ASÍ, AIRIC Y VIANA, regresaron a la civilización, aunque viajaban con cautela, procurando no dejarse ver demasiado; después de todo, Viana seguía siendo una proscrita. Pero aun así podía hacerse pasar por un muchacho cualquiera y viajar libremente por los caminos, incluso saludar a los campesinos que pasaban en sus carromatos. Iba siempre con la capucha calada hasta los ojos, y tuvo la suerte de que el tiempo no fuese del todo favorable, con nubes y ligeras lloviznas, puesto que habría parecido extraño verla cubierta bajo un sol radiante.
Pese a todo ello, Viana añoraba a Uri y a sus amigos del bosque, incluido Lobo. Sí, era estupendo poder cabalgar bajo el cielo abierto, pero a veces también echaba de menos la protección y la seguridad que le daba el laberinto de árboles en el que había aprendido a vivir.
El viaje se desarrolló sin demasiados incidentes. En una ocasión tuvieron que ocultarse en un pajar para que no los descubriera una patrulla de bárbaros, y en otra optaron por bordear una población importante para evitar que alguien pudiera reconocer a la joven que había desafiado al gran rey Harak. Viana sabía que mucha gente la apoyaba en secreto, pero también había otros que no dudarían en venderla a los bárbaros a cambio de la suculenta recompensa que ofrecían por su cabeza.
Por fin, una tarde, llegaron hasta las inmediaciones de Rocagrís. Descabalgaron en un bosquecillo de abedules y se asomaron a un recodo del camino desde el que se vislumbraba su destino.
Viana parpadeó para contener las lágrimas. Había abandonado aquel lugar año y medio atrás. Se le antojaba una eternidad y, sin embargo, parecía que nada había cambiado. Si acaso, la hiedra de los muros había crecido y nadie se había ocupado de arreglar los desperfectos que se apreciaban en el tejado del torreón, probablemente causados por las nieves del invierno. La muchacha suspiró.
Era consciente de que muchos sirvientes habrían abandonado el castillo al conocer la suerte de sus amos. Pero otros se habían quedado, y Viana esperaba que lo hubieran hecho por fidelidad a su familia. Ahora obedecían a los bárbaros que habían ocupado el lugar de los ausentes, pero quizá quedara en ellos una pizca de lealtad hacia la memoria del duque. En un momento de apuro, la complicidad de un criado podría ser clave para el éxito de su empresa.
—¿Qué hacemos, mi señora? —preguntó Airic.
Viana tardó un poco en contestar. Seguía contemplando el castillo, tratando de no dejarse llevar por la melancolía. El portón aún se encontraba abierto; no lo cerrarían hasta que se hiciera de noche. Sin embargo, había un guardia apostado en la entrada, rascándose la barba indolentemente. Viana se mordisqueó el labio inferior, pensativa.
—Se me ocurrirá algo —dijo por fin—. Lo importante es no despertar sospechas. Si pudiésemos entrar al anochecer, cuando los bárbaros estén cenando, podría llegar hasta mi antigua habitación sin que nadie lo advirtiera. Pero para eso debo estar dentro antes de que cierren las puertas.
Airic no respondió, pero se quedó mirándola, con una fe ciega en ella. Viana se sintió un poco incómoda, aunque procuró no dejarlo traslucir. Era cierto que había llegado hasta allí sin contar con un plan; sin embargo, confiaba en que encontraría la forma de llevar a cabo sus propósitos. Lo que sí tenía claro era que no pondría a Airic en peligro; lo había traído solo como apoyo y no tenía la menor intención de hacerle entrar en una fortaleza llena de bárbaros.
En aquel momento resonó por el bosque el sonido de un cuerno que trajo a Viana multitud de recuerdos: tardes de invierno junto al fuego, tardes de verano en el jardín trasero, tardes de otoño frente a la ventana, contemplando la puesta de sol. Aquel cuerno sonaba solo por las tardes.
¿Qué era?
Se dio vuelta, dispuesta a desvelar el misterio, y se internó entre los abedules.
No tardó en escuchar el mismo sonido, y en esta ocasión lo reconoció apenas un instante antes de que una manada de formas oscuras se desparramara por la ladera de una pequeña loma.
—Solo son cerdos —dijo Airic decepcionado.
Pero Viana sonrió. Detrás de la piara apareció ladrando un perro mestizo, y tras él, silbando, aún con el cuerno colgado del cinto, caminaba el porquerizo, un muchacho pelirrojo, alto y desgarbado.
—Son mucho más que cerdos —dijo la joven—. Son nuestro pasaje al interior del castillo.
Se acercó al chico que cuidaba de los animales. Entre la sombra de los árboles, y la tenue luz del atardecer, resultaba fácil confundir a la heredera de Rocagrís con un campesino cualquiera.
—¿A quién pertenecen estos cerdos, muchacho? —le preguntó disimulando la voz.
El porquerizo la miró con cierta desconfianza.
—Antes eran del duque Corven, pero ahora perteneces a los bárbaros. ¿Quién quiere saberlo?
—¿Y cómo es que hay tan pocos? —siguió preguntando Viana, ignorando su demanda—. Recuerdo una piara de más de tres docenas de animales. ¿Has sido negligente en tu tarea, muchacho?
—No sé lo que significa «negligente» —respondió él con tono hosco—, pero si lo que quieres saber es si he perdido puercos, no, no es culpa mía. Esos condenados bárbaros cenan cerdo asado una noche sí y otra también. He intentado explicarles que los puercos no crecen en los árboles, pero no me han escuchado —suspiró de mal humor—. Pronto ya no tendré piara que cuidar, entonces, ¿qué será de mí? Pero eso, ¿a ti qué te importa?
Viana salió entonces de entre las sombras y se mostró abiertamente ante el mozo.
—Es natural que tenga interés en preservar lo que es mío —respondió con orgullo.
El porquerizo la miró un momento sin comprender.
Entonces, por fin, descubrió a su ama bajo aquel aspecto tan masculino, y se arrojó ante ella.
—¡Perdonadme, mi señora! —suplicó—. No sabía quién erais.
Viana rio.
—Y es mejor así —dijo—. No habría dicho mucho en favor de mi disfraz el que me hubieras reconocido —hizo una pausa para recordar su nombre—. Tú eres Vauc, ¿verdad?
—Sí, mi señora —respondió él, poniéndose colorado—. Me honra que os acordéis de mí.
Viana pensó que aquello no tenía nada de particular. Había jugado a perseguir los cerdos infinidad de veces cuando era niña. Sin embargo, para Vauc, aquella chiquilla traviesa se había convertido, pese a sus humildes vestimentas, en una mujer inalcanzable.
—¿Por qué habéis regresado? —dijo el porquerizo—. Si os descubren, ¡os matarán!
—No nos vas a delatar, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Ni por todo el oro del mundo! ¡Así mueran todos los bárbaros escaldados en aceite hirviendo y les arranquen sus partes pudendas con tenazas al rojo vivo! —maldijo, y escupió para reforzar sus palabras. Luego pareció arrepentirse por haber sido tan grosero, y miró a Viana de reojo. Pero ella sonreía.
—Bien —dijo—, porque voy a necesitar la ayuda de alguien muy leal. ¿Estás dispuesto a echarme una mano?
Vauc la miró con cierto temor. Viana adivinó que, aunque seguía siendo fiel a su familia, tampoco estaba muy dispuesto a arriesgar el pellejo. Era lógico. Si fuera así, no se habría quedado a trabajar para los bárbaros. Pero ella no podía reprochárselo.
—No tendrías que enfrentarte a ellos —lo tranquilizó—. Tan solo préstame la piara un rato. Si lo hacemos bien, nadie se enterará de que he estado aquí.
De modo que, cuando el sol ya se ponía por el horizonte, la piara de cerdos avanzó con cierto desorden hasta el portón del castillo. El guardia se envaró al ver al muchacho que los guiaba.
—¡Eh, tú! —lo llamó—. ¿Dónde está el porquerizo?
—Mi primo Vauc ha tenido que volver al pueblo de impro… de repente —se corrigió Viana—. Su madre, o sea, mi tía, se ha puesto enferma, ¿sabéis? Así que me pidió que trajera los puercos de vuelta en su lugar.
El guardia la miró de arriba abajo. Viana trató de mantener la calma, procurando ponerse a contraluz. Llevaba la capucha puesta, pero tampoco quería calársela demasiado, por si el bárbaro sospechaba de ella.
—No habrás perdido ningún cerdo, ¿no?
Viana trató de mostrarse convenientemente atemorizada.
—Espero que no, señor —respondió.
—Bien, porque responderás con diez latigazos por cada animal perdido. Y dile a tu primo que a él le reservo otros diez por abandonar su puesto.
—Claro, señor —asintió Viana, esta vez preocupada de verdad; cuando el duque de Corven gobernaba el dominio, ningún criado habría sido azotado por atender a su madre enferma. Deseó que fuera una simple amenaza y que Vauc no tuviera problemas por ayudarla.
Entró en el castillo con la piara —hubo de salir corriendo detrás de un cerdo descarriado, pero consiguió devolverlo a su lugar— y, sin detenerse a mirar a su alrededor, la condujo a la cochiquera y cerró la puerta, deseando que no se le hubiera despistado ningún animal por el camino.
Varios criados se quedaron mirándola, pero, por suerte para ella, todos eran nuevos y ninguno la conocía. Se caló bien la capucha y entró en la cocina.
Había contado con que habría mucho ajetreo allí, pues era hora de preparar la cena, y no se equivocó. Se quedó en un rincón oscuro, como si no se atreviera a entrar, y la cocinera apenas le dedicó un breve vistazo.
—¿Quién eres tú, zagal?
—Un amigo de Vauc, el porquerizo —respondió ella—. He traído los cerdos en su lugar. Él ha tenido que marcharse al pueblo.
—¡Otra vez! —se rio la cocinera—. El amo se va a enfadar mucho cuando se entere. Bien, muchacho, siéntate a la mesa y no molestes. Te daré algo de cenar cuando haya terminado.
Viana obedeció. Se dedicó a observar durante un instante a los criados que se movían por allí. Apenas le sonaban dos o tres, y la cocinera también era nueva. Respiró hondo y procuró no llamar la atención. Era habitual reservar un lugar en la mesa a mozos, repartidores y recaderos si llegaban al castillo demasiado tarde como para regresar a comer a sus casas. Viana lo sabía, y esperaba, por tanto, que a nadie le extrañara ver allí a un muchacho desconocido. Sin embargo, y aunque era poco probable que alguien la reconociera, debía andarse con ojo.
Comió rápidamente el plato de potaje que le sirvieron y se despidió enseguida. Nadie le prestó atención: estaban terminando de preparar la cena y tenían cosas más importantes en que pensar.
De modo que se deslizó rápidamente fuera de la cocina, sin que nadie lo advirtiera, y se coló discretamente por el pasillo que conducía a las escaleras. Sabía que todos los bárbaros se habían reunido en el salón, y esperaba poder llegar hasta su antigua habitación, en el piso de arriba, sin toparse con nadie. En ellos confiaba; de lo contrario, le habría resultado muy complicado explicar qué hacía el primo del porquerizo en los aposentos de los señores.
Se detuvo apenas un momento al pie de la escalera para escuchar lo que decían los vozarrones provenientes del salón y trató de entender sus palabras. Parecían celebrar la noticia de que pronto habría otra guerra. Viana se arriesgó a quedarse allí un rato más para recibir más información. Los bárbaros hablaban de una nueva campaña que comenzaría hacia el final del verano, cuando volviera a soplar el frío viento del norte. Era bien sabido que las guerras debían iniciarse en primavera, pero los bárbaros peleaban mejor en invierno; así, mientras las primeras heladas templaban el ánimo del ejército meridional, los hombres de Harak lucharían con fuerzas renovadas.
Viana escapó escaleras arriba, pensando en lo que acababa de escuchar. Sabía que los reyes del sur habían pactado con Harak para evitar una guerra. Sin embargo, aquella paz era solo aparente. Si se enterasen de lo que los bárbaros planeaban, caviló Viana, seguramente se unirían al ejército rebelde. Debía recordar transmitirle a Lobo aquella información.
Pero eso tendría que esperar. Por el momento, Viana tenía ante sí una tarea delicada, y debía concentrarse en ella.
No le resultó difícil llegar a la planta superior. Como sospechaba, tanto los amos del castillo como los criados estaban en el salón y sus inmediaciones.
Los recuerdos la asaltaron dolorosamente mientras recorría las estancias del que había sido su hogar. Por un momento deseó arrancarse aquellas prendas masculinas, embutirse en uno de sus antiguos vestidos y correr a su habitación a dejarse caer sobre su cama de dosel. Después se arreglaría para la cena y bajaría al salón, donde su padre la estaría esperando y un delicioso asado de cisne aguardaría sobre la mesa. Y hablarían de cosas intrascendentes, y al final, como siempre, comentaría lo poco que faltaba para la boda de Viana con Robian.
Robian. Al pensar en él, la muchacha volvió a la realidad, apretó los dientes y sacudió la cabeza. No. Nada volvería a ser como antes. Los viejos tiempo habían quedado atrás.
Mientras recorría la galería, en la que colgaban los retratos de los más ilustres miembros de su linaje, sus ojos se clavaron en el escudo de armas de Rocagrís que adornaba el manto de uno de ellos. Aunque su padre lo había exhibido con orgullo, a Viana siempre le había parecido demasiado sobrio: no contenía nada más que un roque de oro en campo de plata. Sin embargo, en aquel momento comprendió que ella, como superviviente de la estirpe de Rocagrís, era la única con derecho a ostentar aquel distintivo. Se juró a sí misma que lo recuperaría de alguna manera, junto con el castillo y el dominio entero.
De alguna manera.
Reprimiendo un suspiro, empujó la puerta de su antigua habitación y se coló en el interior…
… Para descubrir que ya estaba ocupada.
Viana se detuvo en seco junto a la entrada, paralizada por el pánico; en el interior de la estancia, una joven en camisón lanzó un grito ahogado mientras la contemplaba con horror.
—¿Quién eres tú, muchacho, y cómo osas irrumpir así en mi alcoba? —exigió saber la chica con voz aguda, cubriéndose pudorosamente con ambos brazos.
—Yo… yo… —acertó a decir Viana—. Buscaba las cocinas y… —se detuvo un momento para observar a la dama—. No puede ser. ¿Belicia? —preguntó, incrédula.
Ella dejó escapar una exclamación enojada.
—¿Todavía sigues ahí? ¡Fuera de aquí, pícaro insolente, o llamaré a mi esposo para que se haga un abrigo con tu piel!
—Eso debe de doler —murmuró Viana, desconcertada y divertida a partes iguales.
Era Belicia de Valnevado, naturalmente. Aunque estaba más delgada y desmejorada en general. Las ojeras que subrayaban sus ojos destacan contra la marmórea palidez de su rostro. Su cabello, que Viana recordaba como una masa vivaz y rebelde de rizos castaños, se encrespaba ahora sobre sus hombros, sin brillo, sin gracia. La sonrisa que asomaba a los labios de la intrusa se borró rápidamente al ver que la adversidad había dejado una profunda huella en su amiga.
—Belicia, ¿qué te ha pasado? —preguntó.
Entonces, ella reconoció su voz y se quedó mirándola como si hubiese visto un fantasma.
—Pero tú… tú… —balbució.
—Soy yo, Belicia. Viana. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
Belicia estalló en una risa histérica regada con lágrimas de alegría y nerviosismo.
—¿Cómo no me voy a acordar de ti, boba?
Las dos amigas se fundieron en un abrazo.
—Apestas a cuadra —dijo Belicia arrugando la nariz.
—A pocilga, más bien —puntualizó Viana—. Pero soy una proscrita; no me puedo permitir baños calientes ni hermosos vestidos.
Belicia suspiró. Se separó de ella y la observó con aire crítico.
—Madre mía, Viana, si pareces un mozo cualquiera —le dijo—. Con esa ropa… si es que se le puede llamar ropa… ¿Y qué ha pasado con tu preciosa cabellera?
Viana hizo una mueca.
—Tuve que prescindir de ella —respondió—. Pero, por extraño que te parezca, no la echo de menos. El pelo corto es mucho más práctico.
—Puede ser, pero no resulta nada atractivo.
—¿Y para qué quiero ser atractiva? —se rio Viana—. ¿Para alegrarle la vista a alguien como Robian?
Sobrevino un silencio entre las dos.
—Ese miserable —siseó entonces Belicia—. No me explico cómo pudo dejarte plantada de esa forma. Pero cuéntame tus aventuras, por favor —añadió, más animada; la tomó de las manos y la hizo sentar en el lecho, junto a ella—. Todo el mundo habla de ti. ¿Es verdad que intentaste abatir al rey Harak tú sola?
—Fue una mala idea —replicó Viana, incómoda—. No estoy segura de qué es lo que se cuenta de mí, pero casi preferiría no saberlo. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo aquí?
Una sombra cruzó el expresivo rostro de Belicia.
—¿No lo recuerdas? Nos casaron a ambas con dos horribles guerreros bárbaros. Tú escapaste de tu esposo. Yo no lo he conseguido. Ni siquiera me he atrevido a intentarlo.
Dos ardientes y solitarias lágrimas rodaron por sus mejillas.
Y entonces Viana comprendió de pronto qué hacía Belicia allí, en su antiguo cuarto, en la casa de su familia.
—¿Eres la nueva señora de Rocagrís? —murmuró—. Tu marido… ¿es el bárbaro al que Harak ha regalado parte del dominio de mi padre?
Belicia asintió.
—Hasta hace poco vivíamos en Valnevado —suspiró—. No estaba tan mal porque al menos no tuve que marcharme de mi casa, como tú… Pero, con el tiempo, mi antiguo hogar se llenó de malos recuerdos —trató de contener las lágrimas—, y cuando llegamos aquí… bueno, las cosas no mejoraron, pero en cierto sentido fue un alivio. Espero que no te importe que me haya quedado con tu habitación —añadió con timidez—. Me recordaba tanto a los viejos tiempos… Cuántos momentos felices pasamos aquí, ¿recuerdas? Entre bromas y risas, soñando con un brillante futuro…
Se le quebró la voz y no fue capaz de seguir hablando. Viana, consternada, la abrazó para que llorara sobre su hombro. En esta ocasión, a Belicia no le importaron el olor ni la suciedad que impregnaban el atuendo de su amiga. Sollozó un buen rato, agradecida de tener, por fin, a alguien en quien confiar en un entorno tan hostil.
—Belicia, lo siento… lo siento mucho —murmuró Viana.
—Ha sido horrible —se desahogó ella—. Al principio, Heinat visitaba mi lecho todas las noches… todas las noches —repitió, redoblando su llanto—. Pero yo no quería darle un heredero… así que me escapé y fui al herbolario a por raíz de doncella…
—¿Raíz de doncella?
—Sabes lo que es, ¿no? Si la ingieres regularmente, impide que te quedes en estado. Sé que otras damas de Nortia la están tomando también —añadió Belicia, con un brillo febril en sus ojos cansado—. Es nuestra pequeña rebelión, ¿sabes? No podemos luchar contra los bárbaros en una batalla, pero sí está en nuestra mano evitar que nuestros vientres engendren a sus bastardos.
Viana se estremeció. Ella había conseguido mantenerse virgen gracias a las artimañas de Dorea, pero la pobre Belicia no había tenido tanta suerte. Había evitado quedarse embarazada, sí, pero ¿a qué precio? Viana conocía los efectos de la raíz de doncella. Quienes abusaban de ella corrían el riesgo de quedarse estériles de por vida. Incluso se sabía de mujeres que habían muerto, envenenadas lentamente por la misma planta que mataba toda posibilidad de que germinase una nueva vida en su interior. Lo que estaba haciendo Belicia era muy valiente… pero muy arriesgado.
Sin embargo, en el fondo entendía a su amiga y otras tantas damas que compartían la misma práctica. La mayor parte de los hombres de Nortia habían perecido en la guerra. Muchas preferían que su linaje se extinguiese con ellas a contaminarlo con sangre bárbara.
—¿Y qué pasó? —preguntó en voz baja, con un estremecimiento.
—Bueno. Naturalmente, mi esposo me dio una paliza por escaparme —respondió Belicia, riendo sin alegría—. Pero no encontró la bolsita de raíz de doncella. Así que aún no le he dado el heredero que tanto desea. Ni se lo daré nunca —concluyó con fiereza.
Viana sintió un nuevo escalofrío. Allí tenía el ejemplo de lo que habría sido su vida de no haber escapado de Holdar… o de no haber contado con la ayuda de Dorea en los momentos más difíciles.
—¿Y tu madre, Belicia? —le preguntó con suavidad—. ¿Vive aquí, con vosotros, o la han obligado a quedarse en Valnevado?
Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas otra vez. Viana no recordaba haberla visto nunca llorar tanto.
—Mi madre murió el pasado invierno —respondió Belicia en voz baja—. Ahora estoy sola… con los bárbaros.
—Oh, Belicia, lo siento muchísimo —susurró Viana, abrazándola con fuerza—. De verdad que lo siento. Si hubiese sabido lo mal que lo estás pasando…
—Pero todo eso se ha terminado, ¿verdad? —respondió Belicia, separándose de ella para mirarla con ojos brillantes—. Porque tú has venido a rescatarme.
—¿Qué? —soltó Viana—. Belicia, yo ni siquiera sabía que estabas aquí. En realidad he venido… —se detuvo. De pronto, le parecía indecente revelar que había regresado para recoger unas joyas, por mucho valor sentimental que tuvieran para ella. Y se avergonzó de haberse acordado de ir a buscarlas, en lugar de preocuparse por averiguar qué había sido de su mejor amiga.
—Es verdad, tú no sabías que yo estaba viviendo en tu casa y ocupando tu cuarto. —Belicia dejó escapar una risilla nerviosa—. Pero entonces, ¿por qué has venido?
Viana suspiró y se lo contó, suponiendo que Belicia se enfadaría con ella. Sin embargo, su relato consiguió arrancarle una sonrisa ilusionada.
—¡Qué emocionante! ¡De modo que te has hecho pasar por un porquerizo para entrar en el castillo de tu familia, que te fue injustamente arrebatado, y así poder recuperar las joyas de tu madre, que escondiste antes de ser conducida a un terrible destino! ¡Es tan romántico…! Vamos, Viana, ¿a qué esperas? ¡Hay que ver si siguen donde las dejaste!
Dejándose contagiar por su entusiasmo, Viana procedió a mover la cama a un lado. Las dos se inclinaron sobre la losa suelta y la retiraron con la emoción contenida. Viana introdujo la mano en el hueco y la sacó con el estuche de terciopelo que había ocultado allí año y medio atrás.
—¡Viana, lo has conseguido! —exclamó Belicia—. ¡Has preservado el legado de tu madre de la codicia de los bárbaros! ¿Puedo verlas?
—Claro que sí —accedió ella.
Abrió el estuche con cuidado, y ambas contemplaron las joyas, extasiadas ante los destellos que despedían bajo la luz de las velas. Los ojos de Viana se llenaron de lágrimas al contemplar la gargantilla de esmeraldas que su madre solía llevar en las ocasiones especiales.
—A la duquesa le gustaba mucho este collar —dijo Belicia, adivinando lo que pensaba—. Se lo vi puesto alguna vez, en Normont, durante la celebración del solsticio. Estaba muy guapa con él. Bueno, siempre estaba muy guapa, llevara lo que llevara.
Viana se esforzó por volver al presente. Contempló a Belicia un momento y sintió un nudo en la garganta y un punzada en el corazón. Su amiga no era más que la sombra de la joven inquieta, alegre y descarada que había sido. La abrazó con fuerza. La quería como a una hermana. No la dejaría allí, a merced de los bárbaros. No; ahora que la había visto, no podía seguir con su vida como si nada, fingiendo que no sabía nada de ella, dando la espalda al hecho de la aguardaba un futuro lleno de desdicha.
—Belicia —dijo entonces, escogiendo las palabras con cierto cuidado—, es verdad que no he venido aquí por ti. Lo cierto es que no sabía nada de ti, pero, la verdad, estuve tan ocupada salvando mi propia piel que no me detuve a preguntarme qué te había pasado. Pero ya que he venido… —respiró hondo—, creo que podría intentar rescatarte. ¿Qué me dices? ¿Vendrías conmigo?
Belicia la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Hablas en serio?
—Bueno —trató de puntualizar Viana—, nosotros vivimos en el bosque, ¿sabes? No en el bosque profundo, claro, sino en los límites… Aun así, no se pueden comparar nuestras cabañas con la comodidad de un castillo como Rocagrís…
—Todo eso no me importa —interrumpió Belicia—. Haría lo que fuera por salir de aquí y por escapar de Heinat… Muchas veces he soñado con matarlo a sangre fría, como hiciste tú, pero no me he atrevido…
—Espera, yo no lo maté a sangre fría; fue un accidente…
—… Incluso me hice con una redoma de veneno —prosiguió Belicia sin hacerle caso—, pero nunca la he usado. Tenía miedo de que sospecharan de mí…
Se echó a llorar otra vez.
—Vamos, cálmate —la consoló Viana—. Te sacaré de aquí. No permitiré que ese sucio bárbaro vuelva a ponerte las manos encima.
—Ay, gracias, Viana —suspiró Belicia—. No sabes cuánto he deseado que llegara este momento… Pero no tenía nadie que viniera a rescatarme. Todos los hombres de mi familia murieron en la guerra y, por otro lado… yo no tenía ningún enamorado que me echase de menos.
Viana recordó entonces que Belicia se había sentido atraída por el príncipe Beriac desde que era muy pequeña. Naturalmente, el heredero de Nortia había sido uno de los primeros en sucumbir bajo el hacha del rey Harak.
—Estoy segura de que a él le gustabas —le dijo con cariño.
—Viana, tú sabes que eso no es verdad.
—Sí que lo es. Lo que pasa es que no podía demostrártelo porque, como príncipe, estaba destinado a una boda pactada con alguna princesa del sur. Las dos lo sabíamos.
—Sí, pero…
—Estoy convencida de que si las cosas hubiesen sido diferentes… si los bárbaros se hubiesen quedado en su tierra… la vuestra habría sido una bella y trágica historia de amor imposible. Y Oki la habría relatado a nuestros descendientes durante la noche del solsticio.
—Ay, Viana, eso es muy bonito…
—Es mucho menos de lo que mereces. Y ahora, sécate esas lágrimas: nos vamos de aquí.
Una sonrisa iluminó el pálido rostro de Belicia como un rayo de sol hendiendo un manto de nubes. Tratando de dominar su excitación, como cuando eran niñas y tramaban una nueva travesura, se pusieron en pie y pegaron una oreja a la puerta para averiguar si rondaba por allí cerca alguien que pudiera escucharlas. Les llegaron los vozarrones de Heinat y sus hombres desde el piso de abajo, cantando y riendo a carcajadas, como si se hallasen en una taberna.
—Todavía tenemos tiempo —susurró Belicia—, pero no debemos confiarnos. Cuanto antes salgamos de aquí, tanto mejor.
Viana se incorporó, pensando con rapidez. Había planeado volver a salir por la puerta principal, igual que había entrado. Pero ahora, con Belicia, no le sería posible. Se asomó a la ventana. La noche había caído sobre Nortia, negra como la boca de un lobo.
—Tienes un plan para escapar, ¿no? —oyó que decía Belicia a su espalda, con una nota de histerismo en la voz—. ¡Dime que tienes un plan!
—No te preocupes —murmuró Viana; pero lo cierto era que no tenía ni idea de cómo sacar a su amiga de allí.
La ventana estaba demasiado alta como para saltar al vacío sin más. Por el muro, sin embargo, trepaba una tupida mata de enredaderas. En tiempos del duque Corven, solía recortarse todos los años, cuando llegaba el otoño; pero Rocagrís había quedado abandonado durante mucho tiempo, y nadie se había preocupado de podar las plantas desde entonces. Viana se quedó mirando la enredadera, preguntándose si podrían bajar por allí. Ella, probablemente, sí sería capaz, pero Belicia lo tendría más difícil. Quizá por eso, su marido no había considerado que aquellas plantas pudieran facilitarle la huida; la joven no solamente no estaba acostumbrada a aquellos equilibrios, sino que además era una dama nortiana: los bárbaros pensaban que ninguna de ellas tenía el coraje necesario para intentar una aventura semejante.
Sin embargo, y aunque lograran llegar al suelo sin romperse ningún hueso, todavía habría que salir del recinto. Viana se preguntó cómo iban a poder salvar la muralla.
«Ya pensaré en ello cuando lleguemos allí», decidió.
—Belicia, mira: ¿crees que podrás bajar por aquí?
Ella ni siquiera necesitó asomarse a la ventana para entender lo que quería decir su amiga.
—¡No sabes la de veces que lo he pensado! —suspiró—. Pero está demasiado alto, Viana. Nos romperemos la cabeza.
—No si tenemos más puntos de apoyo. Venga, vamos a ver qué tienes en tu arcón.
Ante la mirada perpleja de Belicia, Viana arrancó las sábanas de la cama y sacó varios vestidos del baúl de su compañera. Esta, sin embargo, no dijo nada cuando la joven empezó a rasgar las prendas y a atarlas unas a otras. Apenas tardó unos minutos en confeccionar la tosca sarta de ropa que les serviría de cuerda. Ató un extremo al parteluz de la ventana y lanzó el otro al vacío. Belicia la miró con aprensión.
—No sé si seré capaz.
—Claro que serás capaz —replicó Viana—. Utiliza la enredadera para sujetarte y será más fácil. ¿O es que quieres ser la esposa de Heinat toda tu vida?
Belicia negó enérgicamente con la cabeza. Después, sacando fuerzas de flaqueza, se recogió las faldas y se encaramó al alféizar de la ventana. Se aferró con fuerza al lío de ropa y se descolgó con una pequeña exclamación de pánico.
Viana la sostuvo por la muñeca hasta que logró estabilizarse.
—Muy bien, y ahora ve bajando poco a poco —le indicó.
Belicia obedeció y, tras unos angustiosos minutos, logró descolgarse por la soga lo suficiente como para poder saltar al suelo sin sufrir daños.
Viana sabía que no disponían de mucho tiempo. Se metió el estuche de las joyas en el zurrón y descendió por la ristra de prendas hasta reunirse con Belicia en el patio.
—¡No me lo puedo creer! —susurró ella estremeciéndose, en parte de frío, en parte de emoción—. ¡Estamos huyendo! Y ahora, ¿qué hacemos?
Viana la guio hasta un rincón en sombras al pie de la muralla. Desde allí se asomó con precaución para estudiar el terreno.
Como había supuesto, el portón de entrada estaba ya cerrado. Sentados junto a él, había dos guardia que jugaban a los dados a la luz de las antorchas. Por fortuna, la ventana por la que acababan de descolgarse no se encontraba en su ángulo de visión. Y la escalera para subir a la muralla, tampoco.
Siguió observando lo que sucedía a su alrededor. No había nadie vigilando las almenas. Sin embargo, en el momento en el que subieran hasta allí serían visibles para los guardias de la puerta. Tendrían que actuar con suma cautela.
Se dirigió, pues, a la gradería que conducía al adarve, indicando a Belicia que la siguiera. Las dos muchachas se deslizaron en silencio a la sombra de la muralla y treparon por las escaleras.
—¡Agáchate! —susurró Viana cuando alcanzaron las almenas.
Se quedaron un momento encogidas junto al muro, temblando. Viana se atrevió a alzar la cabeza, pero los guardias seguían inmersos en su partida y no advirtieron su presencia.
—Y ahora, ¿qué? —musitó Belicia.
—Quédate aquí y no hagas ruido —respondió Viana en el mismo tono.
Se arriesgó a asomarse entre las almenas y a ulular como un búho una, dos, tres veces. A sus pies, Belicia dio un respingo. Viana se agachó rápidamente junto a ella antes de que los guardias miraran hacia allá.
—¿Qué haces? —susurró su amiga, aterrorizada.
—Pedir refuerzos —respondió Viana en el mismo tono.
El grito del búho, lanzado por triplicado, era la señal de aviso que solían utilizar los proscritos del Gran Bosque. La muchacha esperaba que Airic la escuchara desde el lugar donde había acampado, en el bosquecillo de abedules, y reconociera en ella una petición de auxilio.
Sin embargo, por el momento le preocupaban más los guardias. Uno de ellos había alzado la mirada para observar con curiosidad el lugar desde el que había sonado el canto del búho. Las dos amigas permanecieron muy quietas, a la sombra de las almenas, hasta que el bárbaro dejó de prestar atención a lo que sucedía en la muralla.
Entonces Viana se incorporó de nuevo y volvió a ulular con fuerza. En esta ocasión, el guardia no se molestó en levantar la cabeza.
Las dos muchachas esperaron, temblando de nerviosismo e impaciencia. Viana, asomada al exterior entre dos almenas, aguardaba la llegada de Airic. Si el chico no había oído su llamada, estaban perdidas.
Sin embargo, sus temores se disiparon cuando, momentos después, una sombra rápida y vivaz se deslizó por el exterior del castillo, pegada a la muralla. Por fortuna, Rocagrís no disponía de foso.
—¡Airic! —lo llamó Viana; se quedó un momento quieta, temiendo que los guardias la hubiesen oído. Pero ellos seguían centrados en su partida. Hablaban tan alto, además, que su voz tapaba las de las fugitivas.
—¡Mi señora! —respondió Airic desde abajo—. ¿Qué hacéis ahí? ¿No ibais a esperar hasta el amanecer?
Aquel había sido el plan inicial, en efecto: quedarse a dormir con los demás criados y marcharse por la mañana por la puerta principal.
—¡He cambiado de idea! —replicó Viana entre susurros—. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo! ¡Ve a buscar una cuerda y lánzamela! ¡Y trae también los caballos!
Airic asintió y desapareció entre las sombras de la noche. Belicia y Viana se acurrucaron en el adarve, al abrigo de las almenas, y aguardaron temblando hasta que, un rato más tarde, oyeron ulular tres veces al búho.
—Ya está —dijo Viana aliviada.
Respondió con la misma señal, sin quitar ojo a los guardias. Pero ellos parecían haberse acostumbrado a la presencia del búho que, por lo visto, había visitado el castillo aquella noche, porque no se molestaron en alzar la vista.
Apenas un instante más tarde, una cuerda atada a un contrapeso se elevó por encima de la muralla. Viana la agarró antes de que cayera al suelo y procedió a amarrarla a la almena. Se aseguró de que estuviera bien atada y se volvió hacia Belicia.
—Vas a tener que bajar por aquí. ¿Crees que serás capaz?
—Ya no puedo volver atrás —respondió ella. Viana asintió.
—Toma —le dijo tendiéndole los guantes de cuero que llevaba en el zurrón—. Póntelos; así no te despellejarás las manos.
Belicia obedeció. Después respiró hondo y se colgó de la cuerda.
Su cuerpo se balanceo peligrosamente sobre el vacío y la muchacha no pudo evitar lanzar un grito de miedo.
Viana se agachó inmediatamente. Uno de los guardias estaba mirando hacia su posición. Por fortuna, desde allí no podía ver a la joven que colgaba de la cuerda, por la parte exterior de la muralla.
El bárbaro mantuvo la vista fija en el adarve durante un instante eterno. Después volvió a su partida de dados.
Viana respiró hondo y se asomó para ver qué tal le iba a Belicia. La muchacha parecía a punto de dejarse caer.
—No puedo más, Viana —jadeó.
—Tranquila. Baja poco a poco, ¿de acuerdo? Deja que tus manos se deslicen por la cuerda; llevas guantes, no te harás daño.
Lenta, muy lentamente, Belicia descendió por la soga. Pero sus brazos no aguantaron la tensión y, cuando apenas le faltaban un par de metros para llegar al suelo, se dejó caer.
Aterrizó como un fardo en los matorrales que crecían al pie de la muralla. En esta ocasión, su exclamación de miedo y sorpresa se oyó con más claridad en la noche.
Viana echó un vistazo preocupado hacia la entrada principal. Los dos guardias estaban de pie y miraban fijamente en su dirección. Respiró hondo.
—¡Corred, vamos, montad! —les gritó a sus amigos desde lo alto de la muralla. Entonces, sin molestarse ya en permanecer oculta, se incorporó y se dispuso a descender por la soga.
—¡Eh! —gritó uno de los guardias; después lanzó una maldición que Viana no entendió.
Pero no se detuvo. Calculó que los bárbaros tardarían unos minutos en dar la alarma y bajar el portón para perseguirlos, y ella no necesitaba más para descender por la cuerda. Esperaba que, entre tanto, Belicia y Airic estuvieran preparados para partir.
Se deslizó por la cuerda tan deprisa como pudo. Reprimió una exclamación de dolor al sentir que la fricción despellejaba las palmas de sus manos, pero no se detuvo. No había tiempo.
Cuando por fin alcanzó el suelo, Airic ya montaba uno de los caballos, y había ayudado a Belicia a subir al otro. Viana reprimió una maldición al ver que la muchacha montaba de lado, como correspondía a una dama. Ella misma había empezado a cabalgar a horcajadas tras su huida del castillo de Holdar, pero no había contado con que Belicia no había tenido ocasión de aprender. Montó delante de ella y deseó que fuera capaz de aguantar la desesperada fuga que los aguardaba.
—Agárrate bien —le dijo—. ¡Nos vamos!
Sintió los brazos de Belicia sujetos en torno a su cintura y espoleó a su montura con fiereza.
Justo cuando los caballos partían al galope, oyeron voces tras ellos. Viana sintió que se le paraba el corazón: los bárbaros no se habían molestado en perder el tiempo con el portón: habían subido al adarve y los observaban desde las murallas. Pronto, los fugitivos oyeron silbar flechas a su alrededor.
—¡Más rápido, más rápido! —gritó Viana. Debían ponerse fuera del alcance de los proyectiles cuanto antes.
No había terminado de decirlo cuando sintió un dolor punzante en el hombro que le hizo lanzar un grito y soltar las riendas. Belicia chillo, asustada. Sobreponiéndose, Viana luchó por recuperar el control del caballo. Ante ella, Airic cabalgaba como podía, tratando de mantenerse sobre el lomo del animal, y ambos no eran más que una sombra fugaz entre los árboles. «No podemos quedarnos atrás», pensó la muchacha.
Clavó los talones en los flancos del caballo con todas sus fuerzas, sin preocuparse más por la flecha que sobresalía de su hombro izquierdo. Ya tendría ocasión de curarse cuando estuvieran a salvo.
Y justo cuando alcanzaban la primera fila de árboles, justo cuando creía que lo habían conseguido, una última flecha silbó en la noche y detuvo su trayectoria de improviso. Viana oyó un jadeo de dolor y una voz temblorosa a su espalda.
—Creo… creo que me han dado…