Capítulo 25
Jonathan estaba de pie al lado de la ventana abierta de la estancia que ocupaba Teresa. Amanecía por fin. La luz del sol se desplegaba como una tenue capa de pintura sobre la aldea. El cielo blanco tenía un aspecto plomizo, estaba nevando y los copos de nieve recién caídos habían cubierto la calle, marcada por huellas gruesas y profundas. Los muertos habían seguido vagabundeando por las calles hasta tal vez una hora antes del amanecer. Jonathan había oído sus riñas en la oscuridad. ¿Qué motivo tendrían para pelearse? ¿Por qué permanecían allí, en un pueblo preparado para combatirlos?
Había cientos de ellos, un verdadero ejército de la muerte. Podrían haberse desplegado por la comarca y haber arrasado todo lo que hallaran a su paso. El pueblo entero se escondía en los pisos superiores; el ganado se guardaba en la planta baja, en un principio para protegerlo de los lobos. Pero ahora ni siquiera ellos se acercaban a Cortton. También temían a los muertos.
¿Quién había provocado aquello? ¿Por qué? Independientemente de cuan malvado fuera el autor, siempre había un plan detrás de semejantes acciones; alguna clase de lógica, por muy retorcida que ésta fuera. Jonathan no podía imaginar los beneficios que los zombis podían reportar a nadie.
El pueblo había sido un importante centro de comercio, pero ahora ningún granjero se atrevería siquiera a acercarse. Los comerciantes ambulantes ya no pasaban por la calle mayor. El maestro cantor había garantizado la seguridad durante el día, pero no había servido de mucho. Y, después de lo que había presenciado aquella noche, Jonathan no podía reprochar a nadie el hecho de que evitara pasar por la aldea.
Con el amanecer se levantó una brisa, un dedo glacial que recorrió la columna vertebral de Jonathan como si hubiera estado desnudo delante de la ventana. Empezó a tiritar, y tuvo la impresión de que no podría parar.
—Jonathan.
Era la voz de Teresa, ronca, débil, pero la suya al fin y al cabo. Él se volvió con una sonrisa. Su esposa le tendió una mano temblorosa, pero la sonrisa que le curvaba los labios era firme.
Se arrodilló al lado del lecho, tomando una de sus manos entre las suyas. Apretó los dedos contra sus labios.
—¿Cómo te encuentras esta mañana, amor mío?
Su sonrisa se hizo aún más amplia.
—Mejor que ayer por la noche.
Jonathan habló con los labios sobre el dorso de su mano.
—¿Puedo traerte algo? ¿Tienes hambre?
—¿Han vuelto Blaine y Elaine?
Aquélla era la única pregunta que no quería responder. Pero no podía mentirle mirándola a la cara. Nunca podría mentir a aquellos ojos oscuros.
—No, no han vuelto.
Teresa intentó incorporarse pero volvió a desplomarse sobre la almohada.
—Tenemos que salir a buscarlos. Debemos… ayudarlos.
—Teresa, tal vez encontraron refugio anoche; de lo contrario, ya no necesitan nuestra ayuda.
—No, Jonathan. No puedo creer que hayan muerto.
—Teresa, por favor…
De nuevo intentó sentarse, pero volvió a caer, esta vez jadeando por el esfuerzo. Su piel palideció y empezó a cubrirse de gotas de sudor.
—Teresa, no estás en condiciones de ir a ningún lugar.
Ella apartó la mirada y liberó su mano.
—No, Jonathan, no me doy por vencida.
—Hay cientos de zombis vagando por las calles en la noche. Cientos. Los vi desde la ventana. No existe la menor posibilidad de sobrevivir si uno se encuentra afuera tras el ocaso en Cortton.
Teresa giró la cabeza de nuevo, con lágrimas centelleantes en los ojos.
—Entonces, busca sus cuerpos.
Jonathan bajó la vista hacia el suelo, evitando encontrarse con su mirada. Era un cobarde. No se atrevía a decirle que no habría cuerpos que recuperar.
—¿Qué sucede? ¿Qué me estás ocultando?
Jonathan alzó el rostro. Algo parecido a una sonrisa le curvaba los labios, pero no había el menor rastro de alegría en ella.
—Nunca podría mentirte, ¿no es cierto?
—No, y no lo intentes ahora por primera vez. ¿Qué pasa?
—El consejo del pueblo solicitó una audiencia conmigo anoche. Afirmaban que todos aquellos que morían en Cortton resucitaban para vagar por las noches.
—Los que mueren debido a la enfermedad —dijo Teresa.
—No, amor mío, todos los que perecen en este pueblo resucitan como zombis.
Vio cómo el horror se pintaba en su cara, al darse cuenta de lo que eso significaba para sus «hijos».
—No, Jonathan, eso no. Podría llegar a aceptar que han muerto, pero eso no. Por favor, Jonathan, no.
Jonathan tomó la mano sana de Teresa entre las suyas, y la consoló con la cabeza entre sus brazos. La abrazó mientras ella lloraba, pero él no lo consiguió. Había insistido en que Elaine los acompañara. Si se hubiera quedado en casa, estaría sana y salva, y Blaine no habría tenido que salir en su busca. Era culpa suya, consecuencia de sus actos. Jonathan no se permitiría derramar una lágrima. No lo merecía.
Un grito rasgó la mañana; un lamento sin palabras que contenía el dolor del mundo entero. Aquel gemido dejó paralizado a Jonathan, con el corazón latiéndole desbocado en el pecho. Se oyeron los pasos de alguien subiendo por la escalera. Aquel ruido lo devolvió a la realidad. Se puso en pie, liberándose cuidadosamente del abrazo de Teresa.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella.
Jonathan hizo un gesto con la cabeza como respuesta, para indicar que no lo sabía, aunque en su interior mucho se temía la causa. Abrió la puerta y se encontró con una multitud congregada ante la puerta de enfrente.
Jonathan se abrió paso a través de la gente, hasta llegar a la puerta. Fredric había caído de hinojos, con la cabeza inclinada. Randwulf se encontraba al lado del lecho, con su joven rostro transfigurado por la pena. Sentado en la estrecha cama, Silvanus abrazaba el cuerpo inerte de Averil. La acunaba como si se tratara de una niña, pero los brazos de la joven se balanceaban a cada movimiento como los de una muñeca rota.
Silvanus murmuraba algo, una y otra vez, en un tono demasiado bajo para los oídos de Jonathan. De pie al lado de la ventana, Konrad tenía la mirada perdida en el resplandor matinal y las manos entrelazadas con tanta fuerza a la espalda que las venas de los antebrazos se veían perfectamente.
El doctor de cabellos canos estaba de pie en medio de la estancia. Para tratarse de un hombre que había visto a una considerable cantidad de muertos, parecía no saber cómo reaccionar.
Jonathan respiró hondo y entró en la habitación. Se dirigió hacia Konrad.
—¿Qué ha sucedido?
Konrad le lanzó una mirada con el rabillo del ojo.
—Perdió demasiada sangre. La herida se inflamó. La fiebre la quemó viva. Ninguna de mis pociones ni de mis hierbas pudieron ayudarla.
—¿Y qué hay de las pócimas que ella traía consigo?
—Utilizó la última para intentar curar a su padre.
Jonathan desvió la mirada hacia el lecho. Todos parecían atónitos, impotentes o incapaces de actuar. Dio un paso adelante, dejando a un lado al aturdido doctor. Entonces oyó lo que Silvanus farfullaba.
—No he podido salvarla. No he podido salvarla. No he podido salvarla. No he podido salvarla.
Era una lastimera letanía. Su voz parecía salir ahogada por la pena y la culpa. Sí, Jonathan podía reconocer el sabor amargo de la culpa. Podía notarlo con tanta intensidad en su boca que no le costaba reconocerlo en los demás.
Posó una mano en el hombro del elfo, pero éste ni siquiera se dio cuenta. Acunaba a su hija muerta en los brazos como si su cuerpo sin vida fuera el centro del mundo. Y, en efecto, en esos momentos tal vez lo fuera.
Jonathan apretó con fuerza el hombro del elfo.
—Silvanus…
El elfo tosió entre sollozos y alzó la vista hacia él. Sus ojos dorados estaban anegados en lágrimas, que al deslizarse por sus mejillas parecían de mercurio, tal era su color plateado, al igual que sus cabellos parecían de oro. Los elfos lloraban con lágrimas de plata. Su mera visión sobresaltó a Jonathan y lo hizo estremecerse. La imagen era sorprendente, la pena insoportable.
—Silvanus… —Pero no pudo terminar la frase. ¿Qué podía decirle? No bastaba con decirle que lo sentía. Decirle que compartía su pena era una mentira. No había llegado a conocer a Averil, no en profundidad. Hubiera cambiado su vida por la de Elaine sin dudar—. No tengo palabras, pero lamento profundamente tu pérdida.
—Intenté resucitarla. Durante todos estos años no tuve problemas con esta práctica. Pero esta vez, la única en que hubiera dado mi alma por contar con ese poder, no he sido capaz. ¿Por qué?
Algunas preguntas no tienen respuesta, o por lo menos ninguna que sea aceptable para los oídos humanos.
—No lo sé, Silvanus, no lo sé.
El elfo apretó el cuerpo de su hija contra su pecho, sujetándola con el brazo sano. El muñón había crecido y la ayudaba a sostenerla. La visión del brazo que seguía creciendo hizo que a Jonathan se le encogiera el estómago. Respiró hondo por la nariz y tragó saliva para contener las náuseas. No permitiría que sus propios miedos empeoraran aquella escena ya de por sí atroz.
—Debemos ocuparnos de la fallecida antes de que caiga la noche —dijo el doctor. Su voz había recuperado su tono habitual.
Jonathan se preguntó por qué se sentía tan alarmado. Él también había presenciado muchas escenas de dolor con anterioridad.
Silvanus negó con la cabeza, meciendo a su hija aún más rápido. La mano de Averil golpeaba la cama con el ruido sordo de la carne al golpear la madera: cloc, cloc, cloc. Aquel martilleo era el peor de los sonidos.
Randwulf se precipitó hacia adelante y abrazó al elfo y a su hija muerta simultáneamente. Los apretó contra su cuerpo, y el espantoso repiqueteo cesó.
La cabeza de Randwulf descansaba ahora sobre el hombro de Silvanus. En la parte superior de la columna había aparecido un bulto de gran tamaño. Jonathan no recordaba haberlo visto antes, cuando había presenciado cómo Elaine le curaba la herida.
Negó con la cabeza como desechando una idea. No, ése no era el momento.
—Hemos mandado a buscar al enterrador —dijo el doctor.
Silvanus alzó la cabeza con brusquedad, mientras sus ojos centelleaban de ira a través de las lágrimas.
—No, todavía no.
—Debe estar fuera de la casa para el anochecer —dijo el doctor.
—¿Por qué? —preguntó Silvanus.
Jonathan hizo un gesto para llamar la atención del doctor. Cuando éste lo miró, le advirtió por señas que no hablara. Pero el doctor arrugó la frente, como sin comprender.
Jonathan se acercó a él y, pasándole un brazo por los hombros, lo condujo hacia la puerta.
—Creo que deberíamos dejar a Silvanus unos cuantos minutos a solas con su pena.
—Pero no podemos dejar dentro el cadáver…
—Ya lo sé —murmuró Jonathan—, pero hace tan sólo una hora que amaneció. Tenemos tiempo.
El doctor sacudió la cabeza, boquiabierto, con una expresión que Jonathan podía reconocer ahora como miedo.
—El enterrador está de camino. Debemos…
Jonathan prácticamente empujó al doctor hacia el exterior de la estancia, apartando a la multitud. Una vez en el pasillo le habló en voz baja, pero con un tono apremiante.
—No saben que todo el que fallece en esta aldea maldita resucita para vagar por las noches. Y nadie debe decírselo, ni siquiera el doctor.
Éste hizo un gesto de sorpresa.
—Pero es mi deber proteger a la población.
—Y hace usted un excelente trabajo al respecto. Ahora márchese.
El doctor farfulló una protesta.
—Yo soy el doctor aquí. Su deber es encontrar el origen de esta atrocidad, pero el mío es proteger a los vivos.
Thordin se había acercado hasta ellos. De pie al lado de Jonathan, se limitó a mirar fijamente al médico. En realidad no había nada aterrador en su mirada; se trataba simplemente de Thordin, pero el doctor palideció.
—Creo que será mejor que se vaya —dijo Thordin en un suave murmullo.
El doctor lo miró con ojos como platos y, sin decir una palabra más, bajó corriendo la escalera.
—Supongo que impones bastante más de lo que a mí me parece —dijo Jonathan.
—Es el doctor, que se asusta con facilidad.
—Eso es cierto —comentó Jonathan—. Me interesaría saber cuál es la razón.
Intercambiaron una mirada durante unos instantes. Eso bastó, no fueron necesarias palabras. Thordin fue en pos del doctor, con la intención de seguirlo o de interrogarlo. A Jonathan eso le era indiferente. ¿Quién podría corromper mejor a los muertos y a los enfermos que un médico? En el pueblo sólo había uno. ¿Quién se atrevería a poner en tela de juicio su actuación?
Oyó a Teresa llamándolo con voz débil desde la otra habitación. Abrió la puerta con una sonrisa fingida. La muerte de Averil era un nuevo recordatorio de su propia pérdida.
—La muchacha ha muerto, ¿no es así? —preguntó Teresa.
Jonathan asintió, dejando la puerta entreabierta tras él.
—Puede que me necesiten en la habitación de enfrente. Silvanus no sabe… —Dejó la frase sin acabar.
—Que todos los muertos resucitan como zombis —terminó Teresa por él.
Jonathan se sentó al borde de la cama, y tomó la mano que ella le ofrecía.
—Debemos intentar encontrar sus cuerpos, Jonathan. Podemos quemarlos para destruirlos y de ese modo evitar que se conviertan en zombis.
Jonathan no podía mirarla a los ojos.
—Esposo, mírame —dijo.
Él levantó la cabeza y se enfrentó a su mirada oscura.
—Siempre fuiste más valiente que yo.
—Soy más práctica. No tiene nada que ver con el valor. La idea de ver cómo… arden… Un zombi reciente parece tener vida. Sería como quemarlos vivos.
—No estarán vivos, Teresa.
—Debemos hacerlo por sus almas, pero…
—Estás demasiado débil para salir de la cama. Yo lo arreglaré todo.
Ella todavía le apretó la mano una vez más.
—Averil debe recibir el mismo trato.
—No puedo de entender por qué los aldeanos no han hecho lo mismo con los suyos.
—No deben de saber que el fuego destruye el cuerpo por completo —repuso ella.
—Pero el enterrador debería saberlo. Cualquiera que se ocupe de los muertos en Kartakass debe ser consciente de la forma de evitar que resuciten como zombis.
—Tal vez son personas fallecidas hace tiempo las que inundan las calles.
Jonathan negó con la cabeza.
—Hoy lo sabremos. Antes del anochecer tendré las respuestas.
—¿Tan pronto?
—Anoche sufrimos grandes pérdidas. No consentiré ni una más. Descubriremos quién se encuentra tras todo esto.
—Se te ha ocurrido algo; puedo verlo en tu cara.
—Sí, tengo algunas sospechas.
—¿Quién?
—Más tarde. Déjame ver cómo evoluciona Silvanus. Prometo volver y contarte todas mis hipótesis. Sabes que las mejores ideas se me ocurren mientras te las explico.
Ella le ofreció una breve sonrisa.
—Lo sé.
Él la besó en la mejilla y abandonó la estancia, cerrando la puerta tras él.
Konrad había echado a los mirones y ahora hacía guardia en la puerta, con las manos cruzadas sobre el pecho y una expresión severa. De pronto, su cara se vio transformada por el asombro, que dio paso a una total perplejidad. Su mirada se dirigía hacia algo que se encontraba más allá de Jonathan, algo que estaba subiendo la escalera.
Jonathan se volvió. Era Elaine. Abrió la boca, atónito. Tenía el mismo aspecto de siempre. Sus ropas estaban manchadas de suciedad y sangre, pero era ella.
Ascendía los últimos peldaños cuando Konrad echó a correr hacia ella. La alzó en el aire y empezó a dar vueltas con ella en el estrecho rellano. Cuando la depositó en el suelo ambos estaban riendo. Konrad reía. Era la primera vez que Jonathan lo veía alegre desde que había muerto su esposa.
Una vez en el suelo, Konrad volvió a abrazarla.
—Elaine, Elaine, Elaine. —Parecía no querer despegarse de ella.
Jonathan se quedó inmóvil, con las lágrimas resbalándole por las mejillas, mojándole la barba. Los ojos azules de Elaine lo miraron. El abrió los brazos, y ella se echó en ellos. Jonathan la apretó contra su pecho, enterrando el rostro en sus cabellos. Elaine lo abrazaba con tanta fuerza que parecía no querer dejarlo ir nunca.
—Siento mucho lo que dije, Elaine.
—No importa —dijo ella, apartándose de él sólo lo suficiente para mirarlo.
Había algo en sus ojos, la certeza de un conocimiento, que alarmó a Jonathan. De pronto sintió que el frío se apoderaba de su cuerpo, como si hubiera caído en un lago de agua helada.
—¿Dónde está Blaine? —dijo en un susurro, con voz entrecortada.
Sabía la respuesta. La había visto en los ojos de Elaine.
—Se ha ido —respondió ella.
Unas cuantas palabras, que ni siquiera eran exactas. No debía decir «muerto» en voz alta. En lugar de eso, bastaba con «se ha ido».
—¿Estás segura? —Konrad estaba a su lado, con una mano posada en la espalda de Elaine—. ¿Estás segura?
Ella asintió con la cabeza y enterró el rostro en el pecho de Jonathan. No lloró; estaba tan seca por dentro como una concha marina abandonada en un estante muy alto para acumular polvo y soñar con paraísos perdidos.
Jonathan los había creído muertos, por lo menos eso había dicho. Pero ahora se daba cuenta de que era mentira. Nunca lo había creído de veras. No obstante, ahora resultaba ser cierto para uno de ellos, y de pronto se sentía incapaz de pensar. De repente, lo asaltó una pregunta.
—¿Cómo?
Por algún motivo parecía importante.
Elaine respiró hondo, temblando, y retrocedió unos cuantos pasos, hasta el centro del pasillo. Tenía las manos fuertemente apretadas contra el cuerpo, como si tuviera miedo de tocar algo.
—Estaba intentando salvarme. Murió para salvarme.
Alzó el rostro para mirarlos. El odio que Jonathan vio en sus ojos le atravesó el alma. El odio hacia uno mismo era la herida más difícil de curar.
—Estábamos intentando escalar a un tejado para escapar de los muertos. Blaine cayó. —Alargó los brazos hacia el vacío—. Intenté ayudarlo, le tendí la mano, pero él no quiso aceptarla. ¿Por qué no lo hizo?
Konrad avanzó hacia ella, suavemente, tal como lo haría para aproximarse a un animal herido.
—Si hubiera aceptado tu mano, ¿habríais caído los dos?
Elaine lo miró, con una gran aflicción en los ojos. Asintió con un gesto y luego escondió el rostro entre las manos.
—Sí, sí, sí —fue la respuesta que salió amortiguada.
Konrad le posó una mano en el hombro. Ella se estremeció, pero no retrocedió. Acto seguido él la rodeó con sus brazos, y ella se lo permitió.
—Teresa necesita verte, Elaine —dijo Jonathan. Su voz todavía sonaba distante, como si fuera otra persona quien hablara.
Elaine lo miró, con una expresión de dolor tan evidente que casi podía sentirse como una fuerza física.
—¿Tengo que repetirlo una y otra vez?
—Deja que vea que estás bien; seré yo mismo quien se lo cuente más tarde.
Elaine tomó aire, apoyándose en el cuerpo de Konrad, como si su contacto le diera fuerzas. Incluso en medio de su aturdimiento, Jonathan miró a ambos y vio algo nuevo: una pareja. Negó con la cabeza para descartar el pensamiento. Ya habría tiempo para eso.
Abrió la puerta de la habitación, obligándose a sonreír.
—Teresa, Elaine está bien.
Konrad acompañó a Elaine hasta la puerta, todavía con su brazo protector alrededor de los hombros de ella. Teresa pronunció su nombre en un grito de felicidad pura, mientras le tendía la mano.
Jonathan se quedó atrás, para permitir que su esposa disfrutara del reencuentro, de ese momento de dicha y alivio, antes de que se le ocurriera que todavía faltaba alguien. Observó sus lágrimas de felicidad y esperó.