Libro tercero

MAÑANA

Se nos ha encargado trabajar en la obra,

pero no nos ha sido dado culminarla.

TALMUD

Sólo cuando Berthold ya estaba enterrado, recibió Gustav la noticia de su muerte. Mühlheim, el único que sabía su dirección, se había retrasado en comunicársela para que Gustav no se pusiera en peligro regresando.

Había pasado los últimos días dando vueltas por la hermosa y confortable ciudad de Berna. Era primavera, el aire era ligero, las poderosas cumbres del macizo de Oberland se alzaban, infinitamente delicadas y puras, en el horizonte. Pero Gustav no disfrutaba de la vista, tenía la cabeza aturdida por los acontecimientos de Berlín. Cuando supo la noticia, fue como si recibiera un golpe que llevaba mucho tiempo esperando.

Ya no soportaba a nadie a su alrededor, subía a las montañas; tenía que estar solo, no entendía todo aquello, tenía que aclararse. Iba a parar al pie de las cumbres del Jungfrau, pero ya no había nieve, era el único huésped del pequeño hotel. Evitaba el atestado teleférico, transportaba él mismo los esquís hasta el límite de la nieve. Subía con esfuerzo una ladera apartada. Allí estaba, entre la nieve y el sol; las líneas de las montañas se alzaban altas y claras en el aire inconmensurablemente claro. Estaba solo.

Una cosa le corroe las entrañas. Ha pensado en el viejo Jean, y no en Berthold. Asume gran parte de responsabilidad en lo que ha ocurrido. Lo ha hecho todo mal desde el principio. Ha llevado una vida inútil, cómoda, vulgar. Ha acudido a Sybil en vez de a Anna. Si se hubiera ocupado de la política, de la economía nacional, de cualquier aspecto del negocio, todo habría tenido más sentido que lo que ha hecho. Ha constatado que Lessing escribió una determinada carta el 23 de diciembre, y no el 21. Muy bien. Ésa sería la rúbrica adecuada para toda su vida.

Está en la nieve, humeante de calor, ajustando cuentas consigo mismo. Y el resultado no parece muy alentador.

Pasa así cuatro días, en la tranquilidad de su refugio de montaña. La estrecha carretera por la que arrastra el calzado de nieve un día tras otro se extiende por el valle, hay pueblos diminutos en las laderas, las cumbres del Jungfrau se levantan ante él, inmensas en su blancura bañada por el sol. Él está arriba, en sus apartadas alturas. En el aire hay pureza, fresca calidez; el estrépito de los aludes le llega amortiguado. Ve lo que hay delante de él, en torno a él, pero no es consciente del aire, de la vista; su mente está cerrada. En su interior hurgan una y otra vez los mismos pensamientos, se retuercen, se clavan cada vez más profundamente en él. Lo mejor es cansar el cuerpo, para no poder pensar. A veces, en el camino de vuelta, lo consigue. Entonces se sienta al borde de la carretera, presa de un bienvenido agotamiento, extasiado; mueve la cabeza mecánicamente, ríe estúpidamente.

A veces, la carretera está vacía durante horas. En una ocasión pasa un chico con un carro. Le mira sorprendido; durante mucho tiempo aún vuelve la cabeza hacia él.

Cuatro días pende sobre él semejante estupor, paralizante; tiene la cabeza como envuelta en algodón. En la mañana del quinto día, de pronto, después de una noche larga y de descanso, se levanta la niebla que había a su alrededor. Gustav se estira. Atraviesa completamente la penumbra. Durante cinco días no ha leído ninguna noticia de Alemania, ni un solo periódico; ahora debe haber pocos alemanes con tan poca curiosidad. Compra todos los periódicos que puede conseguir, suizos, ingleses, franceses. Con el grueso paquete bajo el brazo, sube la conocida y hermosa carretera. De pronto le inunda una salvaje emoción, apenas puede calmarla. Aunque el suelo todavía está húmedo, se sienta al borde de la carretera y empieza a leer.

Lee, y la sangre se le agolpa en el cerebro. Calmarse, no perder los nervios, contener el corazón, pensar con tranquilidad. En días como éstos, surgen de todas partes rumores incontrolables. Se ha dedicado durante toda su vida a la crítica de las fuentes, no va a creerse ahora las fantasías de algunos reporteros rabiosos. ¿Qué periódicos son éstos? El Times, el Frankfurter Zeitung, el Neue Züricher Zeitung, Le Temps. Y no son reporteros cualesquiera los que informan, son gente de renombre. Los artículos son escuetos, objetivos. Corresponsales de semejante renombre no pueden poner en circulación cosas tan espantosas con datos tan detallados sin poseer las pruebas documentales. No hay duda, los populares han llevado a cabo su programa, de cuya primitiva barbarie tantas veces se han reído, él mismo el más incrédulo, punto por punto. Han encarcelado, deportado, maltratado, asesinado a todos aquellos que no les gustaban, han destruido sus propiedades o se han incautado de ellas, alegando sencillamente que esas personas eran adversarias suyas y por tanto había que aniquilarlas. Gustav lee nombres, fechas. Gran parte de los nombres le son conocidos, mantenía relación con muchas de esas personas.

Su callada desesperación ha desaparecido. Le asalta una ira ciega contra sí mismo, contra los populares. Lee los absurdos discursos del Führer. El viejo presidente de la República les ha dejado el Reich en orden, y ellos han roto cínicamente sus solemnes promesas, han pisoteado la Ley transformando el orden y la civilización en arbitrariedad, desorden, brutalidad. Alemania se ha convertido en una casa de locos en la que los enfermos se han apoderado de sus guardianes. ¿No se da cuenta el mundo? ¿Qué hace?

Ese mismo día regresa a Berna. ¿Ha estado tan loco como para esconderse en ese pequeño nido sin dejar su dirección? ¿Cree que el horror le afecta menos si envuelve la cabeza en algodón? Quiere saber, tiene que saber, más, todo, exactamente.

En Berna encuentra telegramas, cartas, periódicos. Los mercenarios también han entrado en su casa, la han registrado, han destruido algunas cosas, robado muchas. Hay un telegrama de Frischlin, Gustav querría llamarle por teléfono. Lo hace.

Es emocionante oír la voz de Frischlin. Es la misma voz que tan bien conoce, pero aun así cambiada, tensa, cargada, enérgica. Gustav quiere preguntar, pero Frischlin le interrumpe enseguida; nunca antes se había atrevido a hacerlo. Explica que ha puesto mucho del Lessing en orden, pero cree que lo mejor es ir a Berna y contárselo personalmente. Ésa es también la opinión de Mühlheim.

Al día siguiente estaba allí.

—Quisiera alojarme en un hotel distinto del suyo —dijo, nada más bajar del tren. Es más inteligente que nuestros nombres no aparezcan registrados en el mismo hotel. Le propongo venir luego a recogerle para dar un paseo. Podré informarle mejor si estoy seguro de no ser escuchado.

Lo dijo con modestia, pero con decisión. Gustav veía con asombro cómo había cambiado ese hombre. En Berlín, con sus largas y flacas piernas, sus largas y flacas manos, que siempre sobresalían de unas mangas demasiado cortas, con su carácter tímido y torpe, siempre le había parecido a Gustav un estudiante frágil interna y externamente. Ahora, a pesar de toda su sencillez, se mostraba enérgico, alguien que sabía exactamente lo que quería.

Subieron al Gurten. Era un día radiante de principios de primavera; la blanca línea de las montañas se extendía ante ellos, inmensamente delicada y luminosa. Aún hacía demasiado frío como para estar mucho tiempo en el mirador. Fueron hacia las boscosas alturas; Gustav refrenó su paso, rápido y rígido, y Frischlin le contó.

Los mercenarios se habían presentado en la Max Reger Strasse una de las primeras noches, al amanecer. Llegaron a las ocho. Felizmente, el día antes Frischlin había escondido el manuscrito, la bibliografía más importante acerca de Lessing y todo el fichero en casa de personas no sospechosas. Se llevaron e hicieron trizas todos los papeles que quedaban. Respetaron muchos de los libros, pero dañaron seriamente otros. Eran muy arbitrarios a la hora de elegir los libros que rompían o se llevaban. Sobre todo les irritaron las muchas ediciones de la Divina Comedia de Dante, a la que, confundidos probablemente por la palabra comedia, tomaron por literatura propagandística del «movimiento ateo». Se incautaron del coche y de la máquina de escribir. Lo mismo le ocurrió al cuadro de la señorita Rauch. En cambio, el de Immanuel Oppermann estaba a salvo; Frischlin lo había llevado a lugar seguro. También pasaron por alto un paquete con correspondencia privada. Frischlin la había enviado por distintos cauces a la dirección de Gustav; estaría aquí en los próximos días. El criado Schlüter demostró ser de confianza. La primera vez le dieron una buena paliza. Pero a pesar de todo, inmediatamente después del saqueo rescató una parte de las cosas que quedaban con ayuda de la esposa de su cuñado muerto. Fue una buena idea, porque la noche siguiente volvieron y robaron lo que aún quedaba. Frischlin había escondido en casa de la señorita Rauch las cosas que había supuesto especialmente importantes para Gustav.

—¿Pudo ayudarles la señorita Rauch? —preguntó Gustav.

—No mucho —respondió Frischlin. Había mostrado una extraordinaria buena disposición, pero en la práctica había servido para poco. La señorita Rauch estaba muy ocupada con sus propios asuntos, añadió, con marcada contención. En cambio, habló calurosamente de Mühlheim, con el que se había entendido a las mil maravillas. Mühlheim rogaba a Gustav que le llamara, a ser posible, esa tarde, entre las seis y las siete, al hotel Bristol.

Eran alrededor de las seis de la tarde cuando Gustav regresó a su hotel. Ahora tenía que hablar con Mühlheim, pero no quería saber nada de negocios, nada de los astutos rodeos que, naturalmente, eran el único medio razonable en la lucha con los populares. Pero se trata de su casa, a la que quiere. Es horrible pensar que quizá pronto haya mercenarios populares revolcándose en sus hermosas habitaciones. Tenía que hablar con Mühlheim. Pero cuando la telefonista del hotel se puso, en el último instante no dio el número de Mühlheim, sino el de Sybil.

Muy pronto escuchó la voz de Sybil. Estaba sorprendida, quizá atemorizadamente sorprendida, pensó él con ligera desconfianza. Tal vez fuera imprudente llamar en estos tiempos desde el extranjero. Pero para Sybil el peligro era extremadamente pequeño, no tenía por qué mostrar tanta contención. Pensó en lo seca y fríamente que Frischlin le había hablado de ella. Y sin embargo anhelaba verla, anhelaba el olor de su cuerpo infantil. Le pidió de todo corazón que viniera, la necesitaba en estos momentos. Ella aceptó de inmediato. Pero cuando él quiso fijar una fecha titubeó; telegrafiaría mañana, como mucho pasado mañana. Gustav no sabía que estaba pensando en Friedrich Wilhelm Gutwetter; pero sintió que le ocultaba algo y se entristeció.

También el relato de Frischlin, por claro y exhaustivo que fuera, le parecía ahora insatisfactorio. Probablemente los acontecimientos generales de Alemania empezaban a interesarle de forma mucho más ardiente que su casa y su manuscrito. Había esperado que Frischlin empezara a hablar de ellos por sí mismo; pero Frischlin no lo había hecho, y él había tenido miedo de presionar a ese hombre lúcido y consciente de sus objetivos.

Por la noche, al fin, en un pequeño y bonito restaurante que Gustav había descubierto, Frischlin habló de las cuestiones generales. No era fácil, empezó, obtener detalles auténticos hoy en día en Alemania; las autoridades se esforzaban con éxito en cubrirlo todo con un manto de niebla. Por eso, su relato tendría que ser muy incompleto. Pero Gustav no tardó en apreciar que los nombres, datos y lugares de los que Frischlin hablaba con certeza eran terriblemente abundantes.

Entre las secciones de mercenarios estacionadas en Berlín, las de más tristemente famosa reputación eran las Secciones de Asalto 17 y 33, las llamadas Secciones de la Muerte. Los lugares de los que se hablaba con mayor espanto eran los sótanos de los locales populares de la Hedemannstrasse, la General Pape Strasse y distintos lugares de Kopenick y Spandau. En ellos, dijo Frischlin, y su comentario resonó consternado en medio de un relato por lo demás muy sobrio, una vez que se derrumbe el poder de los populares, se pondrán lápidas en memoria del más profundo oprobio de Alemania. Lo más escalofriante en el proceder de la policía secreta y los mercenarios, siguió contando, es el sistema elaborado hasta el último detalle, la organización, el orden burocrático-militar con el que se ejecutan los malos tratos y las muertes. Todo es registrado, firmado, de todo se levanta acta. Después de cada maltrato, la víctima tiene que ratificar por escrito que no ha sido maltratada. En caso de muerte, el médico testifica que el fallecido ha sufrido un ataque al corazón. El cadáver es entregado a los familiares en un ataúd sellado con plomo, cuya apertura está prohibida bajo la más severa de las penas. Para aquellos que son liberados después de maltratarlos hay ropa interior y vestidos limpios, para que la ropa manchada de sangre no llame demasiado la atención; los maltratados han de comprometerse por escrito a devolver la ropa después de lavarla en un plazo de veinticuatro horas. También hay que pagar por el tratamiento y la manutención en los locales de los populares, no mucho por otra parte, un marco diario por el alojamiento, un marco por la manutención y el tratamiento. Por la manutención y el tratamiento de aquellos a los que matan, es decir, los fallecidos de ataque al corazón o abatidos a tiros al intentar fugarse, tienen que pagar los supervivientes. El tratamiento se extiende al aspecto psíquico, y no carece de cierto humor. Por ejemplo, a los prisioneros se les pone en el gramófono canciones populares; ellos tienen que cantarlas, y se les marca el ritmo con varas de acero y porras de goma.

Los populares parecen querer ampliar su sistema a gran escala. Levantan gigantescos campos de concentración para «educar en las cualidades necesarias para el espíritu de la nueva época» a los prisioneros. En esa educación también emplean métodos psicológicos. Por ejemplo, pasean a los presos por las calles en grandes y ridículas procesiones y les obligan a ejecutar grotescos coros: «Somos cerdos marxistas, somos perros judíos», y cosas por el estilo. En ocasiones obligan a algunos individuos a subirse encima de cajas, hacer flexiones y exclamar a cada flexión: «Yo, perro judío, he traicionado a mi patria, he mancillado mujeres arias, he robado las arcas públicas». A veces, los prisioneros han tenido que trepar a árboles, álamos por ejemplo, para gritar desde lo alto y durante horas afirmaciones como ésas.

Por lo demás, tanto en los sótanos de los cuarteles de los mercenarios como en los campos de concentración, los prisioneros tienen ocasión de familiarizarse en muy breve plazo con el programa del partido nacionalsocialista y el libro del Führer. La clase es severa. En caso de errores y negligencias se sufren duros castigos; la era del liberalismo y el humanitarismo ha pasado. Algunos, como se ha dicho, no superan las clases. Sólo en Berlín, él conoce diecisiete defunciones atestiguadas documentalmente.

De estas cosas habló el doctor Klaus Frischlin al doctor Gustav Oppermann en el pequeño restaurante de la capital federal suiza, Berna. Habló en voz baja y uniforme, porque en la mesa de al lado había gente; de vez en cuando, para humedecerse la garganta, bebía del ligero y chispeante vino, momento en el que sus manos sobresalían, llamativamente largas y finas, de las mangas. Gustav comió poco esa noche, habló también poco. No había mucho que preguntar. Klaus Frischlin narraba con exactitud, su alemán sólo era impreciso cuando citaba frases del Führer que los maltratados tenían que aprenderse de memoria.

Una vez que Frischlin hubo terminado, los dos hombres permanecieron largo tiempo sentados en silencio. Frischlin apuró despacio su copa, se sirvió cuidadosamente otra. Sólo había tres mesas ocupadas. Gustav tenía bajos los pesados párpados, parecía que estuviera dormitando.

—Una cosa más, Frischlin —se rehízo al fin. Aún no me ha dicho nada sobre el final de mi sobrino Berthold.

—¿Su sobrino Berthold? ¿Final? —preguntó Frischlin. Resultó que no sabía nada de todo el asunto.

—¿Cómo es posible? —se indignó Gustav. Pero Frischlin no estaba sorprendido. Ahora, en Alemania impedían que uno se enterase de algo acerca de sus seres más próximos si ello pudiera resultar incómodo para el gobierno. Estaba claro que los periódicos habían tenido que ocultar noticias. El que no va en busca de ellas no se entera de nada. Ya nadie va sin máscara en Alemania. La gente recalca de forma ruidosa y convulsiva lo bien que le va, y sólo después de mirar con cautela alrededor se atreve uno a susurrarle a otro lo que realmente pasa. En una gran ciudad, el vecino no sabe nada de sus vecinos, se ha acostumbrado a enterarse por la prensa de lo que ocurre en el piso de al lado. Pero los periódicos no pueden publicar cosas desagradables. En un país de sesenta y cinco millones de habitantes, se puede matar sin esfuerzo a tres mil personas, dejar inválidos a treinta mil, encerrar a cien mil, sin sentencia, sin motivo, y aun así mantener el aspecto externo de paz y orden. Sólo hay que impedir que la radio y los periódicos informen.

Gustav pidió a Frischlin que le dejara ir solo a casa. Era una noche luminosa, era tarde, las calles estaban vacías, en los soportales resonaba su paso firme y rígido. Caminaba deprisa, como siempre. Pero se sentía impedido. Frischlin había hundido en él algo que le era nuevo, muy desacostumbrado, fatigoso.

Al día siguiente, Frischlin regresó. Gustav estaba en el andén. En realidad, se alegraba de que ese hombre incómodo se fuera. Pero cuando el tren partió, fue como si los raíles no le apartaran del hombre, como si se convirtieran en hilos entre ambos, hilos que se iban desenrollando y que no se rompían por lejos que fueran. Ahora, estar solo le pareció casi peor que la compañía de Frischlin.

Edgar fue al hospital como siempre. Gina le ha dicho que hoy no debía ir; también Ruth, en contra de lo que esperaba, ha insistido en que no vaya, porque los populares han dispuesto que ese sábado, empleando todos los medios de propaganda, ha de llevarse a cabo un boicot contra los quinientos mil judíos del Reich. Los populares habían declarado que tenían que desmentir la afirmación, reforzada por miles de documentos, de que habían cometido actos de violencia contra los judíos, aniquilándolos económicamente. Ese día, muchos judíos se quedan en sus casas, muchos han salido del país. Quizá sea irracional, pero Edgar Oppermann no puede evitarlo: va a su clínica.

No tiene obligación de hacerlo. Su actividad en Alemania ha terminado. Podría irse de Berlín hoy mismo, si quisiera. Tiene honrosas propuestas de Londres, de París, la mayoría de los institutos médicos del mundo civilizado se interesan por el creador del procedimiento Oppermann. Va a aceptar una de esas propuestas. Desde luego, una gran parte de lo que ha construido aquí se perderá, porque naturalmente también ha sido expulsado el pequeño doctor Jacoby, el primero al que hubiera podido confiar su laboratorio. Se va a Palestina, como Edgar imaginó una vez, en un momento de ironía; se va en el mismo barco que Ruth. Sí, Edgar tendrá que empezar de nuevo en Londres, en París o en Milán, pasarán entre cinco y diez años antes de que llegue adonde ya habría llegado. Pondrán los medios a su disposición, pero esos medios no bastarán: habrá que empezar de nuevo, con todas las mezquindades de la gestión que ha tenido que pasar aquí para montar su laboratorio, multiplicadas, y él ya no es joven.

No es fácil dejar atrás su clínica, su laboratorio, sus salas de operaciones, a Jacoby, Reimers, la enfermera Helene, el viejo Lorenz. No puede imaginarse cómo será, lejos de su Alemania. No es sólo la clínica, es también su vida cotidiana, su casa; pasará una eternidad antes de que haya vuelto a acostumbrarse; además, Gina se toma condenadamente en serio las pequeñas cosas. También tiene que renunciar a Ruth; no puede reprocharle que se vaya a Palestina.

La ciudad tiene el aire de un día festivo. La gente se agolpa en las calles para ver el boicot. Pasa ante numerosos carteles: «Judío», «No compres en tiendas judías», «Judá, revienta». Hay mercenarios populares, con las piernas abiertas, con botas altas, abriendo sus estúpidas y jóvenes bocas para decir a coro: «Hasta que el último judío no esté muerto / no habrá pan ni trabajo». Quizá Gina y Ruth tenían razón, y ha sido una insensatez ir hoy a la clínica. Pero no puede dejar en la estacada el caso Peter Deicke. Peter Deicke, caso 978, dieciocho años, paciente de tercera clase; estaba desahuciado hasta que le trajeron aquí. La primera intervención no bastó. Tal vez la segunda tampoco será suficiente; pero en cualquier caso es el único medio que, quizá, pueda salvarle. Habría podido dejar esta segunda intervención a Reimers. No. No puede aumentar el riesgo de un resultado letal porque esos señores hayan dispuesto para hoy su necio boicot.

Camina por los largos pasillos de la clínica. Todo sigue su curso acostumbrado. En la clínica trabajan veinticuatro médicos judíos. Todos están ahí, incluso el pequeño Jacoby. Hay prisas, como siempre; no se dice una palabra del boicot, pero Edgar percibe la tensión impresa en los rostros aparentemente indiferentes. El pequeño Jacoby está pálido; a pesar de todos los remedios, hoy le sudan las manos ligeramente.

—Prepare el caso 978 —indica Edgar a la enfermera Helene. De pronto, llega el doctor Reimers. En voz baja, a su bondadosa, algo seca, manera, ruega a Edgar:

—Váyase, profesor. Es completamente insensato que se quede aquí. No es posible saber lo que hará el populacho exaltado. Cuando se vaya, quizá yo pueda sacar también al pequeño Jacoby. Es puro suicidio que esté aquí.

—Muy bien, querido Reimers —replica Edgar—, ya ha pronunciado su discurso, y ahora vamos al caso 978. Practica la intervención.

Apenas han devuelto al paciente a su sala cuando aparecen. Llevan una lista de los veinticuatro médicos judíos que trabajan en la clínica municipal. Preguntan por ellos, pero el personal opone resistencia pasiva, no les señalan a los médicos. Bajo la dirección de algunos estudiantes populares, emprenden la cacería. En cuanto han atrapado a uno, lo sacan fuera. No permiten que los médicos se quiten sus batas blancas, incluso si cogen a alguno sin bata le obligan a ponérsela. Fuera, ante la puerta principal, espera una gigantesca multitud, y en cuanto aparece otra bata blanca estalla en espantoso griterío, silbidos, salvajes insultos.

Ahora han localizado a Edgar:

—¿Es usted el doctor Oppermann? —pregunta uno con dos estrellas en el cuello.

—Sí —dice Oppermann.

—Éste hace el número catorce —dice otro satisfecho, y tacha el nombre de su lista.

—Tiene que abandonar el centro de inmediato —dice el de las dos estrellas. Venga conmigo.

El doctor Oppermann acaba de practicar una operación —interviene la enfermera Helene, su voz ya no es tan suave como de costumbre, sus redondos ojos castaños están ensanchados por la ira. Es importante —dice, controlándose— que el enfermo siga aún algún tiempo bajo su observación.

—Tenemos órdenes de poner a este hombre en la calle —dice el de las dos estrellas. Hemos de echar de aquí a los veinticuatro médicos judíos para purificar Alemania —dice solemne y oficialmente, evitando el dialecto en la medida de sus posibilidades. Y punto —concluye.

Entretanto, una de las enfermeras ha informado al director general Lorenz. Viene atronando por el pasillo, se dirige a los intrusos, poderoso, con la blanca bata al viento, la roja cabeza adelantada, como una montaña en movimiento.

—¿Qué está pasando aquí, señor? —sale de su boca dorada, como trozos de roca—. ¿Qué está haciendo? El que manda aquí soy yo, ¿entendido?

El director general Lorenz es uno de los médicos más populares del Reich, quizá el más popular; incluso alguno de los intrusos conoce su foto por las revistas ilustradas. El de las dos estrellas le ha saludado haciendo el saludo romano.

—Es la revolución nacional, profesor —explica. Judíos fuera. Tenemos órdenes de echar de aquí a los veinticuatro judíos.

—Entonces tendrán que echar a veinticinco hombres, señores, porque el viejo Lorenz se va con ellos.

—Puede usted hacer lo que quiera, profesor —dice el de las dos estrellas. Nosotros tenemos nuestras órdenes.

El viejo «ira de Dios» está desvalido, totalmente desvalido por primera vez en su vida. Ve que el profesor Oppermann tenía razón: no es una enfermedad aguda la que sufre este pueblo, es crónica. Se rebaja a negociar:

—Deje libre al menos a este médico —dice. Yo le garantizo que saldrá del edificio.

El de las dos estrellas se muestra indeciso.

—Bien —dice al fin—, asumo la responsabilidad. Usted me responde de que este hombre no toque a un solo ario y salga del edificio en veinte minutos. Esperaremos.

Su gente suelta a Edgar, se retira.

Pero a los pocos minutos han vuelto.

—¿Quién ha tenido la desvergüenza —preguntan— de dejarse operar hoy por un judío?

El viejo Lorenz se ha ido.

—Hagan el favor de escuchar, señores —exige en su lugar el doctor Reimers; no consigue del todo mantener la voz tranquila, hay en ella un ligero gruñir.

—Usted cerrará la boca hasta que se le pregunte —responde el de las dos estrellas. Un estudiante les señala el camino hasta el operado. Entran en la sala. Reimers les sigue. Edgar, un poco tambaleante, pesada, mecánicamente, va detrás.

La anestesia es difícil en las intervenciones de las vías respiratorias. Oppermann ha ideado un procedimiento específico. El paciente Peter Deicke está consciente, pero bajo los efectos de mucha morfina. En su cabeza, una sola venda blanca, los ojos miran acuosos, con un brillo obtuso, a los intrusos. Con el rostro horrorizado, los brazos abiertos en gesto de protección, la enfermera de servicio se planta delante de la cama. Los mercenarios, con paso firme, se acercan a ella y la apartan, muda, temblorosa. Los populares son gente que sabe organizarse, lo han preparado todo bien, tienen un sello que pone «cerdo», se lo estampan a Peter Deicke, y en la venda escriben: «Yo, sinvergüenza, me he dejado tratar por un judío». Luego gritan «Heil Hitler» y bajan desfilando la escalera.

Edgar, como si no tuviera voluntad, como si hubiera hilos que tirasen de él, les sigue siempre de forma mecánica, sumido en terca y desvalida reflexión. La enfermera Helene le coge del brazo, le lleva al despacho de la dirección. Llama al viejo Lorenz. Los dos hombres se enfrentan, ambos están muy pálidos.

—Perdóneme, Oppermann —dice Lorenz.

—Usted es inocente, querido colega —dice trabajosamente Oppermann, seco, ronco, y se encoge de hombros varias veces de una forma pesada, automática—. Ahora me voy —dice.

—¿No quiere quitarse la bata? —ruega Lorenz.

—No —responde Edgar. Gracias, querido colega. Esto al menos quiero llevarlo conmigo.

—Házme el favor —había pedido Liselotte a Martin la noche antes del boicot—, no vayas mañana a la tienda.

Pensaba en los judíos de los que se sabía que habían sido apaleados o habían muerto a consecuencia de los tormentos padecidos, pensaba en los maltratados que llenaban los hospitales del Reich.

—No vayas a la tienda —pidió, acercándose mucho a él. Prométemelo.

Martin se quitó los quevedos, los limpió. Su cabello se había vuelto gris, aún más ralo, su espalda redonda, sus mejillas fláccidas.

—No me lo tomes a mal, Liselotte —dijo. Voy a ir a la tienda. No tengas miedo —le dio unas palmaditas en los hombros, cosa que antes jamás había hecho, con su fuerte y velluda mano. No me pasará nada —prosiguió. Sé muy bien hasta dónde puedo llegar. He aprendido, Liselotte.

Y sacudió de modo singular la cabeza. Había dejado de mostrar compostura y dignidad, hablaba más que antes, a veces tenía un parpadeo astuto, lleno de comprensión. Había un parecido entre él y el viejo Immanuel, sí, y entre él y su cuñado Jacques Lavendel; Liselotte lo veía con asombro. Martin se había hecho viejo, y aun así ella lo encontraba más viril, más resistente, lleno de un profundo conocimiento del mundo y de los hombres. Lo amaba mucho.

No siguió insistiendo. Se sentaron juntos en silencio. Ella volvió a pensar en los terribles acontecimientos del día de la desgracia. No pasaba una hora sin pensar en ello. Una y otra vez estaba delante de la puerta, como había estado la primera vez, cuando escuchó el estertor del muchacho. Lo veía tumbado, estirado, de espaldas. Le levantaba el brazo, que caía muerto, la pierna, que caía como si fuera de madera. Y sin embargo tenía un estertor, respiraba, tenía pulso; vivía pues. Y aun así estaba muerto, su piel estaba fría y blanca, y no hubo ningún medio de llegar hasta su conciencia. Los médicos le hicieron un lavado de estómago, otro, le calentaron, le dieron alimentación artificial, té con coñac, leche, tónicos cardiacos; se acordaba de todos aquellos nombres desconocidos: Cardiazol, Digalén, Estrofantina, Eutonón. Estuvo así tres días, vivo y sin embargo muerto, porque todos sabían que no había ningún modo de salvarlo. El oxígeno no sirvió de nada, los lavados de estómago no sirvieron de nada, yacía con la piel blanca y fría, con estertores; no se tragaba el moco que le llenaba la garganta. El pulso iba muy despacio, y finalmente se detuvo. Pero Berthold ya estaba muerto cuando ella escuchó su estertor por vez primera, y ella lo sabía. Era Martin el que les decía una y otra vez a los médicos: «Hagan algo, ayúdenle». Ella sabía que nadie podía ayudarle. Sólo ella habría podido ayudarle, pero no lo había hecho. Se echaba toda la culpa. Martin tenía sus propias preocupaciones: su obligación era cuidar del chico.

En medio de todo esto, la desmesura de Martin había sido un consuelo para ella. Había gritado, aullado, había tenido ataques de ira. Había leído una y otra vez el manuscrito de Berthold, lo había hecho copiar, y después, como un loco, había metido en el ataúd de Berthold el manuscrito y la carta del mariscal Moltke. Luego había rezado a la manera judía, en cuclillas en el suelo, se había rasgado el traje, había rezado la oración fúnebre rodeado de nueve devotos judíos.

Había salido de los siete días de luto por su hijo como un hombre distinto. Pero ella, Liselotte, reconocía precisamente en el nuevo Martin al Martin que ella había sentido en él desde el principio. Descubría cualidades como las que ella amaba en su cuñado Jacques, la astucia en la lucha por lo que uno consideraba justo, el abandono de toda representación, la dura elasticidad cuando se trataba del fondo del asunto. Martin y ella estaban ahora, sin palabras, mucho más próximos que antes.

Jamás hablaban de Berthold.

En cambio, ahora Martin hablaba a Liselotte de la tienda por vez primera. Aceptaba sin rechistar cada humillación de Wels, pero luchaba con astucia tanto más dura por aquello que consideraba importante. Su actividad en la Gertraudtenstrasse tenía menos de un año de plazo, pero trabajaba como si no le importara. Acogía empleados judíos, despedidos de Alemana de Fábricas del Mueble a instancias de Wels.

Así que el sábado del boicot fue a la tienda como siempre. Contempló la multitud que asistía al espectáculo, curiosa, excitada. Vio los carteles en los escaparates, escuchó los coros de los mercenarios populares. Movió la cabeza. El boicot era, como la mayoría de las medidas de los populares, una vacua comedia. El argumento oficial, por el que se pretendía de este modo hacer enmudecer la indignación del mundo civilizado ante los pogromos, era necio. Incluso los ministros de los populares tenían que decirse que las quejas acerca de los malos tratos no se refutaban pegando más a los golpeados. Los verdaderos motivos del boicot eran otros. Durante catorce años, los líderes populares habían prometido a sus adeptos que podrían matar a los judíos, saquear sus casas y sus negocios. Pero apenas puestos a ello, los líderes se veían forzados por la indignación del mundo a refrenarlos. Ahora, mediante este ostentoso boicot, querían calmar a los decepcionados.

Martin hizo parar a Franzke en la esquina de la Gertraudtenstrasse, quería ver con calma cómo estaban las cosas en su tienda. No se han olvidado del nombre Oppermann, ahora que están en el poder. Han plantado delante de su tienda, que no es grande, más de una docena de mercenarios, y a uno con dos estrellas para controlar. En todos los escaparates están pegados los carteles de «No compres en tiendas judías» y «Judá, revienta». También han encontrado un retrato del viejo Immanuel Oppermann, y le han pegado humorísticamente el cartel de «Judá, revienta» de tal modo que cuelga de su boca como si estuviera diciéndolo. «Los judíos son vuestra desgracia», oye Martin gritar a coro a los jóvenes mercenarios, y en el último escaparate descubre una gran inscripción: «Que se les pudran las manos a esos judíos». Martin se mira las manos. Son rojizas y velludas, probablemente no se vayan a pudrir tan pronto.

Se detiene junto a la entrada principal. El viejo portero Leschinsky está allí con su duro rostro y su bigote gris. Pero no hace girar la puerta delante de él. También a él le han colgado un cartel al cuello: «Judá, revienta». Mira a su señor, humilde, desvalido, furioso, esperanzado. Martin no le saluda llevándose un dedo al borde del sombrero como de costumbre, sino que se quita el sombrero y dice:

—Buenos días, Leschinsky.

Pero no hace nada más, es inteligente. Cuando va a girar la puerta, el jefe del grupo se dirige a él.

—¿Es que no sabe, señor —dice—, que hoy hay un boicot contra los judíos?

—Yo soy el jefe aquí si me lo permite —dice Martin. Los otros populares uniformados le rodean, también hay otras personas escuchando, interesadas, en silencio.

—¿Ah, sí? —dice el jefe. Pues sí que es para estar orgulloso.

Y Martin, bajo las miradas de todos, entra en su tienda.

Todos los empleados están en sus puestos, pero no hay ningún comprador. En el despacho principal, Martin encuentra a los señores Brieger y Hintze. El señor Hintze ha mandado colgar en la pared el cuadro en el que puede verse a Ludwig Oppermann de uniforme, con la Cruz de Hierro de primera clase, y debajo ha hecho escribir, muy grande y muy claro: «Caído por la patria el 22 de julio de 1917».

—No debía haber hecho eso, Hintze —dice Martin, sombrío. No debería haber venido. Sólo se perjudica, y no nos ayuda. ¿Hay alguna novedad? —dijo volviéndose a Brieger.

—Hasta ahora la gente está tranquila —informó éste. De camino aquí he visto a un guardia popular ante el pequeño estanco judío de la Burgstrasse. El hombre miró su reloj, y aún no eran las diez, el comienzo oficial del boicot. Quitó el cartel, entró en la tienda, compró unos cigarrillos y volvió a poner el cartel. También los nuestros han mirado con mucho interés unas cuantas cosas de los escaparates y preguntado por los precios. Estoy convencido de que éstos picarán, suponiendo que su jefe no les invite a llevarse las cosas sin pagar. Hoy los beneficios serán escasos. Hasta ahora han estado aquí seis clientes, entre ellos un gentil seguro. Era extranjero, andaba agitando su pasaporte. Ha venido de Daffke, y ha comprado un botón de repuesto para un sillón por sesenta céntimos. Luego estuvo la vieja señora Litzenmeier. No querían dejarla pasar, pero ella explicó que su madre ya nos compraba a nosotros, y quería escoger precisamente hoy la cama nueva para su hija. Le cortaron el pelo y le pusieron un cartel: «Yo, sinvergüenza, he comprado en una tienda judía».

—¿Qué pasó con Leschinsky? —preguntó Martin.

—El viejo se indignó —dijo Brieger—, les gritó algo, «panda de cerdos», o algo por el estilo. Estos camisas pardas que nos han tocado son tranquilos, no se lo llevaron a sus cuarteles, se limitaron a colgarle ese cartel.

El tiempo pasaba con extremada lentitud.

—Se da cuenta, señor Oppermann —dijo Brieger—, hoy celebramos el sabbat aquí en la Gertraudtenstrasse. Ya se lo había dicho.

Más tarde entraron en el despacho dos de los mercenarios. Presentaron la cuenta por la colocación de los carteles del boicot. Eran dieciocho los que habían pegado, además del que le habían colgado al portero. Pedían dos marcos por cartel, lo que hacía un total de treinta y ocho marcos.

—¿Se han vuelto locos? —estalló Hintze. ¿Vamos a pagaros porque…?

—Silencio, Hintze —ordenó Martin.

—Son las normas —dijo rígido y seco uno de los dos mercenarios. Se está haciendo así en todo el Reich.

Con expresión de ira contenida, Hintze extendió la orden para la caja.

—Dos marcos por cartel —movió Brieger la cabeza, y silbó por entre los dientes. Tienen unos precios altísimos, caballeros. Nuestros decoradores lo habrían hecho por treinta céntimos el cartel. ¿No podrían dejarlo al menos en uno cincuenta?

Los mercenarios se mantuvieron impávidos.

—Heil Hitler —dijeron, y se marcharon.

Ese día se pegaron carteles semejantes en los locales de un total de 87 204 establecimientos judíos, médicos judíos, abogados judíos. Un abogado judío de Kiel que, tras un intercambio de palabras surgido cuando un mercenario le exigió el pago de los carteles, opuso resistencia fue linchado en la comisaría. Cuarenta y siete judíos se suicidaron ese sábado.

A las dos de la tarde, Liselotte fue a la Gertraudtenstrasse a recoger a Martin. El jefe de escuadra le salió al paso, llamó su atención al respecto de que hoy había boicot a los judíos.

—Yo soy la mujer del jefe —dijo en voz muy alta Liselotte. Los mercenarios miraron a la mujer alta y rubia.

—Avergüéncese —dijo el jefe de escuadra, y escupió. Diez minutos después, Liselotte volvió a salir de la tienda, junto a Martin, por la puerta principal.

Markus Wolfsohn llegó al despacho principal de la Gertraudtenstrasse. Había sido despedido de Fábrica Alemana del Mueble.

—Muy bien, Wolfsohn —dijo Martin. Puede venir a trabajar conmigo.

Esa misma tarde se presentó ante Martin el embalador Hinkel, jefe de la célula sindical popular de Muebles Oppermann. Excitado, exigió que Martin revocara la contratación del señor Wolfsohn y de los otros tres vendedores judíos y contratase «arios» en su lugar.

—Creo —dijo amablemente Martin— que se equivoca acerca de sus facultades, Hinkel —y le enseñó un recorte de periódico. Sólo las instancias oficiales, decía, y no los directivos de las distintas organizaciones populares, podrían intervenir en la dirección de las empresas. Furioso, con los ojos entrecerrados, el embalador Hinkel miró a su jefe.

—En primer lugar —respondió—, cuando vaya de uniforme tiene usted que llamarme señor Hinkel. En segundo lugar, el decreto sólo ha sido impreso para el extranjero, y no me importa nada. En tercer lugar, sabré informar sobre su conducta en el lugar adecuado.

—Muy bien —dijo Martin. Pero ahora, señor Hinkel, asegúrese de preparar de una vez el envío para Seligmann & Co. El señor Brieger me dijo que ha sido culpa exclusivamente suya que el envío no saliera ayer.

—El trabajo en el progreso nacional tiene prioridad —repuso el embalador Hinkel.

Esa misma tarde Franz Pinkus, un amigo y colega de Martin, le mostró un escrito con el siguiente contenido: «Después de que, a pesar de mis distintas advertencias, no me ha pagado usted hasta la fecha, le doy por la presente una última oportunidad. Si no entro en el plazo de tres días en posesión de la suma en cuestión, dado que personalmente soy nacionalsocialista le entregaré a la instancia correspondiente para que cierre su establecimiento y le interne en un campo de concentración, puesto que intenta hacer recaer sobre sus proveedores las consecuencias desventajosas del movimiento de boicot. La Nueva Alemania le enseñará el camino correcto. Respetuosamente: Sucesores de Hermanos Weber».

—¿Qué va a hacer? —preguntó Martin.

El señor Pinkus miró pensativo a Martin.

—En la factura hay una partida discutible de 7343 marcos —dijo. Le he dicho a ese hombre que si me consigue un visado de salida para mi pasaporte le pagaré.

La noche siguiente, cuando empezaba a amanecer, se presentaron en casa de Martin Oppermann, en la Corneliusstrasse. Echando a un lado a la trastornada muchacha de servicio, uno de ellos se plantó con un revólver y una porra de goma en el dormitorio de Martin y Liselotte, seguido de otros cuatro o cinco tipos, muy jóvenes.

—¿El señor Oppermann? —preguntó cortésmente el jefe.

—Sí —dijo Martin. No fue el miedo ni la voluntad de ser desagradable lo que hizo sonar bronca su voz, fue sólo que aún estaba dormido. Liselotte se había sobresaltado, miraba a los tipos con grandes ojos asustados. Era una suerte, se decía por todo el Reich, caer en manos de la policía, pero ¡ay de aquel que cayera en manos de los populares!, y éstos eran populares.

—¿Qué quieren de nosotros? —preguntó temerosa Liselotte.

—De usted nada, señora —dijo el joven. Usted tiene que vestirse y venir con nosotros —dijo a Martin.

—Muy bien —dijo Martin.

Se esforzó en pensar qué posición ocuparía ese tipo en el ejército de los mercenarios; se sabía por la chapa del cuello, la llamada «galleta». Wels llevaba cuatro estrellas. Este de aquí tenía dos. Pero Martin no sabía qué nombre se le daba. Se lo habría preguntado, pero probablemente el joven lo habría interpretado como una burla. Por lo demás, Martin estaba muy tranquilo. Se sabía que en los sótanos de los locales de los mercenarios muchos habían muerto a golpes, se conocían los nombres, y muy pocos salían de allí completamente intactos; pero, curiosamente, no tenía miedo.

—Tranquila, Liselotte —pidió. Pronto estaré de vuelta.

—Puede que eso no dependa sólo de usted, señor —dijo el de las dos estrellas.

Le metieron en un taxi. Se sentó, decaído, con los ojos entrecerrados. Poco más puede ocurrirle. En realidad, sus asuntos en Berlín están liquidados. En la lucha contra Wels, Mühlheim ha unido su astucia judía a la astucia nórdica de un abogado querido entre los populares. Le ocurra lo que le ocurra, Liselotte tendrá para vivir.

Sus acompañantes charlaban a media voz:

—¿Y si le ponemos directamente contra la pared? Ojalá pudiéramos interrogarle nosotros, no los treinta y ocho.

Martin mueve la cabeza. Qué métodos pueriles. Quieren que despida a sus empleados judíos. Quizá traten de ablandarle mediante malos tratos. Han metido a grandes comerciantes, directores de empresas, en cuarteles populares y en campos de concentración, para arrancarles una dimisión voluntaria o la renuncia a cualquier título legal. Los populares quieren para ellos las industrias que los quinientos mil judíos han levantado. Quieren sus establecimientos, sus puestos, su dinero. Cualquier medio les sirve para conseguirlo. Aun así, Martin se siente íntimamente seguro. No cree que vayan a retenerlo mucho tiempo. Liselotte hará algunas llamadas y también Mühlheim.

Lo llevaron a un piso alto, a una habitación vacía. Allí estaba sentado un hombre con cuatro estrellas en el cuello del uniforme; otro, frente a una máquina de escribir. El de las dos estrellas anunció:

—Jefe de escuadra Kersing, con un prisionero.

Cierto. Los de las dos estrellas se llaman jefes de escuadra. Preguntaron a Martin sus datos personales. Luego apareció uno con un uniforme pardo con más adornos, sin estrellas en el cuello, sino con una hoja. El hombre se sentó detrás de la mesa. Era una mesa bastante grande, tenía encima un candelabro con velas, una botella de cerveza y algunos libros que parecían de jurisprudencia. El hombre revolvió en los libros. Martin miró el candelabro. Qué necia puesta en escena, pensó, y esto en la era de Max Reinhardt. Así que éste tiene una hoja al cuello. En realidad, no es una «hoja» cualquiera, es una hoja de roble. En estas cuestiones son muy precisos.

—¿Se llama usted Martin Oppermann? —preguntó el de la hoja de roble. Ya podía usted saberlo, piensa Martin. Estandarte, se llama, se le ocurre. Jefe de estandarte se llama el que lleva una hoja así, es alguien muy importante, un capitán de bandoleros.

—Sí —dice.

—¿Se ha resistido usted a las disposiciones del gobierno? —se le pregunta desde detrás del candelabro.

—No, que yo sepa —dice Martin.

—En estos tiempos —dice ahora serio el de la hoja de roble— la resistencia a las disposiciones del Führer es un acto de traición a la patria.

Martin se encoge de hombros.

—Yo me he resistido a las disposiciones de mi embalador, Hinkel —dice—, del que no sé que se le haya asignado ninguna función oficial.

—Escriba —dice el de la hoja de roble—: el acusado niega y busca excusas. Llévese a este hombre —ordena.

El de las dos estrellas y otros tres vuelven a llevarse a Martin escaleras abajo, y luego más abajo aún, por escalones mal iluminados. Así que éste es el sótano, pensó Martin. Ahora estaban completamente a oscuras, recorrían un largo pasillo. Llevaban a Martin fuertemente cogido por los brazos.

—Vaya más deprisa —dijo una voz. Era un largo pasillo, doblaba una esquina, y otra más. Alguien le iluminó el rostro con una lámpara eléctrica. Ahora había que subir unos escalones.

—Marca el paso, hombre —se le dijo, mientras se le daba un empujón. Qué métodos pueriles, pensó Martin.

Puede que lo hubieran llevado de acá para allá durante diez minutos cuando le empujaron a una sala más grande, en penumbra. La cosa tenía peor aspecto aquí. Sobre harapos y catres yacían hombres, veinte o treinta de ellos, semidesnudos, ensangrentados, gimiendo; era difícil mirarlos.

—Di «Heil Hitler» cuando entres a algún sitio —le ordenó uno de sus acompañantes, dándole un golpe en el costado.

—Heil Hitler —dijo obediente Martin. Lo empujaron por entre las estrechas filas de los gimientes de terrible aspecto. En el aire flotaba olor a sudor, excrementos, sangre.

—En la sala de espera 4 ya no hay sitio —dijo el de las dos estrellas.

Llevaron a Martin a otra sala, más pequeña, fuertemente iluminada. Aquí había unas cuantas personas de cara a la pared.

—Ponte ahí, perro judío —dijeron a Martin, y tuvo que ponerse junto a los otros. Un gramófono tocaba el himno de Horst Wessel. «La calle libre para los batallones pardos», graznaba. «La calle libre para el hombre de la sección de asalto. A la cruz gamada, millones miran llenos de esperanza. Despunta el día de la libertad y el pan».

—Cantad —ordenaron. Agitaron las porras, y los que estaban de cara a la pared cantaron. Luego pusieron un disco con los discursos del Führer, luego otra vez el himno de Horst Wessel.

—Saludad —ordenaron, y el que no mantenía lo bastante rígido el brazo o los dedos al hacer el saludo romano recibía un golpe en el brazo o en los dedos.

—Cantad —volvieron a decir. Así pasó un rato. Luego apagaron el gramófono y reinó un total silencio en la sala.

De este modo pudo pasar una media hora. Martin estaba muy cansado, giró cautelosamente la cabeza.

—Quédate quieto —dijo alguien, y le golpeó en los hombros. Dolió, pero no mucho en realidad. Luego volvió a empezar el gramófono. La aguja está gastada, pensó Martin, y yo estoy agotado. En algún momento tendrán que cansarse de mirarme la espalda.

—Ahora vamos a rezar el padre nuestro —ordenó la voz. Obedientes, recitaron el padre nuestro. Hacía mucho que Martin no lo había oído, solamente tenía una vaga idea. Prestó atención a las palabras, en realidad eran buenas palabras. El gramófono anunciaba los veinticinco puntos del programa del partido. Ahora me estoy entrenando, en cierto sentido, pensó Martin. Seguro que Liselotte estará colgada del teléfono. También Mühlheim. Liselotte, eso es lo peor.

Estar de pie dos horas no parece gran cosa. Pero no es fácil para un hombre cercano a los cincuenta, que no está acostumbrado a los esfuerzos físicos. La luz estridente y su reflejo en la pared torturaban los ojos de Martin, el graznar del gramófono sus oídos. Fueron dos horas, pero entonces le pareció una eternidad; empezó a aburrirse de veras. Lo liberaron de la pared, volvieron a llevarlo por escaleras y oscuros pasillos hasta una habitacioncita, bastante oscura. Esta vez había uno de tres estrellas delante de una mesa con un candelabro.

—¿Desea alguna cosa? ¿Quiere pedir algo? —preguntó a Martin.

Martin reflexionó.

—Salude al señor Wels —dijo finalmente, ambiguo. El otro le miró inseguro.

Los jóvenes volvieron a ocuparse de él. A Martin le habría gustado hablar con ellos, pero estaba demasiado cansado. El siguiente con el que habló era el embalador Hinkel. No iba de uniforme.

—He intercedido por usted, señor Oppermann —dijo, mirándole con sus estrechos ojos. Al fin y al cabo hemos estado juntos unos años. Creo que es mejor que ceda. Firme que se someterá a las disposiciones del comité de empresa y despedirá a esos cuatro, y quedará libre.

—Probablemente su intención sea buena, señor Hinkel —dijo pacíficamente Martin. Pero aquí no negociaré con usted. Sobre asuntos de negocios solamente trato en la Gertraudtenstrasse.

El embalador Hinkel se encogió de hombros.

Se asignó a Martin un catre en una pequeña sala. Le dolía la cabeza; también el punto de la espalda en que le habían golpeado dolía ahora. Trató de recordar las frases del padre nuestro. Pero las palabras hebreas de la oración fúnebre que había pronunciado no hacía mucho se interponían. Era bueno estar solo. Estaba muy agotado. Pero no apagaban la luz, le impedían dormir.

Antes de que la noche terminara, volvió a ser llevado a la sala donde le habían recibido. Detrás de la mesa con el candelabro estaba ahora uno sin hoja de roble, con sólo dos estrellas.

—Puede irse, señor Oppermann —dijo. Sólo hay que cumplimentar algunas formalidades. Haga el favor de firmar aquí.

Era una certificación de que había sido bien tratado. Martin leyó y movió la cabeza.

—Si yo tratara así, por ejemplo, a mis empleados —dijo—, no sé si firmarían esto.

—No querrá decir, señor —rechinó el otro—, que ha sido maltratado aquí.

—¿Querer? —preguntó a su vez Martin. Está bien —dijo—, no lo diré.

Firmó.

—Queda esto —dijo el hombre. Era una orden de pago por valor de dos marcos, uno por alojamiento, otro por manutención y tratamiento. La música es gratis, pensó Martin. Pagó, le dieron un recibo.

—Buenos días —dijo.

—Heil Hitler —dijo el de las dos estrellas.

Cuando Martin salió al aire libre, se sintió de pronto espantosamente mal. Llovía, la calle estaba vacía, faltaba mucho para la mañana. Aún no hace veinticuatro horas que se lo llevaron. Si al menos llegara hasta casa. Tiene las piernas muy débiles, se hunden bajo su peso. Mi reino por un taxi. Ese de ahí es un policía. El policía le mira con seriedad. Quizá le cree borracho, quizá intuye que viene del cuartel de los mercenarios. Los policías odian a los mercenarios populares, los llaman la «peste parda», les dan asco. En cualquier caso, el policía se detiene y pregunta amablemente a Martin: —¿Le ocurre algo, señor? ¿No se encuentra bien?

—Quizá podría conseguirme un taxi, agente —dice Martin. La verdad es que me encuentro así así.

—Hecho, señor —dice el policía.

Martin se sienta en las escaleras del portal de una casa. Tiene los ojos cerrados. Ahora, el hombro en el que ha recibido el golpe le duele seriamente. Es una imagen extraña ver sentado en la calle de ese modo al dueño de Muebles Oppermann, tan magullado, venido a menos. Pero ya no está de pie, está sentado, puede tener los ojos cerrados; la verdad es que, pese a lo mal que se encuentra, se siente bien. Y cuánto bien le hace la leve lluvia. El taxi viene, el policía le ayuda a subir, tiene tiempo de dar la dirección. Luego se sienta en el taxi, inclinado, casi tumbado, como muerto; duerme, ronca, en contra de su costumbre, es una mezcla de estertor y ronquido.

Cuando el chófer llega a la casa de la Corneliusstrasse, llama al timbre. La propia Liselotte abre, y tras ella, a medio vestir, está el portero, alterado y feliz al ver a Martin. Ambos le sostienen. Al llegar al invernadero, no pueden seguir. Martin se sienta en un sillón, vuelve a tener los ojos cerrados, duerme, ronca.

Entretanto también la chica de servicio se ha despertado; viene, ve a Martin, comenta algo asustada. Liselotte ha pasado realmente todo el día al teléfono, como Martin sospechaba. Es una mujer valiente, pero ha visto muchas cosas en las últimas semanas. Ha oído cosas espantosas sobre lo que los populares hacen con sus prisioneros. El abogado Josephi había sido maltratado hasta la muerte cuando lo devolvieron a su casa, tenía desprendidos los riñones; todos los médicos hablaban de prisioneros de los populares que les habían llegado en muy mal estado. Liselotte ha tenido terribles fantasías. Ahora que está delante de Martin, que le ve, durmiendo, roncando, en su sillón, en uno de los nada cómodos sillones Oppermann del invernadero, no puede contenerse. Grita, aunque la chica está delante; su pálido rostro está rojo y completamente devastado, gruesas lágrimas corren por él, aúlla, se arroja sobre el hombre que duerme, lo palpa. Él despierta, parpadea somnoliento, esboza algo parecido a una sonrisa.

—Liselotte —dice. Bueno, bueno, Liselotte, no tan fuerte.

Luego vuelve a cerrar los ojos, ronca, y entre ella y la chica lo llevan a la cama.

Gustav cruzaba el lago de Lugano en uno de los bellos y pequeños vapores. Venía del pueblecito de Pietra, donde había visto una casa con intención de alquilarla o comprarla. Los populares se habían incautado de su casa en Berlín, estaba claro que no podría regresar tan pronto allí.

Si alquila la casa allá arriba, en Pietra, quizá no tenga que habitarla solo. Quizá Johannes Cohen se quede más tiempo, quizá pueda convencerlo de que se quede con él un par de meses allí arriba.

Sí, mañana llegará a Lugano Johannes Cohen. Su amigo de juventud. Hace dos días que Gustav ha recibido el telegrama.

Está muy excitado. ¿Debe temer el encuentro, debe alegrarse de él? Todo su ser está conmocionado. En cualquier caso, serán días de lucha.

No es posible llevarse bien con ese Johannes, pero tampoco es posible estar sin él. Durante años, durante décadas Gustav ha discutido con él, cien veces se ha dicho: ahora se acabó, definitivamente. Pero nunca se acabó definitivamente. Ese Johannes Cohen es un hombre que le irrita hasta cegarle, que le revuelve, le fuerza a pensar; pero quien le haya conocido no tiene más remedio que volver a él.

Ahora, hace catorce meses que Johannes no ha dado noticias. Ni siquiera le ha felicitado por su quincuagésimo cumpleaños. Y eso que lo que Gustav ha hecho no es motivo de ruptura ni para la más sensible de las personas. El invierno pasado, cuando los alborotos estudiantiles eran especialmente tumultuosos, Gustav le aconsejó en una enfática carta que abandonara de una vez su cátedra de Leipzig. ¿No ha conseguido Johannes lo que quería? Tras el éxito mundial de su libro De la astucia de la idea, o ¿tiene sentido la historia universal?, después de que tantas universidades extranjeras le cortejaran, el reticente rectorado le ha ofrecido al fin la cátedra de Filosofía. ¿No puede conformarse con eso? Sencillamente, los estudiantes de Leipzig no le querían. ¿No había alborotos día sí y día no? ¿No podía vivir mejor y más tranquilamente de los ingresos de sus libros? Él, que tanto odiaba el dialecto sajón, ¿tenía que permanecer, precisamente en esa difícil situación, en Leipzig, entre estudiantes que le insultaban, y además en sajón? ¿Tenía necesidad de sentarse en su cátedra y esperar a que la policía le permitiese empezar la clase? ¿Por qué tenía que instruir a estudiantes que no querían ser instruidos? A aquellos que valían la pena podía llegar por medio de sus libros.

Eso era lo que Gustav había escrito a su amigo Johannes Cohen hacía catorce meses. Pero Johannes no había contestado. Desde entonces, no había dejado saber nada de él. Gustav no ha querido confesárselo, pero el silencio del amigo durante todo ese tiempo le ha ofendido amargamente. Johannes se arrogaba desde siempre el derecho de criticar a cualquier persona de manera sarcástica y perversa. Con cuánta frecuencia, cuando estudiaban juntos, le daba un sablazo y al mismo tiempo se reía de él del modo más brutal. Pero si intentaba darle un consejo, cautelosa, amistosamente, reaccionaba con indignación o, peor aún, callaba arrogante durante más de un año. Ahora se ha demostrado que Gustav tenía razón en su carta de entonces; han echado a Johannes con escarnio. Pero eso, Dios lo sabe, no es ninguna satisfacción para Gustav. Cierto, la obstinación con que su amigo se aferraba a su plaza le indignaba y repugnaba, pero en el fondo sentía respeto ante esa obstinación, por irracional que fuera, envidiaba a Johannes por ella. Si ha de ser completamente sincero, esa firmeza era para él un silencioso y constante reproche.

Respiró aliviado al recibir, hace unos días, la carta de Johannes. El hecho de que ahora, cuando necesitaba un amigo, recurriera a él le llenaba de orgullo. Enseguida le telegrafió diciéndole que viniera. Así que mañana Johannes estaría allí. Gustav caminaba arriba y abajo por la cubierta del pequeño vapor, con su paso rígido y rápido, pisando con toda la suela. Tenía ante sí, atractivo, el rostro del amigo, de un moreno amarillento, de nariz afilada, inteligente, arrogante, vivaz. Anhelaba, contento, ese alivio espiritual.

La primavera en el lago de Lugano era hoy la más hermosa desde hacía muchos años; era muy cálida, le rodeaba un silvestre y dulce florecer. Sería estupendo que Johannes pudiera pasar un mes con él allí arriba. La forzada distancia de Berlín le parecía de pronto a Gustav casi un regalo. Era un regalo que un hombre de cincuenta años tuviera la posibilidad de volver a cambiar radicalmente desde la base. Con ayuda de Johannes podría conseguirlo.

El vapor atracó. Gustav recorrió el paseo a lo largo de la playa. Tuvo que responder a muchos saludos. Quería estar solo. Fue hasta el extremo del paseo, y allí se sentó en un banco.

Muchos han dejado Alemania, pero muchos más se han quedado. Los populares no pueden matar o encerrar a todos sus adversarios; porque dos tercios de la población son adversarios suyos. Se busca un modus vivendi. Se producen las más extrañas relaciones, humanas, comerciales, en estos tiempos de reordenación entre los populares y sus enemigos. Cientos de miles ascienden, cientos de miles caen, a ojos vistas. «Subimos, caemos, nos lleva el viento. / Somos como cangilones de la noria, / el destino llena éste y vacía aquél, / sube, baja, encadena lo hostil / disputando, travieso, como un niño que juega». Sí, los que subían y los que bajaban estaban unidos entre sí, y lo percibían. Por doquier, los perseguidores ofrecían a los perseguidos salvar sus puestos o patrimonios simplemente participando, y toda la revolución popular, si se miraba con atención, se disgregaba en millones de pequeños negocios recíprocos.

Gustav, esa tarde hermosa, asentado, lleno de alegre nerviosismo por la llegada de su amigo, consideraba con indulgencia las curiosas anécdotas que le habían contado.

El pintor Holsten había sido un artista de segunda fila, bonachón, arrogante, y había venido a menos, pero en sus tiempos de esplendor había tratado a su ayuda de cámara de forma generosa y amistosa, y ahora ese hombre era ayuda de cámara de un ministro popular. El ayuda de cámara tenía savoir-vivre, sabía pagar sus deudas, y ahora el pintor decidía quién tenía que presidir las asociaciones de artistas, quién debía recibir encargos públicos.

Un abogado popular, uno de los que más gritaban en la lucha por expulsar a los judíos de la Justicia, ayudó a un abogado judío a fugarse pasando la frontera.

—Cuento, querido colega —dijo a modo de despedida—, con que en caso necesario me prestará el mismo servicio.

Muchos de entre los nuevos señores buscaban cobertura entre los actuales perseguidos para el caso de que cambiaran las tornas.

Con un poquito de incomodidad, Gustav pensó en su amigo Friedrich Wilhelm Gutwetter. Ha leído un ensayo suyo en el que, con grandes y solemnes palabras, anunciaba el «hombre nuevo» y ha visto cómo era jaleado en los círculos populares y objeto de risa, tristeza y ataque en los círculos de sus adversarios. Gustav, convencido de la absoluta honestidad de su amigo, se habría alegrado de que no hubiera escrito semejante texto. Ayer recibió una carta de Gutwetter. Como el viaje de Gustav se alargaba, Gutwetter le pedía permiso para utilizar en su ausencia la biblioteca de la Max Reger Strasse y poder trabajar allí.

Mientras Gustav pensaba en estas cosas, ponderativo, reflexivo, se acercó un joven de poco más de treinta años, complexión ancha, rostro huesudo y cuadrado. Gustav le conocía, era un tal doctor Bilfinger, un joven y rico caballero de los Sudetes. Gustav ya le ha visto ayer y anteayer. El joven llamaba la atención, andando por ahí con su primaveral gabán gris, siempre solo, vestido de forma muy correcta, con cuello rígido, siempre con el sombrero en la mano, preocupado de su aspecto, los ojos entrecerrados mirando al frente. Titubeó al ver a Gustav, se acercó finalmente, preguntó si podía sentarse con él. Era evidente que algo le preocupaba. Gustav, a su manera fresca y complaciente, animó al desmañado caballero. Sí, dijo éste al fin, tenía toda clase de cosas que contar, y quería hablar precisamente con Gustav. A través de su amigo Frischlin, había oído algunas cosas acerca de él; en realidad Gustav estaba interesado en lo que iba a decir, y quería en cierto modo disculparse con él. Gustav quedó sorprendido al oír mencionar a Frischlin. En sí mismo, eso no era raro: se acordaba ahora de haber oído alguna vez el apellido Bilfinger en labios de Frischlin. Pero tenía la sensación de haber olvidado a Frischlin en los últimos tiempos; casi intencionadamente, pensaba en los raíles de la estación de Berna, que habían sido como hilos, y este joven Bilfinger le parecía un mensajero de Frischlin. Se le quedó mirando. El doctor Bilfinger estaba sentado allí con su gabán gris, correcto; el rostro cuadrado con el corto cabello cepillado parecía digno de confianza, poseído por una idea.

—Por favor, hable, doctor Bilfinger —pidió Gustav. Pero Bilfinger respondió que había tenido malas experiencias, sólo hablaría en un sitio en el que estuvieran a salvo de espías. Le propuso ir en coche a algún sitio con él después de la comida. Al aire libre, se podía hablar y escuchar sin ser molestado.

Por la tarde, se sentaron en un pequeño claro cubierto de césped a la orilla del lago, al sol, y el doctor Bilfinger habló. Había estado en Suabia, en una finca que iba a heredar algún día, en las cercanías de Künzlingen, con su tío, el magistrado von Daffner. El 25 de marzo había ido a Künzlingen para sacar dinero del banco. Había visto cómo tropas populares dirigidas por el jefe de estandarte Klein, de Heilbronn, ocupaban el pueblo, rodeaban la sinagoga, interrumpían —era sábado —la ceremonia religiosa. Echaron a los hombres de la sinagoga y encerraron en ella a las mujeres, sin decirles qué iba a ser de los hombres. Los llevaron al Ayuntamiento y los registraron «en busca de armas». No fue posible saber por qué razón habían de llevar los hombres armas a la ceremonia religiosa del sábado. Como siempre, golpearon a todos y cada uno de ellos con varas de acero y porras de goma, de modo que cuando salieron del Ayuntamiento la mayoría tenía un aspecto lamentable. Un septuagenario, un tal Berg, murió ese mismo día; de un ataque cardiaco, se dijo luego. El alcalde aconsejó a los judíos, la mayoría de ellos muy queridos, que abandonasen Künzlingen enseguida: no podía garantizar su seguridad. Pero pocos pudieron seguir su consejo, la mayoría tuvieron que guardar cama.

Lo ocurrido había conmovido a Bilfinger, y acompañado de su tío, el citado señor von Daffner, había ido a la capital regional, Stuttgart, y se había presentado ante el viceministro de policía. Éste, un tal doctor Dill, llamó enseguida al alcalde de Künzlingen. El alcalde, esquivo, ora aceptaba los acontecimientos, ora los negaba. Los populares habían amenazado con que todo aquel que relatara algo acerca de los malos tratos recibiría una lección. El viceministro, para aclarar los hechos, envió a la comisión criminal de Stuttgart a Künzlingen, bajo la dirección de los comisionados de policía Weizenäcker y Geissler. La comisión constató que el relato de Bilfinger se quedaba muy corto. Pero la investigación tuvo como única consecuencia que uno de los populares pasó cuatro días en arresto y el jefe de estandarte Klein fue castigado con el traslado a otro estandarte fuera de Heilbronn. En el principal periódico de Stuttgart, el relato de los acontecimientos tenía el siguiente tenor: «En las cercanías de Mergentheim, cierto número de vecinos fueron registrados para ver si tenían armas. En el curso del registro se produjeron algunos reprobables malos tratos, por lo que uno de los agentes fue detenido».

Él era jurista, prosiguió Bilfinger, un jurista experto y apasionado, y le reconcomía que actos que infringían de forma tan clara artículos transparentes del Código Penal no fueran a ser castigados. Había estado haciendo averiguaciones en la comarca sita entre Mergentheim, Rothenburg y Crailsheim. No era fácil reunir material auténtico, porque los maltratados estaban terriblemente intimidados, algunos asustados hasta el borde de la locura. Se les había amenazado, así como a sus mujeres e hijos: si decían una sola palabra, sabrían vengarse de ellos. Esa gente impedía avanzar, se negaban, con rostro perturbado, a decir nada. Aun así él había visto heridos, había podido interrogarlos, había hablado con testigos fiables, funcionarios de policía, médicos de los maltratados, había visto fotos. Una cosa estaba clara: en esa comarca habían tenido lugar alteraciones del orden público, pogromos organizados; la paz civil se quebrantaba sin duda alguna.

En el pueblo de Bünzelsee, por ejemplo, trece hombres judíos tuvieron que recorrer las calles en procesión, bajo una lluvia de golpes, el primero de ellos con una bandera en la mano, gritando: «Hemos mentido, hemos engañado, hemos traicionado a nuestra patria». A los hombres se les afeitó la cabeza y la cara, fueron golpeados con varas de acero y porras de goma. En la población de Reidelsheim, los populares golpearon, entre otros judíos, a un maestro al que, con las palabras: «Isidor, ¿dónde está tu lista?», exigían un catálogo de las empresas que los judíos pensaban boicotear, lista que no existía. El maestro fue maltratado de tal modo que un pariente llamado Binswanger, que le visitó al caer la tarde, sufrió un ataque cardiaco al ver sus heridas. El médico cristiano que le atendió, un tal doctor Staupp, pidió al yacente que le eximiera del secreto profesional: no quería seguir viviendo en esta Alemania, sino marcharse y contar lo que había visto.

En Weissach, los nueve judíos de mayor prestigio fueron puestos de cara a la pared ante los muros del Ayuntamiento. Fueron «interrogados». Si, al responder, alguno volvía mecánicamente la cabeza hacia el que preguntaba, era golpeado. Entre los así «interrogados» había dos que habían hecho la guerra en el frente como oficiales, uno de ellos había perdido una mano allí. Muchos miembros de la población cristiana expresaron su dolor e indignación por tales acontecimientos.

En Oberstetten, una anciana judía estaba a punto de morir. Los populares apartaron a sus dos hijos de su lecho de muerte y registraron la casa «en busca de armas». El funcionario policial que asistió al registro declaró que no seguiría contemplando semejante escena. La mujer murió sin tener a sus más próximos con ella; el funcionario perdió su puesto.

Dado que a todas luces las autoridades de Württemberg, siguió contando Bilfinger, no pensaban perseguir los pogromos más allá de los cuatro días de arresto para uno de los mercenarios, él y su tío, el magistrado, habían ido a Berlín a protestar ante las instancias competentes del nuevo Reich. En todas partes se habían limitado a encogerse de hombros: una revolución no era el té de las cinco; y al insistir ellos, las cosas se habían vuelto desagradables. No se veía con gusto que personas privadas se ocuparan de los asuntos de la Justicia. Un jefe de negociado había sido condenado a diez meses de cárcel por confeccionar un listado de aquellos que, según las comunicaciones oficiales, habían muerto en enfrentamientos políticos. Por último, una persona de buena fe les había advertido que debían cruzar la frontera lo antes posible, porque de lo contrario corrían el riesgo de que se les aplicara prisión preventiva. La prisión preventiva era una medida administrativa. Se disponía tanto para proteger a la sociedad de los detenidos como a los detenidos de la sociedad; «para protegerles de la justificada ira del pueblo», se decía en los términos del nuevo poder. Imponer la prisión preventiva dependía tan sólo de la voluntad de los jefes paramilitares y de la policía secreta. No se llamaba a un juez, no se comunicaban los motivos al detenido, no había recurso ni plazos, no se permitía llamar a un abogado. La prisión se cumplía en los campos de concentración. Éstos se consideraban centros correccionales en el sentido del artículo 362 del Código Penal. Los campos de concentración eran territorio de soberanía paramilitar, que no permitía la injerencia de ninguna otra autoridad. La mayoría de los mercenarios se reclutaban entre parados muy jóvenes. Eran ellos los que tenían que educar a los internos: profesores, escritores, jueces, ministros, dirigentes de partidos, «según las condiciones necesarias para el espíritu de la nueva era».

Esto fue lo que contó el doctor Bilfinger, sentado en una loma cubierta de césped, a la orilla del lago de Lugano. Lo contó en secos y funcionariales giros, de manera prolija, no era un buen narrador. Su agradable acento suabo guardaba extraña contradicción con lo narrado. Estaba allí sentado con su gabán gris, tranquilo, sin omitir ningún detalle; su relato duró casi una hora. Gustav escuchaba. Estaba en una postura un tanto incómoda, de forma que las piernas se le estaban durmiendo poco a poco, pero apenas cambió de posición. Al principio parpadeaba a veces de manera nerviosa, pero luego también su mirada quedó inmóvil. No interrumpió a Bilfinger ni una vez. Había oído muchas cosas y cosas peores, pero el estilo jurídicamente objetivo de este joven volvía las imágenes de sangre y suciedad más físicas que todos los demás relatos. Escuchó bien, apasionadamente. Engullía lo que el otro decía, lo acogía por completo en su ser, de forma que no sólo se convirtiera en conocimiento sino en sentimiento, en una parte de sí mismo.

Bilfinger había narrado con lentitud, de manera uniforme, sin pausa. Hasta ahora, decía, sólo había podido hablar de casos concretos. Ésta era la primera vez que lo contaba de forma cohesionada, sin cautelosos giros y circunlocuciones, de manera objetiva, como corresponde a un buen jurista. Gustav tenía que comprenderle, insistía. No eran los crímenes concretos los que tanto le habían irritado, sino el hecho de que quedaran impunes. Era alemán de los pies a la cabeza, era miembro de la hermandad de veteranos del Casco de Acero, pero también era jurista de los pies a la cabeza. Que en un pueblo de sesenta y cinco millones de personas hubiera violentos, pobres de espíritu, era algo comprensible, pero que la «no moral» el «no derecho» del hombre primitivo se anunciara como sentido y norma de la nación y se estableciera en leyes del Reich era algo de lo que se avergonzaba como alemán. Los fríos pogromos contra trabajadores y judíos, el absurdo antropológico y zoológico asentado en la legislación, el sadismo legalizado, eso era lo que le indignaba. Procedía de una antigua familia de juristas, y pensaba que una vida sin Derecho no valía la pena de ser vivida. No podía convivir con el Derecho Alemán que los nuevos dueños del poder habían implantado en lugar del romano, y que se basaba en el principio de que un hombre no era igual a otro, sino que el alemán popular era dueño por nacimiento, superior a todos los demás, y que había que juzgarlo conforme a principios distintos de los aplicados al no popular. Ni con la mejor voluntad podía considerar leyes las disposiciones de la «legislación» popular, porque parte de aquellos que dictaban esas leyes eran criminales conforme a la legislación de todos los pueblos blancos, y otra parte de ellos tenían que estar encerrados en un manicomio, tras el correspondiente dictamen médico. Un hombre, como Goering, que según una sentencia en firme de los tribunales suecos no estaba considerado en plena posesión de sus facultades intelectuales normales y por tanto no podía tener la tutela de su propio hijo tampoco podía tutelar a treinta y ocho millones de prusianos. Alemania había dejado de ser un Estado de derecho. Para él, Bilfinger, estas cosas eran fundamentales. Pensaba que el buen aire alemán estaba, por decirlo toscamente, contaminado y apestado por lo ocurrido, y más aún por el hecho de que lo ocurrido no tuviera consecuencias penales. No podía seguir viviendo en ese país. Había tirado por la borda todas sus expectativas en Alemania y se había ido. Se quedó mirando al frente con sus grandes gafas enmarcadas en oro, con el rostro anguloso lleno de amargura.

—Han roto las varas de medir del mundo civilizado —dijo, en tono encarnizado, con su acento suabo, furioso, impotente.

Gustav guardó silencio. «Han roto las varas de medir del mundo civilizado», seguía resonando en sus oídos, con el acento suabo del joven. «Han roto las varas de medir del mundo civilizado». Veía a un hombre con una regla amarilla midiendo una cosa pequeña. Podía medir quince centímetros de altura, veinte como mucho. El hombre medía y volvía a medir, y entonces rompía la regla y escribía: «2 metros». Luego llegaba otro y escribía: «2,50 metros».

Gustav guardó silencio durante más de un minuto.

—¿Por qué me lo ha contado precisamente a mí? —preguntó al fin; su voz sonó insegura, tuvo que carraspear para aclarársela. Bilfinger le miró con sus estrechos ojos, confuso, avergonzado.

—Hay dos razones —dijo— por las que pensé que era de su incumbencia. En primer lugar, porque entonces firmó aquel manifiesto contra la barbarización de la vida pública, y, en segundo lugar, porque mi amigo Klaus Frischlin dijo de usted en una ocasión que era un «contemplativo». Sé muy bien lo que quería decir con eso; tengo en gran consideración a mi amigo Frischlin.

Se había ruborizado ligeramente, hablaba con vergüenza.

El sol había descendido, hacía frío. Gustav, siempre con voz tomada, dijo:

—Doctor Bilfinger, le agradezco que se haya dirigido a mí —luego, muy deprisa, prosiguió—: Hace frío. Tenemos que volver.

En el camino de regreso, dijo:

—No hablemos ahora, doctor Bilfinger. No tiene sentido hablar de ello.

¿Qué se podía decir ante un relato así, si se amaba a Alemania? ¿Y qué quería decir: amaba? Resonaron en su interior unos viejos versos, no sabía si los había escrito él mismo u otro: «¿Amas tú a Alemania? Pregunta sin sentido: / ¿Puedo amar lo que yo mismo soy?».

Bilfinger dijo:

—He escrito, con datos muy precisos, lo que he visto y lo que otros me han contado. Lo he atestiguado ante notario y lo he reforzado mediante declaraciones juradas. Así lo han hecho, en cuanto pudieron huir al extranjero, los que podían dar fe de ello, como testigos y como víctimas. Si quiere, le enviaré el memorándum. Pero es muy largo y nada agradable de leer.

—Le ruego que me lo envíe —dijo Gustav.

No pudo cenar esa noche, no pudo dormir esa noche, y el plan con el que había coqueteado de comprar o alquilar la casa de Pietra le parecía ahora completamente absurdo.

El joven doctor Bilfinger ha tirado por la borda su ventajosa posición en Alemania, ha abandonado Alemania por el hecho de que algo así pudiera ocurrir y quedar impune. Y Bilfinger es alemán, sólo alemán, igual a aquellos que golpean. Para él, Gustav, es peor. Él es igual a aquellos que golpean e igual a aquellos que son golpeados.

Un hombre es maltratado, le patean los riñones hasta tal punto que se le desprenden, sus huesos quedan al descubierto. Eso es lo que ha leído, lo que le han contado, desde Prusia Oriental, desde Silesia, desde Franconia, desde el Palatinado. Pero han sido palabras muertas. Sólo ahora, tras el relato de este joven suabo, las cosas se han vuelto reales. Ahora las ve, las percibe. Los golpes de los que ha oído hablar abren heridas en su propia piel.

No, no puede quedarse sentado en Pietra, inactivo, en estos tiempos.

Las olas pasan, el sentimiento y el pensamiento de los hombres pasan como las olas. Pero a los hombres les ha sido dado hacer posible lo imposible. No se puede remontar dos veces la misma ola, pero el hombre puede. Dice: «Detente, ola». Retiene lo perecedero en la palabra a la que da forma, en la piedra a la que da forma, en el sonido al que da forma.

Otros engendran hijos para perpetuarse. A él, Gustav, le ha sido dado a veces transmitir a otros la belleza que ha sentido. Es un «contemplativo», ha dicho Frischlin. Ésa es una gran obligación. ¿No tiene el deber de transmitir la ardiente indignación que ha sentido?

El dominio de los populares ha sido implantado con acontecimientos de una atrocidad que Occidente no creía posible desde hacía siglos. Pero ellos han cerrado Alemania herméticamente. Quien dice a los alemanes lo que ocurre en su país, quien se lo susurra tan sólo, es perseguido hasta la tercera generación. En la Kurfürstendamm de Berlín, en la Jungfernstieg de Hamburgo, en la Hohe Strasse de Colonia, no se ha visto ni oído ninguna de esas atrocidades: triunfantes los populares, no existen. ¿No habrá que gritárselas en los sordos oídos a los de la Kurfürstendamm, la Jungfernstieg, la Hohe Strasse, no habrá que ponérselas ante los obtusos ojos, para que sus sentidos despierten de una vez? ¿No será su ira una buena arma para tal fin?

A la mañana del día siguiente, Gustav volvía a estar en su banco al final del paseo del lago, solo. Los acontecimientos son extraños. Si no hubiera firmado aquel —cierto— superfluo manifiesto, no estaría sentado aquí, Bilfinger no le habría hablado, quizá anduviera por ahí como uno de aquellos que recorren la Kurfürstendamm, la Jungfernstieg, la Hohe Strasse, ciegos, sordos, con el corazón y los sentidos cerrados. Así que lo que le ha arrastrado hasta ahí es un azar, y sin embargo ningún azar.

Ningún azar. Frischlin ha dicho que era un «contemplativo». Sabe lo que Frischlin quería decir. «El que actúa siempre carece de conciencia; nadie tiene conciencia salvo el contemplativo». Está orgulloso de que Frischlin le haya llamado contemplativo.

El joven Bilfinger ha «plasmado documentalmente los acontecimientos», va a enviarle el escrito. Gustav tiene miedo físico a ese escrito. Tiene miedo a estar tumbado en su cuarto, al pequeño y ridículo escritorio de su hotel. Abajo, en el dining-room, tocarán música, se bailará en el salón, la gente se sentará en el bar, beberá, coqueteará, y el escrito con el sobrio y terrible relato yacerá en el cajón de su escritorio.

Si al menos Johannes Cohen estuviera allí. Es condenadamente difícil discutir esto con uno mismo. Gustav se figura el rostro moreno, amarillento, enjuto, inteligente, sarcástico, de su amigo. Le daría una paliza si supiera en qué cielos y en qué abismos ha pasado la última noche. Menos mal que viene esta tarde.

Estaba tan ensimismado en sus ensoñaciones que se sobresaltó ligeramente al oír su nombre:

—Hola, Oppermann.

Era Rudolf Weinberg, director de la gran fábrica de artículos higiénicos. El elegante y obeso caballero preguntó si podía sentarse con él. Estaba visiblemente contento de haber encontrado a Oppermann. Normalmente no le gustaba, explicó, caminar más de diez minutos seguidos; pero aquí hay que ir hasta el otro extremo del paseo para librarse de las quejas con las que los muchos refugiados le martillean a uno los oídos. Se había sentado con un gemido.

—Uno puede compadecerse de ellos, pero no sirve de nada que además le amarguen a uno sus pocos días de vacaciones con sus lamentos. Desde luego que las cosas están mal, muy mal. Pero vamos a dejar que los populares se organicen y se arreglarán. Todos mejoran en cuanto están verdaderamente arriba. Y desde el punto de vista económico la historia no va mal. Naturalmente que han pasado cosas terribles. No se puede barrer sin una escoba. Pero, con la mano en el corazón, ¿no son excepciones esos incidentes? ¿No ha mejorado la situación? Cuando voy por Berlín, apenas noto diferencias. Y están poniendo el grito en el cielo. No hacen más que tonterías. No hacen más que excitar a la gente con sus gritos. Si uno abre los periódicos, parece que en Alemania no se puede cruzar la calle sin ser agredido. No creo que eso sea cierto.

El señor Weinberg se sentaba opulento al bello sol y sacudía la cabeza ante la sinrazón del mundo.

—Hum —dijo pensativo Gustav, y las arrugas verticales aparecieron en su frente. ¿De manera que cree que esa gente tiene malas pulgas? Interesante. Realmente interesante. Dígame, Weinberg —prosiguió, con mayor viveza—, usted tiene una sucursal en Münich. ¿Cómo están las cosas allí? ¿Ha estado en Münich en los últimos tiempos?

—Sí —dijo Weinberg—, he venido aquí pasando por Münich.

—¿Y podría tal vez informarme —prosiguió amablemente Gustav— de cómo está el abogado Michel? Le quitaron la chaqueta, le cortaron los pantalones de forma ridícula, de modo que se vieran los calzoncillos, y le colgaron del cuello un cartel: «No volveré a quejarme de los buenos populares». Así lo pasearon por el centro de la ciudad. Parecía bastante vapuleado. He visto fotos. ¿Y sabe usted cómo está el gran rabino de Münich? A él lo llevaron fuera de la ciudad, le golpearon y, finalmente, lo dejaron a una hora de distancia de la ciudad, casi desnudo. Era una noche fría. ¿Y ha oído hablar del abogado Alfred Wolf? Tuvo un enfrentamiento con un colega cristiano, empleó toda clase de material contra ese colega. Ahora, el colega se ha convertido en ministro de Justicia. Luego, el abogado Wolf desapareció en un campo de concentración. ¿Ha oído hablar de los campos de concentración, Weinberg? Porque ahora hay campos de concentración en Alemania, cuarenta y tres hasta la fecha. Debería ver uno algún día, Weinberg. ¿Cuántos kilómetros hay hasta Oranienburg? Unos treinta, creo. Si un día hace una excursión en coche al lago, pare en Oranienburg. Allí podrá ver toda clase de cosas, no necesitará esforzarse mucho. El abogado Wolf fue a parar al campo de concentración de Dachau. Es uno de los peores. «Dios mío, déjame callau / que no vaya a parar a Dachau», rezan en Baviera. Pero el abogado Wolf no se quedó callado, y fue a parar a Dachau. Es rico, y tiene muchos contactos que se pusieron en marcha. Hubo algún tira y afloja. El propio Führer intercedió ante el ministro de Justicia, pero éste insistió: «Ese hombre es mío». Sea como fuere, tres días después un policía se presentó ante la madre del doctor Wolf y le preguntó si su hijo no padecía del corazón. La mujer supuso que su hijo había pretextado una dolencia cardiaca para que lo trataran mejor. «Sí —dijo a toda prisa—, siempre ha tenido un corazón débil». «Por eso fue —respondió el policía. Es que acaba de morir». Entregaron el cadáver en un ataúd sellado, contra la declaración jurada de que no sería abierto. ¿No ha oído nada de eso en Münich, Weinberg?

El fabricante Weinberg se removía incómodo en su banco. Oppermann no hablaba en voz baja, y casi todo el mundo aquí entendía alemán. Ah, cómo había podido olvidarse; Oppermann se había expuesto, justo antes del momento culminante, el muy idiota.

—Claro, claro —le tranquilizó—, han ocurrido cosas terribles. Nadie lo niega. Yo mismo lo he dicho. Pero sólo en los primeros días. Ahora hace mucho que el gobierno ha detenido eso, se lo aseguro. Y todo el movimiento antisemita amainaría si los judíos del extranjero se tranquilizasen. Lo sé. He hablado con personas importantes, gente que se alegraría de poder quitar por entero ese punto de su programa. Pero los del extranjero lo impiden. Siguen instigando, en vez de construir puentes de plata. Le digo, Oppermann, que va en interés de todos nosotros, también en el suyo, desmentir las exageraciones. Ese griterío no hace más que perjudicar a los judíos que se han quedado. Al fin y al cabo, usted mismo querrá volver algún día.

Gustav calló. El señor Weinberg supuso que sus argumentos habían causado impresión y trató de calmarlo por completo:

—Por lo demás, en lo que concierne al abogado Wolf —dijo—, desde luego que el caso es muy lamentable. Pero, entre nosotros, ese hombre era un mal tipo. Me han dicho que uno de los más antipáticos entre nuestros contemporáneos.

—Es posible —dijo Gustav. Sabe, Weinberg, es curioso lo de la simpatía. Es posible que, por ejemplo, tampoco usted le sea del todo simpático a éste o al otro. Pero ¿le parecería adecuado que, por ejemplo, yo le tirase al lago por semejante motivo?

Weinberg se puso en pie.

—Hay que disculparle algunas cosas por su estado de pánico —dijo con dignidad. Pero se lo aseguro seriamente, Oppermann, el que no se expone no corre peligro. Lo crea o no, yo personalmente no he percibido nada de todo ese antisemitismo. Le digo, Oppermann, que usted mismo podrá regresar a Alemania dentro de algún tiempo. Verá que los cobradores del coche cama agradecen su propina exactamente igual que antes, y el guardia de tráfico responderá las dudas de su chófer con la misma amabilidad que hace un año.

—Tiene razón —dijo Gustav—, no se debe ser descontentadizo.

Una vez que el señor Weinberg se hubo marchado, se quedó mirando el alegre paisaje, con las arrugas verticales en la frente. Su parpadeo nervioso había empeorado. Ha entrenado poco en los últimos tiempos. Tenía la gran cabeza inclinada, como si buscase algo. La cháchara del señor Weinberg le había conmovido más hondamente de lo que él mismo reconocía.

Eran muchos los que hacían como el señor Weinberg. Recorrían las anchas calles del oeste de Berlín, vivían en sus grandes casas y no querían ver lo que ocurría en otros barrios, en los sótanos de sus propias casas. Pensaban que había paz y orden en Alemania. Se enfadaban mucho cuando se hablaba de las cien mil personas internadas en campos de concentración y de los cuarenta millones a los que se amenazaba con ellos para que mantuvieran la calma. Callaban, enterraban tan hondo lo que sabían que finalmente ni ellos lo creían. Se unían, todos, actuando y tolerando, para falsear necia y descaradamente la verdad. «Han roto las varas de medir del mundo civilizado», oía con claridad el acento suabo de Bilfinger, y veía al hombre con el centímetro amarillo y le veía escribir: «2,50 metros».

Estaba allí sentado, la cabeza inclinada, sombrío. Rechinando levemente los dientes. Quizá sea inútil, quizá vaya en contra de la razón, pero es preciso hablar. Obligan a sus prisioneros a subirse encima de una caja, hacer flexiones y exclamar:

«Yo, cerdo marxista, he traicionado a mi patria». No se puede vivir y callar y mirar la tosquedad y la frescura con la que falsifican la verdad.

Miraba fijamente al frente, con la mente perdida. En alguna parte, sonó un reloj. Él acogió en su interior el sonido de las horas, mecánicamente primero, luego penetrando hasta su consciencia. Salió de su ensimismamiento. Hace mucho que su hora habitual de comer ha pasado. De repente nota que está hambriento, emprende el camino de regreso. Vuelve por el paseo con paso rápido y rígido. Se burla de sí mismo: ¿Qué es lo que le está pasando? ¿Qué es lo que quiere? ¿A qué se agarra? Es un comerciante berlinés del año 1933, interesado en cuestiones literarias, con un patrimonio suficiente. Por haber puesto una firma, vanidosa e irreflexivamente, al pie de un documento bastante superfluo, ha padecido varias incomodidades. ¿Y por eso quiere entrar a formar parte de los profetas? ¿Qué se les ha perdido a los ricos entre los profetas? Ésa es la interpretación correcta. «Saúl entre los profetas» significa: ¿qué se le ha perdido a ese rico entre los profetas? Pero él es un «contemplativo», ha dicho Frischlin. Bilfinger ha hablado con él porque es un «contemplativo». Al parecer, suponen que eso compromete. Absurdo. Qué romántico, qué anacrónico. Si siente usted el impulso hacia la grandeza, señor doctor Oppermann, entonces haga el favor de acometer su Lessing. También el doctor Frischlin haría mejor en dedicarse más al Lessing que al orden del mundo. Otros están llamados a decir lo que ocurre, a gritarlo, a sacudir al mundo. ¿Cómo se le ocurre a usted, señor doctor Oppermann? ¿Quién se lo ha encargado?

Se fue a comer. Comió bien y con apetito. Junto con el hambre, se esfumaron los arrebatos necios y románticos. Se acostó, se durmió y durmió bien, sin soñar.

Le despertó Bilfinger, que traía los documentos. Enseguida todo volvía a estar allí, y le habría gustado arrojarse sobre los documentos sin perder un instante. Tiene que tenerlos asimilados antes de que llegue Johannes Cohen, para que éste no pueda confundir sus sentimientos.

Bilfinger no cejaba. Bilfinger no se fue, Bilfinger se quedó. El doctor Oppermann le había escuchado una vez, estaba obligado a seguir escuchándole; estas cosas no le afectaban menos que a él. El apasionado jurista Bilfinger seguía allí, mirando a Gustav a través de sus gafas con montura dorada, hablando con frases secas, listas para la imprenta. Desde siempre, los alemanes tendían a sustituir el Derecho escrito por la autoridad de un solo caudillo. Ya en tiempos de los romanos habían considerado que un derecho vinculante para todos iba contra el honor del individuo, y si odiaban a los romanos no era porque quisieran implantar entre ellos el Derecho romano, sino el Derecho mismo. Preferían someterse al juicio de un superior en el que creían que al de unos parágrafos establecidos conforme a la razón. Pero por desgracia, el Führer aprueba el crimen. El Führer ha saludado como compañeros suyos a populares condenados por el brutal asesinato de un trabajador. Una cosa así refuerza al pueblo en la sensación de que lo que importa no es el veredicto, sino únicamente la «inspiración momentánea» del Führer. Esto conduce a acontecimientos como los que él ha visto en Württemberg.

No le había sido fácil, dijo aún, irse de Alemania. No sólo dejaba Alemania atrás, sino también la expectativa de una honrosa carrera, la expectativa de una hermosa finca en la que su familia tenía su casa desde hacía más de cien años, dejaba además una muchacha a la que amaba. Ahora le ha planteado la disyuntiva de venir con él y abandonar esta Alemania hasta que vuelva a ser un Estado de Derecho o liberarle de sus compromisos.

Esto fue lo que Bilfinger expuso a Gustav, preocupado, diligente, suabo y justo.

Mientras Bilfinger hablaba, Gustav miraba los documentos. Ahí estaban, tal como él los había imaginado, grandes, pesados, sobre el delicado escritorio del hotel. Apenas Bilfinger se hubo marchado, se lanzó sobre ellos. Los cogió, los leyó. Sí, emanaba de ellos la misma excitación que ayer del relato de Bilfinger. Otra vez cobraban cuerpo las secas palabras. El sadismo organizado, el refinado sistema de humillaciones, el aplastamiento burocratizado de la dignidad humana, todos los acontecimientos de los que los documentos hablaban con sobriedad funcionaria, se le transformaban en agitadas imágenes. Estaban ahí, estaban en su retina. Eran muchos documentos, los leyó con atención durante un tiempo torturadoramente largo, necesitó dos horas hasta terminar.

Luego, con movimiento pesado y mecánico, abrió el cajón para dejarlos en él. Pero el cajón era pequeño, y ya contenía un paquete de cartas. Lo sacó. Era el paquete de correspondencia que Frischlin le había enviado. Encima estaba la admonitoria tarjeta que él había dictado en su momento, al cumplir los cincuenta años: «Se nos ha encargado trabajar en la obra, pero no nos ha sido dado culminarla».

Golpeó a Gustav como un rayo. Los raíles de la estación de Berna, hilos entre él y Frischlin, desenredándose hasta el infinito, pero nunca rompiéndose. Bilfinger, el mensajero. «¿Quién me lo ha encargado?», se ha preguntado, tranquilamente, hace pocas horas, ha comido y se ha echado a dormir.

Se quedó mirando fijamente la tarjeta. Klaus Frischlin, como acostumbraba, había escrito su nombre a máquina y dejado espacio para la firma de puño y letra. Gustav cogió la pluma y puso su nombre al pie de la tarjeta. La dejó sobre los documentos de Bilfinger y lo colocó todo ordenadamente en el cajón.

Se sentó delante, con los brazos apoyados sobre el cristal del ridículo y pequeño escritorio, parpadeando enérgica y dolorosamente.

Por la noche, fue a la estación a recoger a Johannes. Aún era muy pronto, el tren llevaba retraso. Finalmente, entró en la estación. Gustav buscó el rostro amarillento y vivaz de su amigo, expectante ante el chiste perverso con el que pensaba saludarle. Bajó mucha gente, también conocidos; era de noche, no se veía toda la estación. Gustav buscó mucho tiempo, pero buscó en vano. Sorprendido, profundamente decepcionado, regresó al hotel. Quizá Johannes le había pasado por alto y había ido allí directamente. Pero tampoco lo encontró en el hotel. Johannes no había venido.

Tampoco estaba allí a la mañana siguiente. Gustav telegrafió. Esperó todo el día. Sin respuesta. Al día siguiente vino un telegrama: «Johannes gravemente impedido próximos tiempos. Richard». Gustav se sobresaltó. Richard era el hermano de Johannes. ¿Qué podía impedir gravemente a Johannes?

Otros dos días después, recibió una carta de un desconocido, matasellada en Estrasburgo, en la que por encargo de Richard Cohen se le comunicaba que Johannes había sido detenido el jueves por paramilitares e internado probablemente en el campo de concentración de Herrenstein.

En lo que a él se refería, respondió Gustav a la carta de Friedrich Wilhelm Gutwetter, le rogaba que utilizara libremente su biblioteca, o más bien los restos de su biblioteca. Por desgracia, hasta donde él estaba informado, ahora eran otras instancias las que se consideraban facultadas para otorgar o negar semejante permiso. Si Gutwetter lograba entrar a la Max Reger Strasse, podía examinar con atención qué había en su biblioteca, los huecos y, sobre todo, los ejemplares dañados y rotos. Había en Alemania muchas colecciones de libros en el mismo estado de deterioro, y también los propietarios de las colecciones se encontraban en ese estado cuando no se habían ido a tiempo. Una vez que Gutwetter había descrito en grandes palabras cómo sería el «hombre nuevo», podía hacer el favor de describir también los padecimientos de aquellos hombres viejos que, en extremo inocentes, habían de pagar por el surgimiento del «hombre nuevo».

Gutwetter, al leer esto, movió su tranquila y amable cabeza.

—¿Qué pretende nuestro amigo? —dijo, sorprendido, a Sybil. ¿A qué viene esa irritabilidad? ¿Cómo puede pedirme que describa pequeños acontecimientos privados con frases que sólo están a la altura de los acontecimientos cósmicos? ¿Pide en serio que niegue la vivencia dionisíaca, cuyo altavoz me gustaría ser, porque ha sufrido algunas incomodidades?

Friedrich Wilhelm Gutwetter experimentaba un nuevo impulso. Había recorrido su camino conforme a la ley bajo la cual lo había emprendido. Había celebrado el surgimiento del «hombre nuevo», más natural, que sigue su instinto salvaje y originario, tal como lo había hecho siempre. Nada más. No estaba sorprendido de que la historia hiciera finalmente realidad sus visiones, las visiones del poeta. En cambio, los populares estaban sorprendidos de haber encontrado una voz como la suya. Casi todos los eruditos, casi todos los artistas de importancia habían vuelto la espalda a los populares; qué suerte que de pronto hubiera allí un gran escritor que se pusiera de su parte. Lo que Gutwetter había escrito sin maldad, por sentimiento cósmico, se convertía de pronto en gran poesía política. El gobierno dio instrucciones de que se ensalzara a aquel hombre. Se le ensalzó. Todos los periódicos publicaban sus declaraciones, era estimadísimo por el Führer, se había convertido en alguien conocido de la noche a la mañana. Aun así, lejos de la pequeña ambición, él se mecía en su éxito con sonrisa indulgente. Se dejaba llevar como invitado de honor a las frecuentes grandes fiestas que organizaban los ministros populares; su tranquila cabeza de grandes ojos emergía, imponente, de la vestimenta llamativa y raída; a los fotógrafos les gustaba. Él lo aceptaba, ingenuamente halagado; igual que un adulto gusta de los juegos de los niños, dijo a un conocido.

Trató de arrastrar a Sybil en su tardía y magnífica ascensión. Ella se le pegó de buen grado, a su manera simpática y confianzuda. Mientras había permanecido cercana a Gustav había compartido sus opiniones liberales, los populares le parecían indeciblemente necios y toscos. Eso no excluía que, desde un punto de vista secular, las visiones de Gutwetter se hicieran realidad. Ella no tenía demasiado interés en las cuestiones políticas, no se comprometía. No era una visionaria como Gutwetter; lo que para el poeta era ya forma, para ella seguía entre la niebla. A su ágil, fría e infantil manera, bromeaba sobre las innumerables tonterías grotescas que se les escapaban a los populares, y Friedrich Wilhelm Gutwetter reía de todo corazón con ella.

Sin embargo, poco después la simplicidad grandilocuente de Gutwetter perdió el encanto que al principio había tenido para ella. Empezaba a encontrar insípidas, neblinosas, sus ampulosas frases; su lirismo hímnico empezaba a aburrirle. Ya había aprendido lo que podía aprender de él desde el punto de vista literario. Se le hacía pesada la infantil y repetitiva admiración de su persona. Echaba de menos a Gustav, su liberalidad, su mundanidad. Él elogiaba lo que ella tenía de bueno con discretos modales de conocedor, y la reprendía por lo que le disgustaba con igualmente discreto reproche. Después de la veneración carente de juicio de Gutwetter, necesitaba doblemente esa amistad crítica. Lamentaba haberse preocupado tan poco de las cosas de Gustav, haber mantenido una relación tan poco estrecha con el fiel Frischlin.

Gustav es un hombre complaciente. Ha habido momentos en los que ella estaba tan ocupada consigo misma que le quedaba poco tiempo para él. Jamás se lo ha hecho pagar. Tampoco lo hará ahora. Tras un largo silencio, le telegrafió diciendo que había avanzado en su trabajo lo suficiente como para poder ir.

El telegrama le llegó a Gustav en el momento en que más alejado estaba de ella. Los documentos de Bilfinger estaban en su escritorio, no tenía a nadie con quien poder hablar. Su amigo Johannes Cohen estaba en un campo de concentración en la fortaleza de Herrenstein, en Sajonia. Si cerraba los ojos podía verlo, demacrado, de pie encima de una caja haciendo flexiones, grotesco, con la noble cabeza rapada, tan sólo una cruz gamada de pelo, gritando detrás de cada flexión: «Soy el perro judío Johannes Cohen, que ha traicionado a su patria». Era horripilante. En esa visión, Johannes Cohen parecía una marioneta, un famoso bailarín que Gustav había visto una vez en una pantomima; saltaba, ágil, elástico, graznaba su frase como un papagayo. Gustav no podía evitar reírse, y la risa hacía daño. Ahora, más aún que antes, después de la detención de Johannes Gustav se veía tironeado entre la sobria razón y la pasión del indignado acusador. Fue entonces cuando llegó el telegrama de Sybil, su pequeña y esbelta Sybil. No, no puede tenerla aquí ahora. No podría hablar con ella de todo esto, y no podría hablar de nada más que de esto. Hace poco la necesitaba de manera apremiante, y ella se mantuvo al margen. Ahora no le quedaba más remedio que rechazarla. Lo hizo de un modo suave, lo más cuidadoso posible.

Sin embargo, Sybil no apreció el gesto, no vio más que el rechazo. Torció los labios en un mohín de niña, empezó a llorar igual que una niña. Lloró inconteniblemente, tendida boca abajo, con la almohada empapada. Pero, poco a poco, su decepción se transformó en ira. Gustav estaba proscrito en Alemania, se ponía en riesgo quien afirmaba conocerle, quien trataba con él. Ella iba a cargar con eso, iba a ir a verle, y él, con gesto indiferente y arrogante, rechazaba su amistad. Él nunca se ha esforzado seriamente por compenetrarse con ella. Precisamente porque en lo más hondo de sí misma sabía que había perdido a ese hombre por su propia culpa, estaba indignada con él. No respondió a su carta.

Dejó de sentir aburrimiento cuando Gutwetter le hacía la corte, a su manera silenciosa y anticuada. Pronto no se vio a Gutwetter más que en su compañía.

Cuando el estudiante Berthold Oppermann no apareció en el aula en aquella ocasión para pedir disculpas, el catedrático Vogelsang se puso furioso. Había llamado a los reporteros de la prensa popular, reunido el claustro de profesores y a los estudiantes del centro, preparado un discurso cortante e incendiario, y ahora el joven judío osaba simplemente largarse y privarle de la emocionante celebración. Cuando, al llamar a casa del estudiante, se supo que Berthold Oppermann estaba mortalmente enfermo, Vogelsang no tuvo más que una sonrisa despreciativa. Esas fintas no valían con él. Agresivo, graznando, había declarado que ese insolente no conseguiría sustraerse a la expiación de su crimen mediante una fingida enfermedad. Cuando tres días después la fingida enfermedad terminó con la muerte del estudiante, el penúltimo curso tomó muy mal la declaración de Vogelsang. Al entrar en clase y empezar a hablar, se produjo el sordo zumbido, producido por rostros inmóviles, que en su día había hecho al catedrático Schulte, del instituto Kaiser Friedrich, volverse hacia la pared con los ojos llenos de lágrimas. Vogelsang no se volvió hacia la pared. Sus cicatrices enrojecieron aún más; se prometió que haría morder el polvo para siempre al espíritu de la disgregación.

Pronto le llegó la oportunidad. Porque aquellas lágrimas no habían impedido al catedrático Schulte convertirse en ministro de Educación. Bernd Vogelsang, que tenía buena relación con Schulte desde hacía años, había profundizado en Berlín su amistad con él. Nada se oponía a su traslado al Ministerio.

Pero antes tenía que despejar el campo aquí, en el instituto Königin Luise. Es el primer objetivo que se fijó al pisar Berlín. Un hombre alemán no deja un trabajo a medias.

En primer lugar, está el asunto de Werner Rittersteg. Desde luego el procedimiento contra él ha sido suspendido, es el líder reconocido de sus compañeros. Pedell Mellenthin se cuadra ante él casi tanto tiempo como ante el propio Vogelsang. Pero no hay duda de que los resultados de Rittersteg en lengua y matemáticas son insuficientes; conforme a las normas en vigor, no podría pasar al último curso. Por su parte, Vogelsang consideraba que aquí no había lugar para el detallismo, no se podía someter al héroe Rittersteg al oprobio de no pasar de curso. Había cosas más importantes que el conocimiento muerto, declaró, las lagunas en los conocimientos académicos estaban más que suplidas por el exceso de ética. Pero al decir esto topó con la helada sorpresa del director François. Un alumno que no aprobaba dos asignaturas no podía pasar de curso. Terco, meticuloso, el director se atenía al tenor literal de la disposición.

Bernd Vogelsang no tuvo más que una sonrisa arrogante para esa testarudez. ¿Para qué estaba el poder? Las disposiciones de la época de la decadencia y el oprobio alemán eran, ante la revolución nacional, como una telaraña ante una ametralladora. Al fin y al cabo, eran ellos quienes manejaban las palancas de la maquinaria legal. Un pequeño tirón de la palanca, y archivos enteros de anteriores disposiciones se convertirían en papel mojado. ¿Se quiere atrapar a un joven héroe en la maleza de necios parágrafos, se le quiere dificultar su carrera, su actividad en pro de la Nueva Alemania, porque sus conocimientos escolares no han soportado el azar de un examen? Estaría bueno. Hay que acabar de raíz con tan perverso sabotaje. Vogelsang promovió una disposición del Ministerio de Educación por la que había que facilitar en la medida de lo posible las pruebas, tanto en los institutos como en las universidades, a los examinandos que hubieran prestado especiales servicios a la causa nacional. Altos funcionarios anticuados objetaron que una disposición así tendría como consecuencia que en algunos casos los enfermos pudieran ser atendidos por médicos sin duda fiables desde el punto de vista nacionalista, pero no desde el punto de vista científico. El celo patriótico de Vogelsang despejó sin esfuerzo tales reparos.

Una vez dictada la disposición, volvió a presentarse ante François. Había una segunda cosa que liquidar: su enfrentamiento personal con el director. Ganaría este asalto tan victoriosamente como el primero. Cuando estaba en Tilsit, sólo podía imaginar el triunfo mostrándose férreo, ante el vencido, con el pie encima de su nuca. En Berlín ha aprendido otra modalidad de triunfo, una más silenciosa, más elegante. Ahora está sentado en el gran despacho de la dirección para saborear el triunfo, relajado con una pierna sobre la otra, los brazos cruzados, sin el sable invisible. Una sonrisa complaciente anida bajo su bigotillo trigueño, y en verdad vuelve a llevar el cuello dos milímetros más bajo.

—Me interesa, señor director —empieza, con la voz rechinante lo más alegre posible—, aclarar una cuestión más antes de dejar este centro. En su momento, no pudimos ponernos de acuerdo sobre si el estudio del libro Mi lucha era adecuado en centros como éste. ¿Se acuerda, señor director?

François asiente. Mira a Vogelsang con sus ojos azules, serio, ni hostil ni enfadado. Vogelsang está a punto de saborear su última, su mejor victoria. Porque en lo más hondo de su pecho sigue llevando clavado el aguijón de no haber encontrado entonces la respuesta adecuada al escarnio hecho con el venerado libro. Con aquella anécdota del emperador Segismundo, que estaba por encima de los gramáticos, ese hombre le hizo entonces un desaire. Ahora, tardía pero certera, Vogelsang conoce la respuesta.

—Permítame, prosigue con elegancia, responder a aquella anécdota del concilio de Constanza que entonces me relató, comparando irónicamente al Führer con el emperador, con otra anécdota de la historia eclesiástica. En el sínodo de Chipre —hablaba con lentitud, marcando los puntos y las íes—, un obispo alegó las palabras del salvador ante el inválido: «Levántate y anda». Pero la palabra griega krabbaton le pareció demasiado vulgar a este príncipe de la Iglesia, erudito, ávido de sutilezas estilísticas, y la sustituyó por la más literaria skimpous. Entonces el santo sínodo se puso en pie de un salto y le gritó: «¿Acaso eres mejor que el que dijo krabbaton, que te avergüenzas de emplear sus palabras?».

François había escuchado atentamente. Era un hombre muy justo. No era una mala respuesta, una respuesta llamativamente buena para un popular. Se quedó allí sentado, reflexionó, y guardó silencio.

Vogelsang malinterpretó el silencio. Había aplastado al otro. Viéndolo allí sentado, pequeño, vencido por el enemigo incluso en su arma más importante, la palabra, el bienhumorado catedrático sintió incluso lástima de él. Un hombre nacionalista, cuando tiene la rodilla sobre el pecho del adversario, es generoso. Ahora te vas a enterar, muchacho. Va a dejar a ese hombre, por qué no, otros dos meses en el cargo, bajo estricto control naturalmente, de modo que no pueda seguir envenenando los corazones de la juventud. Desde luego, antes tendrá que hacer penitencia. Bernd Vogelsang quiere ver su contrición. Sin eso no lo va a dejar ir. Ese hombre debe reconocer su derrota, expressis verbis.

—Usted sabe —dice— que voy a hacerme cargo de la Sección de Personal del Ministerio de Educación. Le conozco mejor que la mayoría de sus colegas, pero para la decisión que pronto tendré que tomar sólo me importa una cosa: ¿cuál es su actual opinión respecto a nuestra discrepancia? ¿Da usted la razón al San Espiridón de mi anécdota? ¿Insiste en su principio de que la ética de un libro no puede llegar hasta sus alumnos si su estilo no está a su altura?

La verdad es que François no consideraba indecente la actitud de Bernd Vogelsang. Le está ofreciendo otros pocos meses de plazo, quizá incluso más. Es una tentación. Pero sabe que no se darán por satisfechos con ese único sacrificio. Le exigirán cada vez más. Tendrá que decidir una y otra vez entre cometer una nueva indecencia o ir a parar a la pobreza. Y en algún momento no podrá contenerse, y lo echarán. Su destino está decidido. Tendrá que ir a parar a la pobreza, al proletariado, sus hijos tendrán que llevar una vida dura y sombría, él una ancianidad dura y sombría. Ahora este hombre le ofrece un pequeño plazo, a cambio de una única y pequeña concesión. Ha hecho algunas concesiones, la última en el caso del alumno Oppermann. No hará más. Aún está a este lado de la frontera, aún está en sus manos decidir cómo dará el paso, si erguido o a trompicones. Una vez al otro lado, es probable que también degenere interiormente; es lo bastante viejo como para saber que el que nada tiene tampoco tiene expectativas de mantenerse honesto. Así que al menos dará erguido el paso al otro lado.

—Es muy amable de su parte, querido colega —dice—, que por así decirlo deje a mi criterio si puedo seguir aquí sentado durante algún tiempo —se levanta; involuntariamente, es como una fuga, se coloca detrás del busto de Voltaire. Sin duda, la tranquilidad y seguridad de este espacio —prosigue— merecen el pequeño sacrificium intellectus que me exige. Pero fíjese, querido colega —habla con redoblada cortesía, una ínfima sonrisa sobre la perilla—, no soy lo bastante flexible, tengo quizá demasiado poca «astucia nórdica» como para hacer ese pequeño sacrificio intelectual. Lo siento, pero tengo que insistir en que estamos aquí para enseñar a los jóvenes un alemán decente. Hay tanta ética en un alemán decente que podríamos renunciar a la ética de su Führer. Porque, sea ese escritor canciller o no, es un tormento leer su libro. El estudio de ese libro echará a perder el alemán de la juventud.

Ahí estaba, otra vez, la frase que había hecho callar a Bernd Vogelsang. Ese hombre está acabado, va a ser destituido: pero no se calla. En el fondo, a Vogelsang le impone semejante actitud. Ahí se ve que incluso una familia güelfa se aclimata cuando ha vivido ciento cincuenta años entre alemanes.

—Lamento sinceramente —terminó, chillón, reservado, pero no enfadado, su última visita a esa estancia— que persista en la doctrina equivocada. En estas circunstancias, difícilmente me será posible acogerle en la Nueva Alemania. Pero, si mis convicciones lo permiten, trataré de hacer que su despedida sea honrosa y fácil —y ésa era su firme voluntad.

Naturalmente, François no dijo nada a Nubecilla Negra sobre la oferta de Vogelsang y su respuesta. Por lo demás, los días de cambio fueron más agradables para él de lo que había pensado. Porque Nubecilla Negra, que había llegado a la convicción de que el destino de su marido estaba definitivamente sellado, cambió de actitud. Desde luego, habría sido más inteligente que se hubiera adaptado a los tiempos; pero ella había sabido desde siempre que, con todo su aparente desaliño, era un hombre duro en su interior; precisamente por esa dureza se había casado con él. Naturalmente, había que intentar armonizarle con los tiempos. Pero si eso fallaba, si de pronto, como ahora, había decisiones ya tomadas, no tenía sentido seguir atormentando a su marido. Así que se volvió dulce. Trataba de consolarle. Decía que ahora podría terminar en paz su manuscrito La influencia del hexámetro antiguo en el estilo de Klopstock, que era para lo que él valía. Entretanto, ella se esforzaría en encontrarle un puesto en algún colegio privado o en el extranjero. Sería duro. Pero tenían tres años, en tales circunstancias era lo que podían aguantar con el capital de que disponían, y quizá le dieran una pensión, y en cualquier caso se las arreglarían.

El consuelo hizo bien a François. Siempre había sabido que Sócrates tuvo que tener sus motivos para casarse con Xantipe.

Jacques Lavendel comunicó al magnate de la economía Friedrich Pfanz que pensaba abandonar Alemania y liquidar sus negocios allí. Friedrich Pfanz era uno de los hombres que sostenían los hilos que hacían bailar a los dirigentes populares, y Jacques Lavendel era uno de sus socios de confianza. Como americano, Jacques Lavendel habría podido permanecer sin riesgo en Alemania. No quería.

—Soy justo, Pfanz —dijo. Sé que es sólo una parte de ustedes la que ha hecho estas canalladas. En el fondo es un pueblo decente, lo admito. Durante catorce años, ha tenido que soportar la más abominable propaganda antisemita… usted sabe cómo se ha hecho, en parte es culpable de ella… y en realidad es un milagro que después de todo esto no hayan ocurrido más cosas. Well. Pero en este momento el aire entre ustedes está demasiado viciado para mí. Soy un capitalista. Entiendo sus motivos. Sé que nada podía sanear su descompuesta economía salvo llamar en su ayuda a esa chusma piojosa. Pero fíjese, soy capitalista y soy judío. Si usted me dice: vamos a matar a los judíos, pero sólo nos referimos a los sindicalistas, eso no hará que mis judíos resuciten.

A Pfanz le habría gustado conservar a Lavendel en el país. Le dijo que todo esto era un período de interinidad, que pronto volverían a someter a esa chusma, que el ejército estaba listo para aplastar a los mercenarios, que los oficiales volverían a gobernar en vez de los sargentos, que él mismo estaba decidido a entrar en el gobierno. Y propuso a Lavendel incluirlo en la gran operación de reaseguro para la cual él iba a cargar con el incómodo puesto de ministro.

Pero Jacques Lavendel no se echó atrás.

—Le creo, Pfanz, dijo con su voz ronca, cuando dice que el famoso Führer empezará a sentir el tirón de las riendas cuando usted entre en el gobierno. Pero mire, ya no soy joven, ya no soy codicioso, ya no soy curioso. Me basta con ver sus acciones en el noticiero de algún cine extranjero, mientras aquí hacen la gran colada. Prefiero formar en espíritu en sus filas. Así que, que le vaya bien, Pfanz, ya nos veremos cuando se haya arruinado.

Previendo esta evolución, ya había preparado con mucha antelación la liquidación de sus negocios. La estructura de los mismos era opaca. Controlaba una serie de grandes sociedades inmobiliarias, y resultó que esas sociedades eran en realidad insolventes. Necesitaban grandes subvenciones oficiales, o los bancos hipotecarios perderían su dinero. Como también muchos bancos hipotecarios estaban subvencionados por el Reich o por los Länder, la retirada de Jacques Lavendel de sus negocios en Alemania representaba un sensible daño para el Reich. Jacques Lavendel tomó nota de ello moviendo la cabeza, con una sonrisita apenas perceptible.

Era verdad que no era un hombre codicioso. Él y Klara habían decidido tomarse unos años de vacaciones. Primero se retirarían a su hermosa propiedad de Lugano. Habían invitado a los tres hermanos Oppermann a ir allí después de Pascua. También Heinrich estaría para esas fechas. Jacques Lavendel había dejado a la elección de su hijo terminar sus estudios en Europa o en América. Heinrich prefería seguir en un país germano-parlante: terminaría sus estudios en Zurich o en Berna. Eso alegraba a Jacques Lavendel. Tenía su punto de aprecio por Alemania.

Antes de abandonar el país, Heinrich aún tenía que resolver cierto asunto. Su denuncia ante la fiscalía había provocado que en la vivienda de los Lavendel apareciera un policía de la Brigada de Investigación Criminal y le interrogara de forma tosca e incompleta. Su testimonio no había tenido otras consecuencias ni para Werner Rittersteg ni para él mismo. Werner ni siquiera parecía haberse enterado. Heinrich no podía dar el asunto por terminado en ese estadio. Cada vez crecía más en él la idea de que Werner Rittersteg, con sus Jóvenes Águilas y su perversa propuesta en el club de fútbol, había enterrado a Berthold. Mientras pensaba, esforzada e inútilmente, en cómo resolver la cuestión, el propio Werner vino en su ayuda.

La muerte de Berthold no había dejado impávido al Larguirucho pero, con lógica primitiva, se decía que ahora que Heinrich había perdido a su mejor amigo, quizá fuera más accesible a sus cortejos. Su padre había cumplido su promesa y había puesto un motor fueraborda en su bote de remos, guardado en un cobertizo en el lago de Teupitz. De pasada, como si nada hubiera ocurrido, Werner invitó a Heinrich a ir con él algún día al lago y probar el motor. Y, mira por donde —a Werner Rittersteg se le paró el corazón por la alegre sorpresa—, tras una brevísima reflexión, Heinrich aceptó. Sí, se ofreció a llevar él mismo a Werner a Teupitz.

Así que cogió en secreto el coche de su padre, y los dos muchachos fueron a Teupitz. Heinrich conducía bien y con seguridad. Subieron al bote y surcaron el tranquilo lago. Werner estaba confuso, encogido, pero el interés técnico de Heinrich por el bote le ayudó a superarlo. En general, Heinrich se mostró monosilábico, pero no enfadado. Se sentaron en el gran restaurante, ahora casi desierto, bebieron una mezcla de cerveza y zumo de frambuesa, comieron salchichas. Anocheció antes de que emprendieran el viaje de regreso.

Werner iba en el coche con sentimientos encontrados. Habían charlado como compañeros, pero eso era todo; la cosa no había llegado tan lejos como él había esperado. Incluso ahora daba la impresión de que Heinrich se arrepentía de haber ido con él. En cualquier caso, estaba extremadamente silencioso.

—¿Adónde vas? —preguntó Werner, con renovada esperanza, cuando Heinrich salió de la carretera principal.

—Este camino es más bonito —dijo Heinrich—, y sólo es un poquito más largo.

Ya era de noche, los faros arrancaban a la oscuridad un trozo de bosque, había una luna pequeña y muy tenue. Heinrich conducía muy despacio, la angustia de Werner aumentaba.

—Podríamos parar y dar una vuelta —dijo, con voz ahogada.

—Muy bien —dijo Heinrich; paró y apagó los faros.

Entraron en el bosque. El suelo era húmedo y desigual, hacía bastante frío y estaba muy oscuro. Había un agradable y fuerte olor a tierra y pinos. Reinaba un completo silencio, sus pasos no hacían ruido en el suelo húmedo y blando; sólo de vez en cuando, alguna rama, al pisarla, crujía bajo sus pies. Soplaba un viento muy leve.

Werner, en la oscuridad, tropezó varias veces. De pronto, Heinrich le agarró. Primero, Werner pensó que quería evitar que se cayera, pero Heinrich le puso la zancadilla y lo derribó en tierra.

—¿Qué haces? ¿Estás loco? —gritó Werner.

Heinrich no respondió, le cogió por la nuca y le hundió la cabeza en el húmedo suelo, hasta que le faltó el aliento.

—Le metiste un cuchillo en las tripas a Karper, cerdo. Acabaste con Berthold. Ahora vas a ver cómo se acaba con alguien.

Hablaba bajo, jadeante, enérgico. Apretaba cada vez más en el suelo el rostro del otro.

—Sí, muchacho, te voy a liquidar —le dijo. Dirán que reventaste por tu causa nacional. Nadie pensará en mí. Dirán que la comuna te ha liquidado. Quizá sea un consuelo para ti. Pero un muerto es un muerto, y los discursos de Vogelsang te van a servir de poco.

Apretó con más fuerza. El otro pataleaba, no podía liberar los brazos, no podía respirar.

De pronto, Heinrich le soltó, saltó de su espalda.

—Levántate —ordenó. Pero el Larguirucho siguió tendido y no se movió. Levántate —ordenó Heinrich por segunda vez, y lo levantó. Calzonazos —dijo.

Werner estaba ahí, mísero, balbuciente, con el rostro arañado por las ramas caídas, ensangrentado, con un grueso verdugón cruzándole la frente, la ropa llena de tierra húmeda.

—Lávate y ven —ordenó Heinrich.

Él mismo, detrás de su rudeza, se sentía desvalido, miserable. Había querido resolver su asunto; había fracasado.

—Ven —ordenó al Larguirucho. Él mismo le ayudó a limpiarse un poco. Le sostuvo, le ayudó a regresar al coche.

Volvieron a casa, en silencio. Cuando llegaron a la carretera, Heinrich le hizo bajar.

El señor Markus Wolfsohn está sentado en su negro sillón orejero del piso de la Friedrich Karl Strasse. La cena ha sido escasa, pan, mantequilla, un dudoso paté. La señora Wolfsohn ahorra ahora hasta el último céntimo, controla al máximo la caja.

Esta noche, vuelve a darle su opinión al señor Wolfsohn. Ahora lo hace a menudo. Muy claro, pero no alto. No es preciso que la oigan en casa de los Zarnke. El señor Wolfsohn la entiende aunque hable bajo; ya le ha dicho mil veces lo mismo. Hay que irse, hay que largarse, mejor hoy que mañana. Las mujeres aquí en la casa, aunque casi todos los maridos llevan la esvástica, siguen hablando con ella, pero sólo en secreto; si viene alguien, se interrumpen. La señora Hoppegart dice que las cosas aún van a empeorar. Todos le aconsejan que se vaya. Pero ¿cómo? ¿Y adónde? En el banco hay dos mil seiscientos setenta y cuatro marcos. Si le hubieran hecho caso y ahorrado más, si el señor Wolfsohn no siempre hubiera gastado tanto en muebles, ahora tendrían cuatro o cinco mil. El sillón orejero, por ejemplo. Era una ocasión, una ganga, cierto. Pero el que carece de dinero tiene que pasar de largo incluso ante las gangas.

El señor Wolfsohn la deja hablar. Cuando las cosas van mal, las mujeres protestan y «siempre lo han sabido», es una vieja historia. Sólo que no debería exagerar de ese modo. Cuatro o cinco mil marcos. Jamás habrían podido arañar tal cantidad. El único lujo que se ha permitido en su vida fue la fachada nueva. Pero entonces las cosas tenían mejor aspecto. Entonces a uno sólo lo tiraban del metro en marcha, no del país.

El señor Wolfsohn hace un tímido intento de ser optimista. Ha sido despedido de Alemana de Fábricas del Mueble, pero ¿no está de momento bajo la protección del señor Oppermann? Sólo que ahí se agota todo aquello que podría sustentar el optimismo del señor Wolfsohn. Desde aquí, todo se vuelve negro. Los comités de empresa populares acosan, el embalador Hinkel exige que le pongan en la calle. El señor Oppermann se ha dejado pelos en la gatera a causa de eso. El señor Oppermann se ha comportado de un modo muy decente, pero ¿cuánto tiempo podrá resistir?

E incluso si pudiera, ya no da alegría vivir. Si hay que seguir viviendo de este modo hasta el final, mejor abrir ahora la llave del gas. Sólo es cuestión de tiempo que le echen de Los Arenques Feos; le tienen aprecio, pero no tienen más remedio que hacerlo. Y su contrato de arrendamiento tampoco va a ser renovado. Está sentado en un derribo, la casa tiembla, por así decirlo, bajo sus pies. Seguro que hallarán los medios y las vías para meter aquí al señor Zilchow, el cuñado del señor Zarnke, antes de que termine el plazo.

En realidad los Zarnke se han vuelto mucho más ruidosos aquí, en el bloque. El Zarnke original ya no se toma la molestia de proferir amenazas. Cuando ve al señor Wolfsohn, se limita a extender el brazo y gritar: «Heil Hitler». Y el señor Wolfsohn tiene que responder «Heil Hitler». «¿Decía usted algo?», se permite a veces la broma de preguntar el señor Zarnke, y el señor Wolfsohn tiene que repetir «Heil Hitler».

Lo que se oye decir a los compañeros de trabajo, a los pocos judíos conocidos, es escalofriante. El señor Wolfsohn no quiere oírlo. Si se repite una cosa así, si se oye tan sólo, uno se encuentra, visto y no visto, en un campo de concentración.

También Marie trae a casa semejantes historias, historias horribles, los conocidos judeo-orientales de su hermano Moritz Ehrenreich se las susurran. Pero el señor Wolfsohn se niega, se rebela, cierra la boca a Marie, no lo tolera bajo ninguna circunstancia; son esos cuentos de terror los que lo llevan a uno a la cárcel.

¿Son cuentos de terror? El señor Wolfsohn se lo dice con énfasis, quiere que lo sean. Pero en una ocasión, por la noche, regresando de un inventario, vio un coche parado ante una casa del centro, uno de esos coches muy grandes en los que los populares suelen pasar a toda prisa. Tenía los faros encendidos, de manera que la calle estaba bajo una luz estridente. El señor Wolfsohn iba a dar un rodeo, pero pensó que eso llamaría la atención, así que siguió su camino por la otra acera, pasó de largo ante el gigantesco coche que, vigilado tan sólo por dos hombres, parecía muy desagradable y belicoso, con sus poderosos faros. Al parecer estaban registrando una casa, haciendo una redada o algo por el estilo. Justo cuando pasaba el señor Wolfsohn estaban sacando a alguien. El señor Wolfsohn no quería mirar, era mejor no preocuparse de nada, pero aun así no pudo evitar echar una ojeada, lleno de temerosa curiosidad. Vio a un hombre vestido con un traje marrón, parecido al que él tenía; uno le sujetaba por el cuello, otro por el brazo derecho, otro por el izquierdo; el hombre tenía la cabeza baja, parecía muy magullado. Por una mínima fracción de segundo el señor Wolfsohn vio su rostro, estaba amarillo, pálido, una gigantesca mancha morada le corría sobre un ojo.

El señor Wolfsohn no le había contado nada a Marie, pero no conseguía quitarse de la cabeza el rostro amarillo, pálido, agotado, del hombre. Desde entonces, al volver a casa, siempre que doblaba hacia la Friedrich Karl Strasse miraba temeroso si no había uno de esos grandes coches allí parado. Noche tras noche, tenía miedo a que de pronto los poderosos faros del coche cayeran sobre su ventana, aunque era algo imposible: su casa estaba demasiado alta. Se imaginaba que llamaban a la puerta en medio de la noche, y antes de que tuvieran tiempo de abrir ya estaban dentro, y le habían dado con la porra en el ojo, y uno tenía una mancha, grande como la mancha de encima del cuadro, y el rostro amarillo y pálido como el de aquel hombre.

Durmió mal durante esas noches; a Marie no le había contado una palabra de su experiencia; tanto más le afectó cuando, una noche en que yacía insomne, de pronto ella se le acercó y dijo:

—Tengo tanto miedo, Markus; miedo a que vengan hoy.

Él quiso responder algo enérgico, como que qué tontería era ésa, pero no pudo. Sólo había dicho lo que él mismo pensaba. Ya no pudo dormirse, y se dio cuenta de que tampoco ella dormía. Su miedo aumentó. Se dijo que todo eran bobadas, él no había hecho nada. En la ciudad de Berlín viven cuatro millones doscientas mil personas, ha hecho tanto y tan poco como todos ellos, ¿por qué va a tener miedo precisamente él? Pero no sirvió de nada. Pensaba en el embalador Hinkel, pensaba en el señor Zarnke, y tenía miedo, cada vez más miedo, sudaba, le dolía el estómago, deseaba que ya fuera mañana. Luego, le acometía una rabia terrible por tener que aguantar ese miedo. ¿Por qué él? ¿Por qué no el señor Zarnke? En cualquier caso, no aguantará otra noche como ésta. Lo dejará todo. Es absurdo vivir de ese modo. Simplemente se irá, al otro lado de la frontera, a alguna parte. En cualquier sitio mejor que así. Si al menos fuera ya mañana…

Igual que Markus Wolfsohn y su esposa yacían muchos en Berlín y en las ciudades del Reich. No habían hecho nada, pero existía un embalador Hinkel o un señor Zarnke, y temían que les echara encima a sus mercenarios. Sus antepasados habían vivido aquí desde hacía siglos, en la mayoría de los casos más tiempo que los de los mercenarios, y les costaba trabajo imaginar la vida en otra parte. Aun así, todos habrían abandonado a gusto este país, su patria, ¡oh, cuán a gusto! Pero ¿cómo iban a vivir en otra parte? Si tenían empresas, se les obligaba a entregarlas a cambio de nada. Si tenían dinero, no se les dejaba llevarlo consigo, y los otros países no les permitían entrar sin él. Había algunos, como el señor Weinberg, que se quedaban en Alemania porque no podían imaginar cómo salir adelante con menos dinero que hasta ahora; preferían vivir constantemente en el miedo y el riesgo y quedarse junto a su dinero.

En lo concerniente al señor Wolfsohn, por la mañana se sentía agotado. Pero cuando se duchaba y se iba a la tienda, dejaba de pensar en irse de Alemania. ¿Adónde iba a ir él? ¿A Palestina? Sin dinero no le dejan entrar a uno. ¿Y qué iba a hacer allí? ¿Establecerse como colono? ¿Cosechar olivas? ¿Pisar uvas? No se imagina cómo se hace. Se pisan las uvas, y luego se fermentan. En cualquier caso no es un trabajo agradable. Y con dos mil seiscientos setenta y cuatro marcos tampoco hay mucho que fermentar. Entre liquidar aquí y salir, historias de pasaportes, dinero para el viaje, quedarán como mucho dos mil. ¿Y a Francia? Aunque tiene una buena pronunciación en francés, se le ha olvidado mucho, y aunque pueda decir Bonjour, Monsieur, seguro que eso no basta para vender muebles en París.

Por lo demás, la noche siguiente fue mejor, y dos noches después dormía bien y profundamente. Pero entonces se dio cuenta de que el señor Hinkel le miraba de reojo de una forma extraña; la noche siguiente había vuelto el miedo, y la siguiente fue espantosa.

A la tercera noche, Markus Wolfsohn y su esposa se habían acostado pronto y se habían dormido; vinieron de verdad. Markus se levantó balbuciente y enjuto, con su arrugado pijama.

Marie procedió con prudencia, preguntó a esa gente qué podía llevarse Markus. De pasada, le increpó en voz baja y enérgica:

—Siempre he dicho que teníamos que habernos ido.

Él estaba completamente confuso. Ella le hizo ponerse su mejor traje, porque era el más cálido, le preparó unas cuantas cosas. Los niños se movían trastornados a su alrededor. Los policías dijeron que se los llevaran a la cama a dormir. Eran corteses, casi amistosos, no acosaban, eran verdaderos policías, no mercenarios. Cuando la señora Wolfsohn empezó finalmente a llorar, dijeron:

—No tenga miedo, señora. Pronto volverá a tener a su esposo.

La señora Wolfsohn puso de su parte para hacer realidad el consuelo. Corrió enseguida a la Gertraudtenstrasse. Allí la atendieron con amabilidad, podía estar segura de que harían lo que pudieran. Corrió a las oficinas de la comunidad judía. También allí le prometieron ayuda. Volvió corriendo a la tienda. El propio Martin la recibió, le dijo que había contratado abogados populares, los más adecuados en este caso. En cuanto supieran de qué acusaban al señor Wolfsohn, se lo dirían. La señora Wolfsohn regresó por la tarde, a la mañana siguiente, a la tarde siguiente. El señor Oppermann es paciente, el señor Brieger es paciente, también el señor Hintze.

Al tercer día pueden decirle algo. Algo fantástico: el señor Wolfsohn ha participado en el incendio del Reichstag. Marie Wolfsohn estaba preparada para cualquier cosa. Quizá hayan encerrado a su Markus por haber descontado tres marcos al sastre en el último traje que le han hecho. Quizá uno de Los Arenques Feos ha declarado que Markus ha hecho trampas al skat. Hoy en día, cualquiera que le guarde rencor a un judío puede hacerlo encerrar. Pero que acusaran a Markus Wolfsohn, a su Markus, de haber prendido fuego al Reichstag la derrumbó. Todo el mundo sabe que el señor presidente del gobierno regional de Prusia ha causado el incendio. ¿Se han vuelto completamente locos para pretender cargar ese crimen a su Markus, de la Friedrich Karl Strasse? Eso no se lo cree ni el más joven de las Juventudes Hitlerianas. Sin control, se puso a gritar en el despacho principal de la Gertraudtenstrasse. Sorprendidos, Martin Oppermann y el señor Brieger trataron de calmarla. Le explicaron que el enorme absurdo de la acusación era un cierto consuelo, porque también las autoridades tendrían que darse cuenta de que tal acusación no podía enredar precisamente al vendedor Markus Wolfsohn ni en plena embriaguez de diversiones populares nacionalistas.

Entretanto, Markus Wolfsohn estaba en su celda. La celda era luminosa y estaba vacía, pero precisamente su desconsolada y vacía luminosidad la volvía doblemente espantosa. No tenía ni idea de por qué estaba allí, y ellos no se lo decían. Pasar tres días enteramente mudo y completamente solo en ese diminuto espacio, siempre con luz, porque también durante la noche la lámpara del pasillo arrojaba su luz cegadora sobre el cuarto, era el peor martirio que se podía haber ideado para el sociable y locuaz señor Wolfsohn. Una y otra vez, pensaba en qué podía haber hecho. No encontraba nada. Cuando se hablaba de política, siempre había estado mudo como un pez. Si pasaban mercenarios, él levantaba diligente el brazo al modo romano lo mejor que podía y gritaba «Heil Hitler». No tenía oído musical, tardó mucho en distinguir la canción de Horst Wessel de entre los muchos cantos marineros y portuarios parecidos; así que, por prudencia, en cuanto escuchaba alguna de esas melodías se ponía en pie de un salto y adoptaba la posición de firmes. Por el amor de Dios, ¿de qué le acusaban?

No se lo dijeron. Le dejaron solo, mudo, durante tres veces veinticuatro horas. Una inmensa y gris desesperanza le invadió por completo. Incluso si volvían a dejarlo salir alguna vez, estaba perdido para siempre. ¿Quién iba a emplear hoy a un vendedor judío que había sido encerrado por los populares? Pobre Marie, pensó. Qué bueno habría sido para ella seguir siendo Mirjam Ehrenreich en vez de convertirse en Marie Wolfsohn. Ahora estaría probablemente con su hermano Moritz, asistiría a actos deportivos, tendría de qué vivir, y al fondo habría palmeras y camellos. De este modo, está casada con un traidor a la patria y tiene hijos de un lobo rabioso. Si al menos no se hubiera restaurado la fachada. Ahora habría en el banco cincuenta marcos más. Es una suerte que no se lo haya pagado todo al arenque feo Schulze. Es decir, claro, quizá ha sido él el que le ha denunciado a cuenta del resto, ya se lo ha advertido por dos veces. De pronto, la voz un tanto achispada de August vuelve a resonar en sus oídos: «Tendrás suerte si al llegar el verano todavía te llevamos con nosotros». Es una maldad. Es el que más ha aportado a la caja, y ahora, en la excursión del día de la Ascensión, los otros se van de sabbat con su dinero.

Mientras los pensamientos del señor Wolfsohn giran en torno a tales cosas, todo va bien. Pero hay horas en las que no siente nada más que miedo, un miedo espantoso, aniquilador. Probablemente van a hacerle cosas horribles. Si se tratara de una pequeñez, hace mucho que lo habrían llevado ante un juez. Se acuerda de ciertos discursos del Führer en la radio: la ejecución de la pena era demasiado suave, había que volver a introducir los buenos y viejos métodos, colgar en público a los delincuentes, cortarles la cabeza con un hacha. Se imagina cómo lo llevan al patíbulo en un carro. El hombre del hacha probablemente llevará un frac. Él, Markus Wolfsohn, no llegará vivo hasta allí. Antes habrá muerto diez veces de miedo.

Canta en voz baja para darse valor. En cuanto el gran silencio desaparece, todo va mejor. Moaus zur jeschuosi canta, «amparo y roca de mi salvación». Canta sin musicalidad, pero le gusta. Es consolador oír una voz, aunque sólo sea la propia. Canta más alto. Entonces alguien entra dando voces.

—Cierra el pico, perro judío —le gritan, y la celda vuelve a estar vacía, luminosa, muda.

Es el tercer día que está allí. No se ha afeitado, está sucio, sudoroso, su bigotillo está descuidado. A pesar de la nueva fachada, ya no tiene en absoluto un aspecto elegante. Está sentado allí, obtuso, hace mucho que sus ágiles ojos han visto todo lo que se puede ver en la celda.

En ese tercer día, de repente, se apodera de él una desmedida furia. Se levanta, se queda erguido en la diminuta estancia, con un pie adelantado. El fiscal ha hablado, ha expuesto que el acusado Markus Wolfsohn es un lobo rabioso, es culpable de que se perdiera la guerra, y de que haya venido la inflación, y de que todo el pueblo alemán esté en quiebra, y pide contra él la pena de muerte por decapitación. Pero ahora tiene la palabra él, Markus Wolfsohn, y como está perdido les da a los jueces su opinión:

—Es una infame mentira, señores —dice. Soy un buen ciudadano y buen contribuyente. No he buscado otra cosa que mi tranquilidad. Por la mañana mis clientes, por la tarde un poquito de skat, la radio y mi casa, por la que pago mi alquiler puntualmente el día uno de cada mes. Vender muebles no es una acción hostil hacia el Estado. No soy culpable, Alto Tribunal. Los de la esvástica son culpables. Los señores Zarnke, Zilchow y compañía. Y, aunque no se pueda decir, es cierto todo lo que se dice de ellos. Ellos prendieron fuego al Reichstag, ellos tiran a la gente del metro en marcha, y luego llaman a un hombre de frac que corta la cabeza de las personas decentes. Esto es una loca maldad, señores.

Así arregló cuentas con sus adversarios el señor Wolfsohn, por desgracia sólo en su imaginación. Pero el juez que se sentaba ante él en negra vestimenta talar, con birrete y peluca rizada, tenía blancos y fuertes dientes y pelo rojo, y era en realidad el señor Rüdiger Zarnke.

Al cuarto día, Markus Wolfsohn fue llevado realmente ante el juez. Desde luego, éste no llevaba un traje talar negro, sino un traje corriente de paisano. Comprado hecho, constató el señor Wolfsohn. Probablemente en una cadena de tiendas que serán también tiendas judías. Ese hombre ya no podrá comprar en ellas. En el futuro, tendrá que gastar más dinero.

Le preguntaron si se dedicaba a la política y qué periódicos leía. En realidad, el interrogatorio fue relajado, incluso el señor Wolfsohn se alegró de poder volver a hablar después de tanto tiempo. El juez estaba preguntándole ahora dónde y cómo pasaba las tardes, especialmente en la segunda mitad de febrero. En esa época el señor Wolfsohn ya no iba con Los Arenques Feos, e indicó, como era verdad, que siempre estaba en casa.

—¿Siempre? —preguntó el juez. Tenía una voz fina, y al final de una pregunta subía a veces muchísimo el tono. Wolfsohn reflexionó.

—Sí, siempre —dijo.

Había allí un hombre con una máquina de escribir, y el juez le hacía tomar nota de todo.

—Entonces, ¿también estaba en casa la noche del 27 al 28 de febrero? —preguntó el juez.

—Creo que sí —dijo titubeante Wolfsohn.

—¿Qué hizo esa noche? —le preguntaron.

Wolfsohn pensó esforzadamente.

—La verdad es que no sé decirlo con exactitud. Normalmente cenamos y charlamos un rato. Probablemente luego leí el periódico y escuché un poco la radio.

—Pues esa noche tiene usted que haberlo hecho todo de forma inusualmente silenciosa —opinó el juez.

En la mente de Wolfsohn se apuntó una relación. Ajá, Zarnke, era Zarnke. Zarnke ha estado espiándole. Pero sólo pueden ir a por él si ha dicho algo, no si no ha dicho nada. Volvió a reflexionar. En la noche del 27 al 28. ¡Eh! El 28 de febrero Moritz Ehrenreich partió hacia Marsella, eso fue un martes, y el día antes habían celebrado su despedida. Naturalmente, esa noche no estaba en casa. Y, resplandeciente, dijo al juez:

—Disculpe, señor juez. Debe tener razón. La verdad es que esa noche no estaba en casa. Estaba celebrando la despedida de mi cuñado, un cierto señor Ehrenreich que partía al día siguiente, de la estación de Friedrichstrasse, allí no pude ir. Estuvimos en la Butterblume, una licorería de la Oranienstrasse. Pequeña, pero muy decente. Con unas salchichas estupendas, señor juez. Era el local favorito de mi cuñado.

—¿Así que ahora afirma que en la noche en cuestión estaba con su cuñado? —volvió a preguntar el juez.

—Sí, así es —declaró Wolfsohn. Se levantó acta de todo.

De vuelta a su celda, seguía sin saber qué querían de él. Pero hasta donde sabía, los culpables no eran ni el embalador Hinkel ni el arenque feo Schulze. Y que no tuvieran la culpa esos dos, sino el señor Zarnke, ese Zarnke al que desde siempre creía capaz de cualquier maldad, era para él una cierta satisfacción.

La señora Wolfsohn se sobresaltó —no había oído subir a nadie— cuando de pronto llamaron a la puerta. Eran dos hombres de uniforme pardo. Pero sólo eran el señor Zarnke y otro.

El señor Zarnke entró ruidosamente. En realidad no tenía por qué disculparse, pero, hombre de orden como era, explicó que el administrador le había pedido que echara un vistazo a la casa. La señora Wolfsohn no replicó.

—Por favor —dijo.

El señor Zarnke y el otro, que naturalmente es su cuñado, el señor Zilchow, visitan pues la casa. La señora Wolfsohn se mantiene silenciosa, reservada, cerca de la puerta. Conoce exactamente el objetivo de la visita. El piso es pequeño, no hay mucho que visitar, pero los dos caballeros permanecen en él un tiempo llamativamente largo. El señor Zarnke imaginaba que entre los judíos todo estaba sucio y deteriorado; ahora se asombra de que, en el fondo, nada sea muy distinto a como es en su casa. No puede por menos de constatar que el espacio está aprovechado con más habilidad, y en realidad siempre ha deseado un sillón así de grande. La propia señora Wolfsohn, rolliza y pelirroja, no parece, a pesar de haberla pillado por sorpresa, tan abandonada como a veces la señora Zarnke cuando se la pilla por sorpresa. El señor Zarnke es un hombre justo.

—Tiene usted la casa bien arreglada —constata—, eso hay que concedérselo, aunque su marido sea un traidor a la patria.

—¿Traidor a la patria? —dice la señora Wolfsohn. Sin duda usted no está en sus cabales —dice. Tendría mucho más que decir, algunas cosas bien fuertes y ciertas. Pero no es tonta, y desde que se llevaron a su marido se ha vuelto doblemente lista. Sabe que el silencio siempre es lo más inteligente. Se ha dado cuenta de que la casa y ella misma han hecho una impresión favorable sobre Zarnke, así que cuando insultan a Markus, ella se guarda sus certeras respuestas. Calma, calma, no va a echar a perder la buena impresión. Quizá luego él no testifique de un modo tan desfavorable.

En conjunto, los dos caballeros están satisfechos. Solamente una cosa les molesta, el cuñado lo dice con énfasis: la mancha en la pared. Examinan su extensión.

—Me permite —dice cortésmente el señor Zarnke, y levanta un poco el cuadro El juego de las olas. Es un escándalo cómo se ha dejado echar a perder esto. Bonito cuadro, por otra parte.

El aprecio mostrado por el cuadro hace que la señora Wolfsohn se justifique en cuanto a la mancha. El señor Krause, explica, siempre le ha prometido a su marido mandarla arreglar; pero luego no lo ha hecho porque ellos son judíos.

—Bueno —dice Zarnke—, eso es comprensible. Pero cuando nosotros vengamos, naturalmente eso tendrá que cambiar.

Volvió a mirarlo todo una vez más, complacido, de un solo vistazo. Dijo «adiós» y se fueron, sin tanto estrépito como habían venido.

Al día siguiente, la señora Wolfsohn tuvo otra visita, quizá menos importante para su destino, pero llena de profundo significado para su vida interior. Y es que recibió una notificación con el sello azul del Juzgado de Primera Instancia número II, Berlín SW. La notificación era una demanda del dentista Schulze por el pago de la suma de veinticinco marcos, resto de la deuda de un tratamiento odontológico, más los costes de notificación causados.

La señora Wolfsohn se quedó mirando fijamente el formulario impreso, al que habían añadido unas pocas palabras y cifras a máquina. Así que su marido, Markus, la había engañado, se había hecho hacer el puente por su cuenta, le había ocultado dinero. Abismos se abrieron ante ella. Un hombre que engaña tan desvergonzadamente a su propia esposa y tira por la ventana el dinero de sus hijos sólo para revestirse los dientes de oro, por pura vanidad, es capaz de todo. Se sentó, nerviosa. Quizá en realidad había estado practicando en secreto políticas revolucionarias, quizá había algo de verdad en que estaba involucrado en el incendio del Reichstag. Y, naturalmente, el edredón barato que le había regalado por Navidad también era un embuste. Había pagado por él mucho más de lo que le había dicho. ¿En qué iba a creer ahora? Pero las sospechas no impidieron que siguiera trabajando en favor de su Markus con la misma energía que hasta ahora.

Por lo demás, la demanda del dentista Schulze tuvo como consecuencia una segunda visita del señor Zarnke. En el bloque de casas de la Karl Friedrich Strasse no había secretos. Se supo enseguida que la señora Wolfsohn tenía dificultades de pago, se exageró, se inventó una visita del ejecutor judicial. Ella solamente tuvo que retirar la suma del banco. Como siempre, el señor Zarnke se había enterado de la orden de pago y acudió. No dio muchos rodeos. Era cosa segura que él, es decir, su cuñado Zilchow, se haría cargo del piso en breve plazo. Sería una lástima que la señora Wolfsohn tuviera que venderle a otro a precio de saldo unos muebles que en parte eran muy adecuados. Estaba dispuesto a adelantarle cierta suma por ellos, o incluso a adquirir algunas de las piezas, con la condición de que ella pudiera utilizarlas hasta que se mudara. Ella era una mujer seria y cuidaría de que los muebles pertenecientes a otro fueran tratados y cuidados debidamente. Para no irritarle, la señora Wolfsohn no dijo claramente que no. El señor Zarnke recalcó que, sin embargo, no podía dar mucho por ellos. Alemania había sido exprimida por los judíos y los capitalistas; la gente como su cuñado y él difícilmente podían permitirse muebles como éstos.

Que Alemania había sido exprimida por los judíos y los capitalistas había sido la opinión del señor Zarnke desde siempre. Pero él había esperado que el Führer lo solucionara con mucha rapidez; esa esperanza era la razón por la que se había alistado entre los mercenarios populares. Pero habían pasado ya tres meses desde que el Führer tomara el poder y aún no había cambiado nada. El señor Zarnke estaba impaciente, más que impaciente. Todos en su sección lo sabían. En muchas ciudades del Reich, los mercenarios empezaban a amotinarse. Habían ayudado al Führer a llegar al poder, y ahora resultaba que la economía de los nuevos mandamases era aún peor que aquella contra la que se levantaron. Se había expropiado a unos cuantos ricos, pero su dinero no era para las masas; los otros ricos y los dirigentes populares se lo repartían. El presidente de la República había obtenido una finca nueva a sumar a la vieja, el presidente del gobierno prusiano se había convertido en un hombre rico, y el señor Pfanz, el presidente del gran consorcio de seguros, se había convertido en ministro de Hacienda. Era una ironía haber trabajado tanto para eso.

Así se hablaba en la sección del señor Zarnke. Él, como jefe, tendría la obligación de evitar tales habladurías, pero no lo hacía. Tampoco los otros jefes de escuadra lo hacían. El señor Zarnke, probablemente también bajo la influencia de la casa y de la personalidad de la señora Wolfsohn, empezaba a revisar todas sus concepciones políticas. Si las promesas económicas del Führer eran papel mojado, puede que también otros puntos de su programa lo fueran. Quizá los judíos no tenían la culpa de todo. Quizá el señor Wolfsohn no había hecho la guerra, y aunque no estaba en casa la noche en cuestión, quizá no había participado en el incendio del Reichstag. Cada vez con mayor fuerza, tan rebeldes ideas se apoderaban del alma sencilla del jefe de escuadra Rüdiger Zarnke.

Así pues, no se sintió especialmente indignado cuando una mañana el señor Wolfsohn reapareció de pronto en la Friedrich Karl Strasse. Un tanto pálido, más delgado que de costumbre, pero por lo demás en modo alguno humillado y pisoteado.

Cuando vio a Markus en la puerta, la señora Wolfsohn no dio a su alegría expresión menos ruidosa que a su indignación por los sufrimientos que él había tenido que soportar; no le importaba que le oyeran al lado o no. Corrió ocupadísima de un lado para otro. Tenía que tomar enseguida un baño caliente; luego fue a por comida, y mientras la preparaba dejó abierta la puerta de la cocina, y él estaba sentado en el negro sillón orejero y ella charlaba con él. Estaba feliz de haber vuelto a casa, estaba allí sentado, miraba y escuchaba, y no hablaba mucho.

Ella le vio comer con buen apetito, lentamente, y tan sólo le dolió un poco lo que costaba. En realidad, tenía la intención de guardar en su pecho las quejas contra él hasta que hubiera terminado de comer; pero como tardaba, no se contuvo, y cuando hubo terminado el filete y el huevo y empezó con el queso, comenzó a hablar del inmenso engaño que había cometido con ella y con los niños. Él apenas se defendió. Comió el queso, lentamente, con placer, compungido, pero no demasiado.

Se había vuelto interiormente mucho más duro. Había tomado la decisión de irse a Palestina. Era pequeño y no muy fuerte. Pero alguien que, sospechoso de haber incendiado el Reichstag, ha pasado unas cuantas semanas de prisión preventiva bajo el régimen de los populares y las ha superado, como él, probablemente sea también capaz de aprender hebreo y asentarse en Palestina como campesino. La señora Wolfsohn, sencillamente, se rió de él. Pero el señor Wolfsohn se mantuvo firme. Habló del destino, leyó mucho la Biblia, leyó en la sala de lectura de la comunidad judía todo lo que pudo encontrar sobre Palestina, fue, con recomendaciones de Martin Oppermann y de Brieger, a ver a cien personas para conseguir el dinero para la emigración, no actuó con apresuramiento, pero sí con ganas de irse.

Eso no hizo que descuidara sus obligaciones en Muebles Oppermann, contemplado con odio por el embalador Hinkel, pero con una cierta admiración, porque había conseguido volver a escapar de las garras de los populares. El embalador Hinkel se daba cuenta de que, al parecer, incluso el movimiento popular era demasiado débil contra la conspiración mundial judía. Los sesenta y cinco millones de alemanes no lograban echar de su puesto a un Markus Wolfsohn.

El señor Wolfsohn había aprendido. Recordaba las noches de miedo que había pasado entre sudores fríos junto a la señora Wolfsohn, las espantosas noches en la celda iluminada. Sus experiencias también le habían vuelto más bondadoso. Ni siquiera sintió especial alegría cuando se enteró de que ahora el señor Zarnke también había sido detenido. Él y toda su sección; el ejército había aplastado a los mercenarios y los había llevado a campos de concentración. Naturalmente, Markus Wolfsohn sintió una cierta satisfacción. En una ocasión, se había imaginado cómo iba a golpear al señor Zarnke. Ahora, el destino había golpeado al señor Zarnke de un modo mucho más terrible de lo que el señor Wolfsohn había deseado; porque si la celda era ya tan terrible, cómo sería el campo de concentración.

El propio señor Wolfsohn no se entregaba a una falsa seguridad. Gestionaba aplicado su salida de Alemania, su partida hacia un cielo mejor.

Cuando tenía ya la garantía de que se aprobaría su petición de visado de entrada en Palestina, la señora Wolfsohn le contó un día que la señora Zarnke había ido a verla y le había preguntado si podía hacer algo por su marido. Era inocente como un niño y estaba en un campo de concentración, y las costas les eran sustraídas de su manutención, de modo que no le quedaban más que cincuenta y dos marcos al mes para ella y los niños; con eso no podía pagar ni el alquiler, tendría que dar el piso a su cuñado. El señor Wolfsohn aplacó el sentimiento de triunfo que quería alzarse en él, se limitó a sacudir la cabeza y decir:

—Sí, sí, así son las cosas.

Luego se dijo que, naturalmente, no podía permitirse bajo ninguna circunstancia hacer crítica alguna al gobierno sin ponerse en peligro. Pero cuando estuviera al otro lado de la frontera, estaba dispuesto a hacer a la señora Zarnke un donativo único de media libra palestina.

Jacques Lavendel cogió la torta mediana de pan ácimo, custodiada en la antigua fuente de plata de varios pisos, y la partió en dos trozos. Se reclinó en el cojín de raso en el que había bordadas letras hebreas en pesado hilo de oro. Con su voz ronca, canturreando en arameo, recitó:

—Éste es el pan de la miseria que nuestros padres comieron en Egipto. El que esté hambriento que venga a comer de él. El que esté necesitado que venga y celebre con nosotros la fiesta del Pesah. Este año aquí, el año que viene en Jerusalén. Este año siervos, el año que viene hombres libres.

Luego se volvió a su hijo:

—Te toca a ti, Heinrich.

Y Heinrich por su parte recitó las antiquísimas preguntas que esa noche tenía que plantear el más joven de los comensales:

—¿En qué se distingue esta noche de todas las demás noches?

Todos en la mesa pensaron en Berthold; si él hubiera asistido, como era un poco más joven que Heinrich, habría sido quien recitara este fragmento.

Era la noche del 11 de abril, el 14 de Nisán del calendario judío, la noche del Seden. Esta noche es sacrosanta entre los judíos desde tiempo inmemorial; en ella conmemoran, con una celebración religiosa doméstica y un banquete, el recuerdo de la liberación de los egipcios y de la cena del Pesah. Este recuerdo seguía vivo en ellos a través de los milenios, porque «no sólo el faraón se alzó contra nosotros», dice la liturgia vespertina, «sino que en todas las épocas hay hombres que se alzan contra nosotros para exterminamos, pero Dios nos salvó con su mano».

Desde que Gustav había cumplido cincuenta años, los Oppermann no se habían reunido en tan gran número como hoy en casa de Jacques Lavendel, junto al lago de Lugano. También Joachim Ranzow y Liselotte estaban presentes. Todos se sentaban en torno a la gran mesa puesta para la celebración. Los instrumentos necesarios para el ritual constituían la parte más hermosa de la colección de Jacques Lavendel. Sobre la mesa estaba la antigua fuente de plata de varios pisos para las finas y blancas tortas de pan ácimo, y junto a ella bandejitas plateadas de todo tipo, una con un hueso y un resto de carne asada, otra con hojas de lechuga, una pequeña báscula con una mousse dulce a base de manzanas y nueces. Alrededor había copas de plata, una de ellas muy grande, llena, intacta, destinada al profeta Elías, el predecesor del Mesías, en el caso de que, como era deseable, se presentara esta noche como invitado. Jacques Lavendel había entregado a cada uno de los comensales un libro con las oraciones prescritas para la noche, un Haggadah. Poseía muchas ediciones del libro, entre ellas algunas muy antiguas, con ingenuas ilustraciones. Curiosamente, toda la fiesta era como dichos libros, apasionada, ingenua, alegre, melancólica, llena de orgullo y llena de humildad; los símbolos pueriles se alternaban con otros de más profundo significado.

Mientras la ronca voz de Jacques Lavendel chapoteaba confortable en el anticuado canturreo, Gustav hojeaba su libro de oración, su Haggadah, contemplaba las ingenuas ilustraciones. Veía al faraón en una bañera, con la corona en la cabeza y el rostro rígido: eran las diez plagas, y el agua se convertía en sangre. Ahí estaba, con el mismo rostro rígido, en su trono, y a su alrededor, seguían siendo las diez plagas, saltaban ranas. Cuando se enumeraban las diez plagas, al mencionar cada una de ellas, había que sumergir un dedo en el vino, uno tras otro, los diez dedos de la mano; luego se sacaban las gotas de la copa de la alegría, porque esa alegría había sido pagada con plagas que sufrieron otros. Las propias plagas también se recordaban por extenso. Ahí, entre las ingenuas imágenes de su libro, había judíos que arrastraban ladrillos y barro bajo el látigo de los capataces para construir las ciudades de Pitón y Ramsés. En realidad, entonces los judíos lo tenían fácil; los capataces les pegaban con simples látigos. Ahora les pegan con porras de goma y varas de acero, y se oyen historias sobre palmas de manos y plantas de pies abrasadas. Y de pronto volvió a aparecer allí la imagen que perseguía incesantemente a Gustav desde que había recibido aquel telegrama: su amigo Johannes Cohen de pie en la caja, grotescamente triangular y terminada en un borde afilado; Johannes bailaba sobre el borde, hacía flexiones, grotescas, saltaba y volvía a caer de rodillas, como si fuera un títere; a la manera de aquel famoso bailarín que Gustav había visto un día en un espectáculo de mimo, estiraba los brazos y a cada reverencia, como un papagayo, exclamaba: «Yo, perro judío, he traicionado a mi patria».

Gustav se forzó a regresar a las ilustraciones de su Haggadah. Estaban sentados en torno a una larga mesa, una reunión de judíos celebrando su banquete. Desde hacía tres mil años, celebraban así su «liberación». Es sin duda una equívoca libertad la que les ha sido otorgada. Cuando imploran a Dios que derrame su ira sobre sus enemigos, abren las puertas en señal de confianza, para que éstos se enteren también de esa confianza. Pero, gente cautelosa, como el señor Weinberg, primero echan un vistazo al pasillo para asegurarse de que no hay nadie allí que pueda oír. Aun así, creen tercamente en su definitiva liberación. Desde hace casi mil novecientos años, ponen su copa para el profeta, el predecesor del Mesías, tercamente, año tras año, y a la mañana siguiente los niños constatan decepcionados que la copa continúa llena, que, otra vez, el profeta no ha bebido de ella. «Se nos ha encargado trabajar en la obra, pero no nos ha sido dado culminarla».

Jacques Lavendel había terminado con la primera parte de la celebración religiosa. Empezaron a comer. Hasta ese momento habían hablado en hebreo y arameo sobre la tierra de Egipto, de la que Dios había liberado a los judíos hace tres mil años; ahora se hablaba en alemán sobre la Alemania de la que aún no habían sido liberados. Porque sólo una pequeña parte podía escapar de ese país de horror; eran muchos aquellos a los que no se permitía salir, y si a uno se le permitía, veía incautado su patrimonio. Si en el extranjero se relataba lo que de espantoso estaba ocurriendo en Alemania, los populares lo tomaban como pretexto para oprimir aún más a los judíos. ¿Hay que dejar por eso de instigar al mundo civilizado contra esta Alemania de la barbarie? No. Todos en la mesa están de acuerdo sobre esta cuestión. Porque, con o sin pretextos, los populares están firmemente decididos a llevar el patrimonio de los judíos a sus bolsillos, a ocupar sus puestos, a aniquilarlos. No es posible dejarse confundir. Una y otra vez, hay que decir al mundo cómo en esta Alemania se ensalzan como virtudes instintos primarios hostiles a la cultura, cómo se eleva a religión de Estado la moral de las hordas de la selva virgen. Pero los Oppermann son gente inteligente, conocen el mundo. Y el mundo es tibio. Hay haberes en Alemania que no se quieren perder, hay intereses en suministros para las fábricas alemanas de armamento, hay temor al bolchevismo, que podría sustituir el dominio de los populares. Al lado de estas cosas, humanidad y civilización son débiles argumentos. Tiene que haber otros más sólidos para mover a intervenir al mundo.

Martin habló de sus planes. Por la humilde parte que le toca, él quiere ayudar a plantar en otro suelo lo que de bueno hay en Alemania. Desde siempre ha estado interesado en el arquitecto de interiores Bürkner. Pero Muebles Oppermann no era el sitio adecuado para él, desde allí no podía propagar eficazmente su obra. Ahora quiere llevárselo a Londres, abrir allí una tienda exclusiva sólo para distribuir los productos de ese Bürkner. No obtendrá grandes beneficios. ¿Para quién, además? Pero un hombre tiene que tener algo que hacer.

Cuando Martin dijo eso, Gustav sintió un malestar físico. Antes, se había reído en ocasiones de la «dignidad» de Martin; ahora, estaba consternado porque Martin hubiera perdido por entero esa dignidad. Nunca antes habría hablado con tanta locuacidad de su situación, sus planes, su «ocupación». Esa «ocupación»: coger lo que hay de bueno en Alemania y trasplantarlo al extranjero. Te lo pones demasiado fácil, amigo mío. Y a la propia Alemania, ¿se la entrega a la decadencia? Martin no sabe lo bien que lo tiene. Ahí está Liselotte, sentada a su lado. Su rostro es menos luminoso que antes, de acuerdo, sus largos ojos grises se han vuelto más opacos. Aun así, con qué firmeza y calma se sienta. Allá donde vaya, Martin verá siempre en Liselotte un trozo de Alemania. Y hay muchos como Liselotte, leales y duros, muchos como Bilfinger y Frischlin. Toda Alemania, incluso hoy, está llena de ellos. ¿Van a dejarlos sencillamente en la estacada? En el cajón de su ridículo escritorio del hotel yacen los documentos de Bilfinger. Johannes Cohen está en un campo de concentración, va a ser «corregido». ¿Quién sabe en Alemania de estas cosas? ¿No hay que decírselas a los alemanes? Gustav se siente muy unido a sus hermanos, todos aquí sentados a la mesa. Son inteligentes, respeta su gran sentido de la realidad. Aun así, ahora encuentra su inteligencia tibia, despegada. Quien haya visto alguna vez los documentos de Bilfinger, quien haya sentido alguna vez los tormentos de Johannes Cohen como él lo hace, ya no puede someterse a esa clase de inteligencia.

El banquete había terminado; Jacques Lavendel prosiguió con la ceremonia. Pero se mostró conciliador: no le importó que algunos de sus huéspedes se retiraran a un rincón y siguieran hablando en voz baja.

Ahí estaba Gina. Con su preocupada voz de ama de casa, habló de la difícil situación a la que se había enfrentado. ¿Debía acompañar a Edgar a París o a Ruth a Palestina? Acaban de llevar a la niña al barco. Y la niña ha rechazado seriamente la compañía de la madre. Ruth es tan independiente y tan lista. Pero, aunque se lo prohíba, en cuanto Edgar haya medio instalado su nuevo laboratorio de París, irán a Palestina a ver cómo está.

El propio Edgar nada oye de su rápida e incolora cháchara. Está sentado a la mesa, donde Jacques Lavendel salmodia, y hojea en su Haggadah. Ha aprendido hebreo siendo niño, no muy bien; deletrea con cierto esfuerzo las palabras, descifra su sentido con ayuda de la traducción. Es un cosmopolita, se ha reído desde siempre del esfuerzo de los sionistas por devolver a la vida una lengua muerta. Ahora incluso el pequeño doctor Jacoby tiene que aprender hebreo para poder subsistir allí, y la verdad es que carece de expectativas en ningún otro sitio. Él, Edgar, tiene expectativas. Pero no le alegran demasiado. Ya no es joven, a sus espaldas lleva un año difícil, y nada de lo que le espera será fácil. También él mira las ingenuas imágenes de su Haggadah. En ellas, hombres egipcios arrojan bebés judíos al Nilo. Qué métodos tan imperfectos tenían entonces. Nuestros egipcios lo hacen más a conciencia. Quieren esterilizar a todos los judíos, además de a los socialistas y a los intelectuales; sólo los populares deben reproducirse, nadie más debe estar en condiciones de participar en la fiesta.

Los del rincón vuelven a hablar de Alemania. Se esfuerzan en mantenerse imparciales. Pero su objetividad es una máscara. Su patria, su Alemania, ha resultado ser una estafadora. Uno estaba tan firmemente asentado en esa patria, desde hacía siglos, y de pronto se le escurre bajo los pies. Consideraron con sobriedad que lo más probable era que nunca pudieran regresar, pues ¿qué otra cosa podía sustituir al imperio de los populares que la guerra, y años de sangre y de la más espantosa revolución? Pero muy en secreto, en contra de su razón, esperaban de todas maneras que las cosas fueran de otro modo. Alemania volvería a ser grande y sana como era.

Jacques Lavendel les invitó a volver a sentarse a la mesa. Había llegado a la penúltima página de su Haggadah.

—Ahora tenéis que participar —pidió amablemente.

Era la pieza final del Haggadah, aquella antiquísima canción aramea del corderito que mi padre compró por dos céntimos y al que mató el gato. Y entonces empieza el círculo de la venganza: el perro mata al gato y el palo mata al perro y el fuego quema el palo y el agua apaga el fuego y el buey se bebe el agua y el matarife mata al buey y la Muerte mata al matarife y Dios mata a la Muerte. Un corderito, un corderito. Jacques Lavendel, meciendo la cabeza, con los ojos entornados, entregado, salmodió la sencilla, profunda, melancólica canción. Las palabras arameas resonaban misteriosas; también la traducción, impresa junto al texto arameo, sonaba apagada, tranquilizadora y amenazante a un tiempo. Gustav, a través del canturreo de Jacques Lavendel, oyó la obstinada voz cuaba: «Han roto las varas de medir», y vio una mano que borraba la falsa inscripción «2,50 metros», y volvía a escribir la medida correcta.

Y entonces la canción había terminado, y en medio del silencio Heinrich dijo:

Well, Daddy, cantas muy bien; pero si nos hubieras puesto la canción en el gramófono aún habría sido más hermoso.

Pasaron a otra habitación. Jacques Lavendel, transformándose de viejo judío del gueto en señor burgués, habló de sus planes. Primero iba a quedarse unos meses aquí, haciendo el vago a conciencia. La verdad es que tiene que estar agradecido al Führer por haberle empujado, de una forma un poco brusca, a relajarse al fin. Va a leer mucho. En su opinión, han aprendido demasiado poco. El muchacho solo no puede recuperarlo todo, aunque su consejo acerca del gramófono atestigua buenas dotes de observación. También piensa viajar. No puede uno fiarse de los libros y los periódicos. Hay que ir a América, a Rusia, a Palestina, ver con los propios ojos qué va a ocurrir.

Oyéndole hablar así, Martin piensa que para Jacques Lavendel es fácil viajar. Lo más hermoso de un viaje es la vuelta a casa. Jacques Lavendel tiene aquí esta casa, a la que pertenece, tiene una nacionalidad, es el único que tiene tierra firme bajo los pies. Todos los demás carecen de casa; cuando sus pasaportes hayan expirado, difícilmente podrán renovarlos. Martin se ha recubierto de una dura costra; aun así, ante la idea de que la casa de la Gertraudtenstrasse va a la deriva, de que realmente esta casa fortuita en Lugano es lo único sólido que tienen los Oppermann, siente una punzada. Y ahora incluso Klara, hasta ahora, como siempre, la más silenciosa de todas, dice, a su manera amable y resuelta:

—Parece que por el momento ninguno de nosotros sabe exactamente adónde va. Sabéis que si alguno quiere tomar unas vacaciones, será bienvenido en todo momento. Nos alegraría veros aquí de vez en cuando.

Habló con la sobriedad de siempre, pero todos sintieron que ahora los Oppermann ya no tenían un punto central; la historia de Immanuel Oppermann y sus hijos y nietos había terminado.

Hoy aún siguen juntos, pero, en el futuro, será como mucho el azar el que los reúna. La patria se les ha escapado, han perdido a Berthold, la casa de la Gertraudtenstrasse y todo lo que la rodeaba, el laboratorio de Edgar, la casa de la Max Reger Strasse. Lo que tres generaciones de ellos construyeron en Berlín, siete generaciones de ellos en Alemania, se ha ido. Martin se va a Londres, Edgar a París, Ruth está en Tel Aviv, Gustav, Jacques y Heinrich irán quién sabe dónde. Han sido barridos hacia los siete mares del mundo, hacia todos los puntos cardinales.

Entretanto, las nieblas de la mentira se espesaban cada vez más sobre Alemania, herméticamente aislada del resto del mundo, entregada a las mentiras que los populares esparcían sobre ella día tras día en millones de formas, desde los altavoces hasta el papel impreso. Habían fundado un ministerio especial para este fin. Con todos los medios de la técnica más moderna, se sugería a los hambrientos que estaban saciados, a los oprimidos que eran libres, a los amenazados por la creciente indignación del mundo entero que el mundo entero los envidiaba por su energía y gloria.

El Reich se armaba para la guerra, dentro y fuera de sus fronteras, violando abiertamente los tratados. El objetivo de la vida era la muerte en el campo de batalla, anunciaban los grandes hombres de los populares de palabra y por escrito. La guerra era el cumplimiento más deseable del destino nacional, anunciaban los altavoces. Todo el tiempo libre de los más jóvenes se empleaba en ejercicios militares, las calles resonaban con el eco de los cantos guerreros. Pero el Führer, en discursos solemnes, cargados de salvaje patetismo, aseguraba que el Reich se atenía estrictamente a los tratados, que no quería otra cosa que la paz. Al pueblo le explicaban, guiñando un ojo, que los discursos del Führer sólo estaban destinados al necio extranjero, para poder seguir armándose sin ser molestados. Su elevada finalidad santificaba este «camuflaje» nacido de la «astucia nórdica». De este modo, el gobierno trataba de reunir a sesenta y cinco millones de personas en una alianza de astucia y guiños.

Ése era el espíritu en el que se educaba a la juventud. Se le enseñaba que la guerra no se había perdido, que el pueblo alemán era el más noble del mundo y, por eso, estaba amenazado dentro y fuera por pérfidos enemigos. Se exhortaba a los jóvenes a explicar a los que preguntasen que sus ejercicios militares no eran más que «deporte». Se enseñaba a los niños que quien decía una verdad que no fuera útil a los populares era un canalla y un fuera de la ley y que ellos pertenecían al Estado, no a sus padres. Se escarnecía y escupía sobre aquello que sus padres ensalzaban, se ensalzaba lo que a sus padres les parecía maldito y se les castigaba con dureza si defendían la opinión de sus padres. Se les enseñaba a mentir.

En la Alemania de los populares, no había crimen peor que profesar la razón, profesar la paz y tener convicciones firmes. El gobierno exigía que cada cual espiara a sus más próximos para ver si también ellos daban testimonio de la convicción prescrita por los populares. El que no presentaba una denuncia de vez en cuando era considerado sospechoso. El vecino espiaba al vecino, el hijo al padre, el amigo al amigo. Se susurraba en las casas, porque la palabra pronunciada en voz alta penetraba a través de las paredes. Se tenía miedo de los compañeros, de los empleados, del camarero que le traía a uno la comida, del hombre sentado al lado en el tranvía.

La mentira y la violencia se entrelazaban. Los populares abolieron los principios que desde la Revolución francesa eran para los blancos los elementos de la civilización. Anunciaron que los hombres no eran iguales ante su ley. Reimplantaron la esclavitud y la «camuflaron» como «trabajos voluntarios». Encerraban a sus adversarios, los cuidaban peor que a animales, los martirizaban, y lo llamaban «educación física». Les grababan a fuego en la piel cruces gamadas, les obligaban a orinar los unos encima de los otros, a arrancar hierba con los dientes, los llevaban en ridículas procesiones por las calles y llamaban a eso «educación para una convicción nacional». Se abolió el mandato «no matarás». El crimen político era ensalzado como un acto sublime, el Führer llamaba «camaradas» a asesinos por ser asesinos, se ponían lápidas conmemorativas de criminales, se arrancaba de sus tumbas a los asesinados, se hacía a un asesino, por ser un asesino, jefe de la policía. En el primer trimestre de predominio popular en el Reich se cometieron mil quinientos noventa y tres crímenes impunes, más que en toda la década anterior, y ésos sólo fueron los conocidos, los documentados. También en los primeros meses de dominio fueron ejecutadas más personas que en los quince años anteriores.

La mentira y la miseria se entrelazaban. Los populares decían «pan y libertad», pero se referían a pan para sus adeptos a base del pan y los puestos de los demás y libertad para sus adeptos de matar al contrario. Echaron del país a los más dotados o los encerraron para hacer sitio a sus ineptos seguidores. Encarecieron los alimentos y bajaron los sueldos. El hambre y la miseria entre el pueblo aumentaron. El número de matrimonios en el primer trimestre de dominio popular estuvo un cinco y medio por debajo de la correspondiente cifra del año anterior, la mortalidad aumentó un dieciséis por ciento. El paro creció hasta lo inconmensurable: Alemania tenía el mayor número de desempleados del mundo. Pero los populares, con boca de hierro, afirmaban que habían reducido el paro.

La mentira, el beneficio y la satisfacción de los propios vicios se entrelazaban. Quien pertenecía al partido dominante podía hacer desaparecer a sus competidores en un campo de concentración. Después del Führer, el hombre más popular de Alemania era aquel cuya voz en la radio más amaba el pueblo. Ahora, pagaba en un campo de concentración la competencia que había hecho al Führer. Con la amenaza del campo de concentración se arrancaba a los acreedores judíos la reducción de la deuda, y a los deudores judíos el pago acelerado. Al casero judío se le negaba el alquiler, «ya se le enviaría a Palestina». Todo aquel que no pertenecía a los populares vivía bajo constante amenaza. Bastaba constatar que los precios de la carne habían subido bajo este gobierno o que el programa de una fiesta no estaba bien hecho para ser llevado a un campo de concentración. Bastaba la acusación de un «crimen» así, aunque no se hubiera cometido. Si a uno de ellos no le gustaba la nariz de un transeúnte, podía golpeársela. Si declaraba que el de la nariz no había levantado el brazo lo bastante rápido al ser entonado un himno popular, era suficiente justificación.

El pueblo era bueno. Había producido hombres y logros de enorme talla. Estaba formado por personas robustas, trabajadoras, capaces. Pero su civilización era joven, no era difícil abusar de su siempre dispuesto y acrítico idealismo, avivar sus instintos atávicos, sus afectos primitivos, para que atravesaran su fina envoltura, y eso era lo que ahora sucedía. Desde fuera, el país parecía el mismo de siempre. Los tranvías, los coches, circulaban, las tiendas, restaurantes, el teatro, mantenían —obligados en su mayoría— sus puertas abiertas, los periódicos tenían las mismas cabeceras, los mismos tipos de letra. Pero, interiormente asilvestrado, acanallado, podrido, el país degeneraba cada día más, la brutalidad y la mentira le roían, la vida entera se convertía en un maloliente maquillaje.

Había muchos interesados en los asuntos públicos. Creían en la fingida paz de la vida cotidiana, las fiestas y manifestaciones que los populares organizaban a granel para encubrir la miseria de los campesinos y trabajadores, de los campos de concentración y de trabajo. Además, los que habían ocupado los puestos de los más capaces, que habían sido expulsados, y los que vivían de las sobras de los nuevos poderosos aparentaban un nuevo bienestar. Desde luego, la mayoría del pueblo no entraba en tales categorías, había más indignados que contentos. Maldecían, pasaban de largo ante los cuarteles de los mercenarios para no tener que saludar, se mordían los labios, oían la perversa canción de la sangre judía que tenía que salpicar el cuchillo para que las cosas volvieran a ir bien. Pero tenían que callar; quien se dejaba sorprender hablando acababa ante el juez.

Entonces, en Alemania se aprendió a mentir. Muchos elogiaban en voz alta a los populares, pero los maldecían secretamente. Su ropa llevaba el color pardo de los populares, su corazón el rojo de sus adversarios: se llamaban «bistecs» a sí mismos. El partido de los bistecs era más grande que el del Führer. Pero sus voces no llegaban hasta el extranjero, y la voz del extranjero no llegaba hasta ellos. Había un cuartel de paramilitares en Berlín-Kopenick, llamado Demuth, tristemente famoso porque allí se «instruía» a los prisioneros de manera especialmente salvaje. Mientras se les maltrataba en los sótanos, uno de los mercenarios ponía en marcha su moto en el patio para que el ruido del motor ocultara los gritos de los torturados y el sonido de los golpes. Ese motor, puesto en marcha, pero tan sólo para ocultar el griterío de los maltratados, era el símbolo del Tercer Reich Alemán.

Absurdo y mentira era lo que hacían y lo que permitían los poderosos de ese Reich. Mentira tanto lo que decían como lo que callaban. Con la mentira se levantaban y con la mentira se acostaban. Mentira era su orden, mentira su ley, mentira sus sentencias, mentira su alemán, mentira su ciencia, su derecho, su fe. Mentira era su nacionalismo, su socialismo, mentira su ética y su amor. Mentira todo, y auténtica tan sólo una cosa: su odio.

El país sollozaba. Pero se mantenía la paz y el orden. Los pilares de ese orden eran los seiscientos mil paramilitares, y estaba cimentado en los cien mil prisioneros. El país caía en la miseria, el país se acanallaba: pero quien recorría la Kurfürstendamm de Berlín, la Jungfernstieg de Hamburgo, la Hohe Strasse de Colonia no veía nada más que paz y orden.

De esa Alemania vino Anna.

Gustav fue a esperarla a la estación de la ciudad costera provenzal de Bandol. Ella bajó del tren. Estaba un poco más rellena, pero seguía siendo delgada, con aire de chiquilla y de mujer a un tiempo, grande, tranquila. Soplaba el mistral. Gustav vio complacido cómo el viento, fresco y agradable, enrojecía sus mejillas, pero en torno a los ojos seguía pálida. Se sentó junto a él, alegre, relajada. Gustav cogió su mano; ella se quitó el guante y se la dejó.

Gustav estaba satisfecho de haber elegido ese hermoso paisaje sureño para su encuentro. La orilla del mar ora se alzaba escarpada, ora se ondulaba en grandes arcos, nunca demasiado imponente; montañas bajas se elevaban en amplias líneas, mates, con olivos de un verde grisáceo, rocas quebradizas de un pardo gris, vides y pinos.

Anna le expuso durante la cena cómo había imaginado su estancia aquí. Cansada después del fuerte trabajo de los últimos años, se alegraba de no hacer nada, de estar junto al mar. Será hermoso ir a pasear, bañarse, tumbarse al sol. Pero no puede estar completamente sin trabajo. Su francés está lleno de lagunas. Se ha traído libros, un buen diccionario. Hablaba tranquila, seria y alegremente, como siempre. Bajo el espeso cabello castaño, sus ojos luminosos miraban analíticos, dejaban muchas cosas a un lado, cogían lo que les correspondía, lentamente, pero para siempre. Anna estaba exactamente igual a como Gustav la había visto por última vez hacía diecinueve meses. Estaba asombrado. Le parecía que todo el que viniera de ese país de pesadilla tenía que haber cambiado de raíz. ¿Era justo lo que pretendía, borrar de ese rostro luminoso y sereno, de esa frente angulosa la tranquilidad, igual que para él había quedado borrada para siempre? Y, si era justo, ¿lo conseguiría?

Al principio no habló de las cosas que le agitaban. Más bien se limitó a decir a Anna que esta vez no podía ser su anfitrión tan a manos llenas como antes. Ordenada y calculadora como era, le pareció muy bien. Alquilaron un coche viejo y pequeño y salieron, ansiosos de aventura, a buscar una casa barata en la que poder vivir unas cuantas semanas. Encontraron una, en la península de La Gorguette. Se alzaba, ancha, baja, solitaria, en una pequeña bahía, de un color rosáceo, roída, sobre unos acantilados no muy altos. Detrás se alzaban colinas con olivos, vides y, sobre todo, pinos. La carretera subía por los acantilados en redondo y claro impulso. Ni flores ni hierbas prosperaban al aire salino. Delante de la casa sólo estaba el mar y, cayendo suavemente, soleado, un terreno arenoso bordeado por un espeso coto de pinos jóvenes y bajos, que descendían por los acantilados hasta el mar.

Un hombre pobremente vestido les mostró el interior con nobles ademanes. Las estancias eran grandes, vacías, ruinosas, el mar entraba por todas las ventanas. Había unos pocos muebles deteriorados. El hombre era de palabra escueta, nada insistente. Anna creía que se las arreglaría bien allí; le excitaba la idea de crear orden. Lo más necesario se repararía con poco esfuerzo y poco dinero. El hombre pobre de nobles ademanes, un viticultor que tenía una pequeña propiedad a unos cientos de metros tierra adentro, se declaró dispuesto a ayudarles. La alquilaron.

Cuarenta y ocho horas tenían que bastar para que pudieran entrar en la casa. Durante todo el día siguiente, Anna recogió y organizó; el viticultor tiraba de sierra, de martillo, tranquilo, ahorrativo con las palabras, con hermosos movimientos. Gustav miraba. A veces, Anna le preguntaba una palabra francesa para entenderse con el hombre. Por lo demás, poco podía ayudar. A ella le gustaba la tarea, se entregaba por entero a hacerla. Si se hubiera casado, si se hubiera ido a vivir con ella, todo habría sido distinto.

Estorbaba. Se tumbaba delante de la casa, al sol, sesteaba a la ligera brisa. Era consolador y a la vez inquietante la firmeza y tranquilidad del rostro de Anna. Ese rostro con su ancha y hermosa boca, su robusto arco ciliar, la frente angulosa bajo el espeso cabello castaño, ese rostro era Alemania.

La Alemania de ayer. Tiene que ahuyentar la calma de ese rostro para que la Alemania de hoy vuelva a ser la Alemania de ayer. El mar se extendía ante sus ojos, grande, de un azul grisáceo, con pequeñas olas blancas al leve viento; el paisaje era amplio, pacífico. Qué alegría le daba poner orden en esta casa en ruinas con humildes recursos. Aquí podría tener una buena época si se decidía a callar, a no perturbar la calma de Anna. Lástima no poder callar.

Comieron algo hecho a toda prisa, huevos, fiambre, fruta, queso, vino. Fue una alegre comida. Los planes de Anna respecto a todo lo que había que hacer esas cinco semanas tomaron cuerpo. Primero hay que arreglar un poco todo esto. Se ha hecho una determinada idea del aspecto que tiene que tener, y ése es el aspecto que tendrá. Naturalmente, una vez que hayan acabado tendrán que volver a irse.

También tiene otros firmes proyectos. Deporte, entrenamiento todas las mañanas, la hermosa carretera ligeramente ascendente es adecuada para correr. Era una muchacha metódica, pero tenía sentido del humor, se reía cuando Gustav le tomaba el pelo por su meticulosidad. Ella es lenta, necesita esa minuciosidad. Por ejemplo, pasa bastante tiempo antes de que se familiarice con una persona. Por eso en los últimos tiempos ha estudiado de forma sistemática teorías fisiognómicas. Gustav le pregunta si se ha vuelto más inteligente en este último año y medio, si le nota algo, si por fin a sus cincuenta se ha vuelto más sabio. Anna le mira con seriedad. Ha cambiado, declara. Su boca hedonista se ha vuelto un poco más definida, también las líneas en torno a los ojos y la nariz se han hecho más duras, ya no son tan arbitrarias. Gustav oye su análisis con una mínima sonrisa, pensativo.

Por la tarde, fueron a Tolón para completar el ajuar de la casa. La cantidad que Anna quería pagar por él era pequeña. Entraron en muchas tiendas; Anna era incansable, encontraba aquí un objeto, allá otro. Disfrutaron del colorido de la ciudad, de su ruido, comieron en el puerto; luego Anna volvió a salir, sola, y finalmente declaró triunfante que había reunido todo lo que deseaba.

Se hizo de noche y se hizo de día, el tercer día. Anna pronto habría alcanzado la satisfacción. Gustav seguía sin hablarle de lo que le conmovía. Después de comer, tomaron el sol en los acantilados de su pequeña bahía. Anna estaba tumbada boca abajo, apoyada en los codos, y leía, con el diccionario al lado, su libro francés. A veces preguntaba a Gustav la definición exacta de una palabra; era testaruda, a veces insistía aunque él tuviera razón.

No puede dejar pasar este día sin hablar. Dando rodeos, cauteloso, empieza. El final de la primavera y el principio del verano son la época más bella en Alemania. En realidad, él habría querido pedirle que antes de que volviera a su trabajo fuera con él por una o dos semanas a Berlín, a su casa de la Max Reger Strasse. Yacía de espaldas, con las manos velludas enlazadas detrás de la cabeza; miraba, pesadamente reflexivo, al profundo cielo. Lástima, concluyó lentamente, que ya no sea posible.

—¿Por qué no? —preguntó Anna tras una pequeña pausa, sin dejar de leer. Gustav se incorporó a medias.

—¿Es que no sabes nada? ¿No has oído nada?

No, ella no sabía nada. Resultó que no sabía nada de los asuntos de Gustav, de aquel manifiesto, de su persecución. Resultó que en el fondo no sabía nada de toda la porquería alemana.

Estaba indignada con lo que le había ocurrido a Gustav. Pero se negaba con decisión a sacar conclusiones generales del caso. A su lenta y circunspecta manera, le expuso cómo veía ella las cosas. Hablaba más para sí que para él. Un gobierno nacional se ha abierto paso de forma aún más nacional. Se le festeja en grandes y necios discursos, se celebran gigantescas y necias manifestaciones. Pero ¿cuándo han sido inteligentes los discursos populares y las manifestaciones? El boicot era, naturalmente, algo repugnante, y también la quema de libros. Daba asco leer los periódicos y oír el griterío de los populares. Pero ¿quién les tomaba en serio? En el fondo, la vida sigue, como siempre. En su empresa, por ejemplo, se ha elegido un nuevo comité de empresa, se han bajado los sueldos de los trabajadores. Al principio, el nuevo comité de empresa ha intentado darse humos, ha exigido el despido de diecisiete judíos y socialistas. Pero ahora se ha vuelto a contratar a nueve de los despedidos. El jefe, el director general Harprecht, se burla cariñosamente de ella a veces «por su judío». Repite las ceremonias externas del nuevo culto, pero se burla de ellas cuando está a solas con Anna o con otras personas de confianza. Ella ha leído citas de periódicos extranjeros que hablan de atrocidades en Alemania. Cuando compara esas noticias atroces con lo que ha visto con sus propios ojos, empieza a dudar de si los relatos sobre los horrores de la Revolución francesa o la rusa no serán también ciertos tan sólo en una décima parte.

Ahora ambos se sentaban erguidos, Gustav en el suelo con las piernas cruzadas, ella en una piedra. Siempre había puesto el diccionario de francés a la sombra de un bloque de piedra; ahora estaba al sol, y la tapa se estaba curvando. Ella hablaba despacio, esforzándose por no decir demasiado ni demasiado poco. Sus ojos claros le miraban sinceros y relajados. Ésta era Anna, su Anna. Venía de Alemania, la herméticamente cerrada, era una de aquellos que vivían arriba y no sabía lo que ocurría bajo sus pies. Creía en «la paz y el orden», defendía su fe.

La escuchó atentamente, sin interrumpirla. Ha oído varias veces lo que decía, estaba en todos los periódicos alemanes. De este modo se protegían en Alemania incluso los honestos, los bienintencionados, para no perder el suelo bajo los pies, la patria.

¿Debe hablar? ¿Tiene sentido? ¿No es frívolo, más aún, desalmado, arrancar a esta mujer de su buena y enérgica calma? Ve a Johannes Cohen sobre su caja, «de rodillas, de pie», lo ve como a la marioneta del mimo, gritando con su voz graznante, como un papagayo: «Yo, perro judío, he traicionado a mi patria». Esta chiquilla, Anna, no puede vivir cuatro días aquí, en una casa del sur de Francia, sin poner orden: ¿debe seguir viviendo sin saber cómo su patria se pudre y arruina? No, no puede perdonar a Anna.

Empieza a hablar de lo que Bilfinger le ha contado. Habla, y en torno a sus palabras se oye el leve susurro del viento y del mar. No habla tan seca y objetivamente como Bilfinger, el sentimiento tiñe sus palabras, no puede hablar tranquilamente, refuerza aquí y allá, exagera. Sí, que escuche, eso ocurrió en su Württemberg, muy cerca de su Stuttgart, mientras ella andaba por la calle y no veía más que paz y orden.

Mientras habla, sabe que habla mal, demasiado excitado, nada creíble. No cuenta, lanza alegatos. ¿Qué es lo que quiere? Lo que Bilfinger quería estaba claro. Tenía que contárselo a alguien a quien incumbiera, a él, el judío. Pero ¿qué le mueve a él a estremecer a Anna? No quiere nada de ella. No quiere que haga nada. Sí, quiere algo de ella. Una confirmación. La confirmación de que sus sentimientos son correctos. ¿No es egoísta por su parte? No. Ellos han roto las varas de medir, y nos ha sido encargado, y él tiene que tener esa confirmación. No hay muchos con los que pueda hablar.

Con Johannes Cohen lo habría podido hacer. Pero Johannes Cohen está en Herrenstein. «De rodillas, de pie».

Anna escucha. Sus ojos luminosos se oscurecen. Está indignada. No ante lo que oye, sino ante el hecho de que alguien pueda creerlo. Como le han quitado la casa a Gustav, cree que todo el país se ha convertido de repente en una selva, sus habitantes en bosquimanos. El mar se ha vuelto más ruidoso, habla con una voz más fuerte. Las mejillas de ella están teñidas de rojo, en torno a los ojos su piel está completamente blanca.

Gustav no está muy afectado por su ira. Sabía que no iba a ser fácil sacar a Anna de sus seguras creencias. Ella viene del país de la mentira. Desde hace meses, los mejores técnicos de la mentira han esparcido por el país miles de millones de mentiras con los medios más modernos. Anna ha respirado ese aire repleto de mentira, día tras día, hora tras hora. El Ministerio de la Mentira trabaja en nublar la mente de personas como ella, en ocultarles lo que es; en ello ve esta revolución pervertida su más importante misión política. Anna está embebida de esas mentiras por todos los poros. Desintoxicar a Anna requerirá tiempo y dureza.

Gustav saca los documentos. Están tumbados boca abajo, con el rostro apoyado en los codos, y le lee lo que Bilfinger ha escrito. Las olas vienen regulares, los papeles vuelan al mistral, hay que sujetarlos con piedras. Gustav lee, le entrega los documentos, las declaraciones juradas, las fotos. De sus propios asuntos habla poco, y de Johannes Cohen nada. Debe ir lentamente al encuentro de ella, igual que penetró lentamente en él.

Cuando termina, ella no dice nada, apila cuidadosamente los documentos, los devuelve a su sólido envoltorio. Está pensativa, no convencida. Por el pequeño y pedregoso sendero, suben hacia su casa. Anna se pone a trabajar. Luego, le llama para cenar. Ante ellos está la llanura arenosa, el coto de pinos, el mar. Se hace de noche, refresca con rapidez. Hablan de mil cosas, grandes y pequeñas; Anna quizá está un poquito menos alegre, pero relajada como siempre.

Así continúa durante la noche, así a la mañana siguiente. Dan su carrera, nadan, se van a pasear. Anna lee su libro francés, se ocupa de la casa. El día transcurre tal como ella había previsto.

Sólo en una ocasión reaparecen las cuestiones de ayer. Anna pregunta si Johannes Cohen va a venir, y cuándo; Gustav le ha escrito que quizá les visite durante tres o cuatro días. Y ahora él habla de su amigo Johannes. Le dice que no vendrá a visitarles, y por qué. Eso le afecta más que los documentos de Bilfinger:

—¿Y no es posible ayudarle, no es posible hacer nada por él? —pregunta vehemente, después de un silencio consternado.

—No —responde Gustav. Los paramilitares no toleran que nadie se les dirija. Si interviene un ministro o cualquier otro civil, el prisionero paga las consecuencias.

Tenía las arrugas verticales en la frente, rechinaba un poco los dientes. Pero se prohibió hablar más de los campos de concentración. Se daba cuenta de que ahora la tranquilidad de ella había recibido una sacudida, pero era inteligente; esperó hasta que le hubiera dado suficientes vueltas detrás de su frente angulosa.

El momento llegó la noche siguiente. Él ya estaba acostado, leyendo, cuando ella fue a reunirse con él. Se sentó en la cama. Dijo que había terminado de acomodar la casa. Estaba como ella se había imaginado. Pero ya no disfrutaba de veras. Las cosas de las que Gustav le había hablado eran terribles, espantosas, y no era fácil digerirlas. Aun así, tenía que defender el conjunto, a su Alemania, contra él. En líneas generales, el cambio se había hecho necesario y sin duda era deseado por el pueblo. Los poderosos de ayer, él tenía que admitirlo, habían tenido siempre mil escrúpulos, escrúpulos de legalidad sobre todo. En vez de golpear en la cabeza a sus adversarios, habían recabado cien dictámenes jurídicos antes de atreverse a exhortarles a practicar un poco menos la alta traición. Cuando realmente encerraban a un criminal político volvían a soltarlo a las pocas semanas, y cuando quitaban la pensión de jubilación a un acusado de alta traición volvían a anular el acuerdo, por escrúpulos legales, a los quince días. No habían hecho nada, no habían hecho más que poner paños calientes, y así habían dejado pudrirse y corromperse a la República. Los nuevos poderosos eran astutos y simples, pero hacían algo. Eso era lo que deseaba el pueblo, eso era lo que le imponía respeto. También el Führer, precisamente en su astuta simpleza, inaccesible a cualquier crítica, en su fe terca y férrea, era el hombre adecuado para el pueblo, la contrafigura necesaria a los dirigentes anteriores. Había sido una revolución, una revolución deseada. Se habían hecho muchas barbaridades, pero esas manifestaciones acompañaban a toda revolución, y los afectados siempre hablaban de robo, crimen, fin del mundo. ¿No había Gustav leído ayer mismo la queja de un escritor egipcio desaparecido hacía más de cuatro mil años, muy parecida a lo que Gustav decía ahora? Habían pasado cosas espantosas, sí, pero de ellas eran responsables individuos, no el pueblo y no el nuevo Reich. Y si hubiera cien mil fechorías, se trataría de cien mil casos aislados.

Gustav miró su rostro serio y luminoso. Estaba menos tranquilo que antes. Lo que decía estaba sacado a toda prisa de aquí y de allá. La queja del poeta egipcio de hacía cuatro mil trescientos años. Su buena memoria ha retenido las palabras: «Los sabios han sido ahuyentados, el país está gobernado por unos pocos insensatos. El reinado de la chusma comienza. El hombre de la plebe está arriba, y lo aprovecha a su manera. Lleva el lino más fino y unge su calva de mirra, tiene una gran casa y almacenes de grano. Antes iba él mismo como mensajero, ahora envía a otros. Los príncipes le halagan, y los altos funcionarios del viejo Estado, en su angustia, hacen la corte al nuevo advenedizo». Gustav es amigo de las buenas citas, pero ésta, un tanto traída por los pelos, no basta para refutarle. Todo lo que ella ha dicho es un sucedáneo, muy por debajo de su nivel habitual. Anna es una persona veraz de pies a cabeza. Cuando cree en algo de todo corazón, sabe expresarlo bien. Lo que ahora alega es blando, quebradizo. No hace falta haber estudiado demasiada fisiognomía para ver que sólo lo cree en parte.

Gustav no tuvo dificultades para rebatirle. Se había incorporado a medias, apoyaba el rostro en la mano; en el cono de luz de la lámpara de la cama, era el centro de la estancia. Sí, era cierto, dijo, no era el pueblo el que había cometido tales fechorías. Era un grandioso testimonio de la bondad del pueblo el que, atizado por el gobierno durante catorce años a la persecución de los socialistas y los judíos, se hubiera mantenido tan tranquilo. No era el pueblo el bárbaro, sino el gobierno, el nuevo Reich, sus funcionarios y sus mercenarios. Todas las fechorías habían sido cometidas por mercenarios del gobierno, todas habían sido encubiertas por él. La barbarie no estaba sólo en los hechos, estaba precisamente en los principios de esos hombres nuevos. Ellos habían roto las antiguas varas de medir y legalizado la arbitrariedad y la violencia. No se reprochaba a este gobierno que hubieran ocurrido las fechorías, sino que impidiera toda investigación, que encerrase a los acusadores, sancionando con ello de antemano nuevas fechorías. Gustav habló de las desvergonzadas profesiones de fe en el terror que esa gente había plasmado en diez mil libros, discursos, decretos, de su desnudo y abierto pesebrismo. De su necia petulancia racial. Habían sacado un fetiche del desván, y revolvía el estómago tener que ver ahora cómo los catedráticos le hacían sacrificios en sus aulas, cómo los jueces dictaban jurisprudencia en su nombre. Es una comedia repugnante. Aparece un rey en ropa interior, y el pueblo cae de rodillas y grita con qué espléndido ornato viste. Sin duda, ahora están construyendo grandiosas máquinas en Alemania, trabajan con exactitud en sus fábricas, hacen una música magnífica, muchos millones de personas se esfuerzan por seguir siendo decentes. Pero junto a ellas se ha abierto la selva, se tortura y se cometen matanzas, y ellos tienen que apartar convulsivamente la vista y el oído. Son actos individuales, admitido; admitido también que cada maltrato individual, cada muerte aislada, es una pequeñez comparada con el conjunto. Pero es que el conjunto se compone de esas pequeñas cosas, como el cuerpo de células, y finalmente se echa a perder cuando se destruyen demasiadas células.

Tampoco esta vez Gustav habló con sobriedad, apenas mencionó cifras y datos. Pero dijo aquello de lo que estaba lleno; no eran palabras lo que exponía, se vertía a sí mismo. Ella le miró, su gran cabeza excitada y parlante en el cono de luz de la lámpara, cada una de sus arrugas iluminada con nitidez. No parecía joven, pero sí varonil, combativo. Era un Gustav distinto del que ella conocía. Su tibieza conciliadora había desaparecido: los acontecimientos le habían aferrado, se habían mezclado con él, habían endurecido, adensado la materia de la que estaba hecho. Anna le amaba.

Sin embargo, sólo le creía a medias. Lo que había tras esa frente angulosa se aferraba a ella. Era un trabajo agotador hacerle cambiar de opinión. La resistencia ante Gustav de ella era la resistencia de toda Alemania, envenenada, hipnotizada, regresando con espantosa lentitud de su estupefacción a la realidad. Ahí tenía él la confirmación que necesitaba. Lo que se había propuesto hacer era algo necesario.

Estaba donde quería estar. En realidad, ahora sólo podía permitirse unas pocas semanas tranquilas con Anna. Lo que tendrá que hacer después será muy duro para él. Ella, aunque ya no habló mucho más acerca de Alemania, estaba transformada. Por titubeante que se muestre, a su vuelta verá otra Alemania.

Vivieron unos días tranquilos y claros en su casa ruinosa, tan llena de limpieza y orden por dentro. En la paz de esta clara y latina orilla del mar era difícil de entender que a sólo veinte horas de distancia estuviera el país de las pesadillas, esa Alemania sobre cuyas ciudades caían de pronto los horrores de la selva virgen. Gustav y Anna caminaban por el ancho y dulce paisaje, la carretera subía en noble impulso por los acantilados, había vides, pinos y olivos a su alrededor, el mar resonaba uniforme en sus sueños y en sus velas, el ligero y fresco viento salino soplaba constantemente. Por las noches subían rebaños de cabras a las tranquilas colinas. La vida era ancha y tranquila, clásica.

Consiguió no decir una sola palabra sobre Alemania en cuatro días, incluso hubo horas en que la olvidó. Luego, de pronto, volvió a estar espantosamente presente.

Estaban sentados en uno de los pequeños y abigarrados cafés del puerto de la pequeña y próxima ciudad costera, y Gustav leía un periódico. De pronto, pálido bajo su piel morena, lo dejó caer. Anna lo recogió. En él decía que el famoso profesor alemán Johannes Cohen se había suicidado en el campo de concentración de Herrenstein. También Anna palideció al leerlo, primero en torno a los ojos, luego la palidez se extendió por todo su rostro.

—Vámonos —dijo.

Se fueron a casa, en silencio. Gustav bajó hasta el mar, se sentó en una piedra. Ella lo dejó solo. Por la noche, dijo:

—Tenías razón, Gustav. Me he equivocado. He mirado hacia otro lado. Tienes razón, Alemania ha cambiado. Naturalmente no es sólo esa muerte, y no es lo que tú me has dicho y lo que me has dado a leer, y no es porque, si supieran que estoy contigo, en Alemania me cortarían el pelo y me arrastrarían por las calles calificándome de desvergonzada. Pero cuando pienso en lo que he visto en Alemania, y cuando lo veo desde aquí con mis nuevos ojos, ahora, desde este momento, tengo que decir que me avergüenzo, Gustav. La nueva Alemania es radicalmente mala.

Gustav pensó en el rostro amarillento, inteligente, altivo, de su amigo Johannes. Suicidio, ley de fugas, fallo cardíaco, eran las causas oficiales habituales para la muerte en un campo de concentración. Luego se metía lo que había quedado del prisionero, huesos rotos, carne mutilada, en un ataúd sellado, y se entregaba a los familiares contra reembolso de los gastos y contra la garantía de que no se abriría el ataúd. Ahora también prohibían las esquelas con las palabras «Fallecido repentinamente».

—La gran mayoría de mis amigos y conocidos —dijo— estuvieron en el frente durante la guerra. Muchos cayeron. No conté mis muertos en esos últimos meses. Pero una cosa es cierta: desde que los populares llegaron al poder, han muerto más amigos míos de muerte violenta que en los tiempos de la guerra.

Cuando, más tarde, Anna le preguntó qué pensaba hacer, respondió:

—No callar. Eso es todo lo que sé.

Anna, titubeante, preguntó:

—¿No es una imprudencia?

El miedo que había en su voz le satisfizo. Se encogió de hombros.

—No puedo seguir viviendo así —dijo.

Llegó el verano, Anna tenía que regresar. Gustav la llevó a la estación de Marsella. Su rostro le parecía a ella más serio que antes, infantil y sin embargo viril, satisfecho en cualquier caso. Con sentimientos encontrados, temerosa por el destino de él, contenta ante su nuevo carácter, cruzó la frontera.

Él se quedó en el andén, vio desaparecer a Anna camino del país de la pesadilla. El tiempo que había pasado con ella había resultado agradable, y lleno de beneficio. Ahora sabía muchas cosas que antes, inconsciente e irreflexivo, le habrían agobiado.

Por el momento, siguió viviendo en la casa ruinosa en el acantilado, lejos de toda prisa. El orden que Anna ha creado no durará mucho, pero eso no le molesta. No se aparta de los hombres, charla con los que hay a su alrededor, pescadores, vinateros y aceiteros, turistas ocasionales. Pero también pasa mucho tiempo solo. Con sus hermanos, su gente, mantiene poca relación. Le escriben, pero responde poco, cada vez menos. Vive tranquilamente, seguro de su destino.

El dinero en su cartera disminuye. Podría dirigirse a Mühlheim o al banco suizo en el que tiene una cuenta; no lo hace. Se quedará aquí mientras haya dinero en el monedero. El dinero del banco está destinado a sus ulteriores fines.

Sus costumbres se vuelven más sencillas, vive sin necesidades. Camina o viaja en su cochecito, cada vez más echado a perder, por el ancho paisaje. Se le ve en cualquier parte tumbado al sol, tomando su comida: pan, queso, fruta, con un trago del áspero vino del país. También se sienta en las pequeñas tabernas, habla con campesinos, comerciantes, pescadores, cobradores de autobús. Hay altavoces, por las tardes se oye música en todas partes, por la noche se baila; la vida es colorida y ruidosa. Gustav se deja llevar. Sí, puede ser divertido, muy agradable; a menudo hay en él una chispa de aquel antiguo Gustav al que los hombres escuchaban con gusto, de cuya amistad estaban orgullosas las mujeres. También ahora las mujeres le miran y lamentan que se vaya. Está con frecuencia pensativo, raras veces triste. Las cosas del país de las pesadillas están ahí, no les cierra los sentidos, no están menos en él que más allá de la frontera. Pero aunque siempre están presentes, él se mantiene tranquilo, casi alegre.

En la cercana gran ciudad de Marsella, ve en una librería una nueva obra alemana, un folleto: «Relato sobre el avistamiento de una nueva especie humana. Dedicado a una amiga.

Por Friedrich Wilhelm Gutwetter». Compra el libro. Encuentra en él alguna cosa bella sobre la idea popular, frases sublimes y significativas, tan sublimes, por supuesto, que sólo se puede reconocer vagamente la idea. Es una idea sin dirección y sin número de teléfono, no se puede hacer nada de provecho con ella. Tampoco Sybil, su pequeña, esbelta, materialista Sybil, podrá hacer mucho con eso. Al día siguiente, cuando va a envolver el almuerzo, le falta papel. Arranca dos hojas del «Relato sobre el avistamiento de una nueva especie humana».

Desde Berlín le comunican que ahora también Jean, el viejo y digno criado del club de teatro, ha entrado en el partido popular. Eso le conmueve más. Sus últimos momentos en Berlín y aquellos cinco marcos no estuvieron bien invertidos. Habría empleado mejor el tiempo en Berthold.

A veces, cuando está solo abajo en su bahía o sentado en el terreno arenoso en pendiente, bordeado de pinos, ante la casa ruinosa de un marrón rosáceo, ve pescar a un hombre junto a los acantilados. En realidad los acantilados forman parte del terreno alquilado por él, podría echarle. Le gusta estar solo, pero la cercanía de la gente no le resulta desagradable. A veces el hombre chapotea en busca de erizos de mar, a menudo se tumba en los acantilados a tomar el sol. Pronto Gustav va a preguntarle la hora, entabla pequeñas conversaciones con él. Es bajo de estatura, de movimientos perezosos, tiene una gran cabeza con una gruesa barba de lobo de mar, lleva un traje ancho azul oscuro, de tela dura y basta, como muchos en esta región. Resulta que es uno de los numerosos alemanes que viven aquí abajo, un tal Georg Teibschitz.

El señor Teibschitz ha llegado de Alemania en las últimas semanas. Tiene poco dinero, pero lo suficiente para poder vivir tres o cuatro años, aquí o en otro sitio donde los inviernos no sean muy fríos. El señor Teibschitz se tiende al sol, guiñando los ojos, hundidos y somnolientos en su pesada cabeza, sestea, hace largas pausas entre las frases, antes de las respuestas. Ha visto mucho y ha vivido mucho. Parece ser que hace unos cuantos años era rico, luego su dinero se esfumó, después parece haber vuelto a tener dinero. Ahora sólo quiere una cosa: tranquilidad y poca gente a su alrededor. Ha visto aquí cerca una casita, casita es demasiado, una caseta de perro, una agradable caseta de perro en un agradable paisaje, de un pardo grisáceo, con muchos olivos. La caseta costará sus buenos quince mil francos. El señor Teibschitz ha dejado una mujer en Alemania que podría enviarle el dinero, pero no se hace muchas ilusiones: probablemente no se lo enviará.

El señor Teibschitz carece de necesidades, pero ama los pescados y mariscos de todas clases, y sabe cocinarlos bien. Gustav le ofrece hacerlo en su cocina. Tiene carbón vegetal y una especie de parrilla. El señor Teibschitz, con la experta ayuda de Gustav, coge los peces, los asa con aceite, añade romero y tomillo; también sabe preparar una sabrosa bullabesa. Come despacio, con placer, mastica lentamente, chasquea un poco la lengua.

Cuando el señor Teibschitz aún era rico, tuvo algunos intereses estéticos. Sobre todo se interesó por cuadros, poseía una hermosa colección, su punto fuerte eran los paisajes. Tiene sentido del paisaje, puede describir en pocas palabras un paisaje de tal modo que uno lo ve. Ha hecho grandes viajes y se ha percatado bien de lo que vio. Si la mujer le deja en la estacada y no puede comprar la caseta de perro, probablemente haga un viaje a pie, por Italia, por Sicilia. Esto es lo que cuenta el señor Teibschitz al señor Oppermann, fragmentaria, perezosamente, mientras pesca, mientras se tumba al sol en los acantilados, mientras prepara el pescado.

Un día, el señor Teibschitz se presenta muy cambiado. Se ha hecho afeitar la barba de lobo de mar. Le daba problemas para comer, explica a Gustav. Gustav tiene una influencia nefasta sobre él, añade a su manera perezosa y burlona, va a terminar de convertirlo en un sibarita. Pero la realidad es lo contrario. La presencia del otro hace a Gustav cada vez menos exigente. Ahora también él se compra un traje ancho, azul, de tela basta, como el del otro. Desde que el señor Teibschitz se ha hecho afeitar la barba, se aprecia cuánto se parecen los dos hombres, incluso cuando se sientan juntos con sus anchos trajes azul marino. Involuntariamente también, el uno adopta las costumbres del otro. Antes Gustav luchaba contra su mala costumbre de rechinar los dientes, ahora se deja ir. Cuando el señor Teibschitz chasquea la lengua, él rechina los dientes. En una ocasión, riendo, constata:

—Nos estamos pareciendo el uno al otro, señor Teibschitz. El señor Teibschitz le contempla.

—Usted tiene aspecto de persona más importante, doctor Oppermann —dice de forma pesada, seca, opaca.

El señor Teibschitz no habla con frecuencia de las cosas de Alemania, pero tampoco las evita. Estaba a gusto en Alemania. El cielo alemán, el paisaje alemán, las gentes de Alemania le eran muy queridas. Lástima que ahora echen a perder el paisaje con sus cruces gamadas. El año anterior, en Nidden, vio una esvástica que cubría por completo la mayor de las gigantescas dunas del lugar. Naturalmente, tres días después el viento se la había llevado. El paisaje soporta muchas cosas, pero al final siempre sigue siendo el mismo. Cuando aún tenía dinero, volaba mucho. De esa forma se ve lo grande que es el país, y la diminuta porción de él que ocupan los grandes asentamientos de los que tanto se enorgullecen. Lástima que ahora ese hermoso país esté rabioso. Los demás aún no quieren darse cuenta del todo. Creen que si apaciguan al perro rabioso no morderá. Pero, por lo que él sabe de los perros rabiosos, no son así.

Lástima por la hermosa Alemania. Y enseña a Gustav la foto de un paisaje prealpino.

Ahora, con sus modestos ingresos, el señor Teibschitz colecciona fotos en vez de cuadros. Gustav contempla gustoso varias piezas de la colección. Hombres, paisajes. El señor Teibschitz le muestra también cabezas de la nueva Alemania. Cabezas de los nuevos dirigentes, cabezas muy vacías llenas de rigidez histérica y brutalidad. Uno tras otro están ante el micrófono, con la boca muy abierta. El señor Oppermann y el señor Teibschitz, en sus anchos trajes azul marino de tela basta, se inclinan sobre las fotos, contemplan las cabezas, una boca abierta detrás de otra. No dicen nada, sólo se miran, sus propias bocas se ensanchan, sonríen. Y de repente, a pesar de todo lo que los hombres que tienen esas cabezas les han hecho, estallan en risas, de una manera estruendosa, relajados. Y entonces el señor Teibschitz señala la corona de esta parte de su colección: una foto en la que varios de los más conocidos dirigentes populares escuchan un concierto. Los que antes habrían las bocas de forma tan salvaje y brutal están ahora fláccidos, sentimentalmente entregados a la música, los ojos soñadores.

Que también podrían hacer otras cosas lo muestran otras fotos de la colección del señor Teibschitz. Allí había postales de las que se vendían en Alemania para el fondo de apoyo a los mercenarios, a veinte céntimos la pieza. Se representaba, por ejemplo, a mercenarios rapando a un joven judío, exhibiendo a una chica en un escenario con el cartel: «Yo, criatura desvergonzada, me he entregado a un judío», a un dirigente sindical llevado por las calles en una carreta. Los rostros de las víctimas estaban terriblemente tranquilos, el joven judío tenía la cabeza inclinada, la muchacha la boca entreabierta, el líder sindical, un hombre viejo y calvo, iba en el carro con las piernas cruzadas, el torso inclinado, agarrándose trabajosamente con una mano, la boca firmemente cerrada. El señor Teibschitz alargó las postales a Gustav, una tras otra, su mano morena y velluda salía trabajosamente de la estrecha manga de la blusa azul. Gustav miró las fotos largo tiempo, también tenía la boca apretada. ¿No estaban realmente locos, para vender y enviar al mundo su vergüenza de forma triunfante?

—¿Entiende usted —preguntó— cómo puede la gente en Alemania soportar esto? ¿No se sublevan al verlo?

El señor Teibschitz, a su lenta y perezosa manera, dijo que ya había furia en Alemania. Había oído algunas cosas. En un campo de concentración de la región de Braunschweig, por ejemplo, cuando los prisioneros se enteraron de la muerte de Clara Zetkin quisieron honrar su memoria. Decidieron guardar silencio durante veinticuatro horas. Este silencio irritó a sus guardianes populares. Les hicieron pasar hambre, endurecieron la «instrucción». El propio comandante del campo, un experto popular, aplicó los más duros de los métodos ensayados para romper el irritante silencio. Lo que consiguió fue que al caer la tarde veintidós prisioneros tuvieran que ser llevados al lazareto debido a peligrosas hemorragias. Los prisioneros siguieron callando. Los dejaron sin cenar. El silencio de los cuatrocientos era tal que se doblaron los puestos de guardia y se montaron las ametralladoras en las torres de vigilancia. El comandante y los suyos pasaron la noche en estado de alerta. Por la mañana, hizo sacar a tres presos entrados en años de los barracones y, como seguían callando, los fusiló. En otra ocasión, el señor Teibschitz habló de la ejecución de cuatro trabajadores del distrito hamburgués de Altona que habían sido apresados en un ataque de los populares a un barrio obrero. Hicieron formar a setenta y cinco presos para que contemplaran la muerte de sus compañeros. Cuando se preguntó su último deseo al más joven de los condenados, pidió poder estirar los brazos una vez más. Liberado de sus cadenas, propinó un puñetazo en la cara al jefe de los mercenarios. Luego subió al patíbulo.

El señor Teibschitz contó varias historias de ese tipo, con detalles tan exactos que era imposible que fueran reproducción de vagas noticias de prensa. En una ocasión, Gustav le preguntó:

—Dígame, señor Teibschitz, ¿cómo sabe esas cosas con tanto detalle?

El señor Teibschitz, a su manera acostumbrada, pasó largo rato sin abrir la boca. Gustav dudaba ya de que fuera a responderle. Era entrada la tarde, el cielo estaba pálido. Había salido la luna, una luna amarillenta, creciente; el sol y la luna se alzaban a la vez en el cielo.

—Nosotros éramos informados con mucha precisión de todas estas cosas —dijo al fin el señor Teibschitz.

—¿Quiénes son «nosotros»? —preguntó Gustav. Lo hizo titubeante, no conseguía del todo ocultar su excitación. El señor Teibschitz bostezó:

—«Nosotros» éramos números, si quiere usted saberlo con exactitud —respondió. Yo por ejemplo era el número CII734. Se trata de un servicio de información en el interior. Una especie de misión interior —añadió pesadamente. Algo fatigoso, la emigración interior, se lo aseguro. Se vive en restaurantes, hoteles, se duerme todas las noches en un sitio distinto, con la policía siempre pisándote los talones. Probablemente vender muebles Oppermann sea más fácil.

—¿Y qué clase de gente son esos «nosotros»? —siguió preguntando Gustav.

—Son —respondió el señor Teibschitz— funcionarios del partido, proletarios, muchas mujeres, incluso niños. El consumo de material humano es grande. Pero hay donde elegir: también el número de desilusionados es grande. Naturalmente, sólo se puede aceptar a gente que sepa con exactitud cómo son las cosas para alguien que no tiene dinero —volvió mínimamente la pesada cabeza; guiñó ligera, jovialmente, un ojo somnoliento a Gustav—: Usted por ejemplo, doctor Oppermann, tendría pocas posibilidades.

Los dos hombres callaron un buen rato. El sol se ponía.

—No debe imaginar que se trataba de un trabajo romántico —dijo aún el señor Teibschitz. Al contrario, era inusualmente aburrido. Trabajo de oficina bajo la espada de Damocles. Aburrimiento y peligro juntos es demasiado. Finalmente, me resultó demasiado aburrido y no pude más. Hace falta un odio firme y grande para aguantar. Ya no soy capaz de producir tanto odio. Cuando se le ha dejado a un loco una ametralladora, no tiene sentido odiarle porque ya no se le puede quitar. El hombre inteligente se larga.

Por lo demás, casi no hablaban de política. Podían pasar horas juntos en silencio, pescando, contemplando a los pescadores, observando a las hormigas, pequeños cangrejos de mar, arañas. Cuando querían pasar un día emocionante pescaban erizos, que abundaban en la pequeña bahía.

Una mañana, el verano avanzaba sensiblemente, el señor Teibschitz le dijo a Gustav que pronto emprendería el viaje a pie por Italia. Había tenido noticias de la mujer de Alemania. Le daría todo el dinero que quisiera, pero sólo dentro de Alemania. Así que su caseta de perro se había ido al garete.

Gustav estaba consternado. Una idea se agitaba en su interior. Esa misma mañana, hizo al señor Teibschitz una propuesta. No se atrevió a hacerla directamente, dio torpes rodeos, sonrió con un embarazo casi infantil. Estaba dispuesto a dar al señor Teibschitz el dinero para la adquisición de la caseta de perro. La única condición que ponía era que el señor Teibschitz, que se bastaba con su carné de identidad, le diera su pasaporte. El señor Teibschitz dijo «hum», nada más.

Por la tarde, llevaba consigo su pasaporte. Examinó a Gustav de arriba abajo.

—Estatura media —controló la descripción de su pasaporte—, rostro redondo, color de los ojos marrón, color del pelo rubio oscuro, marcas especiales ninguna. Suerte que me dejara el bigote después. De lo contrario, se diferenciaría usted de mí también en la foto. Ahora sólo parece más importante —añadió a su manera pesada, un tanto insidiosa—. Pero quizá los hombres de la frontera no lo aprecien. Muy bien, señor Teibschitz —dijo, y le dio el pasaporte. Además, le regaló un traje gris que había llevado mucho tiempo. Gustav odiaba los trajes grises, pero se lo agradeció mucho, y le cedió a su vez su gastado cochecito por el resto del tiempo de alquiler.

—Que le vaya bien, señor Teibschitz —dijo el señor Teibschitz cuando Gustav se fue. Y cuando se le haga demasiado aburrido, y le garantizo que se le hará, venga a mi caseta de perro.

Gustav no se dio prisa. Se detuvo en Marsella, en Lyon, en Ginebra, en Zürich. En Zürich se encontró con su sobrino Heinrich.

El rostro del chico de piel delicada y morena seguía siendo muy infantil, pero sus ojos habían envejecido, se habían vuelto más reflexivos; ahora su mirada era con frecuencia tan somnolienta, contemplativa y astuta como la de su padre. Había reflexionado mucho en las últimas semanas. Las palabras y conceptos acudían a él con dificultad, pero al final su buena y sana razón triunfaba siempre sobre aquella sorda violencia que le había impulsado a su fallido enfrentamiento con Werner Rittersteg. No era fácil para un chico tan joven, que se había educado en Alemania y la amaba, digerir en aquellas semanas las cosas que sucedían en su país. Heinrich sabía que los populares no sólo habían empujado a la muerte a su primo Berthold Oppermann, sino también a muchos otros; había leído aquella disposición que establecía que en los colegios tenía que haber máscaras antigás para todos los estudiantes, a excepción de los judíos. Apretaba sus jóvenes y fuertes puños, pero no confundía a los populares con los alemanes, y mantenía la prudencia cuando se hablaba de Alemania.

Ahora estaba en la habitación de hotel de su tío Gustav, sentado en la repisa de la chimenea, esforzándose por mantener el equilibrio y porque aquella frágil cornisa no se desplomase debajo de él. Gustav le preguntó por sus planes para el futuro. Heinrich ha decidido definitivamente ser ingeniero. Le interesan sobre todo ciertos trabajos de ingeniería subterránea. Ve muchas posibilidades en ellos. Va a trabajar varios años en Inglaterra y América, pero su objetivo sigue siendo trabajar en Alemania. Seguro que tendría mejores expectativas en cualquier otro sitio, pero Alemania es el trasfondo necesario para sus planes favoritos, porque al fin y al cabo no piensa abandonar su formación humanística aunque le sirva de poco en su profesión de ingeniero. Le gustaría trabajar en Alemania. Se le pasa por la cabeza una autopista por debajo de Berlín, un metro para Colonia. No deja que los locos le confundan acerca de su Alemania.

Su tío Gustav extrae lo que le conviene. Así que también el muchacho quiere manifestarse, a su manera. Ellos no le quieren en Alemania, pero él la quiere; quiere llevar a Alemania aquello que considera bueno. Esto conmueve mucho a Gustav. Y, sin transición, le habla de otros alemanes que no se dejan confundir. De los niños que a pesar de los golpes se niegan a cantar el himno de Horst Wessel, de los jueces que se dejan encerrar en campos de concentración antes que hacer el saludo romano, de los presos a los que es posible fusilar, pero no rompen su silencio.

Pero Heinrich no es la persona adecuada para oírlo. Salta de la repisa de la chimenea, camina arriba y abajo. No, Sir, dice, tales manifestaciones no pueden inspirarle respeto. También él ha oído algunas cosas al respecto, excepto una: si servían de algo. No podía imaginar que sirvieran de algo. Mártires ya hemos tenido suficientes. Basta. Curva los labios, muy rojos, baja un poco los párpados, parece de repente adulto, parecido a su padre, pero más amargo que él, más duro.

—No se puede hacer una manifestación más imponente que la de la propia muerte —dice. Berthold se manifestó de ese modo. Yo era muy amigo suyo. No sirvió de nada que muriese. Y por muchos que mueran o se hagan encerrar en esos espantosos campos, no servirá de nada.

Ha hablado con decisión, casi con un poquito de patetismo. No le gusta. Rápidamente desciende a la cotidianeidad.

Well —dice, sonríe, y vuelve a ser completamente joven. Soy un mal polemista, pero tengo aquí un amigo, un estudiante, un joven suizo, que lo hace mucho mejor y puede decir con más precisión lo que quiero decir. He quedado con él esta tarde en el café Corso. Quizá quieras venir tú también. Seguro que Pierre te interesa. Es realmente una lumbrera.

Gustav acudió. El amigo de Heinrich resultó ser un joven rubio, divertido, bastante insolente, de unos diecinueve años. Su nombre era Pierre Tüverlin, y era hermano del famoso escritor, según se supo pronto. Con su rostro abierto y simpático, su cabello rojizo, sus ojos casi sin pestañas, no le preocupaba ganarse rápidas simpatías. Aun así, a Gustav no le disgustó la relajada despreocupación con que exponía sus tajantes y precoces opiniones.

El café era grande, ruidoso, lleno de humo y de música a todo volumen. Pero era evidente que los dos chicos se sentían muy bien. Apenas contó Heinrich de qué había hablado esta mañana con su tío Gustav, cuando Pierre Tüverlin se lanzó sobre él con su voz clara y ahogada, superando sin esfuerzo la música:

—No, señor, eso no es así. No hay nada que hacer con el romanticismo. Por mí puede ahorrarse todos sus ejemplos. Son condenadamente anacrónicos, como si además se toma un veneno. Los ejemplos no valen contra una ametralladora.

Heinrich escuchaba a su amigo con ojos llenos de fe.

—Razón, razón y más razón —concluyó. Eso es lo que necesitamos ahora.

Y Heinrich recalcó:

Common sense. Todo lo demás sobra. Quien quiera hacerlo de otro modo estará fuera de lugar.

Gustav estaba sorprendido, casi triste, de que unos chicos jóvenes pudieran atenerse a cosas tan frías. La música tocaba en ese momento un popurrí de La muda de Portici. Hacía cien años, esa ópera había arrastrado a sus oyentes en Bruselas de tal modo que se lanzaron a la calle e hicieron la revolución. Estos chicos no se iban a dejar arrastrar por una cosa así.

—¿Y Sócrates? ¿Séneca? ¿Cristo? ¿Fue inútil su muerte? —pregunto.

—No lo sé —dijo rechazante el señor Tüverlin. Pero sé que desde que existe el conocimiento experimental es más inteligente vivir por una idea que morir por ella. Así se sirve más a la idea. Unos cuantos pueriles calumniadores aseguran que el gran Galileo dijo: «Y sin embargo, se mueve». No dijo nada. En cuanto vio los instrumentos de tortura, abjuró a toda prisa. Y era un gran hombre. Si él sabía exactamente que sin embargo se mueve, ¿por qué no iba a decir que no se movía? Lo dijera o no, se movía, pensó. Y eso es lo que deberían hacer sus hombres ejemplares, señor. Deberían gritar «Heil Hitler» y pensar otra cosa. Sus hombres ejemplares, señor —concluyó, subrayando cada palabra con el vehemente agitar de su mano derecha, recubierta de un vello rojizo—, son inútiles, románticos, anacrónicos. En nuestra época al menos, los ademanes de mártir son absurdos.

Ahora, Heinrich se avergonzaba un poco de su vehemencia anterior. Estaba sentado, rígido, en su cómodo sillón de café, con la actitud de un hombre que hace una visita ceremoniosa.

—Mis padres y yo —dijo— hablamos con frecuencia de lo que deberían hacer los judíos de Alemania. Están en una situación espantosa. La mayoría no pueden salir, no tienen dinero, no les dejan entrar a ningún país. Se esfuerzan en mantener su negocio en Alemania en las más difíciles circunstancias. Les escupen por donde van, están fuera de la Ley, en los baños está escrito que no pueden pasar, en sus pasaportes estampan «judío», ninguna chica cristiana puede ir por la calle con ellos, los echan de las asociaciones, no pueden jugar al fútbol más que entre ellos. Si uno se queja a la policía, recibe la respuesta de que eso no es más que la justa ira del pueblo. ¿Deberían manifestarse? ¿Les estás pidiendo, tío Gustav, que se planten en la calle y griten: «Vosotros sois los inferiores, y nosotros los mejores»?

—Yo no estoy pidiendo nada, muchacho —dijo Gustav. Probablemente los judíos de Alemania tienen razón.

La música era estruendosa, las tazas entrechocaban, la gente alrededor charlaba a voces; aun así, Gustav habló sin demasiado énfasis, y tan cortésmente que los jóvenes, que habían querido replicar enseguida, se quedaron callados por un instante.

Entonces Tüverlin dijo, más moderado:

—Gente que lleva décadas casada con judías y tiene hijos de ellas ha declarado que ahora se dan cuenta de su error, se avergüenzan de ello, además hace años que no se acuestan con sus mujeres judías, y han pedido el divorcio. Son unos cabrones. Sin embargo, no es posible saber si emitieron esa declaración de acuerdo con sus mujeres, para facilitarle la vida a ellas y a sus hijos. Entonces no serían unos cabrones, sino personas inteligentes.

Well —dijo Heinrich—, tiene que ser condenadamente difícil aguantar cuando alguien que es diez veces más insignificante que uno mismo te escupe en la cara. Creo que a veces hace falta autocontrol, inteligencia y cerrar la boca. Mi compañero Kurt Baumann me ha escrito que ahora tienen temas como «¿Qué es lo heroico?», y cosas por el estilo. Nunca saqué más de un seis en lengua, pero me gustaría escribir esa redacción. Verías la cara que ponían. Me darían un cuatro, pero merecería un diez.

Poco podía decir Gustav contra lo que alegaba su joven sobrino, pero tenía las imágenes surgidas de los documentos de Bilfinger, pensó en las fotos del señor Teibschitz, en el Johannes de sus visiones, la marioneta encima de la caja, haciendo grotescas flexiones, de rodillas, de pie, graznando como un papagayo. Así que ante la racionalidad de los jóvenes se instaló en una segura y suave obstinación, y sin reproche alguno, pensativo, dijo a su sobrino Heinrich:

—Creo que, de pura razón, habéis olvidado odiar.

El rostro infantil de Heinrich enrojeció. Toda la delicada piel morena de su ancha y gran cabeza estaba roja. Pensó en cómo había escrito la denuncia contra Rittersteg, pensó en el bosque de Teupitz, en la delgada luna, en cómo había apretado la cabeza de Werner contra la tierra húmeda, y en cómo lo había hecho todo a medias porque su odio no era suficiente. Parecía furioso y confuso.

—No soy de madera —dijo finalmente. Pero, tras un silencio mínimo, añadió—: Por eso, estiraría la mano y gritaría «Heil Hitler» —insistió. Sure —aseguró. Lo haría diez veces.

Y Pierre Tüverlin, de diecinueve años, cerró el debate con su voz ahogada:

—No tiene sentido querer influir en los sentimientos de la gente con hermosos discursos y gestos. Cambiad los presupuestos y cambiaréis a la gente. No al revés.

Yes, Sir —dijo Heinrich con sus diecisiete años. Luego Gustav pagó el café, los bollos y los cigarrillos de los dos chicos, y se fueron.

Gustav recogió esa misma noche todo lo que traía consigo, también los documentos de Bilfinger y el paquete de correspondencia privada con la tarjeta admonitoria, y lo envió a Lugano, a casa de su cuñado. Luego, con una astuta sonrisa, se puso el traje gris que le había regalado el señor Georg Teibschitz.

Era un día radiante cuando el hombre que llevaba el pasaporte de Georg Teibschitz cruzó la frontera, un hombre pesado, lento y amigable vestido con un traje gris raído, con una gastada maletita en la mano.

Anduvo por ahí, primero por el sur de Alemania, por Baden, por Suabia, por pequeñas ciudades, pueblos, el comerciante Georg Teibschitz, que ha trabajado un tiempo por su cuenta, ha hecho mucho dinero, ha trabajado luego al servicio de otros y en este momento estaba en paro. Tenía buenos papeles, el hombre de Bandol le había dado aún más legitimaciones; podía probar lo que decía.

No tenía prisa. Respiraba el aire alemán, veía el paisaje alemán, oía voces alemanas, flotaba en una dulce y gran dicha, como en un ancho mar. Recorrió las calles, atravesó el país en esa maravillosa primavera, respiró, miró. En esos días, estaba de acuerdo consigo mismo y con su destino como nunca antes. La vida fluía, tranquila, monótona, fuerte como siempre, y él se dejaba llevar.

Sólo que precisamente porque la paz y el orden que se respiraban en esta Alemania le habían enganchado enseguida, porque se movía con el movimiento de los otros, empezaba a tener los pensamientos de los otros, sintió doblemente el peligro de la falsa calma, la necesidad de mostrar la clase de descarado embuste que era este aparente orden.

Lentamente, empezó su actividad. Ahora le ayudaba haber charlado tanto en esas últimas semanas, allá abajo, junto al mar meridional, con pescadores, cobradores de autobús, gentes sencillas de todas clases. Se lanzó a largas conversaciones con pequeños burgueses, campesinos, trabajadores. La gente no ocultaba ante él sus asuntos privados, pero en cuanto empezaba a hablar de política, se cerraban. No era buena época para hablar. Aun así, consiguió hacer hablar a alguno que otro.

Estaba decepcionado. Las imágenes que habían brotado en él después de los relatos de Frischlin, Bilfinger, Teibschitz, tenían salvajismo y color: la realidad era gris y sobria. Se aceptaban las fechorías de los mercenarios con un encogimiento de hombros. Ya se sabía que los populares eran unos cerdos, no hacía falta que nadie viniera a decírselo a uno. Que se golpeaba a los detenidos, que se les echaba sal en su escasa comida y no se les daba agua para la sed, que se les obligaba a untarse mutuamente con sus propios excrementos eran cosas contra las que se estaba inmunizado. Lo que preocupaba era la cuestión de cómo poder calmar la extrema necesidad con sueldos cada vez más escasos. El problema de las masas no era la barbarie de los populares, sino la obligación de salir adelante con los dos céntimos que ahora les deducían del sueldo.

De vez en cuando, en cafés, pequeños restaurantes, ante las oficinas del paro, Gustav topaba con agentes de aquella misteriosa organización de la que Georg Teibschitz le había hablado. Trataba de establecer relación con ellos, pero no lo lograba. Estaba claro que esa gente sólo querían ser números, como le había contado el señor Teibschitz. Un hombre como Gustav no podía llegar hasta ellos.

En una ocasión, inesperadamente, en la ciudad de Augsburg, se encuentra a Klaus Frischlin. Frischlin no levanta la voz, no quiere llamar la atención. Tanto más cortante es lo que dice:

—¿Se ha vuelto loco? ¿Qué se le ha perdido en Alemania? ¿Cómo ha venido aquí? Le daré la posibilidad de volver a cruzar la frontera, pero por favor, esté fuera dentro de veinticuatro horas.

Por inesperado que fuera este encuentro, hacía mucho que Gustav estaba interiormente preparado para él. Había sido Frischlin el que le había atraído a esta historia, siempre Frischlin, desde el momento en que le dijo por teléfono que iba a ir a Berna. Frischlin fue el primero en hablarle de los acontecimientos en Alemania, por Frischlin habló Bilfinger con él. Frischlin le hizo llegar esa tarjeta que le llamaba a la tarea que había que hacer, aunque no pudiera ser culminada. Frischlin es, hace mucho que Gustav lo sabe, el hombre que convirtió a Georg Teibschitz en el núm. CII734. Como un escolar que hace voluntariamente un trabajo que supera sus fuerzas, pero que aun así tiene derecho a esperar ser elogiado por su buena voluntad; astuto, socarrón, con una sonrisa confusa e infantil que abarca toda la gran cara mal afeitada, Gustav confía al otro su secreto:

—Espero que no tenga nada en contra de que yo sea CII734.

Pero el gesto de Frischlin se petrifica.

—Está loco —dice con dureza. ¿Qué es lo que se ha creído? No nos hace ninguna falta aquí. No puede causar más que daño —se volvía cada vez más vehemente—: ¿Qué se ha imaginado, hombre? ¿Qué busca aquí? Vaya un quijotismo. Qué heroísmo de libro. ¿A quién quiere impresionar? Como mucho a sí mismo. Lo que usted hace despierta irritación, no admiración.

El rostro de Gustav se había apagado. Sus mejillas, sin afeitar, colgaban fláccidas, era un viejo. Aun así, las palabras de Frischlin no le hicieron vacilar ni un momento. Quejumbroso, terco, como un niño que insiste en sus propósitos porque los adultos no le entienden, sacudió lentamente la gran cabeza:

—Creía que precisamente usted me entendería, doctor Frischlin.

A Klaus Frischlin le habría gustado sacudir aún más fuerte a Gustav. Ese hombre no sólo se hacía daño a sí mismo, sino a todos ellos. Y el tono en que Gustav había hablado le mostró que sin duda de ese modo no se iba a hacer entender. También de pronto sintió lo ajeno que se le había vuelto ese hombre corpulento, ajeno a la realidad, con su entusiasmo infantil, su suave testarudez, la virginidad que había conservado durante cincuenta años hasta llegar a esta Alemania.

—Doctor Oppermann —dijo, y Gustav nunca habría creído que ese hombre pudiera hablarle tan cálida y enfáticamente—, no quisiera que le ocurriera nada. Pero es inevitable que lo cojan si anda por aquí tan indefenso y tan rebelde. Por favor, váyase de Alemania. Por favor, lárguese. Créame, nuestro Lessing le diría lo mismo —concluyó con una ínfima sonrisa.

«Nuestro Lessing». Gustav se alegraba mucho de que Frischlin hubiera dicho «nuestro Lessing».

—¿Se acuerda —preguntó— de aquella cita de Lessing que yo quería anteponer al libro tercero?: «Camina con tu paso imperceptible, eterna providencia. Pero no permitas que esa imperceptibilidad me haga dudar de ti. No me dejes dudar de ti aunque parezca que tus pasos caminan hacia atrás. No es cierto que el camino más corto sea siempre la línea recta. Tienes que cargar mucho en tu eterno camino, dar muchos rodeos»… Fíjese —concluyó triunfante—, por eso estoy aquí.

—Es una locura, hombre —dijo Frischlin, otra vez seriamente indignado. Precisamente por eso tiene que irse. ¿Qué es lo que pretende? ¿Ayudar a la providencia a dar un rodeo? Naturalmente, se le necesita para decir a la gente lo que hay. Hace mucho que la gente sabe lo que hay, pero no quiere saber nada. Lo que quiere saber es: ¿qué debemos hacer? ¿Lo sabe usted, doctor Oppermann? ¿Tiene usted una solución? Mire por dónde: nosotros tenemos una. Por eso permito a mi gente que arriesgue su vida. A usted no se lo permito —dijo con vehemencia.

Los dos hombres caminaron un trecho sin hablar.

—¿Está muy furioso conmigo? —preguntó finalmente Gustav, implorante, triste, como un chico que se ha llevado una bronca, aunque en lo más hondo de su interior sabe que tiene razón. Frischlin se encogió de hombros:

—Lo siento por usted, doctor Oppermann —dijo, y el tono fue tan parecido al que Mühlheim empleaba a veces con él que, a pesar de la ira de Frischlin, Gustav se sintió feliz por este encuentro.

Prosiguió su vida con dulce testarudez. Ahora estaba en aquellas regiones de las que hablaba el relato de Bilfinger. Caminaba por el bello paisaje suabo. Quería completar el material de Bilfinger; porque llegaría el día en que ese material tendría un interés más allá del histórico.

Pero semejante actividad le reportó una decepción. Las gentes que hasta ahora habían sido nombres, palabras, letras resultaron ser, una vez ante él, mucho más sombras que las imágenes de su fantasía. Lo único corpóreo era su miedo, su ser enormemente intimidado. A la menor alusión enmudecían, le mostraban la puerta. A alguno de los testigos oculares, en tanto no tenían que ver con las víctimas, pudo hacerles soltar la lengua; los rostros de las propias víctimas, cuando se hablaba de lo ocurrido, se petrificaban en la decisión de no haber visto nada, de no saber nada.

Este miedo acumulado, este espanto profundamente asentado, llenaba a Gustav de una compasión física. Trató de hacer hablar a los atemorizados desde muchos ángulos. No sólo era su necesidad de material; creía que los golpeados superarían más fácilmente el horror que había arruinado toda su vida si hablaban de él.

En una ocasión, estaba sentado con un veterinario, un tendero y un mecánico ante un vaso de vino. Se indignaron cuando se habló de lo que había pasado en su ciudad. Se dejaron llevar, utilizaron palabras fuertes. Gustav aportó lo suyo. En la mesa de al lado se fijaron en ellos. Antes incluso de salir del local, fueron detenidos.

En el campo de concentración de Moosach tomaron sus datos personales: Georg Teibschitz, de Berlín-Charlottenburg, Knesebeckstrasse 92. Edad 49 años, ingresado por derrotista. Le raparon la cabeza, le hicieron desnudarse —se desprendió a disgusto del traje gris—, le obligaron a ponerse un traje a rayas. La chaqueta era demasiado larga, los pantalones demasiado pequeños, Gustav tenía un aspecto ridículo; si le hacían arrodillarse, se rompería por todas las costuras. Pensó en Johannes. Tenía miedo a las flexiones y a la vez las esperaba con secreta tensión.

Lo llevaron a un patio. Lo pusieron en fila con otros cinco, les hicieron ponerse firmes. Tres jóvenes mercenarios de duros y benignos rostros campesinos les vigilaban.

Los seis tenían que mantenerse firmes, nada más. Durante la primera media hora, la tensa posición no agotó en exceso a Gustav. Sordamente, en lo más hondo de su interior, siempre había sentido que su empresa tendría un final así, estar aquí de pie, con el cuerpo rígido, cruelmente vigilado por unos muchachos necios y benévolos. Aun así, se había entregado con placer a su tarea. Que Frischlin y el joven Heinrich la encontraran absurda: él sabía que estaba hecha a su medida. Durante mucho tiempo, Johannes Cohen había sido un reproche para él. Johannes, aguantando en su cátedra en medio de los estudiantes sajones amotinados; Johannes, la marioneta, haciendo flexiones, uno, dos; el muerto Johannes, con los huesos rotos, una bola de carne desgarrada en un ataúd sellado. Ahora Johannes ya no podía reprocharle nada. Estaban al mismo nivel.

Así pensaba y sentía Gustav durante la primera media hora. Desde ese momento sólo sintió una cosa: no lo soportaré. Los habían dejado sin comer. Su vecino había empezado ya a aflojar, a hundirse sobre sí mismo; la porra de goma le había ayudado a volver a ponerse firme. Si al menos la nuca no me doliera tanto, pensó Gustav. Voy a adelantar el pie derecho. No, el izquierdo. Entonces golpearán. Aun así, voy a adelantar el pie izquierdo. Sencillamente lo levantaré y lo sacudiré un par de veces. Pero no lo hizo.

Luego, al fin, pudieron mover los miembros. Fue una gran dicha, hacía al mismo tiempo daño y mucho bien. Hubo cena, un bocadillo de manteca. Gustav estaba sediento, pero por desgracia no les dieron agua. En vez de eso, se les hizo formar para la revista. Tuvieron que saludar a la bandera con la cruz gamada que estaban arriando, con el brazo en alto al modo romano, y cantar el himno alemán. Luego, por fin, pudieron irse a dormir.

Gustav compartía habitación con otros veintitrés. La habitación era estrecha y apestosa, no era agradable pensar en cómo olería él dentro de algunas horas.

Primero, la sed atormentó a Gustav. La paja pinchaba y crujía, el olor se hacía cada vez peor. Pero la sed hacía olvidar el mal olor, el doloroso cansancio hacía olvidar la sed y el olor. Había focos iluminando el edificio. A intervalos de menos de un minuto, su luz estridente pasaba sobre la cara. Los guardias se acercaban al barracón, gritaban, maldecían. A lo lejos, uno que sin duda estaba siendo «interrogado» gritaba, aullaba de manera prolongada. Gustav yacía de costado, rechinando levemente los dientes. Se durmió. Se durmió profundamente. Ni los focos, ni el ruido, ni la sed, ni el mal olor le molestaron, hasta que a la mañana siguiente un agudo toque de corneta le arrancó del sueño.

Después de haber rezado su oración matinal, plantados firmes junto a sus catres, llegó algo bueno para Gustav: trajeron agua. Fue espléndido sentir la humedad goteando sobre los labios adelantados, por la garganta abajo. Por desgracia, el que había tras él empujaba. Pero la dicha volvió otra vez. Hubo desayuno: un agua caliente y negra llamada café, con un trozo de pan. De acompañamiento, naturalmente, el himno de Horst Wessel y el de Alemania.

Marcharon hacia el patio. Estaban reunidos varios cientos de presos, con sus grotescos trajes a rayas. Izaron la bandera de la cruz gamada. Saludaron a la romana, «Heil Hitler».

Hicieron gimnasia. Era un día pesado, bochornoso, con espesas nubes negras en el cielo. La sección de Gustav empezó a correr. Durante veinte minutos. Al poco tiempo Gustav comenzó a sudar, pero la carrera no le resultó pesada. Doce horas antes estaba mortalmente agotado; es extraño qué secretas reservas de energía tiene el ser humano. Treparon por una pared de escalada. Otra vez a correr. Se arrodillaron, con la cabeza apuntando al suelo. Mucho tiempo.

Empezó a llover. Gustav esperaba que por fin les obligarían a hacer flexiones. Pero no lo hicieron. Les hicieron tirarse al suelo húmedo y reptar siguiendo las órdenes: pierna adelante, brazo adelante, arriba el culo, la otra pierna adelante, el otro brazo, de pie, cuerpo a tierra, de pie, cuerpo a tierra. Llovía con más fuerza. La cabeza rapada se enfriaba desagradablemente con la humedad. En el escaso césped se formaban sucios charcos. Cuerpo a tierra, en mitad de los charcos, de pie, a tierra, de panza al charco, a balancearse.

—En honor de Alemania, por mar y por tierra —gritó el mercenario con estrellas que daba las órdenes. Éste es un ejercicio sano —gritó. Nadie puede quejarse. Y si los judíos extranjeros se quejan, os cargaremos con sacos de arena —rió estruendosamente. Reíos —ordenó. Rieron.

Empezaron a repartir el trabajo. Había tres grupos de presos: fácilmente corregibles, difícilmente corregibles, incorregibles. El preso Georg Teibschitz había sido internado por derrotismo, no había nada más en su contra; se le alineó de forma provisional entre los fácilmente corregibles. Se asignó a su grupo trabajo ligero. Como en muchos otros campos, también en Moosach habían tenido la idea de tender una nueva carretera, porque no se podía encontrar trabajo alguno para los presos. Naturalmente, no había ninguna necesidad de tal carretera; los alrededores de Moosach eran pantanos y ciénagas, estaban escasamente poblados; hacer la carretera era difícil, dada la condición del suelo. Pero el trabajo se hacía en aras del propio trabajo.

Así que Gustav tuvo que acarrear grava. La carretilla era pesada, el terreno blando, resbaladizo, la carretilla se hundía una y otra vez, en algunos lugares había a ambos lados un pantano insondable. Pero Gustav era fuerte. De todos modos, pronto la piel de las manos se le hinchó y llenó de ampollas.

Tardaba unos ocho minutos en empujar la carretilla llena desde el montón de grava hasta el lugar de trabajo, y menos de la mitad en regresar con ella vacía. Cuando se estaba cerca del objetivo con la carretilla cargada, uno se alegraba de pensar en el descanso del regreso. Gustav miró a sus compañeros. Había allí veintiuno de los veintitrés de su dormitorio, rapados al cero o con el pelo muy corto, la mayoría tenían una salvaje pelambre en las mejillas, o incluso verdaderas barbas; dos llevaban mechones de pelo en forma de cruz gamada. Algunos llevaban gafas, la mayoría tenían cara de intelectuales. Todos parecían consumidos, agotados, obtusos, algunos parecían al borde de la idiotización; casi todos tenían manchas azules y moradas en el rostro. Ahora Gustav sabía cuál era el verdadero aspecto de Johannes en el campo de Herrenstein. Distinto de la marioneta de sus visiones, mucho más espantoso en sus sucios vestidos a rayas. Pero Gustav sólo tenía tiempo para tales observaciones cuando empujaba la carretilla vacía; cuando empujaba la llena, sólo pensaba: «¿Cuándo llegaré?». Y: «Ojalá estuviera de vuelta».

Marcharon de vuelta al campo. Cantaron el himno de Horst Wessel. Rezaron la oración de la mesa: «Ven, señor Jesús, sé nuestro huésped / y bendice lo que nos has dado. / Protege a nuestra nación alemana / y a nuestro canciller Hitler, el más grande de sus hijos». Comieron sopa de col y rábano y pan. Lavaron los platos. Salieron desfilando al patio. Formaron firmes. Soportaron la revista. Gritaron «Heil Hitler» mientras el comandante pasaba ante ellos. Cantaron el himno alemán. Empezaron a hacer gimnasia.

Y esta vez, por fin, vinieron las flexiones. Fueron distintas de lo que Gustav había imaginado. Nada del rápido y elástico un, dos. Más bien se ejecutaban en cuatro tiempos, cada uno, medido con reloj, de dos minutos. Primer tiempo: de puntillas; segundo: rodillas flexionadas; tercero: otra vez de puntillas; cuarto: posición inicial. Si no se levantaban lo bastante los talones, si no se flexionaban lo bastante las rodillas, las patadas ayudaban. Las botas de los mercenarios eran grandes y pesadas. Mientras estaba en cuclillas, Gustav pensó en su abuelo Immanuel, que un día, cuando su madre estaba muy enferma, le había dicho: «Gam su letovo… no hay mal que por bien no venga». Él no había entendido cómo algo malo podía ser bueno. El abuelo le había explicado que se lo «contabilizarían». Había una especie de contabilidad, y lo que abajo aparecía como malo, en el debe, arriba aparecía como bueno, en el haber. El pequeño Gustav no lo había entendido del todo. Ahora, lentamente, empezaba a entender lo que quería decir el abuelo. De manera mecánica, repitió las palabras hebreas. Uno, de puntillas: gam. Dos, flexión: su. Tres, de puntillas: le. Cuatro, posición inicial: tovo. Por lo demás, se esforzaba en no venirse abajo, porque entonces aparecían las botas de los mercenarios. Al cabo de media hora estaba agotado. En una ocasión se derrumbó realmente, la patada del joven vigilante de cara campesina fue dura. Desde ese momento no pensó nada más, sólo en los dos minutos de posición inicial y descanso, y durante los dos minutos de posición inicial y descanso pensaba con miedo en los seis minutos de esfuerzo que iban a seguirles.

En la media hora de tiempo libre después de la gimnasia, Gustav estuvo tumbado en un rincón. Luego tuvieron que formar, y uno con estrellas pronunció un discurso. En realidad, explicó, habría que matar como terneros a todos los judíos y marxistas. Pero el Tercer Reich era noble y generoso y hacía el intento de educar a estos infrahumanos. Sólo cuando uno se revelaba total y enteramente incorregible, se acababa con él. Ésta era a todas luces la «instrucción», la «educación». Porque ahora les leían frases de Mi lucha. Tenían que repetir a coro las tesis: «Igual que una hiena no se aparta de la carroña, así un marxista no se aparta de la traición a la patria», y otros principios del Führer. Este Führer, les explicaron, había nacido el 20 de abril de I889 en Braunau, Austria, y todo lo que hacía y decía venía directamente de Dios. Aquella de las reses presentes que mañana no se supiera de memoria los datos de la vida del Führer y las frases pronunciadas hoy sería castigada con tres semanas en una celda de aislamiento. El evangelio del Führer estaba plasmado en ese libro, Mi lucha; los presos tenían derecho a comprarlo, encuadernado en cartón, por cinco marcos setenta, en tapa dura por siete marcos veinte. Podían hacer que sus parientes les remitieran el dinero.

Se instruía de este modo a veinticuatro personas, la mayoría de ellos intelectuales, profesores, médicos, escritores, abogados, y el que los instruía era un joven campesino. Los presos estaban allí con sus trajes a rayas, con manchas azules y negras en el rostro, rapados o con el pelo muy corto, dos con restos de pelo en forma de cruz gamada. Estaban allí con gestos vacíos, obtusos, y repetían a coro las frases que se les decían, esforzándose temerosos en registrarlas en sus atormentados cerebros. Gustav recordaba oscuramente que en una ocasión había leído pasajes de Mi lucha a un hombre llamado François, y que se habían reído.

También esa noche Gustav durmió profunda y pesadamente. El segundo día transcurrió como el primero, el tercero como el segundo. El campo de Moosach estaba considerado humano; sin duda Gustav recibía patadas y a veces un golpe en la cabeza o en la cara, pero aquí los presos eran «interrogados» con mucha menos frecuencia que en otros. Lo que hacía sufrir a Gustav era la falta de alimento y el exceso de ejercicio; a menudo se sentía débil, a pesar de su cuerpo entrenado, y se notaba el corazón.

Si malos eran los esfuerzos, peor era el hambre, el mal olor y, sobre todo, la eterna monotonía, la eterna grisura. No se podía hablar con nadie, y el aburrimiento de los ejercicios desmoralizaba. Quieren convertirnos en animales, pensaba Gustav, quieren vaciarnos el cráneo y volvernos obtusos. Ya no tenía más pensamiento que preguntarse si hoy habría flexiones o posición de firmes o arrastrarse por el suelo, y si hoy le tocaría la carretilla pesada o la ligera o incluso la del mango ondulado, que es especialmente mala para las ampollas.

Aunque no podía hablar con ellos, ahora conocía muy bien a sus veintitrés compañeros de barracón. Sabía quién era más manso, quién más iracundo, quién estaba acostumbrado al trabajo físico, quién no, quién era más fuerte y quién menos, quién lo soportaría previsiblemente por más tiempo, quién por menos. Sabía quién decía «a sus órdenes» con voz fuerte, quién en voz más baja, quién cantaba en voz alta y quién no. Esto último era muy importante, porque el humor del inspector de las muchas estrellas sufría cuando el himno de Horst Wessel o el «Heil Hitler» no sonaba lo bastante gallardo. El que más llamaba la atención entre los compañeros de barracón de Gustav era un hombre, quizá mediados los cincuenta años, que parpadeaba con frecuencia y, evidentemente, había llevado gafas; aún se veía el corte levemente marcado en el puente de la nariz.

Probablemente le habían roto las gafas en una «declaración», o se las habían quitado para divertirse. Ese hombre no tenía más que la temerosa respuesta «a sus órdenes» a todo lo que se le decía, y cuando se le hablaba mantenía asustado el brazo delante de la cara. Era obvio que su cerebro estaba fallando. Molestaba en los trabajos y ejercicios comunes, era una carga para sus compañeros, incluso para los guardias. Pero para éstos, que también sufrían el aburrimiento del servicio, la idiotización del hombre era una bienvenida distracción, preferían hacer divertidos experimentos con esa idiotización en vez de meterlo en un centro para perturbados mentales.

Los días transcurrían monótonos, sobrios. En una ocasión en que Gustav empujaba su carretilla por un nuevo tramo, llegó a un charco negruzco. Se detuvo un instante a tomar aliento. Vio en el charco, al sol, una gran cabeza con una sucia barba y un poco de pelusa blanquecina en el cráneo. Hacía mucho que no veía su rostro, antes lo miraba con frecuencia. Miró su cabeza con interés. Estaba consumido, los ojos apagados, con venillas sangrientas. Así que ése era ahora el aspecto del señor Georg Teibschitz. Gustav se sorprendió, pero no le disgustaba ese Georg Teibschitz. Por desgracia no tuvo mucho tiempo para contemplar su rostro, porque la carretilla debía volver. Cuando al día siguiente llegó al mismo sitio, el charco se había reducido tanto que ya no pudo ver su cara en él. Estaba decepcionado.

Pasaron tres días, siempre la misma torturadora monotonía y grisura. Sólo hacia el final de la segunda semana se produjo un incidente. Un alto oficial de los paramilitares, uno con hojas de roble, asistió a la «instrucción» de la sección. La sección tenía que repetir a coro uno de los principios populares: «El interés general viene del interés personal». Pronunciaron la frase, la repitieron varias veces. De pronto el de las hojas de roble aguzó el oído e interrumpió. Hizo que repitieran la frase en grupos de cuatro. Llegó al grupo de Gustav. Allí, se oía muy claro, una voz decía: «El interés general viene del interés penal». El de las hojas de roble mandó repetir. Otra vez se escuchó: «El interés general viene del interés penal». Era el idiotizado sin gafas, todos lo oían, y todos sabían que lo decía con la mejor voluntad de hacerlo bien. Así parecía haberlo entendido; ésa, creía él, era la opinión de los populares. Pero el idiota no lo era oficialmente, era malintencionado. Él y toda su sección fueron castigados con la privación, alternativamente, de la comida y de la cena. Pero los principales culpables, el grupo al que pertenecían Gustav y el que no tenía gafas, fueron encerrados en la celda de aislamiento.

Las celdas de aislamiento estaban cerca de las letrinas; de hecho eran antiguas letrinas, acondicionadas para su nueva finalidad clavando una tabla. Cada celda medía metro y medio cuadrados, y estaba completamente oscura. Allí fue encerrado Gustav durante una semana, día y noche. Sólo le dejaban salir para las comidas. Lo que más le atormentaba en un primer momento era el espantoso olor; luego le torturó más, y cada día peor, la imposibilidad de mover los miembros, de estirarse. Lo que más le dolía era la espalda.

Había horas en las que Gustav se hundía en una especie de semisueño, horas de la más desolada desesperación, horas de rabia, horas de febril reflexión acerca de quién podría hacer algo por él. Pero ya no había horas en las que Gustav estuviera conforme con su destino. Nunca más pensó: Gam su letovo.

Había sido un loco al volver a Alemania. Los dos chicos tenían razón, Heinrich y aquel otro. Los judíos tenían razón; los que seguían en Alemania y callaban. Qué insolente arrogancia haberse creído mejor que el señor Weinberg. ¿Se habrá arreglado Bilfinger con su novia? Ese maldito Bilfinger. Él tiene la culpa de todo. Había que arrancarle las gafas de su cráneo cuadrado. No, Johannes Cohen tenía la culpa de todo. Él le había atraído hasta aquí. Siempre era Johannes el que lo echaba todo a perder. Y él lo tenía fácil con sus flexiones. No hace falta mucho arte para saltar como una marioneta. Estar de puntillas dos minutos es distinto, querido. Sobre todo en el tercer tiempo.

¿Cómo se llamaban las estancias en las que los romanos encerraban a sus esclavos? Hay un escritor clásico que ha escrito acerca de eso. Qué tontería no poder acordarme de su nombre. En la Max Reger Strasse creía que no podía trabajar si no tenía espacio para caminar arriba y abajo. ¿Y si propongo a esta gente que me quite una comida y me deje salir dos horas a cambio? No lo harán.

Han roto las varas de medir. Ahora lo sé: Columela, así se llama el hombre que escribió acerca de los esclavos, y las estancias se llamaban ergástulas. Mi memoria. Sigo teniendo una memoria decente.

Una bestia en un corral, eso es lo que soy. ¿A quién le sirve que me eche a perder en medio de esta peste? Todos tenían razón. No hay nada más ridículo que un mártir. A Johannes Cohen habría que darle dos bofetadas. De mortus nil nisi bene. Pero aun así habría que dárselas. Anna tenía que habérmelo quitado de la cabeza. Tenía que haberme hecho encerrar en un psiquiátrico. Y ahora voy a atizarle a Johannes, en mitad de su cara amarilla.

Golpea. Alcanza la pared de madera de la celda. Es un golpe sin fuerza, pero se sobresalta, teme que alguien haya podido oírle. Rápidamente se pone firmes y dice: «A sus órdenes».

Una noche lo sacaron para una «declaración». Estaba considerado un derrotista, seguía estando entre los fácilmente corregibles, a pesar del castigo. Si se le interrogaba no era con mala intención, sino únicamente porque no tenían otra cosa que hacer. No obstante, Gustav regresó del interrogatorio en tal estado que, cuando al día siguiente fueron a sacarlo de la celda, estaba tirado medio en diagonal, inconsciente. Lo metieron dos días en el barracón que servía de lazareto. Luego volvió a su cuarto anterior, y sus días pasaron como antes. Sólo que ahora había desaparecido el hombre mayor sin gafas, y ocurría que en vez de él era Gustav el que, cuando se le hablaba, ponía el brazo delante de la cara y decía «A sus órdenes».

En esas semanas en que trabajaba en la organización central de la resistencia, Klaus Frischlin se había vuelto aún más frío y calculador. Aun así, fue un duro golpe para él enterarse por sus listas secretas de que Georg Teibschitz había sido atrapado.

Trató de encontrar a Mühlheim. Él mantenía estrechas relaciones con colegas populares. De esta forma podía poner en marcha acciones de salvamento imposibles para muchos de sus amigos. Naturalmente, eso no podía hacerse sin riesgo para él mismo, y sus colegas populares siempre le aconsejaban que se fuera de una vez. Pero Mühlheim no podía resistirse a los ruegos de los que veían en él su último recurso. Soy un loco, se decía. ¿Para qué seguir insistiendo? Y asumía, después de una última tarea, que había una ultimísima.

Se acordaba a menudo de su tonto amigo Gustav. Naturalmente, tenía pocas noticias suyas, hace mucho que no ha sabido nada de él. Es probable que Gustav ande por alguna hermosa región del extranjero, a salvo, alegre, en compañía de una mujer agradable. Si llega el día en que él, Mühlheim, pueda esfumarse al fin en el extranjero, no le costará mucho trabajo dar con él. Hacía mucho que había olvidado las tonterías del amigo, anhelaba cada vez más encontrarle ahora en el extranjero.

En esta situación encontró a Mühlheim la llamada de Klaus Frischlin. Con apresuramiento, al teléfono, preguntó a Frischlin si tenía noticias de Gustav, si sabía dónde estaba. Frischlin respondió escuetamente que le informaría acerca de todo eso cuando se vieran personalmente. Así que Mühlheim esperó tenso la visita de Frischlin. Éste le dijo sin muchos rodeos que en el campo de concentración de Moosach había un tal Georg Teibschitz, que no era otro que Gustav Oppermann.

Mühlheim palideció profundamente, perdió el control, dejó caer sobre Frischlin su dolor y su ira.

—Usted era el único que mantenía contacto con él —le espetó. Tenía que haberle disuadido. Es un niño.

—¿Por qué cree que no traté de disuadirlo? —preguntó fríamente Klaus Frischlin.

Mühlheim se quedó inmóvil, desvalido. Intervenir a favor de alguien que había caído en manos de los mercenarios era extremadamente peligroso. Sus colegas populares se negarían a ayudarle. Quería irse el martes. Va a tener problemas. Va a pasar como en la parábola de los viñedos. Pero no piensa ni por un momento en escurrir el bulto.

Había dos posibilidades: probarían las dos. En primer lugar, pondrían en movimiento a E W. Gutwetter, y en segundo lugar Jacques Lavendel presionaría en el Ministerio de Economía para que intervinieran desde allí.

Friedrich Wilhelm Gutwetter, sinceramente entristecido por la suerte de Gustav, se mostró sorprendido cuando Mühlheim le pidió que interviniera en su favor. ¿Qué podía hacer? Para él la política es una estrella extraña. No sabría a quién dirigirse, y cómo. ¿Cómo va a explicar que se interesa por un desconocido señor Teibschitz? ¿Se sabe siquiera de qué se le acusa? Toda la elocuencia de Mühlheim se estrelló contra la acorazada y pueril ingenuidad del gran ensayista.

Mühlheim se dirigió a Sybil Rauch. Tenía pocas esperanzas. Sin duda Sybil iba a comportarse de forma similar a la de Gutwetter; quizá incluso sintiera una pequeña satisfacción al saber que a ese hombre le iba tan mal después de haberse separado de ella. Pero fue distinto. Al saber lo que había ocurrido Sybil palideció, su rostro tembló, todo su cuerpo esbelto e infantil tembló. Empezó a llorar sin control, como una niña, metió la cabeza entre las manos, se estremeció. Luego, cuando Mühlheim le comunicó que había hablado en vano con Gutwetter, su rostro cobró una expresión indignada y decidida. Había soportado durante semanas, meses, la infantilidad hímnica de Gutwetter, había echado de menos con frecuencia a Gustav, cada vez más. Si la política es una estrella extraña para el señor Gutwetter, tendría que lanzarse hacia esa extraña estrella si esperaba seguir encontrando en Sybil Rauch comprensión para su sentimiento cósmico.

También Sybil tuvo que vérselas con un Gutwetter antipático y terco. Pero ella disponía de argumentos más eficaces que Mühlheim. Pronto tuvo en sus manos un escrito a instancias muy influyentes, que abría importantes expectativas.

Jacques Lavendel por su parte interrumpió su ocio en Lugano y viajó a Berlín para volver a hablar con su amigo Friedrich Pfanz en el Ministerio de Economía. Le dijo que no hacía demasiado bien su trabajo, de lo contrario, no podrían pasar cosas como, por ejemplo, las que pasaban en los campos de concentración. ¿Creía el señor Pfanz que estas historias eran productivas para el crédito de Alemania? El señor Pfanz no lo creía. También el señor Jacques Lavendel se vio pronto en posesión de un escrito a instancias influyentes que ampliaba también las expectativas.

Entretanto, un nuevo comandante había tomado posesión en Moosach. El nuevo señor visitaba el campamento, visitaba los trabajos en la carretera. Habían llegado al punto en que había que apisonarla. Le dijeron que para eso hacía falta una apisonadora de veinte caballos. El comandante tuvo una idea. Veinte caballos correspondían a la energía de ochenta hombres. ¿Acaso no tenían ochenta hombres? ¿Para qué esa cara maquinaria? Así que engancharon al cilindro ochenta presos; los acompañaban mercenarios con porras y revólveres. Y mira por donde, las cuentas salieron, el cilindro se movió. «Un, dos, Heil, Hitler», ordenaban los mercenarios. Los ochenta presos, con sus trajes a rayas, con sus rostros barbudos, consumidos y manchados, rapados, algunos con el corte de la cruz gamada, tiraban, jadeaban, tiraban. «Un, dos, Heil, Hitler». Todos los presos debían probar los métodos del comandante. Así que cada día tiraban otros distintos. No era un trabajo apreciado. Las cuerdas cortaban. Uno dependía de sus compañeros. El trabajo tenía que llevarse a cabo de forma exacta, con ritmo, porque se hacía a la vista de testigos.

Sí, el nuevo comandante estaba muy orgulloso de su idea. Esta carretera había sido construida con energía humana, sin máquinas, respondía a los nuevos tiempos, al Tercer Reich, al espíritu, que lucha contra las máquinas. Invitó a amigos a probar si esa carretera no era igual de transitable que cualquier otra. Desde luego, no tenía ningún objeto; llevaba del campo de Moosach a la ciénaga, la rodeaba y volvía al campo; nadie la necesitaba. Pero era una buena carretera, los amigos y conocidos del comandante tenían que ver lo buena que era.

Vinieron y vieron. Vieron a los presos enganchados al cilindro, y eso fue algo que nunca habían visto antes. Lo contaron a sus conocidos. El campo estaba cerrado, la carretera estaba cerrada, pero la forma de construirla suscitó curiosidad, muchos pidieron al comandante un permiso para ver los trabajos, y él estaba orgulloso del gran interés provocado por su idea.

Sybil Rauch había llegado mientras tanto a la capital meridional para promover más eficazmente la liberación de Gustav. Había oído hablar de la idea del nuevo comandante y había conseguido un permiso. Iba todos los días a ver dónde trabajaban los presos con la apisonadora.

Fue al séptimo día cuando Gustav y los hombres de su sección fueron enganchados al cilindro. Su salud había empeorado en los últimos tiempos. Sufría de insuficiencia respiratoria. Aunque era un hombre robusto, el ejercicio empezaba a agotarle cada vez más, y tenía cada vez más, y más frecuentes, desvanecimientos.

Pero el día en que llegó ante el cilindro se sentía bastante fresco, y mientras tiraba de la soga, «un, dos, Heil, Hitler», le vinieron pensamientos que hacía mucho tiempo que no tenía. Pensó en aquella noche del Seder en casa de Jacques Lavendel, en Lugano, y en que entonces faltaba Berthold. Debería haber preguntado: «¿En qué se distingue esta noche?». Debería haberse preocupado por Berthold, no por Jean. Jean era uno de los populares, quizá estaba entre los guardias. No, es demasiado viejo para eso. Jean, con su rostro digno, tenía que ir para ministro. Tienen pocos líderes con buenas cabezas. Piensa en las fotos de las cabezas que le enseñó Georg Teibschitz. No se puede reír cuando se está enganchado a una apisonadora y hay que tirar, corta demasiado en los hombros, pero se puede sonreír; además, no se nota debajo de la barba. Qué despacio avanza la apisonadora, terriblemente despacio. «Camina con tu paso imperceptible, eterna providencia». No dice «lento», dice «imperceptible». «Camina con tu paso imperceptible, eterna providencia». Le irrita no saber cómo sigue. Ha trabajado años en Lessing para no saber ahora cómo sigue la frase. ¿Adónde llevará la carretera por la que pasan la apisonadora? Construyeron las ciudades del faraón, las ciudades de Pitón y Ramsés. Pero eso tenía sentido, esta carretera parece no tener ninguno. Hurra, ya sabe cómo sigue: «Pero no permitas que esa imperceptibilidad me haga dudar de ti». Le satisfizo haberse acordado. Tiró con más facilidad, y no pensó más en ello.

Sybil también estaba allí ese día, y recorría los rostros de los prisioneros. Eran rostros barbudos, con manchas la mayoría, difíciles de reconocer. Era extraño pensar que uno de esos hombres, en la casa de la Max Reger Strasse, se había quedado despierto porque no encontraba el color adecuado para el papel pintado, y que había estado dándole vueltas a la sonoridad de una frase, y que ella se había acostado con él. Estaba en su ridículo cochecito al borde de la carretera, en campo abierto, el suelo estaba húmedo, el coche hundido, le costará trabajo sacarlo. Estaba allí sentada, esbelta, infantil, pensativa, mirando a los hombres con sus ojos tristes. Pero no reconoció a Gustav.

Tenía un permiso de visita para dos días después. Fue al campo. La llevaron a una sala de visitas. Detrás de un mostrador, conducido por dos mercenarios, apareció un hombre viejo, sucio y consumido. Ella palideció profundamente, conmovida hasta el fondo de su corazón. Pero se controló, sonrió. La sonrisa no fue tan infantil como de costumbre, su largo rostro temblaba, pero de todos modos era una sonrisa. Luego —quizá fuera insensato, ese hombre se llamaba Georg Teibschitz aquí, pero no podía contenerse por más tiempo, no podía llamarle por su nombre falso— ella dijo, y su voz suave y fina estaba llena de alegría, compasión, cordialidad, esperanza, consuelo, invocación:

—Hola, Gustav.

—A sus órdenes —dijo el hombre, asustado, y se puso el brazo delante del rostro.

Dos días después fue liberado. Jacques Lavendel insistió en llevarle enseguida al otro lado de la frontera, se había encargado de que no hubiera obstáculos a la salida del señor Georg Teibschitz. Acompañado de un enfermero, llevó a Gustav al sanatorio de un famoso cardiólogo en las cercanías de Franzensbad, en Bohemia.

A Sybil le habría gustado ir con él. Pero Gutwetter insistió en que regresara. Reprochante, casi lloroso, le dijo por teléfono que sólo iba a estar fuera tres o cuatro días y llevaba ya quince. Ahora que había conseguido su objetivo, tenía que pensar en él. Gutwetter se había acostumbrado a ella; su forma de ser, sobria y objetiva, daba más sustancia a sus productos cósmicos. La necesitaba, ya no podía trabajar sin ella. Sybil se dio cuenta de lo en serio que hablaba. Si cedía ahora a sus sentimientos y se iba con Gustav, quizá Gutwetter se le escapara para siempre. Decidió ir a ver a Gustav más adelante, y regresó a Berlín.

Dos meses después, dos semanas después de que Gustav Oppermann falleciera de debilitas cordis, debilidad cardíaca aguda, Heinrich Lavendel recibió un envío postal de un tal Carel Blaha, de Praga, para él desconocido, consistente en tres documentos.

El primero era un relato de Gustav Oppermann sobre sus vivencias en Alemania. El relato, treinta y siete hojas escritas a máquina, contenía indicaciones detalladas sobre actos de violencia que los mercenarios populares habían cometido en las comarcas suabas, así como una descripción exacta del campo de concentración de Moosach. Se había evitado cuidadosamente todo juicio de valor.

El segundo documento era una tarjeta postal. El texto decía: «Nos ha sido encargado trabajar en la tarea, pero no nos ha sido dado terminarla». Estaba firmada: «Gustav Oppermann, piltrafa». La dirección original, «Gustav Oppermann», había sido tachada y modificada a mano por Gustav Oppermann: «Heinrich Lavendel».

El tercer documento era una carta del doctor Klaus Frischlin, el secretario de Gustav Oppermann. Decía:

«Estimado señor Lavendel: El doctor Gustav Oppermann, su tío, me ha encargado hacerle llegar el relato y la postal adjuntos. Él habría preferido que le hubiera hecho entrega en persona del documento y de la postal, pero obligaciones inaplazables me fuerzan a permanecer en Alemania. Por eso le hago llegar los documentos a través de una persona de confianza.

Su tío me dictó el relato dos días antes de morir. Hablar le costaba grandes dificultades. Sin embargo, como se desprende de la claridad de su exposición, estaba en plena posesión de sus facultades mentales. Tras la lectura del manuscrito, emitió en mi presencia, ante el notario doctor Georg Neustadel, declaración jurada de haber dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Adjunto una copia del documento notarial.

Una vez que el notario se marchó, el doctor Oppermann me pidió que le respondiera a una pregunta que le inquietaba: si consideraba que él y su vida habían sido inútiles. Le respondí que había mostrado, en circunstancias muy difíciles, su disposición a pronunciarse por lo que era correcto y útil. Él sólo veía lo que ocurría, y no sabía lo que había que hacer. Recorrió una carrera maratoniana para entregar un testigo con un mensaje: sólo que, por desgracia, en el testigo no había ningún mensaje.

La creciente insuficiencia respiratoria impidió responder a su tío. Pero, como era evidente que quería oír más y, por más que desaprobaba su conducta, yo era su amigo, no tuve reparos en añadir lo siguiente: sin duda no había estado en posesión de la verdad, pero había sido un buen ejemplo de ella. El trabajo prosigue, y nosotros sabemos qué hay que hacer. Al decir “nosotros” me refiero, y probablemente también él, a una parte muy grande de la población alemana. Le aseguro que no nos someterán.

Aunque le costaba trabajo hablar, el doctor Oppermann me pidió repetidas veces que pusiera en su conocimiento esta conversación, señor Lavendel. Eso es lo que hago ahora. Suyo, Klaus Frischlin».

Información de 1933

Ni uno solo de los personajes de este libro existió documentalmente dentro de las fronteras del Reich alemán en los años 1932-1933, pero sí la totalidad de ellos. Para conseguir la veracidad del retrato de los tipos, el autor tuvo que borrar la realidad fotográfica de cada rostro. La novela Los hermanos Oppermann no reproduce hombres reales, sino históricos.

El material sobre las concepciones, moral y usos de los populares en Alemania se encuentra en el libro de Adolf Hitler Mi lucha, en los relatos de quienes se escaparon de los campos de concentración y especialmente en las notificaciones oficiales de la Gaceta del Reich del año 1933.

L. F.