URI Y VIANA DEDICARON el resto del día a espiar a los bárbaros, que habían montado un campamento en una hondonada, un poco más lejos. Hasta allí llegaba un sendero abierto a fuego y espada en el bosque, hollado por carromatos que iban y venían cargados con enormes barriles de savia. Viana se preguntó cuánto tiempo habían necesitado los bárbaros para ganar la partida al Gran Bosque; quizá meses, tal vez años. Ni siquiera una tradición centenaria de cuentos escalofriantes acerca de sus peligros había bastado para templar su insensata locura y su ambición desmedida. Se habían abierto paso a través de los árboles y la maleza, desafiando a sus habitantes y derrotando a los monstruos que se ocultaban entre la espesura, creando un camino para sus carros que los conducía hasta el mismo corazón de la floresta… hasta el lugar donde los árboles cantaban.
Viana observó a los bárbaros, sobrecogida, durante toda la jornada. Vio a sus mujeres vaciar los baldes una y otra vez, mientras los hombres cargaban toneles en los carromatos y los muchachos arreaban a los bueyes para que los condujeran fuera del bosque cuanto antes. Estaba claro que necesitaban grandes cantidades de savia, pero ¿para qué? ¿Acaso Harak debía bañarse en ella todos los días para ser imbatible? ¿Quizá tenía por costumbre mezclarla con su bebida?
¿O tal vez estuviera haciendo acopio del preciado líquido simplemente para tener garantizado su suministro para el resto de su vida?
Había muchas preguntas sin respuesta. ¿Por qué los árboles no se defendían de aquella agresión? ¿Qué habían hecho los bárbaros con el pueblo de Uri? ¿Los había exterminado a todos? Pero Viana no se atrevió a plantearle todas estas cuestiones. Uri estaba tan afectado por todo lo que estaba viendo que ella no quiso hacerle sentir peor.
En cualquier caso, debía informar a Lobo de lo que estaba sucediendo allí. Llenó una cantimplora con savia de uno de los baldes; aquella sería la prueba que lo convencería de que su historia era cierta. Cuando comprobase las propiedades de aquella sustancia extraordinaria, pensó Viana, Lobo estaría más dispuesto a escuchar lo que tenía que contarle.
Cuando cayó la noche, los bárbaros encendieron un fuego y se reunieron en torno a él. Cantaron en su áspera lengua y bebieron y brindaron a la salud del gran Harak, y Viana los odió por pisotear todo lo que hallaba a su paso. Pero entonces una figura baja y enjuta salió de una de las tiendas, y todos callaron como por arte de magia. Se trataba de un hombre de mediana edad que llevaba trenzado su largo cabello gris; iba envuelto en un manto de color pardo y adornado con múltiples abalorios como dientes o garras de animales diversos, y se apoyaba en un bastón de madera laboriosamente tallado. Su rostro estaba pintado con signos que Viana desconocía, y que hacían resaltar la penetrante mirada de sus ojos oscuros.
A la joven le dio un vuelco el corazón al reconocerlo: era el brujo que había casado a las doncellas de Nortia. El que la había entregado al bruto de Holdar.
Apretó los puños con rabia. Desde su escondite trató de oír lo que estaba diciendo, pero apenas pudo entender sus palabras, porque hablaba en susurros. No le hacía falta levantar la voz: todos los presentes, incluso los hombretones más fieros, lo escuchaban con atención y reverencia.
—¿Qué estará haciendo aquí? —se preguntó Viana en voz baja.
—Él ata los árboles —dijo Uri en el mismo tono—. Ellos no pueden mover.
La joven se volvió hacia él, sorprendida.
—¿Qué quieres decir?
Uri respiró hondo, como si tratara de ordenar sus pensamientos o de encontrar la forma de expresarlos correctamente.
—Ellos vienen hace tiempo —explicó—. Quieren sacar la sangre de los árboles. Pero ellos no dejan.
—¿Se defendieron?
Viana se imaginó a los árboles presentando batalla, azotando a los bárbaros con sus ramas. Pero, de todas formas, no debían de haber tenido muchas oportunidades. Después de todo, no podían escapar. Y los humanos tenían armas tan terribles como las hachas o el fuego. ¿Podrían haber movido sus ramas o raíces para volcar los baldes que recogían su preciada savia… aunque solo fuera para rebelarse contra aquel destino?
—Él hace cosas y dice cosas y los árboles duermen —concluyó Uri señalando al brujo.
—Los hechizó —murmuró Viana estremeciéndose—. ¿Qué clase de cosas hizo el brujo, Uri?
El muchacho suspiró y se frotó un ojo. Parecía muy cansado como si recordar todo aquello le costara un tremendo esfuerzo.
—Él tiene agua y mete cosas dentro, como una sopa. Luego mete su dedo en la sopa y dibuja cosas en los árboles.
Viana iba a hacer un comentario cuando el brujo dejó de hablar y los otros bárbaros entonaron al unísono un cántico victorioso.
Viana quedó paralizada al oír lo que decían.
Hablaban de un ejército invencible al que nada podría dañar. Una marea de bárbaros que conquistaría las tierras del sur, y después el mundo entero.
Se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación horrorizada.
Los baldes de savia no eran para Harak. Eran para todos sus guerreros. Se bañarían en ella antes de cada batalla y serían invulnerables.
Se incorporó de golpe.
—Tenemos que volver —dijo con urgencia—. Hay que avisar a Lobo y a los demás. Garrid tenía razón: no se puede derrotar a los bárbaros en una guerra abierta. Hay que encontrar otra manera.
Uri la miró sin comprender, al principio, pero luego se fue pintando en su rostro una expresión de angustia.
—¡No! —exclamó—. Tú debes ayudar a mi gente. ¡Estamos aquí para ayudar a mi gente!
Habló en voz demasiado alta y, antes de que Viana pudiera evitarlo, los bárbaros volvieron la mirada hacia el lugar donde ellos se ocultaban. Además, Uri se había incorporado y resultaba ahora claramente visible a la luz del fuego. La muchacha maldijo para sus adentros.
—Tenemos que escapar de aquí, Uri. Nos han visto.
Habría jurado, además, que los ojos inquisitivos del brujo se clavaban en su compañero con un siniestro interés.
Allí terminó la jornada de espionaje. Uri y Viana huyeron a través de la espesura, con los bárbaros pisándoles los talones. Por fortuna, el propio bosque cubrió sus pasos. Uri corría como un gamo en la oscuridad, arrastrando a Viana tras de sí, mientras que los bárbaros dependían de la luz de sus antorchar para orientarse. Por otra parte, los árboles y la maleza parecían abrir caminos para los fugitivos, pero entorpecían los pasos de sus perseguidores. Y así, poco antes del amanecer, los dos jóvenes se detuvieron por fin a descansar, seguros de que los habían dejado atrás.
—No podemos volver, Uri —dijo ella, al ver que el muchacho se volvía a mirar el lugar que dejaban atrás.
—Pero mi gente…
—Lo sé —cortó Viana—. Yo no puedo hacer nada para ayudarlos. Solo soy una muchacha, ¿recuerdas?
—Tú eres fuerte —dijo Uri mirándola con fe inquebrantable—. Yo te amo.
Viana se recostó contra el tronco de un árbol, tratando de pensar, mientras procuraba que no se le notara la turbación que habían provocado en ella sus palabras.
—Te… te diré lo que vamos a hacer —balbuceó por fin—. Iré a buscar a Lobo y le pediré que traiga refuerzos. Volveremos con un montón de soldados y combatiremos al brujo y a sus bárbaros. Buscaremos entonces a tu pueblo, ¿de acuerdo? Trataremos de averiguar qué ha sido de ellos. Pero, ante todo, tenemos que detener el suministro de savia; si lo hacemos, el ejército de Harak ya no será tan invencible. Y si conseguimos el apoyo de los reyes del sur, podremos expulsarlos de Nortia y del Gran Bosque para siempre.
Uri había seguido su razonamiento con atención, frunciendo el ceño mientras trataba de comprender todo lo que ella decía. Finalmente asintió.
—Nosotros volvemos con tu gente —dijo—. Después, ellos ayudan a mi gente.
—Eso es —sonrió Viana—. Sí, eso es.
Uri se rio como un niño y la besó.
—Gracias, Viana —dijo feliz.
—En marcha, pues. Tenemos que regresar cuanto antes.
Y así, tras un largo viaje, Uri y Viana regresaron al campamento de los rebeldes. Ambos llegaban cansados y hambrientos, pues no habían querido detenerse más de lo necesario. Sus ropas estaban sucias y presentaban múltiples desgarrones. Pero estaba en casa, y eso era lo más importante.
Sin embargo, cuando penetraron el claro se encontraron con una estampa inesperada: el lugar estaba desierto, y algunas chozas parecían abandonadas. El fuego del campamento se había apagado, y solamente se apreciaban los restos de una pequeña hoguera cerca de la cabaña de las mujeres.
—¿Qué ha pasado aquí? —exclamó Viana. Corrió hasta el centro del claro, seguida por Uri.
—¿Holaaaa? —gritó—. ¿Dónde está todo el mundo?
—Se han ido, mi señora —dijo una voz tras ella.
Viana se volvió. Allí estaba Dorea, de pie ante la puerta de su cabaña.
La muchacha se reunió con ella y se refugió entre sus brazos. Dorea la estrechó con fuerza. Parecía feliz y emocionada por volver a verla, pero al mismo tiempo Viana percibió en ella una sombra de tristeza y preocupación.
—Pensé que no volvería a veros, niña —dijo la mujer, con los ojos llenos de lágrimas—. Cuando os marchasteis con Uri… ¿por qué os marchasteis con Uri? —le preguntó de pronto, con un brillo de sospecha en la mirada.
—Hemos ido al corazón del bosque —respondió Viana atropelladamente, eludiendo la pregunta—, y hemos visto a los árboles que cantan. Los bárbaros están allí, Dorea. Tengo que hablar con Lobo. ¿Dónde está? Harak prepara un ataque contra los reinos del sur…
—Lo sé —cortó Dorea—. Por eso se han ido todos, Viana. Lobo preparó a su ejército y partieron hacia la frontera sur de Nortia para detenerlos junto al río Piedrafría. La mayoría de las mujeres se fueron de aquí, porque ya no se sentían seguras sin la protección de los hombres. Pero yo me quedé a aguardar vuestro regreso. Aunque Lobo dijo que os había echado del campamento, yo nunca perdí la esperanza de que regresarais… Oh, Viana, ¿por qué no me lo dijisteis? Si no queríais que yo os acompañara, ¿por qué no os despedisteis, al menos?
Pero Viana no la estaba escuchando. Las noticias sobre la partida del ejército rebelde habían caído sobre ella como un cubo de agua fría.
—No, no —murmuró—. No puede ser, Dorea. No pueden haberse marchado ya…
—Sí, Viana —confirmó ella—. Se fueron hace casi dos semanas. Lobo no quería aguardar más. Vos misma le dijisteis que los bárbaros tenían previsto atacar los reinos del sur cuando comenzara el invierno, de modo que se han movilizado para salirles al paso antes de que eso ocurra.
—Pero… pero… no podrán derrotarlos, Dorea. Nadie puede vencerlos ahora. Será una masacre.
—Tened fe, niña. El ejército rebelde no está tan desamparado como pensáis. Lobo lleva tiempo manteniendo conversaciones con algunos de los reyes del sur; aunque se aliaron con Harak para mantener su independencia, enviarán tropas en secreto para apoyarnos, y tienen también un ejército preparado para actuar en el mismo instante en que los bárbaros traten de cruzar el Piedrafría. Lobo dice…
—No importa lo que diga Lobo ni cuántos guerreros se movilicen para luchar contra los bárbaros —cortó Viana angustiada—, porque no podrán derrotarlos. Ay, ¿qué voy a hacer? Jamás podré alcanzarlos a tiempo. Pero si no los aviso…
—Mi señora, calmaos. Estáis muy alterada. Confiad en Lobo. Entiende de asuntos de guerra más que nosotras, las mujeres. Sabe lo que hace.
Pero Viana se desasió de su contacto, exasperada.
—¡No, no lo sabe! —sacudió la cabeza con desesperación—. Escucha, Dorea: hemos descubierto un plan secreto de los bárbaros que Lobo no conoce, ¿entiendes? Si no le contamos lo que sabemos, los bárbaros vencerán otra vez, y será la definitiva.
Dorea inspiró profundamente.
—Comprendo —murmuró—. Entonces, debéis partir de inmediato, mi señora. Si contáis con un corcel rápido, tal vez los alcancéis antes de que se enfrenten a las tropas de Harak.
—Las tropas de Harak —repitió Viana, pensando intensamente—. No se han puesto en marcha todavía, ¿verdad?
—Lo ignoro, Viana. Pero el pueblo está tranquilo. Si el señor de Torrespino y sus vasallos tienen planeado unirse al ejército del rey, sin duda no tardarán en hacerlo. De momento, no han abandonado estas tierras.
Viana asintió, más animada.
—Entonces, quizá tengamos una oportunidad. Iré a buscar a Lobo, Dorea. Y tendrá que escucharme porque, de lo contrario, ya no habrá esperanza para Nortia.
La nodriza suspiró.
—Lo entiendo, Viana. Y sé que no podré deteneros. Cuando se os mete algo en la cabeza, nadie es capaz de haceros cambiar de opinión; es así desde que erais muy pequeña. Pero decidme: ¿qué vais a hacer con Uri? No sabe montar a caballo, y si os lo lleváis con vos, os retrasará.
Preocupada por el destino de las fuerzas rebeldes, Viana se había olvidado completamente de Uri. Lo sintió a su lado, y su presencia la reconfortó, pero al mismo tiempo sembró la duda en su corazón. Después de pasar tanto tiempo juntos, la idea de separarse de él se le hacia insoportable. Pero Dorea estaba mirando fijamente al muchacho y no pareció notar su inquietud.
—¿Qué te ha pasado en el pelo? —le preguntó de pronto—. ¿Por qué te ha cambiado de color?
Viana se volvió para mirar a Uri, y fue entonces cuando se dio cuenta, sorprendida, de que, en efecto, él ya no era rubio: su cabello se había vuelto de un cálido tono castaño. ¿Cuándo había sucedido aquello? No podía haber ocurrido de repente, puesto que ella lo habría notado. Quizá el pelo se le había ido oscureciendo poco a poco, con el paso de los días. Pero ¿por qué razón? Maravillada, alzó la mano para acariciarle el cabello. Uri, sin embargo, parecía inquieto.
—¿Viana? —preguntó, inseguro.
—Uri, Dorea tiene razón —dijo ella—. Tu pelo ha cambiado de color. ¿Es normal? ¿Les pasa a todos los que son como tú?
Pero Uri no respondió. Se llevó la mano a la cabeza, muy nervioso, y se revolvió el pelo mientras alzaba la mirada con desesperación, como si así pudiera verse la cabeza.
—No, no, no —murmuró, y salió corriendo en dirección al río.
—¡Uri! —llamó Viana—. ¿Qué le pasa? —se preguntó—. ¿Por qué le importa tanto el hecho de no ser rubio?
—¿Rubio? —repitió Dorea riéndose—. Mi señora, Uri nunca ha sido rubio. Todos hemos visto claramente que antes tenía el pelo de color verde. Un verde un poco peculiar, quizá podía ser algo dorado cuando le daba el sol, pero ¿rubio? —sacudió la cabeza.
Viana enrojeció.
—A mí me pareció… No importa —concluyó—. Voy a buscarlo. Luego comeremos algo y partiré de inmediato hacia el sur. Y en cuanto a Uri… —hizo una pausa—. Ya lo decidiré después.
—Como deseéis —respondió Dorea—. Prepararé un buen guiso; imagino que estaréis hambrienta. Y también el muchacho —añadió. Lanzó una mirada de sospecha a Viana cuando lo mencionó, pero ella ya se marchaba en pos de Uri.
Con un gran suspiro, Dorea la vio marchar. Empezaba a comprender que había algo más que amistad entre su señora y el chico del bosque. En otras circunstancias, la buena mujer habría hecho todo lo posible por convencerla de que pusiera fin a aquella relación, por resultar del todo inapropiada para una dama… Pero debía ser realista: estaban viviendo en el bosque, los bárbaros habían usurpado su castillo y, después de todo, a nadie le importaría ya el hecho de que Viana y Uri estuvieran juntos. Salvo, probablemente, a Harak, que todavía podía tener interés en casarla con alguno de sus guerreros, y, quizá, a Robian. Pero ninguno de ellos merecía besar siquiera la tierra que pisaba su señora, se dijo Dorea despectivamente, así que tampoco tenía derecho a opinar al respecto. De modo que suspiró de nuevo y entró en la cabaña en busca de los ingredientes que necesitaba para cocinar.
Viana halló a Uri a la orilla del río, tratando de vislumbrar el reflejo de su rostro en la rápida corriente. Aún seguía murmurando:
—No, no, no…
La muchacha lo contempló un momento, preguntándose qué había en su cabello que lo alteraba tanto. Finalmente, con un suspiro, hurgó en su zurrón hasta hallar el estuche de terciopelo con las joyas de su madre. Encontró lo que buscaba: un precioso guardapelo de oro labrado con perlas.
—Uri —lo llamó.
El chico se volvió para mirarla con una sonrisa. Siempre tenía una sonrisa para ella, pensó Viana. En cualquier momento. En cualquier situación.
—¿Ves esta joya? —le dijo; Uri se sentó junto a ella para observarla mejor—. Era de mi madre. Se la regaló mi padre, el día que la conquistó. No por la joya, aunque es muy bonita y valiosa, sino por la forma en que se la dio. Mi madre le preguntó si suspiraba por alguna dama. Mi padre le dijo que sí, y que la mujer a la que amaba era la más hermosa de Nortia, que su corazón le pertenecía a ella por completo y que jamás podría mirar a otra dama de la misma forma. Mi madre, como es natural, se sintió algo despechada y quiso saber quién era la afortunada. «Aquí la podréis ver», respondió mi padre dándole este medallón. Mi madre lo abrió, esperando hallar en él el retrato de alguna hermosa doncella. Y… —Viana abrió el guardapelo; en su interior había un pequeño espejo, y la muchacha sonrió al verlo—. Cuando vio la imagen reflejada aquí, mi madre comprendió que mi padre se le había declarado de una forma discreta y muy ingeniosa. Y cayó rendida ante su encanto.
Viana guardó silencio, recordando las veces que su madre le había contado aquella historia cuando era pequeña. Entonces le había parecido un relato muy romántico. Ahora, sin embargo, pensó que era una lástima que las relaciones entre los jóvenes nobles de Nortia tuvieran que depender de ardides, juegos de palabras y dobles sentidos. Y pensó en lo sencilla y sincera que había sido la declaración de Uri: «Te amo», había dicho, sin más.
—Bueno —concluyó, volviendo al presente—. Lo que quiero decir es que esto es un espejo, y que puedes verte mejor aquí.
Uri contempló el pequeño cristal que atesoraba el guardapelo, asombrado ante el hecho de que le devolviera su propia imagen con tanta nitidez. Pero su mirada se detuvo en su cabello, y cerró de golpe el medallón, casi con rabia.
—¿Qué sucede? —quiso saber Viana, recuperando la joya.
—Mi pelo es marrón —explicó Uri con aspecto de sentirse muy desdichado.
—Ya lo he visto. ¿Por qué ha cambiado de color? ¿Qué significa eso?
Uri no respondió.
—El pelo de las personas cambia de color a veces —prosiguió Viana, tratando de animarlo para que hablara—. Cuando se hacen mayores, se vuelve gris, y después blanco. ¿También os pasa eso a vosotros? ¿A ti y a la gente que es como tú?
Uri asintió.
—El tiempo, sí —dijo—. El tiempo cambio el color. Pero es demasiado pronto para mí —gimió.
—¿Quieres decir que te estás haciendo viejo pero eres joven, o algo parecido?
—Yo debo volver —explicó Uri—. Tengo el pelo marrón porque debo volver.
—¿Volver, a dónde? ¿Con tu gente?
Uri asintió.
—Tengo poco tiempo. Pelo marrón es poco tiempo. Cuando llega el frío, yo vuelvo a casa.
Viana respiró hondo.
—A casa —repitió en voz baja—. ¿Quieres decir que vas a… dejarme?
Uri la miró con evidente angustia.
—No… Viana, dejarte no… No quiero…
Ella entendió entonces su dilema, aunque no comprendía por qué razón debía marcharse con la llegada del invierno. Por algún motivo, el viaje de Uri fuera de los límites del Gran Bosque tenía una fecha de finalización. En algún momento debería regresar a su mundo… y no quería, porque aquello significaría tener que abandonar a Viana.
Pero ¿a dónde pensaba volver? ¿Qué habrían hecho los bárbaros con su gente?
¿Y si habían arrasado su aldea y asesinado a todos sus habitantes?
—Y… ¿no puedo ir contigo? —le preguntó tragando saliva.
—No, Viana.
—Entonces, quédate. ¿Qué puede pasarte si no regresas? Cuando la guerra acabe, recobraré mis tierra y tendré un ejército propio. Podré defenderte de cualquier cosa. Estarás seguro y a salvo a mi lado.
«¿Y te casarás con él entonces?», dijo una vocecita insidiosa en su interior. Viana la ignoró.
Como Uri no decía nada, ella trató de buscar otra solución:
—O podemos escapar juntos, muy lejos, donde nadie nos encuentre. Renunciaría a mi herencia por ti, Uri —declaró, y en cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, supo que lo decía de verdad—. Empezaremos de nuevo en otro lugar, donde yo no sea Viana de Rocagrís y tú no seas el héroe que debía salvar a su pueblo.
Pero Uri negó con la cabeza.
—No lo entiendes —dijo; la miró con sus extraños ojos verdes cargados de sufrimiento, y el corazón de Viana se estremeció una vez más—. Yo…
—¡Viana! —los interrumpió entonces una voz—. Viana, ¿estáis aquí?
Airic emergió de entre la espesura.
—Viana, sabía que volveríais —dijo el chico, deteniéndose junto a ellos, jadeante—. Le dije a Lobo que hacía mal echándoos del campamento; que vos, más que nadie, teníais derecho a estar aquí, y también le dije que no podían marcharse sin vos. Pero no me escuchó.
—Airic, ¿tú también te has quedado a esperarme? —preguntó Viana, sintiéndose conmovida.
—¡Por supuesto que sí! —declaró el muchacho, ofendido ante la posibilidad de que ella pensara que podía abandonarla—. Y os habría acompañado a dondequiera que hayáis ido estos días —añadió, lanzando una mirada desconfiada hacía Uri.
—Era demasiado peligroso, Airic. Dime, ¿qué ha sido de tu familia? ¿Se han ido también?
—Han regresado al pueblo. Como se han ido todos los soldados, aquí no se sentían seguros y, además, ya nadie los está buscando por la muerte de Holdar. A Robian Culo al… quiero decir, al señor duque de Castelmar poco le importa eso, en realidad. Ahora está ocupado preparando a su gente para la guerra.
Viana entornó los ojos.
—¿Qué sabes de la guerra, Airic? ¿Qué se dice por ahí?
El chico se encogió de hombros.
—Poca cosa —dijo—. Solo sé que los jefes bárbaros van a ir a la capital para reunirse con Harak antes de la batalla. Nadie tiene muy claro contra quién van a luchar ni por qué. En el pueblo dicen que en realidad van a celebrar en la ciudad una especie de torneo o algo así.
Viana negó con la cabeza.
—Van a reunirse todos para cruzar el Piedrafría —dijo—. Quieren conquistar los reinos del sur.
—Entonces, ¿por qué van a Normont? —preguntó Airic—. ¿No sería más fácil reunirse en la frontera? Nortia es grande, ¿no? ¿Acaso Normont les pilla a todos de camino?
—No —respondió Viana frunciendo el ceño—. No, tienes razón. Si todos los jefes bárbaros han sido convocados en la corte real… eso supondría una demora importante. Solo se me ocurre un motivo por el que Harak quiera reunir a su ejército en su castillo antes de partir a la guerra…, y puede que eso nos dé una oportunidad.
—¿Mi señora?
—¿Tienes hambre, Airic? Porque creo que Dorea ha preparado guiso para un batallón. Ven a comer con nosotros; tenemos mucho que planear.
—¿Qué vamos a planear? —preguntó Airic, entusiasmado.
—Un golpe al imperio de Harak. Y si lo hacemos bien, puede que sea el definitivo.
Un rato más tarde, Airic partía hacia Campoespino para tratar de conseguir un caballo que lo llevara hasta la frontera meridional de Nortia. Con un poco de suerte, alcanzaría al ejército rebelde antes de que llegaran allí. Después de todo, era un muchacho y cabalgaría rápido, mientras que los hombres de Lobo debían moverse por los lindes del bosque, tratando de no llamar demasiado la atención. Si pretendían sorprender a los bárbaros en el Piedrafría, no podían dejarse ver antes del día de la batalla.
Su misión consistía en contar a Lobo lo que Uri y Viana habían visto en el corazón del Gran Bosque. La joven se había ahorrado algunos detalles como, por ejemplo, la descripción de las criaturas que habían encontrado allí o el hecho de que los árboles parecieran tener vida propia. Pero sí le había explicado a Airic, con pelos y señales, que los bárbaros estaban extrayendo la savia de unos árboles de propiedades extraordinarias. Le había entregado también la cantimplora en la que había recogido la savia mágica para que se la entregara a Lobo, como prueba de que lo que decía era verdad.
Y también debía hablarle de lo que Uri y Viana pretendían hacer en Normont.
Porque, en efecto, ambos iban a viajar hasta la capital del reino. Allí buscarían el lugar donde Harak almacenaba los barriles de savia que sacaba del bosque y los destruirían. Viana estaba segura de que los guardaban en algún lugar del castillo; por esta razón, Harak tenía tanto interés en reunir a sus tropas allí antes de iniciar la conquista de los reinos del sur. La joven aún no había decidido cómo se las arreglarían para cruzar la ciudad sin llamar la atención, infiltrarse en el castillo, localizar la provisión de savia y privar a Harak de ella (¿Incendiando los barriles?, ¿vaciándolos todos en el foso del castillo?), pero se dijo a sí misma que tenía tiempo por delante para decidirlo. Sin embargo, tanto a Dorea como a Airic les hizo creer que tenía un buen plan y, además, contaba con que Lobo enviaría refuerzos cuando conociera la situación. Ahora lo más importante ya no era enfrentarse a los bárbaros en el Piedrafría para impedir que invadieran los reinos del sur, sino asediar Normont para acabar con la fuente de la imbatibilidad de Harak, y evitar así que el resto de los bárbaros fueran también invencibles.
Cuando, tras despedirse de Dorea, se pusieron en camino, Viana confesó a Uri que no tenía ni la más remota idea de cómo llevar a cabo su plan. Pero a él no pareció importarle. Con lealtad inquebrantable, la siguió hasta que dejaron atrás la última fila de árboles.
Allí, sin embargo, se detuvo un momento a contemplar el paisaje, asombrado. Viana comprendió que Uri jamás había salido del bosque, y que los campos y llanuras de Nortia le resultaban extraños. El hecho de que no hubiera árboles por todas partes, de poder ver el horizonte, de no tener una cúpula de hojas sobre su cabeza… todas esas sensaciones eran nuevas para él. Viana se preguntó si hacía bien pidiéndole que la acompañara. Probablemente, lo más seguro para él fuera quedarse en el bosque. Además, y a pesar de que ya no tenía el pelo del color del trigo joven, su aspecto seguía llamando mucho la atención. Le planteó aquella disyuntiva, pero Uri fue categórico: no pensaba separarse de Viana ni un solo momento.
—Ya no tengo tiempo —le dijo, angustiado—. Quiero estar contigo. Y ayudar a salvar a mi pueblo.
No hubo forma de hacerle cambiar de opinión, de modo que Viana resolvió que lo llevaría consigo hasta Normont y ya se las arreglarían como pudieran.
Y emprendieron el viaje. Viana le había proporcionado a Uri un manto con capucha para que ocultara su aspecto en la medida de lo posible. Aún hacía calor, pero ellos trataban de avanzar de noche o al atardecer, y en aquella época del año empezaba ya a refrescar cuando el sol se ponía por el horizonte. Viajaron por el camino principal, suponiendo que los bárbaros estaban demasiado ocupados para preocuparse en buscar a una fugitiva como Viana de Rocagrís, y que incluso los hombres de Robian tenían cosas más importantes en que pensar. Fue una decisión acertada, porque no se encontraban con ninguno de ellos y, además, pudieron hacer buena parte del viaje montados en la parte trasera de un carro de heno que se dirigía a Normont.
Cuando llegaron por fin a la ciudad, Viana extremó las precauciones y trató de evitar las calles principales. No parecía que las cosas hubiesen cambiado mucho durante el reinado de Harak, se dijo. Quizá había más tabernas y más herrerías, y muchos comercios estaban regentados por bárbaros; pero, por lo demás, todo parecía igual que siempre, aunque no podía estar muy segura, ya que en sus anteriores visitas se había alojado siempre en el castillo y apenas había visitado la ciudad.
Reconoció, eso sí, el mercado que solía formarse al pie del castillo durante las celebraciones del solsticio. No parecía tan grande y animado como en otras ocasiones, pero ahí estaba. Perpleja, Viana le preguntó a un ganadero el motivo por el cual se habían reunido allí.
—¿No te has enterado, zagal? —replicó el hombre—. Están llegando a Normont todos los barones del rey Harak con sus tropas. Hay quien dice que se prepara un torneo, pero no se han publicado las normas todavía ni se ha convocado a los caballeros del reino. Quizá la gente de las estepas hace las cosas de otro modo, pero, si quieres mi opinión, pienso que se están preparando para la guerra —añadió bajando un poco la voz—. En uno u otro caso, es buena época para los negocios. Estos días, la ciudad estará repleta de gente. Hombres que tienen que comer o que han de avituallarse para la batalla.
—Entiendo —murmuró Viana.
—No sois de aquí, ¿verdad? —preguntó el ganadero, lanzando una mirada inquisitiva al rostro que Uri ocultaba bajo la capucha.
—No, señor, somos de Campoespino —respondió Viana—. Mi hermano y yo hemos venido a visitar a unos parientes y nos ha sorprendido tanta animación, eso es todo.
Por suerte para ambos, en aquel momento se presentó un cliente, y el hombre se olvidó de los dos muchachos que habían acudido a Normont sin saber que era día de mercados.
Viana deambuló por los alrededores del castillo, incómoda. Aquello estaba lleno de bárbaros. Las tropas de Harak ya habían empezado a llegar a la ciudad y, tal y como los comerciantes habían previsto, repartían su tiempo entre la taberna y el mercado.
Había demasiada gente, y el castillo estaba bien vigilado y fortificado. No tenía nada que ver con Rocagrís. No lograría entrar con una treta tan sencilla como hacerse pasar por el primo del porquero. Cuando comprendió esto, Viana sintió crecer su angustia y su desesperación. Se le acababa el tiempo; tenía que encontrar la forma de llegar hasta los toneles de savia y destruirlos antes de que Harak reuniera a todo su ejército.
Pero le costaba trabajo pensar en un plan, porque estaba experimentando toda una serie de sentimientos encontrados. El castillo de Normont le traía muchos recuerdos. Allí había asistido a las celebraciones del solsticio desde que tenía memoria; sus amplios salones habían sido testigos de sus encuentros con Robian, aquellos primeros besos furtivos, aquellas promesas de amor eterno. Allí, el duque de Castelmar y el padre de Viana habían comprometido el futuro de sus hijos, un futuro que imaginaban brillante y repleto de felicidad.
Pero, también entre aquellos muros, Viana había visto cómo su mundo se desmoronaba pedazo a pedazo. Su padre había muerto, su prometido la había traicionado y el usurpador la había entregado en matrimonio a un hombre brutal y desagradable. Toda su vida se había vuelto del revés… quizá no tanto el día del reparto de doncellas, sino antes… la noche del solsticio de invierno en la que Oki les había contado la leyenda del manantial de la eterna juventud y Lobo había anunciado que los bárbaros preparaban la invasión de Nortia.
—Viana, ¿estás bien? —le preguntó Uri, preocupado por su silencio. Ella volvió a la realidad.
—Sí, estoy… estoy bien. Se hace de noche, Uri; busquemos un lugar donde dormir. Quizá entonces se me ocurra cómo entrar en el castillo, o tal vez mañana, a la luz de un nuevo día.
Uri se mostró conforme.
Cuando ya se alejaban del castillo, tuvieron que apartarse para dejar paso a un carromato que venía por la calle principal. Viana se quedó observándolo con interés porque le resultaba familiar. Enseguida descubrió por qué, y el corazón empezó a latirle con fuerza: se trataba de uno de los carros cargados de barriles que procedían del Gran Bosque. Lo siguió con la mirada, preguntándose si sería capaz de ir tras él hasta el castillo, al menos para tratar de averiguar el destino de aquellos toneles. Pero entonces sintió que alguien la miraba fijamente y alzó la vista, sobresaltada.
Era el brujo. Venía sentado junto al bárbaro que conducía la carreta, y los observaba por debajo de sus espesas cejas grises. Los había visto, no cabía duda.
Había mucha gente a su alrededor, pero solo se había fijado en ellos. Los había reconocido.
—¡Vámonos de aquí! —susurró Viana tirando de la manga de Uri.
No tardaron en perderse entre la multitud. Nadie los siguió, pero Viana escuchó la risa del brujo tras ellos.
No era un sonido agradable.
Encontraron alojamiento en el establo de la posada, donde un mozo los dejó pernoctar con la condición de que el amo no los viera… y a cambio de una de las joyas que Viana llevaba en su zurrón. No era más que un anillo de plata, de poco valor en comparación con las otras alhajas, pero, aun así, a la muchacha le dolió entregárselo. Después de todo, había pertenecido a su madre.
Buscaron un rincón apartado y se prepararon para pasar la noche. Viana se acurrucó entre los brazos de Uri y cerró los ojos para sentir el latido de su corazón.
—No quiero perderte —susurró.
El muchacho no dijo nada. No habían retomado el tema durante el viaje, y Viana se preguntó si hacía mal mencionándolo de nuevo. Quizá debía pasar por alto el hecho de que él tendría que regresar al bosque tarde o temprano, y limitarse a disfrutar de los escasos momentos de tranquilidad que podían compartir antes de que los acontecimientos se precipitaran.
Pero Uri respondió finalmente:
—No está bien.
Viana se incorporó un poco.
—¿El qué no está bien? ¿Te refieres al hecho de que estemos juntos?
Uri sacudió la cabeza.
—Somos distintos, Viana. Yo… no puedo estar contigo. Debo volver…
—Ya sé que somos diferentes. Tú tienes la piel rara y el pelo verde… o tenías el pelo verde. Y has salido del bosque, mientras que yo me he criado en un castillo. Pero ¿y qué? Ambos tenemos dos ojos y una nariz y una boca, tenemos brazos y piernas… No somos tan distintos como crees…
Pero Uri la silenció posando un dedo sobre sus labios.
—No lo entiendes —dijo, y había una intensa angustia en su mirada—. Yo no soy como piensas.
—Bueno, es verdad que nos conocemos desde hace poco, pero eso no me importa, ¿sabes? Yo conocía a Robian desde que éramos niños y, aun así, mira lo que pasó…
Uri negó con la cabeza.
—Viana, te amo —dijo, casi con desesperación—. Pero no puedo. No debo. Y si tú sabes todo… tú no me amas nunca más.
—No puede ser tan terrible eso que me ocultas, Uri, sea lo que sea —musitó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Tú eres bueno. Eres una buena persona, yo lo sé, lo he visto. Y te querré siempre, pase lo que pase. Pero ¿por qué…?
No pudo terminar de formular la pregunta, porque en aquel momento se oyó un bullicio procedente del exterior, y Uri se incorporó, alerta.
—¿Qué es lo que pasa? —susurró Viana, y se llevó la mano al cinto, donde guardaba su cuchillo de caza.
No tardó en descubrirlo: el mozo y el posadero entraron por la puerta del establo, seguidos, para horror de Viana, de un grupo de bárbaros. La muchacha se puso en pie inmediatamente y buscó una forma de escapar; pero la única salida estaba ocupada por los hombres que acababan de entrar.
—Están allí, majestad —dijo el posadero señalando a Uri y Viana con el dedo.
—¿Majestad? —repitió Viana, aterrorizada.
—Es así como deben llamarme mis súbditos —se oyó entonces la voz serena de Harak, rey de los bárbaros—. Y tú eres una de ellos, aunque insistas en creer que estás por encima de mi autoridad.
Los bárbaros abrieron paso a su soberano, que entró en el establo sin preocuparse por el olor y la suciedad. Viana retrocedió, alerta, con el cuchillo a punto. Pero sabía que estaba perdida. Lanzó una mirada incendiaria al mozo que los había delatado. Descubrió entonces a otra persona que había entrado justo detrás de Harak: el brujo. Se estremeció al comprender que, tal y como había imaginado, aquel hombre los había reconocido al cruzar la calle principal, y había avisado a Harak de su presencia en la ciudad. Lo miró con profundo odio, pero él no se inmutó. Apenas le prestaba atención: sus ojos estaban clavados en Uri, que se alzaba junto a Viana, desafiante.
—Apresadlos —dijo Harak—. A los dos.
Viana reaccionó.
—¡Espera! —protestó, debatiéndose entre los bárbaros que trataban de inmovilizarla—. Entiendo que tengas algo contra mí, ¡pero Uri no ha hecho nada malo! Déjenlo marchar…
—¿Uri? —repitió el brujo, volviéndose para mirarla con un brillo divertido en los ojos; hablaba con un acento profundo y tosco—. ¿Es así como llamas a este ser? Interesante…
Viana seguía forcejeando, aunque sabía de sobra que no había nada que hacer. Pero en aquel momento, sin embargo, estaba más preocupada por Uri. Los bárbaros lo habían alejado de ella, arrastrándolo hasta los pies del brujo y del usurpador del trono de Nortia.
—No es un «ser», es una persona —replicó—. Deja de mirarlo como si fuera un saco de oro.
El brujo se rio. Era una risa seca, ácida. A Viana le puso los pelos de punta.
—Oh, entonces no lo sabes…
—No lo sabe —corroboró Harak, sonriendo con evidente regocijo—. No habrás cometido la estupidez de enamorarte de él, ¿verdad? ¿Qué diría nuestro apreciado Robian si supiera que su encantadora prometida ha caído tan bajo?
—Ya no soy su prometida —saltó Viana, hirviendo de ira—. Y no vas a confundirme. Sé todo lo que hay que saber acerca de Uri.
Pero no era cierto, y todos eran conscientes de ello. Viana trataba de aparentar un aplomo que no sentía en realidad. Porque si bien estaba al tanto de que, en efecto, Uri le ocultaba algo muy importante, se negaba a aceptar que los bárbaros hubieran descubierto su secreto antes que ella.
Harak y el brujo se rieron otra vez.
—¿De veras? —dijo Harak, extrayendo una daga del cinto—. Me parece que ha llegado la hora de sacarte de tu error.
Mientras hablaba, le hizo un tajo a Uri en el brazo. El chico gritó y Viana gritó con él, angustiada:
—¡No le hagáis daño!
Sentía que su corazón sangraba por él. En ese momento fue plenamente consiente de lo mucho que lo quería.
—No le hagáis daño… —repitió, y no pudo reprimir un sollozo—. Haré lo que sea… lo que sea…
«Incluso casarme con otro horrible y apestoso bárbaro», pensó de pronto. Cualquier cosa con tal de ver a Uri libre y a salvo. Con tal de volver a contemplar aquella sonrisa en su exótico rostro.
Harak sonrió desdeñosamente.
—¿Qué te hace pensar que todo esto es por ti? —le espetó—. No eres más que una mujer descarada que no sabe cual es su sitio.
Viana lo miró sin comprender. El brujo se había inclinado junto a Uri, que temblaba como una hoja, y examinaba con cierta ansiedad el corte que Harak le había hecho.
—Pero reconozco que tienes valor, para ser una mujer —siguió el rey bárbaro—, y creo que mereces saber la verdad. Serás ejecutada mañana al atardecer, en la plaza principal, ante todo aquel que quiera acercarse a verte morir. Tu destino servirá de escarmiento a todos aquellos que osan oponerse a mi poder.
Viana apenas lo escuchaba. Todos sus sentidos estaban puestos en Uri y en el brujo.
—Haz lo que quieras —murmuró a media voz—, pero deja marchar a Uri.
—Aún no lo has entendido —suspiró el brujo; se retiró un poco, y Viana pudo ver por fin, a la tenue luz de las lámparas, la herida sangrante de Uri.
Al principio no comprendió lo que veía. El brazo de Uri estaba embadurnado de una sustancia blanquecina, y Viana pensó que se la había puesto el brujo. Enseguida tuvo que corregir su primera impresión: aquello manaba de la herida de Uri.
—Qué… —pudo decir, desconcertada.
—¿Te parece que un humano puede sangrar así? —dijo el brujo, y cada una de sus palabras resonó en la cabeza de Viana como el golpe de una maza.
—No entiendo…
Se topó con la mirada de los ojos verdes de Uri, cargada de dolor y culpa.
—Viana… perdóname… —le suplicó—. Por favor… salva a mi pueblo…
Harak chasqueó la lengua con disgusto y dio media vuelta para salir del establo. Los bárbaros levantaron a Uri con brutalidad y lo llevaron a rastras, siguiendo a su rey. El brujo caminaba junto a su valioso prisionero, sin quitarle los ojos de encima.
—¡No! ¡Uri! —gritó Viana; trató de abalanzarse tras ellos, pero sus captores no se lo permitieron—. ¿Qué vais a hacer con él? —exigió saber.
Le llegó la voz del brujo, amortiguada por el sonido de las pisadas de los bárbaros mientras salían del recinto.
—Arrancar su corazón de su pecho y exprimirlo hasta la última gota… igual que hemos hecho con todos los demás.
«… igual que hemos hecho con todos los demás».
Las palabras del brujo flotaron un instante más en el aire antes de desvanecerse por completo.
Viana fue apenas conciente de que sacaban a rastras y la llevaban lejos de Harak, del brujo y de Uri, por calles estrechas y oscuras, hasta que desembocaron en la vía que llevaba al castillo. Por fin cruzaba sus muros, pensó con cierta amargura cuando se encontró en el patio. Pero no de la manera que había planeado.
La bajaron por una escalera húmeda y resbaladiza hasta los calabozos. En aquel tétrico lugar había encerrado el rey Radis a los enemigos de Nortia en tiempos pasados, tiempos que ahora parecían muy lejanos. Viana y Belicia se estremecían de horror cada vez que pensaban en él. A menudo inventaban historias en las que sus amados, el apuesto Robian y el valiente príncipe Beriac, derrotaban a caballeros desaprensivos o a bandidos malcarados y los llevaban a aquellas mazmorras, por el bien del reino y de todas las doncellas en apuros del mundo.
Pero Viana jamás había soñado algo así, ni en sus peores pesadillas: nunca habría imaginado que, tiempo después, Belicia estaría muerta y ella se vería conducida hasta aquellas mazmorras por una pareja de rudos bárbaros.
Sin embargo, cuando la arrojaron al interior de un calabozo pequeño y maloliente, Viana había dejado ya de pensar en las ironías del destino.
La imagen de Uri sangrando no se le iba de la cabeza; aquella extraña sustancia blanca fluyendo del corte que Harak le había hecho, tan similar a la savia de los árboles cantores…
«¿Te parece que un humano podría sangrar así?», había dicho el brujo. Naturalmente que no, reconoció Viana para sus adentros.
Cerró los ojos, inspiró profundamente, contó hasta tres y asumió que tendría que aceptar lo imposible.
Que Uri no era una persona.
Y todas las piezas encajaron de golpe.
«Pero ¿cómo es posible?», se preguntaba Viana, encogida sobre sí misma en un rincón de su mazmorra. «¿Cómo podría un árbol trasformarse en un ser humano… aunque se tratara de un árbol que canta?».
Sin embargo, era la única explicación que tenía algún sentido. Los árboles cantores se había visto atacados por los bárbaros, sin posibilidad de huir ni de defenderse. Por esa razón habían enviado a uno de los suyos a buscar ayuda, un árbol joven que se había transformado en ser humano, adoptando la forma de sus enemigos para encontrar la manera de luchar contra ellos. Un humano un tanto extraño: con la piel del tono de la corteza de los árboles, y el pelo del color de sus ramas en primavera… y en otoño, comprendió de pronto Viana, excitada, al recordar el cambio en el pelo de Uri: se había oscurecido al final del verano, como sucedía con las hojas de los árboles. ¿Se le caería también? Viana apartó de su mente la imagen de Uri calvo; tenía cosas más importantes en que pensar.
Entendió también por qué, cuando había hallado al extraño muchacho en el bosque, este no sabía hablar, ni comer, ni tampoco caminar: después de todo, no lo había hecho nunca. Había logrado arrastrarse hasta el río, experimentando por primera vez sensaciones como el hambre, la sed o el cansancio. Había metido sus pies en el agua, de la misma manera que habría buscado el preciado líquido con sus raíces, sin saber que debía beber por la boca, ya que jamás antes había tenido una. Y probablemente habría muerto de sed en mitad del río si Viana no lo hubiese encontrado allí.
De modo que todas las cosas que había ido aprendiendo… realmente las aprendía, como un bebé recién nacido. No las recordaba. No tenía nada que recordar, puesto que no había olvidado su pasado, ni su misión. Sencillamente necesitaba descubrir cómo comportarse en un mundo de humanos antes de ser capaz de ayudar a los suyos.
Por ese motivo, también, había sido siempre Uri: porque como árbol, y dado que su especie carecía de lenguaje articulado, nunca había tenido más nombre que el que Viana le había regalado.
La muchacha se estremeció entre las sombras de su prisión. Uri había experimentado muchas cosas como humano… había aprendido muy deprisa… y también había conocido el amor.
Ignoraba si los árboles tenían sentimientos a la manera de los humanos. Al menos en lo que tocaba a los árboles cantores, sí poseían cierta inteligencia.
¿Podrían amar sin corazón? «Mi gente no siente esto», había dicho Uri. «No siente así». Pero ahora era humano… y se había enamorado de una humana.
¿Cuánto había de árbol en Uri, y cuánto de hombre? Ya hablaba y reía como un humano. Y, posiblemente, amaba como tal.
Pero no tenía sangre, sino savia.
La misma preciada savia que los bárbaros extraían a los árboles para mayor gloria de su rey.
Y Uri lo sabía. Era muy consciente de cuáles eran las propiedades de su sangre, de su savia: con ella había curado la herida del hombro de Viana.
La muchacha se preguntó, con un poco de amargura, por qué Uri le había ocultado tantas cosas acerca de su origen. Quería pensar que al principio el chico no sabía expresarse bien y, por otro lado, tampoco ella había sabido formular las preguntas adecuadas ni comprender la verdad que subyacía en sus comentarios chapurreados a medias. Y más adelante… más adelante, quizá, el amor que sentía por Viana y el dolor que le producía la idea de separarse de ella había influido, sin duda, en su decisión de guardar silencio.
Porque Uri era un árbol, y Viana era humana.
Inspiró profundamente. Sentía un agudo dolor en el corazón cada vez que pensaba en ello: en que ambos eran diferentes y no podrían estar juntos. Quizá era eso lo que Uri había comprendido y no quería compartir con ella… para no hacerla sufrir de forma innecesaria. Pero él parecía convencido de que tendrían que separarse tarde o temprano. ¿Cuándo había pensado decírselo?
«Tal vez nunca», pensó Viana, alicaída. «Quizá tenía intención de desaparecer misteriosamente en la noche, regresar a su bosque y no volver a mi lado nunca más».
Luchó por contener las lágrimas. Una parte de ella se sentía todavía sumamente confusa ante lo que acababa de descubrir, pero otra se rebelaba contra el destino. Sí, Uri podía ser un árbol… o haberlo sido en sus orígenes. Pero ahora… ahora era humano, como ella. Ahora podían estar juntos. Nada podría impedírselo salvo, quizá, la lealtad de Uri hacia los suyos y sus propios reparos al respecto. Viana estaba dispuesta a obviar la verdadera naturaleza de Uri, a no decírselo a nadie, a fingir que siempre había sido humano… con tal de estar con él. Pero ¿sería capaz él de renunciar a su bosque… por ella?
«Salva a mi pueblo», le había pedido. Al llegar al corazón del bosque, Viana había creído que los suyos habían desaparecido, quizá huyendo de los bárbaros, tal vez exterminados por ellos.
No había comprendido lo que Uri estaba tratando de decirle: aquel era su pueblo. Los árboles cantores que sufrían un horrible tormento a manos de los bárbaros que los desangraban lentamente. Era a ellos a quienes había que salvar.
Quizá… si ayudaba a Uri a cumplir su misión… entonces él quedaría libre y podría estar con ella.
Pero primero tendría que rescatarlo.
Era extraño, pensó. El brujo había entendido desde el principio quien era Uri. Pero ¿por qué tenía tanto interés en él? Después de todo, ya disponía de muchos otros árboles en el Gran Bosque. Ninguno de ellos tenía forma humana, eso era cierto… Sin embargo… ¿en qué lo diferenciaba eso de los demás? ¿Era su sangre… su savia… mejor que la de los otros? ¿Qué pensaba hacer el brujo con él? ¿A dónde se lo había llevado, y por qué? Había dicho que le arrancaría el corazón del pecho. Pero, sin dudas, era solo una forma de hablar. No podía estar diciéndolo en serio. ¿O sí?
Comprendió de pronto, angustiada, que ella no podía hacer nada por él. Estaba prisionera de los bárbaros, y Harak le había condenado a muerte.
Respiró hondo, asustada. Por ella, por Uri… por Nortia. Había descubierto la verdad acerca de Uri demasiado tarde. Si lo hubiera sabido antes… tal vez habría actuado de otra manera. Pero todas las decisiones que tomaba, todo lo que hacia… acababa conduciéndola al desastre, de una manera o de otra.
«No todo», se recordó de pronto, esbozando una sonrisa cansada. «He conocido a Uri. Me he enamorado otra vez. Algunos dirían que Uri no es un pretendiente adecuado para una dama de mi linaje, pero Robian sí lo era y, sin embargo…».
Cerró los ojos. No se arrepentía de lo que sentía por Uri. Fuera lo que fuese. Él valía la pena. Lo que habían compartido juntos… no tenía precio.
Pensó entonces que quizá no volviera a verlo nunca más, y en esta ocasión no fue capaz de reprimir las lágrimas.