Sexta grabación

SEXTA GRABACIÓN

Durante el año 34 las cosas comenzaron a precipitarse. Hablo de nosotros, los de la pandilla de los cuatro. Pero antes de entrar en materia querría contarle algo más de nuestro barrio, de nuestro entorno, para que entienda mejor lo que nos rodeaba.

El entramado de casitas y pisos de la Barceloneta era muy especial. Las casas se iban haciendo y rehaciendo a medida que llegaban, desde toda la península, nuevas hornadas de trabajadores que, aunque costara creerlo, eran más pobres que nosotros. Fruto de tantas especulaciones, los pisos acababan siendo minúsculos, falsamente divididos, separados por tabiques del grueso de un papel de fumar y con una distribución sólo apta para ratoncitos. Le cuento todo esto para que comprenda que en aquel paisaje la palabra convivir no era un concepto, sino más bien la práctica diaria hecha a fuerza de paciencia y de consolarse pensando que aún podría ser peor. Por cierto, esta frase, «aún podría ser peor», se convertiría en una divisa de supervivencia repetida hasta la saciedad.

Usted es muy joven y hoy las cosas han cambiado mucho, pero en aquel tiempo, en la Barceloneta, entre los pisos de un mismo edificio o grupo de casas había unos espacios que eran fundamentales para la convivencia del vecindario: los patios interiores. Unos agujeros exiguos, feos, anodinos, que sin embargo escondían verdaderos centros de comunicación vecinal difíciles de imaginar en la actualidad. Desde las ventanas de las cocinas que daban a ese espacio comunitario, desde los ventanucos de los baños, desde los ventanales de los dormitorios con cortinas para proteger la intimidad, salía, cuando menos lo esperabas, una voz preguntando por alguien o por algo. Inmediatamente oías cómo se recogía la invitación y alguien contestaba sin ni siquiera identificarse, porque no era necesario. Se entablaban conversaciones entre dos, tres y hasta cuatro ventanas sobre la enfermedad de la Pepeta; o sobre la última bomba que habían puesto en Correos; o sobre cómo iba de engreído Pitu, el panadero, desde que se había beneficiado a la mujer del farmacéutico.

Por los patios interiores, la lluvia de chismorreos se mezclaba en armonía con el suave gotear de las coladas, tendidas en hileras de cuerdas cuando los balcones eran insuficientes o cuando no había. De aquellos agujeros salían también voces de alarma cuando la policía política iba a la caza de los sindicalistas, y en más de una ocasión los panfletos revolucionarios y algunos hatillos pesados y sospechosos que comprometían más de la cuenta volaban de un lado a otro. Si la situación se agravaba los perseguidos escapaban a la casa de algún vecino convirtiéndose en acróbatas o funámbulos. Se trataba de un código de lealtad y ay de aquél que, más allá de las ideas de cada cual, no lo respetara, porque la vida en el barrio se le haría muy difícil, por no decir imposible.

El padre de Mireia también se servía de los patios interiores para pasar los paquetes de contrabando a las casas de los vecinos cuando los guardias de aduanas iban calientes. Casualmente, digámoslo así, Jimeno casi siempre estaba avisado de antemano. Normalmente le avisaban del día y a menudo también de la hora, por tanto se cuidaba de repartir el producto por la ventana del váter unas horas antes para no tener que ir con prisas. Los vecinos lo escondían tan bien como podían: en la cocina económica, en la estufa si no estaba encendida o vete a saber en qué otros escondrijos. Lo aceptaban de buen grado porque después de la asistencia venía la recompensa, y Ferran Jimeno era siempre muy generoso con los que le auxiliaban. También lo ayudaban porque sabían que arriesgaban poco y que los guardias registrarían sólo la casa del contrabandista, cumpliendo estrictamente lo que se les había mandado y punto. A pesar de la más que fundada sospecha de que el contrabando había volado por las ventanas, como Ferran untaba a las autoridades durante todo el año para cuando llegaran estos momentos, sus alteraciones de la ley no rechinaban excesivamente y los guardias desistían.

Me parece que ya le he comentado que yo dormía en el comedor de mi casa. No sabría decirle por qué extraño motivo, pero a mí me gustaba. Dormir en medio de todos los muebles, en el centro de mi pequeño mundo, como dominando la situación… Mis padres eran magníficos dormilones y desde que entraban en la habitación hasta la hora de ir al trabajo aquel espacio era sólo mío y de mis fantasías. A medida que fui ganando peso y años, esperaba que se fueran a dormir y me quedaba un buen rato reuniendo y clasificando cromos, o leía alguna cosa que me hubieran aconsejado en la escuela… Bueno, podría hacerle una lista de todo lo que hacía, pero no había nada como meterme en la cama y tocarme.

Me gustaba mucho tocarme. Al principio sólo era el goce del descubrimiento del placer, pero ya sabe que los humanos siempre lo complicamos todo y, poco a poco, al placer corporal de los tocamientos le añadí el complemento de imágenes y situaciones que me excitaban, completando el rigor del movimiento gimnástico con la voluptuosidad de una imaginación que le puedo asegurar que era rica, plena y siempre, ya le adelanto, con situaciones que me sorprendían por inesperadas. Cuando me masturbaba me gustaba gemir y sentía apuro de que se me oyera algún bramido. Lo hacía fácilmente y desde que tengo memoria. Al principio era un suplicio contener los gemidos, pero después de un tiempo de adaptación y aprendizaje podría decirse que la represión también pasó a formar parte de la excitación. No sé cómo explicarle, era como si aumentara el goce con las cosas prohibidas, y a eso se sumaban otras muchas morbosidades que en aquellos tiempos se añadían al acto de masturbarse, como ir al infierno, quedarse ciego, perder el bazo o el tuétano de los huesos, consumido por tanta perversión.

Al principio, aprovechaba para tocarme y poder hacer mis aspavientos cuando en casa no había nadie, pero pronto advertí que cuando el volumen sonoro de algún gemido subía en exceso se hacía un sospechoso silencio en el patio de luces. Puede que sólo fueran imaginaciones mías, aunque por si acaso me reconduje por el camino de la discreción y me concentré en no moverme mucho y en disfrutar internamente, que suena extraño pero le aseguro que no está nada mal. Me lo pasaba pipa y percibía mi cuerpo como una extraordinaria máquina de placer.

A partir de los doce años, mi padre me permitió leer alguno de sus libros, siempre que fuera a escondidas de mi madre. Los que más me gustaban eran los de su poeta preferido. Había uno que me llamaba especialmente la atención porque las tapas eran de pergamino, muy diferentes de las otras, y delante tenía dibujado un dios jovencito con un arco y unas flechas. No recuerdo si fue en aquél o en otro volumen en el que una noche leí estos versos:

Si te miraba el seno

veía dos dianas;

oh, déjame, amiga,

que pruebe mi pulso.

¿Conoce este poema de Papasseit?

Cuando sientas mi boca

retén el aliento

te estremecerás toda

y será cuando yo te tomaré.

Dioses y demonios, no habría imaginado nunca que leyendo un poema tendría una erección tan fuerte y que alcanzaría el placer absoluto por un camino tan inesperado. Llegué a la conclusión de que me fastidiaba la hipocresía de aquella gente que te hacía sentir culpable si te excitabas con una foto erótica o pornográfica y en cambio si lo hacías con un poema era casi un acto cultural, siempre que lo disimularas correctamente. Estoy seguro de que Papasseit se habría puesto contento de saber que me excitaba con sus poemas.

A medida que me hacía mayor y mis flujos pasionales aumentaban tuve que esconder los trapos que utilizaba para secarme. Los dejaba en rincones donde pensaba que mi madre no los encontraría. Pero un día vi una pequeña cesta puesta discretamente bajo la cama. Al día siguiente mi madre me dijo con sencillez y en el tono de siempre:

—Hijo, cuando te toches déjalo aquí, que a mí no me importe pas recogerlo.

Pero a pesar de la naturalidad con que mi madre lo enfocó, le confieso que me quedé un poco avergonzado. Cuando más tarde se lo conté a David, concluyó que una actitud tan permisiva sólo podía venir de una madre francesa, ya que era bien sabido que «en la Francia republicana están más avanzados que nosotros en estas cosas». Yo le pregunté qué hacía él con los restos de la masturbación. Se puso rojo y echó a correr como iniciando una carrera. Él era así, y en estos temas siempre rehuía las preguntas. Yo lo sabía y acepté el reto poniéndome a correr detrás de él. Le gané.

Quizá pensará usted que voy dando tumbos sin pies ni cabeza, pero quisiera decirle que una de las cosas que me daba un aire exótico, si se me permite la expresión, era que, además de ser rubio, hablaba perfectamente el francés, y eso en el barrio en aquella época y entre los de nuestra condición social causaba sensación. Desde que nací mi madre me hablaba muy a menudo en su lengua. Al principio también se entendía en francés con mi padre porque él lo chapurreaba con mucha gracia y, digámoslo así, con creatividad. Cuando Marí llegó a la Barceloneta y vio que fuera de casa el francés no le servía para nada, decidió aprender el catalán. Era muy habladora y le costaba no intervenir en las conversaciones de los vecinos, así que comenzó a practicarlo con unos galicismos que hacían sonreír a todo el mundo. Pero pronto empezó a defenderse bastante bien y en poco tiempo lo hablaba correctamente, no en vano en la casa de sus padres siempre había hablado el occitano, hasta que en la escuela republicana francesa la avergonzaron por hacerlo. Permítame que le explique porque a menudo la gente joven ignora estas cosas. En la fachada de la puerta de la escuela de la Francia republicana, liberal y laica, por la que entraba dos veces al día, se leía labrado en la piedra: «Sed limpios, hablad francés». Era una forma de acomplejarla tercamente por su identidad occitana. Qué cosas, ¿verdad? En Francia eran más sibilinos. En España lo arreglábamos todo a zurriagazos, cuatro hostias bien dadas y se acabó. Por cierto, en la Catalunya francesa, si no las han quitado, también hay muchas escuelas con esta leyenda u otras parecidas, recuerdo una especialmente punzante que decía: «No escupáis al suelo y no habléis catalán». Pero dejémoslo.

Seguramente la sonoridad y las raíces del occitano le aportaron un entramado de referencias que le facilitaron el cambio, aunque en los primeros meses lo mezclaba todo. Además se ayudaba leyendo los libros de mi padre, porque decía que el catalán, sin la mala pronunciación que le dábamos nosotros, se parecía al francés.

Bien, llegados a este punto, y para acabar de pintarle el paisaje que me rodeaba, tendría que hablar de un local que para nosotros fue importante por muchas razones. Era el café La Dorita. Se llamaba así porque la dueña era la señora Dora, diminutivo de Salvadora, que por cierto no le pegaba ni con cola, ni por la fonética ni por la semántica. Exhibía un físico imponente, a pesar de un exceso de kilos no muy bien repartidos que no eclipsaban los rasgos de una belleza turbadora. También hay que decir que tenía una fuerte personalidad, que irradiaba sobre el café y sobre cualquiera que entrara en él, y que le permitía desenvolverse con una autoridad que nunca vi que fuera discutida por nadie, y a fe que entraba gente de toda clase.

El local estaba situado en la esquina de la calle del Mar con la calle Ponent. Era un café normal, decorado con sencillez y parecido a otros cafés del puerto. Solían concurrir vecinos sin trabajo, marineros de paso, pescadores con horarios extraños, mujeres que se escapaban de casa para tomar un café de granzas y desfogarse de los gritos de la chiquillería, de los maltratos del marido o sencillamente por el placer de la algarabía. Quizá, para que lo entienda mejor, podría describirlo como el típico local que, además de hacer de bar, servía de centro social en aquella parte del barrio. La gente se reunía, compartía, discutía y a veces decidía sobre los asuntos que provocaban polémica entre los vecinos.

Casi todo normal si no fuera porque en La Dorita trabajaban también dos chicas jóvenes a las que nosotros, y todo el mundo, llamábamos las doritas, y que hacían, dicho sea con todo el respeto, de prostitutas en horas perdidas. Ejercían su delicada labor en dos minúsculas habitaciones dispuestas una frente a la otra en el rellano del final de la escalera, donde podían moverse con cierta discreción aceptada por todos. Dora las trataba con un dejo maternal y, aparte de un pequeño alquiler por las camas que malgastaban, no intervenía ni en sus vidas privadas ni en sus ganancias. Algunas lenguas viperinas no se abstenían de decir que tanta condescendencia se debía a que ella conocía bien la dureza del oficio. Pero oiga, normalmente sus servicios sólo eran requeridos por clientes conocidos o desorientados. Los que querían guerra de verdad para sus bajos pasaban de largo y se iban al Barrio Chino, que era uno de los mejor surtidos del Mediterráneo e infinitamente más especializado en satisfacer las perversiones sexuales más extravagantes. Nuestras doritas eran otra cosa. Ejercían de putas, pero como de andar por casa, como en familia. Si no tenían clientes, y eso pasaba bastante a menudo, además de ir arregladitas como para levantar quemazones allí donde hubiera brasas, lavaban vasos, limpiaban el polvo o barrían el local, charlaban con los vecinos y las vecinas que se encontraban solos y, si hacía falta, sustituían a Dora cuando tenía que hacer algún encargo, ir a comprar o a alguna cita misteriosa.

En todo caso, es cierto que de los pechos y de otras plenitudes corporales de las doritas David y yo hicimos los iconos de nuestros furores de bragueta. Y ocurría en medio de una situación incómoda: Dora y nuestras madres eran buenas amigas. Puedo decirle, además, que la mía correspondía a su amistad con una especial ternura, quizá porque Marí sentía nostalgia del café de sus padres, Le Paradís, al que vivían atados para sobrevivir, o porque Dora, una chica francesa llegada en un barco desarbolado persiguiendo a su príncipe rubio, debía de recordarle alguna historia oculta de su propia vida. Vaya usted a saber… Pero fuera por lo que fuese, a ambas mujeres las ligaban muchas complicidades desde que se conocieron, y no le ocultaré que su amistosa relación me procuró alguna situación comprometida cuando los instintos empezaron a estallarme bajo los pantalones.

A Dora le divertía vernos mirar a sus doritas con los ojos abiertos de par en par, y como el desasosiego se nos notaba a la legua nos prometió que cuando tuviéramos catorce años, si las chicas estaban de acuerdo, y eso tendríamos que trabajárnoslo nosotros, nos haría el regalo de estar con ellas… ¡Gratis! Es cierto que nos lo decía a los dos, pero sólo me miraba a mí, seguramente porque me veía mucho más hambriento que a mi amigo. Tal como me lo decía y me miraba, sospeché que detrás de su promesa estaba el acuerdo tácito o explícito de mi madre.

Cuando salíamos del local, aunque con David estas conversaciones eran siempre medidas y tranquilas, no podíamos dejar de hacer comentarios sobre los pechos de las doritas, sus cabellos teñidos según la moda del cine, los labios pintados de un rojo llamativo, pero tan sensual… Y aquellos culos que bajaban ampulosos y bamboleantes desde una cintura maravillosamente estrecha a base de cinturón y de hambre. Alguna vez, con la excitación de estas visiones y charlas, le había propuesto que fuéramos juntos a hacernos una paja entre las barcas. Me habría gustado compartir esa intimidad con él, pero nunca lo conseguí. Tampoco me decía que no, pero sabía encontrar la forma de embaucarme y llevarme a otro terreno. Y dicho sea de paso, yo se lo facilitaba.