IV

Después de haber comido algo, Abner permaneció sentado y, a la luz de la lámpara, abrió el libro sobre la mesa de la cocina. Las primeras hojas habían sido arrancadas, pero examinando los fragmentos de las hojas que aún estaban pegados a los hilos que cosían las páginas, Abner llegó a la conclusión de que estas hojas no habían contenido más que simples números. Pensó que su abuelo había querido aprovechar un viejo libro de contabilidad a medio rellenar, y había quitado las hojas utilizadas para apuntes más prosaicos que sus actuales anotaciones.

Desde el principio las notas eran misteriosas. Carecían de fecha y no llevaban más que el día de la semana.

«Este sábado, Ariah ha contestado a mi pregunta. S. fue vista algunas veces en compañía de Ralsa Marsh, el bisnieto de Obed. Nadaban juntos de noche.»

Esa primera anotación se refería claramente a la estancia de la tía Sarah en Innsmouth, y definía el tipo de preguntas que el abuelo había podido hacer a Ariah acerca de ella. Algo había inducido a Luther a llevar a cabo esa investigación, y por lo que sabía del carácter de su abuelo, Abner llegó a la conclusión de que la había iniciado después de la vuelta de Sarah a Dunwich.

La anotación siguiente consistía en un trozo de carta mecanografiada recibida por Luther Whateley, y que éste había pegado a continuación.

¿Por qué?

«Ralsa Marsh es probablemente el más repelente de la familia. Su aspecto alcanza casi la degeneración. Sé, porque tú mismo lo dijiste, que Libby es la más encantadora de tus hijas. De todos modos, no podemos comprender cómo Sarah pudo dar con alguien tan repulsivo como Ralsa… Un ser en el que todas esas características recesivas que se han dado en la familia Marsh, desde Obed y su matrimonio con la mujer polinesia (los Marsh han negado que la esposa de Obed fuese polinesia; pero él comerciaba por allí en aquella época, y no me creo esas historias de una isla que no aparece en el mapa y donde sostienen que habría encontrado a esa mujer) parecen haber alcanzado su máximo desarrollo.

»Por lo que ahora deduzco -después de todo han transcurrido más de dos meses, cerca de cuatro, me parece, desde su regreso a Dunwich- estuvieron constantemente juntos. Me sorprende que Ariah no te lo haya contado. A ninguno de nosotros se nos había encargado ni dado permiso para impedir que Sarah se viese con Ralsa. Además son primos, y es a los Marsh, no a nosotros, a quienes ella estaba visitando.»

Abner pensó que esta carta había sido escrita por una mujer, otra prima, que parecía reprochar a Luther, en un tono dolido, el haber enviado a Sarah a casa de los Marsh en lugar de mandarla a la suya. Era obvio que Luther, sin embargo, le había hecho ciertas preguntas sobre Ralsa.

La tercera anotación estaba de nuevo escrita por Luther, y resumía una carta de Ariah.

«Sábado. Según Ariah, los Profundos son una secta o un grupo semi-religioso. Son subhumanos. Se dice que viven en el agua y adoran a Dagon y a otro dios llamado Cthulhu. Tienen agallas. Se parecen más a las ranas o a los sapos que a los peces, pero sus ojos son ícticos. Asegura que la esposa de Obed era una de ellos. Afirma que todos los hijos de Obed llevaban las mismas características. ¿Los Marsh tendrían agallas? Si no, ¿cómo lograrían nadar milla y media, hasta el Arrecife del Diablo, y volver? Los Marsh comen poco. Pueden estar sin comer y sin beber durante mucho tiempo, disminuyen o aumentan de tamaño rápidamente.» (A esto Luther había añadido cuatro desdeñosos signos de exclamación.)

«Zadok Allen jura haber visto a Sarah nadar hacia el Arrecife del Diablo. Los Marsh la llevaban. Todos desnudos. Jura haber visto que los Marsh tienen la piel dura y cuarteada ¡algunos con escamas, como peces! ¡Jura haberlos visto bucear y comerse peces crudos! Los devoraban como bestias.»

La siguiente anotación consistía de nuevo en un párrafo de una carta, sin lugar a dudas en respuesta a otra escrita por el abuelo Whateley.

«Preguntas quién es el responsable de estas historias ridículas que circulan sobre los Marsh. Pues bien, Luther, sería imposible designar a alguien en particular, ni tampoco a una docena de personas, y eso en varias generaciones. Estoy de acuerdo en que el viejo Zadok Allen habla demasiado, bebe, y puede inventar muchas historias. Pero él es sólo uno entre muchos. El hecho es que esta leyenda -o galimatías, como tú dices- se ha extendido de una generación a otra, a lo largo de tres de ellas. No tienes más que mirar a algunos de los descendientes del Capitán Obed para comprender cómo pudieron surgir tales cuentos. Se dice de algunos hijos de los Marsh que eran demasiado horribles para mirarles a la cara. ¿Habladurías de viejas? Quizá, pero una vez, como el doctor Rowley Marsh estaba demasiado viejo para poder atender a una de las mujeres de Marsh, llamaron al doctor Gilman, y Gilman ha sostenido siempre que lo que trajo al mundo entonces era un ser que podía serlo todo, menos humano. Nunca nadie llegó a ver a ese Marsh, aunque, después, hubo gentes que afirmaron haber visto cosas que se movían sobre dos piernas pero que no eran seres humanos

A continuación venía una breve, pero reveladora, referencia de dos palabras: «Sarah castigada».

Esto debió marcar la fecha en que Sarah Whateley fue encerrada en la habitación encima del molino. Seguían varias páginas en las que Luther no mencionaba para nada a su hija en sus anotaciones. Pese a que las notas no llevaban fecha alguna y se seguían una tras la otra, a juzgar por la diferencia en el color de la tinta, debían de haber sido escritas en épocas distintas.

«Muchas ranas. Parecen habitar en el molino. Parecen más numerosas que en los pantanos de la otra orilla del Miskatonic. Impiden dormir. ¿Aumenta también el número de chotacabras, o será mi imaginación?. Esta noche he llegado a contar treinta y siete ranas sobre los escalones del porche.»

Seguían más anotaciones de este mismo tipo. Abner las leyó todas, pero no encontró en ellas nada que le aclarara lo que el viejo había querido decir. Desde ese momento Luther Whateley parecía haber dedicado su libro a las ranas, a la niebla, a los peces, y a sus movimientos en el Miskatonic, cuando saltaban del agua, etcétera. Daban la impresión de ser datos sueltos, y no relacionados con el problema de Sarah.

Venía otro silencio a continuación, y luego aparecía una nota, una sola nota, y además subrayada.

«¡Ariah tenía razón!»

¿Pero en qué había tenido razón? se preguntaba Abner. ¿Y cómo supo Luther Whateley que Ariah había tenido razón? No había nada que indicara que Luther y Ariah hubieran seguido escribiéndose, ni siquiera que Ariah lo hubiera hecho sin que el irascible Luther le preguntara nada.

A continuación venía una sección compuesta de recortes de periódicos pegados. Parecían no tener la menor relación entre sí, pero permitieron a Abner estimar que había pasado poco más de un año desde la última hasta la siguiente anotación de Luther, una de las más sorprendentes que Abner encontró. De hecho, el tiempo transcurrido parecía ser de casi dos años.

«R. ha vuelto a salir.»

Si Luther y Sarah eran los únicos habitantes de la casa, ¿quién era «R.». ¿Podía ser que Ralsa Marsh hubiese venido de visita y que fuera a él a quien se refería Luther? Abner lo dudaba, pues nada demostraba que hubiera podido existir un especial afecto de Ralsa Marsh por su lejana prima; de haber existido tal sentimiento, indudablemente no habría esperado tanto para ir en busca de ella.

La siguiente anotación parecía no tener nada que ver con la precedente.

«Dos tortugas, un perro, los restos de una marmota. Las dos vacas de Bishop, encontradas al final de la pradera, cerca de la orilla del Miskatonic.»

Un poco más adelante, Luther había apuntado otros datos similares.

«Después de un mes un total de 17 vacas y 6 ovejas. Horribles alteraciones; el tamaño está en proporción con la cantidad. Se ha presentado Z. Preocupado por lo que se rumorea por ahí.»

¿Podía Z. significar Zebulón? Abner pensaba que sí. Pero, por lo poco que Zebulón le había podido contar sobre la situación en la casa cuando la tía Sarah había sido encerrada, Abner dedujo que la visita del anciano había sido inútil. Zebulón -pensaba Abner, al recordar su conversación con él- sabía menos que él mismo después de haber leído las anotaciones de su abuelo. Pero sí conocía la existencia del libro, lo cual hizo suponer a Abner que Luther, al menos, había confiado a Zebulón que apuntaba ciertos datos.

Todas esas anotaciones parecían incompletas, misteriosas, como si, para entenderlas, se necesitara disponer de una clave, un conocimiento básico guardado por Luther Whateley. Y, sin embargo, un sentimiento de apremio empezó a manifestarse claramente en las notas siguientes del viejo.

«Ada Wilkerson ha muerto. Rastros de pelea. Profundo pesar en Dunwich. John Sawyer me amenazó con el puño, desde el otro lado de la calle, donde no le podía responder.»

«Lunes. Esta vez Howard Willie. Encontraron un zapato, ¡calzaba aún su pie!»

Las anotaciones llegaban ahora a su fin. Por desgracia muchas hojas habían sido arrancadas -algunas violentamente- pero no había ninguna aplicación que justificara esa violencia. No podía haberlo hecho nadie más que el propio Luther. Quizá, reflexionó Abner, Luther pensó que había hablado demasiado, e intentó destruir cualquier cosa que hubiera podido revelar a quien lo leyese posteriormente los verdaderos motivos del confinamiento de la tía Sarah. Si tal había sido su propósito, lo había logrado.

La siguiente anotación también hacía alusión al misterioso «R.».

«R. ha vuelto por fin.»

Luego: «Clavé las contraventanas de la habitación de Sarah.»

Y finalmente: «Una vez que haya perdido peso, habrá que mantenerle en una dieta rigurosa y un tamaño controlable.»

En cierto modo, esta era la anotación más enigmática de todas. ¿Era «él» también «R.»? Y si así era, ¿por qué había que mantenerle en una dieta rigurosa? ¿y qué quería decir Luther Whateley con lo de controlar su tamaño? Ni en el material que Abner había manejado hasta el momento, ni en estas anotaciones, ni en los fragmentos de relatos que quedaban en el libro, ni en las cartas previamente consultadas, por ninguna parte aparecía la respuesta a estas preguntas.

Apartó el libro y refrenó el impulso de quemarlo. Estaba exasperado, y su irritación no hacía más que crecer a medida que aumentaba en él la necesidad de conocer con urgencia el secreto inmerso en este viejo edificio.

Era ya muy tarde. Hacía mucho tiempo que la noche había caído. El inevitable clamor de las ranas y de las chotacabras había empezado de nuevo y llenaba toda la casa. Abner apartó momentáneamente de su pensamiento las anotaciones en apariencia inconexas que había estado leyendo. Todas las supersticiones de su familia le vinieron a la mente. Recordó especialmente aquellas en las que las ranas, las chotacabras y los búhos presagiaban la muerte. Por asociación de ideas, las ranas trajeron la imagen de la grotesca caricatura de un miembro del clan Marsh de Innsmouth, según la describía una de las cartas que Luther Whateley había conservado durante años.

Con asombro, Abner se dio cuenta de que un pensamiento tan casual le sumía en la perplejidad. El croar de las ranas y de los sapos se volvía cada vez más insistente. Pero, como los batracios siempre habían abundado en Dunwich, no había forma de saber cuánto tiempo llevaban croando en torno a la vieja casa de los Whateley. Abner no pensó ni un solo instante que su llegada tuviera algo que ver con aquello. Lo achacaba a la proximidad del Miskatonic. A su juicio, la vieja zona pantanosa que lindaba con Dunwich en la otra orilla del río explicaba la presencia de tantas ranas.

La exasperación y la preocupación que le causaban las ranas se desvanecieron. Estaba cansado. Se levantó y puso el libro de Luther Whateley dentro de una de sus maletas, con la intención de llevárselo cuando se marchase y no deshacerse de él hasta arrancarle alguna deducción. En alguna parte tenía que existir una clave. Si era cierto que habían ocurrido espeluznantes acontecimientos en aquella zona, tenía que existir algo más completo que las anotaciones lacónicas de Luther Whateley. No se conseguiría nada con preguntar a la gente de Dunwich; Abner sabía que mantendrían un silencio absoluto ante un forastero como él, a pesar de su parentesco con muchos de los vecinos.

Entonces pensó en los montones de periódicos, aún colocados fuera para ser quemados, y a pesar de su cansancio, empezó a repasar los montones del Aylesbury Transcript. Allí, de cuando en cuando, encontraba algún apartado relacionado con Dunwich.

Tras una hora de intensa búsqueda, recortó tres artículos de escasa entidad, pero que no habían aparecido en las secciones habituales reservadas a Dunwich. Corroboraban algunas de las anotaciones de Luther Whateley. El primero se titulaba: Animal salvaje mata ganado cerca de Dunwich.

«Algunas vacas y ovejas han sido degolladas en fincas de las afueras de Dunwich por lo que parece ser un animal salvaje. Las huellas dejadas en el lugar del suceso permiten suponer que se trata de una bestia de gran tamaño, pero el Profesor Bethnall, del Departamento de Antropología de la Universidad de Miskatonic, señala que no se puede descartar la presencia de manadas de lobos en el territorio salvaje que rodea Dunwich. Hasta ahora, y desde que el hombre se ha instalado en la Costa Este, por allí no se ha sabido nunca de ninguna bestia del tamaño que sugieren las huellas encontradas. Las autoridades del territorio están investigando.»

Por mucho que buscó, Abner no pudo encontrar ningún artículo que completase o ampliase esta información. Sin embargo, se tropezó con la historia de Ada Wilkerson.

«Una viuda, Ada Wilkerson, de 57 años de edad, que vivía sola a orillas del Miskatonic, cerca de Dunwich, puede haber sido víctima de un crimen vesánico hace tres noches. Al ver que no acudía a la cita que tenía en Dunwich con una amiga, ésta se hizo acompañar hasta el domicilio de la viuda. No encontraron huellas suyas. Sin embargo, la puerta de la casa había sido forzada y los muebles destrozados, como si se hubiese desarrollado una pelea. Por lo visto un fuerte hedor inundaba toda la casa. Hasta el momento de escribir este artículo, no se han vuelto a tener noticias sobre la señora Wilkerson.»

Los dos párrafos siguientes comunicaban que las autoridades no habían encontrado ningún rastro, ni ninguna explicación a la desaparición de la señora Wilkerson. Se volvió a mencionar la «gran bestia», así como las declaraciones del Profesor Bethnall sobre la posible existencia de una manada de lobos, pero nada más, pues la investigación había concluido y establecido que la señora Wilkerson no tenía ni dinero, ni enemigos, y que no existía nadie con motivos para matarla.

Finalmente aparecía el relato de la muerte de Howard Willie, con este titular. Espantoso crimen en Dunwich.

«En algún momento de la noche del día veintiuno, Howard Willie, de 37 años, nacido en Dunwich, fue brutalmente despedazado cuando se dirigía a su casa después de haber ido a pescar en el Miskatonic. El señor Willie fue atacado a una distancia de una milla y media del molino de Luther Whateley, mientras caminaba por un camino arbolado. En el suelo aparecieron huellas que permiten afirmar que hubo una salvaje pelea. El pobre hombre fue vencido. Sus agresores debieron haberle literalmente despedazado, pues los únicos restos que se encontraron de la víctima consistían en su pie derecho, aún con el zapato puesto. No cabe duda de que había sido arrancado salvajemente de su pierna.

»Nuestro corresponsal en Dunwich nos comunica que las gentes del lugar están muy inquietas y viven en un estado de terror y de cólera. Existen sospechas de que ciertas personas conocidas puedan tener parte de culpa, aunque niegan rotundamente que alguien de Dunwich haya podido matar a Willie o a la señora Wilkerson, que desapareció hace dos semanas y de la que no se ha vuelto a saber nada.»

El relato concluía con algunos datos referentes a la familia de Willie. Luego, en posteriores ediciones del Transcript, sólo se mencionaba la ausencia de información sobre los sucesos de Dunwich, donde las autoridades y los periodistas tropezaron con un férreo muro de silencio; los vecinos se negaron en redondo a hacer el menor comentario sobre los recientes sucesos. Sin embargo, por algunos datos de la investigación que se filtraron a la prensa, era insistente la versión de que las huellas encontradas se perdían todas en las aguas del Miskatonic. Con eso, se sugería que si el responsable de la matanza de Dunwich era la misteriosa bestia, tenía que haber venido del río y haber vuelto al río.

Era cerca de medianoche cuando Abner acabó ese último artículo. Pese a la hora tardía, amontonó de nuevo los periódicos que no le interesaban, guardó los tres recortes que había leído, y el resto lo sacó a la orilla del río y le prendió fuego. Con la hoguera anterior, había quemado una considerable extensión de hierba y como no había aire, los riesgos de incendio eran nulos. Abner pensó entonces que no era preciso quedarse para vigilar el fuego. Mientras se alejaba oyó de repente, por encima del ulular de las chotacabras y el croar de las ranas, ahora en un desesperado crescendo, el ruido que hace la madera al desgarrarse y romperse. Pensó inmediatamente en la ventana de la habitación cerrada, y volvió sobre sus pasos.

A la tenue luz que el fuego proyectaba sobre la casa, Abner entreveía la ventana, y le pareció que era más ancha que antes. ¿Podía ser que el molino entero y parte de la casa se estuviesen derrumbando? Entonces, en un instante, pudo ver una sombra amorfa que desaparecía tras la rueda del molino, y unos segundos después oyó un chapoteo en el agua. El croar de las ranas había adquirido un volumen tan intenso que no pudo oír nada más.

Dispuesto a olvidarse de la sombra, la achacó al reflejo que las llamas proyectaban sobre la rueda. En cuanto al ruido del agua, podía haber sido producido por un banco de peces saltando en el agua. De todas formas, pensó que no estaría de más echar otra ojeada a la habitación de la tía Sarah.

Volvió a la cocina, cogió la lámpara, y subió las escaleras. Al abrir la puerta, el fuerte hedor que emanaba de la habitación cerrada le produjo casi un desmayo. El olor del Miskatonic, de los pantanos, la fetidez de ese resbaladizo material que queda depositado entre las piedras y los escombros hundidos cuando las aguas del Miskatonic bajan de nivel, la mareante y violenta pestilencia que impregna la guarida de ciertos animales: todo esto se condensaba en la habitación cerrada.

Indeciso, Abner permaneció un momento de pie en el umbral. Pensó que el olor de la habitación podía haber entrado por la ventana abierta. Levantó la lámpara, de modo que la luz alumbrase más la parte superior de la pared, encima de la rueda del molino. A pesar de la distancia, vio inmediatamente que no sólo había desaparecido la ventana, sino también el marco. ¡Aun desde la puerta se notaba que el marco había sido roto desde el interior!

Se echó hacia atrás y cerró la puerta de un portazo. Bajó las escaleras corriendo, mientras en su cabeza su esquema de raciocinio empezaba a derrumbarse.

V

Abajo, intentó tranquilizarse. Después de todo, lo que había visto no era más que un detalle añadido a la proliferante acumulación de datos que parecían inconexos y en que tropezaba, una y otra vez, desde que llegó a casa del abuelo. Ahora, sin embargo, estaba convencido de que todos esos datos estaban relacionados entre sí, por muy inverosímil que esto le hubiera parecido hasta entonces. Y ahora lo único que necesitaba averiguar era qué hecho, qué elemento, los unía entre sí.

Se sentía muy perturbado, especialmente por la convicción de que poseía todos los datos que necesitaba, y sólo su rigor científico le impedía formular una primera suposición, establecer la premisa de la que se derivaban los hechos que se presentaban irrefutables. Todos sus sentidos le demostraban que algo -alguna bestia- habitaba en esa habitación. Era inimaginable pensar que los olores del exterior se condensaran en la habitación de la tía Sarah, y en cambio no se apreciasen fuera de la cocina o desde la ventana de su propia habitación.

La costumbre de racionalizar sus pensamientos estaba fuertemente enraizada en él. Cogió la última carta de Luther Whateley, la que le era dirigida, y otra vez, la volvió a leer. Eso era lo que su abuelo había querido decir con «tú has recorrido mundo y has recopilado conocimientos suficientes como para permitirte mirar las cosas con mente inquisidora, sin la superstición de la ignorancia ni la superstición de la ciencia». ¿Estaba este rompecabezas, con todas sus horribles consecuencias, más allá de la racionalización?

El timbre del teléfono interrumpió bruscamente la escalada de su confuso razonamiento. Guardó la carta en su bolsillo, corrió hacia el hall, y levantó el auricular.

La voz de un hombre chilló en la línea, entre un caos de voces inquisitivas, como si todo el mundo hubiese descolgado el auricular simultáneamente, a la espera, como Abner Whateley de alguna comunicación sobre nuevas tragedias. Una de las voces -todas eran desconocidas para Abner- identificó a la persona que llamaba.

–¡Es Luke Lang!

–Reunid a un grupo de hombres y venid en seguida -gritó Luke con voz ronca-. Está merodeando fuera, en la puerta, en las ventanas, intenta abrir.

–Luke, ¿qué es? – preguntó una voz de mujer.

–¡Oh Dios! No pertenece a este mundo. Da saltos como si fuese demasiado grande para poder moverse normalmente; parece gelatinoso. Pero date prisa, date prisa antes de que sea demasiado tarde. Cogió a mi perro…

–Deja la línea para que podamos llamar pidiendo ayuda -interrumpió otro.

Pero Luke nunca escuchó esto.

–Está empujando la puerta, está derribando la puerta…

–Luke, Luke. ¡cuelga el aparato!

–Está intentando forzar la ventana ahora -la voz de Luke Lang se transformó en un grito de terror-. Ha roto el cristal. ¡Dios! ¡Dios! ¿Es que no vais a venir? ¡Oh, esa mano! ¡Ese terrible brazo! ¡Dios! ¡Esa cara…!

La voz de Luke dejó de oírse tras un horrible chillido. Se oyó el ruido del cristal que se rompía y el crujir de la madera que se desgarraba, y luego la casa de Luke Lang quedó en silencio, al igual que, por unos instantes, la línea. Entonces las voces irrumpieron de nuevo en un tono de pánico y de furia.

–¡Hay que pedir ayuda!

–Nos encontraremos en la casa de Bishop.

Y alguien dijo:

–¡Ha sido cosa de Abner Whateley!

Mareado por el duro golpe y medio paralizado por la evidencia, Abner luchó para retirar el auricular y desconectarse de la algarabía de dementes concentrados en la línea telefónica. Lo logró pero no sin un gran esfuerzo. Confundido, molesto, atemorizado, se quedó un instante apoyado en la pared. Sus pensamientos se arremolinaban en torno a un mismo eje: los vecinos de Dunwich le hacían responsable y le culpaban por lo que había ocurrido. Y esa convicción general -lo intuía- se basaba en algo más que en la proverbial desconfianza del hombre del campo frente a cualquier forastero.

No quería pensar en lo que le había ocurrido a Luke Lang y a los otros. La voz de Luke, empavorecida, agonizante, aún resonaba en sus oídos. Se alejó de la pared. Casi tropezaba con las sillas de la cocina. Permaneció un instante al lado de la mesa, sin saber qué hacer, pero a medida que su mente se iba aclarando, pensaba que lo más urgente era escapar. Pero estaba aprisionado entre el deseo de huir, y la obligación con Luther Whateley, que no había cumplido aún.

Había venido, había repasado las cosas del viejo -todo excepto los libros- había hecho los preparativos necesarios para que derribasen la parte del edificio que daba al molino. En cuanto a la casa, podía venderla a través de alguna agencia. En resumidas cuentas, su presencia aquí ya no era necesaria. Sin pensarlo dos veces, corrió a su habitación y volvió a introducir en la maleta cuanto había sacado de ella, además del libro de Luther Whateley. La cerró y salió en dirección al coche.

Pero una vez instalado al volante, recapacitó y pensó que no tenía por qué huir. El no había hecho nada. Y no veía por qué tenía que recaer sobre él la menor culpa. Volvió a la casa. Todo estaba quieto, salvo el incesante e incansable coro de las ranas y de las chotacabras. Se quedó parado, sin saber qué hacer; entonces se sentó a la mesa y sacó, una vez más, la última carta de Luther Whateley.

La leyó de nuevo, despacio. ¿Qué había querido decir el viejo cuando, en su referencia a la locura de los Whateley, había dicho «No ha ocurrido lo mismo con todo lo que me ha pertenecido», aunque él se había librado de la locura? La abuela Whateley había muerto mucho antes de nacer Abner; su tía Julia había fallecido muy joven; su madre había llevado una vida intachable. Quedaba su tía Sarah. ¿Cuál había sido su locura entonces? Luther Whateley no podía referirse a nadie más. Sólo quedaba Sarah. ¿Qué había hecho para que la encerraran hasta su muerte?

¿Y qué pretendía con aquella orden a Abner para que matara cualquier cosa en la parte del molino, cualquier cosa viva? No importa su pequeñez. No importa su forma… ¿Incluso algo tan pequeño e inofensivo como un pequeño sapo? ¿Una araña? ¿Una mosca? Luther Whateley escribía en forma de acertijos, cosa que resultaba bastante irritante para un hombre inteligente. ¿O tal vez pensaba su abuelo que Abner era un esclavo de la superstición científica? Hormigas, arañas, moscas, diversas clases de insectos, ciempiés, todos ellos plagaban la parte vieja del molino; e indudablemente, en sus paredes también había ratones. ¿Esperaba Luther Whateley que su nieto exterminase todos estos bichos?

Detrás de él, de repente, el cristal de la ventana se hizo añicos y cayó al suelo, junto con otro objeto. Abner se puso de pie y dio media vuelta. Fuera se oían unos pasos que se alejaban a ritmo de carrera.

Vio una piedra en el suelo, entre los cristales rotos. Había un trozo de papel atado alrededor con una cuerda. Abner lo cogió, rompió la cuerda y desplegó el papel.

Se presentó a sus ojos una tosca letra: «¡Lárgate antes de que te maten!» El papel provenía de la tienda, así como la cuerda que lo ataba a la piedra. Más que una amenaza era una bien intencionada advertencia. Y era claramente obra de Tobías Whateley, pensó Abner. La tiró con desprecio sobre la mesa.

Su cabeza era un auténtico revoltijo de pensamientos, pero llegó a la conclusión de que no era necesario huir precipitadamente. Se quedaría, no sólo para saber si sus sospechas acerca de Luke Lang eran ciertas -como si la evidencia del teléfono diese lugar a dudas-, sino también en un intento desesperado para descubrir la solución del acertijo que Luther Whateley había dejado tras de sí.

Apagó la luz y, a oscuras, se dirigió a su habitación; se echó en la cama sin desnudarse.

No podía dormir. Intentaba ordenar sus pensamientos, encontrar un sentido a este cúmulo de datos, aferrado a su convicción de que existía un dato básico, clave de todos los demás, y que tenía que encontrarlo porque lo tenía delante de sí -había sido incapaz hasta el momento de reconocerlo e interpretarlo.

Llevaba menos de media hora tumbado, cuando oyó, más fuerte que el coro de las ranas y de las chotacabras, un chapoteo que provenía del Miskatonic. El ruido se acercaba, como si una gran ola barriese las orillas. Se sentó para escuchar mejor. Pero el ruido también cambió, y éste, desgraciadamente, sí podía identificarlo: alguien intentaba trepar por la rueda del molino.

Se levantó y salió del cuarto.

De la habitación cerrada provenía el ruido de un cuerpo pesado que se arrastraba y caía. Luego se oyó un curioso y entrecortado quejido, parecido al de un niño llamando desde lejos, y finalmente se restableció la calma y el silencio. Incluso el croar de las ranas pareció desvanecerse y morir.

Volvió a la cocina y encendió la lámpara.

Proyectando la luz amarillenta de la lámpara hacia delante, Abner se dirigió lentamente escalera arriba, en dirección a la habitación cerrada. Andaba suavemente, despacio, sin hacer ruido.

Al llegar a la puerta, escuchó. Al principio no oyó nada, pero al poco rato un susurro llegó a sus oídos.

¡Algo en aquella habitación respiraba!

Luchando contra el miedo, Abner puso la llave en la puerta. Abrió y levantó la lámpara.

El asombro y el terror le paralizaron.

Allí, agazapado en medio de la cama deshecha y tanto tiempo abandonada, se sentaba un monstruo, una criatura de piel dura, que no era ni hombre ni rana, ahíta de comida, con unos hilos de sangre que caían aún de sus mandíbulas batracias y goteaban entre sus dedos palmípedos. Era una cosa monstruosa que tenía unos brazos largos y fuertes, que salían de su cuerpo bestial como las patas anteriores de una rana, y terminaban en algo que, de no ser por las membranas que unían los dedos entre sí, hubieran podido ser unas manos humanas.

La escena no duró más que unos breves instantes.

Entonces, con un gruñido enfurecido -«Eh-ya-ya-ya-yaa-haah-ngh’aaa-h’yuh-h’yuh»-, el gigantesco monstruo se levantó y se abalanzó sobre Abner.

Su reacción fue instantánea, nacida de una terrible y explosiva revelación. Lanzó la lámpara llena de petróleo hacia el monstruo que se echaba sobre él.

El fuego envolvió a la bestia. Se detuvo y empezó a tocarse desesperadamente el cuerpo ardiendo, sin percatarse de las llamas que surgían de la cama, detrás de ella, y en el suelo de la habitación. Al mismo tiempo, el timbre de su voz varió, y de profundo gruñido se transformó en un escalofriante gemido: «¡Mama-mama-ma-aa-ma-aa-ma-aah

Abner cerró la puerta y salió corriendo.

Bajó las escaleras, tropezando, cruzó apresuradamente las habitaciones de abajo; con el corazón latiendo locamente, salió de la casa. Medio cegado por el miedo, se metió en el coche, dio al contacto, y se alejó de ese maldito lugar del que ya salía humo, mientras las llamas se extendían por la armazón de madera de la casa y empezaban a reflejar su rojizo color en el cielo.

A través de Dunwich, por el puente cubierto, conducía como un poseso. Mantenía los ojos entrecerrados, como para borrar para siempre la escena que había presenciado, mientras las oscuras montañas parecían querer atraparlo y el coro de las ranas y de las chotacabras se burlaba de él.

Pero nada podía borrar esta definitiva y fulgurante revelación que se había grabado en su mente. Ahora sabía que la clave la había tenido todo el tiempo, pese a que no lograra reconocerla, en sus propios recuerdos y en las anotaciones de Luther Whateley. A esa nueva luz, todas las piezas del rompecabezas se ensamblaban y todo cobraba su pleno sentido. La carne cruda que subían a la habitación y que Abner, de niño, creía que la tía Sarah preparaba en su cuarto, en realidad estaba destinada a ser comida cruda. La corta e incomprensible nota sobre «R.» que «por fin» había vuelto después de su escapada, implicaba que había regresado al único hogar que «R.» conocía. También entre las aparentemente inconexas anotaciones de su abuelo, la mención de las desapariciones de vacas, ovejas y otros animales aclaraba ampliamente esa otra referencia de Luther Whateley a «R.» ya que «el tamaño está en proporción con la cantidad de comida», y explicaba también lo que significaba otra nota que decía: «habrá que mantenerle en una dieta rigurosa y un tamaño controlable» -¡como la gente de Innsmouth!– «controlado» hasta casi extinguirse tras la muerte de Sarah. Entonces Luther pensó que, dejando a la criatura encerrada sin comida en la habitación, acabaría por matarla irremisiblemente. Sin embargo, ante la duda de que aquello fuera imposible ordenó a Abner que matara «cualquier cosa viva» que pudiera encontrar en el cuarto. La cosa que Abner había liberado sin darse cuenta al romper las ventanas y contraventanas, la había liberado para que buscase su propia comida y volviese a crecer endiabladamente, al principio con peces del Miskatonic, luego con pequeños animales, luego ganado, y finalmente con seres humanos. Esa cosa que era mitad batracio mitad ser humano, pero lo suficiente humana como para regresar al único hogar que conocía y llamar aterrorizada a su madre ante el terrible desenlace, la cosa que había nacido de la unión no bendita de Sarah Whateley y Ralsa Marsh, llena de sangre, el monstruo que merodearía para siempre en la mente de Abner Whateley. ¡Su primo Ralsa, obligado a permanecer en la vieja casa por el deseo férreo de su abuelo, en lugar de haber sido soltado hace tiempo al mar para que se uniese a los Profundos entre los súbditos de Dagon y del Gran Cthulhu!

La lámpara de Alhazred

H. P. Lovecraft y August Derleth

Siete años habían transcurrido desde la desaparición de su abuelo Whipple cuando Ward Phillips recibió la lámpara. Esta, así como la casa de la calle Angell, donde vivía Ward, habían pertenecido a su abuelo. Phillips había estado habitando en la casa desde la desaparición de su abuelo, pero la lámpara había quedado en manos del abogado hasta pasados los siete años que deberían transcurrir hasta darle definitivamente por muerto. Había sido deseo de su abuelo que la lámpara estuviese bien guardada durante esos años, en manos del ahogado, por si acaeciese algo imprevisto, la muerte o cualquier otro accidente. El caso era que Phillips dispusiese del tiempo necesario para familiarizarse con la imponente biblioteca de Whipple, en la que le esperaba una gran cantidad de sabiduría. El viejo Whipple había decidido que, cuando Phillips hubiese acabado de leer los enormes volúmenes que llenaban las estanterías, habría alcanzado un grado de madurez suficiente para poder heredar el «tesoro más valioso» de su abuelo, según declaración del propio Whipple.

Phillips tenía entonces treinta años y una salud delicada, lo cual era normal, pues desde niño, siempre había sido un poco enfermizo. Había nacido en el seno de una familia medianamente rica, pero los ahorros de su abuelo volaron en unas inversiones desacertadas, de modo que a Phillips lo único que le quedaba era la casa de la calle Angell y lo que ésta encerraba. Phillips trabajaba como redactor en unas revistas de escándalo, y luego, para redondear las pocas ganancias que le producía el oficio, se dedicaba a revisar y corregir los innumerables y poco prometedores manuscritos de prosa o de poesía que otros escritores, más inexpertos que él, le enviaban con la esperanza de llegar a ver su obra publicada, una vez que la pluma de Phillips hubiese obrado un milagro. La vida sedentaria que llevaba no había mejorado su resistencia a la enfermedad; era alto, delgado, llevaba gafas, tenía frecuentes catarros y, una vez, para gran vergüenza suya, enfermó del sarampión.

Cuando los días eran cálidos, le gustaba mucho pasear por los campos donde había jugado de pequeño. En esas ocasiones, solía llevar sus papeles debajo del brazo y trabajar al aire libre, sentado en la encantadora y frondosa ribera del río que, durante su infancia, había sido su escondite predilecto. Esta orilla del río Seekonk no había cambiado en todos esos años, y Phillips, que vivía mucho del pasado, creía que una forma de desafiar el tiempo era permanecer cerca de los lugares que no cambiaban. En una carta a un corresponsal, había descrito esta forma de sentir suya: «Entre esos caminos del bosque que tan bien conozco, el salto entre el presente y los años 1899 ó 1900 desaparece totalmente, de modo que muchas veces me sorprende, al encontrarme nuevamente en la ciudad, constatar que ésta ha perdido su apariencia de fin de siècle». Además de la ribera del Seekonk, otro de los lugares que elegía para sus paseos era la colina de Nentaconhaunt. Le gustaba poder contemplar, desde allí, su ciudad natal a la puesta del sol, y esperar el plácido panorama de la población al recogerse en su vida nocturna, con los campanarios y los tejados de estilo holandés que, progresivamente, iban oscureciéndose sobre el fondo anaranjado y carmín del atardecer. Le emocionaba el brillo esmeralda o perlado en que se fundía el horizonte, y finalmente las luces centelleantes que transformaban la vasta y desigual ciudad en una tierra mágica que ejercía para Phillips una mayor atracción que durante el día.

Hacía mucho tiempo que Phillips había renunciado a alumbrarse con luz eléctrica, pues ésta resultaba excesivamente cara para sus modestos ingresos. Pero como sus largas excursiones diurnas le obligaban a trabajar hasta muy avanzada la noche, la famosa lámpara de su abuelo Whipple, por muy extraña y vieja que fuera, le iba a ser de una gran utilidad. La carta que acompañaba el último regalo del viejo, cuya relación con su nieto había sido muy profunda desde la muerte de los padres del niño, le explicaba que la lámpara provenía de una tumba de Arabia, en los comienzos de la historia. Decía que había pertenecido a un árabe medio loco, llamado Abdul Alhazred. Era obra de la fabulosa tribu de Ad, una de las cuatro misteriosas y poco conocidas de Arabia -Ad estaba en el sur, Thamood en el norte, y el centro de la península estaba ocupado por Tasm y Jadis-. Había sido hallada hace mucho tiempo en una ciudad oculta llamada Irem. Edificada por Shedad, el último de los déspotas de Ad, era la Ciudad de las Columnas, conocida por algunos como la Ciudad Sin Nombre. Decían que se encontraba cerca de Hadramant; según otros, debía estar enterrada bajo las antiquísimas y siempre movedizas arenas de Arabia. De todas maneras, salvo los favoritos del profeta que habían logrado encontrarla, nunca nadie había conseguido verla. Para terminar su larga carta, el viejo Whipple había escrito: «Puede proporcionar tanto placer encendida como apagada. Igualmente puede traer dolor. Es la fuente del éxtasis o del terror.»

El aspecto de la lámpara de Alhazred era poco corriente. Funcionaba con aceite, y parecía ser de oro. Por su forma, se asemejaba a una marmita oblonga, con un asa curvada a un lado y una espita para la llama al otro. Su decoración consistía en unos extraños dibujos, mezclados con letras y colocados de tal manera que parecían formar unas palabras. Pero aquel lenguaje era desconocido para Phillips, que conocía varios dialectos árabes y, sin embargo, no lograba descifrar la inscripción de la lámpara. No era sánscrito. Indudablemente se trataba de un idioma más antiguo; su escritura se componía de letras y jeroglíficos, algunos de los cuales eran pictografías. Phillips dedicó una tarde entera a limpiarla por dentro, por fuera y, después de haberle sacado brillo, la llenó de aceite.

Esa misma noche, Phillips retiró las velas y la lámpara de petróleo, que le habían alumbrado durante tantas y tantas noches de trabajo, y encendió la lámpara de Alhazred. Le sorprendió un poco lo cálido de su brillo, la estabilidad de su llama, y la calidad de su luz. Pero la cantidad de trabajo que le esperaba era tal que no podía seguir entreteniéndose con la lámpara. Sin perder más tiempo, se puso a revisar una obra en verso, que empezaba de la siguiente manera:

En la brillante y temprana alborada

De un año, mucho antes de nacer yo,

Cuando la tierra era aún el caos,

Mucho antes de cubrirse de luchas…

y continuaba así, en ese mismo estilo arcaico caído completamente en desuso. Sin embargo, era un estilo que a Phillips le gustaba. Vivía tanto en el pasado que sus puntos de vista y su filosofía acerca de la influencia del pasado desbordaban toda fantasía. Su noción del tiempo y del espacio estaba, desde sus primeros recuerdos, tan inextricablemente ligada a sus más profundos pensamientos y sentimientos, que cualquier intento de describir con palabras sus estados de ánimo parecería artificial, exótico o convencional. Durante décadas enteras, los sueños de Phillips estuvieron compuestos por una extraña mezcla de inquietud aventurera unida a paisajes, perspectivas arquitectónicas y efectos de la bóveda celeste. En su mente conservaba cierta imagen de sí mismo a los tres años: se encontraba sobre un puente ferroviario. A través de los huecos de la barandilla, su vista penetraba en la parte más densa de la ciudad. Y entonces sintió la inminencia de algún prodigio, que no podía describir ni llegar a comprender en su totalidad; era la intuición de algo maravilloso, de una liberación escondida en oscuras dimensiones. Presentía que, aunque raras veces y con muchas dificultades, aquellas dimensiones podían alcanzarse mediante ciertas perspectivas visuales, tales como la de una vieja calle vista a través de leguas de campo montañoso; o la de las balaustradas de unas terrazas enfocadas desde abajo, desde el mismo pie de la interminable escalera de mármol que conduce a ellas. Es cierto que Phillips soñaba con vivir en el siglo dieciocho, o incluso antes, cuando todavía había tiempo para el arte de la conversación y cuando el hombre podía vestirse con cierta elegancia sin ser observado con extrañeza por sus vecinos. Pero por muy intenso que fuera su deseo de volver a un tiempo en que el mundo era más joven y menos apurado, la falta de imaginación y las pocas ideas que reflejaban las líneas sobre las cuales estaba trabajando, sumadas a su propio cansancio, le hicieron sentirse incapaz de seguir con su tarea. Reconoció que no podía interesarse por estas líneas tan poco inspiradas; apartó el manuscrito y se inclinó hacia atrás para descansar.

Fue entonces cuando observó el súbito cambio que se había operado a su alrededor.

Las familiares paredes tapizadas de libros, salvo en los huecos de las ventanas -Phillips tenía la manía de taparlas con cortinas para que ninguna luz exterior, ya fuera la del sol, la de la luna, o la de las estrellas, invadiese su santuario- estaban extrañamente cambiadas. No era sólo la claridad difundida sobre ellas por la lámpara de Arabia lo que las había modificado, sino que la misma luz proyectaba contra las paredes objetos desconocidos para Phillips. Dondequiera que iluminara la lámpara, contra las paredes, sobre los tomos de los libros alineados en sus estantes, Phillips contemplaba unas escenas que ni los fondos más misteriosos de su imaginación hubiesen podido crear. En cambio, en todas las zonas oscuras, tales como la gran mancha de sombra que el respaldo de la silla de Phillips proyectaba sobre una parte de los estantes, no veía nada, nada más que la oscuridad de las sombras y en ellas la monotonía de los libros alineados.

Phillips permaneció sentado y, maravillado, contempló las escenas que se desarrollaban ante él. Luego quiso reaccionar y pensó que era víctima de una ilusión óptica. Pero tal explicación a ese fenómeno no le satisfacía, y la rechazó. Por otra parte, tenía el curioso convencimiento de que no deseaba hallar explicación alguna, de que no la necesitaba: algo maravilloso había ocurrido, sabía que tenía que ser pasajero y no quería conocer o sentir más que la admiración por lo que sus ojos presenciaban. El mundo que veía a la luz de la lámpara era de una rareza suprema. Era un mundo al que nunca había tenido acceso, ni por la vista, ni por la lectura, ni siquiera por la vía de sus sueños.

La escena parecía representar la tierra en sus principios, cuando aún estaba en período de formación. Unos chorros de vapor salían de las fisuras de sus rocas. Las huellas dejadas por unos reptiles se veían claramente dibujadas en el barro. Arriba, volando en el aire, unas bestias gigantescas peleaban y se destrozaban entre sí. Entre las rocas de una playa, el tentáculo de algún animal monstruoso se desenroscaba sinuosa y amenazadoramente en la luz roja del día, como una criatura extraída de alguna ficción fantástica.

Entonces, suavemente, la escena cambió. Las rocas fueron sustituidas por un desierto arrasado por el viento, y, como un espejismo, surgió la oculta y desierta Ciudad de las Columnas, conocida también como Irem. Phillips sabía que ahora, cuando ningún pie humano pisaba ya las calles de esa ciudad, unos seres terribles seguían merodeando entre los pilares de piedra de las viviendas, que no estaban en ruinas, sino que permanecían en el estado en que se encontraban cuando sus antiguos habitantes fueron aniquilados o echados de la ciudad por aquellos entes venidos del cielo para asediar Irem y apoderarse de ella. De aquellos seres no se veía nada, tan sólo se adivinaba el angustioso movimiento merodeante, como una sombra fuera del tiempo. Y a lo lejos, detrás de la ciudad y del desierto, se erguían las montañas cuyas cimas estaban cubiertas de nieve; cuando aún las estaba contemplando, Phillips tuvo conocimiento do sus nombres, porque en ese mismo momento se revelaron a su mente. La ciudad en el desierto era la Ciudad Sin Nombre, y las cumbres nevadas eran las Montañas de la Locura, o quizá Kadath en el Páramo Frío. A Phillips le divertía dar sus nombres a estos lugares del paisaje, pues se le ocurrían con facilidad; le venían a la mente como si hubiesen estado rondando el perímetro de sus pensamientos, en espera de la oportunidad que les permitiera encarnar en una vivencia real.

Permaneció sentado durante mucho tiempo, fascinado, hasta que una leve sensación de alarma le removió. Los paisajes que desfilaban ante sus ojos eran similares a los que podrían aparecer en un sueño, y sin embargo, Phillips sentía crecer su inquietud. Intuía algo parecido a la presencia de lo maligno, a la vez que tomaba consciencia de ciertos inconfundibles indicios de los horribles seres que ocupaban estos parajes. Finalmente, no pudo resistir más tiempo a esa angustia envolvente; apagó la luz y, algo tembloroso, encendió una vela. Se sintió inmediatamente confortado por su brillo descolorido y familiar.

Estuvo meditando largo rato sobre todo cuanto había visto. Su abuelo le había dicho de la lámpara que era su «más valiosa posesión»; con lo cual resultaba evidente que sus propiedades le eran conocidas. ¿Y qué eran esas propiedades sino el poder de transmitir el recuerdo ancestral y mágico de una revelación, de tal modo que quien se sentara a su luz podía contemplar los lugares de terror y belleza que sus dueños habían conocido? Phillips estaba convencido de que los paisajes que había podido ver eran lugares familiares a Alhazred. Pero esta explicación tenía muy poca lógica. Y cuantas más vueltas le daba, más aumentaba su perplejidad. Decidió volver al trabajo que había apartado; se volcó en él y consiguió alejar de sí todas las fantasías y alarmas que empezaban a instalarse en su mente.

Al día siguiente, Phillips salió a la declinante luz de octubre para pasearse fuera de la ciudad. Tomó el coche de línea hasta el final del barrio residencial, y después caminó en dirección al campo. Llegó a un lugar que no conocía, y que distaba por lo menos una milla de cualquier lugar por donde hubiera paseado antes. Siguió una carretera hasta la bifurcación al noroeste de Plainfield Pike y subió por la falda oeste del Nentaconhaunt. Allí pudo disfrutar de una vista realmente idílica. Era un panorama de praderas, de viejas paredes de piedra, de blancas alamedas y de lejanos tejados al oeste y al sur. Phillips se encontraba a menos de tres millas del corazón de la ciudad y sin embargo, estaba como sumergido en la primaria Nueva Inglaterra rural de los primeros colonizadores.

Antes de la puesta del sol, subió hasta arriba de la colina en dirección a uno de sus escondrijos familiares, que siempre le había atraído. Nunca hasta entonces se había percatado ante la perspectiva que tenía del extenso campo. Todo era resplandor de riachuelos, bosques lejanos y cielo naranja místico, con el gran disco solar rojo hundiéndose entre las franjas de estratos de nubes. Se adentró en el bosque y pudo contemplar la misma puesta del sol a través de los árboles. Luego volvió hacia el este para cruzar la colina en dirección a uno de sus escondrijos familiares y que siempre le había atraído. Nunca hasta entonces se había percatado de la inmensa extensión de Nentaconhaunt. Más que una simple colina, era una verdadera planicie en miniatura, con sus valles, sus cordilleras, y sus cimas propias. Desde alguna de sus praderas ocultas -tan alejadas de toda señal de vida humana- la vista que se le ofrecía sobre el remoto cielo urbano le maravilló: era un sueño de picachos encantados y de cúpulas medio flotando en el

aire y rodeadas de un oscuro aura de misterio. Las ventanas superiores de algunas de las torres más altas conservaban la incandescencia que el sol ya había perdido, y ofrecían una visión de resplandor irreal. Seguidamente, Phillips pudo admirar el gran disco de la luna de Orión flotando alrededor de los campanarios y alminares, mientras que al oeste, en el horizonte brillantemente anaranjado, Venus y Júpiter empezaban a parpadear. Se adentró en la llanura. El camino atravesaba unos paisajes muy variados: algunas veces serpenteaba por el interior, y otras penetraba en los bosques y los cruzaba para acercarse a los valles oscuros que se deslizaban hacia la llanura inferior. Los grandes pedruscos que se balanceaban en las alturas rocosas producían un efecto espectral, druídico, al recortarse en el crepúsculo.

Finalmente llegó a unos parajes que le eran más familiares. Allí, recubierto por la hierba, el promontorio de un viejo acueducto enterrado le daba la ilusión de pisar los restos de una carretera romana; y allí estaba la cima de la colina que siempre habla conocido. Extendida a sus pies, la ciudad se iluminaba rápidamente y se asemejaba a una constelación yaciendo en el profundo anochecer. La luna derramaba una inundación de oro pálido, y, al oeste, el resplandor de Venus y de Júpiter se acrecentaba con intensidad en el horizonte cada vez más difuso. El camino que le conduciría a su casa estaba ante él; no tenía más que bajar esa última pendiente para llegar al coche de línea que le llevaría a los prosaicos lugares frecuentados por el hombre.

Pero durante todas estas horas apacibles, Phillips no había olvidado un solo instante su experiencia de la noche anterior, y no podía negar que ansiaba anticipar la llegada de la noche. La sensación de alarma que se había apoderado de él se había convertido en la promesa de una nueva experiencia nocturna de naturaleza desconocida.

Esa noche, tomó su solitaria cena con más rapidez que de costumbre para poder acudir en seguida al estudio, donde las hileras de libros, que llegaban al techo, le esperaban con su saludo permanente. Pero él no miró siquiera el trabajo que había abandonado sobre la mesa, sino que encendió la lámpara de Alhazred y se sentó a esperar lo que pudiese ocurrir.

El suave resplandor amarillento de la lámpara se extendía sobre las paredes cubiertas de estantes. La llama no se movía; ardía tranquila y establemente, e igual que la víspera, la primera impresión que Phillips recibió fue la de un calor confortante y arrullador. Entonces, con suavidad, los libros y los estantes parecieron difuminarse, desteñirse, y dieron paso a escenas de otro mundo y otros tiempos. Aunque le fueran completamente desconocidos, los nombres de las escenas y de los lugares que veía afloraban con naturalidad a su mente, como si el resplandor de la lámpara de Alhazred estimulase su imaginación. Vio una casa muy bella, coronada de humo, en un promontorio como el cercano Gloucester. Vio un antiguo pueblo de estilo holandés, con un oscuro río que lo atravesaba, un pueblo como Salem, pero más malvado y misterioso, y llamó al pueblo Arkham, y al río Miskatonic. Vio la oscura ciudad costera de Innsmouth, y detrás de ella el Arrecife del Diablo. Vio las profundidades acuáticas de R'lyeh donde el difunto Cthulhu yacía durmiendo. Contempló la Meseta de Leng, arrasada por el viento, y las oscuras islas de los Mares del Sur. Pudo apreciar las Tierras del Ensueño, los paisajes de otros lugares, del espacio, así como las formas de vida que habían existido en otros tiempos y que, más viejos que la propia tierra, remontaban a los Primordiales, hasta Hali, e incluso más allá.

Pero presenciaba estas escenas como a través de una ventana que parecía invitarle a abandonar su propio mundo para viajar a estos reinos de maravilla y belleza; y en Phillips la tentación era cada vez más fuerte: temblaba con el deseo de obedecer, de dejar de ser lo que era, de intentar ser lo que tal vez podría ser. Pero, como la noche anterior, apagó la luz y agradeció la aparición de las paredes llenas de libros del estudio de su abuelo Whipple.

Renunció a las monótonas revisiones que le esperaban, y se pasó el resto de la noche, a la luz de la vela, escribiendo relatos cortos, inspirándose en las escenas y los seres que había visto a la luz de la lámpara de Alhazred.

Pasó toda la noche escribiendo, y todo el día siguiente durmiendo, exhausto.

Y a la noche, antes de ponerse de nuevo a escribir, estuvo contestando unas cartas. En ellas hablaba de sus «sueños», como ignorando si había visto realmente las imágenes que habían pasado ante sus ojos, o si las había soñado. Reconocía que los mundos de su propia ficción se entretejían con los mundos de la lámpara. Los deseos y anhelos de su juventud se habían fundido en su mente con las visiones de sus intentos creativos, que habían absorbido de igual forma los lugares de la lámpara y los secretos ocultos de su corazón, el cual, como la lámpara de Alhazred, había alcanzado los lejanos extremos del universo.

Pasaron muchas noches sin que Phillips volviese a encender la lámpara.

Las noches se sumaron, llegando a formar meses, y los meses años.

Envejeció, sus relatos de ficción fueron publicados, y con ellos las mitologías de Cthulhu; de Hastur el Inefable; de Yog-Sothoth; de Shub-Niggurath, la Cabra Negra de los Bosques con sus Mil Crías; de Hypnos, el dios del sueño; de los Primigenios Mayores y de su mensajero, Nyarlathotep; todos esos seres mitológicos, con el oscuro mundo de sombras que representaban, llegaron a formar parte integrante de la intimidad de Phillips. Su conocimiento de ellos era tal que pudo traer Arkham a la realidad. Descubrió la sombra sobre Innsmouth, habló de los murmullos en la oscuridad y del moho de Yuggoth, y dio a conocer el horror de Dunwich. Y en toda su prosa, en todos sus versos, la luz de la lámpara de Alhazred brillaba, aun cuando Phillips ya no la utilizara.

Dieciséis años transcurrieron de esta forma, hasta que, una noche, Ward Phillips se acercó a donde había dejado la lámpara, detrás de una fila de libros, sobre uno de los estantes inferiores de la biblioteca de su abuelo Whipple. La sacó de allí, e inmediatamente todos los viejos encantos y todas las maravillas se reavivaron para él. Volvió a limpiarla y la colocó sobre la mesa. En los últimos años, el estado de salud de Phillips había empeorado mucho. Padecía una enfermedad incurable y sabía que sus días estaban contados; pero no quería morir sin volver a contemplar, una última vez, los mundos de belleza y de terror que encerraba la lámpara de Alhazred.

Encendió la lámpara otra vez y miró hacia las paredes. Pero sucedió algo extraño. En las mismas paredes donde antes le habían sido presentados los lugares y seres relacionados con la vida de Alhazred, surgía ahora la aparición mágica de un lugar muy conocido por Ward Phillips, pero no del tiempo actual, sino tal como era en una época pasada, un tiempo querido y perdido, cuando retozaba de chiquillo en las orillas del Seekonk, ocupado con los juegos que inspiraba a su imaginación la mitología griega. Allí estaba otra vez la niñez; allí estaban las ensenadas donde había pasado sus años de juventud; allí estaba la glorieta que había construido en honor del gran Pan; toda la irresponsabilidad y la feliz libertad de aquella niñez se reproducían sobre las paredes, porque lo que la lámpara reflejaba ahora eran sus propios recuerdos.

Anhelante, pensó que quizá siempre le había proporcionado la lámpara recuerdos ancestrales, pues ¿quién podía negar que su abuelo Whipple, cuando era joven, o los que le precedieron en la línea de Ward Phillips, habían visto todos aquellos lugares iluminados por la lámpara?

Y otra vez fue como si mirase por una puerta abierta. La escena le invitaba. Se levantó dificultosamente y caminó hacia la pared. No dudó más que un instante; luego siguió hacia los libros.

La luz del sol irrumpió repentinamente a su alrededor. Se sintió libre de sus cadenas y empezó a correr ligeramente a lo largo de la orilla del Seekonk, donde los escenarios de sus primeros años le esperaban para que rejuveneciese, para que volviera a empezar una vida en los tiempos apacibles, cuando el mundo era joven…

Se descubrió la desaparición de Ward Phillips cuando un admirador de sus cuentos, que sentía curiosidad por conocerle, vino a la ciudad a hacerle una visita. Se llegó a la conclusión de que se había sentido mal en el bosque y había fallecido allí, pues sus paseos solitarios eran bien conocidos por los vecinos de la calle Angell, así como el paulatino agravamiento de su salud.

Organizaron varias excursiones para explorar los alrededores de Nentaconhaunt y las orillas, pero no encontraron rastro de Ward Phillips. La policía confiaba en que algún día se encontrarían sus restos, pero nada descubrió y, con el tiempo, el misterio sin resolver se perdió en los archivos.

Los años pasaron. La casa de la calle Angell fue derribada, la biblioteca adquirida por algunas librerías, y lo que había en la casa se vendió como chatarra, incluyendo una vieja y antigua lámpara árabe, por la que nadie, en un mundo tecnológico posterior a la época de Phillips, se interesó y a la que no se encontró utilidad alguna.

La sombra fuera del Espacio

H. P. Lovecraft y August Derleth

Si hay algo que nos salva en este mundo… es la incapacidad de la mente humana para correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una isla de ignorancia en medio de los mares negros del infinito, y no estamos hechos para viajar lejos…

I

Si es cierto que el hombre vive siempre al borde de un abismo, entonces casi todos los hombres deben experimentar momentos de algo que llamaríamos nivel precognoscitivo, cuando las vastas e imperceptibles profundidades que existen siempre bordeando el pequeño mundo del hombre se convierten por un momento en tangibles, cuando el terrible pozo de conocimientos sin frontera, que incluso las mentes más brillantes sólo han vislumbrado, asume una apariencia borrosa capaz de llenar de terror al corazón más duro. ¿Conoce algún ser viviente los verdaderos orígenes de la humanidad? ¿O el lugar que al hombre le corresponde en el universo? ¿Sabe si el hombre está destinado al ignominioso final de un gusano?

Hay terrores que caminan por los pasillos de los sueños cada noche, que embrujan el mundo de los sueños, terrores que pueden relacionarse con los aspectos más mundanos de la vida cotidiana. Cada vez estoy más convencido de la existencia de un mundo fuera de éste en que estamos, lindante con él pero quizá completamente alucinatorio. Sin embargo, no ha sido siempre así. No fue así hasta que conocí a Amos Piper.

Mi nombre es Nathaniel Corey. He practicado el psicoanálisis durante más de cincuenta años. Soy autor de un libro y de varias monografías publicadas en periódicos dedicados a ese tipo de conocimientos. Practiqué durante muchos años en Boston, después de haber estudiado en Viena, y hace diez años, en el semirretiro, me trasladé a la ciudad universitaria de Arkham, en el mismo Estado. Me había ganado, con mi trabajo, una reputación de persona seria e íntegra, que me temo ponga en duda este relato. Aunque espero que ofrezca una conclusión bien distinta.

Es un firme presentimiento el que me lleva por fin a dejar testimonio de lo que ha sido quizá el problema más interesante y provocativo con que me he encontrado en todos estos años de práctica. No acostumbro a hacer observaciones públicas acerca de mis pacientes, pero me veo obligado a ello dadas las circunstancias peculiares que se dieron en el caso de Amos Piper: a través de ellas se plantean ciertos puntos que, a la luz de otros, sin relación aparente, podrían adquirir más relieve de lo que en principio presumí. Hay poderes de la mente que permanecen en las tinieblas, y quizá también poderes de las tinieblas que van más allá de la mente: no me refiero a brujas, a fantasmas o a duendes, ni a cualquier otra invención creada por civilizaciones primitivas, sino a poderes infinitamente más vastos y terribles que cualquier concepto humano.

El nombre de Amos Piper no será desconocido para mucha gente, especialmente para aquellos que recuerden la publicación de investigaciones antropológicas que llevan su nombre, hará cosa de unos diez años, más o menos. Le conocí por primera vez cuando su hermana, Abigail, le trajo a mi consulta un día de 1933. Era un hombre alto, que parecía haber sido grueso: sobre su cuerpo huesudo colgaban las ropas como si hubiese perdido mucho peso en un tiempo relativamente corto. Este parecía ser el problema: al primer vistazo, Piper necesitaba más la ayuda de un médico que de un psicoanalista, pero su hermana explicó que había acudido a los mejores especialistas y todos le habían indicado que su problema era esencialmente mental y se escapaba a sus facultades terapéuticas. A la señorita Piper le había sido recomendado por varios colegas, y también algunos compañeros de Piper en la facultad de la Universidad de Miskatonic, habían insistido en esa recomendación emanada del consejo médico que le había atendido. La suma de estas razones fue la que les condujo a pedirme una cita.

La señorita Piper me adelantó el problema de su hermano, mientras él descansaba en una habitación contigua a la consulta. Expuso el fondo del problema con admirable concisión… Piper parecía ser víctima de terribles alucinaciones, visiones que se apoderaban de él cada vez que cerraba los ojos o bajaba los párpados, mientras estaba despierto, y en sueños, mientras dormía. No dormía, sin embargo, desde hacía tres semanas. En ese tiempo había perdido tanto peso que a ambos les alarmaba su estado. Como preámbulo, la señorita Piper señaló que su hermano había sufrido un colapso nervioso tres años antes en un teatro; este colapso había durado tanto que hasta este último mes Piper no había vuelto a ser la misma persona. Su más reciente obsesión -si de una obsesión se trataba- se había manifestado una semana después de volver a su estado normal; según la señorita Piper, podía haber alguna relación lógica entre el estado en que se encontraba después del colapso y estas nuevas obsesiones, tras una corta etapa de normalidad. Las drogas habían demostrado su eficacia para inducirle a dormir, pero aun así no habían eliminado los sueños, que al parecer eran de una naturaleza espantosa, tanto que el doctor Piper era reacio a hablar de ellos.

La señorita Piper contestaba con franqueza a las preguntas que yo le hacía, pero revelaba falta de conocimiento acerca de la verdadera situación de su hermano. Me aseguró que en ningún momento había dado muestras de espíritu agresivo, pero que andaba distraído con frecuencia y establecía entre él y el mundo en que vivía una clara línea de separación, como si viviese encerrado en un caparazón que le aislase de ese mundo.

La señorita Piper se marchó, y yo me puse a examinar a mi paciente. Le vi sentado junto a mi escritorio con los ojos muy abiertos a costa de un gran esfuerzo, pues el globo del ojo estaba inyectado en sangre, y el iris parecía estar nublado. Se le notaba agotado, y empezó a excusarse en seguida por estar allí, explicando que su hermana había insistido y tomado la determinación sin permitirle otra opción que ceder. Lo había hecho para complacer a su hermana, ya que él era consciente de que su caso no tenía remedio.

Le dije que la señorita Abigail había hablado a grandes rasgos de su problema, e intenté calmarle los ánimos. Le hablé en un tono consolador y en términos generales. Piper escuchó con paciencia y respeto. Aparentemente cedía ante mi modo natural, reconfortante, con que pretendía siempre inspirar confianza, y cuando por fin le pregunté por qué no cerraba los ojos, me contestó sin titubear, y con sinceridad, que tenía miedo a hacerlo.

–¿Por qué? ¿Puede decir por qué?

Recuerdo su respuesta.

–En cuanto cierro los ojos aparecen en mi retina extrañas figuras geométricas y diseños, junto con tenues luces y formas de lo más siniestras, parecidas a unas enormes criaturas inimaginables por un hombre; y lo más terrible de ellas es que son criaturas inteligentes e inconmensurablemente desconocidas.

Le pedí que intentase describir a estos seres. Tropezaba con dificultades para hacerlo. Sus descripciones eran vagas, pero asombraba lo que sugerían. Ninguno de estos seres parecía estar claramente formado, excepto algunos conos rugosos, que tanto podían ser de origen vegetal como animal. Hablaba con una convicción rotunda, y me describía con esfuerzo aquellas sorprendentes criaturas con las que soñaba tan intensamente. Me chocó la intensidad de su imaginación. ¿Quizá existía un nexo entre esas visiones y la larga enfermedad que había sufrido? Parecía poco dispuesto a hablar de esto, pero al cabo de un rato lo hizo, algo inseguro, en un lenguaje inconexo. Era a mí a quien correspondía unir las piezas de los acontecimientos que me relataba.

La historia comenzó cuando tenía cuarenta y nueve años. Fue entonces cuando sobrevino su enfermedad. Estaba asistiendo a una representación de La carta de Maugham, cuando, a mitad del segundo acto, se desmayó. Le llevaron a la oficina del empresario y se esforzaron por reanimarle. Fue inútil y al fin le trasladaron a su casa en una ambulancia de la policía. De nuevo los médicos estuvieron un buen rato intentando reanimarle. Fracasaron en su intento y Piper fue hospitalizado. Estuvo en estado de coma durante tres días, transcurridos los cuales recobró el conocimiento.

Se observó de inmediato que ya no era «el mismo». Su personalidad había sufrido un profundo desequilibrio. Se creyó al principio que había sido víctima de un ataque de algún tipo, pero al no apreciarse síntomas que lo corroboraran, esta tesis hubo de ser abandonada. Tan profundo era el achaque que incluso algunas elementales actividades del ser humano las realizaba él con extrema dificultad. Por ejemplo, en seguida se apreció que tenía dificultad para coger objetos; sin embargo, físicamente no tenía ningún defecto y sus articulaciones funcionaban normalmente. Sus intentos de agarrar algún objeto hacían pensar en la maniobra ejecutada por una criatura sin dedos; o sea, que apartaba los dedos y el pulgar como si formaran una pinza rígida, en un movimiento que hacía pensar más en las garras de un animal que en el movimiento de una mano humana. No era este el único aspecto sorprendente de su «recuperación». Tuvo que aprender a caminar otra vez, pues parecía avanzar como si careciera de capacidad motriz. Le fue también extraordinariamente difícil aprender a hablar: sus primeros intentos los hizo con las manos, como si fuesen garras que intentasen coger objetos; al mismo tiempo emitía curiosos sonidos, como silbidos, cuya falta de significado le irritaba. Pero su inteligencia no parecía haber sufrido ningún daño, pues en menos de una semana dominaba todos los actos vulgares que componen la vida cotidiana de un hombre.

Pero si bien su inteligencia no se había visto afectada, se había borrado cuanto componía el pasado de su propia vida. No había reconocido a su hermana, ni a ninguno de sus compañeros de Facultad y miembros del cuerpo docente de la Universidad de Miskatonic. Decía no saber nada de Arkham, Massachusetts, y poca cosa de los Estados Unidos. Fue necesario enseñarle todo esto otra vez. Necesitó poco tiempo -menos de un mes- para asimilar cuanto se le puso delante. Redescubrió el conocimiento humano en un tiempo sorprendentemente corto, y demostró una memoria excepcional, pues asimiló con exactitud todo lo que se le dijo y todo lo que leyó. Con el cambio -una vez completado el adoctrinamiento- se puso de manifiesto durante su enfermedad que la parte de su cerebro que alojaba la memoria era infinitamente más valiosa que antes.

Fue después de hacer todos estos ajustes a su nueva situación cuando Piper comenzó a actuar de una forma que él mismo denomina «inexplicable». Obtuvo una excedencia por tiempo indefinido de la Universidad de Miskatonic, y comenzó a viajar extensamente. Pero no le quedaba ningún recuerdo directo o personal de estos viajes cuando me visitó en la consulta, o de ningún momento tras su «recuperación», durante la enfermedad que había sufrido durante tres años. No había nada en su relato de estos viajes que se pareciese a un recuerdo; y tampoco era capaz de decir lo que había hecho durante los mismos: esto era algo extraordinario, si se pensaba en la fabulosa memoria que demostró durante su enfermedad. Le habían dicho cuando se «recuperó» que había ido a extraños y lejanos lugares del mundo -el Desierto Arábigo, las extensiones de Mongolia, el Círculo Artico, las Islas de Polinesia, las Marquesas y el antiguo país Inca del Perú. No recordaba en absoluto lo que había hecho allí, ni tampoco había nada en su equipaje que probase sus recorridos, excepto uno o dos curiosos trozos de piedra cubiertos de lo que podría ser escritura jeroglífica antigua, adecuados para formar parte de la colección de un turista.

Cuando no estaba ocupado en estos viajes extraños, pasaba su tiempo leyendo, con inconcebible rapidez, en las grandes bibliotecas del mundo. Su recorrido le había llevado desde la biblioteca de la Universidad de Miskatonic en Arkham -muy conocida por sus manuscritos y libros prohibidos, acumulados a lo largo de siglos, a partir de los tiempos coloniales-, hasta El Cairo. Pero la mayor parte del tiempo lo había pasado en el Museo Británico de Londres y en la Biblioteca Nacional de París. Había consultado innumerables bibliotecas privadas, cuando se lo permitían sus dueños.

De todas formas, los datos que había comprobado durante su breve semana de «normalidad» -usando de todos los medios disponibles: cables, telegrama, radio, a causa de la urgencia, decía- demostraban que había leído, devorado, mejor dicho, ciertos libros muy antiguos que antes de caer enfermo desconocía por completo o conocía únicamente a través de las más vagas referencias. Estos libros, relacionados con remotas sabidurías, eran Los Manuscritos Pnakóticos, el Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred, los Unaussprechlichen Kulten de von Juntz, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn, el Texto de R’lyeh, los Siete libros Crípticos de Hsan, los Cánticos de Dhol; el Liber Ivonis; los Fragmentos de Celaeno y muchos otros similares, alguno de los cuales existían sólo en forma fragmentaria, esparcidos por toda la superficie de la tierra. Por supuesto, había también otros de historia, pero de acuerdo con las fichas de retirada, las lecturas de Piper habían comenzado siempre con libros de leyendas o que trataban de cuestiones sobrenaturales. A partir de ahí seguía sus estudios de historia y antropología, en progresión directa, como si Piper asumiese que la historia de la humanidad había empezado, no en los tiempos antiguos, sino en un mundo increíblemente viejo, que ya existía antes de que el hombre midiese el tiempo según lo conocen los historiadores, y del que se habla en algunos temibles libros de ciencias ocultas.

También se sabía que había tenido contactos con otras personas a las que no conocía previamente, pero que al encontrarse, en el lugar que fuese, parecían tenerlo todo preparado; personas unidas por los mismos propósitos, relacionadas con investigaciones macabras, o miembros del cuerpo profesoral de alguna Universidad o escuela. Siempre existían puntos comunes entre ellos, según dedujo Piper en sus averiguaciones telefónicas intercontinentales, tras haber encontrado entre sus papeles, cuando volvió a la normalidad, algunos mensajes. Todos y cada uno habían sufrido un idéntico o muy similar estado de postración al que había pasado Piper a partir de la noche del teatro.

Aunque esta forma de actuar no tenía nada que ver con la vida de Piper antes de su enfermedad, una vez adoptada se mantuvo bastante consistente durante todo el tiempo en que estuvo enfermo. Los extraños e inexplicables viajes que había hecho poco después de haberse acostumbrado de nuevo, tras su ‘recuperación’, a vivir entre sus colegas y familiares, habían continuado durante los tres años en que no había sido «el mismo». Dos meses en Ponapé, un mes en Angkor-Vat, tres meses en las tierras antárticas, una conferencia con un colega experimentado en París, y cortos períodos en Arkham entre un viaje y otro. Este era el patrón de su vida; de esta forma pasó los tres años anteriores a su completo restablecimiento. Este período había sido seguido por otro de profundo desequilibrio, que no permitía a Amos Piper conservar la memoria de lo que había hecho en esos tres años, y le esclavizaba el terror de no cerrar los ojos. para no ver aquello que sugería a su mente subconsciente algo espantoso y aterrador, ligado estrechamente a sus sueños.

II

Al cabo de tres visitas, logré convencer a Amos Piper para que me contase algún fragmento de sus extraños y gráficos sueños, esas aventuras nocturnas de su subconsciente que le torturaban. Se parecían mucho unos a otros en esencia: no existía una fase de transición entre el momento de estar despierto y el momento de estar dormido. Pero, a la luz de la enfermedad de Piper, eran desafiadoramente significativos. El más común de ellos repetía un lugar; esto, con algunas variaciones, ocurría repetidamente en la secuencia que Piper me expuso. Reproduzco aquí su propio relato del sueño que se repetía:

«Yo era un erudito que trabajaba en la biblioteca de un edificio colosal. La habitación en la que estaba sentado, y en la que transcribía algo de un libro escrito en un idioma que no era el inglés, era tan grande que las mesas tenían la altura de una habitación normal. Las paredes no eran de madera, sino de basalto, y los estantes que cubrían las paredes eran de una clase de madera negra que no conocía. Los libros no estaban impresos, sino totalmente holografiados, algunos escritos en el mismo extraño idioma en que yo escribía. Pero había algunos idiomas que podía reconocer -este reconocimiento, sin embargo, se remontaba a ancestrales recuerdos-, sánscrito, griego, latín, francés, incluso inglés, pero un inglés muy mezclado, desde el inglés de Piers Plowman hasta el de hoy. Las mesas aparecían iluminadas por grandes globos de cristal, unidos a extrañas máquinas hechas de tubos de vidrio y barras de metal, sin cables que las conectasen.

»Aparte de los libros en los estantes, el lugar daba la impresión de un austero vacío. En la piedra se veían extraños grabados, todos ellos dibujos matemáticos curvilíneos, junto con inscripciones en la misma escritura jeroglífica estampada en los libros. La mampostería era megalítica: en bloques convexos se encajaban las hiladas cóncavas que descansaban en ellos; se elevaban de un suelo compuesto por grandes losas octogonales de un basalto similar al de las paredes. Nada había colgado en ellas, y nada decoraba los suelos. Las estanterías iban desde el suelo hasta el techo, y entre las paredes solamente había las mesas en las que trabajábamos de pie, pues no había nada ante nuestra vista que se pareciese a una silla, ni tampoco sentía necesidad de sentarme.

»Durante el día podía mirar afuera, a un vasto bosque de árboles como helechos. Durante la noche podía mirar las estrellas, pero no reconocía ninguna: ni una sola constelación de esos cielos se parecía siquiera remotamente a las estrellas familiares, a las acompañantes nocturnas de la tierra. Esto me llenaba de terror, pues sabía que estaba en un lugar muy extraño, alejado de los lugares terrestres que había conocido y que ahora aparecían como recuerdos de una existencia increíblemente lejana. Tenía conciencia de que formaba parte integral de aquel mundo y a la vez de que no tenía nada que ver con él; era como si una parte de mí perteneciese a este medio y otra parte no. Estaba muy aturdido, y en especial me confundía darme cuenta de que estaba escribiendo una historia de la tierra de un tiempo que me parecía haber vivido, es decir, del siglo XX. Estaba transcribiéndolo en sus detalles más nimios, como si fuese para estudiarla, pero no sabía con qué propósito. Quizá para añadir una opresora acumulación de saber a todo el saber que se concentraba en los innumerables libros de la habitación en que estaba, y en las habitaciones que la rodeaban, ya que el edificio entero al que pertenecía esta habitación era un gran almacén del saber. Tampoco era el único: por las conversaciones oídas en torno a mí, sabía que había otros más lejanos, y que en ellos había otros escribanos como nosotros, con tareas similares, y que el trabajo que realizábamos era vital para el retorno de la Gran Raza -raza a la que pertenecíamos- a los lugares de los universos donde una vez, hacía mucho, estuvo nuestro hogar, hasta que la guerra con los Primordiales nos obligó a huir.

»Trabajaba siempre con mucho miedo. Todo me inspiraba terror. Tenía miedo de mirarme a mí mismo. Tenía omnipresentemente un miedo terrorífico a un extraño descubrimiento intrínseco en la más fugaz ojeada a mi cuerpo, derivado de la convicción de que me había mirado con anterioridad y me había asustado profundamente al verme. Quizá tenía miedo de ser como los demás, puesto que mis compañeros, que me rodeaban, eran todos iguales. Aparentaban grandes conos de un material rugoso, como la estructura de un vegetal; medían más de diez pies de alto; su cabeza, así como sus manos, en forma de garras, estaban unidas a unas anchas extremidades que salían del vértice del cono. Caminaban merced a la expansión y contracción de la capa viscosa que formaba su base, y aunque no hablaban un lenguaje reconocible, podía entender los sonidos que emitían, pues, en mi sueño, me sabía instruido en ese idioma desde el momento en que llegué a aquel lugar. No hablaban con algo parecido a una voz humana, ni yo tampoco, sino con una extraña combinación de silbidos y golpes y rasguños de las grandes garras con que finalizaban sus cuatro extremidades enraizadas en lo que supuestamente podían ser sus cuellos, aunque esa parte de sus cuerpos no se veía.

»Parte de mi miedo sobrevino al entender ligeramente que era un prisionero dentro de un prisionero, que aun cuando estaba preso dentro de un cuerpo similar a los que me rodeaban, este cuerpo estaba, a su vez, preso dentro de la gran biblioteca. Buscaba en vano cosas que me fueran familiares. Nada de lo que allí había me recordaba a la Tierra que había conocido desde la niñez, y todo indicaba que nos encontrábamos en un punto lejano del espacio. Comprendía que todos mis compañeros eran también cautivos de alguna forma, aunque algunos hacían el oficio de guardianes. Muy similares a los otros en forma, tenían un cierto aire de autoridad, y caminaban entre nosotros muchas veces para ayudarnos. Estos guardianes no amenazaban, sino que se comportaban de un modo cortés y a la vez firme.

»Aunque nuestros guardianes no tenían por qué hablarnos, uno de ellos actuaba sin ningún género de restricciones. Era evidentemente el instructor; se movía entre nosotros con más soltura que los demás y me di cuenta que incluso los otros guardianes eran diferentes a él. Esto no se debía exclusivamente al hecho de que fuera instructor, sino también a que le sabían condenado a muerte, porque la Gran Raza no estaba aún preparada para moverse y el cuerpo en que habitaba estaba destinado a morir antes de que tuviese lugar la migración. Había conocido a otros hombres, y tenía la costumbre de detenerse ante mi mesa: al principio sólo me decía unas palabras para darme ánimo, y más tarde hablaba durante largos ratos.

»Por él supe que la Gran Raza había existido en la Tierra y en otros planetas de nuestro universo, así como de otros universos, billones de años antes de que se escribiese la historia. Los conos rugosos que les daban la apariencia actual los habían ocupado hacía sólo algunos siglos, y estaban lejos de ser su propia forma, que se asemejaba más a un rayo de luz, pues eran una raza de mentes libres, capaces de invadir cualquier cuerpo y de desplazar la mente que lo habitaba anteriormente. Habían habitado la Tierra hasta que se vieron envueltos en la titánica batalla entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales por la dominación del cosmos. De aquella batalla, según me dijo, se derivaba la explicación del Mito Cristiano para la humanidad, pues las mentes simples de los hombres primitivos habían concebido sus recuerdos ancestrales como una batalla entre el Bien y el Mal. Desde la Tierra, la Gran Raza escapó al espacio, en un principio al planeta Júpiter, y luego más lejos, a esa estrella en la que ahora se encontraban, una estrella oscura de Tauro, donde se quedaron a esperar la siempre pendiente invasión de la región del Lago de Hali, que era el lugar del destierro de Hastur -uno de los Primordiales- después de la derrota de los Primordiales por los Dioses Arquetípicos. Pero ahora su estrella agonizaba, y se estaban preparando para una migración masiva a otra estrella, ya fuese hacia adelante o hacia atrás en el tiempo, y para ocupar los cuerpos de otras criaturas de vida mas larga que los conos rugosos donde ahora se alojaban.

»La preparación consistía en el desplazamiento de mentes a criaturas que existían en varias épocas y en muchos lugares del universo. Había entre mis compañeros, afirmó, no sólo hombres-árboles de Venus, sino también miembros de la raza medio vegetal de la Antártica paleogena; no sólo representantes de la gran raza Inca del Perú, sino también miembros de la raza de hombres que vivirían la era post-atómica de la Tierra, horriblemente alterados por las mutaciones causadas por el desprendimiento de materiales radioactivos de las bombas de hidrógeno y cobalto de las guerras atómicas; no sólo seres como hormigas de Marte, sino también hombres de la antigua Roma, y hombres de un mundo de cincuenta mil años después. Había muchos más, de todas las razas, de todos los tipos de vida, de mundos que conocía y de mundos separados de mi tiempo por miles y miles de años. Era así porque la Gran Raza podía viajar cuando lo deseaba en el tiempo y en el espacio. Los conos rugosos que ahora constituían su cuerpo no eran sino un hábitat temporal, más breve que la mayoría de los que habían ocupado. Y el lugar en el cual desarrollaban ahora sus investigaciones, llenando sus archivos con la historia de la vida en todos los tiempos y en todos los lugares, era para ellos una esporádica residencia hasta emprender una existencia nueva y más duradera en otro lugar, en otra forma, en algún otro mundo.

»Todos los que trabajábamos en la gran biblioteca les ayudábamos a recopilar datos, puesto que cada uno de nosotros escribía la historia de su propio tiempo. Con el envío de sus miembros al vacío sideral, la Gran Raza podía ver por sí misma cómo era la vida en otros tiempos y lugares, y conocerla a través de los seres que en ese determinado momento vivían allí, porque de éstos eran las mentes que habían sido enviadas para ocupar el lugar de los miembros ausentes de la Gran Raza, hasta el momento en que se hallasen preparados para volver. La Gran Raza había construido una máquina para ayudarles en sus vuelos a través del tiempo y del espacio, pero no una de esas máquinas que puede imaginarse la humanidad, sino una que funcionaba en un cuerpo para separar y proyectar la mente; y cada vez que intentaba un viaje hacia adelante o hacia atrás en el tiempo, el viajero se sometía a la máquina y el viaje proyectado se realizaba. Así se trasladaban, sin traba alguna, a dondequiera que dirigieran sus migraciones en masa; todo lo accesorio, los aviones, los inventos, incluso la gran biblioteca, se dejaría atrás; la Gran Raza empezaría a construir su civilización, siempre esperando escapar de la destrucción que vendría cuando los Primordiales -el Gran Hastur, el Inefable, y Cthulhu que yace en las profundidades del agua, y Nyarlathotep el Mensajero, y Azathoth y Yog-Sothoth y toda su terrible progenie- escapasen a sus ataduras y se enzarzasen otra vez en una titánica batalla con los Dioses Arquetípicos en sus remotas fortalezas entre las estrellas distantes.»

Este era el sueño más corriente de Piper. De hecho, era probable que no se tratase de un sueño seguido, en el sentido de que se desarrollase en la misma ocasión, sino de uno que se repetía con detalles añadidos, hasta llegar a la versión final que había expuesto y que a él le parecía un mismo sueño repetido, cuando en realidad había sido una acumulación de diversas situaciones. Su forma de actuar en su breve período de «normalidad» en relación con su sueño era clara, pues representaba el reverso de la realidad: en la vida él imitaba las acciones de lo que posteriormente describió como conos rugosos, que habitaban sueños que luego se convertían en realidad. El orden tenía que ser, normalmente, el contrario; si sus acciones -sus intentos de agarrar objetos como si tuviese garras, y de hablar con las manos, y demás- hubiesen tenido lugar después de estos intensos sueños, la progresión normal habría podido ser observada. Era significativo que no hubiese ocurrido de esta forma.

Un segundo sueño parecía ser una simple continuación del primero. De nuevo Piper se encontraba trabajando en la alta mesa de la gran biblioteca, sin poder sentarse, ya que no había sillas, y además la forma de cono rugoso no permitía estar sentado. De nuevo el instructor que iba o morir se había parado a hablar con él, y Piper le había preguntado acerca de la vida de la Gran Raza.

«Le pregunté que cómo podía esperar la Gran Raza mantener sus planes en secreto, si reemplazaba a las mentes que se habían desplazado a otro lugar. Dijo que se conseguiría de dos formas. Primero, todo rastro de recuerdo de este sitio sería cuidadosamente borrado antes de que cualquiera de las mentes desplazadas regresase, bien fuese enviada hacia atrás o hacia adelante en el espacio y en el tiempo. Segundo, si quedase alguna señal, resultaría ser tan difusa e inconexa que carecería de sentido. Cualquier reconstrucción sería tan increíble para los demás, que la considerarían un invento de la imaginación, o incluso una enfermedad.

»Continuó diciéndome que a las mentes de la Gran Raza se les autorizaba para que eligiesen su hábitat. No se les enviaba fortuitamente a ocupar la primera «vivienda» con la que tropezaban, sino que tenían el poder de elegir entre las criaturas que divisaban aquella que deseaban ocupar. La mente desplazada era trasladada al lugar actual de residencia de la Gran Raza, mientras que el miembro de la raza se adaptaba a la vida de la civilización a la que había ido hasta encontrar los rastros de la vieja cultura que había culminado en el gran levantamiento entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales. Incluso tras el regreso, cuando la Gran Raza había aprendido cuanto deseaba acerca de la forma de vida y los puntos de contacto con los Primordiales -particularmente con sus servidores, que podrían oponerse a la Gran Raza, amante de la paz y de la soledad, y más allegada a los Dioses Arquetípicos que a los Primordiales-, en ocasiones se enviaban mentes para asegurarse de que las mentes desplazadas habían quedado limpias de todo recuerdo, o para emprender un nuevo desplazamiento, caso de que no hubiera sido así.

»Me llevó a las habitaciones subterráneas de la gran biblioteca. Había libros por todas partes, todos holografiados. Grupos de ellos estaban empaquetados en cámaras rectangulares alineadas, labradas en un desconocido metal brillante. Los archivos se ordenaban según las formas de vida, y tomé mota del hecho de que los conos rugosos de la estrella negra estaban considerados como superiores al hombre, puesto que el hombre no aparecía muy separado de los reptiles, que inmediatamente le precedían en la tierra. Cuando le interrogué acerca de esto, el instructor respondió que estaba en lo cierto. Explicó que el contacto con la Tierra sólo se mantenía porque en su día había sido el centro de las batallas entre los Dioses Arquetípicos y los Primordiales, y los servidores de estos últimos vivían allí, desconocidos para la mayoría de los hombres: los Profundos en las profundidades del océano, los batracios de Polinesia y área de Innsmouth en Massachusetts, el temible Pueblo Tcho-Tcho del Tíbet, los Shantaks de Kadath en el Desierto de Hielo, y muchos otros, y quién sabe si ahora resultaría necesario para la Gran Raza regresar otra vez al planeta verde que había sido su primer hogar. Me dijo que ayer mismo -un tiempo que parecía infinitamente largo, pues la duración de los días y las noches allí era equivalente a una semana en la Tierra- había regresado una de las mentes de Marte y comunicado que el planeta estaba tan cerca de la muerte, o más, que su propia estrella, y que se había perdido, por tanto, otra de las alternativas.

»De este subterráneo me llevó a la parte de arriba del edificio. Era una gran torre con una cúpula de una sustancia como el cristal, a través de la cual podía mirar el paisaje exterior. El bosque de helechos que había visto era de hojas verdes secas, no frescas, y lejos del borde del bosque se extendía un gran desierto interminable que descendía a un oscuro golfo: la cuenca ya seca de un gran océano, según explicó mi guía. La estrella negra había entrado en la órbita mas alejada de una nova y ahora moría lenta e implacablemente. ¡Qué extraño parecía el paisaje! Los árboles se veían enanos en comparación con los grandes edificios de piedras megalíticas desde donde los contemplábamos; ningún pájaro volaba por el cielo gris; no había ninguna nube, ni niebla en el abismo; y la luz del lejano sol que iluminaba la estrella negra venía indirectamente del espacio, de modo que el paisaje estaba siempre bañado en una irrealidad gris.

»Me estremecí al mirar.»

Los sueños de Piper aparecían cada vez más inmersos en el terror. Este miedo se materializaba en dos planos: uno que le ataba a la Tierra, y otro a la estrella negra. Había pocas variaciones. Un segundo tema, que se produjo dos o tres veces en una misma secuencia, era que se le permitía acompañar al guardián instructor a un curioso cuarto circular, que debía estar en la parte baja de la colosal torre. En cada uno de esos casos, uno de los conos rugosos se hallaba tendido en una mesa entre cúpulas de resplandeciente cristal de una máquina que emitía una luz intermitente, como si se tratase de una especie de electricidad, aunque, al igual que las lámparas de las mesas de trabajo, no había cables que fuesen hacia ellas o saliesen de ellas.

A medida que aumentaban las vibraciones de la luz y la intensidad de su brillo, el cono rugoso que estaba en la mesa entraba en estado de coma, y permanecía así por un tiempo, hasta que la luz oscilaba y el zumbido de la máquina se detenía. Entonces el cono volvía a la vida otra vez, e inmediatamente empezaba a emitir un torrente de silbidos y sonidos. La escena no variaba. Piper comprendía lo que decían, y creía que lo que presenciaba cada vez era el regreso de una mente perteneciente a la Gran Raza, y el envío de la mente desplazada que había ocupado el cono rugoso en su ausencia. La sustancia de la rápida charla del cono redivivo era siempre muy similar: venía a ser un resumen de la estancia de la gran mente lejos de la estrella negra. En una ocasión la gran mente había venido de Inglaterra después de una estancia de cinco años como antropólogo inglés, y pretendía haberv visto los lugares en que los sicarios de los Primordiales aguardaban. Algunos habían sido parcialmente destruidos -como, por ejemplo, cierta isla no lejos de Ponapé, en el Pacífico, y el Arrecife del Diablo, cerca de Innsmouth, y una montaña de cavernas y un lago cerca de Machu Pichu. Otros servidores estaban dispersos, sin ninguna organización, y los Primordiales que permanecían en la Tierra estaban prisioneros bajo la estrella de cinco puntas que era el sello de los Dioses Arquetípicos. De los lugares que se nombraron como lugares potenciales para un futuro de la Gran Raza, la Tierra era siempre el que figuraba en cabeza, a pesar de los peligros de una guerra atómica.

Estaba claro, a medida que Piper progresaba en el relato de sus sueños, y a pesar de su confusión, que la Gran Raza pretendía volar a otro planeta o estrella muy distante de la estrella moribunda que ahora ocupaba, y las extensas regiones del planeta verde donde vivían pocos hombres -lugares cubiertos de hielo, regiones arenosas en los países cálidos- se presentaban como un paraíso para la Gran Raza. Básicamente los sueños de Piper eran todos muy similares. Existía siempre la enorme estructura de bloques megalíticos de basalto, siempre el interminable trabajo de esos seres extraños que no necesitaban dormir invariablemente la sensación de estar preso y, en la vida real, concomitante, el miedo siempre presente del que Piper no podía liberarse.

Llegué a la conclusión de que Piper, incapaz de relacionar los sueños con la realidad, era, víctima de una profunda confusión, uno de esos hombres desdichados que han perdido la capacidad de distinguir si el mundo real es el de los sueños o aquel en que habla y se mueve durante el día. Pero esta conclusión no me satisfacía del todo. Pronto supe que acertaba al poner en duda la veracidad de mi juicio.

III

Amos Piper fue mi paciente por un corto período de tres semanas. Pude observar durante ese tiempo, para mi pesar y para descrédito del tratamiento aplicado, que su condición se deterioraba paulatinamente. Empezaron a producirse alucinaciones, o al menos lo parecían, particularmente según el proceso típico de las ilusiones paranoicas de ser perseguido y observado. Este proceso llegó a su punto álgido en una carta que Piper me escribió y me envío por un mensajero. Sin duda, la carta había sido escrita precipitadamente…

«Querido Dr. Corey: Como es posible que no le vea más, quiero decirle que ya no tengo duda alguna respecto a mi situación. Sé que alguien me ha estado vigilando durante algún tiempo, y no es un ser terrestre, sino una de las mentes de la Gran Raza. Ahora estoy convencido de que todas mis visiones y sueños se derivan de ese período de tres años durante el cual estuve desplazado, o ‘no era yo’ según decía mi hermana. La Gran Raza existe aparte de mis sueños. Ha existido durante más tiempo que la medida humana del tiempo. No sé dónde está. En la estrella negra de Tauro o aún más lejos. Pero se preparan para trasladarse otra vez, y uno de ellos está muy cerca.

»No he estado ocioso entre visita y visita a su consulta. He tenido tiempo de hacer más investigaciones por mi cuenta. Muchos hilos atados a mis sueños me habían alarmado y me desconcertaban. ¿Qué ocurrió, por ejemplo, en Innsmouth en el año 1928 para que el gobierno federal hiciese explotar grandes cargas en el Arrecife del Diablo, en la costa atlántica, cerca de esa ciudad? ¿Qué es lo que había en ese pueblo de la costa que dio lugar a la detención y consecuente desaparición de casi todos los ciudadanos? ¿Y qué lazo unía a los polinesios y a la gente de Innsmouth? Además, ¿qué fue lo que descubrió la expedición Miskatonic Antartic de 1930-31 en las Montañas de la Locura, de tal naturaleza que se ha mantenido en secreto para todo el mundo excepto para los sabios de la universidad? ¿Cómo explicar la narración de Johannsen sino como un relato corroborativo de la leyenda de la Gran Raza? ¿Y no ocurre lo mismo con las antiguas ciencias de las naciones Incas y Aztecas?

»Podría continuar así durante muchas páginas, pero no hay tiempo. He descubierto datos de esos inquietantes incidentes, muchos de ellos acallados para no perturbar a un mundo cargado de problemas. El hombre, después de todo, es sólo una pequeña manifestación en la faz de un solo planeta en uno solo de los muchos universos que llenan el espacio. Solamente la Gran Raza conoce el secreto de la vida eterna, moviéndose en el tiempo y en el espacio, ocupando un lugar después de otro, convirtiéndose en animal, vegetal o insecto, según las circunstancias.

»Debo darme prisa. Tengo tan poco tiempo… Créame, mi querido doctor, sé lo que escribo…»

No me sorprendió mucho recibir esta carta, pues sabía por la señorita Abigail Piper que su hermano había sufrido una «recaída», al parecer pocas horas después de escribir esta carta. Me apresuré a ir a casa de los Piper. En la puerta me encontré a mi paciente. Estaba completamente cambiado.

Demostró tener una seguridad en sí mismo que no había tenido durante su visita a mi consulta ni en ningún momento desde el día que le conocí. Me aseguró que por fin había logrado el control sobre sí mismo, que las visiones a las que había estado expuesto habían desaparecido, y que ahora podía dormir libre de esos sueños que tanto le habían molestado. Desde luego, no podía dudar que se había recuperado, y no me era posible comprender por qué la señorita Piper me había escrito esa nota desesperada, a menos que se hubiese acostumbrado a que su hermano se hallase en un estado desconcertante y que hubiese confundido su mejoría con una «recaída». Esta recuperación era extraordinaria, ya que el incremento de su miedo, sus alucinaciones, su intenso nerviosismo y finalmente su rápida carta indicaban, con la misma evidencia que un síntoma físico indicaría una enfermedad, el derrumbe de su precario estado mental.

Me satisfacía esta recuperación; y le felicité. Aceptó mi felicitación con una sonrisa débil, y luego se excusó diciendo que tenía mucho que hacer. Le prometí telefonear una vez a la semana, más o menos, para vigilar cualquier retorno a la sintomatología de su desesperado estado anterior.

Diez días después le vi por última vez. Le encontré amable y cortés. La señorita Abigail Piper estaba delante, algo turbada, pero sin lamentarse. Piper no había vuelto a tener visiones o sueños, y era capaz de hablar con franqueza de su «enfermedad», desaprobando cualquier mención de «desorientación» o «desplazamiento» con una insistencia que sólo podía interpretar como un ansioso deseo por su parte de que yo borrara de mi mente todas aquellas impresiones. Pasé una hora muy agradable con él; pero no podía escapar a la convicción de que, mientras el hombre preocupado que había conocido en mi consulta era un hombre de una inteligencia pareja a la mía, el «recuperado» Amos Piper era un hombre de una inteligencia muy superior.

En el momento de mi visita, me impresionó el hecho de que se estaba preparando para unirse a una expedición a la región del Desierto Arábigo. No se me ocurrió entonces relacionar sus planes con los curiosos viajes que había realizado durante sus tres años de enfermedad. Pero los hechos posteriores me hicieron recordarlo.

Dos noches después, entraron en mi consulta y la saquearon. Todos los documentos originales pertenecientes al caso Amos Piper habían sido robados de los archivos. Afortunadamente, movido por una intuición que no podría explicar, había hecho copias de los más importantes relatos de sus sueños, así como de la carta que me escribió al final, que también había desaparecido. Los documentos no podían tener valor para alguien que no fuese Amos Piper, y Piper estaba ya supuestamente curado de su obsesión, así que la única explicación de este extraño hurto era tan rara que me resistía a admitirla. Además, me enteré de que Piper salía para su viaje al día siguiente, lo que establecía la posibilidad de ser el instrumento -escribo «instrumento» deliberadamente- del robo.

Ahora bien, un Piper curado no podía tener razón alguna para desear de forma tan manifiesta que los datos permaneciesen en su poder. Y en cambio, un Piper «recaído» tendría todos los motivos para desear que estos papeles fuesen destruidos. ¿Cabía suponer que Piper había sido desplazado nuevamente? En este caso, el hecho no habría sido tan obvio como la vez anterior, porque la mente que desplazaba la suya para cobijarse en su cuerpo lo conocía ya y no habría tenido necesidad de acostumbrarse otra vez a los hábitos y formas de comportamiento del hombre…

Por increíble que pareciera esta hipótesis, trabajé en ella iniciando unas investigaciones por mi menta. Mi intención era, en principio, pasar una semana -posiblemente dos- buscando respuesta a algunas de las preguntas que Amos Piper me había hecho en su carta. Pero unas semanas no fueron suficientes; el trabajo se prolongó durante meses, y a finales de año estaba más confundido que nunca. Además me encontraba en el borde del mismo abismo en el que había caído Piper.

Pues algo había pasado en Innsmouth en 1928, algo que había ocupado al gobierno federal, y acerca de lo cual nada podía averiguarse, excepto los vagos y terroríficos indicios de una relación con los batracios de Ponapé. Y había extraños y alarmantes descubrimientos en algunos de los templos de Angkor-Vat, descubrimientos que estaban relacionados con la cultura de los polinesios así como de algunas tribus indias del noroeste americano, y de otros descubrimientos hechos en las Montañas de la Locura por una expedición de la Universidad de Miskatonic.

Había relatos de incidentes similares, todos ocultos en misterio y oscuridad. Y los libros -los libros prohibidos que Amos Piper había consultado- estaban en la Biblioteca de la Universidad de Miskatonic, y lo que en esas páginas leí resultaba horriblemente sugestivo a la luz de lo que había dicho Amos Piper, y de todo lo que posteriormente comprobé. Lo que allí se exponía, aunque indirectamente, era que en algún lugar existió una raza de seres infinitamente superiores -llamémoslos dioses o la Gran Raza, o con cualquier otro nombre- que trasladaban sus mentes libres a través del tiempo y del espacio. Y si esto era aceptado como una premisa, entonces podía ser también cierto que la mente de Amos Piper había sido de nuevo desplazada por una mente de la Gran Raza, enviada a investigar si todos los recuerdos de su estancia entre ellos habían sido borrados.

Pero los hechos más inquietantes de todos son los que han ido saliendo a la luz gradualmente. Me tomé la molestia de indagar cuanto podía descubrir acerca de los miembros de la expedición al Desierto Arábigo a la que Amos Piper se había unido. Venían de todos los rincones del mundo, y eran todos hombres de los que podía esperarse que tuvieran un interés especial en una expedición de esta naturaleza: un antropólogo inglés, un paleontólogo francés, un sabio chino, un egiptólogo, y muchos más. Y supe que cada uno de ellos, al igual que Amos Piper, había sufrido en algún momento durante la última década algún tipo de ataque, descrito variadamente, pero que innegablemente consistía en un desplazamiento de la personalidad, lo mismo que Piper.

En alguna parte de esas remotas tierras del Desierto Arábigo ¡la expedición entera desapareció de la faz de la tierra!

Fue quizá inevitable que mis persistentes investigaciones provocasen interés en sectores ajenos a mí. Ayer un paciente vino a mi consulta. Había algo en sus ojos que me hizo pensar en Amos Piper, la última vez que le vi: una superioridad condescendiente, altiva, que me hizo encogerme de miedo, así como cierta torpeza en sus manos. Y ayer por la noche volví a verle, pasando bajo la farola de la calle de mi casa. Otra vez esta mañana, como un hombre que estudia a otro, y a sus hábitos, por alguna razón enrevesada para ser conocida por su víctima…

Y ahora cruzando la calle…

Las hojas sueltas del anterior manuscrito fueron encontradas en el suelo de la consulta del doctor Nathaniel Corey, cuando su enfermera acudió a la policía a causa de unos ruidos alarmantes tras la puerta de la consulta, que estaba cerrada. Cuando irrumpió la policía, el doctor Corey y un paciente no identificado estaban arrodillados, intentando en vano empujar las hojas hacia las llamas de la chimenea situada en la pared norte de la habitación.

Los dos hombres parecían incapaces de agarrar las hojas, pero las empujaban hacia delante con un movimiento similar al de los cangrejos. Ajenos a la presencia de la policía, se ocupaban sólo de la destrucción del manuscrito y persistían en sus esfuerzos poco naturales para conseguirlo con histérica precipitación… Ninguno fue capaz de dar una explicación inteligible a la policía o a los médicos asistentes, ni era coherente lo que decían.

En vista de que, tras un examen minucioso, ambos parecen haber sufrido un profundo cambio de personalidad, han sido trasladados para internamiento indefinido al Instituto Larkin, el famoso sanatorio privado para dementes…

La ventana en la buhardilla

H. P. Lovecraft y August Derleth