MI MARIDO ES UN NEURÓTICO
—¿Y te contó algo interesante? Espero que haya valido la pena retrasar el viaje.
—La verdad es que no mucho. Oye, ¿recuerdas si esta mañana me he tomado la pastilla de la tensión?
Este hombre no tiene arreglo, pensó Lola con un pronto de irritación. Lo sabe él, lo sé yo, él sabe que yo lo sé y yo sé que él sabe que yo lo sé. No tiene arreglo. Me ha preguntado tres veces en los últimos diez kilómetros si quiero que paremos en algún bar para ir al baño. Eso era, la pastilla, la dichosa pastilla de la tensión, concluyó Lola, para dejarse arrastrar lo antes posible por el buen humor. Está dudando, ser o no ser, la pastilla o la no pastilla. Quiere parar con la excusa de un café, o de ir al baño, o de mi pierna. Quiere buscar la caja en el maletín del ordenador, hacer sus cálculos, comprobar las que hay, las que faltan, y decidir si se le ha olvidado o no se le ha olvidado tomarse la pastilla. Una decisión frágil, porque si se la toma sospechará luego que es la segunda, una sobredosis. Y si no se la toma, sentirá el peligro de un fallo en la medicación. Ahí está el problema, la preocupación. Del estado de mi pierna, nada.
—No, no lo sé —respondió Lola—. Ni siquiera sé si te hace falta seguir tomando esas pastillas. Hace tres años que no vas al médico. Me preocupan algunos efectos secundarios… Tampoco conviene que el cuerpo se quede sin tensión.
Lola vio cómo Juan miraba por el espejo retrovisor. Quería comprobar si Ramón y Mariana estaban atentos a la conversación antes de responder de forma abierta a su broma. Ningún peligro. Cada uno con su iPod, adormilados o concentrados en la música, Ramón y Mariana dejaban pasar los kilómetros en el asiento de atrás. Su marido le puso la mano en el muslo.
—¿Sin tensión? Ya verás.
—No me quejo. Que conste, no me quejo. —Forzó un aire de comprensión piadosa. Lola quería reírse, dejar claro su cambio de humor—. Faltaría más. A nuestros años…
La verdad era que ya no estaba enfadada. Cuando Juan la llamó para decirle que había quedado el lunes con Eugenio Rosales y que deberían retrasar el viaje a Rota hasta el martes, se sintió maltratada. Después de las operaciones, el accidente, el hospital, los meses de convalecencia, necesitaba irse de Madrid, llegar a la playa, sentir el aire del mar y el sol en su cuerpo. Sólo le preocupaba el viaje tan largo en coche, no sabía si la pierna iba a resentirse. El inicio de aquellas vacaciones era todo un acontecimiento para ella y se ofendió al comprobar que Juan no le daba importancia. Una falta de atención o de complicidad. Se había cruzado por medio la cita con el camaleón de Rosales. Ahora, al verse en la carretera de Extremadura camino de la bahía de Cádiz, mientras el coche devoraba kilómetros y se acercaban a la rutina del verano y al bienestar de la casa de Rota, el enfado había desaparecido.
Juan necesitaba ver a Eugenio Rosales para precisar unos detalles sobre Pedro Alfonso. Le hacía falta resolver algunas dudas que le habían surgido al escribir su libro. Habían quedado para el sábado, pero tuvo que cambiar la cita al cerrarse la venta de la casa de Granada. Ya era hora, desde luego. Esa decisión también se había convertido en una milonga. Una casa abandonada, sin uso, mantenida de manera absurda por una nostalgia neurótica, por miedo a reconocer que el tiempo pasa, la vida cambia y las cosas se agotan. La idea de que Ramón se fuese tres años a Granada para hacer un doctorado en el Departamento de Filosofía era un disparate más, una ocurrencia de padre desorientado. Ramón no tenía la más mínima intención de convertirse en doctor. Jamás le tentó la idea de una tesis doctoral. Así es que mejor, mucho mejor, que la casa se hubiera vendido, una preocupación menos. Dejando a un lado su ilusión por llegar a la playa, cambiar de ciclo y declarar finalizado el accidente en las escaleras de la facultad, parecía lógico que Juan hubiese cambiado los planes. Llevaba días intentando que Eugenio le hablara de sus relaciones con Pedro Alfonso.
Un camaleón, eso era Eugenio. Seguro que había dicho poco, muy poco, pero justo lo que Juan quería oír. A Lola le hacía gracia que su marido intentase defenderlo, que se pusiera siempre de su parte. Era ella la que de verdad sentía cariño por Mercedes y Eugenio. La habían visto nacer, crecer, aprender a nadar, enfadarse como una niña, ir a los campamentos y celebrar sus primeras fiestas. Claro que después surgieron los problemas, las obligaciones oscuras de la militancia, los intereses del partido, y de pronto se acabaron las alegrías, los viajes a Sinaia, los paseos por Bucarest y los regalos de cumpleaños. Cuando el padre de Lola, el ingeniero Ramón García Rosario, se convirtió en un camarada incómodo, Eugenio no dudó en pedirle que hiciese las maletas y se marchara con la familia a otra parte.
—Mira, Lola, las cosas son como son —le había repetido su padre en sus últimos años—. Él no suele dar explicaciones. Si Eugenio saca el tema cada vez que nos vemos, es porque le duele lo que pasó. Nos tiene cariño. No estoy dispuesto a que la amargura nos ensucie la cabeza. Hizo lo que creía conveniente, igual que yo.
Fue su padre el que más insistió en olvidar el lado triste de las relaciones con Eugenio. Juan no necesitaba convertirse en su defensor. Me ha preguntado mucho por ti, ha sentido no verte, quiere que quedemos a la vuelta de las vacaciones. Muy bien, claro, Mercedes y él fueron parte de su infancia. Es verdad que no dudaron en abandonar a su padre cuando se sintió incapaz de soportar la atmósfera de Rumanía. Pero todo estaba olvidado, todo asumido, hasta que de pronto aparece Eugenio de nuevo para quedar con Juan el mismo día en el que ella pensaba salir de vacaciones. Una casualidad.
—Pues no sé si me he tomado la pastilla de la tensión.
El mar de dudas. Bueno, Lola había heredado la paciencia de su madre. Estaba acostumbrada a calmar las aguas revueltas y a comportarse como una mujer fuerte. A veces tenía la sensación de que ese papel se volvía contra ella. Todo el mundo parecía tan acostumbrado a aplaudir la seguridad de Lola, la eficacia de Lola, el buen humor y la comprensión de Lola, que nadie se paraba a considerar los sentimientos y las ilusiones de Lola. No pasa nada, retrasamos el viaje, ya no salimos el lunes, no sé si me he tomado la pastilla. Vale, ¿y mi pierna, mi cicatriz, mis ganas de tomar un poco el sol?
No quería ser injusta. Todos se habían portado muy bien durante la convalecencia. Además de la ayuda de su madre, había contado con las atenciones de Ramón y de Juan. Una familia perfecta. Dejaron de discutir entre ellos durante unos meses, hasta que estalló la bronca de las oposiciones. A Juan se le cayó el mundo encima al verla entrar en el quirófano, al comprobar la debilidad de cualquier rutina, la fragilidad de lo que se tiene más seguro. Primero pareció que el enfermo era él, nervioso, débil, desbordado, llamando la atención más de la cuenta. Luego recuperó el ánimo, trató de olvidarse de sus manías y sus complicaciones. Incluso acabó cediendo a la necesidad de contratar a una muchacha para que les ayudara en casa. Había sido una de sus batallas tradicionales, no quiero criadas, me da vergüenza tener una criada, nos bastamos nosotros solos, ya sé que es la costumbre, a todo el mundo se le ha olvidado lo que significa tener una criada, ya lo sé, pero yo no voy a convertirme en un señorito.
—Mira, Juan, no seas ridículo. Yo trabajo, tú trabajas, nos sobra el dinero. Al principio, cuando mi madre nos ayudaba y nos daba dinero, tal vez tuvieses algo de razón. Pero ¿ahora? Una estupidez hipócrita. Eres muy caprichoso, a veces te gastas un dineral en una tontería.
—No es lo mismo.
Pero ahí estaba Mariana, con su iPod, en el asiento de atrás, camino de Rota. No tenía arreglo. Cuando empezaron a vivir juntos, Juan se negó a contratar una muchacha por horas. Luego se acostumbró a Gloria, la señora que iba a limpiar tres días por semana. Fue un pacto, una concesión con la idea de evitar la entrada de una muchacha fija. Nos vendría muy bien para cuidar a Ramón. Ya lo cuidamos nosotros. Pero si nos gastamos en canguros más dinero que en una muchacha fija. Bueno, pero no es lo mismo. Mi madre nos ayuda, y además no es un lujo, dos profesores de universidad pueden permitirse ese gasto. Me da vergüenza. Sí, le daba vergüenza, así era Juan, y lo reconocía con una naturalidad más convincente que cualquier argumento razonable o hipócrita. También le había dado vergüenza contratar a Mariana, poner un cuarto de criada en la casa. Ya somos muy mayores, Juan, para esas tonterías, y yo voy a necesitar que alguien lleve la casa y me cuide mientras estoy escayolada, tengo una pierna muy jodida y va para largo. Ramón y yo podemos… ¡Juan! Ya he hablado con mi madre, nos va a buscar una chica. Sí, tienes razón, perdona, está bien que haya alguien en la casa mientras te recuperas.
Ese fue el pacto y así se lo explicó a Mariana. Lola ha tenido un accidente, mala suerte, se cayó por las escaleras en su trabajo, la operaron de urgencia, pero después necesitará otra operación, así que vamos a contratarte durante unos meses, sólo unos meses, hasta que ella se recupere. El asunto estaba claro, o no tan claro, porque Lola sabía que Juan nunca había tenido arreglo, era como era, pasaba de un extremo a otro. Iba a encariñarse con la chica, iba a ser incapaz de volver sobre el asunto cuando ella se recuperase. Y ahí estaba Mariana, camino de Rota, en el asiento de atrás, con su iPod, como un miembro más de la familia. Y ya veremos hasta qué punto, pensó Lola, veremos cómo acaba esto. Pero no tienes arreglo, Juan, la chica ya es parte de tu vida, la asumes como algo tuyo, igual que el conflicto entre el cariño y la antipatía que me despierta Eugenio Rosales, un conflicto que es mío, que pertenece a mi historia. Buscas excusas, le das vueltas a sus virtudes y sus defectos, claro, como siempre, y suavizas las conclusiones con el peso de una herencia sentimental, que es tuya porque es mía, sobre todo porque es mía. Quieres arreglar las cosas que debo arreglar yo. Eso sí, tus odios y tus obsesiones que nadie te los toque. Por fortuna, no tienes arreglo, pensó Lola.
Estaba enamorada de su marido, acostumbrada a él, a sus incertidumbres. La verdad era que detrás de sus obsesiones había poco egoísmo. Más que práctico, laboral o económico, se trataba siempre de un egoísmo sentimental. Reconocía el fondo de honradez y de sinceridad que conformaba su carácter. La desgracia de las escaleras y los meses de retiro forzoso la habían convencido de que le gustaba su vida. El amor guarda una parte indispensable de costumbre. No la cambiaría por nada del mundo, sólo aspiraba a recuperar la normalidad. Hay que reconocerlo, el accidente ha tenido también consecuencias positivas, volvió a decirse Lola con una sonrisa, olvidándose de su pierna mientras en el coche entraba como una avispa la inquietud de las dichosas pastillas. Si me dan a elegir entre la cordura y tus obsesiones, me quedo contigo. Lo había hablado alguna vez con Juan, pero sin contárselo todo. Eso de la sinceridad absoluta era uno de los mitos que más daño podían hacer a una pareja, una trampa para adolescentes o descerebrados. ¿Para qué saberlo todo? Ojos que no ven, corazón que no siente. Ella desde luego prefería no saber. Con Juan había hablado de la buena y la mala suerte, de las dos caras de todas las cosas: un accidente desgraciado, pero que obliga a reconocer y valorar lo que se tiene, aquello a lo que no damos importancia hasta que falta. Ahí estaba la frontera a la que podía llegar su sinceridad.
Había silenciado algunos detalles importantes de su meditación sobre el bienestar. Lo de Nueva York, desde luego, fue una tontería. Estar lejos de casa, sentirse halagada por el colega de Dinamarca, las inercias de la noche, las copas, ganas de dejarse llevar otra vez por el deseo. Pero en cuanto se metió en la cama con el danés tuvo conciencia de que era un error. Ya no estaba acostumbrada a beber y se había equivocado. En realidad, no participó en aquel polvo, la mente abandonó el cuerpo, se distanció de la escena y lo vio todo desde fuera dejando que pasasen los minutos, esforzada en terminar lo antes posible con aquel disparate. Una incompatibilidad de piel que facilitó el sentimiento de culpa. No se levantó de la cama antes de tiempo para no hacer el ridículo. Volvió a casa con la certeza de que se había equivocado en una suma, que le había salido mal una cuenta. Un error, pero poco grave.
La historia con Jordi, más reciente, había cobrado otro peso. Dos líos en tantos años de matrimonio no suponían un saldo peligroso. Ahora no se sentía desleal. Cosas de la vida cuando una no es una monja. No había perdido la seguridad de su amor, compartía la rutina, las ideas de su marido y muchas de sus nostalgias, entendía su fragilidad y su entereza, estaba amoldada a su carácter. Poner en riesgo esa estabilidad habría sido una locura, y no se le pasaba por la cabeza. Pero también era verdad que la cama inesperada de Barcelona había resultado mucho mejor que la de Nueva York. Un buen polvo, repetido a la semana siguiente en Madrid. Jordi era una tentación. Habían venido así las cosas y en un momento oportuno. Las mujeres fuertes sufren también debilidades, se ablandan bajo la corteza oficial de su serenidad. ¿Y yo qué? A nadie le gusta envejecer, pensar que el atractivo se acaba, que empiezan a cerrarse las puertas y las posibilidades.
El accidente había roto una tercera cita con su amante. Lola agradecía en ese sentido la mala suerte de haber protagonizado el refrán de la mujer en casa y con la pierna quebrada. No hay mal que por bien no venga. Mejor no seguir ese camino, no convertir un desahogo en un problema serio, no arriesgar una vida en la que se sentía afortunada. Una parte decisiva del éxito profesional que había alcanzado en la universidad dependía sin duda de su estabilidad sentimental. La investigación exige disciplina, tranquilidad y pocos sustos. No es lo mismo ser matemática que dedicarse a escribir poemas. ¿Y Juan? ¿Habría tenido líos? Casi seguro, lo daba por descontado, pero tampoco quería enterarse. Y su marido no iba a contárselo. Juan era cualquier cosa menos un descerebrado, un militante fundamentalista de la sinceridad. La profesora de Santiago de Compostela, tan agradable y eficiente, había levantado sus sospechas desde el primer día que coincidió con ella. Desde luego que se la veía venir. Y una poeta de Málaga. Pero también estaba segura de la lealtad de Juan, de su amor por ella.
Lola vislumbraba alguna precipitación sentimental en el horizonte, pero no iba a llegar por el lado de su matrimonio. Tenía la mosca detrás de la oreja. A los enfados entre su marido y su hijo, se añadía ahora la inquietud de que Ramón tuviese un lío con Mariana. Estaba cada vez más claro, un detalle detrás de otro, y ahora el niño en el coche, camino de la playa. Resultaba muy extraño que, después de la bronca de las oposiciones, hubiese decidido volver a Rota, pasar con ellos de nuevo el mes de julio. Una novedad, porque desde los diecisiete años soñaba con la llegada del verano para quedarse solo en Madrid. Había confundido su necesidad de independencia con un tiempo de vacaciones, los meses en los que estaba lejos de su padre. Aunque la culpa no era del todo suya. También era verdad que el padre se había equivocado muchas veces, incapaz de comprenderlo, sin término medio, demasiado cerca o demasiado lejos de él.
Lola guardaba en su memoria una colección de discusiones entre las que elegir. Recordó un día de Reyes, cuando Ramón acababa de cumplir los once años, una fiesta que terminó como el rosario de la aurora. Al niño no le gustó el jersey que le había comprado la abuela Ana. Si no te parece bien, podemos cambiarlo, comentó la abuela, y Ramón contestó que sí, que podían quedar a merendar y cambiar luego el jersey. A Juan le pareció una falta de respeto hacia Ana, se calentó, no podía ser, estaba muy arrepentido de que Ramón tuviera siempre más regalos de la cuenta, mil regalos con motivo o sin motivo, cosas que terminaban por no significar nada, no eran detalles personales, recuerdos de su abuela, recuerdos de su padre o de su madre, sino objetos que se compran y se cambian sin ningún valor sentimental, algo que no se recoge del suelo, que se pisa, que se rompe antes de tiempo o que se pierde en el patio del colegio. Ramón era un maleducado porque lo estaban maleducando, un niño caprichoso porque le daban todos los caprichos, y el jersey no se cambiaba, y el primer día de clase iba a ir muy sonriente y muy limpio como un colegial aplicado y contento con su jersey nuevo.
Menos mal, le dijo Lola a su madre con el gesto de una paciencia exagerada, menos mal que queda un fin de semana largo de vacaciones. Menos mal, contestó Ana. Menos mal, porque el sábado volvió la calma, poco a poco se recogieron los enfados y las palabras graves como si fuesen juguetes ya estrenados, cada uno a su caja, a su balda de la estantería o a su armario, y el domingo amaneció con un magnífico sol de invierno, la vida en su sitio, todo como siempre, Pedro Alfonso propuso ir a comer a un restaurante de la carretera de El Escorial, y Lola y Ana, mientras el niño hacía amistades en la zona de los columpios, aprovecharon la sobremesa y la paz que otorgaban las fuentes vacías de pollo al ajillo, croquetas y morcilla para bromear sobre el arrebato con el que Juan había atacado la sociedad de consumo y el vicio hedonista de cambiar los regalos y faltarle el respeto a las abuelas. La risa de Pedro Alfonso permitió que se considerase zanjado el asunto y se archivara como un episodio familiar propicio para las bromas. El lunes por la mañana fue Ramón al colegio con sus pantalones vaqueros, una camiseta negra y una sudadera, y su abuela lo recogió a la salida, merendaron chocolate con churros y fueron a El Corte Inglés para cambiar el jersey.
Ramón estuvo enternecedor, feliz, pesado y pícaro como nunca, según le contó después Ana. Antes de aplicarse a la merienda con la glotonería habitual, quiso dejar claro a su abuela que la quería mucho. Si le molestaba que cambiase el regalo, de verdad, de verdad de la buena, que pedía perdón. El jersey era muy bonito, pero es que su madre se había confundido con el chivatazo, no había sabido informar bien a la abuela, y el que le gustaba era otro, uno con botones en el cuello, igual que el de su amigo Pablo. Se sentía como una persona mayor, dueño único de la cita con Ana, dispuesto a ser sensato y a no enfadarse si ya no quedaba un jersey como el que iban a buscar. Y no quedaba. La remesa era uno de los éxitos de las Navidades. El único ejemplar que se había salvado de la avalancha de cazadores le quedaba demasiado pequeño a Ramón, y la dependienta no estaba segura de que volviesen a recibir existencias, porque se trataba de una extraña firma holandesa que casi nunca repetía modelos. Ramón se probó una y mil veces otros jerséis, no se decidía, dudaba, murmuraba que mejor dejarlo, que mejor se conformaba con el que ya tenía, que volvemos otra tarde, bueno, ese sí es bonito, está bien, pero me queda mal, ese otro no está tan bien, pero me queda mejor.
Yo pensaba que sólo las niñas se ponían pesadas con la ropa, dijo Ana. Y él admitió que en realidad no tenía ninguna duda. A falta del jersey de Pablo, prefería buscar otra cosa. Ramón arrastró a su abuela hasta la planta baja, en la que estaban los nuevos aparatos electrónicos, y le enseñó una videoconsola PlayStation. Maravillosa, de verdad, de verdad, había jugado con una en la casa de su amigo Pablo. Ana agradeció la información. Era un aparato muy caro que ella no iba a regalarle. Juan se enfadaría de verdad, de verdad, con los dos. Lo mejor sería volver en busca del jersey, ese que no le quedaba tan mal, sentenció Ana. Pero enseguida reconoció que la PlayStation había sido un gran descubrimiento para ella. Vivía sola, pasaba muchas horas sin nada que hacer, los fines de semana resultaban muy largos… En fin, tal vez fuese buena idea que se comprase la videoconsola. Eso sí, Ramón y su amigo Pablo deberían ir a su casa muchas tardes para enseñarle a jugar. Si la dejaban sola no aprendería nunca. ¿Qué te parece?, preguntó la abuela. Más adelante, cuando me canse de los juegos, dejaré que te la lleves a tu casa.
Ramón salió de El Corte Inglés con su jersey, Ana con una videoconsola y los dos con el deseo de repetir muchas tardes esas citas, ahora imprescindibles, ya que la abuela necesitaba la ayuda del nieto para utilizar la PlayStation. A Ana le divertía que Ramón dudara tanto, a veces maniático, a veces con apatía, dándole la vuelta a todas las cosas, tímido a la hora de pedir lo que le importaba. La indecisión era una forma de hacer tiempo entre ofertas por las que no sentía ningún interés. Pero al final acababa siempre por salirse con la suya. En el fondo, sabía lo que estaba buscando. Igual que su padre. Lo más gracioso, pensó Lola, es que Ramón es igual que su padre. En eso Ana tenía toda la razón. Se había dado cuenta aquella tarde del jersey y la PlayStation. Dos formas de ser muy parecidas, pero en épocas y con experiencias muy distintas. Juan no había llegado nunca a entender esa situación.
Los problemas hay que resolverlos paso a paso, sin dejarse una suma o una resta mal hecha. Las ilusiones a largo plazo son un peligro cuando impiden comprender el instante, disfrutar de aquello que se tiene. Juan apretaba mucho a Ramón o renunciaba a comprenderlo con demasiada facilidad. Viajar con los dos había supuesto casi siempre para Lola un esfuerzo de concordia. Se le acumulaba la tarea de evitar susceptibilidades y malentendidos. ¿Qué tal el viaje?, preguntaba Ana. Bueno, una misión diplomática, respondía ella. No importaba que Juan tuviese razón en la mayoría de las ocasiones. El problema era que se mostraba incapaz de entender el carácter de su hijo, sus kilos de más, su falta de agilidad física, la poca curiosidad que sentía ante el mundo. Y el padre se quejaba de su desinterés ante ciudades nuevas, países desconocidos, regalos de asombro que no le provocaban una respuesta inmediata, un madrugón, una luz en los ojos, un paseo largo, porque siempre había motivos para sentarse en la terraza de un bar o para quedarse toda la mañana en la habitación del hotel. Juan se desesperaba, le resultaba difícil componer un argumento a largo plazo con un niño encantador y quieto, pacífico, desganado y más bien solitario, que se parecía poco al gamberro que él había sido en su infancia. Conclusiones del estado de la cuestión: las buenas ideas y las muestras de cariño corrían siempre el peligro de acabar en un malentendido.
Empezaban entonces las teorías, las comparaciones y sus famosos bailes sobre los calendarios. Quizá se tratara de eso, decía Juan, de que su hijo no había crecido en un barrio y no había saltado por las ventanas de un hospital en ruinas o mantenido el equilibrio al andar por el filo de una tapia. Cada vez hay menos tapias en las ciudades. Nos estamos quedando sin tapias y sin ranas. Se conservan las iglesias, desaparecen las tapias. El suelo es demasiado caro, no hay huecos, no hay huertos, no hay tierra sin construir, no, no hay tapias, sólo niños gordos y sentados. Así eran las divagaciones de Juan. Cada uno es como es, contestaba Lola, para poner un orden en la desorientación.
—Pero ¿de qué te extrañas?, ¿tú cuándo viste el mar por primera vez?
Lola recordó que se lo había preguntado al meterse en la cama una noche, en el hotel de Brasov, cuándo Ramón era adolescente. Habían organizado un viaje a Rumanía lleno de complicidades, ofertas emocionantes, recuerdos de familia, hermosos paisajes y tierras pintorescas. Ramón estaba conociendo el país donde habían vivido sus abuelos y había nacido su madre. La tarde anterior Juan se había encargado de contarle la historia de su amistad con Andrei Florescu para que entendiese la emoción que sentía ante su tumba en el parque Central. Eran historias demasiado cargadas de años, poco adaptadas a la edad de un adolescente. Quiso explicarle el significado de aquella visita, la marca triste y sucia de la lluvia sobre un poeta revolucionario devorado por una revolución que había dejado de ser suya. Juan no le hablaba así a Ramón, pero casi. Las frases más solemnes las dejaba para sus reflexiones posteriores con Lola. Después de cenar sarmale en la calle Republicii, de vuelta al hotel, Juan propuso madrugar al día siguiente para visitar el castillo de Bran, el castillo de Drácula, antes de regresar a Bucarest. Ramón dijo que estaba cansado y prefería dormir un poco más.
—Te lo pregunto en serio, Juan, ¿cuándo viste el mar por primera vez? —insistió ante la perplejidad de su marido.
Juan no recordaba cuándo había visto el mar, seguro que en una excursión con sus padres a Motril siendo muy niño. Pero recordaba a sus amigos del barrio, el acontecimiento que había supuesto para Mateo ver el mar, ir a la playa, una hazaña deslumbrante y digna de no olvidar, comentada durante muchos días, como su mareo y su vómito en el coche recién estrenado por culpa de una carretera interminable, un camino lleno de curvas y de olor a gasolina. Juan no podía pedirle a su hijo que lo viviera todo como un acontecimiento. Esa era la explicación sensata, lo que ella intentaba valorar. Ramón había conocido el mar casi antes de nacer, estaba acostumbrado a viajar con ellos o con su abuela Ana, tenía la suerte de vivir en un mundo mucho mejor que el de sus padres, sin privaciones y sin grandes esperanzas, con la realidad al alcance de la mano. Así es. Las cosas eran así. Y por lo que se refería a la agilidad, bueno, pues había salido a su madre. Yo era maravillosa en matemáticas y haciendo redacciones, y un desastre en educación física, le dijo entonces a su marido. Ya sabes que bailo fatal. Nunca he saltado una tapia.
—Sí, Lola, ¡pero el castillo de Drácula!
Juan había pensado la excursión metiéndose en la piel de su hijo. Un castillo de película, en medio del bosque, con almenas altas y la sombra de un vampiro en cada ventana. Pero la piel de Ramón era de Ramón, y a los dieciséis años estaba más gordo que nunca, le asustaban las excursiones, las cuestas y las escaleras interminables. Claro que le gustaba el castillo de Drácula, como le iba a gustar también mucho el paisaje de Sinaia camino de Bucarest por una carretera tortuosa entre montañas y árboles gigantes. Pero su padre y su madre empezaban a caminar en busca del balneario donde comieron una vez, o decididos a visitar el castillo en el que veraneaba Ceaușescu, el castillo de Peles¸, y después seguían andando, convencidos de que detrás de aquel paseo estaba la casa para los altos cargos del partido en la que ella había pasado una semana con Mercedes y Eugenio Rosales. Ramón se sentía asfixiado, dispuesto a sentarse en cualquier lugar y a dejar que la historia siguiese durmiendo la siesta. El viaje perfecto era otra cosa más tranquila para un muchacho gordo, tal vez un coche de puerta a puerta y un restaurante cerca del hotel.
Ahora Ramón había crecido, tenía su propio mundo, y Juan seguía sin entender que resultaba muy difícil obligarlo a vivir según unos criterios que no respondían a su propia vida. ¿Tenía sentido preocuparse de conseguir un buen currículum para entrar en un departamento universitario, cuando era casi imposible encontrar un hueco en la universidad? ¿Tenía sentido estudiar oposiciones a instituto cuando apenas se convocaban plazas? La verdad es que no resultaba muy atractivo competir con una multitud para buscar una aguja en un pajar. Cientos de aspirantes, tardes y noches de estudio, cientos de ilusiones y casi nada que repartir.
—Mamá, no es así —le había explicado Ramón—. Los trabajos seguros han pasado de moda. Las cosas ya no son como cuando vosotros estudiasteis. Prácticas sin sueldo, becas miserables y con pocas posibilidades de que se conviertan en un puesto de trabajo, eso es lo que hay. ¿O es que no lo ves en tu departamento?
—Algún alumno entra de vez en cuando.
—En matemáticas, tal vez. Pero en filosofía no, o muy de vez en cuando y después de hacerles la pelota a todos los profesores. Te dan una beca del ministerio y es un tesoro. Te tocó la lotería. Pasan cuatro años, y a jugar otra vez a la ruleta, porque es muy posible que se acabe la beca y no haya un contrato disponible.
Había sido una de las discusiones tradicionales entre Juan y Ramón desde que su hijo empezara la universidad. Juan quería ayudarlo a elegir asignaturas, enterarse de los profesores, hablar con algunos amigos. Ramón no estaba dispuesto a ser el hijo de Juan y Lola, no quería ni enchufes, ni privilegios, ni conocidos de la familia. Juan esperaba que Ramón hiciese vida de departamento, que fuese a hablar con los profesores para comentar la bibliografía o los exámenes, que se matriculase en algunos congresos y participara en las actividades de la facultad. Ramón no estaba dispuesto a convertirse en un lameculos, a congraciarse con profesores tontos, a guardar cola para conseguir una matrícula y aguantar conferencias tediosas sobre cualquier estupidez. Juan quería que Ramón no confundiese su formación académica y su carrera con el deseo de demostrarle a su padre que era independiente, que no necesitaba su ayuda para nada. Pero Ramón, en primer lugar, quería demostrarle a su padre que era independiente y, en segundo lugar, que no lo necesitaba para nada. Juan acababa las discusiones preguntándole a Lola, después de una noche de insomnio, los motivos de la actitud de Ramón, de su carácter autodestructivo, y le daba vueltas a la mejor manera de acercarse de nuevo a su hijo para ofrecerle su apoyo. Se desesperaba ante la idea de que las incomprensiones coyunturales, los malentendidos y orgullos momentáneos, le pasasen después factura a lo largo de los años. Ramón prefería encerrarse en su cuarto, en su ordenador, en su vida, en la realidad de su generación.
Y Lola, una y otra vez, hacía gala de sus cualidades diplomáticas. Prefería que ninguno de los dos supiese del todo su opinión, intentaba defender al padre delante del hijo, comprender al hijo cuando hablaba con el padre, y mantener una equidistancia sosegada para dejar que pasase el tiempo. El problema de Juan no eran sus ideas o sus consideraciones, sino la inclinación a plantearlo todo como una urgencia. Mejor tomarse las cosas con más tranquilidad, sin adelantar los males por la búsqueda precipitada de soluciones. La situación de la familia, el patrimonio de Ana, sus propios ahorros, permitían plantearse el futuro de Ramón con calma. Eso también lo sabía su hijo, jugaba con red, estaba en condiciones de rodearse de lujos como la insatisfacción, el orgullo o la indiferencia.
—Creo que ayer te pasaste con tu padre.
—Habla de lo que no sabe.
—Bueno, también se dedica a la enseñanza.
—Primero fue la manía de que intentase quedarme en la universidad. Era mucho mejor que una plaza en un instituto. El expediente, el expediente, el expediente. Y después la manía de las oposiciones de secundaria. Se ve que ha rebajado sus esperanzas sobre mi carrera.
—Intenta ayudarte, un puesto en un instituto es una buena forma…
—De presentarme, suspender o aprobar sin plaza, y andar de interino de un sitio para otro. Eso de las oposiciones ya no es una salida, no hay dinero para contratar profesores de filosofía. Prefiero plantearme otros caminos. Además, no quiero ser funcionario, no quiero vivir de la paguita fija del Estado.
—¿Y de qué vas a vivir, Ramón? Te lo pregunta una funcionaria que vive de su trabajo, un trabajo decente, por el que cobra una paguita fija del Estado. No es mucho, pero llego con tranquilidad a fin de mes, y te aseguro que me siento más libre y más útil que cualquier emprendedor. La investigación da para muchas aventuras.
Quizá Juan no se hubiera dado cuenta de los cambios de su hijo, pero ella sí. Era muy posible que la reacción virulenta contra su padre cuando discutieron sobre el abandono de las oposiciones se debiese a que Mariana estaba presente. Un comentario irónico bastó para encender la mecha. Y luego llegaron las declaraciones de principios, el no quiero ser una carga para nadie, el sé perfectamente cómo tengo que ganarme la vida, el sólo te preocupas de mí cuando se trata de cuestiones de trabajo… Pues ya tengo trabajo y me va bastante bien. No se atrevió Juan a discutir la fragilidad de aquel trabajo, la necesidad de pensar en otra cosa. Prefirió aclarar lo que en realidad no hacía falta, aclarar que su hijo no era ninguna carga, que ellos no tenían ninguna pretensión, no había prisa, no debía preocuparse por ganar dinero o por irse de casa. Estaban discutiendo de otra cosa, pero Juan caía en las trampas de la pelea con facilidad. Su historia con Estrella y la separación de su primera mujer lo habían hecho muy vulnerable cuando se trataba de poner en juego algunos sentimientos. Estaba convencida.
También estaba convencida de que Ramón tenía un rollo. Primero se había sorprendido de que su hijo quisiera adelgazar. Una buena noticia, después de los intentos fallidos. Dejó de visitar a todas horas la cocina, de llenar la mesa de su cuarto con botes de Coca-Cola, de comer patatas fritas, chocolate y pan, y pidió que le hicieran carne o pescado a la plancha. Incluso hizo un esfuerzo por aficionarse a las verduras, el símbolo de las buenas intenciones que habían fracasado una y otra vez. A la vuelta de algunos viajes, después de algunos intentos desgraciados de jugar al fútbol con sus amigos, al final de los veranos de su adolescencia, Ramón había convenido con su madre la necesidad de guardar dieta y perder los kilos que le sobraban. Pero la disciplina de las verduras resistía poco tiempo ante la tentación del chocolate. Ahora estaba manteniendo su régimen de comidas con una inesperada voluntad y los esfuerzos empezaban a notarse de forma clara.
Lola observó también que había cambiado la forma de vestirse no ya para salir a la calle, sino para estar en casa. No es que Ramón fuese ahora un joven presumido, ni que mostrara mucho interés en comprarse ropa, pero había logrado llevarlo un par de veces a El Corte Inglés y dedicar más de cinco minutos a ver camisas o pantalones sin que se impacientara. Tampoco pasaba el día en pijama o escondido bajo las camisetas más feas del rastro. Cambios que Juan no había advertido, de eso estaba segura, pero que ella había empezado a notar a los pocos días de la llegada de Mariana. El aire de indolencia y dejadez había desaparecido de la vida de su hijo.
Una novia, Ramón tenía novia, empezó a sospechar Lola sin atreverse a preguntar. Tanto secreto le parecía absurdo, porque sus padres serían los primeros en alegrarse. Con ella había tenido siempre más confianza que con Juan. Debería contárselo, porque iba a tener su apoyo. En vez de estar encerrado en casa, le convenía salir, quedar con los amigos, romper la monotonía, encontrar razones para animarse. La verdadera inquietud surgió cuando a Ramón le dio por preguntar sobre Rumanía. Nunca había mostrado interés por sus recuerdos de Bucarest, los años que pasó en otro lugar del mundo como hija de dos militantes comunistas. Y de pronto le interesaron los detalles de la vida en aquel país, los problemas de sus abuelos, la opinión que le merecían los colegios, las fiestas, las costumbres, la comida y los políticos de Rumanía. Algo estaba pasando. Su hijo, además, quiso recordar el viaje que habían hecho juntos a Transilvania, las ciudades por las que habían pasado, los monumentos que visitaron.
—Pues el castillo de Bran, ¿no te acuerdas? A tu padre le dio un ataque cuando nos dijiste que no sentías ninguna curiosidad por Drácula.
Con las preguntas sobre Rumanía, Lola había cerrado el círculo. Conclusiones sobre el estado de la cuestión: más que buscar novia, Ramón quería liarse o se había liado con Mariana. Y el domingo por la noche confirmó sus sospechas, cuando su hijo volvió a casa con pocas ganas de hablar y después de pasar todo el día fuera.
—¿Qué tal?
—Bien.
—Pero ¿dónde has estado?
—En Alcalá de Henares.
—Me habías dicho que ibas a Torrejón.
—Sí, pero al final he ido a Alcalá.
—¿Y con quién has estado?
—Con unos amigos de la facultad.
No quiso preguntarle por Mariana, pero dos y dos son cuatro, que multiplicado por cuatro son dieciséis. Además, a la mañana siguiente, con la excusa de preparar el equipaje, había buscado alguna pista en la mesa de Ramón hasta encontrar un periódico con la dirección en Alcalá de la amiga de Mariana, la calle Andrés Saborit. Esperaba que su hijo no fuese tan idiota como para dejarse engañar o meterse en un enredo. Era mayorcito, no se trataba de explicarle ahora la utilidad de los preservativos. A ver qué pasa, se preguntó Lola, hasta dónde llegan las cosas, y cómo se lo toma Juan cuando se entere, si es que se entera. La vida gasta bromas extrañas. Ella había nacido en Bucarest como hija de la revolución triunfante. Al cabo de los años tenía en su casa a una chica rumana, una hija del fracaso revolucionario. Y su hijo estaba acostándose con ella. No sería propio de Juan echarle la culpa, recriminarle su empeño en contratar a una muchacha fija. Has metido el lobo en casa. No, una salida demasiado estúpida y grosera para Juan.
Pero ¿cómo tratar a Mariana? ¿Preguntarle a Ramón? No, desde luego que no. Habría que esperar a que Ramón dijese algo o diera por concluido su capricho. ¿Y mientras tanto? ¿Tratarla como a una criada? ¿A la novia de su hijo? Un poco duro, reconoció Lola. Pero no podían hacer otra cosa. No quedaba otra salida. Pensaba mantener la calma, llegar a la casa, enseñarle su cuarto, la cocina, el mueble con las sábanas, los armarios, la terraza con el tendedero y el patio acristalado de la lavadora. Ahí guardaban el cepillo, la fregona y la tabla de la plancha. ¿Había otra alternativa? Ninguna, sólo mirar de vez en cuando hacia atrás, con disimulo, para ver si Ramón y Mariana se daban la mano.
—¿Te ha contado tu madre que Andrés tiene una novia? —la sonrisa de Juan anunciaba una de las diversiones del verano—. Parece que es muy joven, más o menos de la edad de Ramón.
—Sí, por lo visto es un bombón. Ahora nos dará detalles. He quedado en llamarla cuando estemos llegando. Va a venir a echarnos una mano y a ponernos al día.
—Eugenio me dio también recuerdos para ella. Dice que la recuerda con mucho cariño. Fueron muy buenos camaradas.
—Claro.
—Se puso hasta un poco solemne al hablar de ellos. —Empezó a imitar la voz ronca de Eugenio Rosales—: Los padres de Lola fueron grandes camaradas. Él tenía un carácter fuerte, pero en sus enfados y en sus discrepancias nunca pesó la ambición personal. Me alegré mucho de que al final se cerraran las heridas.
—Un buen camarada… Fíjate cómo se lo pagaron después. La historia está llena de sacrificios sin recompensa —comentó Lola, y se volvió a mirar una vez más a su hijo Ramón y a Mariana, refugiados en el asiento de atrás, bajo la capa aislante del iPod, cada uno envuelto en su música y con las manos separadas.
—Tampoco Eugenio ha tenido mucha recompensa.
—¿Que no? Es un padre de la patria.
—¿Y la pierna? ¿Cómo vas? ¿Paramos?
—Sí, yo estiro la pierna y tú compruebas si te has tomado la pastilla.
—Metí una caja nueva en la bolsa del ordenador. Si no falta ninguna, es que no me he tomado la pastilla.
Lola se calló y se puso a mirar la carretera. Pasaban por campos de encinas. En cualquier momento iba a aparecer el anuncio de una vía de servicio.