CUADERNO NEGRO
Mi hijo Ramón no quiere que le cuente mi vida. Fue su forma de cerrar la discusión y de decirme que su mundo y el mío tienen ya muy poco que ver. Más que la escena de la tarde anterior, me asustó entonces volver a las mismas conclusiones de los dos últimos años, admitir una vez más la dificultad de que nos entendiéramos. Resulta inútil hablar. Yo no quería perder el avión. Así que le di un beso, salí de la conversación, de la cocina, de la casa, del ascensor, de la calle, de la ciudad, y me fui hacia el aeropuerto. Pero me llevé el cuaderno negro que Lola me había traído de regalo de su último viaje a Barcelona, antes del accidente. Iba a ponerme a escribir, iba a contarme mi vida. Era la forma de intentar de nuevo la conversación que no podía mantener en ese momento con mi hijo. Necesitaba aclararme, explicarme, pedir perdón; no sé, cualquier cosa para negociar mi sentimiento de culpa y mi deseo de ayudar.
Las inquietudes sobre el futuro son demasiado carnales cuando uno se pregunta por la vida de un hijo, de una hija. ¿Qué va a ser de ti? O también, ¿qué va a ser de nosotros? La historia, la política, la economía, el compromiso, la sociedad, se condensan en una preocupación muy estrecha. Es como guardar en una buhardilla los muebles de un palacio, meter en algo más de un metro cuadrado la responsabilidad y la ilusión, los errores y el amor, la memoria y el futuro, el miedo al fracaso y la necesidad de amparar.
Hola, Ramón. Sí, voy a contarte mi vida, aunque ya no pertenezca al mundo real, aunque sea el habitante ingenuo de una provincia desaparecida. Voy a contarte mi vida, a contarme mi vida, porque es la forma de que tú me veas contándome mi vida, de que conozcas algunas cosas de mi pasado, de que asistas al espectáculo de mis relaciones con ellas. Se trata de esto: mis explicaciones sobre mí mismo. ¡Soy un neurótico! ¡Pienso siempre en mis dramas! Es posible. Pero contar la vida es también un deseo de acuerdo, la búsqueda de un sentido a todo este absurdo, a las cosas que ocurren sin una razón lógica, a las incomprensiones que no nacen de una mala voluntad, sino del azar, del vacío, de la vida que cada uno lleva encerrada detrás de los ojos. Y aquí estoy, en la mesa del dormitorio de Rota, después de haberle contado a tu madre y a tu abuela la sorpresa de ayer, la discusión de esta mañana. Supongo que te habrán llamado o que te estarán llamando en este momento. Al cuaderno negro y a mí nos miran una cama deshecha, el espejo del armario, el balcón abierto, las mismas historias que he intentado contarte muchas veces y otras que quiero recordar, recordarte, ahora.
Tienes razón. Me obsesiono con las cosas y elaboro teorías extrañas sobre cualquier asunto. Yo mismo nunca sé lo que esperar de mí. La última vez que volví de Granada, después de cerrar y vender la casa de mis padres, mi primera casa, no tuve sensación de melancolía hasta llegar a Madrid y ver el beso largo de una pareja de novios en el portal. Me había defendido bien, pero aquella escena me paralizó. Un beso, y se me vino el mundo encima. Salí del metro, caminé a través de la plaza, tomada como siempre por corros de jóvenes, gritos y botellas vacías, doblé la esquina y me detuve al encontrarme con el beso. Una pareja de novios alargaba la noche y retrasaba la despedida con un beso lento, minucioso, interrumpido de vez en cuando por una timidez repentina y por la necesidad de comprobar, antes de seguir, que no había ningún mirón en los alrededores. Era yo, los estaba espiando, pero no me descubrieron.
Se miraban a los ojos, susurraban algunas palabras y luego el beso renacía, desafiaba otra vez la precaria intimidad de la calle y el portal. No parecía el beso de dos jóvenes que acabaran de salir de la discoteca, dos cuerpos que asegurasen su cercanía antes de buscar una cama. No era tampoco el beso de una vecina joven, despedida por su amante en la puerta de la casa de sus padres. Cuando la sexualidad se acomoda en la tranquilidad de la vida cotidiana, los besos son un signo de deseo, o una costumbre, o un trámite, pero no una novela por entregas en la que casi todo está empezando y casi todo queda por escribir. Una novela argumentada por los labios.
La pareja se besaba en el portal y yo miraba o recordaba desde la esquina. Aquellos novios parecían esconder en su rincón una historia llena de pequeñas situaciones. No ya los dedos de él entre los botones de ella o la lengua de ella en los labios de él, sino otra cosa, otra vida, un modo de citarse a las seis de la tarde, caminar de la mano por las calles, buscar una cafetería y dejar que la noche caiga como un pañuelo sobre un truco de magia. El beso escondía sus aceras, sus escaparates, sus árboles, su paquete de tabaco, sus terrones de azúcar, su café o su cubalibre, las conversaciones largas, las cuentas y los planes de un futuro compartido por los labios. Aquel beso estaba enredado en mil esperanzas, definido por el trabajo de él y el trabajo de ella, por los padres de ella y los padres de él, por la felicidad de una boda calculada, tal vez dentro de un año, una felicidad intuida los sábados y los domingos por la tarde y limitada por un horario fijo de regreso al domicilio.
La pareja de novios se besaba en la frontera de las doce de la noche, alargando la despedida gracias a una pequeña infracción de cinco minutos. Ahí estaban. Me acerqué por fin, saludé con una esforzada naturalidad, abrí la puerta rápido y subí las escaleras hasta el ascensor. Él no volvió la cabeza. Creo que ella me miró con vergüenza, pero sin apartar casi los labios de su beso. Era la muchacha dominicana que trabaja en casa de los vecinos del tercero. Ya la había visto otra noche con su novio en el recodo de la escalera de servicio. Él parecía también latinoamericano.
De pronto me sentí envuelto por otro tiempo. Olí a hiedra, a macetas recién regadas, a árboles altos y provincianos en un jardín público. Un río dejaba su huella húmeda en el espesor caluroso de la ciudad. En una calle de Madrid, mientras una cola de muchachos inquietos y muchachas demasiado arregladas esperaban a que los porteros abriesen de nuevo las puertas de la discoteca, olí la vegetación de las noches de Granada. Desapareció de golpe el sabor metálico del metro, el rumor de la plaza, la música que se escapaba de los coches mal aparcados y la lentitud noble del ascensor que bajaba a buscarme. El ascensor de casa, con su cristal y su madera, es antiguo, pertenece al pasado, igual que algunos besos.
Reviví los besos que espiaba en mi infancia, los párpados de mi vecina Rosa cuando se dejaba besar por su novio en el portal, una vez, otra vez, otra, con las agujas del reloj violando el límite de las diez de la noche, y los ojos entrecerrados, pero también abiertos, vigilantes, temerosos de la mirada impertinente de los gamberros.
Las noches de verano, cuando se cenaba pronto o se merendaba tarde, facilitaban las aventuras callejeras de los niños. Las madres consentían juegos nocturnos porque el barrio era una selva familiar, una geografía colonizada por la pandilla. No había peligro, los niños podían volver a casa más tarde que las parejas de novios. Un poco antes de las diez, siempre había alguno apostado en la esquina del callejón para dar la voz de alerta en cuanto llegaba Rosa. Se trataba de acercarse despacio y de espiar su despedida.
—No te creas que me da vergüenza, Juanito —me dijo una mañana Rosa mientras tendía la ropa limpia en la terraza de la casa. Era muy simpática cuando estaba de buenas, y le gustaba hacerse la moderna—. Si tú quieres, pedazo de tonto, nos sigues a los Jardinillos y te dejo mirar mientras nos besamos. Lo que me da rabia son las chuminadas, las estupideces y las risas. Sois unos renacuajos. ¿Es que no hay en el barrio una cosa más divertida que espiarme?
Eso me preguntó. Ya ves, ahora me espío a mí mismo. Según tu madre, no encuentro nada más entretenido que mis propios asombros. Miro, observo la realidad y comparo situaciones. Quizá tengas razón y me espío a mí mismo porque he llegado a sentirme fuera de juego, casi ausente de los acontecimientos, mirándolo todo como desde otra ladera del río, incapaz de comprender el mundo en el que tú procuras abrirte camino. Por mucho que no quiera desentenderme, aunque intente no encerrarme en mi mundo, no quedarme cada vez más distante de ti y de tu hermana, miro el portal y veo una escena de otro tiempo, dos latinoamericanos que han llegado desde muy lejos para recordarme las costumbres de mi infancia. Sí, son costumbres de otro tiempo o de otros países, realidades propias de la lejanía. Aquellos besos de Rosa pertenecieron a un noviazgo de años, una novela protagonizada por las buenas y las malas intenciones del joven que sacaba a bailar a una muchacha y luego quedaba con ella para la tarde siguiente. Toda la familia, toda la ciudad, todo el barrio, todas las ventanas, todas las conversaciones y los silencios, estaban pendientes de los besos. El futuro se parecía mucho a una discusión sobre la decencia de una pareja. La gravedad del secreto que interrumpían de forma impertinente las risas de los niños, los tumultuosos gamberros, descansaba en una preocupación colectiva por la seriedad de las costumbres y por la suerte de una muchacha conocida, no fuera a convertirse, Dios no lo llegue a consentir, en una desgraciada. La vida se sentía más segura al marcar con una minuciosa atención los pasos de la historia conyugal.
Así que hablar de los besos es contarte mi vida. Detrás de cada beso se consolidaba la jerarquía de un vocabulario con planteamiento, nudo y desenlace, una ilusión que empezaba en la palabra pretendiente, seguía con las esperanzas del novio, adquiría seriedad oficial —después de la ceremonia de pedida— con los derechos del prometido, y culminaba en la boda, en el sí del matrimonio y en los labios ya familiares del marido. Todo estaba escrito en la novela de aquellos besos. Nada que ver con los besos que no necesitan espionaje porque son lo que son, sin la obligada prudencia de distinguir entre las buenas y las malas intenciones. Un beso ahora es un beso, antes era un melodrama por capítulos, y es posible que yo me haya comportado contigo como un señor de otro tiempo al hablarte del respeto que merecen las criadas, las personas que pueden sufrir en sus besos una relación de inferioridad. Contarte mi vida no es intentar que te comportes como yo, más bien es pedirte que me comprendas. Tengo derecho, además, a decir que, no ya en el mundo, sino en el progreso del mundo, en los caminos que elige para rodar, hay muchas cosas que no me gustan.
Comparar y distinguir entre besos parece ridículo. Lo pienso ahora mientras escribo en el cuaderno negro, y lo pensaba ya al abrir la puerta del ascensor una noche del año 2010, en Madrid, todavía con el olor de las macetas recién regadas al caer la oscuridad de una noche granadina de 1967, por ejemplo, mientras los ojos de Rosa y los ojos de la chica dominicana se confundían detrás de las nucas de sus novios, que se confundían también. Eran casi la misma espalda, el mismo cuello, no importaba que uno acabase de llegar a España y el otro quisiera hacer las maletas para buscar trabajo en Alemania. Es ridículo comparar besos y novios, aunque aquella noche estuviese más justificado que nunca. Acababa de volver de Granada, de casa de mis padres, o de mi casa, o de mi casa con Nicole, o de la casa de Nicole y Estrella, o de la casa abandonada, qué lío, la vida y la memoria son un lío.
Era normal que el calor se confundiese y que las dos ciudades mezclaran sus veranos. Como el mundo va demasiado deprisa, los malentendidos y las confusiones son inevitables. Un día, un mes, un año, una década, se terminan y resulta fácil tacharlos en un calendario. Pasa el tiempo, las personas dejan de ser las mismas, los nombres cambian en los buzones de los edificios, los almanaques acaban en las papeleras, todo se diluye. Pero no puede arrancarse, no se borra de los ojos ese tiempo desaparecido, ese ayer en el que los nombres y las cosas fueron tan distintos.
Abro los ojos a la realidad y estoy condenado a ver mundos diversos, experiencias contradictorias que no tardan en confundirse. Cuando madrugo por culpa de algún viaje, la vida se mezcla delante de mis ojos. A primera hora de la mañana la calle está llena de muchachos y muchachas que salen de la discoteca, más jóvenes incluso que tú, con una mirada nocturna y derrotada. Se tambalean bajo la tímida claridad del sol. Ropas de fiesta, nuevas modas defendidas con una insolente juventud, llenan la calle de cuerpos excitados y de vestidos descompuestos. El día llega con los faldones de la camisa fuera del pantalón. Pero no para todos. Los empleados extranjeros, con sus monos de trabajo manchados de grasa, descargan camiones en las puertas del mercado, y las mujeres mayores salen con abrigos de espiguilla a hacer sus compras, pisando de forma impaciente la luz del día.
Algunos viejos observan a las muchachas vomitar en una esquina. Mientras salgo a la plaza y busco la estación del metro, oigo a los ancianos murmurar preguntándose por la decencia. Todos los tiempos cambian, adelantan que es una barbaridad, como se dice en la zarzuela. Cuando lo comenté con tu madre, me aconsejó eso, que tuviera cuidado con hacer una filosofía de zarzuela.
—¿Y no es verdad? Una filosofía de zarzuela.
Sí, Lola, es verdad. Puedes entrar con libertad en este cuaderno. Di lo que quieras. Así es, todos los viejos sienten la incertidumbre de su propia existencia en el espectáculo de la juventud. Cierto, Lola y Ramón, Ramón y Lola, cierto y más que comprobado. Pero también es cierto que no todo corre de la misma manera, y que unas épocas van más deprisa que otras. Será ridículo, seguro que es ridículo, pero el beso de una pareja de novios en un portal puede llevarnos a un tiempo lejano, provoca una grieta por la que entran luego las manos húmedas de un río o una melancolía. Un beso puede ser más convincente que las puertas o las ventanas de una casa. Y dos cuerpos desnudos en una cama también. Son un espectáculo. Sobre todo si estamos hablando de mi cama. Los cuerpos son y serán siempre una sorpresa. Los jóvenes de hoy no tienen necesidad de esconder tantas ilusiones en un beso. Hay amor, deseo, urgencia, pero no un melodrama, un noviazgo difícil dentro del beso, con sus declaraciones, sus miedos, sus cálculos y sus tardes de sábado o de domingo. Y está bien, Ramón, lo acepto. Melodramas y tragedias sólo las justas. Pero hay cosas que conviene respetar. Tan importante como romper con lo que está de más en el mundo es conservar lo que merece la pena.
Granada. Yo había viajado en aquella ocasión más dispuesto que nunca a controlar las emociones. Una excursión rápida hacia el pasado, irme el jueves para estar de vuelta en Madrid el sábado. Cita por la mañana con los chamarileros, por la tarde con el notario, y asunto terminado. No quise llamar a ningún amigo, sólo una conversación rápida con mi primo José Javier para solucionar algunos detalles y una copa por la noche en La Tertulia. Como Roberto estaba en Buenos Aires, corría poco peligro de enredarme con las tentaciones de la vieja amistad. Preferí reservar una habitación de hotel y programar una estrategia fría, un plan sin concesiones. No es que me estuviese jugando nada importante. Cualquier herida de mis guerras granadinas hace ya muchos años que está cerrada. Aunque pueda parecer extraño, mantengo en formación los ejércitos del pasado para vigilar mi entendimiento con el presente, que es lo que me importa. He aprendido a disfrutar de las cosas llamadas a desaparecer y de los ancianos que pueden morir, a cuidar los amores que corren el peligro de oxidarse, te quiero, Lola, te quiero, Ramón. He aprendido a pensar en mi familia y en mis amigos, incluso a pensar en mí.
No sé si se trata por fin de un deseo inteligente de madurez o de una consecuencia afortunada del miedo. Pero la conciencia que me urge a indagar en las sensaciones del pasado, y a mezclar las escenas de la memoria con la realidad, descansa en mi necesidad de cuidar el presente. Por eso se me llena todo de comparaciones, no por pura nostalgia del pasado, sino por respeto al presente, por un compromiso contigo, Ramón, que no me entiendes, porque yo, por lo visto, tampoco puedo entenderte. Me obsesiono con teorías precipitadas sobre los besos y los portales, o sobre una juventud sin libertad que aprendía a beber en los sótanos de la resistencia y una juventud libre que no sabe beber y vomita delante de los viejos. Detecto los abismos, las distancias, los juegos malabares entre los dos mundos, las brechas de la historia. Pero se trata en realidad de ejercicios emocionales que, más que encerrarme en las trampas de la nostalgia, responden a la debilidad que siento en el presente. Los cálculos y las estrategias me dejan a menudo en fuera de juego, porque vivo un presente en retaguardia. Pero eso es el tiempo, un malentendido, algo que se empeña en convertirme en un aliado contradictorio de cualquier resistencia. Es la pasión por la vida lo que me hace sentir fuera de juego. Mi deseo de considerar invulnerable nuestra vida, mi amor por tu madre, el orgullo que necesito sentir por ti y por tu hermana Estrella es lo que me empuja. El presente me arrastra al pasado.
Y el pasado a veces es tedioso, una reunión de nombres sin importancia, unas explicaciones que llegan desde la prehistoria en la voz de mi primo José Javier. Ya está todo arreglado —me dijo con la eficacia del que está acostumbrado a trabajar por teléfono y pasa de la oficina al domicilio familiar y del domicilio familiar a la oficina sin moverse de sitio—. Restaura se queda con el piso. Quiere remodelar todo el edificio. Es gente seria, y el precio está bien, allí trabaja María Eugenia, sí, hombre, claro que la conoces, es la hermana de Pablo Benavides y está casada con Pedro José Moreno, sí, los Moreno, claro, los de la farmacia de Puerta Real, Pedro José Moreno es hijo de Pedro José Moreno. Y al notario también lo conoces, es Esteban García, estudió conmigo, no, ese no, Esteban García es hijo de Esteban García, el que era dueño de los Almacenes El Águila, ¿no te acuerdas? Si quieres te busco una empresa de traperos para que se hagan cargo de los muebles, allí no debe quedar nada. ¿Algo de valor? Por eso. Os lo habéis llevado todo. No, no es molestia, mi mujer colabora con una fundación de ex drogadictos que se financian así, van con un camión, se llevan las cosas, y te dan las gracias y cuatro euros. Fue una idea de Pilar Alonso y su marido. Pilar, claro, eso es, son sus tías, Pilar y Angustias Alonso, las del estanco de la calle San Antón…
Bueno, exagero, pero a veces el pasado es tedioso, una masa amorfa, nombres inútiles. Otras veces no.
Al acercarme a la casa de mis padres, a mi casa, a mi casa con Nicole, a la casa de Nicole con Estrella, a la casa abandonada que hay que vender de una vez, qué lío, había conseguido controlar cualquier provocación de la memoria. Allí estaban mi infancia, mi adolescencia y mi primera juventud. Allí había estudiado la carrera, allí había aprendido a vivir con la cabeza en las nubes, a mezclar en mi imaginación la insaciable novelería del futuro con el diluvio universal de la realidad. Había aprendido a construir un arca de Noé para los recuerdos, las inquietudes políticas y las tentaciones sexuales. Volvía allí, te lo confieso, más como un padre que llevaba casi dos meses sin hablar con su hijo que como un hombre que regresa a su infancia. Con mi infancia me encontré luego, en el portal de la casa de Madrid, gracias al beso de la sirvienta latinoamericana.
—Oye, Rosa, ¿sabes?, los gamberros hemos hecho una cabaña en la alameda del río. Es para los fines de semana. Nunca vamos en días de colegio. Si quieres te enseño donde está, y así puedes ir con tu novio.
—Pero bueno, idiota, ¿qué eres tú? ¿Un casamentero o un sinvergüenza? No te metas en donde no te llaman, Juanito, que yo soy una chica decente. Además, ya sé dónde está vuestra cabaña. Tengo una bola de cristal en la que puedo ver todo lo que ocurre en el río. Así que ten cuidado.
Rosa espiaba a los gamberros en una bola de cristal con los mismos ojos que aparecían detrás de la nuca de su novio mientras se besaban en el portal. Rosa veía, sin salir de su habitación, los sapos del río, las libélulas que temblaban en el aire, las ranas, los peces encerrados en las pozas, las cabras del Tío Pringues, los perros salvajes, los pájaros extraños de la alameda, no muy extraños, pero mucho más extraños que un gorrión o una paloma. Veía los rabos de las lagartijas, sus pequeños y fúnebres latigazos cuando un accidente o un niño cabrón se los arrancaba de los cuerpos. Veía los ciempiés minuciosos, las mariquitas con su traje de lunares y la picadura de las avispas. Veía los renacuajos, las ratas de agua, las culebras. Veía la escopeta de sal del guarda, más cabrón que ningún niño y mucho más cabrón que su hermano, el Tío Pringues. Y veía lo que pasaba dentro de la cabaña, los gamberros que inventaban guerras, jugaban a los médicos con alguna niña desorientada o sacaban su colección de postales de mujeres desnudas para masturbarse.
Rosita conocía el orden de las cosas. La colección de postales escondida en la caja de galletas Cuétara. Las piedras para la defensa de la cabaña amontonadas en dos cajas de plástico azul de cervezas Alhambra. El tesoro de chapas que los gamberros habían enriquecido avariciosamente gracias a las casetas y las barras de las fiestas del Corpus, en el paseo del Salón, con una variedad casi infinita de marcas de cerveza y de refrescos. Un tesoro escondido en los tarros de cristal del hospital abandonado. Mirinda, Pepsi, Coca-Cola, Fanta, Alcázar, Alhambra, Schuss, Schweppes, Kas, Campari, Bitter Campari, cadáveres luminosos de verbenas. Y placas desatornilladas de las maderas de los vagones, prohibido sacar las cabeza por la ventana, caballeros mutilados, es obligatorio conservar el billete durante el trayecto. Y tarros de hospital, un hospital de la Cruz Roja con las ventanas rotas, en un descampado sin coches, frente a la estación del tranvía y las alamedas del río. Así era el barrio, así eran nuestros juguetes encontrados en la calle.
Cuando supe que Rosa se casaba y se iba con su marido a Alemania, tardé mucho en pedirle su bola de cristal. Ella se rio, me miró, volvió a reírse, y dijo que no, que de ninguna manera, que la bola funcionaba también en el extranjero y que iba a necesitarla más que nunca para ver a su familia y a sus amigos. Luego cambió de tono, su risa fue más débil, más tierna, me abrazó y me aconsejó que tuviera cuidado. La vida no trata bien a las buenas personas, me dijo. No te lo creas todo, Juanito. Rosa se llevó su bola de cristal a Alemania, a su piso de Frankfurt. Se fue un sábado por la mañana, a pesar de que doña Joaquina, su madre, les repitió mil veces que no necesitaban irse, que a ellos no les hacía falta el dinero, que no tenían por qué buscar trabajo fuera de España. Pero Rosa y su marido no sólo buscaban trabajo, querían irse a Europa, ser europeos, parecerse a los jóvenes de Alemania. El barrio entero sacó un pañuelo blanco cuando el taxi, cargado de maletas y solemnidad, arrancó después de los últimos besos y trotó bajo los plátanos del paseo en busca de la estación. Doña Joaquina estaba triste y arreglada, porque entonces la gente se arreglaba para despedirse, recibir visitas, bajar al bar, escuchar algunos programas de radio o ver la televisión.
Tu madre se ríe de mis comparaciones. Esa risa paciente y cómplice, la risa de Lola, me da confianza y me consuela. Nace de manera oportuna cada vez que necesitamos evitar una discusión y sitúa en un lugar llevadero mis elucubraciones, el lamento por las cosas perdidas, el gusto por las teorías descabelladas. Comparaciones, España y Europa, niños con descampados y niños con polideportivos, casas con una habitación para las visitas y casas con televisores en la cocina y los dormitorios, adolescentes con zapatos de domingo y adolescentes con pasaportes cargados de sellos en los meses de verano, noviazgos infinitos y sexo libre, criadas del pueblo y criadas de otro país o de otro continente, chapas de refresco y videoconsolas, pequeñas ilusiones de menesterosos y ambiciones insaciables de buenos clientes en las grandes superficies.
Tú te ríes, Lola, y yo me río, y Ramón se enfada, pero la verdad es que somos una enumeración, una pendiente de días y noches acumulados. Nuestro hijo Ramón ha sido un niño europeo con un polideportivo, y yo fui un niño español de una provincia muy conservadora, que era como ser doblemente español, un niño con un tarro de cristal lleno de chapas y con un río lleno de libélulas y de ranas por juguete. Nací en un país recargado de banderas nacionales, pero hueco, más vacío y desabastecido que el supermercado de El Corte Inglés un sábado a última hora de la tarde. España, un lugar habitado, eso sí, porque el hueco y el vacío eran tan grandes que cabían allí miles de parejas de novios, miles de trajes de domingo, miles de zapatos rotos por jugar al fútbol en la calle, miles de carnés de familia numerosa, miles de libretas llenas de números, miles de trenes hacia el norte, miles de caballeros mutilados, miles de asientos reservados en los vagones del tranvía, miles de sueños punzantes y de reuniones clandestinas, miles de ranas.
¿Quedarán hoy ranas? ¿Se oirán las ranas todavía en las orillas del Genil? Ramón, tú puedes ser hoy tan racista o tan solidario, tan educado o tan insolente, como cualquier alemán, con la naturalidad de cualquier inglés, porque no te has criado entre ranas, cerca de una vaquería y de unos niños sin merienda. La impertinencia o la complicidad, el desprecio o el respeto tenían un valor distinto en mi barrio. Las palabras oficiales estaban huecas. Pero en la realidad, en la existencia marcada por las necesidades, no cabía un alfiler, una mosca más, un niño.
Lo sé, ya estoy en lo mismo, ya empiezo con otra teoría comparativa, un discurso sobre la insolencia de los barrios pobres y el orgullo prepotente de los ricos. Un sermón sobre el respeto y el abuso. Me imagino la risa de tu madre, me gusta mucho su risa. Fue lo primero que me gustó de ella, su risa, una risa que sonaba a merendero popular andaluz de los años sesenta. Aunque esta comparación le hizo poca gracia la primera vez que me la oyó, porque ella era una chica muy de la movida madrileña, con más bares nocturnos que merenderos. Bares, qué lugares. Pero en su risa había vino con Casera, una ensalada de atún con tomate, una fiesta de aceite, muchas voces hablando a la vez y una bandeja de fruta.
Recuerdo todavía la sensación de vértigo que me asaltaba al dejarme caer en bicicleta por la cuesta Escoriaza, sin freno, lanzado a un descenso temerario, propio de una etapa ciclista narrada con voluntad épica. Fue un milagro que no hubiese ningún accidente grave. Una o dos bicicletas, de mano en mano entre los gamberros, ahora tú, ahora yo, a ver quién baja más rápido y quién tiene más miedo. Es el mismo vértigo que siento al recordar mis dos últimos años de colegio y los cursos en la Facultad de Filosofía y Letras. Rosa se llevó a Alemania su bola de cristal y ya no la trajo al barrio ni siquiera cuando volvía por Navidad. Una lástima, porque conforme cumplía años me resultaba más urgente ver lo que estaba lejos, lo que sucedía en otros lugares, lo que merecía la pena conocer. Un tiempo propicio para las bolas de cristal. Era la vida dejándose caer cuesta abajo, en busca de un lugar que no estuviese vigilado por la policía.
Los últimos años de la dictadura franquista estaban llenos de grietas por las que se filtraba la libertad de un modo inevitable. El agua entraba a borbotones en un barco con la madera podrida. Pero junto con la libertad entraba el miedo a caerse, y la mano dura, y las manifestaciones, y las carreras ante la policía, y las detenciones, y las asambleas, y los bares de copas, que ya no eran tabernas o cafeterías, y las parejas que ya no formaban parte de la luz provinciana y enferma de los noviazgos con besos interminables a las diez de la noche, y los asesinatos, muchos asesinatos por disparos perdidos, asesinatos de una extrema derecha que se movía como un rabo de lagartija arrancado de su cuerpo, asesinatos de las bandas terroristas. Y también mucha indiferencia. Cuando se recuerda el pasado, todo se resume en un pulso glorioso, una hazaña, el niño sin miedo volando en la bicicleta o el estudiante rebelde ante la policía. Pero las hazañas forman una parte mínima de la realidad. Las horas suelen llenarse de aburrimiento y las sociedades de indiferencia. Si a veces me paso de la raya, es porque le tengo miedo a la indiferencia.
Todo lo que yo pueda contarte, Ramón, tiene como telón de fondo la indiferencia de la mayoría, el salvavidas de no sentirse conmovido por lo que ocurre, una decisión más común y más grave que las lealtades estúpidas, los errores o las traiciones. Así que no me engaño, no me abandono con nostalgia a un tiempo sórdido. No es nostalgia, es la vida, mi vida, y por eso le doy tanta importancia a la hora de entenderme contigo. Comparar es también una forma de aceptar las propias contradicciones. No deja de tener gracia echar de menos los insectos de un barrio, las libélulas, la procesión de orugas, las trampas para ratones, después de haberme pasado la juventud imaginando con envidia lo que sucedía en el extranjero. Los estudiantes miraban en sus bolas de cristal lo que pasaba en la filosofía de París, en la literatura norteamericana, en la música de Inglaterra, en las fábricas y en los sindicatos de Alemania, en la política de Italia y Latinoamérica, y la policía miraba en sus bolas de cristal viejas y empañadas lo que se discutía en las reuniones clandestinas de los estudiantes. El agua de la libertad entraba en el barco de forma natural e inevitable porque se estaba produciendo algo más que un cambio de la dictadura a la democracia. Eso me lo enseñó después tu abuela Ana. Se trataba más bien de cruzar un puente, el paso de los partidos de fútbol de una calle sin coches a los polideportivos, de las alamedas de los ríos a las grandes superficies y los supermercados. Era el paso de la pobreza al capitalismo desarrollado.
Como sabes, este ha sido uno de mis temas favoritos de conversación. Las instituciones que asumieron como misión prioritaria flotar en cualquier tipo de aguas se dieron cuenta enseguida de las mareas y de los cambios de corriente, y se pusieron a salvo. A mí no me gusta dedicarme a flotar cuando hablo contigo, asumo el riesgo de ser sincero, aunque parezca que estoy anclado en otro tiempo. Me niego a confundir la vida con un documental azucarado de televisión, declaraciones redondas y padres de la patria bien ordenados y vistos de acuerdo con su mejor perfil. Prefiero recordar los olores, los sabores, el tacto de la ropa, las canciones, los libros, las citas, los nombres, la necesidad, el miedo y algunos sentimientos, como la desorientación, el enfado o la incomodidad ante los oportunistas y los indiferentes. Aquel tiempo fue muy bien programado para resultar confuso y caótico. El rey elegido por un dictador capitaneó los pasos de la democracia. Muchos franquistas aparecieron una mañana convertidos en demócratas de toda la vida. Pero las instituciones y las personas que se dedicaron a discutir sobre la nueva realidad sin acabar de comprenderla, por falta de inteligencia, por exceso de dogmas o por una honradez cruel que hacía imposibles los descartes propios del oportunismo, tardaron poco en naufragar. El Partido Comunista entró en una inevitable pendiente de debates internos, abandonos, expulsiones, fracasos electorales, que lo condujo a la irrelevancia, torpe como un sueño envejecido mucho antes de cumplirse. Motivos hay para despreciar y entender a los que cambiaron del todo, para admirar y negar a los que se quedaron como estaban, así que no es extraño obsesionarse con las dudas, los matices, las vueltas de tuerca y las incertidumbres. En este caso mi carácter coincide con la historia que he vivido.
Era un tiempo de contradicciones. Al fin y al cabo, tu madre es hija de unos militantes comunistas castigados por su partido y yo soy de izquierdas por un cura buena persona y cascarrabias que me prohibió meterme en política. Si quieres ser amigo mío, no te metas en política, me dijo de muy mala manera. Cada uno tiene su vida. El padre Rogelio leyó un poema de Antonio Machado en unos ejercicios espirituales y se quedó conmigo. Un olmo seco, unas hojas verdes, la historia de una enfermedad y una esperanza. Tal vez era lo que yo necesitaba en aquel momento. Lo que no sé bien es para qué me necesitaba el padre Rogelio a mí. Era un coleccionista de niños disparatados. Toda la mala leche que le salía en los momentos menos previsibles se convertía en risas y celebraciones cuando alguien iba de mal en peor. Uno de sus alumnos preferidos se hizo famoso en todo el colegio por ser incapaz de rezar la Salve sin equivocarse. Venga, otra vez, empieza de nuevo. Y cuando se perdía en el segundo o en el tercer verso después de dos meses de ensayos en clase de religión, el sacerdote se reía con la misma fuerza que utilizaba en sus enfados.
Otro de sus alumnos fue nombrado el peor cantante del colegio. Como responsable de la Legión de María, el padre Rogelio organizó un grupo de voluntarios para hacer obras de caridad los fines de semana, ir al asilo, visitar enfermos, ayudar en las actividades escolares, otra vez visitar enfermos, otra vez ir al asilo, otra vez ayudar. Yo estuve en la Legión de María. Intenté con poca suerte que ocurrieran algunos milagros. Un niño voluntarioso, que estaba aprendiendo a tocar la guitarra, se ofreció una tarde para cantar Palmero sube a la palma en el asilo de las Hermanitas de los Pobres. Lo hizo tan mal, con unos dedos tan torpes y una voz tan aburrida, que una vieja casi paralítica se levantó de su silla y se fue protestando. Esto es milagro, murmuró una monja. Esto es una tomadura de pelo, gritó la vieja antes de desaparecer por la puerta. Y el padre Rogelio estalló en una carcajada y le tomó cariño al cantante imprudente. No volvió a dejar que hiciese el ridículo ante un público extraño, pero en cuanto nos quedábamos solos dos o tres compañeros, después de una de las reuniones de la Legión de María, le rogaba que nos cantase Palmero sube a la palma. Celebraba sus actuaciones con una alegría loca, desatada, riéndose de todo corazón. Me gustan las personas que se ríen de todo corazón.
—Eres un pelota —dice aquí tu madre.
—Deja que siga y verás —respondo yo.
También se enfadaba de todo corazón. Una vez, cuando nadie podía esperárselo, expulsó del salón de actos a un grupo de teatro de la universidad. Estaban ensayando una representación, uno de los actores tomó una guitarra y empezó a cantar. Nada que ver con el disparate del asilo. Aquel chico tocaba y cantaba muy bien. Pero el padre Rogelio se levantó hecho una furia y puso fin a la canción, a los ensayos y a la programación cultural de las fiestas del colegio. Os vais a cantar tonterías a vuestra puñetera casa, vociferó de mala forma. La misma mala forma con la que muy poco después me pidió que no me metiera en política.
Alguna vez me he preguntado por qué el padre Rogelio se fijó en mí. Otro de sus alumnos preferidos era experto en faltas de ortografía. El sacerdote guardaba como un tesoro sus dictados llenos de bacas, prados marabillosos, canpos, valcones, adas madrinas y horaciones a la birgen. Pero yo era pudoroso a la hora de cantar, tenía memoria suficiente para aprenderme la Salve y mis dictados no eran un modelo de corrección, pero tampoco una catástrofe. Además, mis preguntas solían incomodarle. Tal vez fue esa la razón, la poca oportunidad de mis preguntas. Hay personas imprudentes por lo que afirman y otras por todo lo que preguntan. No le gustó nada que insistiese tanto en clase sobre el asunto de la Santísima Trinidad, empeñado en entender la cuestión como un problema matemático. Tampoco le gustó que le preguntara sobre la foto que tenía enmarcada y colgada en su habitación, una fotografía antigua con dos niños disfrazados de ángel. Soy yo de niño con un amigo, pero la curiosidad es una falta de educación, así que te metes en tus asuntos. Y tampoco le gustó nada que le preguntase por qué Antonio Machado había muerto como un perro en Francia. Me lo había dicho mi vecino Eduardo, el hermano de Rosa, al verme en el portal de casa. Estaba leyendo el libro que el padre Rogelio me había regalado por ayudar en la librería.
—¿Qué lees? Ah, Machado, buen poeta. El pobre murió como un perro en Francia.
Yo le había preguntado mucho al padre Rogelio por el olmo seco y las ramas verdes. Me sentí conmovido por el poema que había recitado en los ejercicios espirituales. Acabó pidiéndome que lo acompañara a su habitación, buscó en la estantería y me regaló el libro. Fue cuando vi la foto del padre Rogelio vestido de ángel y cuando me regañó por preguntar como un niño sin educación. Pero el enfado verdadero llegó con la pregunta sobre la muerte de Machado. ¿Como un perro? No, hijo mío, como un cabrón, me contestó. No discuto que fuese un gran poeta, por eso lo leo, pero en la guerra se portó fatal, apoyó a los que quemaban conventos y asesinaban curas. Y luego me lanzó su advertencia:
—Si quieres ser amigo mío, no te metas en política. ¿Entendido?
Se enfadó también, y tuvo celos, cuando abandoné la Legión de María y empezó a verme en las obras de teatro del padre Francisco. Era mucho más joven, leía a Machado, a Brecht, a García Lorca, el poeta de la ciudad, y sus oraciones estaban pobladas de chabolas y de pobres, de pisos de suburbio y de almas perseguidas por la injusticia. Sus sermones apuntaban contra los señoritos feudales culpables de la miseria que sufrían los campesinos andaluces. Defendía el amor a los otros y advertía que los ricos jamás entrarían en el reino de los cielos, así sea, alabado sea el Señor. Cuando le conté la opinión del padre Rogelio sobre Machado, un buen poeta, pero un cabrón porque quemaba conventos y asesinaba curas, me aconsejó que no le diera importancia.
—Es muy buena persona. No le hagas caso. Las mayores broncas del director se las lleva él cada vez que tiene que hacer las cuentas de la librería. Regala mucho más de lo que vende. —Aquello era cierto. Yo había visto cómo los niños le sacaban con cualquier excusa libretas, sacapuntas, bolígrafos y hasta los libros de texto. A veces él mismo ponía el dinero, otras apuntaba la deuda en un papel después de recibir la promesa de un pago inmediato. El cajón del dinero estaba repleto de papelitos con nombres y cantidades—. Lo pasó muy mal en la guerra civil. Es un facha, pero un pedazo de pan.
No acabaron bien las cosas con aquel pedazo de pan. Me alegro, después de tantos años, de haber hecho las paces con él. Algo debió de decirle el padre Francisco, porque un día me pidió que no volviese por la librería.
—No me gusta tratar con delatores.
Eso dijo. Pensé al principio que le había molestado mucho que yo leyese unos poemas de Machado en un montaje teatral del padre Francisco. Pero después me di cuenta de que no le habían gustado mis comentarios a sus espaldas. Contarle a otro sacerdote lo que él me había dicho sobre Machado era una delación. Yo no le había acusado de homosexual, ni de tener una amante, ni de ninguno de los pecados que a veces se rumoreaban entre los amigos del barrio. Ándate con cuidado —se partían de risa—, esos curas de tu colegio son unos hipócritas, les meten mano a los niños o se tiran a las madres, Juanito, ¿tú qué prefieres? Yo no le había acusado de nada grave, pero me sentí como un delator al comprobar que no se reía a carcajadas ni se ponía hecho una furia por mi culpa. Estaba triste. Hay que tener cuidado, Ramón, con las cosas que se hacen. Hay que tener cuidado con las cosas que se dicen. Hay que tener cuidado.
El padre Rogelio debió de alegrarse más que nadie cuando se enteró de que finalmente no me iba a Sevilla con el padre Francisco. En 1974, con dieciséis años recién cumplidos, decidí terminar el bachillerato en una casa de Escolapios. Mi padre me invitó a dar un paseo en el coche que acababa de comprarse, un R-8 blanco por el que habíamos cambiado el primer coche familiar, un Seat 850 de color gris. Felipe Montenegro, mi padre, tu abuelo, secretario del Ayuntamiento de Granada, era un hombre conservador, dueño meticuloso de su pulcritud, dispuesto a que nadie le sorprendiera en una indecencia. La vida correcta exigía muchos requisitos. No debían encontrarse borrones o datos confusos en las actas que redactaba, no era conveniente aparecer en la calle con el cuello desabrochado y la corbata floja, resultaba impropio soportar más de cinco minutos una mancha en el pijama. Pero la limpieza escrupulosa y la voluntad de cumplir de un modo servicial con sus obligaciones municipales no lo habían acercado a la iglesia. La misma templanza de su carácter lo alejaba de una religión vivida con apasionamiento por las almas devotas y las autoridades de la época. Don Felipe era poco sensible a las promesas de los púlpitos y muy desconfiado de la política.
Teníamos una relación normal, con las distancias respetuosas propias de entonces. Habíamos vivido horas de felicidad y discusiones tristes, mañanas destinadas a un álbum fotográfico y noches que era mejor olvidar, aunque nunca hubiese llegado la sangre al río. Las caminatas por la sierra, los viajes a la playa, las tardes en los merenderos, las complicidades de familia pesan más en mi memoria que las peleas, las amenazas, el aquí se hace lo que yo digo y todas las guerras domésticas provocadas por los horarios de vuelta a casa o por algunas fechorías de los gamberros. Se enfadó de verdad una noche, cuando ya casi de madrugada empezaron a arder los arbustos y las basuras del descampado. Los bomberos se las vieron con hachas y se las desearon con mangueras para evitar que las llamas afectaran a los edificios del barrio, incluido el nuestro. Le molestó que los policías municipales se enterasen de que su hijo era uno de los responsables. Hasta aquí hemos llegado, decía mi padre con el cinturón en la mano. La culpa es nuestra, replicaba mi madre con lágrimas en los ojos, por la manía de comprar un piso en vez de alquilar algo decente en la calle Reyes Católicos. Y es que tus bisabuelos, don Adolfo Peña y doña Elvira del Moral, los padres de tu abuela Elvira Peña, tenían un piso y una tienda de música en la calle Reyes Católicos, al lado del ayuntamiento.
Pero el día del anuncio de mi vocación religiosa no hubo bronca, sino más bien miradas de mujer a marido, de marido a mujer, silencios y, por fin, un paseo en el coche nuevo, con un atardecer sentimental y unas palabras calculadas. Fue la primera vez que mantuve una conversación de hombre a hombre con mi padre. Ramón, tú pensarás que ahora hago trampa, pero te juro que he lamentado muchas veces todo lo que no quise o no pude hablar con mi padre. Tal vez me he puesto a contarle mi vida a un hijo porque no supe contársela a un padre. Nuestras carencias son también la razón de nuestro carácter. Pero aquella vez sí tuve suerte, allí estaba don Felipe.
—Mira, hijo, ¿te acuerdas de cuando querías entrar en la OJE? Me negué, te lo prohibí, eso es, dije que no. Me molestaba que os hablasen del pensamiento de José Antonio y de la Falange entre juego y juego, entre hogueras, flautas y tiendas de campaña. Cada cosa a su tiempo.
Hablaba con un tono serio, pronunciando bien y con lentitud las palabras, igual que cuando leía en alto una página de El Quijote o una leyenda de Zorrilla. Como iba conduciendo, tenía una buena excusa para no mirarme mientras se sinceraba. Pero la pronunciación y las palabras se habían llenado de ojos, cejas, abrazos graves, gestos, y el coche avanzaba con una desconocida solemnidad entre los olivares y los huertos en dirección al merendero de Loja, un pueblo que está a cincuenta kilómetros de la ciudad. Era una distancia notable en un paseo improvisado, el tiempo necesario para mantener una conversación importante. Había que tomarse las cosas con prudencia.
—Pues lo mismo te digo ahora, hijo. No tienes por qué mezclar a Dios con la política, ni a los curas con tu vida. Nosotros somos religiosos, tu madre más que yo, desde luego. Pero ninguno de los dos se toma tan en serio la Iglesia como para tener un hijo cura. Si quieres vivir tranquilo, no te acerques demasiado a la Iglesia, no te la tomes ni en serio ni en broma. ¿Me entiendes? Lo mejor es no hacerse notar. Ni a tu madre ni a mí nos ilusiona que nuestro único hijo lleve sotana, queremos ser normales, tener nietos, quedarnos con ellos los sábados por la noche…
—No estamos hablando de vuestros nietos, sino de mi vida. ¿Vale? Cuando era niño, me gustaba la OJE porque muchos amigos se habían apuntado a una escuadra. ¿Vale? Llevaban uniformes, tenían machetes, iban de campamento a pasar la noche en la sierra. ¿O no? Era un juego para mí. Ahora es otra cosa, son mis creencias, mi modo de sentir y pensar. Somos muy injustos, aceptamos una sociedad muy injusta… —La solemnidad en las creencias domina el corazón de los adolescentes, tengan la edad que tengan.
—¡Una sociedad injusta! Por supuesto, y en la que los curas siempre se las arreglan para vivir bien. Cuando huelen que las cosas van a cambiar, buscan acomodo. Hablan de democracia ahora por lo que pueda pasar, y cuando haya democracia se meterán con ella, por lo que puedan conseguir. A ti, Juan, te gusta la literatura, te pasas el día leyendo y escribiendo. Dedícate a estudiar, aquí hay una buena universidad, haz tu carrera. Todavía eres un adolescente, espera a ser mayor de edad para tomar decisiones importantes, y déjate de ejercicios espirituales y de casas de Escolapios. Los curas te van a poner a jugar con los pobres para hablarte de Dios. Hacen lo mismo que los falangistas, que reparten tiendas de campaña para hablar de José Antonio.
Me conmuevo al recordar aquella conversación porque siento una punzada de amor por mi padre. Más que sus argumentos, me convencieron los kilómetros de la carretera, la hora larga de ida, el café con leche, la hora de vuelta al atardecer y el san Cristóbal que escuchaba en silencio, colgado en el espejo retrovisor, aquel alegato contra los curas. El ruido del motor partía la luz de la tarde con una inquietud muy sincera. Mi padre se había tomado en serio la situación. No había tratado de resolver el asunto con un sí o un no. Había preferido sostener una conversación de hombre a hombre. Y la vida, llena de sorpresas y de cosas previsibles, le dio después la razón, aunque su hijo pudo comprobar con los años que no todos los curas comunistas se comprometían con los pobres por simple oportunismo. Hubo de todo, como en todas partes. Curas rojos convertidos en reaccionarios, curas que dejaron la sotana para seguir con los pobres y curas que se esforzaron en hacer compatible su obediencia a los obispos y su preocupación por los desfavorecidos. Abandonar una sotana es más difícil que romper el carné de un partido, aunque hay militantes que mueven el carné como si fuese una sotana.
Sí, hubo de todo, de todo menos tardes de sábado con nietos en casa de los abuelos. Nunca llegaron a quedarse contigo o con tu hermana. Un accidente de tráfico mató a Felipe Montenegro y a Elvira Peña el día 2 de enero de 1981, hace casi treinta años, en la carretera de Motril, cuando el tercer coche familiar, un 124 color azul oscuro, se salió de una curva a causa de la lluvia asesina y del exceso de velocidad. Sólo conozco un error de mi padre, pero le costó la vida.
Los años que pasan más deprisa son los que se quedan para siempre en nosotros. Cruzan rápido, como la luz por el cristal, como las bicicletas por las cuestas, pero dejan un sedimento, esa huella incorpórea que llamamos carácter y que va con nosotros igual que la memoria: dispuesta a saltar en cualquier momento, aunque intentemos controlarla. La memoria se me vino encima cuando vi a la pareja de novios en el portal. Pasé, tomé el ascensor, abrí la puerta de la casa de Granada o de Madrid y me quedé escuchando la respiración nocturna del pasillo. ¿Había alguien? No había nadie en el salón. Lola se había metido en la cama sin esperarme. Mariana estaba en Alcalá de Henares, pasando el fin de semana con sus amigos. Pensé que la criada de los vecinos debería pedir permiso para pasar los fines de semana con sus amigos o con su novio. ¿No la dejan? ¿No tiene dinero para compartir un piso?
La casa en silencio. Sólo una luz, la que salía de tu cuarto. Cuando dije hola desde el pasillo, supliqué a la oscuridad que me contestaras. Tu hola fue una bendición. Eran las primeras palabras que me ofrecías desde la bronca de la oposición. Tu padre había cometido el delito de no entender por qué dejabas las oposiciones.
—Buenas noches, hijo, menos mal que hay alguien despierto para poder darle un beso.
—Creo que mamá está mosqueada. Has metido la pata. No le gusta que hayas retrasado el viaje a Rota.
—¡Qué más le dará salir un día después!
—Lleva un año de médicos y hospitales.
—Lo siento. Necesito hablar con Eugenio. Habíamos quedado el jueves, pero tuve que irme a Granada.
—¿Qué tal? —me preguntaste separándote por primera vez del ordenador. Te habías dejado besar y habías mantenido la conversación y los reproches sin apartar los ojos de la pantalla. Yo no me atrevía a curiosear con quién estabas chateando. Cada cual impone sus normas en las conversaciones, sus códigos de circulación. No es bueno apartar los ojos de la carretera mientras se habla y se conduce. Tampoco es conveniente curiosear el ordenador de un hijo que no aparta los ojos de la pantalla.
—Bien, como estaba previsto. Mi casa de siempre, pero vacía por dentro.
Noté que, al oír lo de mi casa de siempre, estuviste a punto de reaccionar, de preguntarme algo. Acababa de cerrar y vender la casa de mis padres, el lugar donde había crecido, el hogar que abandoné para venirme a vivir con tu madre. Pero no me preguntaste nada. Me fui a la cocina, me puse una copa y pensé que estabas adelgazando. Eso te venía bien, era una decisión sobre tu vida. Mientras sacaba hielo y buscaba la botella de whisky, me repetí que no tenía interés alguno en montarme una teoría comparativa entre niños gordos y niños callejeros, o entre carreteras lluviosas y pantallas de ordenador, o entre los curas comunistas y los obispos de hoy, o entre las manifestaciones de estudiantes antifranquistas y la plaza del botellón, que hervía en la calle como una consecuencia más del calor veraniego, o entre una casa junto a un río vigilado por los tranvías y una casa junto a la estación de Tribunal. Sólo quería relajarme, dejarme ir, flotar un rato en la butaca del salón antes de meterme en la cama.
Los años que pasan más deprisa son los que se quedan para siempre en nosotros. Tenemos tanta prisa por vivir que no caemos en la cuenta de que nos estamos haciendo. Es un descubrimiento melancólico que no tiene que ver con la memoria de la felicidad, ni siquiera con el bienestar, sino con el carácter, la educación más profunda, el yo soy, el sentido de la lealtad, de la alegría o de la tristeza. Tardé poco en hacerle caso a mi padre, pero más de lo que él esperaba. Tampoco le gustó el cambio de rumbo. Mejor cura que comunista, llegó a decirme una vez en una discusión sobre el divorcio. Abandoné los diálogos silenciosos con Dios para sentirme cómodo y exaltado en una plaza. Una cosa es vivir o pensar en la intimidad, y otra salir a la calle. Las calles y la poesía de los años setenta no estaban para casas de Escolapios. Nunca habría podido integrarme en una reunión multitudinaria y jubilosa de beatos dispuestos a rezar en público para consagrarme a un Dios común. Sin embargo, no resultó nada extraño sumergirme en otro mar, sentirme bien acogido por los puños en alto, las banderas y las celebraciones de la libertad. Al cantar y exhibir mi entusiasmo político, sólo estaba cantándome a mí mismo, sólo me entusiasmaba por mí mismo.
Cuando empecé a estudiar literatura en la Universidad de Granada, las libélulas de las alamedas fueron sustituidas por los escaparates de las librerías. Las influencias son azarosas y están llenas de caprichos. Tuvieron mucha más importancia para mí el padre Rogelio y su poema de Machado que las meditaciones del padre Francisco sobre los ricos y el reino de los cielos. Lo que actuó a la larga fue el veneno de la poesía. Mi entrada en la facultad coincidió con el primer homenaje político a Federico García Lorca. Crecer en una ciudad como Granada, en los años sesenta y setenta, había significado convivir con unos recuerdos y unos olvidos que quedaban siempre muy cerca, demasiado cerca. Del mismo modo que el campo asalta a los pueblos o a la ciudad provinciana con tan sólo doblar una esquina, del mismo modo que las calles del centro quedan a unos pasos de los suburbios y las casas de protección oficial, los silencios flotan muy cerca de las historias familiares y el pasado está lleno de caras que faltan o caras que sobran, caras con las que uno se cruza todos los días. Basta un comentario, un detalle sobre una vida, una llamada de atención sobre una fotografía y un silencio para sentirse muy cerca de algo. Sí, crecer allí había significado buscar la ciudad borrada por la guerra y por la muerte de Federico García Lorca, perseguir ese sedimento de injusticia y pasión, de soledad y libertad compartida que respiraban sus versos.
Después de caminar muchas tardes por el papel biblia de sus Obras completas de la editorial Aguilar que encontré en la biblioteca de mi padre, mis ojos de lector salieron a la calle. Me separé de los gamberros para jugar a ser un muchacho melancólico. Salía del barrio y me iba a pasear por los alrededores de la Huerta de san Vicente. Era la casa de Federico, el lugar donde podía intuir su voz, su corazón alegre o la soledad quebradiza que flotaba en sus jinetes nocturnos, en la pupila helada de sus lunas y en los lejanos amaneceres de Nueva York. La tristeza y la alegría se llenan con facilidad de metáforas. García Lorca, Pedro Alfonso, Miguel Hernández, Blas de Otero, es decir, la literatura, mi vida, resultaban inseparables de la política, la recuperación de las ciudades borradas, la celebración colectiva de la libertad. Estudiar significaba comprometerse.
Cuando el 5 de junio de 1976 levanté el puño para cantar La Internacional en la plaza de Fuente Vaqueros, me sentí libre a pesar de los jeeps y los uniformes grises de la policía que esperaba órdenes, dejándose ver en los secaderos de tabaco. Mis sentimientos más íntimos, mis libros, los primeros versos escritos que nadie había leído nunca, la bola de cristal en la que buscaba a los filósofos franceses y a los músicos ingleses, las conversaciones secretas con mis compañeros de curso, los profesores más admirados eran compatibles con la multitud que me rodeaba, la gente que gritaba una consigna, las manos que aplaudieron cuando el presentador leyó el manifiesto, las bocas que rechazaban una esperada prohibición del ministerio y del gobierno civil, media hora de libertad después de cuarenta años de dictadura, el silencio clamoroso que se apoderó de la plaza cuando José Agustín Goytisolo y Blas de Otero recitaron sus poemas.
—Por gente como usted estoy yo aquí y quiero ser poeta…
Nervioso y decidido, dispuesto a aprovechar la oportunidad, me había acercado a la espalda del escenario con un ejemplar de Redoble de conciencia en las manos. Un amigo del servicio de orden me dejó pasar. Pocas veces era capaz de vencer mi timidez, pero una fuerza mayor que mi propio encogimiento me permitió avanzar y abrirme hueco entre desconocidos. La emoción de sentirme cerca del poeta, al que había leído con avidez, como un episodio indispensable de mi educación social y de su historia íntima, no evitó la perplejidad de una respuesta inesperada.
—¿Por gente como yo? Ay, espero que algún día puedas perdonarme…
¿A qué perdón se refería? Los duelos interiores no formaban parte todavía de la realidad. Ni siquiera de la imaginación, de las ilusiones que me habían llevado hasta aquella plaza tomada por la izquierda y la literatura. Los rincones del barrio y las alamedas del Genil, paisajes gobernados por la sociedad de los gamberros, habían dejado paso a la complicidad de una resistencia universitaria protagonizada por el Partido Comunista. Parecía su tiempo, su futuro, la consecuencia de una historia llena de episodios heroicos. El dictador acababa de morir, y no se intuía entonces espacio alguno para el duelo. Pero treinta y tres años después me tomé la copa de cada noche en la soledad del salón, con tu madre durmiendo y tú en el ordenador. Una copa a la salud de Blas de Otero. Está usted perdonado, don Blas, ya sabe, le agradezco a mi padre que me impidiese tomar una decisión equivocada y a gente como usted que me llevase a Fuente Vaqueros. Puestos a elegir y comparar, ahora estaría mucho más incómodo en cualquier otra historia. ¡Salud!
Hay profetas del pasado capaces de justificar su cobardía en 1975 o 1976 por acontecimientos ocurridos quince años después. Es que yo sabía lo que iba a ocurrir… ¡Qué inteligentes! Pues yo no, no lo sabía… Los años que pasan muy deprisa se quedan en nosotros. Reuniones, libros, camaradas, noches y más noches, copas y más copas, y una cama que se pone seria. Fue entonces cuando conocí a Nicole, o con más exactitud a Nicole la Sargento. Así la llamaba todo el mundo. Apareció en el vértigo de los bares y fijó después su residencia en el bar de siempre, su primer domicilio conmigo, el bar de Roberto el Argentino, un maestro en el arte de buscar hielo y aguantar a los amigos después de haber cerrado la puerta. Si me quieres escribir, ya sabes mi paradero, en el bar de siempre, primera línea de barra.
El pasado es a veces un eco, un horizonte de murmullos. Las cronologías de los libros, con un poco de tiempo y sentido del humor, podrían escribirse por acumulación de murmullos, murmuraciones, palabras y gritos. 2009, lluvia monótona de tarde de domingo en la ventana, Ramón me ha dicho que va a estudiar oposiciones. 2010, mañana de sol en la calle Fuencarral, Lola me dice que Ramón deja las oposiciones. Amagos, merodeos, preguntas a medias, pregunta directa, discusión grave con Ramón, silencios. Caben muchos rincones detrás del orden de una cronología. Un rumor de preguntas y de ecos, de sillas y mesas, de rostros que se deshacen pero que un día fueron nuestro domicilio. ¿Nicole?, ¿sí?, ¿la Francesa?, ¿de verdad?, ¡con el currículo que tú tienes! 1979, Mari Pepa la Dinamitera, Olalla, Pepa y la Pasionaria, Carmela. 1980, termina los estudios de Filología Española y publica su primer libro. Gritos de Pilar, palabras con Antonia y autoridad de Nicole la Francesa o la Sargento. 1981, Nicole, sólo Nicole, la mejor minifalda de Granada, justo cuando se queda huérfano al morir sus padres en un accidente de tráfico y es contratado como profesor ayudante en el Departamento de Literatura Española. 1982, nace Estrella, su primera hija, fruto de la relación con Nicole San Martín, nieta de exiliado e hija de un militante histórico del Partido Comunista francés. Gana el Premio Adonais de poesía con Las nuevas estaciones. 1983, la publicación de Las nuevas estaciones se convierte en un éxito de crítica. Muchas copas en La Tertulia para celebrarlo. Viaja a Praga y Bucarest con el poeta Pedro Alfonso y el pintor Andrés Martín. Allí se encuentra todo lo que se encuentra. Y vuelta en la cronología al año 2010. El futuro parece inseparable del recuerdo. Envejecer bien significa asumir errores y esperar que los hijos no tropiecen en la misma acera, en la misma piedra. Nuestra juventud quiere vivir de nuevo, sólo que con más experiencia, en la piel de nuestros hijos. Se tienen hijos, entre otras cosas, para huir de las piedras.
Me había negado a revivir las escenas del fracaso con Nicole al entrar en la casa de mis padres, o en mi casa, o en mi casa con Nicole, o en la casa con Nicole y Estrella, o en la casa abandonada por todos, o en la casa que por fin iba a vender. ¡Ya ves qué lío! La muerte, el amor y el desamor habían impuesto en pocos años sobre aquel domicilio un vértigo imparable de cuerpos, nombres y buzones. Cuando se fueron los operarios de la Fundación Amanecer, tuve que esquivar las trampas de la memoria para moverme sin demasiado dolor a través del vacío. ¡Vaya con la palabra amanecer! Es tan peligrosa como la palabra hijo. En cuanto nos descuidamos adquiere vida independiente, se escapa y acaba en un himno, en un poema de amor o en una fundación de ayuda a ex drogadictos. La casa de siempre vacía por dentro, eso es el amanecer. Palpé el desnudo sucio de las paredes, crucé el pasillo, recorrí las habitaciones y cerré los postigos. Tuve que salir a tientas, porque se habían llevado hasta las bombillas. Los cables de las lámparas colgaban como recuerdos ahorcados en el techo.
Vivir es levantar banderas, doblar banderas, guardar banderas, amueblar casas, dejarlas vacías. Vivir es tirar las cosas o llevárselas a otro sitio. Primero eligió Nicole, a los tres años de separación, cuando se marchó a la casa del Albaicín con su novio nuevo, Estrella y una buena parte de mis cuadros y mis muebles. Después fui yo, cuando trasladé a Madrid los recuerdos despreciados por Nicole la Francesa, nieta de exiliado e hija de un militante histórico del Partido Comunista francés. Y, por fin, los traperos daban el tiro de gracia para concluir el trabajo de exterminio después de trece años de abandono. Una casa vacía, como pobre testimonio de un tiempo deshabitado. Nicole y Juan, Juan y Nicole, protagonizamos un divorcio en toda regla, una descomposición enfangada en las leyes, una hija común en medio, agravios escondidos dispuestos a entrar en juego y una sorprendente facilidad para convertir el amor libre en un pavoroso espectáculo de tantos por ciento y derechos adquiridos. ¿Nicole? Pero ¿de verdad? ¿Sí? ¿Juan? ¿Nosotros? ¿Qué está pasando con nosotros? La condición humana en caída libre.
Yo me había ido de casa, lo había dejado todo en usufructo. Luego pude recuperar lo que Nicole consideró oportuno no llevarse. Recuperé algunas cosas, las cambié de historia, ciudad y domicilio. Y llegaba por fin el momento de concluir el proceso de desertización. Una casa vacía, un tiempo vacío, el desierto. ¿Un hombre deshabitado? No, por fortuna. No sólo faltaban muchos objetos, también habían desaparecido los restos más hirientes de aquel naufragio sentimental. Admito que conservo algunas cicatrices, angustias que se me disparan en el momento menos oportuno, pero no soy un hombre deshabitado. Soy sólo un hombre con su pasado particular y compartido, como todo el mundo. Aunque no quisiera contarte mi vida, aunque me callase, querido Ramón, no podría olvidarme de mis cicatrices. La memoria no es un vicio recóndito, se lleva en la piel.
No me clavé ninguna astilla al cruzar la oscuridad de la casa abandonada, al abrir y cerrar las ventanas de cada cuarto, al observar los desconchones de la pared, los azulejos rotos en la cocina, las marcas de los cuadros ausentes, el fantasma de las mesas, las camas, las estanterías y los armarios. No quería que lloviese sobre mojado, que mis problemas contigo se mezclaran con el recuerdo de tu hermana Estrella. Tan dispuesto estaba a no dejarme dañar por la sombra de mi historia con Nicole y Estrella, a recuperar lo que pudiese haber sobrevivido de dignidad y afecto en medio de la tormenta, que no tuve tiempo de abandonarme a otras nostalgias, ni fui capaz de percibir todo lo que permanecía detrás de aquel olor a cerrado. No quise mirar a otro paisaje más amable, pero también más melancólico, con los mástiles rotos de mi infancia, mi adolescencia y los primeros años de mi juventud. Estaba más pendiente del pasado de mi hija y de los resquemores de mi hijo. La prudencia significa a veces renunciar a las propias nostalgias en nombre de las añoranzas ajenas.
El espectáculo de la degradación privada duele más que el fracaso de los sueños públicos, pero los remedios son también más efectivos. Si uno consigue salvarse, las heridas llegan a cicatrizar. Todo depende de uno, Ramón, de la capacidad de pactar con uno mismo. Los fracasos políticos no permiten una restauración, la vida familiar sí. Con Estrella hecha una mujer, y viviendo en Berlín, me basta ahora con negociar las distancias. El paso de los años ayuda a comprender algunas lecciones. Aprendí a suavizar los problemas con su madre. Primero conseguí comportarme como un resistente en medio de las razones absurdas y los argumentos rotundos de Nicole. Se trataba de encajar, de no desmoronarse, de esperar a que pasasen los huracanes, calcular los daños y levantar un nuevo refugio en la parte menos afectada de la conciencia. Después el tiempo convirtió los malentendidos en una lluvia cada vez más débil. Así que no volví a la casa vacía como un luchador victorioso, sino como un extraño, casi como un extraño, un personaje de otra historia, otro capítulo de la vida. Intento ser feliz, con tu madre, contigo y con las llamadas de teléfono de Estrella. Incluso las conversaciones con Nicole resultan ahora amables, no surgen enredos casi nunca.
Así que no quería remover las aguas. Hasta que descubrí, ya en Madrid, a la pareja de novios latinoamericanos besándose en el portal, no había vuelto del todo a mi casa de Granada, no había entrado en el vértigo del tiempo y en la memoria nítida de los ruidos familiares, la alegría de los geranios regados, el olor húmedo del río en la noche calurosa, el canto metódico del búho, el temblor de los tranvías y de las libélulas, los besos de Rosa, la cama infantil en la que aprendí a pensar en la muerte y en el sexo, el murmullo de los coches que bajaban por la carretera de la sierra, la cabaña, la colección de mujeres desnudas y la bola de cristal. Nicole la Francesa no necesitó nunca una bola de cristal para saber cómo opinar, cómo militar, cómo vivir. Su padre era un militante histórico del Partido Comunista francés. Pero yo era el hijo de un secretario del ayuntamiento, educado en un colegio de curas, y me dejaba invadir con una facilidad desesperante por la timidez intelectual y las dudas. ¿Qué podía hacerse? Iba a necesitar siempre una bola de cristal más que un carné.
Regresé en el portal de Madrid al beso de Rosa y su novio. Fue entonces cuando me manché las manos de óxido en la reja de la terraza trasera, una reja llena de macetas y de sigilos, sobre todo durante las noches de verano en las que me escapaba para jugar con los gamberros después de que se hubiesen apagado las últimas luces de la casa. Entonces volví a los armarios de mi madre, a las carpetas municipales y la firma redonda de mi padre, a la figurita de san Cristóbal, a las estampas de fray Martín de Porres, el preferido, el santo mulato que tu abuela escondía entre la ropa limpia de los cajones, en los apuntes de clase antes de un examen o en la guantera del coche para que velase por la seguridad de la familia. Alguna vez te he enseñado la estampa de fray Martín. Es la que llevaban el día en el que se estrellaron. A ver si este fin de semana no te emborrachas, me había pedido mi madre por teléfono, justo antes de bajar a la calle y subirse al coche para ir a Motril.
Así que te cuento mi vida, la misma que recordé de golpe aquella noche al volver de Granada. Me bebí el último trago de whisky, miré un rato a la plaza, que poco a poco se iba despoblando, y enderecé el pequeño dibujo de Andrés, la silueta de un viajero en una tarde de lluvia. Tiene la costumbre de torcerse en la pared, y el único que lo coloca bien de vez en cuando soy yo. Llévatelo, tú tienes alma de viajero perseguido por la lluvia, me dijo Andrés al regalármelo. Llegas a una ciudad, a una idea, a una consigna, a un recuerdo, y no disfrutas del sol, los monumentos o la buena cocina. No, tú siempre te las arreglas para que caiga un diluvio sobre el terreno que pisas, te gusta la humedad, la ropa empapada, el cielo deshecho, los días rotos. El viajero perpetuo, sin paraguas, en un día de lluvia. Bueno, con sus palabras, me dijo algo parecido a eso.
Había llegado la hora de acostarme. El mejor refugio para las lluvias de mi vida sigue siendo tu madre. Le di las buenas noches a Granada, Madrid, Blas de Otero, Andrés Martín, Rosa, los queridos gamberros, los padres Escolapios, los camaradas, los besos en el portal, y me fui a la cama en busca del cuerpo de Lola. ¿Qué irás a contar? Es la pregunta que se va a hacer tu madre cuando llegue aquí, porque va a leerse este cuaderno antes que tú. ¡Qué cara tienes! Bueno, Lola, sí, tengo cara, pero no engaño a nadie. Me gusta pensar que tu cuerpo me espera cuando voy a la cama. No, no me callo. Puesto a contarlo casi todo, a explicar los recuerdos, las sorpresas, los polvos de Ramón con Mariana y mi reacción, quiero contar también aquí, en mi casa, en mi cuarto, en mi cuaderno, que me gusta verte dormir desnuda, casi destapada, boca abajo, con la sábana enredada entre las piernas. Nocturna y sensual, la sábana sale del vientre y te rodea la cintura. Cuando estoy de viaje, en la oscuridad de otra habitación, imagino con frecuencia tu cuerpo dormido, el pelo negro, la espalda, tu calor y, ahora, la cicatriz en la pierna. Aquella noche estabas ya recuperada del accidente. Dos operaciones y seis meses con la pierna inmovilizada por culpa de una caída estúpida en las escaleras de la facultad. La cicatriz no es un signo extraño, forma ya parte de tu cuerpo, de tu vitalidad, igual que los recuerdos.
Me metí en la cama. Confieso que sentí una ráfaga de deseo, pero me limité a pasar el brazo bajo la almohada y a quedarme pegado a ti. No me atreví a despertarte, a acariciarte el pelo, a tocarte los pechos. No quise darte golpecitos en la espalda con los dedos. ¿Qué, ya me estás despertando? Es una de tus preguntas favoritas, una de las que prefiero. Y me callo, no cuento mis teorías sobre la duermevela, las sorpresas de la oscuridad y sus resultados prácticos. Sólo digo que no me atreví a despertarte porque la última conversación telefónica no había dejado un terreno propicio para los juegos imprevistos.
—Es una putada, llevo un año de perros, estoy deseando irme a Rota, y ahora tenemos que retrasar el viaje un día más. Hay que organizar las cosas de otra manera. Contigo es imposible hacer planes. Del lunes se pasa al jueves, del jueves al lunes, y ahora al martes.
No hay manera de hacer planes con nadie. El ruido de una moto cruzó la noche. ¿Qué noche o qué madrugada? Recordé una vez más las mañanas de mi infancia, cuando me despertaba antes de tiempo y esperaba en la cama a que mi madre viniese a levantarme, venga, vamos, no vayas a llegar tarde. Mi madre inauguraba siempre el día de forma oficial diciendo que era muy tarde, fuese la hora que fuese. Pero todas las cosas estaban entonces en su sitio, la luz encendida, la ropa en la silla, el agua en la cara, el peine en el pelo, el desayuno en la mesa, un vaso de leche con Cola Cao, tostadas, una cafetera y el camino del colegio. Una hora antes de que entrase doña Elvira en la habitación, ya habían irrumpido las motos en el amanecer. Los largos lamentos de las motocicletas Derbi partían en dos el silencio del barrio. Los albañiles no se desperdigaban por los andamios de sus obras sin visitar antes el bar de la estación del tranvía para tomarse un café y una copa de coñac. Cruzaban la ciudad con su tartera, su guiso, sus alpargatas, su amanecer, y un dolor de motocicletas que definía la pobreza laboriosa de todo un país. Padres de familia menesterosos.
El ruido de moto que cruzó la noche de Madrid pertenecía a otro vocabulario. No hablaba del padre de familia que va a trabajar en alpargatas, sino del jovencito que ha salido a llevarse la noche por delante con la cartera llena, un tubo de escape impertinente y ropa de primera calidad. Cambian los ruidos, cambia el vocabulario de las cosas, cambian los domicilios, cambia el oído de la gente. No hay manera de hacer planes. Puede ser la moto de un amigo de Ramón. Eso pensé, y me quedé dormido.