiera. Su antiguo planeta y las razas que lo habitaban ya no tenían significado para George Campbell. De los innumerables convencionalismos de su vida anterior, sentíase surgir pujante y renovado. Aquello no había sido una muerte, sino un renacer: el nacimiento de una mentalidad plena, con una nueva conciencia que en modo alguno le hacía sentirse cautivo en Yekub.

Campbell estremecióse. ¡Yekub! Aquél era el nombre de su nuevo planeta. Pero ¿cómo podía…? Luego lo supo, del mismo modo que se enteró del nombre que correspondía al ser cuyo cuerpo estaba ocupando. El nombre del ser era Tothe. La memoria, fuertemente impresa en el cerebro de Tothe, estaba agitándose en él, como sombras de las nociones que Tothe había adquirido. Profundamente embebidas en los tejidos cerebrales del ser, le hablaban tenuemente y obraban como instintos, permitiéndole entrever el poder y la libertad que podían proporcionarle. ¡En Yekub no sería un esclavo, sino un rey! Sí, lo sería del mismo modo que los antiguos bárbaros ascendieron al trono de los viejos imperios decadentes.

Por vez primera, Campbell contempló interesado todo lo que le rodeaba. Aún seguía tendido en la especie de diván, en medio de una fantástica estancia, mientras el ser en forma de gusano seguía sosteniendo delante de él el bruñido objeto, y hacía sonar las cilias rojas de su cuello. Diose cuenta Campbell de que el otro le hablaba, y lo que le dijo lo comprendió vagamente, a través del cerebro de Tothe. El ser que estaba delante de él era Yukth, señor supremo de la ciencia.

Pero Campbell no atendió, pues estaba pensando un plan, un proyecto tan arriesgado y ajeno al modo de vida del planeta Yekub, que se hallaba más allá de la comprensión de Yukth, y necesariamente tenía que tomarle desprevenido. Yukth, lo mismo que Campbell, vio el objeto metálico de aguda punta que había sobre una mesilla cercana, pero para Yukth el objeto sólo era un instrumento científico. Ni siquiera imaginaba que pudiera ser utilizado como arma. La mente terrenal de Campbell fue la que le suministró aquel conocimiento y le impulsó a actuar, haciendo que el cuerpo de Tothe obrase como ningún ser de Yekub lo había hecho anteriormente.

Campbell aferró el puntiagudo objeto y asestó con él un golpe a Yukth, para después tirar y desgarrar hacia arriba. Yukth retrocedió primero y en seguida se desplomó con las entrañas esparcidas por el suelo. Un instante después, Campbell avanzaba hacia una de las puertas. Su velocidad asombrosa era la primera confirmación de las nuevas calidades físicas de que ahora estaba dotado.

Mientras corría, guiado por el conocimiento implantado en el subconsciente de Tothe, era como si tuviera una especie de sensación especial en las piernas. El cuerpo de Tothe le llevaba por un camino que aquél había recorrido miles de veces, cuando estaba en posesión de su verdadera mente.

Siguió por un corredor, ascendió una escalera estrecha y pasó a través de.una puerta tallada. El mismo instinto que le había llevado hasta allí, le dijo que había encontrado lo que deseaba. Se hallaba en una estancia circular con una cúpula en el techo de la que se desprendía una luz pálida de color azulino. En el centro del piso, tendida con los colores del arco iris, alzábase una extraña estructura compuesta por varios pisos superpuestos, cada uno de ellos de un color vívido y diferente. El piso superior era un cono purpúreo de cuyo vértice se desprendía un vaho azul que ascendía hasta una esfera que flotaba en el aire y que relucía con aspecto translúcido, como el del marfil.

Aquello, según le decían a Campbell los recuerdos profundamente instalados en la mente de Tothe, era el dios de Yekub, al que los nativos del planeta temían y veneraban, sin que supieran exactamente por qué, desde hacía millones de años. Un sacerdote, vermiforme como todos los seres de Yekub, se hallaba ante el altar que ninguna mano mortal había tocado jamás. El tocar aquello hubiera resultado un sacrilegio que jamás se le había ocurrido a un ser del planeta. El sacerdote se horrorizó al ver la actitud de Campbell, el cual le hundió en el cuerpo el arma que aún llevaba con él, quitándole la vida.

Irguiéndose sobre sus patas, similares a las de un ciempiés, Campbell trepó al altar sin escuchar las protestas internas de su conciencia, y sin notar el cambio que se estaba produciendo en la esfera que flotaba en el aire. Se hallaba embriagado por un sentimiento de poderío. Temía las supersticiones de Yekub tan poco como había temido las de la Tierra. Con aquel globo en las manos, sería el rey de Yekub. Los seres vermiformes no osarían negarle nada, cuando tuviera como rehén al dios que veneraban. Tendió una mano hacia la esfera, que ya no era de color marfil, sino roja como la sangre…

El cuerpo de George Campbell salió de la tienda de campaña a la pálida noche de agosto, moviéndose con paso lento y tambaleante, entre los troncos de los enormes árboles, y remontó un sendero tapizado de agujas de pino fuertemente aromatizadas. El aire era frío y vigorizante. Aparecía el cielo como una cúpula oscura constelada de polvo estelar, hacia cuyo fondo la aurora boreal lanzaba destellos de fuego.

La cabeza del hombre se bamboleaba desagradablemente de un lado a otro. De las comisuras de su exangüe boca caían espumarajos ambarinos que se agitaban a impulsos de la brisa nocturna. Al principio anduvo erguido, como lo haría un hombre, pero luego su postura cambió. Su tronco inclinóse y sus miembros parecieron acortarse.

En un mundo lejano del cosmos la criatura vermiforme que era ahora George Campbell aferró contra sí el dios de color rojo sangre y corrió con estremecimientos de insecto a través de un salón de tonos irisados, en dirección a unos portones macizos, hasta llegar al exterior, donde lucían los rayos de extraños soles.

Oscilando con el movimiento de una torpe bestia, el cuerpo de George Campbell estaba arrostrando un destino desconocido. Sus largos y aguzados dedos levantaban las agujas de coníferas mientras avanzaba hacia una amplia extensión de agua reluciente.

A lo lejos, en el mundo extragaláctico de seres en forma de gusanos, George Campbell corría entre ciclópeos edificios de material oscuro, por avenidas plantadas en los costados con grandes helechos, mientras sostenía con fuerza la esfera roja que representaba el dios de Yekub.

Oyóse un áspero grito animal entre los matorrales, cerca del reluciente lago donde la mente de una criatura vermiforme moraba en un cuerpo al que impulsaba el instinto. Unos dientes humanos se hundieron en la suave piel de una criatura del bosque, y luego desgarraron su carne. El pequeño zorro hincó a su vez los colmillos en la muñeca del hombre, respondiendo al ataque, y luego se debatió desesperadamente, mientras la sangre iba fluyendo de su organismo. Lentamente, el cuerpo de George Campbell se puso en pie, con la boca impregnada de sangre fresca. Moviendo con torpeza los miembros, se dirigió hacia las aguas del lago.

Mientras la criatura vermiforme que era George Campbell seguía andando entre los bloques de piedra negra, millares de seres en forma de gusano se prosternaban a su paso. Un poder sobrenatural parecía emanar del oscilante cuerpo que ahora tenía George Campbell, mientras proseguía adelante con movimientos ondulatorios, en dirección al trono de un imperio espiritual que dominaba el planeta.

Un trampero llegó asimismo a la orilla del lago, después de atravesar los densos bosques que rodeaban a la tienda de campaña. Habíase perdido en el bosque, y anduvo errante por el mismo toda la noche.

Al aproximarse a las aguas creyó observar algo que flotaba en ellas. Acercóse al mismo borde, se arrodilló en el blando cieno y tendió un brazo hacia el bulto que allí flotaba. Lentamente lo atrajo hacia la orilla.

Al otro lado del espacio, la criatura vermiforme, que sostenía la roja esfera reluciente, ascendió a un trono que brillaba como la constelación Casiopea, bajo una bóveda de supersoles. La gran deidad que había encima prestaba energía a su organismo en forma de gusano, infundiéndole una espiritualidad sobrehumana y liberándole de las miserias animales.

En la Tierra, el trampero contempló con horror indescriptible el rostro ennegrecido y velludo del ahogado. Era un rostro bestial, repugnante, de expresión primitiva, y de cuya boca contraída fluía una mucosidad negra.

George Campbell sintió contra sí la forma esférica del dios rojo, al que seguía abrazando. Una serie de vibraciones surgían del seno de la deidad y en el momento en que George Campbell sentóse en el trono, sintiendo el poder del Imperio en todas sus fibras, la voz del gran dios de Yebuk, le habló con un acento que avanzó pulsando por las células de su cerebro.

–Aquel que buscó tu cuerpo desde los abismos del espacio, – dijo el dios rojo-, habitará en un organismo irresponsable. No hay ser de Yekub que pueda controlar el cuerpo de un ser humano.

“En toda la superficie de la Tierra, las criaturas vivientes se persiguen unas a otras y se regodean con increíble crueldad matando a los de su especie. No hay mente de ser vermiforme que pueda controlar los bestiales instintos del cuerpo humano, cuando éstos quedan en libertad. Sólo la mente del hombre, condicionada a través de diez mil generaciones, es capaz de mantener a raya sus instintos. Tu cuerpo se destruirá a sí mismo en la Tierra, buscando la sangre de los seres vivos, y el agua donde pueda refrescarse a su gusto. Pero buscará al fin su propia destrucción, ya que el instinto de la muerte es más poderoso en el hombre que el de la vida, y morirá cuando trate de regresar al medio del que una vez salió.

Así habló el dios rojo de Yekub, a George Campbell desde un lejano lugar del espacio-tiempo, mientras el que fuera un hombre, con todos los deseos e instintos humanos anulados, sentábase en el trono y gobernaba el imperio de seres vermiformes con mayor sabiduría, y benevolencia que cualquier ser humano lo hizo nunca en la Tierra, en un imperio de hombres.

El regreso del brujo

Clark Ashton Smith

Me encontraba sin trabajo desde hacía varios meses, y mis ahorros estaban peligrosamente próximos al agotamiento. Así que me llevé una gran alegría al recibir respuesta favorable de John Carnby, invitándome a que presentara mis informes personalmente. Carnby había puesto un anuncio pidiendo un secretario, especificando que los interesados debían enviar previamente una relación de sus aptitudes por carta, y yo había escrito solicitando la plaza.

Carnby, evidentemente, era un intelectual solitario que sentía aversión a tomar contacto con una larga lista de desconocidos y había elegido el modo de eliminar de antemano, si no a todos los descartables, por lo menos a gran número de ellos. Había especificado los requisitos de manera exhaustiva y escueta, y éstos eran de naturaleza tal que excluían aun a las personas normalmente bien instruidas. Entre otras cosas se necesitaba conocer el árabe, y por fortuna yo poseía cierto dominio de esta rara lengua.

Encontré su casa, de cuya situación tenía una vaga idea, al final de una avenida de las afueras de Oakland. Era una casa grande de dos plantas, a la sombra de añosos robles, oscurecida por una frondosa y exuberante piedra, entre setos de ligustro sin podar y una maleza que lo había ido invadiendo todo durante muchos años. Estaba separada de sus vecinos, a un lado por un solar vacío y cubierto de hierba, y al otro por una maraña de parras y árboles que rodeaban las negras ruinas de una mansión quemada.

Aparte de su aspecto de prolongado abandono, había algo lúgubre y triste en el lugar; algo inherente a la silueta de la casa, a las furtivas y oscuras ventanas, a los mismos perfiles deformados de los robles y a la extrañamente invasora maleza. De algún modo, mi entusiasmo menguó un tanto al entrar en el terreno y avanzar por un camino sin limpiar, hasta la puerta principal.

Cuando me encontré en presencia de John Carnby, mi júbilo disminuyó aún más; no habría podido dar una razón concreta de este escalofrío premonitorio, de la oscura, lúgubre sensación de alarma que experimenté, y del precipitado hundimiento de mi alegría. Puede que influyera en mí, tanto como el hombre mismo, la oscura biblioteca en que me recibió: una estancia cuyas sombras mohosas jamás podrían ser disipadas por el sol o las luces de una lámpara. Efectivamente, debía de ser esto; pues John Carnby era casi exactamente la clase de persona que yo me había imaginado.

Tenía todo el aspecto de un sabio solitario que ha dedicado pacientes años a algún tema de investigación erudita. Era delgado y encorvado, con la frente abultada y una mata de pelo gris; y la palidez de la biblioteca se reflejaba en sus mejillas cavernosas y bien afeitadas. Pero junto a esto, denotaba un medroso encogimiento que indicaba algo más que la timidez normal de una persona de vida retirada, y una incesante aprensión que se delataba en cada mirada de sus ojos febriles y ojerosos, en cada movimiento de sus huesudas manos. Con toda probabilidad. su salud se había visto gravemente deteriorada por el exceso de trabajo, y no pude por menos de preguntarme cuál sería la naturaleza de los estudios que le habían convertido en una temblorosa ruina. Sin embargo, tenía algo -quizá la anchura de sus hombros inclinados, y el decidido perfil aguileño de su rostro- que daba la impresión de haber gozado en otro tiempo de gran fuerza y un vigor no enteramente agotados.

Su voz fue inesperadamente profunda y sonora.

–Creo que se quedará usted, señor Ogden -dijo, tras unas cuantas preguntas formularias, casi todas relativas a mis conocimientos lingüísticos, y en particular a mi dominio del árabe-. Sus obligaciones no serán muy pesadas; pero necesito a alguien que esté disponible en cualquier momento en que yo lo necesite. Así que deberá vivir conmigo. Puedo darle una habitación cómoda, y le garantizo que mis guisos no le envenenarán. Trabajo a menudo de noche; espero que no le resulte demasiado enojosa la irregularidad del horario.

Sin duda debería haber experimentado una inmensa alegría ante la seguridad de que el puesto de secretario iba a ser para mí. Pero en vez de eso, sentí una confusa, irracional renuencia, y una vaga advertencia de maldad al darle las gracias a John Carnby y decirle que estaba dispuesto a trasladarme a su casa cuando él deseara.

Parecía muy complacido; y por un momento desapareció el extraño recelo de su actitud.

–Véngase en seguida… esta misma tarde, si puede -dijo.-. Me alegraré mucho de tenerle aquí, y cuanto antes mejor. He estado viviendo completamente solo durante algún tiempo, y debo confesar que la soledad está empezando a cansarme. Además, me he ido retrasando en mis trabajos por falta de la ayuda adecuada. Mi hermano vivía conmigo y solía ayudarme, pero ha emprendido un largo viaje.

Volví a mi alojamiento en el pueblo, pagué la cuenta con los últimos dólares que me quedaban, recogí mis cosas, y menos de una hora después estaba de nuevo en casa de mi patrón. Me asignó una habitación del segundo piso, la cual, aunque polvorienta y sin ventilación, era más que lujosa en comparación con el cuartucho que la falta de dinero me había obligado a ocupar durante algún tiempo. Luego me llevó a su estudio, que estaba también en el piso de arriba, al final del rellano. Allí, me explicó, era donde llevaría a cabo la mayor parte de mi futura tarea.

Apenas pude contener una exclamación de sorpresa al contemplar el interior del aposento. Era muy semejante a lo que yo imaginaba que podría ser la madriguera de algún brujo. Había mesas esparcidas con arcaicos instrumentos de dudoso uso, cartas astrológicas, cráneos y alambiques y vasijas de cristal, incensarios como los de las iglesias católicas, y volúmenes encuadernados en piel carcomida con cierres manchados de verdín. En un rincón se alzaba el esqueleto de un gran simio; en otro, un esqueleto humano; y del techo colgaba un cocodrilo disecado.

Había estanterías repletas de libros, y tras una mirada superficial a los títulos me di cuenta de que constituían una colección particularmente amplia de obras antiguas y modernas sobre demonología y artes negras. Había algunos cuadros y grabados horripilantes en las paredes, alusivos a temas parecidos; y toda la atmósfera de la habitación exhalaba una mezcolanza de supersticiones semiolvidadas. Normalmente, habría sonreído al encontrarme ante semejantes cosas; pero de alguna manera, en esta casa solitaria, junto al neurótico Carnby, me fue difícil reprimir un verdadero estremecimiento.

Sobre una de las mesas, contrastando diametralmente con esta mezcla de medievalismo y satanismo, había una máquina de escribir, rodeada de montones de desordenadas hojas manuscritas. En un extremo de la habitación había una alcoba pequeña aislada por una cortina, con una cama en la que dormía Carnby. En el extremo opuesto, entre el esqueleto humano y el de simio, descubrí un armario cerrado, pegado a la pared.

Carnby había notado mi sorpresa, y me miró con una expresión aguda, analítica, que me fue imposible interpretar. Empezó a hablar en tono explicativo.

–He escrito una historia del demonismo y la hechicería -declaró-. Es un campo fascinante al que siempre han dado de lado. Ahora voy a preparar una monografía en la que trato de relacionar las prácticas mágicas y el culto al demonio de todas las épocas y pueblos. Su trabajo, al menos durante un tiempo, consistirá en pasar a máquina y ordenar las extensas notas preliminares que he redactado, y ayudarme a extraer otras citas y ordenar la correspondencia. Sus conocimientos del árabe me serán inestimables; para ciertos datos esenciales, dependo de un ejemplar del Necronomicón en su texto árabe original. Tengo motivos para pensar que hay ciertas omisiones y errores en la versión latina de Olaus Wormius.

Yo había oído hablar de este raro y casi fabuloso libro, pero jamás lo habla visto. Se decía que en él se contenían los últimos secretos del saber maligno y prohibido; y que además, el texto original, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred, era una rareza inconseguible. Me pregunté cómo habría llegado a parar a manos de Carnby.

–Le mostraré el libro después de cenar -prosiguió Carnby-. Seguramente podrá desentrañar uno o dos pasajes que me han tenido desorientado durante mucho tiempo.

La cena, preparada y servida por mi propio patrón, supuso un feliz cambio en los menús de restaurante barato a los que estaba habituado. Carnby parecía haber perdido casi todo su nerviosismo. Era muy locuaz y hasta empezó a dar muestras de cierta jovialidad de intelectual después de compartir una botella de suave sauterne. No obstante, sin motivo aparente, me sentía turbado por recelos y presentimientos cuyo verdadero origen no podía analizar ni averiguar.

Regresamos al estudio, y Carnby sacó de un cajón que tenía cerrado con llave el volumen del que había hablado. Era enormemente viejo; tenía unas cubiertas de ébano adornadas con arabescos de plata y estaba rotulado con un rojo brillante. Cuando abrí sus páginas amarillentas me hice atrás con un gesto involuntario, debido al olor que emanó de él: un olor semejante al de la descomposición física, como si el libro hubiese estado entre cadáveres, en algún cementerio olvidado, y le hubiese afectado la corrupción.

Los ojos de Carnby centellearon con una luz febril al coger de mis manos el viejo manuscrito y abrirlo por en medio. Señaló un pasaje con su flaco dedo.

–Dígame qué dice aquí -pidió con un susurro tenso, excitado.

Descifré el párrafo, lentamente, con cierta dificultad, y escribí una versión inglesa aproximada con el lápiz que Carnby me ofreció. Luego, a petición suya, lo leí en voz alta:

–«Es sabido verdaderamente por muy pocos, pero es un hecho comprobable, que la voluntad de un hechicero muerto tiene poder sobre su propio cuerpo y puede levantarlo de la tumba y hacerle ejecutar luego cualquier acción que no haya cumplido en vida. Y tales resurrecciones sirven invariablemente para llevar a cabo acciones malévolas y en perjuicio de los demás. Muy prontamente puede el cadáver ser animado, si todos sus miembros se han conservado intactos; y no obstante, hay casos en que la superior voluntad del brujo ha levantado los miembros separados de un cuerpo cortado en muchos trozos, haciendo que cumplieran su fin, tanto separadamente como en transitoria reunión. Pero en todos los casos, después de haberse cumplido la acción, el cuerpo vuelve a su anterior estado.»

Naturalmente, esto era una sarta de incoherencias de lo más absurda. Probablemente, fue la expresión extraña, obsesionada con que escuchaba mi patrón, más que este detestable pasaje del Necronomicón, lo que me produjo un escalofrío y me hizo estremecer violentamente cuando, hacia el final de mi lectura, oí el roce indescriptible de alguien o algo que se escabullía en el rellano de fuera. Pero al terminar el párrafo y alzar la vista hacia Carnby, me quedé aún más impresionado, ante la expresión de rigidez y estupor que había asumido su semblante: parecía que acababa de ver el espectro de un condenado. De algún modo, tuve la sensación de que estaba atento a aquel ruido singular del pasillo, más que a mi traducción de Abdul Alhazred.

–La casa está llena de ratas -explicó, al captar mi mirada inquisitiva- Nunca he podido librarme de ellas, a pesar de todos mis esfuerzos.

El ruido, que aún seguía, era semejante al que podía producir una rata al arrastrar algún objeto por el suelo. Pareció acercarse, venir hacia la puerta de la habitación de Carnby; luego, tras una pausa, comenzó de nuevo y se alejó; la turbación de mi patrón era manifiesta. Escuchó con temerosa atención y pareció seguir el avance del ruido con un terror que iba en aumento conforme se acercaba, y disminuía visiblemente al retirarse.

–Estoy muy nervioso -dijo-. He trabajado demasiado últimamente, y éste es el resultado. Hasta un pequeño ruido me trastorna.

El ruido se había alejado ahora hacia algún rincón de la casa. Carnby pareció recobrarse ligeramente.

–¿Le importaría volver a leerme su traducción? – pidió-. Quiero seguirla muy atentamente, palabra por palabra.

Obedecí. El escuchó con la misma expresión preocupada de antes, y esta vez no nos vino a interrumpir ningún ruido del rellano. El rostro de Carnby se puso más pálido aún, como si la última gota de sangre le hubiera abandonado. cuando leí las frases finales; y el fuego de sus ojos cavernosos se asemejó a una fosforescencia en el fondo de una cripta.

–Es un pasaje de lo más notable -comentó-. Tenía mis dudas sobre su significado, dado mi escaso conocimiento del árabe; sabía que este párrafo estaba completamente suprimido en la traducción latina de Olaus Wormius. Gracias por su buena traducción. Me lo ha aclarado totalmente.

Su tono fue seco y formulario, como si se contuviese y pugnara por reprimir un mundo de inimaginables pensamientos y emociones. De algún modo, sentía que Carnby estaba más nervioso y trastornado que antes. y también que mi lectura del Necronomicón había contribuido de alguna misteriosa manera a que aumentara su turbación. Su expresión era lívida y abstraída, concentrada, como si su mente estuviese absorta en algún asunto desagradable y prohibido.

Sin embargo, tras recobrarse, me pidió que le tradujese otro pasaje. Este resultó ser una rara fórmula mágica para exorcizar a los muertos, con un ritual que implicaba el uso de exóticos bálsamos de Arabia y el correcto recitado de lo menos un centenar de nombres de gules y demonios. Lo transcribí todo para Carnby, y él lo estudió durante largo rato con una ansiedad que me pareció muy distinta de la preocupación científica.

–Esto también falta en Olaus Wormius -observó, y tras leerlo por dos veces dobló el papel cuidadosamente y lo guardó en el mismo cajón donde tenía el Necronomicón.

Esa noche fue de las más extrañas que he pasado jamás. Mientras permanecimos sentados discutiendo hora tras hora las versiones de este impío volumen, me fui dando cuenta más y más claramente de que mi patrón estaba mortalmente asustado por algo; temía estar solo y me retenía a su lado más que nada por esa razón. Parecía estar constantemente esperando y escuchando con penosa, torturada expectación, y veía que tenía sólo una conciencia maquinal de cuanto decíamos él y yo. Entre los inquietantes objetos de la habitación, en aquella atmósfera de maldad solapada, de horror inconfesable, la parte racional de mi mente empezaba a sucumbir lentamente ante una recrudescencia de oscuros terrores ancestrales. Aunque en mis momentos normales he despreciado siempre tales cosas, estaba dispuesto ahora a creer en los más disparatados desvaríos de la fantasía supersticiosa. Indudablemente, merced a una especie de contagio mental, había captado el terror oculto que Carnby padecía.

Sin embargo, el hombre no admitió los verdaderos sentimientos que evidenciaba su actitud, sino que habló repetidamente de una afección nerviosa. Más de una vez, durante nuestra conversación, trató de darme a entender que su interés por lo preternatural y lo satánico era enteramente intelectual, que al igual que yo, no creía en tales cosas. Sin embargo, me di cuenta de que sus explicaciones eran falsas; que estaba imbuido y obsesionado por una auténtica fe en todo aquello que pretendía considerar con científica objetividad, y que evidentemente había caído víctima de algún horror imaginario relacionado con sus investigaciones ocultistas. Pero mi intuición no me permitió dar con la clave de la naturaleza de este horror.

No se repitieron los ruidos que habían alarmado tanto a mi patrón. Estuvimos allí hasta después de las doce ocupados en el texto del árabe loco abierto ante nosotros. Por último, Carnby pareció darse cuenta de lo avanzado de la hora.

–Me temo que le he retenido demasiado -dijo excusándose-. Debe irse a dormir. Soy un egoísta; he olvidado que estas horas no son habituales para los demás como para mí.

Rechacé formalmente su autorreproche como exigía la cortesía, le di las buenas noches y me dirigí a mi habitación con una enorme sensación de alivio. Me pareció como si hubiese dejado detrás de mí, en la habitación de Carnby, todo el sombrío temor y la opresión a que había estado sometido.

En el largo corredor sólo ardía una luz. Estaba cerca de la puerta de Carnby; mi puerta, en el extremo, cerca del arranque de la escalera, se hallaba sumida en completa oscuridad. Al alargar la mano para coger el picaporte, oí un ruido detrás de mí; volví la cabeza y vi un bulto confuso que saltó del rellano al último escalón, desapareciendo de mi vista. Me quedé horriblemente sobresaltado; pues aunque fue una visión fugaz y vaga, me pareció un cuerpo demasiado pálido para que fuese una rata; por otra parte, su silueta no sugería la de ningún animal. No habría podido asegurar qué era, pero su aspecto me pareció indeciblemente monstruoso. Las piernas me temblaban violentamente, y más arriba oí golpes extraños, como el rodar de un objeto y el caer de escalón en escalón. El ruido se repitió a intervalos regulares, y finalmente cesó.

Aun cuando la seguridad del alma y el cuerpo hubiesen dependido de ello, no habría podido volver a la escalera; no habría podido acercarme a los escalones de arriba para averiguar la causa de los poco naturales golpes. Cualquier otro, quizá, habría ido. Yo, en cambio, tras permanecer un momento petrificado, entré en mi habitación, cerré la puerta y me metí en la cama con un torbellino de dudas irresueltas y presa de un equívoco terror. Dejé la vela encendida, y permanecí despierto durante horas, esperando de un momento a otro la repetición de ese abominable ruido. Pero la casa estaba en silencio como un depósito de cadáveres, y no oí nada. Por último, a pesar de mis previsiones en sentido contrario, me quedé dormido, y no me desperté sino después de muchas horas de sueño pesado y reparador.

Eran las diez, como indicaba mi reloj. Me pregunté si mi patrón me habría dejado que durmiese deliberadamente, o no se había levantado tampoco. Me vestí y bajé, descubriendo que me esperaba ante la mesa del desayuno. Estaba más pálido y tembloroso que el día anterior, como si hubiese dormido mal.

–Espero que las ratas no le hayan molestado demasiado -.observó, tras un saludo preliminar-. Verdaderamente, hay que hacer algo con ellas.

–No me han molestado en absoluto -contesté. En cierto modo, me fue completamente imposible aludir al extraño y ambiguo ser que había visto y oído retirarse la noche anterior. Evidentemente, me había. equivocado; era indudable que no había sido sino una rata, en definitiva, que arrastraba algo escaleras abajo. Traté de olvidar la cadencia espantosa del ruido y la fugaz visión de la inconcebible silueta en la oscuridad.

Mi patrón me miró con suma atención, como si quisiese penetrar en lo más recóndito de mi espíritu. El desayuno transcurrió lúgubremente. Y el día que siguió no fue menos triste. Carnby se recluyó hasta mediada la tarde y me dejó que campara por mis respetos en la bien surtida pero convencional biblioteca de abajo. No se me ocurría qué podía hacer Carnby a solas en su habitación; pero más de una vez me pareció oír las débiles y monótonas entonaciones de una voz solemne. Mil ideas alarmantes y presentimientos desagradables invadieron mi cerebro. Cada vez más, la atmósfera de esta casa me envolvía y ahogaba con su misterio infecto y ponzoñoso: en todas partes percibía la invisible asechanza de íncubos malévolos.

Casi sentí alivio cuando mi patrón me llamó a su estudio. Al entrar, noté el aire impregnado de un olor pungente y aromático, y me llegaron las volutas evanescentes de un vapor azulenco, como de gomas y esencias orientales ardiendo en incensarios de iglesia. La alfombrilla de Ispahan había sido corrida de su sitio, junto a la pared, al centro de la habitación, pero no bastaba para cubrir una señal redonda de color violáceo semejante al dibujo de un círculo mágico en el suelo. Indudablemente, Carnby había estado ejecutando alguna especie de conjuro; y me vino al pensamiento la pavorosa fórmula que había traducido.

Sin embargo, no dio ninguna explicación de lo que había estado haciendo. Su actitud había cambiado notablemente y tenía más aplomo y confianza que el día anterior. De un modo casi profesional, depositó ante mí un mazo de hojas manuscritas que quería que pasase a máquina. El tecleo de la máquina me ayudó un poco a disipar las malignas aprensiones que me asediaban, y casi pude sonreír ante la recherche y terrible información contenida en las notas de mi patrón, casi todas relativas a fórmulas para la adquisición de poderes ilícitos. Pero no obstante, por debajo de mi confianza, había una vaga, amplia inquietud.

Llegó la noche; y después de cenar regresamos otra vez al estudio. Había ahora una tensión en la actitud de Carnby, como si aguardase ansiosamente el resultado de algún experimento secreto. Seguí con mi trabajo; pero me contagió un poco su emoción, y una y otra vez me sorprendía a mí mismo en una actitud de forzada atención.

Finalmente, por encima del tecleo de la máquina, oí el extraño caminar vacilante en el rellano. Carnby lo oyó también, y su expresión de confianza se esfumó completamente, siendo sustituida por la de deplorable terror.

El ruido se fue acercando, seguido de un roce apagado de arrastrar algo; luego se oyeron más ruidos, como titubeos y carreritas, de las más diversas calidades, pero igualmente imposibles de identificar. Al parecer, el rellano estaba atestado, como si todo un ejército de ratas tirara de alguna carroña y se la llevase como botín. Y no obstante, ningún roedor ni manada de roedores podía haber producido tales ruidos ni habría podido arrastrar nada tan pesado como el objeto que venía detrás. Había algo en la naturaleza de estos ruidos, algo sin nombre ni definición, que hizo que me subiera un lento escalofrío por el espinazo.

–¡Dios mío! ¿Qué es todo este estrépito? – exclamé.

–¡Las ratas! ¡Le digo que son las ratas! – la voz de Carnby fue un alarido histérico.

Un momento más tarde, sonó una inequívoca llamada a la puerta, muy cerca del suelo. Al mismo tiempo, oí un sonoro topetazo en el armario cerrado del otro extremo de la habitación. Carnby había permanecido de pie, pero ahora se hundió sin fuerzas en una silla. Su semblante estaba ceniciento, y tenía la expresión contraída por un pavor casi demencial.

La duda y tensión pesadillescas se hicieron insufribles; corrí a la puerta y la abrí de golpe a pesar de la frenética oposición de mi patrón. Yo no tenía idea de lo que me iba a encontrar al otro lado del umbral, en el oscuro rellano.

Cuando miré y vi la cosa que estuve a punto de pisar, mi sensación fue de estupor y de auténtica náusea. Era una mano humana que había sido cortada por la muñeca; una mano huesuda, azulenca, como la de un cadáver de una semana, con tierra vegetal en los dedos y bajo las largas uñas. ¡El infame miembro se había movido! ¡ Se había retirado para evitarme, y se arrastraba por el pasillo a la manera de un cangrejo! Y siguiéndola con la mirada, vi que había otras cosas más allá, una de las cuales identifiqué como un pie humano y otra como un antebrazo. No me atreví a mirar lo demás. Todo se alejaba lenta, horriblemente, en macabra procesión, y no puedo describir la forma en que se movía. La vitalidad individual de cada sección era horrible hasta más allá de lo soportable. Era una vitalidad que estaba más allá de la vida; sin embargo, el aire estaba cargado de corrupción, de carroña. Aparté los ojos, retrocedí a la habitación de Carnby y cerré tras de mí con mano temblorosa. Carnby estaba a mi lado con la llave, que hizo girar en la cerradura con dedos torpes, tan débiles como los de un anciano.

–¿Los ha visto? – preguntó con un susurro seco, quebrado.

–¡En nombre de Dios!, ¿qué significa todo eso? – grité.

Carnby volvió a su silla, tambaleándose por la flojedad. Sus facciones parecían consumidas por algún horror interior que le devoraba, y se estremecía visiblemente como por un interminable escalofrío. Me senté en una silla junto a él y entonces comenzó a contarme entre tartamudeos su increíble confesión, medio incoherente, haciendo muecas, y muchas interrupciones y pausas:

–Es más fuerte que yo… incluso muerto, incluso con el cuerpo desmembrado por el bisturí y el serrucho de cirujano que he utilizado. Yo creía que no podría regresar después de eso… después de haberle enterrado a trozos en una docena de sitios diferentes, en el sótano, bajo los arbustos, al pie de las hiedras. Pero el Necronomicón tiene razón… y Helman Carnby lo sabía. Me lo advirtió antes de matarle, me dijo que podía volver, aun en esas condiciones.

»Pero no le creí. Odiaba a Helman, y él me odiaba a mí también. El había alcanzado un poder y un conocimiento superiores, y los Oscuros le protegían más que a mí. Por eso maté a mi hermano gemelo, hermano además en el culto de Satanás y de Aquellos que existían aun antes que Satanás. Habíamos estudiado juntos durante muchos años. Habíamos celebrado misas negras juntos y éramos asistidos por los mismos demonios familiares. Pero Helman Carnby había ahondado en lo oculto, en lo prohibido, hasta unos niveles que me fue imposible seguir. Le temía, y llegó un momento en que no pude soportar más su superioridad.

»Hace más de una semana… hace diez días, cometí el crimen. Pero Helman, o alguna parte de él, ha regresado noche tras noche… ¡Dios! ¡Sus malditas manos se arrastran por el suelo! ¡Sus pies, sus brazos, los trozos de sus piernas, suben las escaleras de algún modo abominable para perseguirme!… ¡Cristo! Su torso espantoso, sanguinolento, yace a la espera. Se lo aseguro, sus manos han venido incluso de día a llamar y tantear a mi puerta… y hasta he tropezado con sus brazos en la oscuridad.

»¡Oh, Dios! Me volveré loco con todos estos terrores. Pero él quiere atormentarme, quiere torturarme hasta que mi cerebro sucumba. Por eso me persigue, despedazado de esta manera. Podría acabar conmigo cuando quisiese, con el poder demoníaco que posee. Podría reunir sus miembros separados y su cuerpo y matarme como le maté a él.

»¡Cuán cuidadosamente enterré sus trozos, con qué infinita previsión! ¡Y qué inútil ha sido! Enterré el serrucho, también, en el rincón más apartado del jardín, lo más lejos posible de sus manos perversas y ansiosas. Pero su cabeza no la enterré con los demás trozos: la guardé en ese armario del fondo de la habitación. A veces la oigo moverse dentro, como la ha oído usted hace un rato… Pero él no necesita la cabeza, su voluntad está en otra parte, y puede actuar inteligentemente a través de todos sus miembros.

»Naturalmente, cerré todas las puertas y ventanas por la noche, cuando descubrí que iba a volver… Pero fue inútil. Y he tratado de exorcizarlo con los conjuros adecuados; con todos los que conozco. Hoy he probado esa eficacísima fórmula del Necronomicón que usted ha traducido para mí. Le he contratado para que me la tradujera. Además, no podía ya soportar por más tiempo el estar solo, y pensé que sería una ayuda tener a alguien más en la casa. Esa fórmula era mi última esperanza. Creía que le detendría; se trata del conjuro más antiguo y terrible. Pero, como ha visto, no sirve…

Su voz se apagó en un murmullo entrecortado, y se quedó mirando ante sí con ojos ciegos, insoportables, en los que sorprendí la llama incipiente de la locura. No pude decir nada; la confesión que acababa de hacerme era indeciblemente atroz. La tremenda impresión moral y el horror preternatural me habían dejado casi estupefacto. Mis sentidos quedaron anulados; y hasta que no empecé a recobrarme, no sentí que me invadía irresistiblemente una oleada de aversión por el hombre que tenía junto a mí.

Me puse de pie. La casa había quedado cada vez más silenciosa, como si el ejército horripilante y macabro se hubiese retirado ahora a sus diversas sepulturas. Carnby había dejado la llave en la cerradura, así que me dirigí a la puerta y la hice girar rápidamente.

–¿Se va? No se marche -suplicó Carnby con una voz temblorosa de alarma, al verme con la mano en el picaporte.

–Sí, me marcho -dije fríamente-. Renuncio a mi puesto ahora mismo; voy a recoger mis cosas y marcharme de aquí lo antes posible.

Abrí la puerta y salí, negándome a escuchar los argumentos y súplicas y protestas que había empezado a murmurar. Por esta vez, preferí afrontar cualquier cosa que acechase en el oscuro pasillo, por horrenda y terrible que fuese, a soportar por más tiempo la compañía de John Carnby.

El rellano estaba vacío; me estremecí de repulsión ante el recuerdo de lo que había visto, y eché a correr hacia mi habitación. Creo que habría gritado, de haber notado el más leve movimiento en las sombras.

Empecé a hacer la maleta con un sentimiento de la más frenética urgencia y premura. Me parecía que no podría escapar inmediatamente de esta casa de secretos abominables, en cuya atmósfera reinaba una asfixiante amenaza. Con las prisas me equivocaba, tropezaba con las sillas y el cerebro y los dedos se me acorchaban y paralizaban de miedo.

Casi había terminado mi tarea, cuando oí un ruido de pasos lentos y regulares que subían las escaleras. Sabía que no era Carnby, pues se había encerrado con llave inmediatamente después de salir yo de su habitación, y estaba seguro de que nada habría podido hacerle salir. En cualquier caso, difícilmente habría podido bajar sin que yo le hubiese oído.

Los pasos llegaron al rellano y pasaron por delante de mi puerta con la misma mortal repetición, inexorable como el movimiento de una máquina. Efectivamente, no eran los pasos nerviosos y furtivos de John Carnby.

¿Quién podía ser, entonces? Se me heló la sangre en las venas; no me atreví a concluir el razonamiento que se suscitó en mi mente.

Los pasos se detuvieron; yo sabía que habían llegado a la puerta de la habitación de Carnby. Siguió una pausa en la que apenas me fue posible respirar; a continuación, oí un estrépito espantoso de madera destrozada, y, más fuerte aún, el penetrante alarido de un hombre en el más extremo grado de terror.

Me sentí inmovilizado, como si una invisible mano de hierro me sujetase; y no tengo idea de cuánto tiempo esperé y escuché. El grito se había apagado en un repentino silencio; y no oí nada ahora, salvo un apagado, singular, periódico ruido que mi cerebro se negó a identificar.

No fue mi propia decisión, sino otra voluntad más fuerte que la mía, la que me movió finalmente y me impulsó a ir al estudio de Carnby. Sentí la presencia de esa voluntad como una fuerza irresistible, sobrehumana: como un poder demoníaco, un maligno hipnotismo.

La puerta del estudio había sido hundida, y colgaba de una bisagra. Estaba astillada como por un impacto superior al de una fuerza mortal. Aún ardía una luz en la estancia, y el abominable ruido que oía cesó al aproximarme al umbral. Fue seguido de una quietud malévola y absoluta.

Me detuve nuevamente, incapaz de dar un paso más. Pero esta vez fue algo muy distinto del infernal e irresistible magnetismo lo que me petrificó las piernas y me detuvo ante el umbral. Miré hacia la habitación -el rectángulo de la puerta estaba iluminado por una luz invisible desde donde yo estaba-, y vi a un lado la alfombrilla oriental, y la horrenda silueta de una sombra monstruosa e inmóvil que se proyectaba fuera de ella, en el suelo. Enorme, alargada y contrahecha, la sombra parecía proyectada por los brazos y el torso de un hombre desnudo e inclinado hacia adelante, con una sierra de cirujano en la mano. Su monstruosidad consistía en que, si bien los hombros, pecho, abdomen y brazos se distinguían perfectamente, la sombra carecía de cabeza, y parecía terminar bruscamente en un cuello cercenado. Era imposible, según su postura, que la cabeza quedara oculta por el escorzo.

Me quedé expectante, incapaz de entrar ni de retirarme. La sangre se me había escapado del corazón en una especie de oleada fría, y pensé que se me había helado el cerebro. Hubo una interminable pausa de horror, y luego, en un lugar oculto de la habitación de Carnby, en el armario cerrado, sonó un estallido espantoso y violento, de madera astillada y chirriar de bisagras, seguido del topetazo lúgubre y siniestro de un objeto desconocido al golpear el suelo.

Otra vez reinó el silencio; un silencio de concentrada Maldad, por encima de su triunfo abominable. La sombra no se había movido. Su actitud era de horrenda contemplación, con la sierra todavía en su mano serena, como si examinase su obra ejecutada.

Transcurrió otro intervalo, y luego, súbitamente, presencié la espantosa e inexplicable desintegración de la sombra, que pareció fragmentarse fácil y suavemente en múltiples sombras diferentes, antes de desaparecer de la vista. No sé describir en qué forma, ni especificar en qué trozos tuvo lugar esta singular fragmentación, esta división múltiple. Al mismo tiempo, oí el apagado chocar de una herramienta metálica sobre la alfombrilla persa, y un sonido producido, no por la caída de un cuerpo, sino de muchos.

Una vez más reinó el silencio, un silencio como de algún cementerio nocturno, cuando los sepultureros y los gules han concluido ya su macabra tarea y quedan solos los muertos.

Atraído por un fatal mesmerismo, guiado como un sonámbulo por un demonio invisible, entré en la habitación. Yo sabía, con una presciencia abominable, cuál era el espectáculo que me aguardaba al otro lado del umbral: el doble montón de trozos humanos; unos, frescos y sanguinolentos, otros ya azules y putrefactos y manchados de tierra, en horrenda confusión sobre la alfombra.

Del montón sobresalían una sierra de cirujano y un bisturí enrojecidos; y cerca, entre la alfombra y el armario abierto con la puerta destrozada, yacía una cabeza humana de cara a los restos y en postura erecta, en el mismo estado de corrupción incipiente que el cuerpo al que pertenecía; pero juro que vi borrarse una malévola mueca de gozo de su semblante cuando entré. Aun bajo los signos de corrupción, mostraba un evidente parecido con el de John Carnby, y no podía pertenecer sino a un hermano gemelo de éste.

Imposible describir aquí las horribles deducciones que obnubilaban mi cerebro como una nube negra y viscosa. El horror que contemplé -y el horror aún mayor que supuse- habrían hecho palidecer a las más inmundas enormidades del infierno en sus helados abismos. Sólo una cosa pudo servir de consuelo y misericordia: aquella fuerza me obligó a contemplar la intolerable escena unos instantes nada más. Luego, de repente, sentí que algo se. retiraba de la habitación; el maligno encanto se había roto, la irresistible voluntad que me había tenido cautivo se había ido. Me había dejado ahora, a la vez que abandonaba el cadáver desmembrado de Helman Carnby. Me sentí libre de marcharme; y salí apresuradamente de la horrible cámara, y eché a correr temerariamente por la casa, hasta salir a la oscuridad exterior de la noche.

Estirpe de la cripta

Clark Ashton Smith

Muchos y multiformes son los oscuros horrores que infestan la Tierra

desde sus orígenes. Duermen bajo la roca inamovible; crecen con el árbol

desde sus raíces; se agitan bajo la mar y en las regiones subterráneas; habitan

los reductos más sagrados. Cuando les llega su hora, brotan del sepulcro de

orgulloso bronce o de la humilde fosa de tierra. Algunos hay de antiguo conocidos por el hombre; otros, permanecen ignorados basta el día terrible de su revelación. Tal vez los más espantosos y atroces no se han manifestado aún. Pero entre aquellos que surgieron hace tiempo, entre los que han evidenciado su insoslayable presencia,hay uno que por su suprema inmundicia no puede nombrarse: la descendencia que los moradores secretos de las criptas han engendrado en la humanidad.

Del Necronomicon, de Abdul Alhazred

En cierto modo, es una suerte que la historia que debo relatar ahora, se refiera en gran parte a sombras indecisas, a dudosas insinuaciones y a deducciones discutibles. De otra manera, jamás habría sido escrita por mano humana ni leída por los ojos de los hombres. Mi participación en el espantoso drama fue breve, ya que se limitó a su último acto. Los primeros apenas constituían para mí una leyenda remota y horrible. Aun así, el dislocado reflejo del horror que todo el asunto me produjo ha convertido los principales sucesos de la vida normal en tenues cendales tejidos al oscuro borde de algún abismo batido por el viento, al borde de algún sepulcro donde se oculta y supura la máxima corrupción de la Tierra.

La leyenda a que aludo me era conocida desde la infancia, ya que fue tema habitual de chismorreos familiares y de mudos asentimientos de cabeza, pues sir John Tremoth había sido compañero de clase de mi padre. Yo no había visto nunca a sir John. Tampoco había visitado Tremoth Hall hasta el día en que comenzó el acto final de la tragedia. Mi padre emigró de Inglaterra; me llevó consigo a Canadá cuando todavía era niño. En Manitoba prosperó como apicultor y, después de su muerte, las colmenas me tuvieron muy ocupado durante varios años, sin poder realizar mi sueño dorado que era visitar mi tierra natal y viajar por sus comarcas rurales.

Cuando por fin logré realizar el viaje, recordaba muy confusamente las viejas habladurías sobre sir John. Un día, ya en mi país natal, decidí dar una vuelta en motocicleta por las típicas comarcas inglesas. Tremoth Hall no formaba parte de mi itinerario, desde luego. Al fin y al cabo, el espantoso suceso relacionado con dicha mansión no suscitaba en mí ninguna curiosidad morbosa, como acaso la hubiera suscitado en otras personas. Fui a parar allí por pura casualidad. Había olvidado por dónde caía Tremoth Hall; ni siquiera se me ocurrió que pudiera estar por los alrededores. De haberlo sabido creo que me hubiera desviado -a pesar de la urgente necesidad de buscar albergue aquella noche-, antes que tomar parte en la tremenda desdicha que afligía a su dueño.

Cuando llegué a Tremoth Hall estábamos a principios del otoño. Acababa de hacerme una jornada entera de viaje a través de una campiña ondulada por serpeantes carreteras y pacíficos caminos vecinales. El día había sido despejado. Brillaba un cielo pálido sobre los nobles parques teñidos de rojo y ámbar en la languidez otoñal. Pero, avanzada la tarde, comenzó a extenderse la niebla por las bajas colinas y acabó por envolverme en su seno espectral, de suerte que me extravié y no pude encontrar indicación alguna que me orientara hacia la ciudad donde pensaba pasar la noche.

Seguí adelante al azar, con la idea de que no tardaría en dar con otra bifurcación. La carretera era poco más que un rústico camino vecinal, totalmente solitario. La niebla se había hecho más espesa y oscura, borrando el horizonte en toda su extensión. A juzgar por lo que veía, el paisaje de la región estaba formado de matorrales y peñascos, sin vestigio de cultivo alguno. Subí un repecho y descendí después por una cuesta larga y monótona, mientras la niebla se hacía más densa con el crepúsculo. Me parecía que rodaba en dirección oeste, pero ante mí, en la pálida oscuridad, no descubría el más mínimo resplandor que indicara el lugar donde se estaba poniendo el sol. Me llegaba un húmedo olor salitroso, como de marismas.

La carretera describió una curva muy cerrada, y me dio la sensación de que rodaba entre hoyas y pantanos. La noche se precipitó con rapidez casi anormal, como si tuviera prisa por atraparme, y comencé a sentir una especie de confusa inquietud, como si me hubiera extraviado por unos parajes extraños y no en un apacible rincón de la vieja Inglaterra. La niebla y el atardecer parecían disimular un paisaje silencioso y lívido, lleno de misterio, inquietante, estremecedor.

Luego, a mi izquierda y un poco por delante de mí, vi un resplandor que me hizo pensar en un ojo fúnebre y empañado. Brillaba entre masas indistintas y borrosas, como entre árboles de un bosque fantasmal. Una de las sombras más cercanas, al ir aproximándome, se resolvió en un pequeño edificio que parecía guardar la entrada de alguna finca. Estaba oscuro y silencioso. Me detuve a escudriñar, y vi una verja de hierro y un seto de tejo sin recortar.

Toda la finca tenía aspecto de abandono. Volví a sentir en la médula el frío estremecimiento del miedo que me acechaba desde que me internara en aquella región de brumas y marismas. Pero la luz era testimonio de proximidad humana en tan solitarios parajes. Podría encontrar albergue por una noche o, cuando menos, pediría que me indicaran la dirección del pueblo o posada más próximos.

Para sorpresa mía, la verja no estaba cerrada. Empujé y se abrió con un ruido chirriante y herrumbroso. Daba la sensación de que hacía mucho que no la habían abierto. Empujé la moto adentro y continué por la alameda invadida de yerba, hacia la luz. No tardó en recortarse la vaga silueta de un edificio solariego entre árboles y arbustos cuyas formas artificiales, como el desgarrado seto de tejo, obedecían más a una selvática extravagancia que a la pericia de un jardinero.

La niebla se había convertido en fría llovizna. Casi a tientas en la negrura, hallé una puerta a cierta distancia de la ventana que dejaba escapar la solitaria luz. Llamé por tres veces, y, como respuesta, oí finalmente un apagado ruido de pasos arrastrados y lentos. Se abrió la puerta poco a poco, y apareció ante mí un anciano con una vela encendida en la mano. Le temblaban los dedos por parálisis o por vejez. Tras él, en las tinieblas del recibimiento, fluctuaban las sombras deformadas y acariciaban sus rasgos arrugados como un aleteo de murciélagos.

–¿Qué desea, señor? – preguntó.

La voz, aunque temblona y vacilante, distaba mucho de ser ruda. Tampoco dio muestras de recelo y frialdad, como empezaba yo a temer. No obstante, percibí una especie de vacilación, y cuando le conté las circunstancias que me habían llevado a llamar a su puerta, me escudriñó con una impertinencia que no me pareció acorde con su extrema vejez.

–Sabía que sería usted extranjero en estos contornos -comentó cuando hube terminado-. Sin embargo, ¿podría saber su nombre, señor?

–Me llamo Henry Chaldane.

–¿No será usted hijo del señor Arthur Chaldane?

Algo desconcertado, dije que sí.

–Se parece usted a su padre, señor. El señor Chaldane y sir John Tremoth fueron buenos amigos antes de que su padre se marchara al Canadá. ¿Quiere pasar, por favor? Esto es Tremoth Hall. Sir John no tiene costumbre de recibir invitados desde hace mucho tiempo, pero le diré que está usted aquí y puede que quiera saludarle.

Asustado, y no muy agradablemente sorprendido por el descubrimiento del lugar donde me encontraba, seguí al anciano hasta un despacho atestado de libros, cuyo mobiliario evidenciaba lujo y abandono. Encendió una antigua lámpara de aceite, de pantalla pintada y polvorienta, y me dejó solo entre aquellos muebles y libros más polvorientos aún.

Sentía una turbación extraña, una sensación de entrometimiento, mientras aguardaba bajo la desfallecida amarillez de la lámpara. Me volvían a la memoria los detalles espantosos, casi olvidados, del relato que había oído a mi padre en mi infancia.

Lady Agatha Tremoth, la esposa de sir John, había sido víctima de ataques catalépticos. El tercer ataque pareció causar su muerte, ya que no revivió después del intervalo acostumbrado. El cuerpo de lady Agatha fue llevado al panteón de la familia, que se hallaba situado en la parte posterior de la mansión y era casi fabuloso por sus dimensiones y antigüedad. Al día siguiente del entierro, sir John, angustiado por una duda extraña y persistente sobre el dictamen final del médico, había visitado nuevamente el panteón; al entrar, oyó un alarido espeluznante y encontró a lady Agatha incorporada en su ataúd. La tapa, que había sido afirmada con clavos, estaba en el suelo. Parecía imposible que hubiera sido arrancada por los esfuerzos de una frágil mujer. Sin embargo, no cabía otra explicación, y la misma lady Agatha contribuyó bien poco al esclarecimiento de las circunstancias de su extraña resurrección.

Medio trastornada y casi delirante, en un estado de inenarrable horror fácil de comprender, refirió en forma incoherente lo que había sucedido. No recordaba haber hecho esfuerzo alguno por liberarse de su ataúd, pero se sentía enormemente trastornada por el recuerdo de una cara pálida, espantosa, inhumana, que había visto en la oscuridad al despertar de su prolongado letargo mortal. Fue la visión de ese rostro, inclinado sobre ella en el ataúd ya abierto, lo que le hizo dar un grito enloquecedor. Aquel ser había desaparecido antes de que se acercara sir John, huyendo velozmente hacia el interior del panteón. Apenas pudo hacerse una vaga idea de su aspecto general. Creía, sin embargo, que tenía un rostro blanco, ancho, y que echó a correr como un animal, a cuatro patas, aunque sus miembros parecían humanos.

Como es natural, su relato fue considerado como sueño o producto del delirio provocado por el trauma de su espantosa vivencia, que había borrado toda huella del verdadero motivo de su terror. Pero el recuerdo de la horrible cara y del aspecto general del repulsivo visitante, llegó a convertirse en perpetua causa de obsesión, y sus frecuentes delirios ponían de manifiesto el terror morboso que la dominaba. Nunca se recobró de su ansiedad; siguió viviendo en un deplorable estado físico y mental, y falleció nueve meses más tarde, después de dar a luz a su único hijo.

La muerte fue misericordiosa con ella, porque el niño, al parecer, era uno de esos monstruos espantosos que a veces aparecen en la estirpe humana. No se conocía la naturaleza exacta de su anormalidad, aunque corrían rumores temerosos y contradictorios, probablemente suscitados por el médico, las enfermeras y la servidumbre que lo habían visto. Algunos criados, después de haber visto al pequeño monstruo, abandonaron Tremoth Hall y se negaron a volver.

Después de la muerte de lady Agatha, sir John se retiró de la vida social, y poco a poco dejó de hablarse de él y de la desgracia que significaba tener un hijo como el suyo. No obstante, la gente decía que lo tenía encerrado bajo llave, en un cuarto de ventanas enrejadas en el que nadie podía entrar más que el propio sir John. Esta tragedia había destrozado su vida, convirtiéndole en un recluso: vivía solo, con uno o dos criados fieles, y no hacía nada por evitar la decadencia y el abandono de su propiedad.

Sin duda, pensaba yo, el anciano que me había recibido era uno de los criados que se quedaron junto a él. Aún estaba reflexionando sobre la terrible leyenda, esforzándome por recordar algunos detalles casi olvidados, cuando oí un ruido de pasos. A juzgar por su lentitud, me imaginé que era el criado que regresaba.

Pero me había equivocado: la persona que entró era nada menos que el propio sir John Tremoth. Su alta figura, ligeramente encorvada, el rostro arrugado como por efecto de algún corrosivo, todo en él revelaba una dignidad que parecía triunfar sobre la doble catástrofe de la enfermedad y la amargura de la muerte. No sé por qué -aunque podía haber calculado su verdadera edad- había esperado encontrarme con un anciano. Pero no, en realidad sir John era un hombre en plena madurez. No obstante, su palidez cadavérica y su paso vacilante eran los de una persona afectada por alguna enfermedad fatal.

Al dirigirse a mí, se mostró impecablemente cortés, incluso afable. Pero su voz era la de alguien para quien las relaciones y las actividades de la vida habían perdido todo su significado y trascendencia desde hacía muchísimo tiempo.

–Harper me ha dicho que usted es hijo de mi viejo camarada Arthur Chaldane -dijo-. Sea usted bienvenido a este pobre refugio, que es lo único que puedo ofrecer. Hace muchos años que no he recibido invitados y me temo que va a encontrar la mesa un tanto lúgubre. Por otra parte, tal vez me tome usted por un mal anfitrión. De todos modos, debe quedarse usted al menos por esta noche. Harper ha ido a prepararnos la cena.

–Es usted muy amable -contesté-. Sin embargo, no quisiera haber venido a molestarle. Si…

–De ningún modo -exclamó con firmeza-. Debe usted quedarse aquí. La posada más próxima está a varias millas y la niebla se está convirtiendo en una lluvia pertinaz. Verdaderamente me alegro de tenerle conmigo. Quiero que me cuente algo sobre su padre y sobre usted mientras cenamos. Entre tanto, trataré de buscarle una habitación, si me hace el favor de venir conmigo.

Me condujo al piso alto de aquella mansión, a través de un corredor con vigas y entrepaños de roble antiguo. Cruzamos por delante de varias puertas cerradas. Una de ellas estaba reforzada con barrotes de hierro pesados y siniestros como los de una mazmorra. Inevitablemente, imaginé que era ésta la cámara donde había sido confinada la monstruosa criatura. Me preguntaba también si, después de un lapso que debía oscilar alrededor de los treinta años, seguiría viva. ¡Cuán insondables, cuán repugnantes debieron ser sus desviaciones con respecto al tipo humano medio, para que fuera necesario retirarlo inmediatamente de la vista de los demás! y, ¿en virtud de qué características de su desarrollo ulterior había hecho falta poner barrotes en una puerta de roble que, por sí misma, era bastante recia para resistir las embestidas de un hombre o de un animal cualquiera?

Sin dirigir una sola mirada a la puerta, mi anfitrión siguió adelante, portando una bujía que apenas temblaba entre sus débiles dedos. Las curiosas reflexiones en que me había sumido mientras caminaba tras él se vieron interrumpidas, con un repentino sobresalto, por un grito que pareció salir de la habitación clausurada. Fue un aullido largo, ascendente, muy bajo al principio, como la voz de un demonio ahogada por la tumba, que subió de tono hasta convertirse en un alarido inhumano, penetrante y furioso, como si el demonio emergiera voraz a la superficie a través de pasadizos subterráneos. No era voz de persona ni de bestia, sino algo enteramente preternatural, demoníaco, macabro. Me estremecí, electrizado por un miedo insoportable, que me duraba aún cuando el aullido, después de llegar a su grado más elevado, hubo bajado de nuevo hasta perderse en un silencio sepulcral.

Sir John aparentó no hacer caso del espantoso alarido y continuó caminando con su paso vacilante. Llegó al final del corredor y se detuvo ante la segunda habitación a partir de la puerta reforzada.

–Usted ocupará esta habitación -dijo- Es la siguiente a la mía.

No se volvió a mirarme mientras hablaba. Su voz era forzada, impersonal, reprimida. Me di cuenta, sobresaltado, de que la habitación que me indicaba como suya era contigua a la cámara de la que parecía haber brotado el tremendo aullido.

Se notaba que mi habitación no había sido usada desde hacía años. Reinaba un aire denso, frío, malsano, con olor a husmo penetrante. Los muebles estaban cubiertos de polvo y telarañas. Sir John comenzó a disculparse:

–No sabía el estado en que se hallaba la habitación -dijo-. Le diré a Harper que suba después de cenar a quitar el polvo y poner ropa limpia en la cama.

Le aseguré que no tenía por qué disculparse. La tremenda soledad, la vejez de la antigua mansión, sus años de abandono y la inconsolable aflicción de su propietario me tenían hondamente impresionado. No me atrevía a especular demasiado sobre el horrible secreto de la cámara enrejada, ni sobre el alarido que todavía vibraba en mis nervios trastornados. Me lamentaba ya de la extraña casualidad que me había conducido a aquel lugar. Sentía un deseo imperioso de salir, de continuar mi viaje aun de cara a la fría lluvia otoñal y al viento de la noche. Pero no se me ocurría ninguna excusa sólida y verosímil. Evidentemente, no tenía más remedio que quedarme.

La cena, en un salón lúgubre pero señorial, fue servida por el anciano Harper. La comida era sencilla, aunque sustanciosa y bien preparada. El servicio, impecable. Comencé a sospechar que Harper sería el único criado, una mezcla de ayuda de cámara, mayordomo, lacayo y cocinero.

A pesar del hambre que tenía y de las molestias que mi anfitrión se tomaba para que yo me sintiera a gusto, la comida resultó una ceremonia solemne y casi fúnebre. No se me iba de la cabeza la historia que había contado mi padre, y menos aún podía apartar de mi imaginación la puerta enrejada y el impresionante aullido. Fuera como fuese, el monstruo vivía aún, y yo sentía una complicada mezcla de admiración, piedad y horror al mirar el flaco rostro de sir John Tremoth y pensar en el infierno de vida a que se había condenado, pese a la aparente fortaleza con que soportaba sus duras pruebas.

Tras los postres fue servida una botella de excelente Jerez que alargó una hora o más la sobremesa. Sir John habló durante un rato sobre mi padre -no se había enterado de su muerte-, y se interesó por mis asuntos con el tacto y la cortesía de un hombre de mundo. Habló muy poco de sí mismo, y no hizo la más remota alusión a su trágica historia.

Como a mí la bebida casi no me gusta y no vaciaba el vaso con demasiada frecuencia, la mayor parte de la botella la consumió mi anfitrión. Hacia el final de la velada, manifestó cierta extraña disposición a las confidencias. Primero me habló de su falta de salud, bien visible por su aspecto. Me dijo que sufría una gravísima enfermedad del corazón, angina de pecho, y que recientemente había sufrido un ataque excepcionalmente grave.

–El próximo acabará conmigo -dijo-. Y puede que me dé en cualquier momento… ¿Quién sabe? Tal vez esta noche.

Me lo dijo con toda sencillez, como si estuviera hablando de algo corriente o aventurado una predicción del tiempo. Luego, después de una breve pausa, con más énfasis y más peso en sus palabras, comentó:

–Quizá piense usted que soy persona rara, pero tengo aversión a los entierros en criptas y panteones. Quiero que mis restos sean incinerados, y he consignado por escrito todas las disposiciones necesarias para ello. Harper se encargará de que se cumplan debidamente. El fuego es el más limpio y el más puro de los elementos, y acaba con todos esos procesos infames que se producen entre la muerte y la plena desintegración final. No puedo soportar la idea de una tumba mohosa, infestada de gusanos.

Continuó hablando sobre el mismo tema durante un buen rato. Daba tales pormenores, que sin duda se trataba de un tema sobre el que meditaba con frecuencia, si es que no se había convertido realmente en una obsesión para él. Parecía ejercer sobre él una morbosa fascinación, y al hablar, mostraba un brillo doloroso en sus ojos hundidos y ocultos, y un matiz de histeria, rígidamente dominada, en su voz. Recordó el entierro de lady Agatha, su trágica resurrección, y el confuso, el delirante horror del panteón, que había constituido la parte inexplicable e inquietante de su historia. No era difícil comprender la aversión de sir John hacia los entierros. Pero estaba yo muy lejos de sospechar el tremendo espanto que se ocultaba bajo esta repugnancia.

Harper había desaparecido después de traernos la botella de Jerez; supuse que había recibido la orden de arreglar mi habitación. Vaciamos nuestros vasos y terminó él su peroración. El acaloramiento, que parecía haberle reanimado ligeramente, decayó y mi anfitrión adquirió un aspecto más enfermizo y macilento que nunca. Alegando que me sentía muy cansado, le manifesté mi deseo de retirarme; y él, con su cortesía inalterable, insistió en acompañarme hasta mi habitación para asegurarse de que todo estaba en orden antes de irse a acostar.

En el pasillo de arriba nos encontramos con Harper, que en ese preciso momento bajaba por un tramo de escaleras que debía conducir a un tercer piso. Llevaba una pesada cacerola de hierro con restos de comida. Noté un olor acre bastante fuerte, casi de putrefacción, cuando pasó por mi lado. Me pregunté si habría estado dando de comer al monstruo desconocido y si no le daría la comida desde el techo, a través de una trampa. La suposición era bastante verosímil; pero el olor de las sobras, por una lejana y un tanto rebuscada asociación de ideas, había comenzado a suscitar en mí otras conjeturas que iban más allá de lo verdaderamente razonable. Ciertas sospechas vagas e incoherentes parecían integrarse espontáneamente en una única y horrenda suposición. Mal que peor, intenté convencerme de que la hipótesis era científicamente inadmisible, una mera fantasía de brujería supersticiosa. No, no podía ser que… que aquí, en Inglaterra precisamente, aquel demonio devorador de cadáveres que cuentan los cuentos y las leyendas orientales… el gul

En contra de todos mis temores, no se repitió aquel diabólico aullido, al pasar frente a la habitación secreta. En cambio, me pareció oír un lento ronchar, como el de un animal enorme que devorase su alimento.

Mi habitación, aunque bastante oscura, estaba ahora limpia de polvo y telarañas. Después de una inspección personal, sir John me deseó buenas noches y se retiró a su aposento. Me sorprendieron su palidez mortal y su flojedad al despedirse, y pensé con cierta culpabilidad que la extorsión que suponía el haber atendido y obsequiado a un huésped pudo haber empeorado la grave enfermedad que padecía. Me pareció descubrir un dolor, un sufrimiento, bajo la armadura de urbanidad, y me pregunté si aquella urbanidad no era mantenida a un precio excesivo.

El cansancio del viaje, junto con la pesadez del vino que había bebido, debían haberme vencido; pero a pesar de permanecer con los ojos firmemente apretados en la oscuridad, no conseguía apartar aquellas sombras malignas de sospecha que se hacinaban sobre mí. Me sentía rodeado de unos seres detestables provistos de garras inmundas, que me rozaban en sus nauseabundas contorsiones, al removerme durante horas y horas o mientras contemplaba el rectángulo gris de la ventana. El constante gotear de la lluvia, el gemido del viento, se resolvieron en un espantoso murmullo de voces casi articuladas que conspiraban contra mi tranquilidad y susurraban abominables secretos en un lenguaje demoníaco.

Finalmente, al cabo de un tiempo que me pareció un siglo, la tempestad amainó y dejaron de oírse aquellas voces equívocas. La claridad que entraba por la ventana se proyectaba débilmente en la negrura de la pared. Los terrores de mi larga noche de insomnio se disiparon un tanto, pero no conseguí coger el sueño. Me di cuenta del completo silencio que reinaba en la casa. Luego, en aquel silencio, oí un ruido extraño, débil, inquietante. De momento, no sabía de dónde procedía.

A veces, era un ruido apagado. Luego parecía aproximarse, como si viniera de la habitación contigua. No sé por qué, me recordaba el ruido que harían las garras de un animal al arañar un recio maderaje. Me incorporé y, al escuchar con más atención, me di cuenta con un sobresalto de terror de que provenía del lado donde estaba el cuarto enrejado. Se produjo una extraña resonancia; después, el ruido se hizo casi inaudible. De pronto, y durante un rato, cesó por entero. En ese intervalo oí un simple gemido, como el de una persona agonizante o presa de un insuperable terror. No cabía la menor duda de que el gemido venía de la habitación de sir John Tremoth; y tampoco podía equivocarme ya sobre el origen del prolongado arañar.

El gemido no se volvió a repetir, pero comenzó nuevamente aquel rascar en la madera y ya continuó hasta el amanecer. Después, como si la bestia que arañaba fuese de costumbres nocturnas, el ruido cesó y no se oyó más. Hasta ese momento había permanecido en una insoportable tensión de nervios, lleno de aprensión angustiosa, atento a los ruidos y, a la vez, embotado por el cansancio y el deseo de dormir. Al cesar todo sonido, allá en la descolorida palidez del amanecer, caí en un sueño profundo del que no pudieron sacarme todos los espectros de la vieja mansión.

Me despertaron unos golpes sonoros en la puerta, unos golpes que, aun en la torpeza del sueño, sentí imperiosos y urgentes. Debían ser cerca de las doce del mediodía, y con cierto sentimiento de culpa por haberme recreado demasiado en la cama, corrí a la puerta y abrí inmediatamente. Harper, el viejo criado, estaba allí plantado, y su temblorosa excitación revelaba que algo terrible había sucedido.

–Siento decirle, señor Chaldane -tartamudeó-, que sir John ha fallecido. No contestaba a mi llamada como de costumbre, y me he visto obligado a entrar en su habitación. Debe de haber muerto a primera hora de la madrugada.

Mudo de estupor ante la noticia, recordé el gemido que oí cuando comenzaba a clarear. Tal vez había muerto en aquel preciso instante. Recordé también aquel pesadillesco arañar en la madera. Inevitablemente me pregunté si el gemido que oí no fue tanto de dolor físico como de temor. ¿No pudo ser, acaso, la tensión de estar oyendo aquel ruido espantoso lo que provocó el último ataque de la enfermedad de sir John? No las tenía todas conmigo; mi cerebro se atormentaba con pavorosas y horribles conjeturas.

Con la cortesía convencional que suele emplearse en tales ocasiones, traté de dar el pésame al anciano sirviente y me ofrecí a ayudarle en las diligencias necesarias para destruir los restos mortales de su señor, según su última voluntad. Puesto que no había teléfono en la casa, me brindé a buscar un médico que examinara el cuerpo y extendiera el certificado de defunción. El viejo pareció experimentar una gratitud y un alivio extraordinarios.

–Muchas gracias, señor -dijo fervientemente, y añadió como explicación-. Le prometí vigilar su cuerpo de cerca.

Siguió hablando del deseo de sir John de ser incinerado. El barón había dejado disposiciones concretas de que se construyera una pira de leña en el montículo situado detrás de la mansión, con objeto de quemar allí sus restos, y de que se esparcieran sus ceniza por los campos de su heredad. Había ordenado, facultando para ello a su sirviente, que estas disposiciones se llevaran a cabo lo antes posible después de su fallecimiento. Nadie debía presenciar dicha ceremonia, aparte Harper y los hombres necesarios para llevarla a cabo. En cuanto a los familiares más allegados -ninguno de los cuales vivía en las cercanías- no deberían ser informados hasta que todo hubiese concluido.

Rehusé el ofrecimiento de Harper, que quería prepararme el desayuno. Le dije que comería cualquier cosa en el pueblo vecino. En su actitud había una extraña ansiedad, y comprendí, por una especie de intuición difícil de definir, que deseaba comenzar su prometida vigilancia junto al cadáver de sir John.

Sería aburrido e innecesario detallar el velatorio que siguió. La espesa niebla marina había vuelto. Mientras me dirigía al pueblo vecino tuve la sensación de ir a tientas por un mundo húmedo e irreal. Conseguí localizar a un médico y contratar varios hombres para montar. la pira y transportar el cadáver. En todas partes fui recibido con pocas muestras de entusiasmo. Nadie manifestaba deseos de comentar la muerte de sir John ni de hablar acerca de la negra leyenda de Tremoth Hall.

Harper, para mi sorpresa, había propuesto que la cremación se llevara a cabo inmediatamente. Sin embargo, no tardamos en comprobar que era imposible. Cuando concluyeron todas las formalidades y disposiciones, la niebla se había convertido en una llovizna continua, insistente, que impedía prender fuego a la pira. Nos vimos obligados a aplazar la ceremonia. Le había prometido a Harper que me quedaría hasta que todo hubiera concluido, así que tuve que pasar otra noche bajo aquel techo, albergue de secretos malditos y abominables.

No tardó en oscurecer. Después de una última visita al pueblo, en la que conseguí unos bocadillos para cenar Harper y yo, regresé a la solitaria mansión. Encontré a Harper en la escalera cuando subía a la cámara mortuoria. Había una gran inquietud en su semblante, como si hubiese sucedido algo que le llenara de terror.

–¿No accedería usted a hacerme compañía esta noche, señor Chaldane? – preguntó-. Ya sé que el velatorio que le pido que comparta conmigo va a ser espantoso, y quizá hasta peligroso. Pero sir John se lo agradecería, estoy seguro. Si tiene usted un arma sería conveniente que la llevara encima.

Era imposible negarse a su petición, de modo que asentí inmediatamente. No tenía arma de ninguna clase, por lo que Harper insistió en que aceptara un revólver antiguo; él andaba con otro que era hermano del que me ofrecía.

–Pero bueno, Harper -dije bruscamente, mientras nos encaminábamos por el pasillo a la habitación de sir John-, ¿de qué tiene miedo?

Se quedó visiblemente turbado ante la pregunta. Parecía no tener demasiadas ganas de contestar. Luego, un momento después, se dio cuenta de que era necesario hablar con franqueza.

–Es la criatura de la habitación enrejada -explicó-. Tiene que haberla oído, señor. La hemos custodiado sir John y yo durante estos veintiocho años, siempre con el temor de que pudiera escaparse. Nunca nos ha causado problemas… ya que siempre la hemos tenido bien alimentada. Pero estas tres últimas noches ha estado arañando la gruesa pared de roble que la separa de la habitación de sir John, y eso jamás lo bahía hecho antes. Sir John decía que era porque sabía que él iba a morir y quería apoderarse de su cuerpo… porque anhelaba un alimento distinto del que nosotros le proporcionábamos. Esta es la razón por la que debemos vigilarle estrechamente esta noche, señor Chaldane. Pido a Dios que la pared aguante; pero esa bestia sigue arañando y arañando como un demonio, y no me gusta la resonancia del ruido… Parece como si hubiera gastado el tabique y estuviera a punto de romperlo.

Asustado por esta afirmación de la espantosa conjetura que se me había ocurrido la noche anterior, me quedé sin contestar. Cualquier comentario habría resultado banal. Tras esta abierta declaración de Harper, la anormalidad de aquella criatura tomaba un carácter más sombrío y desquiciado, más poderoso y amenazador. De buena gana habría renunciado al velatorio… pero me era imposible, naturalmente.

Al cruzar por delante de la puerta enrejada pude oír que su ocupante rascaba con furia, de una manera diabólica, ruidosa, frenética. Inmediatamente comprendí el tremendo miedo que había impulsado al anciano a solicitar mi compañía. El ruido era indeciblemente alarmante y turbador… era de una insistencia inquebrantable; delataba un deseo irreprimible, una brutal voracidad. Al entrar en la habitación del difunto, el ruido se hizo más claro, y adquirió una resonancia espantosa y desesperada.

Durante el transcurso del día me había abstenido de visitar esta habitación. No tengo esa morbosa curiosidad que sienten muchos por contemplar los efectos de la muerte. De modo que ésta era la segunda y última vez que veía a mi anfitrión. Completamente vestido y preparado para la pira, yacía en la fría blancura del lecho, cuyas cortinas de raso habían sido retiradas a los lados. La pieza estaba iluminada por altos cirios, alineados en los brazos de un antiguo candelabro que descansaba sobre una mesita. Los cirios derramaban una luz vacilante por la estancia plagada de sombras mortuorias.

Un poco en contra de mi voluntad miré los rasgos del muerto, y aparté los ojos rápidamente. Esperaba ver una blancura y una rigidez marmórea, pero no esa expresión de terror infinito, de ese mismo terror que sin duda debió ir minando su corazón a lo largo de los años y que, con un autodominio casi sobrehumano, consiguió ocultar en vida de las miradas indiscretas. Daba la sensación de que no estaba muerto, de que aún escuchaba, atento y angustiado, los ruidos pavorosos que muy bien pudieron haber sido causa del desenlace fatal de su enfermedad.

Había varias sillas que, como el lecho, parecían del siglo XVII. Harper y yo nos sentamos junto a la mesita, entre el lecho mortuorio y la pared revestida de oscura madera, y comenzamos así nuestro velatorio.

Estando sentados allí, me dio por representarme el aspecto de aquella monstruosidad sin nombre. Por los rincones de mi cerebro se sucedieron, fugaces y caóticas, imágenes amorfas, pesadillescas, de los horrores del sepulcro. Sentía una tremenda curiosidad, cosa extraña en mi natural forma de ser, que me impulsaba a hacer preguntas a Harper. Pero por otra parte, me lo impedía una más poderosa inhibición. A su vez, el anciano tampoco tenía deseos de hacer ninguna clase de comentario, limitándose a vigilar la pared con ojos alarmados y fijos.

Sería imposible referir la tensión violenta, la expectación sombría y macabra de las horas que siguieron. El maderaje debía ser de gran dureza y espesor, y sin duda podía desafiar todas las acometidas de aquella criatura armada tan sólo de garras y dientes. No obstante, a pesar de argumentos tan reconfortantes, me pareció que de un momento a otro vería derrumbarse el zócalo encima de mí. El ruido de las uñas poderosas proseguía eternamente. Mi enfebrecida imaginación lo percibía más fuerte y más cercano cada vez. A intervalos, me parecía oír un quejido apagado, anhelante, como el de un animal hambriento acercándose a la boca de su madriguera.

Ninguno de los dos hablamos de lo que debíamos de hacer, caso de que el monstruo consiguiera su propósito. Había, empero, un tácito acuerdo entre nosotros. Y yo, que nunca había sido supersticioso, empecé a preguntarme si el monstruo poseería una constitución lo bastante orgánica para ser vulnerable por las balas de un revólver. ¿Hasta qué punto se habrían desarrollado los caracteres de su desconocido y fabuloso progenitor? Traté de convencerme de que tales cuestiones y conjeturas eran sencillamente absurdas, pero me las planteaba una y otra vez, como fascinado por el vértigo de un abismo prohibido.

La noche fue transcurriendo como las negras y perezosas aguas de un río. Los altos cirios funerarios se habían consumido hasta pocos centímetros de los brazos verdosos del candelabro. Esta fue la única circunstancia que me dio idea del paso del tiempo, porque me encontraba como sumergido en una eternidad de tinieblas, como paralizado por un horror ciego. Llegué a acostumbrarme de tal manera a aquel perenne escarbar de zarpas en la madera, que su aumento y violencia se me antojaban figuraciones mías. Y así fue como sobrevino el final, casi sin damos cuenta.

De súbito, oí un golpe, un ruido provocado al astillarse la madera, y al mirar espantado hacia la pared vi saltar un listón que quedó colgando de un entrepaño. Luego, antes que pudiera recobrarme ni comprender lo que revelaba el testimonio de mis sentidos, saltó en mil pedazos un gran trozo semicircular de pared, bajo la arremetida de un cuerpo pesado.

Gracias a Dios seguramente, no he podido recordar jamás qué clase de ser infernal salió de aquel boquete. El choque provocado por el exceso mismo de terror me ha borrado el recuerdo de los detalles. No obstante, me quedó la vaga impresión de un cuerpo enorme, blancuzco, lampiño, que caminaba a cuatro patas; recuerdo también grandes colmillos en un rostro semihumano y enormes uñas de hiena. Un olor pútrido precedió a su aparición, como la vaharada del cubil de una devorador de carroñas. Y luego, de un salto prodigioso, la criatura aquella cayó sobre nosotros.

Oí los repetidos disparos del revólver de Harper, cortantes, vengativos, en la habitación cerrada; el mío sólo produjo un chasquido metálico y herrumbroso. Tal vez era demasiado viejo el cartucho. Sea como fuere, el arma falló. Antes de que pudiera apretar el gatillo otra vez, me sentí arrojado al suelo con terrible violencia, golpeándome la cabeza contra el pesado pie de la mesita. Sobre mi conciencia pareció caer un velo de tiniebla espolvoreado de incontables lucecitas, que me ocultó la escena totalmente. Después, desaparecieron todas las lucecitas, y quedé en completa oscuridad.

Poco a poco, comencé a tener conciencia de una llama y una sombra, pero la llama era brillante y oscilaba y parecía aumentar y hacerse más luminosa cada vez. Entonces, mis sentidos inciertos y embotados se reavivaron ante un acre olor a ropa quemada. Volvieron a recobrar su forma los contornos de las cosas y me di cuenta de que me encontraba en el suelo, junto a la mesa derribada, de cara al lecho de muerte. Las velas habían ido a parar al suelo. Una de ellas había prendido fuego a la alfombra que tenía cerca; otra, algo más allá, había incendiado las colgaduras de la cama, y las llamas se habían corrido rápidamente hacia el enorme dosel. Aun no me había movido yo del suelo, cuando cayeron sobre la cama algunos jirones de paño incendiado, y el cuerpo de sir John quedó rodeado por un círculo de fuego incipiente.

Con mucho trabajo conseguí ponerme en pie, aturdido aún por el golpe recibido en la caída. La habitación estaba desierta, aparte el viejo criado que yacía en el umbral y se quejaba débilmente. La puerta estaba abierta, como si alguien… o algo se hubiera marchado mientras estaba yo sin conocimiento.

Me volví otra vez hacia la cama con la instintiva intención de apagar el fuego. Las llamas se extendían rápidamente, se elevaban cada vez más, pero no tan de prisa que me ocultaran las manos y las facciones -si es que se podían llamar así- de lo que había sido sir John Tremoth. No haré ninguna referencia explícita a este último horror. Me gustaría igualmente no acordarme de aquello. El monstruo había huido asustado por el fuego, pero demasiado tarde…

Poco más me queda que añadir. Tambaleándome, con Harper en brazos, eché una mirada hacia atrás. La cama y el dosel formaban una masa de llamas envolventes. El desdichado barón había encontrado su pira funeraria, tan deseada por él, en su propia cámara mortuoria.

Estaba a punto de amanecer cuando salíamos de la infausta mansión. La lluvia había cesado; el cielo aparecía surcado de nubes plomizas. El aire fresco reanimó al criado, que permaneció junto a mí, sin pronunciar una palabra, mientras contemplábamos cómo se elevaban las llamas que brotaban del tejado de Tremoth Hall y un cárdeno resplandor comenzaba a extenderse por los cuatro costados del edificio.

A la luz combinada del pálido amanecer y el fantástico incendio, descubrimos a nuestros pies unas huellas semihumanas, de grandes uñas caninas, hondamente impresas en el barro. Salían del edificio en dirección a la colina que había detrás.

Sin decir palabra seguimos las huellas. Casi en línea recta nos llevaron a la entrada del antiguo panteón familiar, hasta la pesada puerta de hierro cerrada por orden de sir John Tremoth durante toda una generación, Pero la encontramos abierta: la cadena oxidada y la cerradura habían sido destrozadas por una fuerza brutal. Después, al examinar el interior, vimos las huellas de barro que descendían hacia las tinieblas eternas de la muerte.

Ibamos desarmados los dos. Habíamos dejado nuestros revólveres en la cámara mortuoria, pero no nos paramos a deliberar. Harper llevaba una buena provisión de cerillas, y buscando por allí encontré una rama que podía servirme de garrote. En silencio, con tácita determinación, realizamos una minuciosa inspección de las criptas más inmediatas, gastando una cerilla tras otra a medida que avanzábamos por entre sombras y moho.

Las huellas de aquellos pies horribles se hacían más borrosas conforme iban adentrándose en la negrura de las bóvedas. En ninguna parte encontramos nada, sino humedad apestosa, telarañas seculares, y un sinnúmero de ataúdes. La criatura que buscábamos se había desvanecido como tragada por los muros subterráneos.

Por último regresamos a la entrada. Allí, a plena luz del día, habló Harper por vez primera y dijo en voz baja y temblorosa:

–Hace muchos años, poco después de morir lady Agatha, sir John y yo inspeccionamos el panteón de un extremo a otro, pero no encontramos rastro alguno del ser que nos imaginábamos. Ahora es inútil buscar, igual que lo fue entonces. Existen misterios que, gracias a Dios, jamás llegaremos a desentrañar. Lo único que sabemos es que el engendro de las tumbas ha regresado a las tumbas. Que permanezca ahí, es menester.

En silencio, y en lo más profundo de mi corazón, repetí sus últimas palabras y su ferviente deseo.

Los Mitos de Cthulhu I.

Introducción de Rafael Llopis. Pag 1

El superviviente. H.P. Lovecraft y August Derleth. Pag 33

La Hermandad negra. H.P. Lovecraft y August Derleth. Pag 55

El Pesacador del Cabo Halcón.

H.P. Lovecraft y August Derlet. Pag 79

La habitación cerrada. H.P. Lovecraft y August Derleth. Pag 85

La lampara de Al-Hazred…

H.P. Lovecraft y August Derleth. Pag 119

La Sombra Fuera del Espacio.

H.P. Lovecraft y August Derleth. Pag 129

La Ventana en la Huardilla…

H.P. Lovecraft y August Derleth. Pag 149

El Desafío del Más Allá. H.P.Lovecraft y Otros. Pag 165

El Regreso del Brujo. Clark Ashton Smith. Pag 179

Estirpe de la Cripta. Clark Ashton Smith. Pag 193

This file was created with BookDesigner program

bookdesigner@the-ebook.org

03/07/2008

LRS to LRF parser v.0.9; Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/