CAPÍTULO 3

La visita inesperada de Steve, a las ocho de la mañana en el apartamento de Amy, rompió una rutina planificada desde hacía años. No supo cómo reaccionar y el tic nervioso que tenía en el labio inferior cuando algo no salía según lo previsto, volvió a aparecer después de meses de ausencia.

—Espero no molestar, Amy. Pero ayer me dejaste muy preocupado —dijo Steve, sin ser invitado a entrar en el interior del apartamento. Al ver que Amy no habló, decidió continuar e ir al grano—. Busqué cuerpos encontrados en el río Westbourne y me llamó poderosamente la atención el nombre de Tom Levy. Lo encontraron en el año 2003 y tu nombre aparecía en el artículo. Eras su novia. No sabes cuanto lo siento, Amy… siempre he sabido que detrás de tu comportamiento frío y distante se esconde una triste historia. Y esta desde luego, es una historia que no podría haber imaginado nunca.

—Steve… —empezó a decir Amy en un susurro—. No quiero hablar del tema. No quiero que te compadezcas de mí, ni que trates de entender mi comportamiento.

—Ven a cenar conmigo. Esta noche —propuso Steve de repente. Amy negó con la cabeza—. Una vez. Solo una vez. ¿Cuánto hace que no sales a cenar a un restaurante? —Amy se encogió de hombros. Trece años. Hacía trece años que no salía a cenar fuera de casa—. Venga. Eres joven, guapa… tienes toda una vida por delante y han pasado doce años.

—Te pido por favor, que no te metas en ese asunto.

—Entiendo… Bueno, pero mi invitación sigue en pie. Estaré en mi despacho, por si me necesitas.

Amy vio desde el umbral de la puerta como Steve se alejó. Bajó las escaleras y desapareció. Aliviada, siguió con su rutina como si Steve no la hubiera interrumpido. Ya había tomado café y fumado un cigarrillo, así que se duchó, se vistió y salió corriendo un día más, hacia la oficina del periódico local. Al sentarse en su cubículo, vio una nota con una bonita letra que decía…

Recuerda mi invitación. Me encantaría ir a cenar contigo. Y que disfrutes de la vida aunque sea solo una noche.

Amy miró hacia el despacho acristalado de Steve. La estaba mirando. Sonriendo, curioso… con las cejas arqueadas, queriendo adivinar los pensamientos de su redactora predilecta. Amy bajó la mirada y encendió el ordenador. Volvió a mirar a Steve y sin que ella tampoco lo esperara, su cabeza dijo sí. Esa noche, saldría a cenar fuera de casa. Con su jefe. Con el guaperas del periódico, tal y como el resto de redactoras lo llamaban. Y aunque no mostraba signos de felicidad con una sonrisa, por dentro estaba entusiasmada; pensando por primera vez en mucho tiempo, qué vestido seleccionaría de su más bien escaso armario.

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Caballeroso y puntual, Steve pasó a recoger a Amy a las siete de la tarde. La llevaría a su restaurante preferido, el encantador The Five Fields, situado en Blacklands Terrace, no muy lejos de donde vivía Amy. No la quería alejar demasiado de casa por si sufría un ataque de ansiedad o algo por el estilo. Steve desconocía aún, que traumas le habían quedado tras el fatal suceso que había descubierto.

—Estás muy guapa —reconoció Steve, mirando fijamente a Amy. Esa noche, había decidido llevar su cabello corto de color rubio engominado hacia atrás. Acertado, pues resaltaba la esbeltez de su cuello. Llevaba puesto un precioso vestido negro ajustado, discreto y elegante, dejando entrever unas largas y bonitas piernas y una escultural figura que siempre disimulaba con tejanos y camisetas anchas, cuando se encerraba en el cubículo del periódico local—. Muy diferente —sonrió.

—¿Dónde vamos? —preguntó Amy, haciendo caso omiso a los cumplidos de Steve.

—A mi restaurante preferido. El The Five Fields. ¿Lo conoces? —Amy negó—. Está aquí cerca y la comida es excelente. Comida británica auténtica. Te gustará, seguro.

—Estoy acostumbrada a cenar ligero —advirtió Amy—. Lo siento… —bajó la mirada—. No sé como comportarme, debo parecerte una idiota.

—Claro que no. Vamos, Amy.

Steve le ofreció su brazo y Amy, dubitativa, lo aceptó. Bajaron las escaleras y en ocho minutos, ya estaban sentados en la mesa que Steve había reservado en el pequeño y encantador restaurante.

—¿Vino? —preguntó el camarero.

—¿Qué prefieres Amy? ¿Tinto o rosado? —preguntó Steve.

—Agua —respondió Amy cortante. Steve se encogió de hombros, le sonrió al camarero y asintió.

—Agua pues —repitió Steve complaciente.

—No me gusta el alcohol —le dijo Amy, cuando el camarero se fue.

—Mejor. A mí no me gustan las mujeres que beben. —Steve le guiñó un ojo, tratando que Amy se sintiera cómoda con él en todo momento—. Te preguntarás… ¿por qué te he invitado a cenar? Como sabrás, hace dos años me separé de mi mujer.

—Ni siquiera sabía que estabas casado —reconoció Amy sonriendo.

—Bueno, al fin has sonreído. Bien. ¿No lo sabías?

—No sé nada de nadie y tampoco me importa —el tono de Amy sonaba tajante y resultaba incómodo e intimidante, pero a Steve pareció no importarle.

—A veces es lo mejor. Pero… sabes que hay personas en este mundo que merece la pena conocer, ¿verdad? Por ejemplo Mel, la recepcionista. Siempre me ha comentado que cree que eres un ser extraordinario. Que ojalá le hablaras. Piensa que podríais ser muy buenas amigas. Sé que tus compañeros te invitan cada viernes a tomar una copa y al karaoke. Insisten aunque siempre les digas que no. Y esa insistencia demuestra que le importas al mundo Amy y que no puedes encerrarte en un caparazón.

Amy reflexionó un instante. Steve pensó que a lo mejor se había pasado de listo.

—Preferiría no hablar del tema, como te dije.

—¿De qué quieres hablar?

—¿Quién era la mujer que apareció en el río? —se interesó Amy.

—Una ama de casa que se suicidó. Se cortó las venas y se sumergió en las profundidades del río Westbourne.

—Vaya… —susurró Amy—. ¿Tenía hijos? ¿Marido?

—Marido. Y un hijo de dos meses. Depresión postparto por lo visto.

—Muy triste —dijo Amy, negando con la cabeza—. ¿Tú tienes hijos?

—Sí, dos. Pam de cinco años y Leo de siete. Mi exmujer es una ferviente admiradora de Leonardo Dicaprio —Amy rio. Por primera vez en mucho tiempo. Steve se alegró—. Te recomiendo la trucha, es riquísima. O la anguila ahumada. De hecho, es lo que voy a pedir yo —dijo cambiando repentinamente de tema, mientras desviaba la mirada por un momento, a la carta del restaurante.

—Anguila ahumada… No la he probado nunca.

—Siempre tiene que haber una primera vez.

Amy se sintió a gusto. Pero también culpable por sentirse así. Steve no paraba de hablar y ella le escuchaba con atención. Era sencillo. Miradas. Sonrisas. Gestos. Y de vez en cuanto, agradecer los halagos de su partenaire.

—Tenías razón. La anguila está buenísima —reconoció Amy, limpiándose los labios con la servilleta.

—Nunca miento. —Steve volvió a guiñar un ojo.

A Amy le parecía encantador. Y las redactoras del periódico no estaban equivocadas. Muy muy atractivo… alto y fuerte, se notaba que se cuidaba y que iba al gimnasio a diario. Siempre iba impecablemente vestido y bien afeitado. Nunca dejaba que su cabello, de un color castaño oscuro, creciera demasiado y sus ojos rasgados grisáceos, estaban repletos de luz e historias. Llenos de vida. Y además su sonrisa era muy bonita y franca. A Amy siempre le habían gustado las sonrisas sinceras y amigables y sin embargo… le costaba mucho regalarse una a ella misma, cuando se miraba en el espejo. En ese momento, no pudo evitar preguntarse como sería Tom si estuviera vivo… en que clase de hombre se hubiera convertido. Quiso imaginárselo parecido a Steve.

—Quieres… No sé, ¿dar un paseo? Me encanta pasear alrededor del río Támesis por la noche.

—No es buena idea. Como imaginarás, no soy una ferviente admiradora de los ríos… —respondió Amy.

—Claro… —se lamentó Steve.

—Prefiero volver a casa —se sinceró Amy, con el rostro sombrío.

Steve acompañó a Amy hasta el portal de su casa a las nueve de la noche. No era la cita que Steve había esperado y Amy seguía siendo un misterio para él. Un misterio por el que no tenía ganas de luchar… no la veía preparada para volver al mundo real. Y aunque le daba pena, no se veía con las fuerzas necesarias para hacerla cambiar.

—Muchas gracias por todo, Steve. Nos vemos mañana en el periódico —se despidió Amy.

—Claro. Ha sido un placer. Hasta mañana.

Steve se fue y Amy entró en el antiguo edificio, subiendo las escaleras con rapidez para encerrarse de nuevo entre las cuatro paredes de su pequeño apartamento. Al cerrar la puerta, sintió alivio. Miró hacia el techo y suspiró. Había sido una cena agradable, pero al fin en casa… al fin segura. Al fin sola. Con sus propios pensamientos, sin tener que escuchar nada más que el silencio. ¡Bendito silencio! Encendió un cigarrillo y como de costumbre, miró por la ventana. Aún había gente paseando por la Avenida Draicott y en la oscuridad de la noche, en el mismo lugar… volvió a ver al hombre bajito y grueso con un gorro oscuro para ocultar su rostro. Amy dio un salto del susto al descubrirlo. No, no era una paranoia… ese hombre la estaba observando. Y lo que es peor… vigilando. De noche y de día. Amy fumó tres cigarrillos antes de ir a dormir. Obsesionada y nerviosa, por ese hombre que en la oscuridad miraba hacia su ventana. Se lavó la cara diez veces. Encendió y apagó el interruptor de la luz nueve veces… nueve. Tenían que ser nueve, ni una más ni una menos. Y tras diez interminables minutos de insomnio, al fin consiguió conciliar el sueño.

—Te observan, Amy… te vigilan… —Amy escucha a Tom. Pero no puede verlo. Esta vez el escenario onírico no es un túnel, si no un descampado. Todo es gris y los colores del cielo se oscurecen a medida que pasa un tiempo irreal.

—¿Quién? —pregunta Amy confusa, mirando a su alrededor.

—Te observan. Te observan. Te observan.

Tom vuelve a entrar en bucle. Amy enloquece y finalmente, despierta de la pesadilla que la hace sudar. La agota. No descansa bien por las noches y eso se refleja en su rostro y en su humor. El reloj marca las siete de la mañana y es el momento de preparar café y fumar el primer cigarrillo del día. Esta vez, sin mirar por la ventana del apartamento.

Ese día algo cambió. No fue ninguna visita inesperada ni nada por el estilo. Amy, bajó rápidamente las escaleras del edificio y al salir por la puerta, vio que el hombre bajito y grueso seguía en la otra acera como la noche anterior. Como si no se hubiera movido de allí durante horas. Amy lo miró unos segundos y disimulando, empezó a caminar rápido en dirección al periódico. Al mirar hacia atrás, vio que el hombre la seguía. Despacio, haciendo ver tras unas grandes gafas de sol, que leía un periódico mientras sostenía un puro. Amy aceleró el paso, quedándose casi sin aliento y finalmente, llegó a su destino. Entró rápidamente, sabiendo que el hombre que la había seguido se había detenido en una esquina. Esperándola… acechándola. Amy volvió a sentir tanto miedo, como el día en el que Tom la amenazó diciéndole que si permanecía con él, estaría en peligro.

—¿Estás bien? —preguntó Mel, viendo como Amy entraba por la puerta sudorosa y casi sin aliento. Temblando. Asintió y sin decir nada, se metió en el cubículo del que decidió no salir durante todo el día.

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Steve había observado a Amy durante todo el día. No se había ausentado de su cubículo ni siquiera para comer. No había ido al baño en todo el día. Parecía absorta en sus propios pensamientos y en sus artículos, no tan numerosos como para estar ocho horas seguidas sin moverse de la silla.

A las cinco y media todos se habían ido. Todos menos Steve y Amy, que seguía concentrada sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.

—Amy, ¿estás bien? —preguntó Steve, posando su mano sobre el hombro de la redactora.

—Me has asustado —dijo Amy, levantándose apresuradamente de la silla—. Me… me… me tengo que ir.

Rápidamente, apagó el ordenador y se fue corriendo ante la atenta y sorprendida mirada de Steve. Antes de salir del edificio, se cercioró de que el hombre bajito y grueso, no siguiera observándola y vigilándola desde cualquier esquina de la calle. Corrió tan rápido como pudo y al entrar en su apartamento, respiró tranquila. Miró por la ventana. Afortunadamente, el hombre había desaparecido. No había ni rastro de él.

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