IV. JULIO OFRECE UNA AYUDA QUE NO ES ACEPTADA
Sara, rabiosilla, sólo pudo contenerse unos minutos. En el portal, sin esperar a salir a la calle, se volvió bruscamente, haciendo objeto de su enojo a los dos chicos mayores.
—¿Se puede saber qué os traéis entre manos? Podíais haber dicho que ya habíais estado a visitar a Héctor.
—Pero antes no nos habían dejado pasar —expuso Raúl, con su habitual sinceridad.
Julio empujó levemente a Sara hasta ponerla en la acera. Lejos de los oídos del portero, prometió:
—Bueno, podemos deciros todo lo que hemos callado con vistas a una colaboración. Si os parece, regresemos al garaje… ¡eh, mico, vete a casa!
—¿Yo solo con todo el tráfico que hay a esta hora? ¡Pobre de ti con papá si me pasara algo! —se defendió Oscar.
Se pasaba la vida haciéndose el mayor y presumía de tal, pero cuando le convenía, se achicaba a placer. En realidad, era muy capaz de sortear con éxito una carrera de Fórmula 1.
Encontraron el garaje convertido en un verdadero caos, consecuencia de las correrías de mono y ardilla. Pero los chicos por su preocupación y ellas porque sospechaban algo extraño, dieron de lado al revoltijo.
—Bueno, estoy que exploto. A ver, ¿qué sucede?
Raúl se adelantó. No gastaba muchas palabras, pero sí que era efectivo:
—Héctor ha desaparecido.
Las chicas tardaron en asimilarlo. Oscar, por el contrario, se sacudió la mano derecha, soplando:
—¡Peste! ¡Requetepeste! Desaparecido quiere decir volatilizado, secuestrado o… ¿qué berenjenales de rayos?
—¡Mico del diablo! Guárdate tus deducciones… —se impacientó su hermano.
Las dos chicas no podían creerlo. Empezaron a decir que estaba retirado por virus que…
—Parece que no… —dijo Raúl, buscando aprobación en la cara de Julio—. Claro que Teresa puede haberse equivocado.
—He vuelto a hablar con ella —insistió el mayor de los Medina—. Héctor no está en casa y he sabido que su madre anda llorosa y no se aparta del teléfono. Según Teresa, sus señores están muy misteriosos.
¡Claro! De pronto, Sara se explicó la torpeza de Julio en lo relativo al jarrón y la precipitación con que había ido a la cocina con objeto de reparar el estropicio. Se quejó de que podían haberlas alertado.
—¿Para que dejaseis traslucir sospechas? ¡Oh, no! —zanjó Julio.
Después se enteraron de las indagaciones que ellos habían realizado, con resultado negativo. Oscar era todo oídos y Petra se había quedado tan quieta como si estuviera disecada, terriblemente atenta. León, que nunca dejaba de ser mico, andaba haciendo monerías.
El pasmo de las chicas se hacía patente en que ambas parecían de piedra, sin poder razonar. ¿Y si a Héctor le había ocurrido algo malo?
¡Aquello era como una catástrofe! No les extrañaba ya que la señora Bellido pareciera tan afectada.
Cuando Verónica levantó la cara, mostraba unos ojos llorosos. Y ni siquiera había vuelto a soplarse la quemadura del dedo.
—Héctor no ha podido hacer nada malo. Lo sé.
Raúl afirmó en silencio.
Sara se quejó de que, estando tan aturdida, no le funcionaba la cabeza. Sin embargo, ya tenía la máquina de pensar en marcha.
—No lo entiendo, no entiendo nada. Si Héctor no ha hecho nada malo, ¿por qué nos ha mentido su madre?
—Es que hay un detalle muy revelador, además —puntualizó el mayor de los Medina, acariciándose la barbilla—. Nosotros hemos indagado sobre el posible paradero de Héctor, pero sus padres no.
—¡Pero a ellos tiene que preocuparles! —explotó Verónica, revolviéndose sobre su cajón.
—Y les preocupa terriblemente —sentenció Julio—, pero no han indagado. ¿Qué razón pueden tener? Sencillamente, saben dónde está. Es obvio.
—Pues tampoco lo entiendo —le rebatió Sara, recobrando su aspecto combativo—. Si saben dónde está, preocuparse y llorar sobra.
—Según Teresa, están muy misteriosos. Y su madre no se aparta del teléfono, como si esperase noticias. ¿Os sugiere algo?
Fue Oscar quien saltó como un cohete, respondiendo a su hermano:
—¡Peste! La cabeza me juego a que lo han secuestrado. A lo mejor han sido los marcianos.
Con ello se ganó un papirotazo de su hermano.
—¡Cósete la boca, mico, y ahórranos tus comentarios!
Entonces Sara llamó al pequeño a su lado, haciéndole sitio en el cajón sobre el que se hallaba sentada. Luego con el brazo en sus hombros, dijo:
—Oscar, ya que estás en el embrollo, no me importa nada que nos suministres ideas. A veces tus ocurrencias no son malas.
El mayor protestó. ¡Lo que le faltaba al crío, como si necesitara más alas!
La preocupación invadía a los cinco. ¿Qué significado podía tener todo aquello?
—Pues como no aparezca pronto Héctor… —suspiró Verónica—, vamos a ser como un barco sin rumbo. Yo estoy cierta de una cosa: a él le hacía ilusión venir hoy con su película del safari. Lo prometió y si ha faltado a su palabra tiene que ser por un motivo ajeno a su voluntad.
En silencio, Julio afirmó. También a él le había prometido unas importantes fotografías para aquella misma mañana.
—Lo han secuestrado —remachó Oscar, escudándose tras Sara, pero mirando a su hermano desde la espalda de su protectora, para estudiar su reacción.
No demostró enojo y Raúl empezaba a asimilar la idea, a encontrarle sentido.
—Cuando secuestran a alguien, la familia suele pegarse al teléfono esperando noticias de los secuestradores —dijo con timidez, quizá temiendo que alguien protestara de su escasa capacidad mental, mirando a los otros por turno. Pero no, no protestaban.
Sara se revolvió con apasionamiento.
—En ese caso —explotó—, ¿por qué tanto misterio con nosotros?
Y se quedaron mirando a Julio, como si fuera un oráculo.
—Han podido amenazarles para que el caso no trascienda y evitar la intervención de la Policía. La familia, muchas veces, por temor, hace el juego a los criminales.
Un destello de admiración brilló en la mirada de las dos chicas. Cierto que luego suspiraron a dúo, pues si Julio era el cerebro, faltaba la iniciativa, el motor, que solía ser Héctor.
—Y sospechando lo que sospechamos, ¿vamos a quedarnos cruzados de brazos? —apuntó Raúl—. Es que me entra una rabia…
De un salto, Julio se puso en pie. Cruzado de brazos, se enfrentó con el grupo.
—¿Qué queréis? ¿Que empecemos a corretear sin objeto de un lado para otro? Porque, naturalmente, no tenéis ni idea de por dónde podríamos empezar.
Afirmaron con desaliento. Oscar manifestó la fe ciega que tenía en su hermano.
—A ti sí se te ocurrirá algo…
—Si es cuestión de dinero, quizá la familia pueda solucionarlo en unas horas.
—¡Tiene que ser cuestión de dinero! —expuso Sara con gesto contundente.
—¿Y lo tendrán?
La pregunta le salió a Verónica con un hilo de voz.
Nadie podía responder. Julio dio unos pasos apartando cachivaches a puntapiés y luego dijo más para sí que para los otros:
Según lo que les hayan exigido a los Bellido. Sé que están bien situados, aunque el padre de Héctor no procede de una familia acomodada, sino que se ha ganado su situación a pulso.
—¡Dios mío! Yo daría todo lo que tengo, si fuera necesario… —hipó Verónica.
Y Raúl la admiró todavía más, mirándola en pleno éxtasis. Sara, que era muy práctica, le recordó:
—¡Pero no tienes nada!
—No, claro que no… ¡qué rabia!
—Yo… —Raúl llevó sus ojos de uno a otro—. Si los secuestradores quisieran hacer un cambio…
Verónica se animó y toda ella vibró de ilusión.
—¿Quieres decir —preguntó— que les propondrías a los secuestradores que te llevaran a ti y le dejaran a él? ¡Oh, sería estupendo!
El buenísimo Raúl no captó lo mal parado que salía con la afirmación de su preciosa Verónica.
Julio movió la cabeza, denegando:
—No seáis babiecas. ¡Menudo cambio para los secuestradores! Con lo que come este grandullón, acabaría arruinándolos.
Raúl se defendió alegando que los secuestradores ignoraban el detalle.
Mientras tanto, Sara repetía machaconamente que era preciso ponerse en acción, hacer algo…
Entonces Julio, temiendo la revolución en sus huestes, se mostró autoritario.
—En ausencia de Héctor y como jefe provisional de «Los Jaguares» prohíbo terminantemente que ninguno actúe por su cuenta. Después de todo, nuestras sospechas pueden ser erróneas.
—Pero quedarnos parados… a Héctor, si estuviera aquí, se le ocurriría algo —se rebeló Sara.
—Esperemos a mañana. De todas formas, ahora mismo voy a entrevistarme con el padre de Héctor y trataré de que se franquee.
Inmediatamente la pandilla se puso en pie. Petra ya se había adelantado a la puerta.
—¡Vamos! —exclamaron los demás a una.
—Iré solo, ¿habéis entendido? Solo. ¿Creéis que un asunto confidencial se puede tratar en multitud? Iré a decirle lo que sospechamos para que lo niegue o confirme. Si me entero de algo, según lo que sea, ya decidiremos. En cuanto a vosotros, es muy tarde… cada cual a casa y yo os telefonearé en cuanto termine la entrevista. Puesto que esta tarde el doctor Bellido había ido a la consulta, puede que todavía se encuentre allí. Me alegraría, porque la presencia de su mujer podría ser un obstáculo.
Se había mostrado tan enérgico, que todos acataron su resolución, quizá porque era sensata. Así que el mayor de los Medina se fue a la consulta. En aquel momento, la enfermera cerraba la puerta, con su traje de calle.
A la pregunta del muchacho sobre si el doctor Bellido se había ido ya, explicó la enfermera que había salido de la consulta, pero para pasar a la clínica, donde tenía una operación pendiente. Sin perder tiempo, Julio se dio la vuelta hasta la esquina, donde se hallaba la entrada de la clínica. Preguntó en recepción si el doctor Bellido podría recibirle y le respondieron que ya no era hora de visita.
—¿Quiere, al menos, pasarle mi recado? —preguntó el muchacho a la enfermera—. Dígale que, si no está operando, Julio Medina desea hablar unos instantes con él. No le entretendré mucho.
De mala gana, la enfermera pasó el encargo a través del teléfono.
—Puede subir al primer piso —le indicó la empleada.
El doctor Bellido acudió a recibir a Julio, al que llevó del brazo hasta el fondo del corredor, volviendo la cabeza hacia atrás al mismo tiempo, como cerciorándose de que estaban solos. Era un hombre alto, bien proporcionado, de aspecto muy agradable y una gran serenidad en las facciones, quizá en aquel momento no tan serenas como de ordinario. Físicamente, el padre y el hijo se parecían mucho.
—Julio, muchacho, ¿qué pasa? Tengo que entrar al quirófano.
—Sí, sí, siento molestarle, pero estoy muy inquieto. Inquieto por Héctor…
Una sombra cruzó la mirada límpida del cirujano. Tuvo un imperceptible titubeo antes de declarar:
—Pero ya os habrá dicho mi mujer que… no es de cuidado.
—Sí, Margarita nos lo ha dicho y… perdone, no la hemos creído. Sabemos que Héctor no está enfermo y que no se encuentra en casa.
—¡Dios mío, Julio!
—No quiero faltarle al respeto, pero Héctor es como mi hermano y a mí también me interesa su suerte. Puede que esté viendo visiones, pero sospecho que ha desaparecido.
—¡Julio, Julio…!
El doctor Bellido parecía como si hubiera perdido su aplomo.
—Créame, lo he pensado mucho antes de decidirme.
Y como sé que Héctor no es de los que se van por ahí sin avisar a su familia y sus amigos pues… he pasado la tarde haciendo indagaciones, sin resultado.
—¿Indagaciones? ¿Has hecho eso? ¡No, por Dios, no! Eso puede traer publicidad y…
—No, porque en los hospitales no indagan y en cuanto a la policía, no se lanza a buscar a un muchacho por el que su familia no se ha molestado en preguntar.
—¡No vuelvas a indagar ni a preguntar por él en parte alguna! ¿Me entiendes? Le estás perjudicando…
Hablaba en voz muy baja y Julio también desde el primer momento.
—Se me había ocurrido que han podido secuestrarle y… bueno, yo quería decirle que si por una casualidad fuera así y que… si usted se encuentra de momento incapacitado para atender a las demandas de los secuestradores, podría ponerme en contacto con papá, que está en el extranjero y él nos ayudará.
Había hablado mirándose la punta de los zapatos, porque le causaba confusión ser tan sincero, dando además por realidad lo que sólo era una hipótesis.
—No se trata de dinero, Julio, pero debes saber que… nunca olvidaré la mano que has venido a tenderme. Tranquilízate, muchacho. En efecto, ha ocurrido un imprevisto, pero te aseguro que va a resolverse satisfactoriamente.