Quinta grabación

QUINTA GRABACIÓN

Crecíamos casi sin darnos cuenta, yo diría que a gran velocidad, entre sucesos que por su dramatismo y por lo que pasaría después son ahora hechos históricos. Y si fuese un narrador un poco más imaginativo y menos cuidadoso con la manipulación de los datos, no inventaría casi nada contando que la primera menstruación de Joana le llegó el día de la proclamación de la República, o que mi primera eyaculación nocturna fue justo cuando descabalgaron a Primo de Rivera, o que Mireia se dejó casi penetrar por David con el estreno del Bienio Negro, o que Joana me tocó «aquello» mientras inauguraban la Exposición Universal de Barcelona. Es fácil: cada punto de inflexión de nuestras endebles existencias coincidía con alguna celebración o evento más o menos estruendoso. Pero nosotros, qué quiere que le diga, vivíamos alejados de las páginas de la Historia, incluso de la letra pequeña. Éramos sólo el polvo que algún erudito sacudirá algún día soplando sobre el papel para poder leer con más claridad lo que está escrito.

En el año 34, cuando aún no habían pasado ocho años desde mi ingreso en la escuela, ante las penurias que veía en casa tomé una decisión importante: interrumpir el bachillerato elemental y ponerme a trabajar para ganar alguna peseta. O sea, decir adiós a la Escuela del Mar. Yo tenía catorce años y salud, y eso ya era una suerte. Tuve que meditarlo mucho. Y solo, porque sabía que todos los que me querían, y más que nadie David, no me apoyarían. No obstante lo hice, y convencido. Pero cuando dejé aquella escuela algún rincón de mi ser quedó vacío para siempre, y le puedo asegurar que, aun siendo tan joven, intuí que aquel vacío nunca volvería a llenarse con algo parecido.

Mi padre se obcecaba en que continuase los estudios y que hiciera los superiores, como si no fuese el hijo de un obrero, de un descargador del muelle y pudiera llegar a la universidad. Yo me consideraba bastante buen estudiante y me habría hecho ilusión continuar, pero nunca confié en que mis capacidades fueran suficientes para conseguir una beca y, sobre todo, me molestaba ser una carga para la familia. Los sueños de mi padre, que a fuerza de obstinación llegaban a veces a hacerse sorprendente realidad, aquella vez no se cumplirían, porque el mapa de carreteras que yo me había trazado iba por otro camino.

Mientras tanto, y no en demasiado tiempo, los maestros de la escuela hallaron la forma de que David pudiera solicitar una beca del Ayuntamiento para seguir estudiando. Estoy convencido de que habrían sacado el dinero de su bolsillo o vendido la Nausica para que pudiera continuar los estudios. Por otro lado, Joana soñaba con seguir el camino «idílico» de su madre: ser modista. La escuela le aburría. Remei le había enseñado a ser habilidosa con los dedos y anhelaba entrar de aprendiza en su taller. Sabía que al principio no la harían fija, pero que respondiendo «sí, señora», «mande, señora» tantas veces como hiciera falta, y demostrando que no ahorraría horas hasta que el trabajo estuviese terminado, acabarían haciéndola de la plantilla. No podía pedirse más para la hija de un murciano descargador de muelle como Silvestre. David se estrujaba la cabeza en vano para que Joana se interesara por otra ocupación, pero ella estaba obsesionada con que nada sería tan tranquilo ni provechoso como el honorable oficio de costurera. En otro orden de cosas, y a medida que crecía, su belleza armónica y frágil se manifestaba claramente, y yo me consideraba un privilegiado por ser su compañero. Su aspecto reservado y sensible me convertía en un macho en celo obsesionado por marcar el territorio, no fuera que se acercara algún otro chico a discutirme la propiedad. Aún hoy me sorprende cómo detrás de aquella aparente timidez se escondía una chica decidida a no decir nunca «no» a mis apasionados requerimientos.

Pero de nosotros tres, y con la edad que teníamos, Mireia era de largo la que llevaba una vida más excitante. Si la comparábamos con la nuestra, la suya estaba llena de aventuras arriesgadas y cinematográficas, yendo de aquí para allá con los faldones cargados con pequeños paquetes de contrabando, normalmente cafés selectos, alimentos que escaseaban, tabaco y otros artículos que no fueran demasiado voluminosos, subiendo grácil a los tranvías, paseando al lado de los guardias del puerto o adentrándose en los ignotos barrios altos de la ciudad sin una pizca de temor. Como ya sabe, a su madre le venía de familia saber acicalarla como a una señorita de casa bien, para que pudiera dejarse caer por los barrios de la gente rica sin levantar sospechas. Nosotros la veíamos partir, arregladita con auténtico primor.

Y ella convertía su provechosa actividad en un juego de emociones, estrategias, simulacros y huidas arriesgadas. Pero es que, además, todo aquello le daba licencia para invadir la ciudad de los otros: los poderosos. Gozaba del raro privilegio de conocer, e incluso tratar, a la flor y nata de los más ricos de la capital. De alguna manera, además de ser risueña y bonita, cuando hacía falta también podía ser educada como una «Rovira». No es preciso que le enfatice que siendo portadora de los objetos de deseo de los señoritos, las puertas de las grandes casas se le abrían de par en par y no era extraño que la invitaran a comer un dulce o a un refresco de granadina, incluso podía perder el tiempo jugando con niños de su edad. Nosotros nos quedábamos boquiabiertos cuando, al anochecer, en la playa, nos lo contaba con pelos y señales, con un deje de indiferencia para impresionarnos todavía más, pero dejándonos bien claro que por nada del mundo cambiaría nuestro barrio o a nosotros por aquella gente envuelta en celofán.

Normalmente, la hora del encuentro diario de la pandilla era casi siempre al caer la tarde y, si el tiempo lo permitía, en la playa, alrededor de la Sarita. El pequeño grupo de barcas, entre las que estaba la de Màrius, era nuestro paraíso particular. Allí teníamos rincones diferentes dependiendo de donde soplara el viento o de la intimidad deseada. Cuando llovía nos montábamos un refugio bajo la barca, utilizando los palos de varar menos grasientos y las lonas medio harapientas que había entre los aparejos para ensamblar una especie de tendal. ¡Un sueño! Adolescentes, entre los colores brillantes de los laúdes acabados de pintar, nuestros juegos componían una parte más de la naturaleza de las cosas, en medio de todos aquellos azules y amarillos, del fuerte olor a brea y a pescado, y con el rumor de las olas de fondo. Lo recuerdo como un privilegio.

Todos nos lo contábamos todo, pero los relatos de Mireia eran, sin duda, los que más expectación levantaban. Yo estaba un poco celoso porque, aun sabiéndome el más fuerte del grupo, era consciente de que por más que exagerara mis rifirrafes con algún joven competidor por algún territorio en peligro no le llegaría ni a la suela del zapato. Ninguna de mis historias podía compararse al conglomerado de riesgos y peripecias que ella vivía continuamente como si nada. Pero también tengo que decir que, lista como una raposa, hacía que me sintiera orgulloso porque daba siempre por supuesto que yo era el líder indiscutible del grupo.

Bajo aquellas barcas, debíamos de tener doce años, Mireia nos anunció que le había venido la regla y nos enseñó, como lo más natural del mundo, los trapitos que su madre le había metido en las bragas para que no sangrara piernas abajo. Normalmente, cuando David y yo escuchábamos los arrebatos de franqueza de Mireia, intentábamos reaccionar como hombres curtidos ante cualquier noticia anatómica femenina, pero aquel día nos quedamos desbordados y con las mejillas de un rojo febril, a pesar de los esfuerzos que hacíamos para que no se nos notara lo alterados que estábamos. Las cosas no acabaron aquí. Joana, con su apariencia de pastorcilla de Fátima, y animada por la sinceridad de Mireia, nos confesó que a ella ya hacía cinco meses que le había venido, pero que no había hecho una fiesta para hacerlo público porque le avergonzaba contarlo delante de nosotros, los chicos.

David y, sobre todo, yo contraatacamos queriendo demostrar que la aparición de nuestras humedades eróticas mientras dormíamos eran un fenómeno igualmente inescrutable y misterioso. Sin embargo, ante la exhibición de sorpresas que nuestras chicas nos brindaban, acabábamos reconociendo fascinados que el cuerpo de las mujeres era mucho más complicado, perverso y completo que el pequeño sistema de regadío que representaban nuestros ridículos apéndices de machos, que apenas servían para proyectos tan primarios como que si yo la tengo más grande que tú, que si yo puedo mear más lejos, que si puedo hacerme cinco pajas seguidas, o que si el frenillo me entorpece los furores…

En la impenetrable naturaleza femenina que Mireia y Joana nos descubrían con aires de «ay, señor, adónde van estos desgraciados», intervenían misterios tan atávicos que, según nos explicaban, hasta dependían de la posición y las fases de la luna, que provocaba impenetrables renovaciones de flujos de sangre y otros humores interiores que nosotros desconocíamos. Con franqueza, el descubrimiento de todo aquello nos provocaba un sentimiento de inferioridad que ahora no recuerdo bien cómo resolvíamos, seguramente provocando alguna pelea en la calle donde nosotros dos pudiéramos demostrar nuestra imprescindible utilidad para el grupo. En cualquier caso, es verdad que alrededor de los doce años o poco más los descubrimientos en todo lo referente al sexo avivaban el desasosiego, y bajo las barcas nos iniciamos en una sexualidad ciertamente inocente pero que a nosotros nos satisfacía.

En este terreno, Joana y yo lo probábamos todo. Ella estaba siempre a la expectativa de a ver qué pasará hoy, aunque sin demostrar nerviosismo ante ninguna propuesta. Eso sí, con una condición que repetía tantas veces como hiciera falta: que mi jugo no le entrara dentro. Seguro que Mireia también debía de probarlo todo con David. No sé muy bien qué hacían, sin embargo tenía muy claro que la iniciativa partía de ella y que David, como Joana, medía y racionalizaba la intensidad de su placer o disgusto, analizaba el porqué de las cosas y el alcance exacto de los riesgos. Alguna vez nos tocábamos estando los cuatro juntos, pero con la pareja reglamentaria. Y nos acostumbramos a hablar de sexo sin tapujos y a no esquivar el tema. Hay que decir, y no me pregunte cómo llegamos a ello, que el respeto al otro y a su libre voluntad era una norma naturalmente establecida.

A mí, todos estos aprendizajes sexuales tan desinhibidos me permitieron pisar con bastante seguridad un terreno que más adelante se me complicaría. Al principio no hice mucho caso; me decía a mí mismo que era un problema de exceso de calentura primaveral, aunque poco a poco me fue sorprendiendo la fuerza que aquello alcanzaba dentro de mí. No sé si por inconsciencia o porque eran tiempos con otras prioridades, no hice ningún drama de ello; pero por si acaso no se lo dije a nadie.