VII. ¿ESTÁ AQUÍ MI PAPA?
Una eficiente enfermera había tendido a Raúl en una camilla y cuando la empujaba en dirección al quirófano observó a las dos jovencitas, el muchacho alto y el niño, todos con el susto reflejado en el semblante.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó.
—Venimos con él —explicó Sara—. Estábamos juntos cuando… ha pasado.
—Pues aguardad en la sala de visitas. Está prohibida la permanencia en el pasillo.
Oscar, bajando la voz, cuchicheó:
—¡Jo, Sara, qué bien explicas las cosas! Ni siquiera has mentido.
Se habían introducido en la sala de espera, pero dejando fuera de ella las cabezas. Estaban demasiado inquietos por Raúl para permanecer pasivos. Además, Julio aguardaba el paso del doctor Bellido. En cuanto le vio aparecer por el extremo del pasillo, en dirección al quirófano, hizo un gesto a sus compañeros para que permanecieran allí y se adelantó a su encuentro.
—¿Cómo? ¿Tú aquí? Por favor, hijo, ya te advertí…
—Lo siento, doctor. Se trata de nuestro compañero Raúl. —Julio sí mintió, desviando sus ojos del rostro honrado del padre de su amigo—. Ha sufrido un accidente. Se ha caído sobre una hoz y creo que tiene una herida bastante considerable. También ha perdido mucha sangre.
—Bueno, déjamelo a mí, muchacho, y aguarda tranquilo. Hasta pronto.
Julio regresó a la sala, consciente de que al divisarle, el doctor Bellido se había sentido disgustado. Suerte que la excusa para permanecer allí no podía ser mejor. ¡Admirable Raúl!
Encontró a los suyos presa de gran nerviosismo. Ninguno podía tener quietos las manos y los pies. Les dio cuenta brevemente de lo que había hablado con el doctor y Oscar se retiró el flequillo, poniéndose en pie con determinación.
—Puesto que estamos en el escenario de las pesquisas, me voy a investigar.
Su hermano le retuvo por el jersey. Como el pequeño llevaba tanto ímpetu, el jersey se estiró como si fuera de goma.
—No puedes ir por ahí. La enfermera nos lo ha advertido y sé que al doctor no va a agradarle.
—¿Vas a ponerte ahora «pusilámine», después de todo lo que hemos hecho? Habéis de saber que los «Derechos Humanos» prohíben que se prohíba a la gente no ir al lavabo cuando la gente lo tiene a bien.
Y tras la admirable parrafada, que dejó atónitos a los otros, Oscar se fue con paso triunfal. Cuando los demás recobraron el habla, tanto para corregirle la palabra mal dicha como para cualquier otra observación, ya se había ido.
—Realmente, el crío es notable —concedió su hermano. Por su parte, se hallaba bastante avergonzado. Primero, su asqueroso desmayo y, después, hasta un chiquillo de diez años le daba una lección. No se atrevía a mirar a las chicas. Sara se contaba los dedos, observándolos como si los desconociera, y Verónica miraba con fijeza hacia la ventana.
Fue a sentarse y apoyó la barbilla entre sus manos cruzadas. ¿Merecerían los resultados que obtuvieran, caso de que obtuvieran alguno, el gigantesco sacrificio de Raúl? .
Apenas sentado, se levantó de nuevo, saliendo a grandes zancadas en dirección a la puerta.
—¿Qué vas a hacer?
—Aguardad aquí hasta que regresemos.
Se fue sin más y recorrió al azar un par de corredores, anotando mentalmente el número de las habitaciones. Casi tropezó con una enfermera joven y agradable que salía de una habitación.
—Por favor, enfermera, ¿podría proporcionarme una aspirina? Un amigo mío acaba de sufrir un accidente y nos hemos asustado tanto que se me ha puesto dolor de cabeza. Mi amigo, ahora, está en el quirófano.
—¡Claro que sí! Ven conmigo.
Julio siguió a la muchacha hasta una habitacioncilla pequeña cuyas paredes estaban ocultas por armarios. Extrajo del bolsillo una llave, abrió uno de los armarios y Julio se encontró muy pronto con la pastilla solicitada en la mano. Entonces entró otra enfermera, de más edad, alta, robusta y de gesto antipático. Era la misma que viera en su primera visita, cuando el padre de Héctor le instaba con ademanes misteriosos para que se fuera.
—¿Qué hace éste aquí? Creo que ya lo he visto antes de ahora.
—He venido a darle una aspirina —explicó la enfermera joven.
—¿Y no podía comprarla en la calle? A esta habitación no tiene acceso más que el personal de la clínica.
—Mujer, el pobre muchacho no se encuentra bien. Un amigo suyo ha sufrido un accidente y está en el quirófano.
La enfermera adusta consideró a Julio con atención molesta.
—¿Ah, sí? ¿Y qué le ha pasado a tu amigo?
—Se ha caído sobre una hoz. ¡Dios mío, lo que ha sangrado! La sangre me pone enfermo. La verdad, las admiro a ustedes; son estupendas.
La mujer adusta recogió un azucarero, lo puso sobre una bandeja antes de salir y miró por encima del hombro a la enfermera joven:
—Por lo que veo, en esta clínica os saltáis los reglamentos a la torera.
—Mujer, yo… —se defendió la enfermera joven.
—Allá tú, Mercedes.
Julio dejó pasar unos segundos antes de bajar la voz para preguntar confidencialmente a su protectora:
—¿Qué mosca le ha picado a ésa?
—Pues, desde luego, los extraños no deben entrar aquí, pero, como yo te he traído, ella no debe inmiscuirse, pues lo he hecho bajo mi responsabilidad. Bueno, toma un vaso de agua para que pases mejor tu pastilla.
—Gracias, Mercedes, eres una maravilla. Espero que el día que se me estropee algo y tenga que venir a ocupar una cama, seas tú la que me atiendas.
Mercedes se echó a reír alegremente. La pobrecilla agradecía aquel paréntesis de distracción en su dura jornada de trabajo.
—En lo de mandona aciertas. Esa individua es nueva. Entró a trabajar hace cinco días y ya se cree la dueña de esta planta. No le ha caído bien a nadie.
—¡Uf, lo creo!
—Además, no es nada competente y, para colmo, bastante gandula. Se pasa el tiempo con el paciente del número seis y a los demás no les hace ni caso.
—A lo mejor es que el del número seis está a punto de «palmarla» —Julio le guiñó un ojo con aire festivo.
—¡Ah, no lo sé! Debe ser un personaje tan importante que las demás no somos lo suficientemente buenas para él. Incluso el doctor ha dado orden de que sea Claudia la que se entienda con él. Yo sólo he entrado una vez a ponerle el termómetro y me parece que me miraba con rabia.
—¿Te parece? Debes estar equivocada, ¿quién va a mirar con rabia a una chica como tú?
—Pues el energúmeno del seis. Bueno, creo que me paso. A lo mejor no es un energúmeno y nos da la sorpresa de ser tan guapo como el actor de moda. Pero el pobre, con toda la cara vendada, parece un monstruo. ¡Ay, tengo que irme! La anciana del tres debe estar aguardando.
—Merceditas, me llamo Julio. Gracias otra vez por haber acudido en mi auxilio. Se me ocurre una idea, si es que mi amigo no sigue dándonos sustos y tú puedes escaparte un momentito hasta la cafetería de enfrente.
Julio lucía su mejor sonrisa, su aire más convincente, su más cálido tono de voz:
Te invito a unas gambitas o lo que prefieras…
Mercedes se echó a reír:
—¡Qué más querría yo! Pero no creo que pueda ser, pues en realidad lo que nos sobra es trabajo.
—Anda, pon algo de tu parte. Todo es querer.
La joven enfermera se fue por el pasillo con una sonrisa divertida. El altísimo jovenzuelo llevaba trazas de convertirse en un conquistador de primera. Tenía facultades, sí.
Julio regresó a la sala de espera. Verónica y Sara, al verle, se levantaron de sus asientos y sus miradas anhelantes se clavaron en él. En la habitación no había nadie más y Verónica lanzó, con un impresionante suspiro:
—¿Quéee…?
—¿Qué os habéis creído? No soy el César, para llegar, ver y vencer.
En aquel momento entró Oscar, con sólo un ojo al descubierto, como le era usual, y el airecillo petulante.
—El viaje al lavabo ha sido muy positivo, «jaguares». Podemos dar de baja la habitación uno, donde un tonto bebé no hace más que llorar porque le han quitado una hernia. Las palabras de su mamá no pueden ser más dulcísimas. En la habitación dos hay una vieja gritando que le lleven más supositorios para quitarle el dolor. ¡Desestimada! En la tres, otra anciana muy emperifollada que hace calceta en la cama. No se quiere ir, porque dice que aquí la tratan mejor que en su casa. En la cuatro… ¡jo, qué tumulto el de la cuatro! Es de un futbolista de primera división al que han operado de «pedrisco» y todos sus amigos están con él hablando de goles…
—Querrás decir «menisco» —rectificó Julio.
—¿Para qué me corriges, si lo habéis entendido?
Oscar achicó un ojo, contándose los dedos.
—Eso por lo que respecta al lado de la derecha del pasillo que tenemos enfrente. A la izquierda, en la siete he visto a un calvo loco de contento porque le han quitado un riñón y no hace más que darse paseítos para comprobar que puede andar sin él. ¡Ni que fuera una pierna!
—¿En sólo unos minutos sabes tantas cosas? —se admiró Sara.
—¡Oh, claro! Hemos venido a investigar, no a quejarnos. Yo aquí no me quejo, me duela lo que me duela, pues parece que en cuanto le echan la vista encima le quitan a uno algo de lo que lleva dentro. Bueno, ¿me dejáis seguir o no? En el ocho… La del ocho es una señora que sufrió un accidente de automóvil y el doctor le ha puesto una barbilla nueva. No hace más que mirarse al espejo y asegurar que el doctor Bellido es un genio, su ángel salvador.
—Oscar, no eres un chico, eres una computadora —se le escapó a Verónica.
—¡Peste! Déjame terminar. En el nueve tenemos a un ciclista que el otro día a poco lo hace fosfatina un autobús y dice que el doctor, quitándole aquí y poniéndole allá, lo ha dejado como nuevo. Ahora se pasará una temporada sin trabajar y encima van a darle mucho dinero. ¡Qué chollo!
—¡Hmmm! —masculló Julio.
—El del diez… creo que tampoco es importante para nosotros, porque está en observación o algo así. Tiene facha de ricachón preocupado por su salud, de ésos con mucha barriga que mordisquean puros.
Sara le estampó un ruidoso beso en la nariz.
—Éste es el premio para nuestro lince. Va a resultar que el más pequeño es el más grande.
Había que fingir no recoger la indirecta y Julio apuntó:
—No nos has dicho nada de la cinco y la seis.
—La cinco está vacía y en la seis hay una momia egipcia que es un barril de dinamita. Me ha echado con cajas destempladas.
—¿Es que has entrado en todas las habitaciones? —preguntaron a una las chicas.
—¡Claro, haciéndome el pequeño! Abría la puerta y decía como si estuviera asustado: «¿No está aquí mi papá?» Y cuando me respondían que no, me compadecía del malo y todos se han empeñado en contarme lo de sus cortes y recortes, menos la fiera de la momia.
—Al menos has aprovechado el tiempo, no como otros —dijo Sara, bailando sobre los talones—. En fin, con tal de que el pobre Raúl, tan generoso, salga bien de ésta…
—Es un héroe; nuestro héroe —porfió Verónica.
—¿Pero no era Héctor? —quiso saber Julio, tratando de disimular lo incómodo que se sentía.
—¡Los dos! —casi gritaron ambas, a una.
En aquel momento, alguien pronunció el nombre del muchacho. La joven y pizpireta enfermera bisbiseó desde el umbral:
—Julio, mi compañera se ha comprometido a reemplazarme luego un cuartito de hora o así, de modo que acepto tu invitación.
—Muy honrado —replicó el muchacho con un cómico aspaviento—. En cuanto sepa que mi amigo está bien, voy a buscarte, Merceditas preciosa.
Sara y Verónica tragaban quina detrás de la puerta. En cuanto Mercedes se alejó, ambas se lanzaron al ataque:
—¿No te da vergüenza, mariposear con las enfermeras mientras Raúl se debate entre la vida y la muerte y el paradero de Héctor es un enigma?
—Bueno, chicas, es mi modo de investigar. Y después de todo, lo de Raúl no es para tanto…
—¡Caradura! ¡Cínico!
El doctor Bellido, todavía con la bata del quirófano y el gorro azul, vino a traer una tregua para la escaramuza.
—Julio, muchacho; lo de Raúl marcha muy bien. Le he dado unos puntos y en un par de días, posiblemente mañana, podrá irse a casa… ¡Ah! ¿Estáis aquí todos?
—Es que, como estábamos juntos… —tartamudeó Verónica.
—Y nos moríamos de inquietud —la apoyó la otra.
Oscar les dio un codazo que implicaba una orden. Sara, creyendo interpretarla, aventuró una pregunta:
—Diga, ¿está mejor Héctor?
—Bueno… la cosa sigue su curso. Espero que dentro de unos días le tengáis con vosotros. Han llevado a Raúl a la habitación número cinco. Podéis verle un momentito, pero, como le he dado algo de anestesia, conviene que no le habléis.
Trataba de ser cordial, pero al escuchar el nombre de su hijo, una sombra penosa cruzó su mirada.
Julio se alegró de estar allí. Tuvo la impresión de que el secuestro de Héctor o no iba bien o estaban en punto muerto.