Monsieur Champignon ha organizado la jornada sabiamente. Hoy por la tarde, los Cebolletas iniciarán su andadura en el torneo del Tenedor de Oro, por lo que no deben gastar demasiadas energías caminando. Los llevará en autobús a visitar la torre que simboliza París y luego por el Sena en barco.
—¿Por qué se llama así? —pregunta Pavel mirando el cielo a través de las vigas de metal de la torre.
—Eiffel es el nombre del arquitecto que la proyectó al final del siglo XIX, Gustave Eiffel —responde Nico—. Fue la construcción más alta del mundo hasta 1930, cuando edificaron en Nueva York un rascacielos que la superó.
—¿Qué altura tiene? —pregunta Lara.
—Trescientos veinte metros —contesta Nico, que parece haberse tragado una guía turística—. Para llegar arriba se utilizaron siete mil toneladas de hierro.
—Entonces deberías de tener cuidado con este sitio, Dani —comenta Armando.
—¿Por qué? —pregunta el chico.
—¿No dices siempre que eres tan supersticioso? Bueno, ¡pues aquí no tienes ni un solo trozo de madera que tocar!
Pavel e Ígor sueltan una carcajada.
Los Cebolletas suben juntos casi hasta el punto más alto de la Torre Eiffel. Hace un día claro y la panorámica es espléndida.
Gaston Champignon se ha llevado a su gato Cazo. Le enseña el paisaje y le pregunta:
—Viejo amigo, ¿habías estado alguna vez tan cerca del cielo? Si pasara un pájaro por aquí lo podrías coger al vuelo.
—¿Los gatos no tienen vértigo? —pregunta Becan.
—El mío no —responde el cocinero.
Cazo mira el suelo, a 236 metros de distancia, sin demostrar interés, bosteza y se queda dormido en brazos de Champignon.
Después de la Torre Eiffel, el grupo va al río y sube a bordo de un barco. Los chavales se instalan en la proa, mientras los adultos se quedan charlando en la parte central del transbordador.
—Chicos —anuncia Nico—, tengo que contaros algo realmente misterioso.
—¿Un misterio? —repite Sara, curiosa.
—¿Os acordáis del libro que me regaló ayer aquel anciano? ¡Habla de nosotros!
—Pero ¿no iba sobre Napoleón? —pregunta Tomi.
—Escuchadme —empieza a contar el número 10—. Cuando Napoleón está encarcelado en la isla de Santa Elena, se hace amigo de un grupo de chicos que le piden al general que les enseñe el arte de la guerra. Pero Napoleón está cansado de combatir y siente remordimientos por la gran cantidad de personas muertas en batalla. Por eso inventa un juego nuevo, pacífico: la lucha entre dos ejércitos por una pelotita que hay que lanzar al fondo de una red. ¿Me seguís?
Los Cebolletas asienten, y Nico continúa:
—Napoleón entrena a los chavales al nuevo juego y luego se escapa con ellos a bordo de un globo aerostático. Quiere enseñar a los niños de todo el mundo el fútbol. Ahora os diré el nombre de los chicos: el que juega mejor, el primero que conoció a Napoleón, se llama Tomás. ¿Acaso no es Tomi el primero que conoció a Champignon? El que siempre lleva unos anteojos en la mano y estudia la ruta que habrá de seguir el globo en su vuelo es Nicolás. ¿No os recuerda a mí mismo, que llevo gafas y soy un erudito? También hay un chico de piel oscura llamado Joe: ¿no es João? Luego hay un niño gordinflón llamado Federico, que es el verdadero nombre de Fidu. ¿Qué os parece?
—Yo no soy un gordinflón —protesta Fidu—. ¡Estoy cachas, eso es todo!
Dani, como buen andaluz, no bromea con la superstición y se ha quedado con la boca abierta.
—Es increíble.
En cambio, Tomi no está nada impresionado.
—Coincidencias, yo no creo en esas chorradas.
—¿Quieres otro par de coincidencias? —insiste Nico—. ¿Sabes en qué país se detienen para jugar el primer partido? ¡En Japón! Al final llegan a Francia y Napoleón lleva a los chicos a Nôtre Dame para enseñarles dónde había sido coronado emperador. Allí, uno de los chicos se cae y se hace daño en un pie. ¿Adivináis cuál?
—¡Nicolás! —exclama Dani.
—¡Exacto!
Los Cebolletas se quedan mirando a Nico en silencio.
El único que no parece nada impresionado por el relato es Tomi.
—¿Y cómo acabó el partido contra los japoneses? —pregunta el capitán.
—Ganamos nosotros… quiero decir, los chicos del libro —contesta Nico—. Fue un partido divertido, porque Napoleón enseñó el juego a un grupo de jóvenes japoneses expertos en artes marciales, que daban volteretas por el aire antes de golpear la pelota… Y uno de ellos, rapado, muy bueno, metió un gol fantástico.
—¿Habéis visto? —concluye satisfecho Tomi—. ¡No son más que tonterías! Hoy nos enfrentaremos a futbolistas y no a cinturones negros…
Los Cebolletas intentan convencerse de que su capitán tiene razón. Pero el relato del libro misterioso les ha provocado una extraña sensación de vértigo, como cuando se mira hacia abajo desde la Torre Eiffel.
En el centro del barco, Gaston Champignon recuerda momentos agradables del pasado.
—El próximo 14 de julio, el día de la final de la Copa del Tenedor de Oro, habrán pasado treinta años desde que le di el primer beso a mi Sofía. Philippe, un amigo marinero, tenía un barquito como este. Esa noche la convencí de que me llevara por el Sena con una bailarina italiana. La había conocido en mi restaurante y la invité a ver los fuegos artificiales del 14 de julio, el día de nuestra fiesta nacional.
La señora Sofía sonríe.
—Yo creía que me iba a llevar a dar un paseo o, como mucho, a la Torre Eiffel. En cambio, me consiguió un barco entero para mí. Con un violinista a bordo. El cielo estaba radiante. ¿Cómo iba a negarme?
Lucía, entre los brazos de Armando, sonríe. Los padres de Becan se miran con cara de felicidad.
Estamos en los vestuarios.
El Gato ya se ha atado la cinta roja al pelo.
Ígor y Pavel son los únicos que todavía no se han puesto la camiseta. Le dan vueltas y más vueltas entre las manos, sonriendo.
Es la camiseta de los Cebolletas, el equipo más potente del campeonato. Y todos ellos están orgullosos de poder lucirla.
Nico, en chándal, ayuda a Tomi a atarse el brazalete de capitán en torno al brazo izquierdo.
Fidu lanza el balón al Gato para que entrene blocajes.
Gaston Champignon los observa y se atusa el bigote derecho. Así es como se hace en un equipo de verdad: el que no juega se las ingenia para ser útil.
Luego el cocinero-entrenador les da los últimos consejos e indicaciones:
—Nos colocaremos así: Sara y Lara en el centro de la defensa, delante del Gato. Becan y João se pondrán a los lados de las gemelas, por las bandas. Tomi hará de director del juego, por detrás de Ígor y Pavel, nuestros delanteros. ¿De acuerdo? ¿Alguna pregunta?
Por el silencio que reina en el vestuario, Champignon comprende que ha dado sus instrucciones con demasiada seriedad y que lo que tenía que haber hecho era inventar algo para rebajar la tensión ante un partido tan delicado. Así que añade:
—Amigos, a los cocineros japoneses les gusta el pescado crudo. Nuestro arte, en cambio, se basa en la paciencia de cocinarlo a fuego lento. Por eso tenemos que rehogar con calma a estos japoneses. Sofríamoslos bien con nuestros peloteos… Pasaos sin parar el balón, como hicisteis ayer junto al Sena, y veréis cómo al final nos los zamparemos de un solo bocado.
Los Cebolletas se echan a reír.
«Perfecto, así está mucho mejor…»
—Además, visto que tenemos a tres compañeros nuevos en el equipo, es bueno que recordemos en voz alta cuál es nuestro lema —añade Champignon.
—¡El que se divierte siempre gana! —gritan a coro los Cebolletas.
—¿Somos pétalos sueltos o una flor? —pregunta luego Gaston Champignon.
—¡Una flor! —gritan los Cebolletas.
—¿Qué? ¡No he oído nada! —dice el cocinero.
—¡Una flor! —aúllan los Cebolletas, los viejos y los nuevos.
—¡Chocad esa cebolla, chicos! Y salid a divertiros —concluye el entrenador.
En cuanto suena el pitido para que empiece el partido, los chicos del Sashimi-Tokio, vestidos con una camiseta roja que lleva un círculo blanco en la barriga, se lanzan al ataque.
—¿Lo has visto? —pregunta Sara a Lara.
—Sí, está rapado al cero —responde Lara, preocupada.
El número 9, al que deben marcar, es más bajo que ellas, pero está cuadrado. Parece un torito de cara amenazante.
Como había previsto Champignon, los japoneses se han lanzado al partido como si solo fuera a durar cinco minutos: jugando a tope.
—¡Cerrad las bandas, muchachos! ¡Hay que marcarlos más de cerca! ¡Aquí llega un montón de pelotas! —se desgañitan las gemelas Sara y Lara desde la defensa. Y tienen razón. A Becan y a João, que no están acostumbrados a un campo tan grande, les está costando mucho volver al área y ayudar a la defensa.
En el banquillo, Augusto da un brinco y grita:
—¡Maravilloso!
Los hinchas de los Cebolletas animan a sus muchachos, que las están pasando canutas.
Los japoneses no son altos, pero sí rapidísimos. Siempre consiguen adelantarse a Tomi, de modo que a Ígor y Pavel no les llega ningún balón, y la defensa de los Cebolletas está sometida a un asedio constante.
Menos mal que las gemelas están luchando como dos leonas. Pero no pueden seguir a ese ritmo.