Capítulo 1
El cráneo estaba sobre la mesa, reluciente bajo la débil luz del sol. Era una pieza de hueso ya vieja, limpia y seca, de aspecto humano hasta que uno la cogía entre las manos y la examinaba. Las cuencas de los ojos eran enormes, casi tan grandes como las de un ave rapaz; los fuertes dientes, amarillentos y afilados. En la parte frontal éstos adoptaban la forma de colmillos, concebidos para perforar la carne y derramar sangre.
Calum Songmaster recordaba el aspecto que aquel ser había tenido en vida. Algo parecido a una mezcla entre halcón y lobo… y lo que había quedado de humano de la criatura de antaño. El hombre había sido Gordin Smey, un amigo, un camarada en la lucha contra el mal. Con lo que conservaba de su propia mente, de su dignidad, había suplicado a Calum que acabara con su vida. Y Calum lo había hecho. Gordin había sido un buen hombre, casado y con hijos. Había eliminado a gran cantidad de monstruos, pero al final se había convertido en uno de ellos. Calum había decidido guardar el cráneo como recordatorio de que el país de Kartakass podía corromper a cualquiera.
Ahora yacía entre los suaves y asfixiantes pliegues de su lecho de enfermo, apoyado de lado como un trozo de carne preparada para el asador, sólo que en vez de un pincho eran las almohadas y los edredones los que lo mantenían en su sitio. Por lo demás, parecía igualmente ensartado. Desvió la mirada hacia el cráneo de su amigo fallecido hacía ya mucho tiempo, mientras sentía envidia por su rápida muerte.
Calum había sobrevivido a todos los representantes del mal durante ochenta años. Había vivido una época prodigiosa, digna de ver. Abyecta hechicería, monstruos, bestias, ladrones, mala gente de toda calaña. Y había conseguido sobrevivir a todo ello. Pero de la vejez no era tan fácil escapar.
Durante muchos meses había sido incapaz de sentarse en su escritorio para trabajar. El dolor de la enfermedad que lo corroía por dentro convertía cada uno de sus movimientos en un tormento. Había sido un hombre alto y fuerte, pero ahora era tan sólo un manojo de huesos revestidos por un pellejo. Había ordenado a su ama de llaves que quitase el espejo de su cuarto, porque ya no reconocía a la frágil criatura que le devolvía la mirada. En su mente seguía siendo joven y fuerte, pero los espejos no mienten, así que decidió desterrar aquel acusador pedazo de cristal. El dolor, y lo que él alcanzaba a ver de su propio cuerpo, ya cumplían con su función de recordatorio.
Sus amigos habían ido a visitarlo. Sus verdaderos amigos. Ésa era la razón de que estuviera recostado, para poder verlos sin tener que moverse, para no tener que contarles que hasta el más mínimo movimiento le dolía. Su ama de llaves era buena para estas cosas. Calum lo había preparado todo para dejarle la casa y el dinero que tenía ahorrado. Después de veinte años, se merecía mucho más, pero era todo lo que poseía. La lucha contra el mal no era un negocio especialmente lucrativo.
Su mejor amigo estaba sentado en una silla al lado de su lecho. Jonathan Ambrose también había envejecido. Tenía casi cincuenta años y la barba encanecida. Los cabellos habían retrocedido hasta formar un fino círculo que mantenía siempre rasurado. La moda era dejarse el pelo largo, pero Jonathan nunca había demostrado excesivo interés por la moda. Llevaba una sencilla toga marrón, limpia y bien remendada, pero absolutamente modesta. Nadie llevaba togas hasta el tobillo desde hacía una década, pero Jonathan las encontraba cómodas. Sus claros ojos azules miraron a Calum. Su rostro emanaba tranquilidad y calma. No mostraba el menor ápice de horror o de compasión. Calum se sentía agradecido por ello; pero, al mismo tiempo, eso lo irritaba.
Al observarlo, parecía que la presencia de Jonathan no obedecía a ninguna razón especial. Calum deseaba gritar: «¿No te das cuenta de que me estoy muriendo? ¡Muriendo!». Estaba molesto porque su amigo podía mirarlo a la cara sin mostrar el dolor que veía en tantos otros rostros. Entonces, ¿por qué se había enfadado con su ama de llaves al verla llorar aquella misma mañana?
Calum profirió un suspiro. Nada podía satisfacerlo. Quería que todo el mundo supiera de su dolor y se compadeciera de él, pero que al mismo tiempo no lo manifestara. O sea, que quería costal y castañas.
—Soy un viejo cascarrabias —dijo Calum con una voz chirriante que apenas pudo reconocer como suya.
Jonathan sonrió con la misma sonrisa amable de siempre.
—Eso nunca lo conseguirás.
Calum no tuvo más remedio que sonreír. La ira se disipó. De pronto se sentía alegre por aquella visita. ¿Acaso aquellos cambios de humor repentinos eran un indicio de la proximidad de la muerte? No podía saberlo a ciencia cierta; al fin y al cabo, era la primera vez que moría.
En una pequeña silla, la misma que solía utilizar su ama de llaves para coser mientras le hacía compañía, se encontraba la única mujer, aparte de la susodicha, que contaba con su permiso para verlo en ese estado. Teresa era alta, ágil y morena. Su espesa melena negra enmarcaba las facciones de su rostro como una nube de cuervos. La túnica corta que llevaba, más a la moda, era de color escarlata, acompañada de unos pantalones bombachos de color verde esmeralda brillante y botas negras. Tenía un pie apoyado en la silla, y se sujetaba la rodilla con sus fuertes manos. El cinturón, del cual pendía una espada corta y varias bolsas, era negro, pero estaba profusamente bordado y brillaba como un arco iris. Jonathan llevaba un cinto similar, que hacía que su toga marrón pareciera todavía más tosca. Pero ambos cinturones eran obra de Teresa, y por eso Jonathan nunca olvidaba el suyo.
No había más sillas, por lo que Konrad Burn permanecía de pie detrás de los demás. Era el más joven de todos, no debía de llegar a la treintena. Su rostro había sido hermoso tiempo atrás. Tenía unos penetrantes ojos verdes que brillaban como piedras preciosas, y llevaba su cabellera castaña recogida con una tira de cuero. Iba completamente ataviado con prendas de cuero en varias tonalidades de marrón que armonizaban con la tez oscura y la piel morena de los brazos. Un hacha pendía de la cadera, y llevaba un pequeño escudo a la espalda.
Calum no estaba seguro de qué era lo que había cambiado en el joven. Su rostro bien afeitado aún no mostraba arrugas, pero tampoco vida. Era como si estuviera mirando un cuadro de mala calidad que representaba a un hombre, pero que no transmitía vida. Únicamente sus ojos brillantes parecían estar vivos… y llenos de ira; la mujer de Konrad y su socio habían sido asesinados hacía dos años.
El cuerpo de Calum se estaba muriendo, pero su mente y su espíritu pedían a gritos la vida. Por el contrario, el cuerpo de Konrad seguía sano y fuerte, pero su mente y su espíritu aguardaban la muerte. Konrad vivía, pero sólo en cuanto a los movimientos estrictamente necesarios. Calum se habría cambiado por él sin dudar. Se preguntó si el joven habría accedido.
—Lo gemelos están fuera —dijo Jonathan—. Desean verte.
—No —respondió Calum—. Son demasiado jóvenes para presenciar cómo acaba la vida.
Jonathan le asió la mano con suavidad, y oprimió la frágil carne.
—No siempre acaba así, Calum. Y tú lo sabes.
—Entonces, ¿por qué debe acabar así la mía? —Las lágrimas ardientes le anegaron los ojos. Intentó no pestañear, obligándose a mantener los ojos bien abiertos. Llorar hubiera sido el colmo del ridículo. Siguió hablando con voz entrecortada y se odió por ello—. He sido un buen hombre, ¿no es así, Jonathan?
—Sigues siendo un buen hombre, Calum. —Jonathan le apretó la mano como si con ello pudiera ayudarlo.
Calum se aferró a la mano, mientras las traicioneras lágrimas le rodaban por las mejillas.
—He luchado contra el mal en esta tierra durante toda mi vida. Pero no ha servido de mucho.
—Eres Calum Songmaster, uno de los más grandes bardos de Kartakass. Podrías haber sido un maestro cantor en cualquier pueblo o ciudad, si así lo hubieras querido. Podrías haber vivido rodeado de lujos, pero preferiste servir a todo el país. Encontrar y destruir el mal, servir a la hermandad.
—Pero ¿qué conseguí, Jonathan? El mal sigue reinando en este país. La hermandad no está más cerca de descubrir qué o quién envenena Kartakass. La corrupción me sobrevivirá, Jonathan. Crecerá y prosperará, y yo estaré muerto.
—¿Cómo puedes decir eso? —repuso Jonathan.
Teresa se arrodilló al lado de la cama.
—Eres Calum Songmaster, el que derrotó a los vampiros de Yurt. Calum Songmaster, el que eliminó a la gran bestia de Peí; el salvador de Kuhl.
Al mirar en el fondo de los ojos oscuros de la mujer, Calum casi pudo sentir que la sangre le corría con más fuerza. Por un instante dejó de ser un anciano en el final de sus días, para volver a ser el joven Calum, el Songmaster que había domesticado el lado salvaje y dado muerte a los monstruos que le habían tocado en suerte.
El dolor rugió desde su vientre. Una marea roja y abrasadora de dolor que inundaba su cuerpo y devoraba su mente. La única opción era soportarlo. Era vagamente consciente de la mano que Jonathan tenía aferrada a la suya, pero el resto del mundo se desvanecía mientras se estremecía con los temblores del dolor.
Estaba tumbado en el lecho, débil y jadeante, con el cuerpo empapado en sudor. Su mano, ahora flácida, era incapaz de sostener la de Jonathan. Éste asió la mano temblorosa entre las suyas. Una sola lágrima se abrió paso a través de la barba.
Teresa lo miraba fijamente; ni una lágrima. Pero Calum atisbo un profundo dolor en sus ojos. Nunca la había visto llorar. Se alegró de que aquélla no fuera la primera vez.
Konrad se había apartado de la cama, con los brazos cruzados y una mirada indefinida en sus ojos airados.
—Deja que entren los demás. Necesitan decirte adiós. —La voz de Jonathan era un rumor sordo y suave.
—No —dijo Calum jadeando. Quería acompañar su negativa con un movimiento de cabeza, pero se sentía demasiado débil. Ya casi no podía hablar—. Los jóvenes… no deben… verme… así.
—Te quieren, Calum.
—Se asustarán… si me ven así, se asustarán.
Jonathan no quiso llevarle la contraria. Alzó la mano de Calum con sumo cuidado hasta que ésta le rozó el rostro, y presionó la débil carne contra la barba.
—Siempre has sido un buen amigo, Calum. Me gustaría poder ayudarte en esto.
—¿Quieres que vaya a buscar al ama de llaves? —Preguntó Konrad—. Dijo que el doctor estaría aquí en seguida. —Parecía que tenía ganas de irse, como si tuviera algo que hacer aparte de observar el trance de la muerte.
—Ve —dijo Calum.
Konrad no esperó a que Calum insistiera. Se marchó a grandes zancadas, con soltura, maquinalmente. Calum lo odió en ese momento por ello.
El ama de llaves entró en la habitación. Era una mujer diminuta y entrada en carnes, con el pelo recogido en la coronilla en un moño perfecto. Sonrió a todos los presentes como si no pasara nada. Siempre que había alguien delante, se mostraba animada. En privado, había conseguido reconocer los diferentes estados de ánimo de Calum. Cuando necesitaba compasión, se la daba. Y lo mismo cuando necesitaba un punto de vista práctico. Calum había llegado a amar aquel rostro sencillo y sonriente.
El doctor entró tras ella. Era un hombre de pequeña estatura, encorvado, que lucía una melena blanca como la nieve. Habría parecido incluso anciano si Calum no le hubiera llevado veinte años. La expresión de su rostro era profesionalmente alentadora. Ninguna emoción se haría patente en su cara o en su cuerpo a menos que él mismo así lo deseara. Calum envidiaba su capacidad de autocontrol.
—Lo siento, pero las visitas deben irse ahora —dijo el doctor—. Tengo que ver cómo está nuestro amigo.
Jonathan le apretó la mano.
—Te veré pronto, Calum.
Calum miró fijamente el rostro de su amigo, pero no respondió. Ambos eran conscientes de que quizá aquella vez sería la última.
Teresa lo besó en la frente con sus suaves labios. Su larga melena se abría en abanico enmarcándole el rostro, con un aroma de hierbas: pino, romero, dulce lavanda. Pronunció unas palabras en su musical y gutural lengua materna. Acaso una bendición, o tal vez una maldición, poco importaba ahora.
Konrad no regresó. Ni siquiera para despedirse. Nunca se había sentido cómodo en la cercanía de la enfermedad. Calum habría deseado que ninguno de ellos lo hubiera visto así. El hecho de que Konrad no se hubiera despedido de él despertó su ira.
La visita del doctor fue piadosamente breve. Le dejó otro frasco de su medicina, para lo que pudiera servir, y abandonó la estancia, siempre agradable, siempre sonriente. ¿Qué se les dice a un paciente que se está muriendo, y todos a su alrededor lo saben?
El ama de llaves salió tras el doctor. Acompañaría a los amigos de Calum hasta la puerta, no sin antes comprobar que todos estuvieran servidos, con una taza de té o un bocadillo. Su mirada se detuvo en la pared del fondo y el brillante tapiz que la recubría. Por un momento, su rostro afable se torció en una mueca de desaprobación. Después cerró la puerta tras ella.
En el silencio de la habitación, el tapiz fue apartado con un ruido sordo y blando. Un hombre alto y esbelto se abrió paso a través de la entrada oculta. Su larga y gruesa cabellera era tan oscura que bajo la tenue luz del sol presentaba reflejos azulados. La barba y el mostacho cuidadosamente recortados enmarcaban un rostro atractivo, por el que algunas mujeres suspirarían en momentos románticos. Entró deslizándose en la estancia con sus andares gráciles y briosos. Fuera a donde fuera siempre entraba de ese modo, como si se tratase de sus aposentos privados, como si siempre llevase consigo su propio reino a su alrededor, de manera que siempre se sentía como en casa, a sus anchas.
Vestía una camisa de seda blanca, y sobre ella un chaleco rojo escarlata bordado en oro. También eran del mismo color los pantalones, metidos en unas resplandecientes botas negras. De la cadera pendía una espada ropera. En la mano, adornada con varios anillos destellantes, llevaba un sombrero a juego con una vistosa pluma negra.
—Y bien, Calum, ¿qué opinas ahora de tu joven amigo?
Su voz era la de un sonoro tenor, y contenía algo de la musicalidad con la que se ganaba la vida.
Calum estaba recostado sobre la espalda, sostenido por varios cojines que lo obligaban a mirar a aquel hombre.
—¿Has venido a susurrar más mentiras a mis oídos?
—No se trata de mentiras, amigo mío, sino de promesas.
—¿Qué quieres de mí, Harkon?
—Tu ayuda. —Harkon Lukas depositó el sombrero a los pies de la cama y se apoyó en uno de sus pilares.
—No puedo traicionar a mis amigos.
Harkon sonrió y su blanca dentadura brilló en su tez morena.
—Te di mi palabra de que ninguno de los demás saldrá perjudicado. Sólo quiero a Konrad Burn.
—¿Por qué a él?
Harkon se encogió de hombros, un gesto en cierta manera gracioso en un hombre de aquella estatura.
—Es atractivo, joven, fuerte; puede viajar más allá de las fronteras de Kartakass. No puedes negarme que, como bardo, nunca deseaste escapar a esta prisión, recorrer los países de los que te hablaron tu amigo Jonathan y su mujer gitana. Las canciones que podría cantar. Las historias que todavía quedan por narrar. Piensa en ello, Calum.
—Pero ¿por qué poseer su cuerpo? ¿Qué será de Konrad cuando tú estés en su interior?
—Él se quedará con mi cuerpo.
Harkon se deslizó alrededor del lecho. Calum sólo podía mover los ojos para intentar seguir al bardo.
—¿No crees que es un cambio justo?
Calum en efecto así lo creía. El cuerpo de Harkon también era fuerte y sano.
—Si en verdad dispones de un… hechizo que pueda intercambiar vuestros cuerpos sin que Konrad salga perjudicado, ¿por qué no le preguntas a él? ¿Por qué no pedir su colaboración?
—¿Realmente crees que aceptaría? ¿Nuestro airado y honorable Konrad?
—¿Acaso alguien aceptaría?
Harkon tomó asiento al borde del lecho. Ese simple movimiento hizo que Calum diera un grito ahogado.
—Ay, amigo mío —dijo Harkon—, ¿acaso te hice daño al sentarme? —Se inclinó hacia adelante con semblante preocupado.
Calum no quería que aquel hombre lo tocara. Sabía que la mirada de preocupación desaparecería al instante, ahuyentada por cualquier nueva emoción que irrumpiera en la mente de Harkon. Era tan voluble como una brisa primaveral, e igualmente poco fiable.
La mano de Harkon volvió a descansar en su regazo. Sonrió a Calum.
—Encontré un cuerpo para ti. Un hombre de algo más de veinte años. Alto, fuerte, de buena salud, atractivo. Es un poco más bajo de lo que eras en tu juventud, más delgado, pero tal vez incluso un poco más atractivo.
Volver a la juventud, con toda la vida por delante, y la sabiduría de un anciano; abandonar su cuerpo atormentado por el dolor. Era una oferta tentadora, y Harkon lo sabía. ¿Por qué no?
Calum se humedeció los labios.
—¿Y qué será de ese joven, si yo me quedo con su cuerpo?
—Por supuesto, tomará el tuyo.
—Morirá de una forma horrible.
—¿Te estás muriendo? —Harkon se puso en pie y retrocedió hasta el pie del lecho.
—Sí.
—Pero, Calum, ¿acaso no tenías la intención de devolver el cuerpo al muchacho, al igual que yo pienso devolver a Konrad el suyo?
Calum observó el hermoso rostro. Los ojos oscuros se burlaban de él. Sabía que, una vez que hubiera probado la libertad de un cuerpo nuevo y sano, en ningún caso querría regresar a la mortaja que era el suyo propio. Quería vivir. Pero ¿a qué precio?
—Nadie aceptará semejante trato.
—Te garantizo que el joven sí.
—¿Cómo podría querer regresar a este sufrimiento cuando vuelva a ser libre? —Calum cerró los ojos—. No sería lo suficientemente fuerte para tomar esa decisión.
—Entonces deberás tomar otra distinta, Songmaster —repuso Harkon.
Calum abrió los ojos para encontrarse con la alta figura que se alzaba sobre él.
—¿Qué quieres decir?
Harkon le ofreció su consabida sonrisa.
—Quedarte con el cuerpo, volver a ser joven y sano. Escapar de este caparazón de muerte.
—¿Y qué hay del joven?
—Morirá.
—¿Lo eliminarás?
La sonrisa se hizo más amplia.
—Haría lo que fuera por volver a verte sano y en buen estado, amigo mío.
—Tampoco tienes previsto devolverle el cuerpo a Konrad, ¿me equivoco?
Harkon esbozó una suave sonrisa.
—Oh, Calum, ¿realmente quieres saberlo?
No, decidió Calum, en realidad no deseaba saberlo. Estaban hablando del mal. Tan atroz como cualquier otra de las formas del mal contra las que él mismo había luchado. No sabía por qué razón Harkon insistía en perpetrar aquella hechicería, pero él, Calum Songmaster, no robaría la juventud, la vida de otro ser humano. Era una monstruosidad.
Harkon se inclinó aún más sobre Calum, con ojos hipnotizantes y expresión solemne.
—Puede que ésta sea mi última visita, Calum. No es que no quiera volver a verte, amigo mío, pero es posible que la próxima vez tú simplemente ya no estés aquí. Si mueres antes de que cerremos el trato…
Se acercó aún más, para seguir susurrando sobre la piel de Calum. Por un momento, éste creyó que el hombre lo besaría suavemente, tal como se besa a un niño enfermo. Se resistía a que aquellos labios le rozasen la piel. Pero únicamente las palabras de Harkon recorrieron como un aliento ardiente su arrugada mejilla.
—Una vez muerto, no podré ayudarte.
Una oleada abrasadora de dolor de huesos molidos y del nudo que tenía en el estómago ascendió desde su vientre podrido. Cuando el dolor remitió, todavía con la respiración entrecortada, miró fijamente los ojos oscuros de Harkon.
—¿Qué quieres que haga?
Harkon sonrió.
—No mucho, amigo mío, no mucho.
Calum esperó a que las palabras se fueran desprendiendo de los labios de Harkon, esperó hasta escuchar cómo traicionaría a sus amigos, cómo destruiría a uno de ellos por completo. Ambos sabían que Konrad no sobreviviría en el cuerpo de Harkon. Él también sería eliminado. Calum lo sabía y, sin embargo, se dispuso a escuchar.
Sus ojos se posaron en el escritorio y en el cráneo, que parecía expectante. Sintió que les debía una disculpa a los huesos de su amigo por obligarlo a presenciar su caída. Había luchado por su país durante toda su vida, pero en su hora final le había sido ofrecido algo demasiado valioso para poder permitirse rechazarlo. Quería vivir. Y estaba dispuesto a pagar el precio, aunque éste consistiera en la sangre de otra persona. Incluso aunque algún día tuviera que pagar con su alma. Ahora se le antojaba un precio módico, a cambio de una segunda oportunidad.