Libro
primero
AYER
La chusma no teme a nada
más que al entendimiento.
Debería temer a la necedad,
si comprendiera qué signi-
fica la palabra terrible.
GOETHE
Cuando el doctor Gustav Oppermann despertó aquel 16 de noviembre, día de su quincuagésimo cumpleaños, faltaba mucho para que saliera el sol. Eso le resultó desagradable, porque el día iba a ser agotador, y se había propuesto dormir bien.
Desde su cama divisaba unas pocas y exiguas copas de árboles y un trozo de cielo. El cielo estaba alto y despejado, sin rastro de la niebla tan frecuente en noviembre.
Se estiró y desperezó, bostezó. Ya despierto, apartó con decisión la manta de la ancha y baja cama, sacó ambas piernas con agilidad, cambió el calor de las sábanas y las mantas por la fría mañana y salió al balcón.
Ante él, un pequeño jardín en tres terrazas descendía hasta el bosque; a derecha e izquierda se elevaban colinas boscosas; también al otro lado del fondo lejano y cubierto de árboles se alzaba un terreno ondulado y boscoso. Desde el pequeño lago que, invisible, había abajo a la izquierda, desde los pinos de Grunewald, subía un agradable frescor. Respiró hondo y con satisfacción el aire del bosque, en el gran silencio que precedía a la mañana. A lo lejos llegaba en sordina el golpear de un hacha; le gustó oírlo, el sonido uniforme subrayaba el silencio reinante. Gustav Oppermann, como cada mañana, se alegró de tener su casa. ¿Quién que fuera traído aquí sin previo aviso podía sospechar que se encontraba a tan sólo cinco kilómetros de distancia de la iglesia memorial, el centro del Berlín occidental? En verdad, ha escogido el lugar más hermoso de Berlín para instalarse. Aquí disfruta de toda la paz campestre que pueda desear, y además de todas las ventajas de la gran ciudad. Hace pocos años que construyó y amuebló esta su pequeña casa en la Max Reger Strasse, pero siente que ha crecido a la par con la ciudad y el bosque; cada uno de los pinos que le rodean es un trozo de sí mismo; él, el pequeño lago y el camino de arena de allí abajo, felizmente vedado a los coches, se pertenecen mutuamente.
Permaneció un rato en el balcón, respirando la mañana y el paisaje familiar sin pensar demasiado. Luego, empezó a tener frío. Se alegró de que aún le quedara una horita hasta la diaria cabalgada matinal. Regresó al calor de la cama.
Pero no concilió el sueño. El maldito cumpleaños. Habría sido más inteligente irse de Berlín y sustraerse a semejante alboroto.
Ya que estaba aquí, por lo menos tenía que dar a su hermano Martin el gusto de ir hoy al trabajo. Los empleados, tal como son, se ofenderían si no recibiera en persona sus felicitaciones. Oh, vamos. Es incómodo plantarse allí y escuchar las ruborizadas felicitaciones de la gente.
Naturalmente, un verdadero director general tiene que asumir esas cosas. Director general. Tonterías. Martin es el mejor hombre de negocios, por no hablar de su cuñado Jacques Lavendel y de los apoderados Brieger y Hintze. No, hace bien en mantenerse tan lejos del negocio como le es posible.
Gustav Oppermann bosteza ruidosamente. Un hombre en su situación tendría en realidad el maldito deber de estar de mejor humor el día en que cumple cincuenta años. ¿Acaso no han sido buenos esos cincuenta años? Ahí está él, propietario de una hermosa casa, adecuada a sus gustos, de una considerable cuenta bancaria, de una valiosa participación en un negocio, coleccionista y apreciado entendido en materia de libros, poseedor de la medalla de oro al deporte. Sus dos hermanos y su hermana le quieren, tiene un amigo en el que puede confiar, innumerables y satisfactorios conocidos, tantas mujeres como desee, una amante cariñosa. ¿Qué más quiere? Si hay alguien que tiene motivos para estar de buen humor en un día así, es él. ¿Por qué, maldita sea, no lo está? ¿A qué se debe?
Gustav Oppermann resopla molesto, se vuelve del otro lado, cierra con decisión los pesados párpados, mantiene inmóvil sobre la almohada la gran, carnosa, varonil cabeza. Ahora va a dormir. Pero la impaciente decisión no sirve de nada, no concilia el sueño.
Sonríe travieso, juvenil. Lo intentaría con un medio que no ha empleado desde su juventud. Me va bien, mejor, de fábula, piensa. Y una y otra vez, mecánicamente: me va bien, mejor, de fábula. Cuando lo haya pensado doscientas veces, se habrá dormido. Lo piensa trescientas, y no se duerme.
Y eso que realmente le va bien. De salud, económica, espiritualmente. A sus cincuenta años, bien puede decirlo, aparenta poco más de cuarenta. Y así se siente. No es demasiado rico ni demasiado pobre, ni demasiado sabio ni demasiado necio. ¿Logros? El poeta Gutwetter jamás se habría abierto paso sin él. Eso ya es algo. También ha ayudado al doctor Frischlin a establecerse. Lo que ha publicado él mismo, un par de escritos sobre hombres y libros del siglo XVIII, son obras decentes para un hombre ocioso, nada más, no se hace ilusiones. Aun así, no está mal para el director general de una empresa de muebles. Él es un hombre normal, sin especiales dotes. Lo normal es lo mejor. No es ambicioso. O no demasiado.
Diez minutos más, y podrá prepararse para el paseo a caballo matinal. Rechina un poco los dientes, tiene los ojos cerrados, pero ya no piensa en dormir. Para ser sincero, desde luego que hay cantidad de cosas que aún desea. Primer deseo: Sybil es una amiga que muchos le envidian, con razón. La bella e inteligente Ellen Rosendorff le quiere más de lo que merece. De todas formas, si hoy no llegara determinada carta de determinada persona, sufriría una grave decepción. Segundo deseo: naturalmente, no cuenta con que la editorial Minerva le contrate su biografía de Lessing. Tampoco es importante si en tiempos como los que corren se cuenta una vez más o no la vida y la obra de un autor que murió hace ciento cincuenta años. No obstante, si la editorial Minerva rechaza el libro le dará un buen disgusto. Tercer deseo…
Ha abierto los ojos: son ojos marrones, profundos. No parece tan contento, tan conforme con el destino como creía hace apenas un minuto. Profundas arrugas verticales sobre la poderosa nariz, las gruesas cejas enérgicamente fruncidas, mira con esfuerzo, sombrío, al techo. Es curioso cómo su fuerte rostro refleja enseguida cada giro de su mente impaciente, a menudo cambiante.
Si la gente de Minerva edita el Lessing, necesitará más de un año para prepararlo. Si no lo hacen, meterá el manuscrito tal cual está en un cajón. ¿Qué hará entonces durante el invierno? Podría ir a Egipto, a Palestina. Hace mucho que lo tiene previsto. Hay que haber visto Egipto, Palestina.
¿Realmente hay que hacerlo?
Tonterías. ¿Para qué estropear un día tan hermoso con tales consideraciones? Afortunadamente es la hora de la cabalgada matinal.
Recorre el jardincito que da a la puerta de la Max Reger Strasse. Su cuerpo está un poco relleno, pero bien entrenado, camina a paso firme y rápido, pisando con firmeza, pero lleva con ligereza la pesada cabeza. El criado Schlüter está en la puerta, le felicita. También Bertha, la mujer de Schlüter, la cocinera, sale y le felicita. Gustav, radiante, da las gracias en voz alta, cordial, entre abundantes risas. Sale a cabalgar. Sabe que ahora mismo están mirándolo. No pueden sino constatar que se conserva condenadamente bien para ser un cincuentón. Además, a caballo tiene un aspecto especialmente atractivo, más alto de lo que en realidad es; porque tiene las piernas un poquito cortas, pero el torso muy largo. Como Goethe, suele observar su amigo de la asociación de bibliófilos, el director François, del instituto Königin Luise, al menos una vez cada cuatro semanas.
Gustav se encuentra por el camino a algunos de sus conocidos, saluda con un alegre gesto de la mano, no se entretiene. La cabalgada le sienta bien. Regresa excitado. Bañarse y ducharse es algo espléndido. Canturrea, complacido y mal, algunas melodías no del todo fáciles, tose con fuerza bajo la ducha. Desayuna abundantemente.
Pasa a la biblioteca, la recorre unas cuantas veces con paso firme y rápido, pisando con firmeza. Disfruta de la hermosa estancia y de su oportuna decoración. Finalmente, se sienta ante la gran mesa de trabajo. Las anchas ventanas apenas le separan del paisaje, está sentado como al aire libre, y ante él, formando un grueso montón, yace su correo matutino, el correo de su cumpleaños.
Gustav Oppermann siempre abre el correo con una leve y alegre curiosidad. Desde la primera juventud, ha mantenido muchas relaciones: ¿cómo reaccionarán? Aquí está el correo de cumpleaños, felicitaciones, ¿qué más? Tiene alguna esperanza de que de entre esas cuarenta o cincuenta cartas llegue a su vida algo emocionante. Al principio las deja sin abrir, las reparte por remitentes, los indicados y los intuidos. Entonces experimenta una leve y súbita emoción: es la carta de Anna, la carta que ha estado esperando. La sostiene en sus manos por unos instantes. Un corto y nervioso parpadeo. Luego un resplandor juvenil recorre su rostro, la deja a un lado, bastante apartada, quiere guardarse esa carta como un niño que deja para el final el plato que más le gusta. Empieza a leer las otras. Felicitaciones. Son agradables, pero no precisamente sensacionales. Vuelve a coger la carta de Anna, la sopesa en la mano, coge el abrecartas. Titubea. Finalmente, se alegra de ser molestado por una visita.
El visitante es su hermano Martin. Martin Oppermann viene hacia él, con su paso un poco pesado, como siempre. Gustav quiere a su hermano, y le desea lo mejor. Pero, constata para sus adentros, Martin, que tiene dos años menos, parece mayor que él. Los hermanos Oppermann se parecen, todo el mundo lo dice, seguro que es verdad. Martin tiene la misma gran cabeza que él, y también sus ojos están bastante hundidos en las cuencas. Pero los ojos de Martin resultan algo tristes, extrañamente somnolientos; todo en él es más pesado, más carnoso.
Martin le tiende ambas manos.
—¿Qué te puedo decir? Sólo puedo desearte que todo siga como está. Te lo deseo de todo corazón.
Los Oppermann tienen voces gruñonas, no gustan, a excepción de Gustav, de mostrar sus sentimientos; todo en Martin es contenido, digno. Pero Gustav percibe la cordialidad.
Martin Oppermann ha traído su regalo. El criado Schlüter lo acerca. De un gran paquete sale un cuadro, un retrato. Es un busto, ovalado. Sobre un cuello de camisa bajo como el que se llevaba en los años noventa, encima de un cuello bastante corto, se asienta una gran cabeza. La cabeza es carnosa y tiene, sobre unos ojos hundidos, un poco somnolientos, los ojos de los Oppermann, una frente pesada y abombada. La cabeza parece astuta, reflexiva. Es la cabeza de Immanuel Oppermann, el abuelo, el fundador de Muebles Oppermann. Así era al cumplir sesenta años, poco después de nacer Gustav.
Martin ha puesto el cuadro encima de la gran mesa de trabajo y lo sostiene entre sus manos carnosas y cuidadas. Gustav, con sus ojos pardos y reflexivos, mira los ojos pardos y astutos de su abuelo Immanuel. No, el cuadro no es muy bueno. Es anticuado, sin mucho valor artístico. No obstante, los cuatro hermanos Oppermann aprecian ese retrato, les es querido y familiar desde su primera juventud, probablemente ven en él más de lo que tiene. A Gustav le gusta tener vacías las luminosas paredes de su casa, solamente hay un cuadro en toda ella, en la biblioteca; pero siempre había deseado tener ese retrato del abuelo Immanuel para su despacho. Martin, por otra parte, consideraba que su sitio estaba en el despacho principal de la empresa. Gustav, aunque por lo demás se llevaba bien con Martin, le había tomado a mal que le negara el cuadro.
Así que ahora lo contemplaba lleno de alegría y satisfacción. Sabía que para Martin había sido un sacrificio separarse de él. Charlatán, radiante, expresó su alegría, su gratitud.
Cuando Martin se fue, llamó al criado Schlüter y le indicó que colgara el cuadro. El sitio estaba elegido desde hacía mucho tiempo. Así que ahora, enseguida, lo iba a colgar realmente allí. Gustav esperó ansioso a que Schlüter concluyera su trabajo. Por fin. Despacho, biblioteca y la tercera estancia de la planta baja, la habitación del desayuno, se entrelazaban de manera orgánica. Lentamente, con cuidado, Gustav dejó vagar los ojos desde el retrato de Immanuel Oppermann, el abuelo, su pasado, hasta el otro cuadro de la casa, hasta ahora el único, el de la biblioteca: el retrato de Sybil Rauch, su amiga, su presente.
No, la verdad es que el cuadro de Immanuel Oppermann no era una obra importante. El pintor Alexander Joels, que lo había pintado en su tiempo por encargo de los amigos de Immanuel Oppermann, había sido sobrevalorado entonces de forma grotesca. Hoy ya no lo conocía nadie. Pero lo que Gustav Oppermann valoraba en el cuadro era algo distinto de su valor artístico. Él y sus hermanos veían en ese retrato al hombre mismo y a su obra.
En sí, la obra de Immanuel Oppermann no era nada grandiosa, sólo negocio y éxito. Pero para la historia del judaísmo berlinés era mucho más. Los Oppermann residían en Alemania desde tiempo inmemorial. Procedían de Alsacia. Habían sido allí pequeños banqueros, comerciantes, plateros y orfebres. El bisabuelo de los actuales Oppermann se había trasladado desde Fürth, en Baviera, hasta Berlín. El abuelo, ese Immanuel Oppermann, había hecho considerables envíos de suministros al ejército alemán que operaba en Francia en los años 1870-1871; en un escrito que ahora colgaba enmarcado en el despacho principal de Muebles Oppermann, el silencioso mariscal de campo Moltke certificaba que el señor Oppermann había prestado buenos servicios al ejército alemán. Pocos años después Immanuel había fundado Muebles Oppermann, una empresa que fabricaba mobiliario para la pequeña burguesía y atendía de forma económica a su clientela por medio de la estandarización de sus productos. Immanuel Oppermann quería a sus clientes, los tanteaba, averiguaba sus deseos ocultos, les creaba nuevas necesidades, respondía a ellas. Hasta muy lejos eran conocidos sus joviales chistes, que mezclaban agradablemente el sano entendimiento de los berlineses con su personal y benévolo escepticismo. Se convirtió en un personaje popular en Berlín y, pronto, más allá de Berlín. No fue ningún rasgo de arrogancia que más adelante los hermanos Oppermann convirtieran su retrato en marca de fábrica de la empresa. Mediante su sólida y múltiple vinculación con la población, contribuyó a convertir la emancipación de los judíos alemanes, estipulado en unos párrafos escritos en papel, en un hecho, a hacer de Alemania una auténtica patria para los judíos.
El pequeño Gustav había llegado a conocer bien a su abuelo. Iba tres veces por semana a su casa en la Alte Jacobstrasse, en el centro de Berlín. La imagen de ese caballero bastante obeso, sentado cómodamente en su sillón orejero negro, con un gorrillo en la cabeza, un libro en la mano o en el regazo y a menudo una copa de vino al lado, se había grabado profundamente en el muchacho, inspirando respeto y al mismo tiempo familiaridad. En el domicilio del abuelo se sentía en un lugar de devoción, y sin embargo en casa. Podía hurgar sin trabas en la gigantesca biblioteca; aquí había aprendido a amar los libros. El abuelo no dejaba de explicarle lo que no entendía de esos libros, parpadeando astuto con ojos somnolientos, equívoco, sin que nunca se supiera si hablaba en broma o en serio. Nunca en lo sucesivo entendió Gustav con tanta claridad que lo que decían los libros era mentira, y aun así más cierto que la realidad. Cuando se preguntaba al abuelo se obtenían respuestas que parecían tratar de otra cosa distinta de la pregunta, pero que al final se revelaban como respuestas, incluso como las únicas correctas.
Gustav Oppermann, ahora, en pie ante el retrato, no pensaba en nada de eso. Pero lo veía todo en el cuadro. En los ojos pintados había tanto de la benévola y taimada sabiduría del anciano que ante ellos Gustav se sentía pequeño, y sin embargo cobijado.
Quizá no era bueno para el otro cuadro, el del despacho, el retrato de Sybil Rauch, recibir ahora este contrapeso. No había duda de que André Greid, el pintor, era diez veces superior al viejo y simple Alexander Joels en arte y en técnica. En su cuadro había mucha superficie blanca; sabía que iba a colgar la pintura en esa pared clara, y había hecho que toda la pared sirviera de fondo. De esa pared clara se destacaba nítida, voluntariosa, Sybil Rauch. Estaba allí, esbelta, decidida, con una pierna levemente adelantada. Sobre un largo cuello se alzaba la cabeza, debajo de una frente alta, estrecha y testaruda miraban unos tercos ojos de niña, los arcos de las cejas se marcaban con fuerza. La alargada parte inferior del rostro retrocedía y terminaba en una mandíbula infantil. Era un cuadro sin compromisos, un cuadro muy claro; «claro hasta la caricatura», se quejaba Sybil Rauch cuando estaba de mal humor. Pero el retrato tampoco ocultaba nada de lo que le atraía de ella. A pesar de sus innegables treinta años, la mujer del cuadro tenía un aspecto infantil, a la vez que inteligente y voluntarioso. Egoísta, pensó Gustav Oppermann, bajo el influjo del otro cuadro.
Hacía ahora diez años que Gustav había conocido a Sybil. Por aquel entonces ella era una bailarina de muchas ideas, poco ritmo y algún éxito. Tenía dinero y vivía cómodamente, malcriada por una madre experimentada y tolerante. El ingenio meridional y cándido de la delicada muchacha, tan extrañamente contrapunteado por su fina y precoz inteligencia, había atraído a Gustav. Ella se sintió halagada por la manifiesta inclinación del asentado y prestigioso caballero. Pronto entre la muchacha y el hombre veinte años mayor que ella surgió una gran e inusual familiaridad. Él era su amante y su tío a un tiempo. Estaba atento a cada uno de sus caprichos, podía confiarse sin reservas a él, sus consejos eran meditados, juiciosos. Le había expuesto, a su cautelosa manera, que dada su falta de musicalidad su baile jamás podría conducirle a obtener verdaderos éxitos, éxitos interiores. Ella lo entendió, cambió de gremio con rápida decisión y bajo la dirección de él se convirtió en escritora. Sabía expresarse de forma personal y colorista, las revistas gustaban de publicar sus cuadros de ambiente y pequeñas historias. Cuando, en los vaivenes de la economía alemana, su patrimonio se desvaneció, pudo ganarse la vida en gran medida gracias a los rendimientos de sus escritos. Gustav, sin talento creativo, pero buen crítico, la apoyó con sus consejos sensatos y diligentes; también la ayudaron sus numerosas relaciones con un buen mercado. Habían pensado a menudo en casarse, sin duda ella con más vehemencia que él. Pero entendía que él prefiriese no dar rigidez a su unión legalizándola. En resumidas cuentas, habían pasado diez largos años, para ella y para él.
¿Buenos años? Digamos que años agradables, pensó Gustav Oppermann, mirando en el cuadro a la inteligente, amable y voluntariosa chiquilla.
Y de pronto la carta volvió a estar ahí, la carta sin abrir en el gran escritorio, la carta de Anna. Con Anna no habrían sido diez años agradables. Habrían sido años llenos de disputas e irritación. Pero, por otra parte, de haber estado con Anna difícilmente habría tenido que preguntarse hoy por la mañana en qué emplear el invierno si rechazaban su biografía de Lessing. Habría exactamente un Qué y un Dónde, probablemente habría tenido tantas ocupaciones como para suplicar que no le dejaran caer en la tentación con Lessing.
No, él odia esa loca agitación que ve en muchos de sus amigos. Ama su ocio decente y ocupado. Es bueno estar sentado en tu bonita casa, con tus libros, tu renta asegurada, ante los pinares de Grunewald. Es bueno haber terminado con Anna entonces, después de dos años.
¿Terminó él o fue ella? No es fácil orientarse en la historia de la propia vida. Lo cierto es que la echaría de menos si Anna desapareciera por completo de su existencia. Naturalmente, siempre queda amargura cuando se encuentran. Anna es tan discutidora… Tiene una manera tan franca, tan áspera, de señalar cualquier defecto, hasta la más mínima debilidad. Siempre que va a reunirse con ella, incluso cuando se enfrenta a cada una de sus cartas, tiene la sensación de ir a comparecer ante un tribunal.
Sostiene la carta en la mano, coge el abrecartas, rasga el sobre de un solo corte. Con las espesas cejas fuertemente fruncidas, arrugas verticales y profundas sobre la poderosa nariz, con todo el gran rostro en tensión, lee.
Anna le felicita, en pocas palabras, de corazón. Con su hermosa y uniforme caligrafía, le comunica que ha fijado sus vacaciones para finales de abril y le gustaría pasar con él esas cuatro semanas. Si quiere reunirse con ella, le ruega que le proponga dónde.
El rostro de Gustav se relaja. Le daba miedo la carta. Es una buena carta. Anna no tiene una vida fácil. Es secretaria de dirección de la Stuttgarter Elektrizitätswerke, muy sujeta a su trabajo, su vida privada se reduce a las cuatro semanas de vacaciones. El hecho de que le ofrezca esas cuatro semanas demuestra que no ha renunciado a él.
Lee la carta una segunda vez. No. Anna no le da por descartado, se lo dice. Él tararea en voz baja, diligente y mal, la difícil melodía de esta mañana. Contempla, de manera medio consciente, medio mecánica, el cuadro de Immanuel Oppermann. Se siente íntimamente complacido.
Entretanto, Martin Oppermann acudía al negocio. La casa de Gustav estaba en la Max Reger Strasse, en el límite entre Grunewald y Dahlem. La casa originaria de los Oppermann está en la Gertraudtenstrasse, en el centro de la ciudad vieja. El chófer, Franzke, necesitará por lo menos veinticinco minutos. Si va bien, Martin estará en la oficina a las once y diez; si no tiene suerte con los semáforos, a las once y cuarto. Ha citado a Heinrich Wels a las once. A Martin Oppermann no le gusta hacer esperar. Y que Heinrich Wels tenga que esperar le resulta doblemente molesto. De todos modos, la entrevista no va a ser agradable.
Martin Oppermann se sienta rígido en el coche, sin reclinarse, en una postura no precisamente estética y natural. Los Oppermann son pesados de aspecto; Edgar, el médico, un poco menos; también Gustav ha perdido un poquito de peso a base de entrenamiento. Martin no tiene tiempo para eso. Es hombre de negocios, padre de familia, tiene obligaciones de todo tipo. Se sienta erguido, con la gran cabeza adelantada, los ojos cerrados.
No, la entrevista con Heinrich Wels no será agradable. Ahora, es raro tener momentos agradables en la tienda. No habría debido hacer esperar a Wels. Habría podido entregarle el cuadro a Gustav por la noche, a la hora de cenar; no era imprescindible llevárselo por la mañana. Quiere a Gustav, pero le envidia. Para Gustav es fácil, demasiado fácil. También para Edgar, el médico, es fácil. Él, Martin, ha tenido que asumir en solitario la sucesión de Immanuel Oppermann. En estos tiempos de crisis y de creciente antisemitismo, es condenadamente difícil representar esa sucesión con dignidad. Martin Oppermann se quitó el sombrero rígido, se pasó la mano por el ralo cabello negro y suspiró levemente. No debería haber hecho esperar a Heinrich Wels.
Estaban en la bulliciosa Dönhoffplatz. Enseguida, por fin, llegarían. Allí estaba ya la casa. Se alzaba encerrada entre otras, estrecha, anticuada, pero firme, construida hacía mucho tiempo para durar mucho tiempo, inspirando confianza. El coche pasó por delante de los cuatro grandes escaparates y se detuvo ante el portal principal. Martin se habría bajado de un rápido salto, pero se dominó, mantuvo la dignidad. El viejo portero Leschinsky se puso firme antes de poner en movimiento la puerta giratoria. Martin Oppermann se tocó el sombrero con un dedo como todos los días. August Leschinsky llevaba en el negocio desde los tiempos de Immanuel Oppermann, conocía todos los detalles. Sin duda sabía que Martin había felicitado a su hermano Gustav por su quincuagésimo aniversario. ¿Aprobaría el anciano el retraso por semejante motivo? El rostro de Leschinsky, con su gris y rígido bigote, siempre estaba malhumorado, la actitud del hombre siempre era pétrea. Hoy estaba especialmente erguido y firme: aprobaba la conducta de su jefe.
Martin estaba menos conforme con su conducta que el portero. Subió al tercer piso, a su despacho. Utilizó la puerta trasera. No quería ver a Heinrich Wels sentado esperando.
En la pared, encima de su escritorio, colgaba, como en todas las tiendas de la familia, el retrato del viejo Oppermann. Le produjo una pequeña punzada que ya no fuera el original, sino una copia, aunque en el fondo daba lo mismo que el original estuviera aquí o en casa de Gustav. Sin duda Gustav entendía más, tenía más tiempo, estaba mejor con él, y en el fondo también tenía más derecho. Sin embargo, le resultaba incómodo no tener a partir de ahora el original ante sus ojos.
Vino la secretaria. Correo enviado por los apoderados. Firmas. Ruegos de llamadas telefónicas. Sí, y luego, el señor Wels espera. Está citado para las once.
—¿Hace mucho que está el señor Wels?
—Algo menos de media hora.
—Hágale pasar.
Martin Oppermann siempre se sentaba erguido, no necesitó sentarse bien; pero hoy no estaba en buena forma para esta entrevista. Había preparado cuidadosamente la respuesta que iba a dar a Wels, lo había hablado todo con sus apoderados Brieger y Hintze. Pero se trataba de no disgustar a Wels, se trataba de los matices, era una desgracia haber hecho esperar a Wels.
El asunto era el siguiente: al principio, Immanuel Oppermann no fabricaba los muebles que vendía, sino que se los encargaba a Heinrich Wels senior, un joven y fiable artesano. Cuando se fundaron las filiales berlinesas, la de Steglitz y la de la Postdamer Strasse, la colaboración con Wels se hizo más difícil. Wels era de confianza, pero se veía forzado a trabajar demasiado caro. Poco después de la muerte de Immanuel Oppermann, y a instancias de Siegfried Brieger, el actual apoderado, una parte de los muebles empezó a producirse en fábricas más baratas, y cuando la dirección del negocio pasó a Gustav y Martin, se fundó una fábrica propia. Para ciertos trabajos difíciles, para piezas concretas, se seguía prefiriendo los talleres de Wels, pero ahora los talleres propios atendían el grueso de las necesidades de Muebles Oppermann, a la que entretanto se habían sumado otra filial en Berlín y cinco en provincias.
Heinrich Wels junior veía esta evolución con amargura. Era unos cuantos años mayor que Gustav, trabajador, sólido, voluntarioso, lento. Unió a sus talleres establecimientos de venta. Empresas modelo, dirigidas con el mayor esmero para hacer frente a los Oppermann. Pero no pudo con ellos. Sus precios no podían competir con los de los estandarizados muebles Oppermann. Innumerables personas conocían el nombre Oppermann; su marca de fábrica, el retrato de Immanuel, llegaba hasta la más remota provincia; el honesto y anticuado texto de sus anuncios: «Quien compra en Oppermann compra bien y barato» era un lugar común. En todos los lugares del país había alemanes que trabajaban en mesas Oppermann, comían en mesas Oppermann, se sentaban en sillas Oppermann, dormían en camas Oppermann. En las camas Wels probablemente se dormía con mayor comodidad, y las mesas Wels estaban elaboradas de forma más duradera. Pero todos preferían gastar menos dinero, incluso aunque el mobiliario adquirido fuera quizá un poquito menos sólido. Heinrich Wels no podía entenderlo. Era algo que corroía su corazón de artesano. ¿Había muerto el sentido de la solidez en Alemania? ¿No veían esos extraviados compradores que en su mesa, la mesa Wels, un hombre había trabajado dieciocho horas, mientras que el producto Oppermann era un producto fabril? No. Lo único que veían era que en Wels una mesa costaba cincuenta y cuatro marcos y en Oppermann cuarenta, así que iban y la compraban allí.
Heinrich Wels ya no entendía nada. Su amargura crecía.
En los últimos años, de todos modos, las cosas habían ido mejor. Se abrió paso un movimiento que difundió la idea de que la artesanía respondía mejor al carácter nacional alemán que la fabricación internacional estandarizada. Expresaba lo que Heinrich Wels había sentido hacía mucho, que las casas comerciales judías y sus taimados métodos de venta eran los culpables de la decadencia de Alemania. Heinrich Wels se unió a ese movimiento de todo corazón. Se convirtió en jefe de distrito del partido. Veía con alegría que el movimiento ganaba terreno. Sin duda la gente seguía prefiriendo comprar las mesas más baratas, pero al menos a la vez insultaba a los Oppermann. El partido también consiguió que se impusieran mayores impuestos a las grandes empresas, de manera que los Oppermann tuvieron que pedir cuarenta y seis marcos en vez de cuarenta por mesas que Wels vendía a cuarenta y cinco.
A las nueve casas de los Oppermann llegaban masivamente escritos antisemitas; por las noches se hacían pintadas hostiles en los escaparates, los viejos clientes se retiraban. Había que mantener los precios por lo menos un diez por ciento más bajos que la competencia no judía; si se mantenían sólo un cinco por ciento más bajos, había gente que se iba a los comercios cristianos. Las autoridades molestaban cada vez más, bajo la presión del creciente partido nacionalsocialista. Heinrich Wels llevaba ventaja. La diferencia entre el precio de sus productos y el de los de los Oppermann disminuía.
A pesar de todo, de puertas afuera Muebles Oppermann mantenía buenas relaciones con la casa Wels. Bajo la influencia de Jacques Lavendel y del apoderado Brieger, se sugirió a Wels que hiciera propuestas encaminadas a una fusión de ambas firmas, o al menos a una más estrecha colaboración. Si se llevaba a cabo tal transacción, la firma Oppermann se libraría del odio antisemita; una vez participada por Wels, seguro que ciertas medidas oficiales le serían aplicadas de manera más suave.
Cuando los Oppermann sobrepujaban a Heinrich Wels, su ambición personal sufría aún más que su ansia de beneficio. Estaba radiante al ver que ahora sus talleres ganaban cada vez más terreno. Incluso había recibido, después de unos cuantos tanteos verbales del apoderado Brieger, un escrito muy cortés de la firma Oppermann diciendo que tenía ciertas propuestas que hacer a su empresa, encaminadas a mantener una relación aún más estrecha que la mantenida hasta la fecha. La firma estaba muy interesada en ello y le rogaba que acudiera el 16 de noviembre a las once al despacho principal de la casa, en la Gertraudtenstrasse, para una personal toma de contacto.
Así que Heinrich Wels esperaba sentado en la antesala del despacho de los Oppermann. Era un hombre de buena presencia, de rostro abierto y duro, marcadas arrugas en la ancha frente. Era un hombre decente, y partidario de la exactitud. ¿Quién se había aproximado a quién? En una reunión de la asociación de fabricantes de muebles, el apoderado Brieger le había hablado de las crecientes dificultades de su empresa. Brieger le había sugerido algunas cuestiones. Ya no era posible desentrañar quién se había acercado a quién. Como siempre, aquí estaba él sentado, con una propuesta que no era desfavorable para él, pero que probablemente aún fuera más ventajosa para su interlocutor.
Estaba claro que los otros no querían darse cuenta de esa circunstancia. Miró el reloj. Había sido oficial de la reserva, había pasado toda la guerra en el frente, en el ejército había aprendido a ser puntual. Había llegado unos minutos antes de las once. Ahora estaba allí sentado, y esa chusma arrogante le hacía esperar. Las once y diez. Su duro rostro se ensombreció. Si le hacen esperar otros diez minutos se va, y que se las arreglen solos con su mierda.
¿Con quién tendrá que vérselas? Heinrich Wels no es un conocedor del género humano, pero sabe muy bien dónde está la gente de la casa Oppermann que es posible ganar para su proyecto, y dónde sus adversarios. Gustav y Martin Oppermann son de una arrogancia insoportable, auténticamente judía, con ellos hay poco que hacer. El apoderado Brieger es una sinagoga entera, pero con él se puede hablar. Probablemente habrá allí cinco o seis hombres, quizá hayan llamado incluso a su asesor jurídico. Sin duda no se lo pondrán fácil, tendrá que luchar solo contra esa mayoría de cinco o seis. Aun así, lo conseguirá.
Once y veinte. Esperará otros cinco minutos. Lo dejan ahí sentado, hasta que eche raíces. Cinco minutos más, y dará su propuesta por caducada, y entonces que les den por culo, señores míos.
Once y veinticinco. Ya se conoce de memoria los números de la «guía de comerciantes de muebles» que hay sobre la mesa. Los del despacho parecen estar deliberando a conciencia. ¿Será una buena señal? Tampoco hay ninguna secretaria a la que poder enviar a buscarlos. Es una vergüenza. Pero se las pagarán. Once y veintiséis. Se le ruega que pase.
Martin Oppermann está solo. De pronto, el señor Wels habría preferido tener que vérselas con cinco o seis. Este Martin es el peor. Va a ser más difícil hacerse con él que con nadie.
Martin Oppermann se levantó cuando entró el señor Wels.
—Le pido disculpas —dijo cortésmente— por haberle hecho esperar.
En realidad, tenía intención de ser aún más cortés y aducir el motivo de su retraso. Pero el grande y duro rostro de Wels le repelió, como siempre, y no lo hizo.
—Por desgracia, hoy en día el tiempo —repuso el señor Wels con su voz sombría y rechinante— es lo único de lo que un hombre de negocios puede disponer en abundancia.
Serio y concentrado, Martin Oppermann miró con ojos somnolientos al hombretón allí sentado. Se esforzó para que su voz fuera lo más amable posible:
—He reflexionado largamente acerca de sus propuestas, estimado señor Wels —dijo. En principio, nos inclinamos a discutirlas, aunque tenemos muchas objeciones. Nuestros balances son mejores que los suyos, señor Wels, pero, se lo digo con sinceridad, no son satisfactorios. Son insatisfactorios —no miraba al señor Wels, miraba hacia lo alto, hacia el cuadro de Immanuel Oppermann, y lamentaba que fuera una copia. Su tono no era el correcto para hablar con aquel hombre amargo y ofendido. Hoy por hoy aún no se veían forzados a entenderse con Wels, la situación política parecía tranquila, probablemente tampoco sería peor en unos meses o incluso en unos años. Pero no había seguridad alguna, se imponía la prudencia, la única táctica posible era hacer esperar a Wels, mantenerlo de buen humor. La forma de ser de Martin no era hoy la adecuada para esta conversación: seguro que el viejo Immanuel habría sabido abordar mejor a ese hombre duro y leñoso.
También el señor Wels estaba descontento. Así no se podía seguir.
—A mí no me va bien —dijo—, y a ustedes tampoco. Bien podíamos entendernos como «buenos hermanos» —torció el duro rostro en una sonrisa; el giro coloquial, en su sorda voz, sonaba doblemente sombrío.
Entraron en detalles. Martin sacó los quevedos, que empleaba muy raras veces, los limpió. Realmente hoy al señor Oppermann le costaba trabajo soportar al señor Wels, y lo mismo le ocurría al señor Wels con el señor Oppermann. Uno encontraba arrogante al otro, la conferencia estaba siendo una tortura para ambos. Al señor Wels le parecía que Oppermann no iba en serio. Aquello que querían que aceptara era un experimento que les obligaba a poco; querían fusionar una de las sucursales de Berlín y una de las de provincias con las dos empresas correspondientes de Wels. Eso no le interesaba al señor Wels. Si la historia iba mal, los Oppermann habrían perdido dos de sus ocho sucursales, lo podían soportar; él en cambio habría perdido dos de sus tres filiales y estaría acabado.
—Veo que me he equivocado —dijo amargamente el señor Wels—, pensaba que llegaríamos a un acuerdo. A un armisticio —se corrigió con una tenue y rabiosa sonrisa. Martin Oppermann, con su aspecto pesado, aseguró cortés, flexible, que no tenía intención de considerar fracasadas las negociaciones. Estaba seguro de que si volvían a hablar a fondo sobre la materia se entenderían.
El señor Wels se encogió de hombros. Se había convencido a sí mismo de que los Oppermann estaban en las últimas. Ahora resultaba que ellos le consideraban acabado a él. Querían darle un aperitivo y comerse solos el verdadero menú. Se marchó indignado, lúgubre.
Que no se equivoquen los señores, pensó mientras bajaba en el ascensor. No sólo lo pensó, lo dijo en voz baja. El ascensorista miró sorprendido al hombre sombrío.
Después de la entrevista, Martin siguió sentado a su gran mesa de despacho. El gesto cortés y confiado desapareció de su rostro apenas Wels se hubo marchado. No había conseguido su objetivo. Había fracasado. Se sentó, malhumorado y descontento consigo mismo.
Pidió a los apoderados Siegfried Brieger y Karl Theodor Hintze que pasaran al despacho.
—Bien, ¿ha terminado con ese gentil tormentoso? —disparó enseguida Siegfried Brieger, tras un fugaz saludo. El pequeño y vivaz caballero, recién entrado en la sesentena, enjuto, vehemente, de aspecto marcadamente judío, puso una silla muy cerca de su jefe; la gran nariz sobre el espeso bigote, de un gris sucio, olisqueó. Karl Theodor Hintze en cambio se mantuvo de pie a prudente distancia, contenido, desaprobando visiblemente el informal apresuramiento de su colega.
Karl Theodor Hintze desaprobaba todo lo que hacía el señor Brieger, y el señor Brieger se burlaba de todo lo que Karl Theodor Hintze hacía. Durante la guerra, Karl Theodor Hintze había sido jefe de la compañía en la que Brieger servía como reservista raso. Ya entonces la relación entre ambos era la misma, y los dos sabían cuánto se apreciaban. Cuando, terminada la guerra, al fino señor Hintze le fue fatal, el señor Brieger lo empleó en Muebles Oppermann. Enseñado por él, ese hombre duro, trabajador y fiable había ascendido con rapidez.
Martin Oppermann informó a sus dos hombres. Los tres se conocían, el resultado de la entrevista era previsible; nadie había pensado que Wels aceptara. La cuestión sólo radicaba en el desarrollo de la conversación. Después del informe de Martin, todos supieron que habría sido más sensato enviar al señor Brieger a negociar con el señor Wels. Brieger habría podido ofrecer aún menos que Oppermann a Wels, y aun así éste se habría ido más satisfecho.
Estaba claro lo que iba a ocurrir ahora. Había que demostrar a Wels que, incluso sin su ayuda, los negocios de los Oppermann podían sacudirse el odio a los judíos. Una demostración semejante le volvería más dócil. La momentánea calma política era la mejor oportunidad para dar los pasos necesarios, meditados hacía mucho tiempo.
Había que transformar la firma judía Oppermann en una sociedad anónima con un nombre neutral y no sospechoso. Otras empresas judías habían tenido buenas experiencias con los cambios de nombre. Ocurría que compradores que querían boicotear determinada empresa judía cubrían sus necesidades con una sociedad anónima no judía, que en realidad no era más que una filial de la odiada casa judía. Ya que Wels no cooperaba, los Oppermann podían fundar por sí mismos una Sociedad Anónima Alemana de Fábricas del Mueble y empezar por reunir en esa sociedad a una de las filiales berlinesas y una de las provinciales.
Eso era técnicamente fácil de hacer, prometía éxito, era lo correcto. Sin embargo, costaba decidirse. Alemana de Fábricas del Mueble, ¿qué era eso? Un nombre neutral, general, que no decía nada, como un vagón de tranvía. En cambio, Muebles Oppermann era algo inseparable del retrato de Immanuel Oppermann, del pesado y digno Martin, del vivaz señor Brieger y su gran nariz. Separarse de la filial de Berlín-Steglitz y de la de Breslau como Alemana de Fábricas del Mueble era como amputarse un dedo de la mano o del pie.
Y sin embargo, ¿no había que hacerlo para salvarlo todo? Sí había que hacerlo.
Una vez decididos, se trataba de actuar con rapidez. Martin informará a los otros Oppermann y se pondrá de acuerdo hoy mismo con el profesor Mühlheim, el asesor jurídico de los Oppermann.
Una vez solo, Martin apoyó pesadamente los brazos en el respaldo del sillón y dejó caer los hombros. Quizá fuera bueno hacer todas las mañanas un poco de gimnasia, como su mujer le aconsejaba. Cuarenta y ocho años no es una edad avanzada, pero si uno no toma precauciones, en dos años se ha convertido en un anciano. Gustav tiene un aspecto agradablemente joven y fresco. Para Gustav es fácil. Entrenar de manera eficaz lleva por lo menos veinticinco minutos cada mañana. ¿De dónde va a sacar él, Martin, esos veinticinco minutos?
Se irguió, respiró y cogió su correo. No. Esto no es tan importante. Lo difícil primero, es lo que siempre ha hecho. En primer lugar, tiene que informar a sus hermanos. No va a echarle a perder el día a Gustav. Está claro que no pondrá reparos. Suspirará, hará algunas observaciones generales de naturaleza filosófica, firmará. Con Edgar aún será más fácil. Lo más difícil vendrá con Jacques Lavendel, su cuñado, el marido de Klara Oppermann. Él tampoco pondrá reparos; al contrario, ese hombre entendido en los negocios lleva mucho insistiendo en el cambio de nombre. Sólo que la forma de ser de Jacques Lavendel es demasiado sincera. Martin no tiene nada en contra de que a uno le digan claramente su opinión. Pero Jacques Lavendel es demasiado claro.
Pide las dos conexiones telefónicas, con el profesor Edgar Oppermann y con Jacques Lavendel. El profesor Oppermann, dice la secretaria, está en su clínica. Naturalmente, siempre lo está. Le dirán que le llame. Desde luego, no lo hará; tiene demasiado que hacer en la clínica y está muy poco interesado en el negocio. Como siempre, Martin ha cumplido con su obligación hacia él.
Ahora, Jacques Lavendel está al aparato. Él nunca da rodeos. Con su voz amable, un tanto ronca, después de las primeras frases introductorias de Martin declara que le gustaría discutir personalmente el asunto con él; si no tiene ningún inconveniente, después de comer irá al domicilio privado de Martin, no vive lejos. Martin responde que se alegra.
No se alegra. La comida con su mujer y su hijo y la corta hora libre que le sigue son sus momentos preferidos. A veces, no puede evitar tener invitados; ciertas cosas se arreglan mejor en un domicilio privado que en el despacho. Pero no le gusta hacerlo; el día se le echa a perder cuando ha de ser así.
Immanuel Oppermann mira a su nieto con sus ojos somnolientos, astutos, agradables. Él no piensa, pero siente: es una copia, ya no es el original.
Martin llegó puntualmente a las dos, como todos los días, a su casa situada en la Corneliusstrasse, en el barrio del Zoológico. Se cambió de cuello y de chaqueta: tenía que haber una diferencia entre la vida privada y el negocio. Luego fue al invernadero; era una habitación grande, amueblada de forma aparente y un tanto banal; Martin insistía en emplear muebles Oppermann también en su casa.
Encontró a su mujer y su hijo en animada conversación. Berthold, de diecisiete años, era a veces un tanto parco en palabras, como su padre, y aunque era capaz de conversar bien y con vivacidad, no le gustaba sacar a la luz sus sentimientos. Martin se alegró de encontrarlo sociable hoy.
Liselotte interrumpió a su hijo cuando Martin entró. Por encima del vestido cerrado de cuello alto, volvió hacia él su rostro grande y luminoso, con una sonrisa:
—¿Cómo estás, cariño?
—Bien, gracias —respondió Martin; le dijo a Berthold: «Hola, muchacho», y sonrió a su vez. Pero en los dieciocho años de su matrimonio, los ojos grises y alargados de Liselotte habían aprendido a leer en el rostro de su esposo. No le gustaba hablar de temas de trabajo en el ámbito familiar; aunque él no lo dijera, ella sabía que ahora, hoy, él se encontraba inmerso en importantes asuntos.
Se sentaron a la mesa. Berthold habló, excitado. El muchacho de diecisiete años tenía, en el rostro carnoso del padre, los ojos grises y osados de la madre. Era ya casi tan alto como el padre; cuando creciera le superaría en media cabeza.
Habló de acontecimientos escolares. El tutor de la clase, el profesor Heinzius, había muerto hacía unos días en un accidente de automóvil, y provisionalmente el director del centro, el profesor François, impartía clase a los alumnos de penúltimo curso en las asignaturas del fallecido, lengua alemana e historia. Eran las asignaturas favoritas de Berthold —como su tío Gustav, amaba el deporte y los libros—, y se había entendido extraordinariamente bien con el doctor Heinzius. Se daba el caso de que para la exposición oral que todos los alumnos de penúltimo curso tenían que hacer una vez al año el profesor Heinzius le había asignado un tema especialmente difícil: «El humanismo y el siglo XX». ¿Le dejarían hacer su exposición ahora, tras la muerte del venerado profesor? ¿Y podría con el «humanismo» sin la ayuda del benévolo profesor Heinzius? El director François le había dicho que él personalmente no tenía nada en contra del tema, pero no quería sustraer la decisión al nuevo tutor que probablemente la semana próxima se haría cargo de la clase.
—Me he excedido —decía Berthold. El humanismo es un tema endemoniadamente duro —aseguraba, reflexivo, con voz profunda.
—Quizá puedas elegir un tema menos general —aconsejó Martin.
—Tal vez algo sobre un autor moderno —propuso Liselotte, y lanzó a su hijo una mirada de ánimo con sus ojos grises y alargados. Martin se sorprendió. ¿No resultaba delicado hablar de literatura moderna en el instituto? En el fondo, normalmente Martin y Liselotte tenían la misma opinión. Pero ella, la cristiana, la hija de los Ranzow, la vieja familia de funcionarios prusianos, solía ser más radical.
Martin cambió de tema. Contó que esperaba a Jacques Lavendel después de comer. Eso alejó rápidamente a Berthold del humanismo. Quizá hoy pueda utilizar el coche. Su padre es un ocupado hombre de negocios, y anda por ahí todo el día; es muy raro que Berthold disponga del coche para él solo. No puede dejar pasar la ocasión. Podría, por ejemplo, ir al campo de deportes de Sachsendamm, a jugar al fútbol. Sería un buen pretexto. En todo caso, la broma costaría unas tres horas que, en realidad, tenía destinadas al humanismo. Tonterías. Siempre puede encontrar tiempo para el humanismo; en cambio, nadie sabe cuándo podrá volver a hacerse con el coche.
Así que, en cuanto termina la comida, Berthold se despide de sus padres. Telefonea a su compañero de colegio Kurt Baumann, le pide que se reúna con él en la Puerta de Halle para ir al campo de deportes de Sachsendamm. Kurt Baumann no se muestra entusiasmado. La radio no funciona, la ha desmontado, quiere arreglarla, y eso requiere tiempo. Pero Berthold no cede en sus intenciones. Le dice que le guarda una sorpresa con una voz tan triunfal que Kurt adivina y estalla:
—Tienes el coche. Eh, va a ser estupendo.
Berthold Oppermann es un buen compañero, es generoso y juega limpio; copia de Baumann en matemáticas y le permite copiar las redacciones, y cuando el chófer August Franzke le deja el volante sólo conduce las dos terceras partes del tiempo; la tercera se la cede a Kurt Baumann.
Ya están listos. Berthold se sienta al volante junto al chófer Franzke. Es íntimo suyo. Desde luego que Franzke tiene sus momentos, y no siempre se puede hablar con él. Pero hoy sí se puede, Berthold se da cuenta enseguida, y seguro que le dejará el volante, aunque está prohibido conducir si se tienen menos de dieciocho años. Arde en deseos de salir de una vez a los barrios del extrarradio. Pero sería poco viril revelar la impaciencia. Así que mantiene con August una seria conversación de hombres sobre la situación, sobre economía y política. August Franzke y el chico se entienden bien.
Cuando Franzke deja el volante a Kurt Baumann y Berthold se sienta inactivo al fondo, le asalta de repente el recuerdo de una vivencia que tuvo inmediatamente después del entierro del profesor Heinzius. Le habían dado permiso para ir con el coche hasta el lejano cementerio, y para la vuelta se había traído a Kurt Baumann y a su primo Heinrich Lavendel. El turbio y gris cementerio boscoso de Stahnsdorf y los acontecimientos del entierro le habían impresionado mucho. Pero sus dos acompañantes, apenas cinco minutos después de dar tierra al profesor Heinzius, parecían mucho más interesados en el coche que en el muerto, sobre todo en que Franzke les dejara por fin, aunque esté prohibido, ponerse al volante. Berthold no había podido comprender que sus compañeros se libraran tan rápido de lo que acababan de vivir. Todavía ahora, mientras Kurt Baumann estaba al volante, era algo que le confundía y le hacía pensar. Pero cuando él mismo pudo conducir, tales pensamientos se esfumaron, y en él y a su alrededor no hubo nada más que el tráfico de la carretera suroeste de Berlín.
Entretanto, en la Corneliusstrasse esperan al señor Jacques Lavendel. Liselotte se alegra de la visita. Martin, lo sabe, no ve precisamente en su cuñado Jacques a un santo de su devoción. No le gustó que su hermana menor, Klara Oppermann, se casara precisamente con ese caballero del Este. Jacques es un destacado hombre de negocios, sin duda, tiene patrimonio, conoce el mundo, siempre es agradable. Pero lo que le falta es sentido de la dignidad, de las formas, de la contención. No es que tenga unos modales ruidosos o importunos. Es sólo que llama de forma excesivamente desnuda, por su nombre, a las cosas desagradables, y su leve y amable sonrisa cuando alguien habla de honor, dignidad y cosas por el estilo irrita a Martin.
A Liselotte no le irrita. Le gusta su cuñado Jacques. Ella procede de la severa familia de los Ranzow. Su padre, de grandes títulos pero sueldo escaso, había sustituido la falta de comodidades externas por una actitud distinguida y una forma de vida estricta. Liselotte Ranzow, que entonces tenía veintidós años, contenta de poder cambiar las estrictas costumbres de la casa paterna en Stettin por la amplitud del modo de vida de los Oppermann, había estimulado por todos los medios el parco y torpe afecto del joven Martin.
—¿Esperamos a que Jacques venga para tomar el café? —preguntó, mostrando sonriente los grandes dientes de su alargada y hermosa boca. Vio que Martin vacilaba, como si quisiera estar a solas con Jacques o pedirle que los dejara a solas. ¿Tienes algo importante que discutir con él? —preguntó directamente.
Martin reflexionó. Liselotte y él son buenos compañeros. Naturalmente, le comunicará hoy mismo la decisión acerca del cambio de nombre de las filiales. No es fácil. Hasta ahora han sido pocas las ocasiones en que ha tenido que dar malas noticias. Quizá lo más sensato sea decírselo a Jacques y a ella al mismo tiempo.
—Me gustaría que nos acompañaras —dijo.
Jacques Lavendel se acomodó entre ellos. Los ojos pequeños y hundidos bajo la ancha frente miraban inteligentes y amables; el fuerte bigote pelirrojo contrastaba con el escaso pelo de la cabeza, la voz baja y ronca atacaba como siempre los nervios de Martin Oppermann.
Mientras Martin explicaba, Jacques escuchaba con los ojos medio cerrados, las manos cruzadas sobre el chaleco, la cabeza inclinada, sin movimiento en el rostro y la actitud, en apariencia, indiferente. Martin habría preferido que le interrumpiera, que le hiciera preguntas; pero no le interrumpió. También guardó silencio cuando Martin hubo terminado. Liselotte miraba, en tensión, a Jacques Lavendel. Estaba más tensa que entristecida. Martin, por más que se alegró de que no le hubiera afectado demasiado, pensó con amargura: no se lo toma en serio. No toma mis cosas en serio. Uno se esfuerza y no obtiene gratitud alguna. Jacques callaba obstinadamente. Hasta que, por fin, Martin preguntó:
—Bueno, ¿qué piensa usted, Jacques?
—Bien, bien —dijo Jacques Lavendel, asintiendo varias veces con la cabeza. Me parece bien. Lástima que no lo hayáis hecho hace tiempo. Y más lástima aún que no hayáis ido hasta el final y hayáis absorbido a ese Wels.
—¿Por qué? —preguntó Martin. Se esforzaba en hablar con contención, pero tanto Liselotte como Jacques Lavendel notaron la irritación ante el reparo. ¿Cree usted que nos queda tan poco tiempo? Conozco a esa gente. Se pondrá impertinente en cuanto digamos que sí. Saben que sólo podemos ganar con la espera.
—Quizá sí, y quizá no —dijo Jacques Lavendel, sacudiendo la gran cabeza pelirroja. No soy ningún profeta, no pretendo decir que soy un profeta. Pero ¿no ha sido siempre demasiado tarde para todos? Puede tardar seis meses, puede tardar un año. ¿Quién sabe cuánto puede tardar? Pero si tenemos jaleo puede tardar tan sólo dos meses —de improviso, irguió la cabeza, dirigió hacia Martin los ojos pequeños y hundidos, le guiñó astutamente un ojo y contó, en un tono llamativamente fresco y seco—: Grosnowice ha cambiado de propietario diecisiete veces. En siete de ellas hubo pogromos. Por tres veces sacaron a un tal Chaim Leibelschitz y le dijeron: «¡Ahora te vamos a colgar!». Todos le decían: «Sé sensato, Chaim, vete de Grosnowice». No se fue. Cuando le sacaron la cuarta vez, tampoco le colgaron. Pero lo fusilaron.
Había terminado, volvía a tener la cabeza inclinada, cerró los párpados sobre los ojos azules.
Martin Oppermann conocía la historia, se indignó. También Liselotte la había oído antes, pero la escuchó por segunda vez con interés.
Martin sacó sus quevedos, los limpió y volvió a guardarlos.
—Al fin y al cabo, no podemos regalarle las tiendas Oppermann —dijo, y sus ojos ya no parecían somnolientos.
—Bueno, bueno —le tranquilizó Jacques. Te digo que sí, que está bien lo que habéis hecho. Por otra parte, si queréis conseguir verdadero dinero americano, me ofrezco a organizarlo todo en ocho días de tal modo que nadie pueda atreverse con vosotros. Y nadie podrá hablar de «regalos» —sonrió.
Ya habían considerado en varias ocasiones la idea de transferir Muebles Oppermann a Jacques Lavendel, que había adquirido oportunamente la ciudadanía estadounidense; pero habían abandonado la idea, por muchas razones. Curiosamente, Martin no alegó ahora ninguna de esas razones objetivas.
—Lavendel no sería un buen nombre para nuestros negocios —dijo sin venir a cuento, con bastante perversidad.
—Lo sé —replicó pacíficamente Jacques. Que yo sepa, nunca se ha hablado de tal cosa —sonrió.
La transformación de las dos filiales en Alemana de Fábricas del Mueble no era tan sencilla. Aún había que discutir un montón de detalles. Jacques Lavendel hizo algunas indicaciones útiles. Martin tenía que admitir que Jacques era el más astuto. Le dio las gracias, Jacques se levantó y se despidió con un largo y fuerte apretón de manos.
—También yo se lo agradezco de corazón —dijo Liselotte enfáticamente, con su voz robusta y oscura. Yo no entiendo nada de vuestros negocios —dijo a Martin una vez que Jacques se hubo ido. Pero ¿por qué si quieres absorber a ese Wels no lo haces ya?
Gustav Oppermann había pasado la mañana trabajando con el doctor Frischlin. El doctor Klaus Frischlin, un hombre alto y delgado con mal color de cara y ralos cabellos, procedente de una familia adinerada, había empezado por estudiar Historia del Arte; poseído por sus estudios, había soñado con hacerse profesor. Luego se quedó sin dinero, y pasó hambre y miseria; cuando ya no tenía más que un traje raído, unos zapatos estropeados y el manuscrito de un estudio inusualmente concienzudo sobre el pintor Theotocopulos, llamado El Greco, Gustav Oppermann lo rescató. Para darle trabajo, había organizado un Departamento de Arte en Muebles Oppermannn y le había nombrado jefe de ese departamento. En su desbordante optimismo, Gustav había soñado al principio con propagar a través de la empresa, dando un rodeo por Klaus Frischlin, objetos modernos como muebles de acero, diseños de la Bauhaus y cosas por el estilo. Pero pronto se había visto forzado a ver, entre divertido y amargado, cómo el Departamento de Arte rendía sus armas ante las necesidades de la robusta clientela pequeño-burguesa de los Oppermann. Klaus Frischlin siguió intentando, dura, astuta e inútilmente, colar su propio y sensible gusto por alguna puerta trasera. Gustav lo observaba divertido y conmovido. Le gustaba ese hombre testarudo, y a menudo requería sus servicios como secretario privado y colaborador científico.
También aquel miércoles, como todos los miércoles, Gustav había llamado a Frischlin. En realidad, quería trabajar en la biografía de Lessing. Pero ¿no conjuraba al destino envidioso al dedicarse a eso precisamente hoy? Así que no lo hizo, y en vez de ello se aplicó a revisar de una manera un tanto cronológica su propia vida. ¿No se le había ocurrido esta mañana lo difícil que era orientarse en la historia de la propia vida? El quincuagésimo aniversario es el día apropiado para poner un poco de orden en esta cuestión.
Gustav conocía bien la biografía de muchos hombres de los siglos XVIII y XIX. Tenía práctica en reconocer qué vivencias habían sido decisivas para ellos. Era curioso lo difícil que le resultaba decidir qué era importante para su propio destino, y qué no. Y eso que había vivido acontecimientos emocionantes, que marcaron su propio destino y el destino de todos, la guerra y la revolución. Pero ¿qué le había cambiado realmente? Incómodo, veía cuánto había pasado de largo. La revisión le puso nervioso.
La interrumpió abruptamente. Sonrió.
—Por favor, coja una tarjeta, querido Frischlin —dijo—; voy a dictarle.
Dictó:
—«Muy señor mío. Tome nota para el resto de su vida: “Se nos ha encargado trabajar en la obra, pero no nos ha sido dado culminarla”. Sinceramente suyo, Gustav Oppermann».
—Una hermosa frase —dijo Klaus Frischlin.
—¿Verdad? —dijo Gustav. Es del Talmud.
—¿A quién va dirigida la tarjeta? —preguntó Frischlin. Gustav Oppermann sonrió juvenil, travieso.
—Escriba —dijo—. «Doctor Gustav Oppermann, BerlínDahlem, Max Reger Strasse 8.»
Aparte del dictado de la tarjeta, fue una mañana estéril, y Gustav se alegró de encontrar una razón plausible para interrumpir el trabajo. Esa razón vino en la agradable figura de su amiga Sybil Rauch. Sí, Sybil Rauch llegó conduciendo su pequeño, simpático y destartalado vehículo. Se daba un poquito de importancia, como siempre. Gustav salió a su encuentro al portal de la casa. Sin preocuparse por la presencia del criado Schlüter, que iba a abrir, ella se puso de puntillas y le besó en la frente con sus fríos labios. No fue del todo fácil, porque bajo el brazo llevaba un gran paquete, su regalo de cumpleaños.
El regalo resultó ser un reloj antiguo. En la esfera tenía un ojo móvil, de los llamados «ojo de Dios», un ojo que se movía con los segundos de derecha a izquierda, sin parar. Gustav llevaba mucho tiempo pensando en instalar un reloj así en su cuarto de trabajo, una especie de constante advertencia destinada a hacer que un trabajo un tanto irregular se convirtiera en trabajo ordenado. Pero resultaba difícil hallar una carcasa adecuada a la estancia.
Se alegró de que Sybil hubiera encontrado la adecuada. Le dio las gracias, ruidosa, cordial, cariñosamente. Pero en el fondo, estaba un poco decepcionado. ¿No era el ojo peregrino que iba a vigilarlo una crítica que ella establecía en la habitación? No deja que las cosas lleguen tan lejos como para que el sentimiento defensivo se convierta en idea. Él sigue charlando, cordial, alegre, pero el regalo de Sybil ha removido en él, contra su voluntad, un sentimiento durmiente que no quiere dejar aflorar; que Sybil, a pesar de que ambos tienen la buena voluntad de pertenecerse por entero, sigue en la periferia de su existencia.
Entretanto, Sybil está ante el retrato del viejo Oppermann. Sabe cuánto le gusta el cuadro a Gustav, se alegra de que ahora esté ahí, elogia con palabras de experta el buen efecto que hace en el despacho. Mira el cuadro con atención, sopesando, como acostumbra, a ese hombre astuto, agradable y feliz.
—Todo concuerda —dice al fin—, el pintor, el hombre y su época, y queda bien aquí: ¿Cómo le iría a Immanuel Oppermann en nuestro tiempo? —preguntó pensativa.
No era ninguna observación necia ni desatinada. Merecía la pena pensar en cómo un hombre del cuño de Immanuel saldría adelante hoy en día. No obstante, la observación de Sybil fue una leve punzada para Gustav.
Sí, era un tiempo desaparecido, aquel en el que había vivido Immanuel Oppermann, aunque para Gustav aún estaba muy vivo. Qué pequeñas parecían sus preocupaciones, qué sencillos sus problemas, qué lenta, rectilínea, aburrida discurría una vida como la de Immanuel Oppermann, comparada con la vida de un ser humano medio de hoy. Naturalmente, la observación de Sybil había sido inocente, se imponía en presencia del cuadro. Aun así, injustamente, Gustav tuvo la impresión de que había sido dirigida contra él. El reloj producía su tictac, el «ojo de Dios» se movía de un lado para otro y contemplaba cómo se empleaba el tiempo, Sybil estaba ante el cuadro del hombre desaparecido. La sensación de ociosidad volvía a hacerse presente, ese pequeño y perturbador malestar, la sensación de vacío de por la mañana.
Se alegró cuando Schlüter anunció que la comida estaba lista. Fue una alegre comida. Gustav Oppermann entendía un poco de gastronomía. Sybil Rauch tuvo un montón de ocurrencias divertidas y supo expresarlas con gracia y personalidad. Su acento meridional sonaba agradable al oído de Gustav. Tenía cincuenta años y era muy joven. Estaba radiante.
Su felicidad se hizo completa cuando a los postres vino el profesor Arthur Mühlheim, su amigo, y con él Friedrich Wilhelm Gutwetter, el novelista. Ambos eran el perfecto complemento a Gustav y Sybil.
Arthur Mühlheim, un caballero bajito y vivaracho, de rostro lleno de arrugas, divertido e inteligente, unos cuantos años mayor que Gustav, siempre inquieto, dispuesto a las bromas, uno de los mejores juristas de Berlín, tenía aficiones similares a las de Gustav. Ambos pertenecían al mismo club, amaban los mismos libros, las mismas mujeres. Arthur Mühlheim se interesaba además por la política, Gustav Oppermann por el deporte; así que siempre tenían abundante material para intercambiar. Mühlheim había enviado a Gustav una gran remesa de coñacs y aguardientes escogidos, sólo cosechas del año de nacimiento de Gustav; consideraba bueno para la salud tomar bebidas que tuvieran la misma edad que uno mismo.
Friedrich Wilhelm Gutwetter, un caballero bajito de unos sesenta años, muy atildado, con una vestimenta marcadamente antigua, gigantescos ojos de niño en el tranquilo rostro, era autor de unas historias muy cuidadosamente pulidas, ensalzadísimas por la crítica y leídas y apreciadas por muy poca gente. En los raros instantes en que Gustav sentía el prurito del ocupado vacío de su vida, se decía que al menos no había vivido en vano porque había promovido a Gutwetter. El hecho era que, sin su apoyo, Gutwetter habría tenido que padecer las más amargas privaciones.
Friedrich Wilhelm Gutwetter estaba allí sentado, tranquilo y amable, miraba adorador y codicioso a Sybil con sus grandes ojos, a menudo tenía que hacerse explicar los ágiles chistes de Mühlheim para entenderlos, e insertaba lentas observaciones de carácter poético y general en la ruidosa y alegre conversación de los otros.
Había traído un regalo para su amigo, pero no habló de él hasta pasados veinte o treinta minutos; la rápida conversación de los demás y la visión de Sybil le habían hecho olvidar por completo su regalo. Ha tenido una conversación con el doctor Dorpmann, el jefe de la editorial Minerva, su editor. Le ha hablado de la biografía de Lessing. El doctor Dorpmann, ya se sabe cómo son los editores, quiso dar una respuesta evasiva, pero él, Gutwetter, no soltó la presa. Ya está, es seguro como la muerte, el alma y la resurrección, que Minerva Verlag editará la biografía de Lessing. Lo dijo con su voz baja y tranquila, mirando a su amigo Gustav con calma y enorme amabilidad.
—¿Qué significa seguro como el alma y la resurrección? —preguntó Mühlheim. ¿Quiere decir seguro al cien por cien o inseguro al cien por cien?
—Quiero decir seguro, sencillamente seguro —repuso Gutwetter con inconmovible amabilidad.
No les resultó fácil entenderse el uno al otro, porque Gustav, que se había incorporado con estrépito de un salto, agarró al ancho y callado Gutwetter por ambos hombros, lo sacudió y le palmeó la espalda entre ruidosas protestas de amistad.
Luego, cuando el señor Gutwetter se quedó a solas con Sybil, dijo con su voz tranquila, alegre y franca:
—Qué fácil es hacer felices a los hombres. Una biografía. ¿Qué es una biografía? Como si contara algo, aparte de la obra creativa. Pero alguien hurga en la basura, en la llamada realidad, en lo ya vivido, y es feliz. Qué infantil, nuestro amigo Gustav.
Sybil miró pensativa sus grandes y luminosos ojos de niño. Friedrich Wilhelm Gutwetter pasaba por ser uno de los primeros estilistas alemanes, para muchos el primero. Sybil, que se entretenía, concienzuda, escribiendo sus pequeñas narraciones, le pidió ayuda para una determinada frase que no le permitía avanzar. Gutwetter la ayudó. Miró alegre y reverente a su dócil discípula.
Gustav rebosaba alegría, le parecía que el mundo era grandioso, quería que todo estuviera bien a su alrededor. Comunicó también al criado Schlüter con todo detalle la alegre noticia que le había traído Friedrich Wilhelm Gutwetter. Era feliz.
Cuando sus primeros invitados llegaron y los vio juntos, en forzada conversación, Gustav temió que la velada se echara a perder. Era arriesgado reunir a gentes tan distintas. Pero precisamente eso era lo atractivo de su forma de vida, mezclar orgánicamente lo que estaba separado. Quería, se había empeñado en ello, reunir aquella noche a su alrededor a todos los que eran importantes para él, su familia, los caballeros del negocio, sus amigos de la sociedad de bibliofilia, del club de teatro, del deporte, sus mujeres. Ahora, después de la cena, veía con alegría que los buenos y ligeros platos del menú cuidadosamente confeccionado habían relajado a todo el mundo, de forma que la primera rigidez se fundía.
Allí estaban, juntos, en pie y sentados, sus veinte invitados, en grupos, pero de tal modo que ningún grupo se aislara del todo de los otros, charlando agradablemente. Se hablaba de política, por desgracia eso era algo que ahora nunca se podía evitar. El más desenvuelto era, como siempre, Jacques Lavendel, reclinado amplia y perezosamente en el sillón más cómodo de todos, con los ojos astutos y benévolos medio cerrados, oía con burlona indulgencia a Karl Theodor Hintze condena a todo el movimiento popular[1] en su conjunto. Según el apoderado Hintze, todos sus seguidores eran necios o estafadores. El amplio rostro del señor Jacques Lavendel sonreía con provocativa tolerancia.
—No hace usted justicia a esa gente, querido señor Hintze —dijo con su amable y ronca voz, moviendo la cabeza. Ése es el punto fuerte del partido, que rechaza la razón y apela al instinto. Hace falta inteligencia y fuerza de voluntad para hacerlo de forma tan consecuente como esos tipos. Esos caballeros conocen su clientela, como todo buen hombre de negocios. Su mercancía es mala, pero de fácil salida. Y su propaganda es de primera clase, se lo digo yo. No subestime a su caudillo, señor Hintze. Muebles Oppermann podría estar contenta de tener un jefe de propaganda así.
El señor Jacques Lavendel no hablaba alto, y sin embargo, sin muchas alharacas, su ronca voz se hizo oír. Pero no había voluntad de escucharla. Aquí, en las cultivadas estancias de Gustav Oppermann, nadie estaba inclinado a conceder en serio posibilidades a algo tan necio como el movimiento popular. Los libros de Gustav Oppermann ocupaban las paredes; la biblioteca y el despacho se entrelazaban de manera hermosa, el retrato de Immanuel Oppermann miraba astuto, bondadoso, enormemente real, a los congregados. Pisaban un terreno sólido, equipado con la sabiduría de la época, saturado del gusto de siglos, con una considerable cuenta bancaria detrás. Sonreían al pensar que ahora ese animal amansado, el pequeño burgués, amenazara con regresar a su naturaleza lobuna.
El vivaz apoderado Siegfried Brieger hacía chistes sobre el Führer y su movimiento. El Führer no era alemán, era austriaco, su movimiento era la venganza de Austria por la derrota que había sufrido a manos de los alemanes en el año 1866. ¿Acaso no era una empresa imposible recoger el antisemitismo en leyes? ¿Cómo se iba a determinar quién era judío y quién no?
—Naturalmente a mí me conocerían —dijo con desahogo el señor Brieger, señalando su gran nariz. Pero ¿acaso la mayoría de los judíos alemanes no se ha asimilado de tal forma que, en realidad, sólo depende de ellos declararse judíos o no? ¿Conocen la anécdota del viejo banquero Renario? Al señor Renario su apellido le suena demasiado judío. Así que lo cambia. Declara: desde ahora ya no soy el señor Renario, desde ahora soy el señor Rinario. El señor Cohn se encuentra en el tranvía al señor Rinario. «Buenos días, señor Renario», dice. Éste contesta: «Disculpe, señor Cohn, ahora mi apellido es Rinario». «Perdón, señor Rinario», dice el señor Cohn. Dos minutos después vuelve a llamarle señor Renario. «Disculpe: Rinario», corrige con énfasis el señor Rinario. «Perdón, perdón», se disculpa vehemente el señor Cohn. Los dos caballeros bajan del tranvía, llevan por un trecho el mismo camino. Al cabo de unos pasos, el señor Cohn pregunta: «Señor Rinario, ¿podría decirme dónde está el “urenario” más cercano?».
El señor Jacques Lavendel se divirtió con la anécdota. El poeta Friedrich Wilhelm Gutwetter no la entendió al principio, se la hizo repetir; luego sonrió alegremente con todo su tranquilo rostro.
—Por lo demás, el caballero —señaló al señor Lavendel ha expresado de forma sencilla lo que pugna por estallar en las gentes de estas latitudes. El imperio de la sobria razón se derrumba. El pueril revoco de la lógica está siendo arrancado. Se avecina una época en la que el gran animal humano, parcialmente subdesarrollado, volverá a encontrarse a sí mismo. Ése es el sentido del movimiento popular. ¿No se sienten felices de asistir a él?
Tranquilo, giró en círculo la cabeza con los radiantes ojos de niño; con la enorme corbata cubriendo el escote del chaleco, parecía, con su anticuada ropa, un reposado clérigo.
Hubo sonrisas a costa del poeta. Pensaba en milenios. Ellos, aquí, tenían que pensar a más corto plazo, años, meses, y entonces el movimiento popular era un burdo movimiento de agitación atizado por militaristas y partidarios del feudalismo, que especulaba con los bajos instintos de la pequeña burguesía. Así lo veía el cínico profesor Mühlheim, que bromeaba frívolo pero sensato al respecto; de la misma manera, a pesar de todas las precauciones que como inteligentes hombres de negocios tomaban, lo veían los Oppermann, y también las damas Caroline Theiss y Ellen Rosendorff. Hasta que de repente una de las invitadas rompió el agradable ambiente de la velada y tradujo, indignada, al sobrio lenguaje de la cotidianeidad lo que Jacques Lavendel había expresado con agradable cautela y Friedrich Wilhelm Gutwetter con poética abstracción. Fue Ruth Oppermann, una muchacha de diecisiete años, que, silenciosa a lo largo de toda la tarde, estalló de repente ahora:
—Todos tenéis teorías tan espléndidas, lo explicáis todo con tanta sensatez, lo sabéis todo. Los otros no saben nada, les importa un pimiento si sus teorías son estúpidas y llenas de contradicciones. Pero saben una cosa: saben exactamente lo que quieren. Actúan. Hacen algo. Te digo, tío Jacques, y a ti, tío Martin, que ellos lo conseguirán, y vosotros seréis los engañados.
Allí estaba, algo desmañada; el vestido azul colgaba feo alrededor de su cuerpo; su madre, Gina Oppermann, no sabía vestirla, sus negros cabellos parecían desordenados a pesar del cuidadoso peinado. Pero sus grandes ojos miraban enérgicos, decididos; desde el rostro de un moreno aceitunado, su discurso era algo más que el de una simple niña.
Los demás habían dejado de hablar, se hizo un total silencio cuando ella terminó; se oyó el fuerte ruido del reloj, que la gente miraba de manera involuntaria, y veía moverse al «ojo de Dios» de izquierda a derecha, de izquierda a derecha. El doctor Edgar Oppermann, el médico, sonreía, con un punto de ironía, pero a la vez orgulloso de su impetuosa hija. En cambio, Gina Oppermann, la madre, una mujer bajita e insignificante, miraba extasiada a Ruth. Ruth ha salido a su padre, seguro que un día va a ser algo grande, igual que él, el gran médico. Ella es muy distinta de las muchachas que la rodean. Sólo hay dos cosas que le interesan: la política y la medicina. Es sionista, ya habla pasablemente hebreo. Estudiará, en Berlín, en Londres, en Jerusalén, y se establecerá como médico en Palestina.
Gustav Oppermann disfruta con su sobrina Ruth. Se burla jovialmente de su sionismo; pero le parece bien que también exista ese matiz en la familia Oppermann. Si no fuera por su vehemencia, por su urgencia, faltaría algo esencial. Su fanatismo la vuelve hermosa. Es lo bastante joven como para poder permitirle extravagancias.
La guapa y rubia Caroline Theiss, de afilada nariz, miraba divertida a la vehemente y fea muchacha. Ellen Rosendorff, en cambio, no sonreía. Es curioso qué gente ha reunido la invitación de Gustav Oppermann. Ellen Rosendorff, alta, esbelta, de piel morena, ojos alargados, conoce a Gustav Oppermann por el club de tenis rojo y blanco, los colores de la bandera imperial alemana. Ama la compañía, el deporte, el coqueteo; su carácter esnob está en estimulante contradicción con su bíblico aspecto. Tiene una afilada lengua, adora los chismorreos malvados. Es una de las jóvenes judías con las que coquetea el príncipe heredero, y es conocida en la ciudad su frase cuando en una ocasión el coche del príncipe, que él mismo conducía, escapó por poco a un accidente: «Conduzca con cuidado, monsieur. Imagínese a ambos debajo del coche aplastado, una única masa irreconocible. Impensable: huesos judíos en el mausoleo de Postdam y huesos de Hohenzollern en el cementerio judío de Weissensee». Tampoco emplea un tono distinto con Gustav Oppermann, hablan de las mil cosas banales de las que hablan los berlineses ricos y ociosos, y de nada más. Aun así, lo que los une es más que una fugaz complacencia. Él sabe que su esnobismo es una máscara protectora, que en realidad es una mujer melancólica, atormentada por el ajetreado vacío de su existencia. Y ella conoce ciertas cualidades similares en él, sólo que mucho más enterradas, que Gustav Oppermann no quiere ver. Ahora mira a Ruth Oppermann, seria, curiosa. Si alguien se tomase la molestia, podría convertir sin dificultades a Ruth Oppermann en una berlinesa mundana, pero en la mayoría de los casos sería inútil querer convertir a berlinesas mundanas en Ruth Oppermann.
El doctor Edgar Oppermann, el médico, mantenía una conversación con el director François, del instituto de bachillerato Königin Luise. Edgar, de cuerpo un poco pesado como todos los Oppermann pero elástico, de pelo rubio oscuro, se reía de la necia arbitrariedad de todas las teorías raciales. Cuántas pruebas sanguíneas se han hecho, cuántos cráneos se han medido, cuántos cabellos se han analizado: siempre sin resultado. Edgar Oppermann hablaba con vivacidad, en modo alguno doctrinario, con muchos gestos rápidos; sus manos eran ligeras, menos carnosas que las de los otros Oppermann, las manos de un gran cirujano.
—Nunca he observado —concluyó sonriendo— que la laringe de lo que llaman un ario reaccione a determinados estímulos de distinta manera que la de un semita.
Él no era judío, ni cristiano, ni semita ni ario, él era laringólogo, un científico, tan seguro de lo que decía que ni siquiera mostraba desprecio, ira o compasión por los teóricos racistas.
El director François asintió vivamente. También él era en primer término un científico, un filólogo, apasionado amante de la literatura alemana; miembro desde hacía largos años de la asociación de bibliófilos, tenía buena amistad con Gustav Oppermann. La naturaleza humana, explicaba, no se ha modificado desde que conocemos la historia. Si se estudia, por ejemplo, el movimiento de Catilina, nos sorprenderá cuánto se parece externamente al movimiento popular. Exactamente los mismos medios de entonces: eslóganes, discursos exaltados, agitación sin escrúpulos, el peor diletantismo.
—Ojalá pronto encontremos también un Cicerón —concluyó. El esbelto caballero, de delicadas mejillas rosadas, severas gafas sin montura, blanca y cuidada perilla, hablaba de manera fluida, ni demasiado deprisa ni demasiado despacio, con frases bien redondeadas, listas para la imprenta. Sin duda habría preferido dedicar su atención a los volúmenes de la biblioteca antes que a las gentes que charlaban a su alrededor. Pero aún con más frecuencia que a los libros, miraba de reojo a una dama ancha y robusta que llevaba un vestido de seda oscura: su esposa. Está bajo estricta vigilancia; si la señora François le pierde de vista por un minuto, seguro que al siguiente le ha encontrado.
No lo tiene fácil con su esposo. Él se deja llevar, dice siempre lo que piensa. Es verdad que el momento parece políticamente tranquilo, pero la señora François no confía en esa paz. Colegas con aspiraciones tienen oídos atentos en todas partes, guardan cada palabra que atrapan. Una vez los populares estén en el poder, una manifestación imprudente hecha hoy puede privarles del cargo y del pan. ¿Qué será entonces de ella y de sus tres hijos? Nadie le pagaría ni para la mantequilla del desayuno por sus estudios sobre la influencia del antiguo hexámetro en el estilo de Klopstock. Pero ese hombre frívolo no tiene oídos para tales consideraciones. Siempre piensa que si se puede probar una afirmación, todo está en orden. Cuando ella le dice que hoy en día no importa la veracidad de una afirmación, y se pone un poco drástica, él levanta la vista al cielo, dulcemente irritado, paciente. «Nubecilla Negra», la llama. Oh, no entiende que ella sólo se atormenta por él; no tiene ningún sentido práctico. La señora François aprieta los labios, con aspecto sombrío. El director François la mira, y enseguida desvía la vista, atemorizado. Nubecilla Negra, piensa.
François desempeñaba sus funciones en el instituto Königin Luise, en cuyo penúltimo curso estaba el hijo de Martin, Berthold. Martin se acercó. Tenía a François por un caballero de concepciones liberales, con el que se podía hablar. Sí, admitió François, en la mayoría de los institutos los alumnos judíos no lo tienen fácil. Pero hasta el momento ha podido mantener la política alejada de su centro. Ahora, desde luego, quieren asignarle a un profesor de Tilsit del que tiene cierto miedo. Se interrumpió ante una mirada de la señora François, que de todos modos difícilmente podía haber oído su declaración.
Entretanto, Jacques Lavendel seguía explicando sus teorías a su cuñada Liselotte y su esposa Klara. Klara, como todos los Oppermann, era ancha, rechoncha. Su gran cabeza de un rubio oscuro, con su pesada frente, miraba concentrada, testaruda, inteligente. Cuando por fin se decidió a casarse con el judío oriental Jacques Lavendel, todos le habían aconsejado que no lo hiciera. Pero a ella se le había metido en la cabeza. Precisamente aquello que molestaba a los otros, que le consideraban falto de modales, la despreocupación con la que expresaba los resultados de su sano entendimiento, su bondadosa astucia, todo en él le atraía. Ella no hablaba mucho, pero tenía opiniones decididas, y las imponía cuando había que hacerlo. También ahora escuchaba en silencio, con sonriente aprobación, lo que Jacques les exponía a ella y a su cuñada Liselotte. Que había visto crecer varios movimientos peligrosos durante años, a veces durante décadas, sin sacar las necesarias consecuencias. Lo que había aprendido de la historia es que era asombroso que los amenazados en cada momento pensaran en ponerse a salvo demasiado tarde. Por qué, maldita sea, tantos aristócratas franceses habían sido tan burros como para dejarse sorprender por la Revolución, cuando hoy cualquier niño de colegio sabía que desde los escritos de Rousseau y Voltaire tenían que haberlo sabido décadas antes.
Martin Oppermann miró a las dos mujeres, que escuchaban atentas y divertidas a Jacques Lavendel. El gran rostro de Liselotte, con sus alargados ojos grises, parecía el doble de luminoso junto a la pesada y ancha cabeza de su cuñada. Estaba allí sentada, fresca y floreciente, el cuello destacaba blanco, muy joven, sobre el pequeño escote del vestido negro. Le sonrió rápida con sus grandes dientes, pero enseguida se volvió otra vez hacia Jacques Lavendel. Martin estaba un poco celoso de su cuñado. Percibía como un leve reproche hacia sí mismo la manera en que Liselotte daba la razón a Jacques. Él ya conoce la fuerza de esos judíos orientales, su desenfrenada ansia de vivir. Cualidades positivas, sin duda: pero ¿es que no le repele a ella la ronca voz de Jacques, su tono penetrante? La ronquera procede de la guerra, del roce de una bala que le hirió la garganta. Lamentable, por supuesto: pero ello no le hace más simpático. Por lo menos no a sus ojos. Desde luego, es más agradable que Liselotte esté a gusto con Jacques que el que sienta repulsión por él. ¿Se puede imaginar un matrimonio mejor que el suyo? Quizá se deba a que él se preocupa tanto de separar la vida y los negocios. En la Corneliusstrasse no habla de la Gertraudtenstrasse. ¿Por qué iba Liselotte a interesarse por si vende una silla por treinta y seis o por cuarenta y tres marcos? Sin embargo, es una lástima que no se interese por tales cuestiones. Ha recibido con agradable frialdad la noticia de la transformación de las filiales de Oppermann en Alemana de Fábricas del Mueble. Aun así, es una lástima.
También su hermano Edgar ha aceptado el asunto con frialdad. A Gustav le afectará más que a Edgar, Jacques y Liselotte. Es una bendición que tenga tantos otros intereses que le distraigan. En verdad, Gustav es encantador. Seguro que sólo ha invitado a los dos apoderados para darle gusto a él. Gustav lo hace todo con facilidad, es un afortunado.
Martin le reconoce su suerte. También reconoce a Edgar su fortuna y su fama de todo corazón. Para algunos no es tan fácil. Bueno, a él, Martin, le ha tocado tenerlo más difícil. Saca sus lentes, los limpia, los vuelve a guardar. Presa de repentina agitación, va hacia Gustav, le toca ligeramente el brazo, le conduce hasta Klara y Jacques Lavendel. Luego, de forma parecida, trae a Edgar.
Se sientan juntos, los hermanos Oppermann, fuertes, poderosos. Es una época tempestuosa; también a ellos les ha caído algún chaparrón que otro, pero pueden soportarlo, están seguros. Ellos y el cuadro del viejo Immanuel Oppermann juntos; pueden resistir ante ese retrato, no han hecho empalidecer sus colores. Han conquistado su lugar en este país, un buen lugar: pero también lo han pagado. Ahora se asientan sólidos aquí, contentos, seguros.
Los otros vieron al grupo familiar, se percataron y se apartaron de él, de modo que los hermanos Oppermann quedaron sentados a solas.
Sobre todo al apoderado Brieger le gustaba esta marcada familiaridad. Le gustaban todas las formas de solidaridad.
—Cohesión —decía al profesor Mühlheim—, de eso se trata. Felizmente, los judíos tenemos cohesión. Como los monos. Por eso no puede sucedemos nada. Aunque nos tiren cien veces del árbol, hay uno que vuelve a trepar, y los otros, como los monos, nos agarramos a su cola y él tira de nosotros.
Emilie François envidiaba con toda el alma a las mujeres Oppermann por el sentido de la familia que tenían sus maridos. Seguro que con ellos ninguna se arriesgaba a una declaración imprudente que pusiera en peligro mujer e hijos. Ruth Oppermann miraba a su tío con sus grandes y penetrantes ojos. Seguro que un hombre que siente con tanta claridad la cohesión familiar podrá aclararle al fin el contexto más amplio en el que ha nacido.
También Sybil Rauch miraba al grupo de los Oppermann. Estaba allí, esbelta y decidida, sus ojos miraban malévolos y obstinados bajo la alta y testaruda frente de niña; nadie habría podido decir que el cuadro de André Greid era una caricatura. Una curiosa idea de Gustav, la de representar esta escena familiar ante sus amigos. Sentimental. Pequeñoburguesa. Es joven para su edad, tiene buen aspecto, la ama, y ella le aprecia. La ayuda, la comprende, no sabría cómo arreglárselas sin él. Y sin embargo, ahora se demuestra, en realidad es un viejo judío sentimental. Alza la vista hacia Friedrich Wilhelm Gutwetter, sopesándolo. Gustav es diez veces más inteligente, más hombre de mundo. Pero el poeta, de grandes ojos, con su ropa pasada de moda, ridículo y conmovedor a un tiempo, está hecho de una sola pieza. En Gustav todo es múltiple, dividido, todo se asienta capa sobre capa. Está su familia, su ciencia, su deporte, su afecto por ella, con su extraño amor por esa tal Anna al fondo: ¿dónde está el verdadero Gustav?
El verdadero Gustav era completamente feliz. Había bebido, no demasiado, eso no lo hacía nunca, pero lo suficiente como para sentirse ligero; lástima que los otros no vieran lo feliz que era, plenamente y sin reservas. Que disfrutaba de las mujeres, de los amigos, de la familia, de la casa, eso todos podían entenderlo. Que disfrutaba de los libros, de su trabajo para el poeta Gutwetter, de su trabajo en Lessing, podían entenderlo algunos. Pero la felicidad que brotaba del hecho de unir ambas cosas, la posesión de lo uno y lo otro, era un sentimiento de dicha que como mucho sólo comprenderían Mühlheim y François.
Pero aunque los demás no pudieran entenderlo, él quería poner de su parte lo necesario para hacerles todo lo felices que le fuera posible. Decidió servirles el coñac que le había regalado el profesor Mühlheim, el coñac destilado en el mismo año de su nacimiento, 1882.
Schlüter trajo la botella, una botella gigantesca, y las grandes copas abombadas. Pero no se podía beber así, sin más. El apoderado Karl Theodor Hintze insistió en las formas. Sería una vergüenza verter una materia tan valiosa como ese viejo coñac francés de espléndido aroma sin las debidas palabras de introducción. Con su chirriante voz de mando, en medio del silencio general, expresó en concisas palabras el deseo de que los hermanos Oppermann y la firma Oppermann siguieran muchas décadas en el estado de florecimiento y desarrollo, en la prosperidad por así decirlo, en la que ahora los veían. Sólo entonces se pudo beber.
Sybil Rauch se marchó con los otros. Como en todas las ocasiones, se hicieron bromas a costa de su pequeño y destartalado vehículo. Luego, cuando los demás se hubieron perdido de vista, condujo de vuelta. Había prometido a Gustav quedarse un rato a solas con él.
La habitación estaba llena de humo. Schlüter y Bertha se habían ido a la cama, el personal auxiliar se había marchado. Salieron a la terraza del jardín. Hacía mucho frío, una luna envuelta en la bruma, los pinos de Grunewald se alzaban silenciosos y rígidos. Sybil estaba impresionada ante el cambio producido en el paisaje; pero Gustav lo conocía en todas sus variantes.
Se estremeció en la fría noche. Regresaron, se fueron pronto a la cama. Gustav, con la estrecha y alargada cabeza de Sybil sobre su pecho, yacía cansado, feliz. Bostezando, satisfecho, le contó por cuarta vez lo contento que estaba de que el contrato para la biografía de Lessing le procurase una tarea para los próximos años.
Sybil yacía despierta. Como quería marcharse a casa antes de amanecer, no merecía la pena dormirse. Curiosa, despiadada, ajena, contempló al hombre dormido. ¿Cree él realmente que la biografía de Lessing es una «tarea»? La biografía de Lessing será un grueso volumen. Hay un estrecho tomito de Friedrich Wilhelm Gutwetter: Las expectativas de la civilización blanca. Sybil Rauch sacó el labio inferior, despreciativa, como una niña maleducada.
Se levantó, se vistió tiritando ligeramente, en silencio; Gustav dormía.
Fue al despacho; había dejado allí su bolso. En el escritorio había toda clase de papeles. Sybil era una muchacha curiosa. Revolvió en ellos. Encontró una postal: «Muy señor mío. Tome nota para el resto de su vida: “Se nos ha encargado trabajar en la obra, pero no nos ha sido dado culminarla”. Sinceramente suyo, Gustav Oppermann». Sybil contempló la dirección y la firma, leyó la postal dos veces, sonriendo. Su amigo Gustav era un caballero divertido, sabía muchas y buenas verdades. Cuidadosa, dejó los papeles en el desorden en el que yacían inicialmente.
Condujo hacia su casa en su pequeño y gastado descapotable, a través de la fría noche. Su amigo Gustav es uno de los que han alcanzado el éxito, sin duda. Se ha podido ver hoy, cuando ha organizado la exposición de lo que le hace rico y feliz. Sybil Rauch era una muchacha inteligente y escéptica, escéptica incluso respecto a sí misma; no sobreestimaba su talento. Sabía que sus pequeñas y bonitas historias estaban cinceladas con más pulcritud que la media, no se ponía las cosas fáciles, tenía su propio tono. Pero su secreta ambición era escribir algo más grande, una gran obra épica, un espejo de su tiempo, una novela. «Se nos ha encargado trabajar en la obra, pero no nos ha sido dado culminarla». Tome nota, señora. Toma nota, Sybil.
Probablemente su amigo Gustav podrá terminar su biografía de Lessing. Sonrió, silenciosa y perversa. No le envidiaba.
En el penúltimo curso del instituto Königin Luise, durante la pausa de cinco minutos entre la clase de matemáticas y la de lengua alemana, los estudiantes estaban sumidos en excitadas discusiones. La autoridad había decidido quién iba a sustituir al doctor Heinzius, fallecido en tan tristes circunstancias, y su elección había recaído definitivamente en el doctor Bernd Vogelsang, hasta ahora catedrático del instituto de Tilsit, el hombre al que, en la fiesta de cumpleaños de Gustav Oppermann, el director François había declarado tener cierto miedo. Los estudiantes esperaban curiosos a su nuevo tutor; para cada uno de ellos era importante el tipo de hombre que éste fuera. En general, para los jóvenes berlineses era un banquete tener que vérselas con profesores de provincias. Se sentían superiores a ellos de antemano. ¿Qué podía saber de la vida un hombre de Tilsit? ¿Acaso había allí un palacio de deportes, un ferrocarril metropolitano, un estadio olímpico, un aeropuerto como el de Tempelhof, un Lunapark, una Friedrichstrasse? Además, los estudiantes ya sabían que el doctor Vogelsang tenía fama de nacionalista. El nacionalismo no era popular en el instituto Königin Luise, bajo el mandato del suave y liberal director François.
El estudiante Kurt Baumann cuenta por centésima vez una anécdota del instituto Kaiser Friedrich. Allí, los colegiales habían enseñado hábilmente lo que valía un peine al catedrático nacionalista Schulte. En cuanto empezó con sus proclamas, comenzaron a ronronear con la boca cerrada. Habían entrenado durante días, de forma que el intenso ronroneo cubrió la voz del profesor, sin que los rostros de los chicos dejaran traslucir nada. Al principio, el profesor Schulte creyó que la causa del ruido era un avión. Le habían reforzado en esa opinión. Pero cuando el avión empezó a aparecer regularmente en cuanto él comenzaba a derramar sus mieles patrióticas, se olió la tostada. Sólo que guardaron el secreto. Trabajaron con todas sus fuerzas en descubrir la causa del ruido, se perdieron en mil suposiciones. ¿Sería la calefacción central, las tuberías del agua, habría alguien en el sótano? Consiguieron que el caballero se inquietase. El catedrático nacionalista Schulte era un hombre nervioso, sensible. Cuando el ronroneo se puso en marcha por cuarta vez rompió a llorar, volviéndose hacia la pared. Después, naturalmente, cuando la dirección tomó las riendas del caso, los nacionalistas de la clase rompieron el pacto de silencio, y los cabecillas de la revuelta fueron castigados. Aun así, los jóvenes del instituto Kaiser Friedrich habían conseguido mucho. El método también era aplicable en el instituto Königin Luise, si ese señor de Tilsit intentaba molestar a alguien.
Heinrich Lavendel no creía que el método se pudiera utilizar. Estaba sentado en el tablero de su pupitre, vigoroso, rubio, columpiando las piernas alternativamente a modo de gimnasia. A pesar de ser bastante bajito, Heinrich Lavendel tenía un aspecto más sano, más robusto que la mayoría de sus compañeros. Casi todos ellos estaban pálidos y olían a cerrado; su delicada piel estaba fresca y bronceada, dedicaba todo su tiempo de ocio a hacer ejercicio al aire libre. Mirando interesado las puntas de sus pies, que se alzaban y bajaban uno tras otro, dijo lentamente:
—No, no servirá de nada. Quizá funcione la primera y la segunda vez; a la tercera te cogen.
—¿Qué haremos entonces? —preguntó Kurt Baumann, levemente ofendido.
Heinrich Lavendel dejó de columpiar las piernas, miró a su alrededor, abrió los labios muy rojos y dijo con ligereza, encogiendo los anchos hombros:
—Resistencia pasiva, muchacho. Eso es lo único adecuado.
Berthold miró pensativo, con sus grises y audaces ojos, a su primo Heinrich Lavendel. Para él era fácil. En primer lugar era americano, a veces aún se le escapaba en el discurso alguna palabra inglesa de sus primeros años, y en segundo lugar, era insustituible como portero del equipo de fútbol, dos hechos que tenían que impresionar a un profesor nacionalista. Para Berthold, la cosa era más difícil. No sólo porque el nuevo enseñaba lengua alemana e historia, las asignaturas favoritas de Berthold, sino sobre todo porque dependía de ese hombre que pudiera tener lugar su querida exposición sobre el humanismo.
En torno al estudiante Werner Rittersteg se había formado un grupo. Seis o siete chicos, los nacionalistas de la clase. Hasta el presente no lo habían tenido fácil, pero ahora comenzaba su gran momento. Juntan las cabezas. Cuchicheos, risas, gestos solemnes. El catedrático Vogelsang está en la dirección nacional de los «Jóvenes Águilas». Gran acontecimiento. Los Jóvenes Águilas son una asociación juvenil secreta, rodeada por un aura de aventura y misterio. Se practica la hermandad de sangre, existe un tribunal de honor; quien revela aunque sea lo más mínimo de los acuerdos es cruelmente castigado. Todo es emocionantísimo. Seguro que el profesor Vogelsang captará a alguno.
Entre tanto, el profesor Bernd Vogelsang se encuentra en el despacho del director François. Está sentado rígido, no está reclinado, las manos rojizas, recubiertas de un plumón de pelitos rubios, afirmadas en los muslos, los ojos azul pálido fijos en François, esforzándose en defenderse con la menor cantidad posible de movimientos.
El director François mira involuntariamente el sable al costado de su nuevo profesor. Bernd Vogelsang no es alto; suple su falta de presencia con una redoblada energía. Un bigotito trigueño separa la parte superior y la inferior del rostro, un largo tajo corta la mejilla derecha, una rígida raya los cabellos.
Ya dos días antes, cuando se presentó al director François, el centro no causó buena impresión a Bernd Vogelsang. Lo que ha visto hasta ahora confirma sus tristes presentimientos. De todo el personal del instituto, sólo le gustó uno: Pedell Mellenthin. Se había puesto en posición de firmes ante el nuevo catedrático. «¿Sirvió usted?», había preguntado Bernd Vogelsang. «En el 94 —había respondido Pedell Mellenthin—, herido tres veces». «Está bien», había respondido Vogelsang. Pero, hasta ahora, ése era el único punto a favor. Por culpa de semejante blandengue, el tal François, el instituto está completamente echado a perder. Menos mal que ahora él, Bernd Vogelsang, aparecía para poner la casa en orden.
El director François le sonreía amablemente desde detrás de su perilla blanca. La señora François le había dado instrucciones de ser cauteloso, de quedar bien con el nuevo. Éste no se lo ponía fácil al señor François. La entrecortada forma de hablar, la escueta, abrupta y a la vez hinchada construcción de las palabras, el gastado vocabulario de editorialista de prensa, todo eso le repugnaba profundamente.
El nuevo se había vuelto, con un espasmódico movimiento, hacia un hermoso y antiguo busto de mármol, una fea cabeza inteligentísima, la del escritor y erudito François-Marie Arouet, Voltaire.
—¿Le gusta el busto, querido colega? —preguntó cortésmente el director.
—Me gusta más el otro —declaró sin rodeos el nuevo en su marcado y graznante prusiano oriental, señalando al rincón opuesto, al busto de otro hombre feo, la cabeza del escritor y rey prusiano Federico de Hohenzollern. Puedo entender, señor director —prosiguió—, por qué ha enfrentado al gran rey con su contrario. Aquí el hombre espiritual en toda su grandeza, allí la bestia intelectual en toda su miseria. La dignidad del hombre alemán resalta precisamente por el contraste. Pero permítame confesarle abiertamente, señor director, que me resultaría desagradable tener que ver todo el día la fea cara de ese güelfo.
El director François siguió sonriendo, forzadamente cortés. Le resultaba difícil trabar contacto con el nuevo profesor.
—Creo —dijo— que es hora de que le presente a su clase.
Los alumnos se pusieron en pie cuando los dos caballeros entraron. El director François pronunció unas cuantas frases, habló más del fallecido profesor Heinzius que de Vogelsang. Respiró cuando la puerta se hubo cerrado entre él y el nuevo.
Durante el discurso del director, el profesor Vogelsang se había mantenido en posición de firmes, pecho fuera, los ojos azul pálido fijos hacia delante. Ahora se sentó, sonrió, se esforzó en resultar coloquial:
—Bueno, chicos —dijo—, ahora veremos cómo nos las arreglamos juntos. Enseñadme lo que sabéis.
Al primer vistazo, el nuevo profesor no había gustado a la mayoría de los estudiantes. El cuello alto, el brío convulsivo no les gustaban. Provincias, lo más oscuro de provincias, se habían dicho. Pero sus primeras palabras no carecieron de habilidad, no era un mal tono para el penúltimo curso.
Se añadió a favor de Vogelsang que estaban leyendo en ese momento La batalla de Hermann, de Grabbe, obra de un semiclásico de la primera mitad del XIX, tosca, intelectualmente pobre, pero llena de auténtica impetuosidad, muy gráfica a veces. La batalla de Hermann contra los romanos, la grandiosa entrada de los alemanes en la historia, la primera gran victoria de los alemanes sobre los güelfos, era uno de los temas favoritos de Bernd Vogelsang. Estableció comparaciones entre los poemas a Hermann de Grabbe, de Klopstock, de Kleist. Hizo pocas preguntas, se lanzó a hablar. No era ningún amante de las sutilezas, no le importaban los matices, como al fallecido profesor Heinzius, trataba de contagiar su entusiasmo a los chicos. Ocasionalmente, dejó que tomaran la palabra. Se mostró confiado; quería saber hasta qué punto estaban familiarizados con la lírica patriótica. Uno mencionó el impetuoso himno de Kleist Germania a sus hijos.
—Grandioso poema —se acaloró Vogelsang. Conocía el poema de memoria, citó alguno de los poderosos versos de absurdo odio contra los güelfos:
Todos los pastos, todos los lugares
iréis a blanquear con vuestros huesos;
lo que el cuervo y el zorro despreciaron
lo daréis a los peces;
alborea el Rin con vuestros cadáveres;
dejad que, en el recipiente de vuestro esqueleto,
los ablande espumeante en torno al castillo imperial,
¡y formaréis con ellos la frontera!
¡Placentera cacería, como cuando los arqueros se lanzan tras el rastro de los lobos!
¡Matadlos! ¡El juicio universal no os preguntará vuestros motivos!
Vogelsang celebró en éxtasis los versos del odio. La cicatriz que dividía su mejilla derecha enrojeció, pero el resto del partido rostro se mantuvo rígido como una máscara mientras las palabras brotaban entre su alto cuello y su bigotito blanquecino. Sonaban extrañas en su marcado prusiano oriental. El personaje entero era un poco ridículo. Pero los chicos de Berlín tienen buen oído para lo que es sincero y lo que es convulsivo. Los alumnos de penúltimo curso percibieron muy bien que ese hombre que tenían delante, por divertido que fuera su aspecto, hablaba de corazón. No se rieron, miraron más bien perplejos, curiosos, a ese hombre, su profesor.
Cuando sonó el timbre, Bernd Vogelsang tenía la impresión de haber triunfado en toda la línea. Había puesto fin al penúltimo curso de un instituto berlinés liberal y rebelde. El director François, ese blandengue, va a llevarse una sorpresa. Sin duda que la clase está ya devorada por el veneno disgregador del intelectualismo berlinés. Pero Bernd Vogelsang está lleno de confianza: sabrá acunar al niño.
En la siguiente pausa de un cuarto de hora, llama a los dos alumnos que tienen que presentar las dos próximas exposiciones para debate. El discurso es más importante que la escritura, considera sagrada esa tesis del caudillo de los populares, se toma muy en serio las exposiciones para debate. Con el primer alumno se entiende con facilidad. Quiere hablar acerca de los nibelungos, del tema: «¿Qué podemos aprender las gentes de hoy de la lucha de los nibelungos contra el rey Atila?». «Bien —dice Vogelsang—. Podemos aprender unas cuantas cosas».
Pero ¿qué quiere este otro, el de los ojos grises? ¿«El humanismo y el siglo XX»? Mira al de los ojos grises. Un tipo alto, llamativo; el pelo negro y los ojos grises no concuerdan. En Berlín, un chico así puede hacer un buen papel: en un equipo de jóvenes, marcando el paso; apesta.
—¿Cómo? —pregunta el profesor Vogelsang—. ¿«El humanismo y el siglo XX»? ¿Cómo vamos a discutir de manera fructífera sobre un tema tan gigantesco en una hora escasa?
—El profesor Heinzius me dio algunas indicaciones —dice con modestia Berthold, atenuada la hermosa, varonil y profunda voz.
—Me sorprende que mi predecesor haya aceptado temas de un carácter tan general —prosigue el profesor Vogelsang, su voz suena áspera, chirriante, agresiva.
Berthold calla. ¿Qué va a replicar? El profesor Heinzius, que seguramente habría tenido unas cuantas cosas que decir, yacía en el cementerio de Stahnsdorf, él mismo había echado una paletada de tierra sobre el ataúd; no podía ayudarle.
—¿Lleva mucho tiempo dedicado a ese trabajo? —siguió preguntando la voz chirriante.
—Casi he terminado la exposición —respondió Berthold. Iba a hacerla la semana que viene —añadió, casi como una disculpa.
—Lo siento —dijo Vogelsang, muy cortés por otra parte. No me gustan los temas tan generales. No quiero aceptarlos por razones de principio.
Berthold se contiene, pero no puede evitar que su carnoso rostro se estremezca un poco. Vogelsang se da cuenta, no sin cierta satisfacción. Para ocultarla, repite:
—Lamento que haya desperdiciado usted tanto esfuerzo. Pero: principiis obsta. Al fin y al cabo, todo trabajo tiene su recompensa en sí mismo.
La verdad es que Berthold se ha puesto un poco pálido. Pero el otro tiene razón, es cierto que no se puede despachar el humanismo en una hora escasa. Ese Vogelsang no le cae simpático a Berthold, pero es un tipo de una pieza, lo ha demostrado durante la clase.
—¿Qué tema me propondría usted, profesor? —pregunta. Su voz suena ronca.
—Veamos —reflexiona el profesor Vogelsang. Por otra parte, ¿cómo se llama usted? —se interrumpe.
Berthold Oppermann da su nombre. Ah, piensa el profesor, ahora está todo claro. De ahí el extraño tema. El apellido ya había llamado su atención en las listas de clase. Hay Oppermann judíos, y hay Oppermann cristianos. No hace falta rascar mucho: el judío, el disgregador, el enemigo, se revela enseguida a los ojos del experto. Humanismo y siglo XX. Siempre se ocultan bajo la máscara de las grandes palabras.
—¿Qué le parecería —dice con ligereza, con camaradería, pues hay que estar doblemente en guardia frente a este peligroso joven— una exposición sobre Hermann el Alemán? ¿Qué opina, por ejemplo, del tema: «¿Qué significa hoy para nosotros Hermann el Alemán?».
El profesor Vogelsang está sentado inmóvil ante su mesa, la mirada fija en el muchacho. ¿Quiere hipnotizarme?, piensa éste. Hermann el Alemán. Se dice Hermann el Querusco, hombre. Por lo demás, Hermann el Querusco o Hermann el Alemán, me importa un cuerno. No me interesa. Mira esforzadamente el dividido rostro del profesor, la abrupta raya del pelo, los ojos rígidos de un azul pálido, el alto cuello. No me interesa. No me importa. Pero si digo que no, seguro que le parecerá cobardía. El humanismo le resulta demasiado general. Hermann el Alemán. Sólo quiere desafiarme. Claro, hombre. Voy a decir que lo pensaré. Entonces él responderá: hágalo, muchacho, y sonará como si dijera: escaqueado. ¿Soy un escaqueado?
—¿Qué significa hoy para nosotros Hermann el Alemán? —repite la voz chirriante de Vogelsang. ¿Qué opina usted, Oppermann?
—Bien —dice Berthold.
La palabra aún no ha terminado de resonar cuando ya quisiera retirarla. Tendría que haber dicho: lo pensaré. Quería decirlo. Pero es demasiado tarde.
—De acuerdo, entonces —reconoce Vogelsang. Ha sido un buen día para él, ha salido victorioso de esta entrevista.
Cuando los otros le preguntaron, en la siguiente pausa, cómo le había ido con el nuevo jefe, Berthold se mostró parco.
—Mitad y mitad. Habrá que ver —no dijo nada más.
Solía hacer un buen trecho del camino a casa junto a Heinrich Lavendel. Los dos muchachos pedaleaban, con los libros y cuadernos sujetos al manillar con una correa de cuero, ora juntos, con una mano en el hombro del otro, ora separados por el tráfico.
—Ha tirado por tierra mi exposición —dijo Berthold.
—Demonios —dijo Heinrich. Ese cerdo. Va a por ti. Es la pura maldad personificada.
Berthold no respondió. Los coches los separaron. En el siguiente semáforo en rojo volvieron a reunirse. Estaban muy juntos, cada uno con un pie en el suelo, aprisionados entre los coches.
—Me propuso: «¿Qué significa Hermann el Alemán para nosotros?» —dijo Berthold.
—¿Has aceptado? —preguntó, entre los pitidos de los coches, Heinrich.
—Sí —dijo Berthold.
—Yo no lo habría hecho —dijo Heinrich. Ten cuidado, sólo quiere desafiarte.
Amarillo, verde, empezaron a pedalear.
—¿Tienes idea de qué aspecto puede haber tenido? —preguntó Berthold.
—¿Quién? —preguntó Heinrich, que pensaba en el entrenamiento de fútbol de esa tarde.
—Hermann el Querusco, naturalmente —dijo Berthold.
—Habrá sido un «indio» feo como todos los demás —declaró Heinrich.
—Piensa en ello —pidió Berthold.
—Okay —dijo Heinrich; a veces, cuando quería ser cariñoso, le venían las palabras de su infancia. Luego, sus caminos se separaron.
Berthold luchó con su tema. Aquello era un gran combate, y el profesor Vogelsang el enemigo. Vogelsang había conseguido elegir el campo de batalla, tenía el sol y el viento a su favor, conocía el terreno mejor que Berthold. Vogelsang era astuto, Berthold era valiente y duro.
Se inclinó caviloso sobre los libros que se ocupaban de su tema, sobre Tácito, Mommsen, Dessau. ¿Hizo realmente algo Hermann el Querusco? Maldito de lo que le sirvió la victoria. Dos años después los romanos volvían a estar en el Rin; recuperaron dos de las tres águilas perdidas por sus legiones. Todo aquello fue una guerra colonial, una suerte de rebelión bóxer con la que los romanos acabaron con rapidez. Hermann, vencido por los romanos, fue asesinado por sus propios compatriotas; su suegro contempló desde el palco imperial cómo los romanos paseaban en triunfo a la mujer de Hermann y a su hijo.
¿Qué significa Hermann el Alemán para nosotros? Las consideraciones generales no le servían de nada a Berthold. Tenía que tener imágenes, algo aprehensible. La batalla. Las legiones. Una legión son alrededor de seis mil hombres, de diez a veinte mil si se suman la impedimenta y los accesorios. Ciénagas, bosques. Tiene que haber sido como en Tannenberg. Un círculo de carromatos, niebla hirviente. Los alemanes pusieron ante todo en la parrilla a juristas romanos, los reservaron para matarlos como mártires escogidos. Los alemanes, leyó Berthold en el historiador nacionalista Seeck, consideraban que el Derecho Público iba contra el honor individual. No querían Derecho alguno. Ésa fue la principal razón de su revuelta.
Habría que saber qué aspecto tenía Hermann. Enseguida se le había ocurrido a Berthold. Trataba con esfuerzo de hacerse una imagen de él. El monumento del bosque de Teutoburgo, sólo un gran pedestal, y una estatua impersonal encima, no servía para nada.
—Oye, tu Hermann no era tonto —le dijo Heinrich Lavendel. Esos boys tienen que haber tenido una forma de inteligencia distinta de la nuestra. Una especie de inteligencia «india». Era astuto, eso seguro.
Probablemente tendría la astucia nórdica, pensó Berthold, de la que tanto se habla ahora. El profesor Vogelsang también la tiene.
Berthold yacía despierto en mitad de la noche, era algo que ahora le ocurría a menudo; no tenía encendida más que la lampara de la mesilla. El papel de la pared presentaba un delicado diseño, cien veces repetido, un pájaro fantástico posado en un aro colgante. Si se cerraban los ojos, la línea que describía el vientre del pájaro unida a la línea del aro colgante trazaba los contornos de un rostro. Sí, ahora lo tenía: ése es el rostro de Hermann. Frente ancha, nariz plana, larga boca, la mandíbula corta, pero fuerte. Berthold sonrió. Ahora tenía a su hombre. Ahora era superior al profesor Vogelsang. Se durmió complacido.
Hasta ahora, salvo con Heinrich Lavendel, Berthold no había hablado con nadie de sus dificultades. Desde ese momento, su silencio se trocó en lo contrario. Sólo ante sus padres siguió callando. Sin duda advertían que el chico estaba excitado, pero sabían por experiencia que si se le preguntaba, sólo se conseguía volverlo obstinado. Así que esperaron a que hablara cuando él quisiera.
Pero Berthold habló con muchos otros, y escuchó muchas opiniones. Ahí estaba, por ejemplo, el chófer Franzke, hombre con experiencia en la vida. Para él la batalla del bosque de Teutoburgo ya no era un problema.
—Está claro, hombre —zanjó. Entonces el nacionalsocialismo aún tenía por así decirlo su justificación.
Jacques Lavendel en cambio declaró que los bárbaros habían cometido en su momento el mismo error que los judíos setenta años después: emprender una rebelión sin esperanzas contra una superpotencia tan bien organizada.
—Una cosa así nunca puede salir bien —concluyó, con la cabeza inclinada, los párpados muy cerrados sobre los azules ojos.
Mucho más simpática que esta sobria interpretación le resultó a Berthold la opinión de su tío Joachim. Berthold miraba con respeto y cariño a Joachim Ranzow, el hermano de su madre. El jefe de sección ministerial Ranzow, delgado, alto, atildado, medido en las palabras y en su carácter, se había ganado el corazón del joven al tratarlo como a un adulto. Lo que el tío Joachim dijo sobre el problema de Hermann el Alemán fue romántico. Berthold no lo entendió del todo, pero le impresionó.
—Sabes, muchacho —dijo el tío Joachim, sirviéndole cuidadoso con su larga mano un fuerte aguardiente—, que al final la cosa terminara mal no demuestra nada. «Uno pregunta qué será lo mejor / Otro, qué está bien / Y en eso se distinguen / El hombre libre y el esclavo». Hermann tenía razón. No sólo con la rebelión, también con el peligro de la ulterior derrota, los germanos supieron lo que son, cristalizaron, se vivieron a sí mismos. Sin esa rebelión jamás habrían entrado en la historia, se habrían disuelto en la historia de los otros. Sólo a través de Hermann alcanzaron su nombre, están ahí. Y lo que cuenta es sólo el nombre, la fama. Carece de interés saber cómo era el verdadero César: lo que vive es el mito de César.
Así que, si Berthold lo había entendido bien, no sólo importaba el verdadero rostro de Hermann, sino que también el rostro de la estatua del bosque de Teutoburgo representaba un papel. Así que no bastaba con tener el rostro de Hermann. Eso inducía a confusión. Aún estaba muy lejos de la meta.
Una conversación incidental con su prima Ruth Oppermann no contribuyó a simplificar las cosas. Ruth Oppermann le trató con altanería, como a un niño pequeño crecido en falsas concepciones. Pero él era joven, tenía que ser posible librarlo de los prejuicios, aclararle la verdad, que al fin y al cabo era tan sencilla. Se esforzó en salvarlo con todas sus fuerzas. Siempre que Berthold veía a esa fea muchacha de vehementes modales se irritaba. Aun así, no hacía más que buscar nuevas oportunidades de discutir con ella. Desde luego, su lógica era débil, pero sus objetivos se adecuaban a ella; era un carácter, era auténtica.
Para Ruth Oppermann, la acción de Hermann había sido la única posible. Hizo lo que unos siglos antes habían hecho los macabeos, se resistió contra los opresores, los echó del país. ¿Qué otra cosa se puede hacer con los opresores?
Viéndola allí, con los grandes ojos chispeantes en el rostro moreno, los cabellos como siempre un poco desordenados, Berthold no pudo por menos de pensar en las mujeres germanas, que fueron con sus hombres a la batalla para defender el círculo de carros. Eran rubias aquellas mujeres alemanas, naturalmente, su piel era clara, sus ojos azules; pero también sus cabellos estaban probablemente algo desordenados, sus ojos eran grandes y salvajes, su expresión era quizá la misma.
Su prima Ruth tenía razón, tío Joachim tenía razón, él mismo, Berthold, admiraba a Hermann. Lo perturbador era que por desgracia también el tío Jacques Lavendel tenía razón en que, realmente, al final no habían servido de nada todas las victorias de Hermann.
Por lo demás, el enemigo, el profesor Vogelsang, se comportó de manera impecable en las semanas previas a la exposición de Berthold. Bernd Vogelsang no quería apresurar los acontecimientos. El instituto Königin Luise era un terreno peligroso, había que proceder con cautela, con astucia nórdica. Vogelsang presentía adversarios en todos los estudiantes, sondeaba. De todo el penúltimo curso, por el momento, sólo encontraba a dos dignos de ingresar en las filas de sus Jóvenes Águilas. Max Weber y Werner Rittersteg.
Werner Rittersteg, pálido y de aspecto enfermizo, con una voz chillona, era el más alto del penúltimo curso. Sus compañeros se referían a él como Larguirucho. El profesor Vogelsang le había impresionado desde el principio. Había puesto sus ojos saltones con tan canina devoción en el nuevo profesor, que enseguida había llamado su atención. Bernd Vogelsang apreciaba la sumisión ciega a la autoridad; para él era lealtad varonil. Concedió al estudiante Rittersteg la admisión en los Jóvenes Águilas.
Hijo único de padres acomodados que querían hacer de su chico algo grande, hasta ahora Werner Rittersteg jamás había destacado entre los demás, a pesar de su altura. Medianamente dotado, lento de juicio, no había prosperado bajo la tutoría del profesor Heinzius. La admisión en los Jóvenes Águilas fue el primer gran éxito de su vida. Su estrecho pecho se hinchó. El profesor Vogelsang le había elegido a él, y desechado a los otros, con una única excepción.
No cabía duda de que el secreto que rodeaba a los Jóvenes Águilas, a su hermandad de sangre, a sus extraños y secretos ritos, su tribunal de honor, atraía mucho a los restantes colegiales, de forma que envidiaban a Weber y Rittersteg. Incluso el sobrio Heinrich Lavendel había dicho, al enterarse de la admisión de ambos: Lucky dogs.
El Larguirucho habría deseado que Heinrich Lavendel no se conformara con semejante exclamación. Precisamente a ese compañero le habría gustado causarle impresión. Le envidiaba y admiraba por la fuerza y agilidad con las que sabía mover, revolver, acelerar su corto y robusto cuerpo. A su torpe manera, trataba constantemente de ganarse la amistad de Heinrich. Incluso había aprendido inglés en su honor. Pero, a pesar de todo, cuando un día le saludó con las palabras: How are you, old fellow?, Heinrich se mantuvo frío. A Rittersteg le carcomía que su gran éxito no cambiara nada esa frialdad.
Aparte del nombramiento de los dos Jóvenes Águilas, no ocurrió nada digno de mención en el penúltimo curso. Los estudiantes pronto se acostumbraron a su primer jefe nacionalista. No era especialmente popular, pero tampoco impopular; era un profesor como todos los demás, no hubo más movimiento a su alrededor. Rápidamente, las fenomenales hazañas futbolísticas de Heinrich Lavendel volvieron a ser más interesantes que las ocasionales manifestaciones nacionalistas del profesor Vogelsang.
También el director François se tranquilizó. Suave, calmo, seguía sentado en el gran despacho de la dirección, entre los bustos de Voltaire y Federico el Grande. Habían pasado casi tres semanas, y no había ocurrido ningún incidente. Solamente una cosa le preocupaba: el espantoso alemán del señor Vogelsang, ese neoalemán nacionalista tieso, acartonado, de artículo de fondo. Por la noche, cuando se iba a dormir, sentado en la cama, mientras se bajaba cuidadosamente los tirantes, se quejaba a su esposa:
—Echará a perder todo lo que les he dado a los chicos. Pensar y hablar es una misma cosa. Durante siete años nos hemos esforzado en enseñar a los chicos un alemán directo y claro. Ahora el ministerio lanza a esos teutones sobre ellos. Se puede conformar el cráneo de un recién nacido como se quiera, para que sea ancho o alargado. ¿Estará el alemán de esos chicos lo bastante asentado como para resistir al antialemán convulsivo y confuso? Sería una pena que salieran al mundo y les faltaran, junto con las palabras claras, conceptos claros.
Sus amables ojos miraban preocupados por los gruesos cristales de las gafas sin montura.
—Eso no importa ahora, Alfred —declaró resuelta la señora François. Alégrate de haberte entendido bien con él hasta el momento. Hoy en día no se puede ser lo bastante cauteloso.
La señora de Pedell Mellenthin estaba decepcionada. Según lo manifestado por su marido, había esperado que el nuevo se distinguiera enseguida por una gran acción. Pero Pedell Mellenthin no se dejaba arrebatar tan pronto su buena opinión:
—Tannenberg tampoco se ganó en un día —dijo. Llegará lejos —declaró con énfasis. La señora Mellenthin se tranquilizó y repitió la opinión de su esposo; porque tenía buen olfato, y olía cualquier viento con dos días de antelación.
A las once y veinte el señor Markus Wolfsohn, vendedor de Muebles Oppermann, sucursal de la Postdamer Strasse, había empezado a atender a la señora Elsbeth Gericke, que quería comprar a su marido una silla por Navidad. No estaba segura de si una silla o un sillón; lo único que sabía con certeza era que tenía que ser un mueble especialmente destinado a su esposo. El señor Wolfsohn le había enseñado sillas y sillones de todo tipo. Pero la señora Gericke era una dama con escasa capacidad de decisión. Además, semejante compra era para ella una fiesta que había que disfrutar el mayor tiempo posible; le gustaba que se ocuparan tan intensamente de ella. Y el señor Wolfsohn así lo hacía. El señor Wolfsohn era un buen vendedor, el servicio al cliente era para él la misión de su vida.
A las once y cuarenta y seis la cosa estaba hecha. Había picado, el señor Wolfsohn lo advirtió con la mirada experta de muchos años de psicólogo comercial. La señora Gericke, a pesar del tiempo y la elocuencia que había empleado en ella, era un golpe de suerte para él. Porque aquello en lo que había picado era el sillón barroco modelo 483. Hacía cinco años, en las fábricas Oppermannn se había producido una gran serie de ese sillón barroco modelo 483. A costa de él, dicho sea de paso, casi se había producido un enfrentamiento entre los jefes. El director general, el doctor Gustav, por lo demás un caballero muy tratable que no se inmiscuía en los negocios, había calificado el sillón barroco modelo 483 como de un mal gusto comprometedor, y en realidad éste había sido el motivo para constituir el Departamento de Arte y para el nombramiento del doctor Frischlin. Por lo demás, al vendedor Markus Wolfsohn le había gustado el sillón modelo 483; era opulento, y la clientela pequeñoburguesa de la casa Oppermann gustaba de un cierto boato. Sea como fuere, el modelo no había tenido éxito. El sillón ocupaba mucho espacio y las viviendas eran pequeñas; había sillones menos amplios, más baratos, en los que se podía uno sentar más cómodo; a pesar de todos los esfuerzos, no se había logrado ganar el corazón de la clientela para el sillón barroco. Las piezas fueron vendidas con pérdidas, a la mitad de su precio originario, y los vendedores que se deshacían de ellas obtenían una prima del cinco por ciento.
Y ahora el señor Wolfsohn estaba a punto de deshacerse de una de esas piezas. En términos elocuentes, explicó lo mucho que se distinguía de inmediato cualquier habitación adornada por el sillón barroco. Había invitado a la señora Gericke a probar lo cómodo que era; no había podido por menos de observar de pasada lo distinguida que resultaba precisamente ella en ese sillón.
A las doce lo había conseguido. La señora Gericke se declaró dispuesta a adquirir el sillón barroco modelo 483 al precio de noventa y cinco marcos.
El señor Markus Wolfsohn había perdido pues ocho minutos de su tiempo para comer, que empezaba a las doce y terminaba a las dos. Pero no lo lamentaba. Al contrario, se sentía muy animado. Había tenido el presentimiento de que esa difícil clienta mordería al final el anzuelo del sillón barroco modelo 483, ese viejo invendible. Las doce y ocho, ocho minutos perdidos. Pero cuatro marcos setenta y cinco ganados. Convertido a minutos, significaba cincuenta y nueve céntimos por minuto. Una hermosa ganancia. Si le pagaran así todos los minutos, sacrificaría gustoso todo su tiempo para comer.
El señor Wolfsohn se apresura a ir al café Lehmann, donde suele pasar la pausa de la comida. Antes compra la edición del mediodía del Berliner Zeitung. También tienen el BZ en el café Lehmann, pero siempre lo está leyendo alguien, y hoy, tras el golpe de suerte con la compradora del sillón barroco, puede permitirse su propio BZ. Encuentra el asiento junto a la ventana que le gusta, desenvuelve los bocadillos que su mujer le ha dado, se toma a sorbitos su café muy caliente. El señor Lehmann, el propietario, acude en persona a la mesa.
—¿Todo en orden, señor Wolfsohn? —inquiere.
—Todo en orden —confirma el señor Wolfsohn.
Masticando, sorbiendo, sobrevuela con la vista el periódico. El número de parados aumenta; espantosa, esta crisis. Desde luego, a él personalmente no le asusta. Lleva veinte años en la casa Oppermann, está asentado. A pesar de la crisis, hoy ha vuelto a conseguir una prima de cuatro marcos con setenta y cinco. Es la séptima vez en el actual mes de noviembre que consigue una prima. Está satisfecho de sí mismo.
Mientras hojea el periódico, el señor Wolfsohn se mira en el espejo. No se hace ilusiones. Tiene un aspecto pasable, pero hay colegas que lo tienen mejor. Desde el espejo le mira un caballero más bajito que alto, de rostro moreno, ojos negros y ágiles, cabello negro peinado a raya, muy graso, un bigotito negro, que aspira sin mucho éxito a ser elegante. La preocupación del señor Wolfsohn son sus dientes pequeños, separados, cariados. Sobre todo es el hueco de arriba, en el centro, el que molesta. El seguro se ha mostrado dispuesto a implantarle un diente. Un compañero de la peña de ahorradores Los Arenques Feos, el dentista Hans Schulze, le ha explicado que sería mucho mejor hacerlo por medio de lo que se llama un puente. Pero el seguro no quiere pagarlo, para eso tendría que rascarse su propio bolsillo. Podría costarle unos ochenta marcos. El arenque feo Hans Schulze lo haría por setenta, por pura fraternidad; quizá el señor Wolfsohn pueda incluso hacerle bajar hasta sesenta y cinco. Setenta marcos es mucho dinero, pero los gastos en el propio cuerpo son los más justificados. Lo que se pone uno en la boca lo lleva consigo toda la vida, hasta el día del Juicio Final. Si le quedan treinta y cinco años de vida, los gastos se reducen a unos dos marcos al año, unos ocho marcos a interés compuesto. Cuatro marcos setenta y cinco son una hermosa prima, y ha ganado siete primas este mes de noviembre. El asunto del puente requeriría seis o siete sesiones. Por razones de tiempo, no cabe pensar en someterse a un tratamiento tan largo antes de Navidad. Sería estupendo rehacerse la fachada de un golpe.
Por lo demás, el señor Wolfsohn tiene claro que no debe a su aspecto sus éxitos en la vida y en su profesión. Se los ha arrebatado al destino a base de talento y una dura energía. Se ha estudiado al dedillo el servicio al cliente. Ante todo, uno no puede desalentarse. No puede rendirse. No puede dejar que ningún cliente se marche, por importuno que sea. Los almacenes Oppermann están llenos. Si el cliente ha rechazado veinte piezas, siempre se encontrará la veintiuna. No cabe pretextar cansancio.
Los bocadillos del señor Wolfsohn se han terminado, pero en vista de los cuatro marcos setenta y cinco hoy aún puede permitirse un pastel de chocolate y nata. Lo pide.
Por un instante, la anticipada alegría por el pastel se ve enturbiada por una noticia de su BZ. Con indignación, lee que unos nacionalsocialistas quisieron tirar del metro en marcha a un caballero de aspecto judío porque, supuestamente, había puesto cara de repugnancia cuando al cantar sus himnos llegaron a los versos: «Cuando la sangre de judío salpica el cuchillo / es que las cosas van bien». Pero habían dado con un caballero robusto; los otros pasajeros le ayudaron, los camorristas no pudieron cumplir sus intenciones, antes bien, constata con satisfacción el periódico, fueron detenidos por la policía y esperan su castigo.
El señor Wolfsohn lee la noticia con malestar.
Pero el malestar no dura mucho. Es un asalto aislado; en líneas generales, la situación política es la más satisfactoria desde hace mucho. El canciller Schleicher sujeta con mano firme a los populares, el punto culminante de su movimiento ya ha pasado. El señor Wolfsohn lee esto tres veces al día, por la mañana en el Morgenpost, a mediodía en el BZ, y por la noche el Acht-Uhr-Abendblatt demuestra de manera irrefutable que los nacionalsocialistas no podrían conseguir mayores avances bajo ninguna circunstancia.
El señor Wolfsohn está conforme consigo mismo y con el mundo.
¿Acaso no tiene motivos para estar tranquilo y contento? Si esta noche se pasa a verle Moritz, su cuñado Moritz Ehrenreich, volverá a mandarlo a paseo. Moritz Ehrenreich, cajista en las Vereinigten Grossdruckereien, sionista, miembro de la asociación deportiva Makkabi, ve completamente negros los asuntos alemanes. ¿Qué es lo que quiere la gente como Moritz Ehrenreich? Unos cuantos camorristas han querido tirar del metro a un judío. ¿Y? Han sido detenidos y esperan su castigo. El señor Markus Wolfsohn no ha sufrido personalmente malas experiencias. Se lleva magníficamente con sus colegas, es querido en el Café Lehmann, en la peña Los Arenques Feos.
Es, lo que quizá sea más importante, querido por el administrador de su casa, Krause. Fue una suerte conseguir un cómodo piso de tres habitaciones en el bloque de casas de la Friedrich Karl Strasse, en Tempelhof. Ochenta y dos marcos es un regalo, señor mío, en toda regla. El bloque ha sido construido con una subvención municipal, los alquileres son más bajos que los intereses normales de los gastos de edificación. Un regalo, señor mío. Muebles Oppermann ha podido conseguir esos pisos baratos para veinte de sus empleados; él debe el suyo al apoderado Brieger; en el fondo, pues, a su capacidad comercial.
Por desgracia, los contratos de arrendamiento sólo se hacen por un período de hasta tres años, y han pasado ya veinte meses. Pero el señor Wolfsohn se lleva bien con el administrador Krause, sabe tratarlo. Al señor Krause le gusta contar chistes, muy viejos, y siempre los mismos. No es fácil escuchar siempre con atención, no reírse demasiado pronto ni demasiado tarde. Markus Wolfsohn sabe hacerlo.
Se chupa los restos de nata del bigote, llama al camarero para pagar. Su buen humor aumenta conforme saca el monedero. No son sólo las siete primas. Más bien todo el balance del mes de noviembre es de primera clase.
Hechos todos los descuentos, al señor Wolfsohn le pagan doscientos noventa y ocho marcos al mes, además de primas y comisiones por una media de unos cincuenta marcos. Trescientos marcos se los da a la señora Wolfsohn para el sustento de la familia de cuatro miembros; descontado el abono del metro, le quedan pues unos cuarenta marcos para el café del mediodía y los pequeños gastos. Una vez a la semana, el señor Wolfsohn suele ir al restaurante Zum Alten Fritz y jugar al skat con Los Arenques Feos. Es un jugador hábil, y con sus ganancias, aunque el veinte por ciento sean para la caja de la asociación, a veces aumenta sus ingresos mensuales en seis o siete marcos. Este mes de noviembre ha tenido una suerte loca. En la rendición mensual de cuentas, puede ocultar a la señora Wolfsohn entre ocho y diez marcos.
Mientras espera al camarero para pagar, reflexiona voluptuoso en qué podrá hacer con el excedente oculto. Podría, por ejemplo, comprarse un par de corbatas que hace mucho que le han gustado. Podría invitar a salir con él a la señorita Erlbach, de contabilidad. Podría apostar a un caballo extranjero en el estanco de Meineke. Apostar a un caballo. Claro, hombre. Eso es. Ocho, o incluso doce marcos son algo estupendo, pero el bocado sólo se vuelve sabroso cuando se convierten en ochenta o cien. Markus Wolfsohn va a por todas; en la tienda lo saben, y Los Arenques Feos lo saben. Ahora mismo, antes de volver a la tienda, se pasará por Meineke y apostará.
El señor Meineke saluda satisfecho a su viejo cliente:
—Hace mucho que no le veía, señor Wolfsohn. Bueno, ¿qué nos dice hoy el olfato? —pregunta. Marquesina está muy cotizado —explica—, pero ya sabe, querido señor Wolfsohn, que yo jamás tengo opinión propia.
No, el señor Wolfsohn no se atreve con Marquesina. Hoy corre un caballo llamado Quelques Fleurs. El señor Wolfsohn está orgulloso de su distinguida pronunciación francesa.
—No —dice—, estoy decidido por Quelques Fleurs.
Después de la agitación de la mañana y el mediodía, fue una tarde tranquila. Y luego venía la parte más hermosa del día, la noche.
Ya durante el viaje a casa, por malo y lleno de humo que fuera el aire del metro, Markus Wolfsohn siente el presentimiento de la calidez que le rodeará en su casa. Luego, sube las escaleras de la estación. Ahí están ya los conocidos árboles. Ahí está la parcela que van a edificar el año que viene. Ahora está en la Friedrich Karl Strasse. Y ahora, aquí, está su querido bloque. Sí, Markus Wolfsohn quiere a su bloque, está orgulloso de sus doscientas setenta viviendas, iguales entre sí como una lata de sardinas a otra. El señor Wolfsohn se encuentra en su casa como una sardina en su lata. My home is my castle es una de las pocas frases que recuerda de sus tres años de formación profesional.
Sube las escaleras de la casa. En cada piso le sale al encuentro el olor a comida, atraviesa las puertas la música de la radio. En el tercer piso, la puerta de la derecha es la suya.
Antes de abrirla siente, como todos los días, una leve sensación de ira. En la puerta de al lado hay una tarjeta: Rüdiger Zarnke. El señor Wolfsohn la mira con odio. Es un hombre tranquilo, pero a menudo le asalta el deseo de arrancarla. Se siente unido a todos o al menos a la amplia mayoría de los habitantes del bloque; comparte sus alegrías, sus penas, sus opiniones son las suyas, son sus amigos; pero el señor Zarnke es su enemigo. No es sólo que el cuñado del señor Zarnke haya pujado por la casa del señor Wolfsohn: además, aprovechando cualquier ocasión el señor Zarnke acostumbra a colgar de sus tres ventanas tres banderas con la cruz gamada. El señor Wolfsohn no hace más que irritarse por culpa del señor Zarnke. Las paredes son delgadas, día y noche oye la voz alta y chirriante del señor Zarnke. A menudo también se lo encuentra en la escalera; no puede por menos de constatar que el señor Zarnke tiene unos grandes, fuertes y blancos dientes.
Así pues, con una mirada furiosa a la tarjeta, el señor Wolfsohn abre la puerta de su casa. De la cocina viene la voz alta y cantarina de su esposa:
—¿Ya estás aquí, Markus? —a menudo él se ríe de esa tonta pregunta.
—No —responde con bienhumorado sarcasmo—, no estoy aquí.
Ella sigue trasteando en la cocina. Él se quita el cuello almidonado, cambia el traje marrón de trabajo por un viejo y raído traje de estar por casa, los zapatos por unas gastadas y cómodas zapatillas. Se desliza sin ruido a la otra habitación, mira sonriendo a sus hijos que duermen, Elsita, de cinco años, y Bob, de tres, y sale sin ruido. Se sienta en el negro sillón orejero comprado a precio de oferta en Muebles Oppermann, una auténtica ocasión, que es como se dice Mezije en alemán. Olfatea complacido el olor de las chuletas adobadas, las llamadas chuletas de Sajonia. No necesita encender la radio, gorronea la del señor Zarnke. Hoy hay una música agradablemente alta, echa un vistazo al periódico: ajá, Lohengrin.
La señora Miriam Wolfsohn —él la llama Marie—, activa, pelirroja, bastante gorda, trae la cena. También una botella de cerveza, fría, escarchada, sugerente. El señor Wolfsohn coge el periódico, come, bebe, lee, escucha la música de la radio, su esposa le habla. Disfruta con todos sus sentidos de la paz vespertina.
Por lo demás, lo que la señora Miriam Wolfsohn tiene que contarle con profusión de palabras no es precisamente agradable, y cuenta con que él pondrá reparos. Le habla de la necesidad de comprar un abrigo nuevo a Elsa. Realmente, es una vergüenza que Elsita ande por ahí con un abrigo que se le ha quedado así de pequeño. La señora Hoppegart ya le ha hecho comentarios alusivos. La niña se sale del abrigo por delante y por detrás. «Su mocosita parece una salchicha reventada», ha observado certera la señora Hoppegart. Es hora de que Bob herede de una vez el abrigo de Elsa. La señora Wolfsohn ha empezado su relato antes de que Telramund pronuncie su acusación contra Elsa de Brabante. Cuando Lohengrin reta a Telramund, va por el precio que puede costar el abrigo. Entre ocho y diez marcos, calcula. Naturalmente, el señor Wolfsohn se queja. Pero la señora Wolfsohn se da cuenta enseguida de que la batalla no está perdida. Al final del primer acto de Lohengrin, han llegado al acuerdo de comprar el abriguito para Navidad.
La señora Wolfsohn recogió la mesa. Markus Wolfsohn volvió a sentarse en el negro sillón orejero, terminó de leer el periódico, lo replegó, y mientras Lohengrin y Elsa contraían matrimonio y el olor de las chuletas de Sajonia y el chucrut seguía flotando agradable en la habitación, contempló pensativo cierta mancha verdosa de humedad en la parte de arriba de la pared. La mancha había aparecido muy pronto, poco después de que los Wolfsohn entraran en la casa. Diminuta al principio, pero ahora había crecido. Se encontraba encima de un cuadro impresionante, llamado El juego de las olas, que representaba a unos dioses y diosas jugando a perseguirse entre las olas. El cuadro procedía del Departamento de Arte de Muebles Oppermann, se lo habían dejado especialmente barato al señor Wolfsohn, incluido su precioso marco. Hace un mes la distancia entre el cuadro y la mancha era por lo menos de dos palmos, ahora es como mucho de uno. El señor Wolfsohn habría dado cualquier cosa por poder comprobar si la mancha también se veía por el otro lado de la pared, en casa del señor Zarnke, y hasta dónde llegaba. Pero por desgracia era imposible; con esa gente no se puede hablar, lo tiran a uno del metro en marcha. Cuando el señor Wolfsohn habló sobre la mancha con el administrador Krause, éste había contestado que en primavera se llevarían a cabo todas las reparaciones necesarias; por lo demás, las manchas de humedad no significaban nada, iban aparejadas a cualquier casa decente, como el niño a la virgen. Era posible; en cualquier caso, la mancha tenía un aspecto desagradable. En los próximos días, el señor Wolfsohn tendrá que volver a hablar con el administrador Krause.
Sus meditaciones se vieron interrumpidas por la llegada de su cuñado Moritz. La señora Wolfsohn trajo una segunda botella de cerveza, y los dos caballeros hablaron del mundo y de la economía. Moritz Ehrenreich, el cajista, bajito, rechoncho, de rostro duro y vital, lleno de arrugas, ojos pardos y enérgicos, pelo enmarañado, caminaba a zancadas arriba y abajo por la habitación, agresivo como siempre, lleno de los más tenebrosos presentimientos. No se inclina a considerar una excepción el ataque al judío en el metro. Tales actos llegarán a estar a la orden del día en Alemania, anuncia, como en su momento en la Rusia zarista. Habrá incendios y quemas en la Grenadierstrasse, en la Münzstrasse, y tampoco la Kurfürstendamm se librará. Esos señoritos se van a enterar.
Markus Wolfsohn sirve otra botella de cerveza, escucha con placer el sonido siseante que emite al abrirla, contempla con desahogada burla la rechoncha figura de boxeador de su cuñado.
—Bueno, ¿y qué hemos de hacer, Moritz? —pregunta. ¿Hemos de ingresar todos en Makkabi y aprender a boxear?
Moritz Ehrenreich no entra en el chiste tonto. Sabe exactamente lo que hay que hacer. Hay que tener quinientas libras esterlinas para poder emigrar a Palestina. A consecuencia de la caída de la libra, en los últimos meses se ha acercado mucho a su objetivo. Ya ha reunido cuatrocientas cuarenta.
—Si fuerais listos —dice—, tú, Markus, y tú, Mirjam —llama a su hermana Mirjam con la misma testarudez con la que el señor Wolfsohn la llama Marie—, si fuerais listos vendríais conmigo.
—¿Quieres que aprenda hebreo en mi ancianidad? —bromea de buen humor el señor Wolfsohn.
—Nunca lo conseguirías —se burla Moritz Ehrenreich. Pero los niños lo aprenderían. Además, en nuestro curso hay una Oppermann, y no lo hace nada mal.
El hecho de que una Oppermann aprenda hebreo deja pensativo al señor Wolfsohn. También escucha con interés los datos estadísticos que Moritz Ehrenreich le proporciona. Palestina es uno de los pocos países que se han mantenido al margen de la crisis. Las exportaciones aumentan. También el deporte avanza. El señor Ehrenreich espera poder asistir a una Olimpiada allí en un plazo de tiempo no demasiado largo. Habla con ímpetu, da de vez en cuando una enérgica patada en el suelo, se atropella, su entusiasmo impresiona.
Aun así, el señor Wolfsohn no piensa ni por lo más remoto en abandonar Berlín. Ama la ciudad, ama Muebles Oppermann, ama el bloque de la Friedrich Karl Strasse, su familia, su casa. My home is my castle. Complacido, contempla el cuadro bellamente enmarcado en el que los dioses y las diosas juegan a perseguirse. Si no fuera por la mancha encima y el señor Zarnke al lado, sería inmensamente feliz.
Con los codos en la mesa, el doctor Edgar Oppermann se sienta al escritorio del despacho principal de la clínica laringológica. Con rostro severo, mira fijamente el montón de papeles impresos y escritos. Aunque le apasiona lo que tiene que ver con su actividad, odia el despacho de dirección, el trabajo de oficina, la administración. La enfermera jefe Helene, resuelta y rolliza, plantada en las cercanías de la puerta, lo examina de nuevo cada mañana como si se tratara de un caso interesante recién ingresado. Sabe que los dos rostros que el mundo ve con más frecuencia en Edgar Oppermann, uno serio, severo, concentrado, y otro marcadamente fresco, confiado, son máscaras. Sí, él es un furioso y alegre trabajador de la naturaleza, confía en la naturaleza, pero mostrar esa confianza, esa energía durante todo el día a cientos de personas siempre nuevas exige esfuerzo, y ella sabe que su frescura es a menudo artificial, convulsiva.
En general, la enfermera Helene se lleva bien con su jefe. Pero cuando está sentado ante el escritorio es difícil tratarle. Observa los surcos verticales, que conoce muy bien, en el puente de su nariz. Mala señal. No son más que las once y pico de la mañana. El doctor Oppermann ha pasado consulta, ha hecho dos o tres visitas a pacientes particulares; todavía le queda por delante una jornada de desgaste. Pero ella sabe que su primera energía ya se ha consumido, que tiene que ponerse en marcha de nuevo. Está desbordado por el trabajo. Su doctor siempre está desbordado por el trabajo. Si la señora Gina Oppermann no fuera tan débil, piensa la enfermera Helene. Aquí en la clínica, ella puede protegerle. Pero esa gentuza se ha olido la tostada. Ahora llaman al doctor a su casa, y la señora Gina, ese perro triste, no sabe defenderle contra nadie de su eterna disponibilidad.
Hoy, Edgar Oppermann se sienta ante su correo con especial repugnancia. Las cosas se van complicando de año en año. Detalles que antes se despachaban de manera automática exigen ahora un trabajo largo y repelente. Con severidad, como si fueran alumnos mal preparados para un examen, mira las cartas.
La enfermera Helene se acerca con resolución al escritorio. Señala un papel en el que en grandes letras, subrayado tres veces en rojo, hay algo anotado, y pregunta directamente:
—¿Ha visto esto, doctor?
El doctor Oppermann, en bata de médico, sin cambiar la postura de los brazos muy abiertos, sin cambiar la postura de la grande y pesada cabeza, mira de reojo la carta y dice sin aspereza:
—Sí.
En la nota dice: «El director general Lorenz pasará a las doce. Ruega al doctor Oppermann que le atienda si es posible».
Edgar Oppermann resopla molesto por la nariz.
—Será por lo de Jacoby.
—¿Por qué iba a ser si no? —dice rigurosa la enfermera Helene. El caso Jacoby está durando ya mucho.
El caso Jacoby, reflexionó Edgar Oppermann. ¿Hay ya un caso Jacoby? Simplemente, así están las cosas. El doctor Müller II, el antiguo médico jefe de la clínica laringológica, ha tomado posesión de una cátedra en Kiel. Edgar Oppermann quería nombrar en su lugar a su ayudante favorito, el doctor Jacoby. Hace seis meses, el nombramiento que quería Oppermann se habría producido en quince días. El doctor Jacoby está especialmente cualificado desde el punto de vista científico, es un clínico magnífico, insustituible en el laboratorio. Pero es un hombre desmañado, de una familia pobre del gueto de Berlín, insignificante, feo, lleno de inhibiciones. Antes, todo eso no habría sido ningún obstáculo. Edgar Oppermann sabe que el doctor Jacoby, que ha hecho la carrera pasando hambre, que acaba de librarse de sus preocupaciones económicas más apremiantes, está llamado a grandes cosas si puede trabajar con libertad. Cierto, el doctor Jacoby recuerda las caricaturas de judíos de las revistas satíricas: pero ¿qué es más importante para un paciente, que le guste la cara del médico o que sepa reconocer sus dolencias?
Edgar suspira. Así que el director general Lorenz desea hablar con él. Lorenz es el director médico de todo el complejo hospitalario de la ciudad. No es un gran teórico, pero sí un práctico competente, y no es, como muchos prácticos, alguien que desprecie la teoría. Respeta la ciencia y la apoya humildemente en la medida de sus fuerzas. También le ha prometido, en principio, que apoyará la candidatura del doctor Jacoby; no obstante, Edgar se siente incómodo ante la entrevista.
Lorenz piensa venir a las doce. Así que Edgar tiene que traspasar al doctor Reimer la visita a los enfermos.
—Bien —suspira. Estaré aquí a las doce. Si me retraso unos minutos, ruegue al señor director general Lorenz que espere.
Edgar se retrasa siempre, la enfermera Helene cuenta con ello. Hoy le viene bien; tiene que discutir con el director general Lorenz ciertas cosas que afectan a su jefe.
Edgar se vuelve hacia ella. Ahora que ha tomado una decisión su rostro ha cambiado, vuelve a ser el rostro fresco y confiado de Edgar Oppermann que el mundo conoce.
—Al menos en el laboratorio sirvo para algo, ¿no? —sonríe. Todo esto —señala los papeles desperdigados— me lo va a perdonar por hoy, hasta que me haya reunido con Lorenz.
Travieso, como un escolar que quiere escaparse de una tarea desagradable, sonríe, se levanta, se va.
Con paso rápido, los pies metidos hacia adentro, navega por los largos corredores tapizados de linóleo hasta el laboratorio. El doctor Jacoby está sentado ante el microscopio, bajito, con la espalda encorvada. Edgar Oppermann le hace una enérgica seña, aunque no quiere molestarle. Pero el doctor Jacoby se levanta. Ese hombre débil, afligido, torpe, le alarga una blanda y seca mano de niño. Edgar sabe el trabajo que le cuesta a este hombre que tiende a una fuerte transpiración mantener la mano siempre seca, de manera que no le moleste en el ejercicio de su profesión.
—No podemos engañarnos, profesor Oppermann —dice el doctor Jacoby. El resultado del 834 es desesperado. El caso estaba en el tercer estadio.
Edgar se encoge de hombros. El procedimiento Oppermann, el procedimiento quirúrgico que le ha hecho famoso, no puede ser aplicado a partir de cierto estadio sin el riesgo de un desenlace fatal. Nunca ha sostenido lo contrario. Se lanza con el doctor Jacoby a una conversación sobre la estadística de casos de la enfermedad. Hay que delimitar exactamente los distintos estadios de la misma, establecer con precisión cuándo el segundo estadio pasa al tercero. Hay que encontrar a toda costa medios para rebajar los coeficientes de incertidumbre.
Apasionada, torpemente, el doctor Jacoby habla con su jefe. Y a éste se le impone con más fuerza que nunca la convicción de que si hay alguien capaz de culminar el procedimiento Oppermannn es este fanático de la precisión. Realmente, para Jacoby las cifras de su estadística de enfermos son más importantes que las de sus ingresos. No piensa en que está hablando con la única persona que puede conseguirle una existencia segura. Y también esa persona olvida que dentro de muy poco mantendrá una entrevista decisiva para el destino de su interlocutor. Encogido en su blanca bata de médico, como si tuviera frío, el hombre bajito está allí sentado en postura torpe y rígida. El otro en cambio va de un lado para otro, con su paso vivaz, un tanto rígido, los pies hacia dentro, la bata blanca envolviendo sus piernas. Ambos hombres tienen los sentidos cerrados a todo lo que no tenga que ver con la capacidad de supervivencia y los coeficientes de fertilidad de cierto bacilo.
De pronto, Edgar se levanta de un salto. Saca el reloj, son las doce y diez. Con un golpe de calor, recuerda que el viejo Lorenz espera. Se interrumpe, en mitad de la frase. El pequeño doctor Jacoby, que hace un instante era aún un brillante científico, se extingue en cuanto ya no puede hablar de sus microbios, se convierte en el gris y feo enano que es. ¿Va a decirle Edgar que tiene que irse a causa de él? Imposible. El viejo Lorenz es un tipo decente, pero en cuestiones burocráticas sigue siendo un coeficiente de incertidumbre, por lo menos tan alto como en el procedimiento Oppermann. Cómo se sienta este chico, un auténtico desastre. Apresurado, Edgar le da la mano. Su propia mano no es grande, pero la diminuta del otro desaparece en ella.
—Una de estas noches tiene que cenar conmigo, querido Jacoby. Tengo que hablar largo y tendido con usted. Esta maldita agitación berlinesa…
Sonríe; su cara rejuvenece cuando sonríe.
Vuelve a navegar por los pasillos. Ha invitado a cenar al pequeño Jacoby, tiene que decírselo a Gina, tiene que precisar una hora, la enfermera Helene tiene que recordárselo. Si es posible, debe ser una noche en la que también Ruth tenga tiempo. ¿Por qué piensa de pronto en su hija? Una asociación con el pequeño Jacoby, evidentemente. ¿Por qué? Quizá sea por la vehemencia, más bien habría que decir obsesión, con la que ambos persiguen sus objetivos. Él mismo, Edgar, sonríe ante el sionismo de Ruth. Debería ocuparse más de ella. Ratio, ratio, hija mía. No vayas a un convento, Ofelia. Lástima que las cosas más sencillas sean las más difíciles de entender. Él es un médico alemán, un científico alemán; no hay medicina alemana, no hay medicina judía, hay ciencia y nada más. Él lo sabe, Jacoby lo sabe, lo sabe el viejo Lorenz. Pero Ruth no, y algunos otros lo saben aún menos. Piensa un poco incómodo en la conferencia hacia la que se dirige. Al final habrá que mandar al pequeño Jacoby a Palestina, sonríe.
En el despacho del jefe ha ocurrido lo que la enfermera Helene esperaba. El director general Lorenz ha sido puntual, y su doctor no; así que tiene tiempo para consultar con el director general.
El procedimiento Oppermann, famoso en todo el mundo, se ha convertido en los últimos tiempos, de manera creciente, en objetivo de ataques especialmente llenos de odio en la prensa diaria de Berlín. Se reprocha a Oppermann emplear a pacientes de tercera clase, a los pobres pacientes gratuitos de la clínica municipal, como conejillos de indias en sus peligrosos experimentos. El médico judío, se dice en el tosco argot de ciertos periódicos populares, no retrocede ante la idea de derramar raudales de sangre cristiana para sus propios fines publicitarios. Finalmente habrá que hacer algo contra esa canallada, dice la enfermera Helene. Su doctor no tiene por qué aguantar que cualquier mocoso le patee los riñones. Está junto al escritorio, robusta, ruda.
—Quiero decir que llamo su atención sobre ello, señor director general —explica con su voz grave y enérgica—. Habrá que hacer algo.
El director general Lorenz está sentado allí, colosal, una roja cabeza bajo el cabello corto muy blanco, nariz plana y pequeña, ojos azules un tanto saltones bajo unas gruesas cejas blancas.
—Yo me limitaría a reírme de ello, hija mía —atruena en su descuidado dialecto bávaro. Las palabras le salen como trozos de roca de la gran boca repleta de dientes de oro. Una pocilga —ruge, mientras golpea con la roja mano surcada de gruesas venas los periódicos con los artículos subrayados—. La política es una pocilga. Cuando no es posible hacer otra cosa, lo mejor es ignorarla. Eso es lo que más indigna a esa panda de cerdos.
—Pero él es funcionario del Estado, señor director general —atronó la enfermera Helene.
—Mi opinión —retumbó a su vez el viejo Lorenz— es que aún no tiene que demandar a esa chusma. El que se pone a ello no hace más que mancharse las manos. No deje que esto le haga sufrir, hija mía. Mientras el ministro me deje en paz, no pienso ni respirar. Esto —apartó los periódicos de un manotazo— no existe para mí. Puede confiar en ello.
—Si es lo que usted cree, señor director general —la enfermera Helene se encogió de hombros y, como oía venir a Edgar, se retiró, no muy tranquilizada.
Edgar Oppermann se disculpó por el retraso. El director general Lorenz no se levantó, le tendió su gran mano, se mostró especialmente agradable:
—Bueno, querido colega, iré directamente al grano. Si me lo permite. Quisiera hablar a fondo con usted acerca de ese asunto de Jacoby.
—¿Tan complicado es? —preguntó a su vez Edgar Oppermann, de inmediato disgustado, nervioso.
El director general Lorenz se humedeció los dientes de oro, tratando de mostrarse doblemente jovial:
—¿Qué no es complicado hoy en día, querido Oppermann? El alcalde es un calzonazos. El ministerio le está mordiendo el culo. Olfatea cualquier viento que venga de arriba. Las subvenciones para los hospitales van a reducirse cada vez más. Precisamente para sus historias, querido Oppermann, para las cuestiones teóricas, para el laboratorio, gimotean por cada marco antes de soltarlo. Tenemos que tomar precauciones. Naturalmente que su Jacoby es el hombre adecuado. No podría decir que me resulte especialmente simpático, eso no sería cierto, pero es un científico, no cabe duda. Ni siquiera Varhuus se ha atrevido a rechazarlo frontalmente. Pero ¿sabe usted a quién ha tratado de tomar seriamente en consideración? A Reimers, su Reimers, querido Oppermann.
Edgar Oppermann caminó arriba y abajo, con paso corto y rápido, esforzándose mecánicamente por dar movilidad a su pesado cuerpo. Pase lo que pase, el profesor Varhuus, su colega en la Universidad de Berlín, se opondrá si procede de él, Edgar. Proponer al doctor Reimers es condenadamente astuto. El doctor Reimers es el segundo ayudante de Edgar, muy popular entre los enfermos, un hombre simpático y abierto. Edgar no está en contra de Reimers, pero está a favor de Jacoby. Su situación es difícil.
—¿Qué opina usted, querido colega? —preguntó, sin dejar de caminar arriba y abajo.
—Ya se lo he explicado, Oppermann —dijo Lorenz. En principio estoy a favor de su protegido. Pero, se lo digo directamente, veo dificultades. Ciertos caballeros muy influyentes prestan más atención a un aspecto exterior representativo que a un interior cualitativo. Esta mierda de política… En cualquier circunstancia, Reimers le saca un prepucio de ventaja a su pequeño Jacoby. No creo que los caballeros del ayuntamiento le exijan una fotografía desnudo, pero seguro que alguno deseará una presentación personal. No sé si semejante presentación mejorará las posibilidades de nuestro Jacoby.
Edgar se detuvo, a bastante distancia del director general Lorenz. Su voz gruñona sonó de pronto extrañamente clara, en contraste con el vago retumbar de la del otro.
—¿Desea que retire la candidatura del doctor Jacoby?
Lorenz dirigió sus ojos saltones hacia Edgar, fue a replicar de forma contundente; no lo hizo. Más bien dijo con llamativa suavidad, sin su habitual énfasis:
—Yo no deseo nada, Oppermann. Yo deseo hablar sinceramente con usted, eso es todo. Reimers me cae mejor, se lo digo como es, pero como científico estoy a favor de su Jacoby. Con un trabajoso movimiento, Edgar Oppermann acercó una silla y se dejó caer pesadamente en ella; sentado parecía enorme, como todos los Oppermann. Su expresión era triste, la artificial frescura se había esfumado. El viejo Lorenz se levantó de golpe, se estiró; la roja cabeza de cabellos blancos se asentaba gigantesca sobre el enorme cuerpo. Colosal, con la amplia bata blanca envolviendo el poderoso cuerpo, se acercó a Edgar. Un auténtico médico, había dicho Lorenz en una ocasión a un estudiante tímido, lo puede todo, lo hace todo, teme a Dios y a nada más en el mundo. Desde entonces, sus estudiantes lo llamaban «la ira de Dios». Pero hoy no era el Jehová iracundo.
—No me engaño, querido Oppermann —dijo, con toda la suavidad posible—. En el fondo, soy un viejo médico rural. Entiendo a mis pacientes, y a veces olfateo en ellos algo que vosotros los jóvenes desconocéis. Pero no sé muchas de las cosas que sabéis los jóvenes. Reimers es más parecido a mí en conjunto. Pero prefiero a su Jacoby.
—¿Qué hacemos, entonces? —preguntó Edgar.
—Eso es lo que yo iba a preguntarle —dijo el viejo Lorenz. Y como Edgar Oppermann callaba tercamente, con un pequeño rasgo inusualmente irónico en torno a su larga boca, añadió:
»Se lo admito, podría imponer sin más a su Jacoby. Pero el asunto de la subvención se pondría feo. ¿Debo arriesgarme a perderlo? ¿Eso es lo que quiere?
Oppermann emitió un gruñido, una extraña mezcla de risa amarga y rechazo.
—Muy bien —dijo Lorenz. Entonces no queda más que una táctica: retrasar la decisión. La situación política puede haber cambiado para bien dentro de un mes.
Oppermann gruñó algo. Lorenz lo tomó como un signo de asentimiento. Resopló, contento de haber dejado atrás la desagradable conversación; apoyó la mano en el hombro de Oppermann.
—La ciencia tiene un largo aliento. Jacoby tendrá que esperar un poquito —la bata blanca se movió con fuerza en torno a sus anchas caderas, estaba a punto de irse. Tendría que haber alguien que uniera el aspecto de Reimers a la calidad de Jacoby. De lo contrario no lo harán. Está en el cuestionable carácter de la naturaleza humana, querido colega. Un asqueroso asunto —dijo, ya en el umbral de la puerta; sonó como una tormenta que se aleja. Me refiero a la naturaleza humana.
Cuando Lorenz se hubo marchado, Edgar se levantó, caminó un par de veces, los surcos verticales sobre la nariz, los pies hacia dentro, inusualmente despacio, por la habitación. Luego, curiosamente, se convenció de que la entrevista no había sido tan insatisfactoria. El viejo Lorenz apostaba en todo caso por el pequeño Jacoby, y el viejo Lorenz era alguien. Su malhumor se esfumó a toda prisa, como el de un niño. Cuando la enfermera Helene entró, volvía a tener en el rostro un cielo azul.
Al contrario que Oppermann, la enfermera Helene estaba menos satisfecha de su entrevista con el viejo Lorenz. A su sólida manera, había reflexionado en cada una de sus palabras. Ha prometido no forzar al doctor a una demanda antes de que el ministro se lo indique. Pero seguro que el ministro se lo indicará. Tendría que preparar a su doctor, que inyectarle los artículos.
Pero al ver el radiante rostro de Edgar decidió aplazarlo, a pesar de su energía.
—¿Fue muy desagradable? —se limitó a preguntar.
—No, no. —Edgar Oppermann lucía su sonrisa amablemente socarrona. Tres a dos.
En la pausa de cinco minutos antes de la clase de lengua alemana, Berthold se comportó como un hombre, hizo como si hubiera olvidado lo que le esperaba, habló con sus compañeros de cosas intrascendentes. También el profesor Vogelsang hizo como si no le preocupara el acontecimiento que iba a producirse. Entró, se sentó como siempre rígido a su escritorio, hojeó en su agenda.
—¿Qué teníamos hoy? Cierto, la exposición de Oppermann. Por favor, Oppermann —y cuando Oppermannn se hubo adelantado, Vogelsang añadió, al parecer muy bien dispuesto hoy, en bromista y benevolente tono de aliento—: ¡Wolfram von Eschenbach, comience!
Berthold estaba allí, entre la cátedra y los bancos de sus compañeros, marcadamente relajado, con el pie derecho adelantado, el brazo derecho colgante, la mano izquierda levemente apoyada en la cadera. No se lo había puesto fácil, no había rehuido dificultad alguna. Pero lo había conseguido; ahora sabía con claridad qué significaba Hermann el Alemán, o al menos qué significaba para él. Desde el punto de vista del racionalista, la acción de Hermann podía parecer inútil, pero semejante criterio no se sostenía ante el sentimiento de incondicional admiración que el acto de liberación de ese hombre tenía que causar precisamente en un alemán de hoy. Berthold iba a exponer tal concatenación de ideas conforme a las buenas y viejas reglas que había aprendido: introducción general, fijación del tema, toma de posición de principio del ponente; pruebas, objeciones, refutación de las objeciones; por último, una vez más, con fuerte énfasis, la tesis del ponente. Berthold había puesto por escrito lo que quería decir, hasta la última coma. Pero, como tenía facilidad de palabra, había descartado la idea de aprenderse mecánicamente de memoria su manuscrito. Quería, ateniéndose estrictamente a las directrices, dejar para el momento la formulación de los detalles.
Así que se levantó y habló. Vio ante sí los rostros de sus compañeros, Max Weber, Kurt Baumann, Werner Rittersteg, Heinrich Lavendel. Pero no habló para ellos. Sólo para sí mismo y para el que tenía detrás, el enemigo.
Porque el profesor Vogelsang se mantenía detrás de Berthold, a su espalda. Estaba allí sentado con rigidez, no se abandonaba, escuchaba. Berthold no le veía, pero sabía que la mirada de Vogelsang estaba fija en él, exactamente en su nuca. Bajo el cuello sentía el sitio en el que apretaba la mirada de Vogelsang. Era como si alguien pinchara allí con unos dedos afilados.
Berthold se esforzó en no pensar en nada más que en sus frases. Debía hablar treinta minutos largos. Tenía a sus espaldas unos ocho minutos, la introducción había terminado, el tema estaba fijado, su tesis también, había llegado a las «pruebas». Entonces sintió que la mirada de Vogelsang le soltaba. Sí, Vogelsang se levantó, muy despacio, para no molestar. Se puso delante; ahora Berthold lo veía aparecer en la pared izquierda. Recorrió la hilera izquierda de bancos, de puntillas, con pasos medidos, pero marcadamente cuidadosos; Berthold oía el ligero crujir de sus botas. Vogelsang fue hacia el fondo, hacia el rincón izquierdo. Quería tener a Berthold delante de sus ojos, ver salir las palabras de su boca. Allí estaba, detrás del último banco, muy erguido —¿no se apoyaba la mano en un invisible sable?—, los ojos azul pálido fijos en la boca de Berthold. Berthold, así observado, se sintió incómodo. Volvió fugazmente la cabeza hacia el profesor, pero su mirada le perturbó aún más. Miró al frente, retrocedió, volvió la cabeza, como si quisiera espantar una mosca.
Terminó con las «pruebas». Ya no hablaba tan bien como al principio. Hacía mucho calor en el aula; las aulas del instituto Königin Luise tenían normalmente demasiada calefacción; empezó a sudar levemente por el labio superior. Llegaba ahora a las «objeciones». La acción de Hermann, dijo, quizá no había tenido consecuencias externas a la larga, desde el punto de vista de la sobria razón; había que admitir que unos años después los romanos estaban exactamente allá donde habían estado antes de la batalla. Sí…
Se detuvo un instante, de pronto no supo seguir. Se esforzó en concentrarse. En espíritu, ante sí, veía las estrechas páginas de su Tácito en latín, los grandes tipos antiguos de su hermosa edición alemana de Tácito. Volvió a mirar al rincón de la izquierda; allí estaba Vogelsang, siempre inmóvil, atento. Berthold abrió la boca, la cerró, la abrió, miró las puntas de sus pies. Tiene que hacer ya ocho segundos que ha dejado de hablar. O diez. ¿Qué ha sido lo último que ha dicho? Sí, que en realidad la acción de Hermann no tuvo consecuencias externas. No hay duda, la traducción de la Biblia de Lutero, los inventos de Gutenberg fueron mucho más importantes para Alemania y su prestigio en el mundo que la batalla del bosque de Teutoburgo. La acción de Arminius, tenemos que admitirlo, se saldó prácticamente sin resultados.
¿Quería decirlo así? Quería expresarlo de forma mucho más cautelosa, no tan abrupta, tan dura. Bueno, ya está hecho. Adelante, Berthold. Arma jaleo. Pero no hagas ninguna otra pausa, la primera ha durado ya una eternidad. Ahora vuelve a retomar el hilo. Ahora ya no puede pasarle nada. Desde el momento de la «refutación», vuelve a estar en marcha. ¿Una segunda pausa? No, doctor, nada de eso.
Él tiene una sonrisa torcida en el rincón del fondo, triunfante. «Y sin embargo», empieza. Pero ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué el rostro de Vogelsang cambia de pronto de ese modo tan curioso? ¿Por qué el corte que divide el rostro se pone tan rojo, por qué abre los ojos de ese modo? No le servirá de nada, profesor. Vuelvo a coger las riendas, no volverá a hacérmelas perder.
—Y sin embargo —empieza, fresco, vigoroso—, admitido todo esto… Entonces, es interrumpido. Áspera, chirriante, una voz viene desde el rincón:
—No, no lo admito. Yo no admito eso. Nadie admite eso. No lo tolero. No seguiré oyéndolo. ¿Qué se ha creído, joven? ¿Qué clase de gente cree tener delante? Aquí, en presencia de alemanes, en esta hora de urgencia alemana, ¿se atreve a calificar de inútil, de absurdo el hecho inmenso que está al comienzo de la historia alemana? Lo admite, dice usted. Se atreve a repetir los argumentos del peor de los oportunismos y luego dice que los admite. Si ha perdido usted hasta la última chispa de sentimiento alemán, al menos ahórrenos sus vómitos a los que tenemos sentimientos patrióticos. Se lo prohíbo. Me oye, Oppermann. Se lo prohíbo, no sólo por mí mismo, sino en nombre de este instituto, que por el momento aún es un instituto alemán.
Se hizo un silencio de muerte. La mayoría de los estudiantes estaban perdidos en sus pensamientos, en la cálida estancia; estaban allí sentados relajadamente, adormilados. Ahora, ante el áspero e hinchado cacareo de Vogelsang, alzan la vista, hacia Berthold. ¿Ha sido realmente tan grave lo que ha dicho? ¿Y qué es lo que ha dicho? Era algo de Lutero y de Gutenberg. No comprenden del todo la furia de Vogelsang, pero probablemente Oppermann se haya pasado un poquito. En estas exposiciones hay que decir lo que pone en los manuales, ni más ni menos. Parece que se ha excedido.
El propio Berthold se queda al principio profundamente sorprendido ante la interrupción de Vogelsang. ¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué grita de ese modo? Que haga el favor de dejarle terminar. Hasta ahora no era habitual interrumpir al ponente. El profesor Heinzius no lo hizo nunca. Pero él yace bajo la tierra del cementerio de Stahnsdorf. Y este de aquí grita. Hay que exponer las «objeciones». No se pueden omitir, hay que refutarlas. Así lo hemos aprendido, así viene en las reglas, así nos lo ha enseñado el profesor Heinzius.
No he dicho nada en contra de Hermann. Era sólo una «objeción». Iba a refutarla. Mi manuscrito está ahí. He dejado clara mi propia posición, al comienzo de la parte B. Debería parar ya, no debería gritar de ese modo.
He tenido una mala premonición desde el mismo momento en que me propuso el «Hermann». Tendría que haberme quedado con el «humanismo». Heinrich lo dijo enseguida, es un cerdo, es la pura maldad personificada.
Está diciendo tonterías. Ahí está mi manuscrito, en el pupitre, en la cartera. No hay más que leerlo y se ve claro como el agua que ese cerdo está diciendo tonterías.
¿Qué es lo que he dicho? Ya no lo sé con exactitud. No estaba en el manuscrito. Aun así, podría apelar al manuscrito. Así todo el mundo verá lo que quería decir.
No quiero apelar a mi manuscrito. Hermann era un «indio» feo, no lo puedo tragar. La «objeción» era correcta. Así lo he dicho y así es.
Ha abandonado la postura relajada. Está muy erguido, la carnosa cabeza levantada, los ojos grises mirando de frente. Soporta el chaparrón de palabras del enemigo.
Éste parece haber terminado su sermón. Berthold está ahí, mordiéndose el labio inferior con sus grandes dientes blancos. Ahora tendría que sacar el manuscrito y decir: ¿Qué pretende, señor profesor? Por favor, aquí está el manuscrito. Pero no lo dice. Calla, amargo, contenido. Los ojos grises sostienen la mirada de los ojos azul pálido del otro. Por fin, tras una pausa eterna, con voz clara, pero no alta, dice:
—Soy un buen alemán, profesor, soy tan buen alemán como usted.
Este inmenso atrevimiento del joven judío deja al profesor Vogelsang sin palabras por un instante. Entonces, va a lanzarse. Pero tiene todos los triunfos en la mano, no quiere desperdiciarlos con una explosión temperamental. Se domina.
—Vaya —se limita a decir, en un tono moderado a su vez. ¿Es usted un buen alemán? Haga el favor de dejar que otros decidan quién es un buen alemán y quién no. Un buen alemán —resopla despreciativo por la nariz. Y ahora, por fin, se adelanta desde su rincón, pero ya no en silencio, cada paso cruje ruidoso y rígido. Viene directo hacia Berthold. Ahora está frente a él, cara a cara, y ante la clase mortalmente silenciosa, sumida en una tensión de respiración contenida, con fingida calma y moderación, pregunta—: ¿No va por lo menos a disculparse, Oppermann?
Por una décima de segundo, Berthold ha pensado en disculparse. Ha dicho algo que no quería decir, y encima en un instante de falta de concentración, lo ha dicho, desdichadamente, de forma brusca. ¿Por qué no admitirlo? La historia quedará despachada, podrá terminar su exposición, y todos verán que es un buen alemán y que el profesor está siendo injusto con él. Pero ante la mirada de Vogelsang, ante su rostro repugnante, altanero, partido, el impulso se esfuma antes de haberse convertido en una verdadera idea.
Todos sus compañeros miran fijamente a Berthold. La postura de Vogelsang ha causado impresión. Oppermann, parece, se ha pasado de veras. Pero, como siempre, ahora no puede recoger velas, sería poco varonil. Esperan curiosos a ver qué hará.
Vogelsang y él siguen cara a cara. Por fin, Berthold abre la boca:
—No, profesor —dice, cada vez más bajo, casi con timidez. No me disculparé, profesor —añade. Todos están satisfechos.
También Vogelsang está satisfecho. Sólo ahora ha vencido. Ahora, debido a esa postura de Oppermann, tiene ocasión de demostrar cómo un académico alemán pisotea a los elementos disgregadores.
—Muy bien —declara—. Tomo nota, estudiante Oppermann. Siéntese en su sitio.
Berthold va a su pupitre. Sin duda lo que ha hecho no ha sido inteligente. Lo nota en la actitud del enemigo, en sus ojos relampagueantes. Pero si volviera a tener elección, volvería a hacer lo mismo. No puede disculparse con ese hombre.
El otro está firmemente decidido a mantener la compostura a toda costa. Pero no puede por menos de decir al estudiante Oppermann, mientras se sienta entre los demás, de forma superficial, pero precisamente por eso lleno de triunfo y burla:
—Quizá un día se alegre de que alguien se conforme con una disculpa, Oppermannn —y después—: Ahora, vamos a leer nuestro Kleist —dice Bernd Vogelsang, cerrando el episodio con ligereza y superioridad.
El rumor de lo ocurrido se difunde deprisa por todo el instituto. Aun antes de acabar la mañana, el director François se ha enterado. No se sorprende al encontrar en su despacho al profesor Vogelsang.
Éste se permite apenas una mirada desaprobatoria al busto de Voltaire; tan orgulloso está de lo ocurrido. Pero se domina, evita intencionadamente toda exageración, da un informe exacto. François le escucha con visible incomodidad, se acaricia nervioso la perilla con las manos pequeñas y cuidadas.
—Desagradable —dice varias veces, una vez que Vogelsang ha terminado. Extraordinariamente desagradable.
—¿Qué piensa usted hacer contra el alumno Oppermann? —pregunta contenido Vogelsang.
—El joven es concienzudo —dice el director François—, se interesa además en la redacción en alemán y en sus ponencias. Sin duda ha elaborado cuidadosamente su manuscrito. Quizá habría que verlo antes de llegar a un fallo definitivo. Probablemente estemos ante un lapsus linguae. Si ése es el caso, apreciando sus motivos, querido colega, no habría que juzgar con demasiada severidad un descarrilamiento verbal así.
Vogelsang alzó las cejas, extrañado.
—Creo, señor director, que este caso nunca podrá ser juzgado con la suficiente severidad. En una época en que la paz oprobiosa, el Tratado de Versalles, tiene sus más violentas repercusiones, un muchacho tiene la desfachatez de descomponer uno de los más sublimes hechos alemanes mediante una plana crítica racionalista. Mientras los alemanes, con nosotros los conscientemente nacionales a la cabeza, tenemos que luchar con tan inconmensurable dureza por la resurrección del pueblo, un estudiante, un chiquillo, se burla de los esfuerzos con los que nuestros antepasados se libraron de sus cadenas. Puede, señor director, que su Voltaire aceptase una conducta así. Pero que se puedan buscar motivos de disculpa cuando el alumno de un instituto que aún es alemán se atreve a tal cosa es algo que, he de confesarlo abiertamente, supera mi comprensión.
El director François se agitó inquieto en su sillón; la fina y rosada piel de su rostro se contrajo. Casi más que el contenido de lo que ese hombre decía, era la forma en que lo decía lo que le hacía sufrir. Ese alemán exagerado, ese acartonado énfasis de mitin, le producían malestar físico. Si al menos ese individuo fuera un oportunista. Lo peor es que habla en serio, que se cree las insensateces que dice. Por un sentimiento de inferioridad, ha envuelto su interior en una coraza del más burdo nacionalismo que no deja pasar un solo rayo de razón. Y él, François, tiene que escuchar tranquilamente semejantes desatinos, atento, cortés. Qué tiempos oscuros. Una vez más, Goethe tiene razón: «La chusma no teme a nada más que al entendimiento. Debería temer a la necedad, si comprendiera qué significa la palabra terrible». Y él, François, está sentado ahí, consciente de ello, con las manos atadas. No puede ponerse de parte del joven inteligente contra el cornúpeta, su profesor. Porque, por desgracia, Nubecilla Negra tiene razón. Si uno se deja llevar, si se arriesga a ponerse abiertamente de parte de la razón, todo el rebaño de bueyes de los periódicos populares se lanzará a mugir. Y la República es débil, la República siempre se desinfla. Le deja a uno en la estacada para calmar a los bueyes que mugen. Y uno pierde el cargo y el pan, los niños se proletarizan, y se pierde lo mejor que la vida tiene para ofrecer: una vejez tranquila.
Entre tanto, el profesor Vogelsang exponía su opinión sobre los detalles del caso.
—Lapsus linguae, lapsus linguae, dice usted. Pero ¿acaso la importancia de estas exposiciones no está precisamente en que a través del contacto con los oyentes se liberen los verdaderos sentimientos del ponente? —había llegado a su tema favorito. La palabra hablada es más importante que la escrita. El grandioso ejemplo del Führer lo demuestra. Y lo que el Führer dice al respecto en su libro Mi lucha…
Pero el director François le interrumpió:
—No, querido colega —dijo. Me niego a seguirle a ese terreno —su voz suave sonaba inusualmente decidida, sus ojos amistosos centelleaban agudos a través de los grandes cristales de las gafas, sus delicadas mejillas enrojecieron; se irguió, vio que era más alto que el profesor Vogelsang—: Sabe usted, querido colega, desde que existe este instituto lucho por la pureza de la palabra alemana. Mi naturaleza no es combativa, la vida me ha forzado a hacer algunas concesiones. Pero hay algo que puedo afirmar: en esa lucha no he aceptado ningún compromiso. Y no aceptaré ninguno. Naturalmente, me han traído el libro de su Führer. Algunos colegas lo han acogido en las bibliotecas de sus centros. Yo no. No conozco otra obra tan manchada de pecados contra el alma del lenguaje como ésa. No puedo admitir que en mi instituto ese libro sea siquiera citado. Tengo que rogarle encarecidamente que no mencione ese libro en esta casa, ni ante mí ni ante sus alumnos. No tolero que se arruine el alemán de los chicos.
Bernd Vogelsang estaba allí sentado, apretados los finos labios. Era trabajador, concienzudo, sabía de lengua alemana y de gramática. Ha cometido un error. No ha debido citar el libro del Führer delante de ese hombre malintencionado. Por desgracia, no se podía negar que el director François tenía en cierto sentido razón. El más grande alemán vivo, el caudillo del movimiento alemán, no estaba familiarizado con los elementos de la lengua alemana. Eso era algo que, mutatis mutandis, tenía en común con Napoleón, con el que también coincidía en que no había nacido en el territorio del Reich que venía a liberar. Pero Bernd Vogelsang sufría por las carencias lingüísticas del Führer, y en su tiempo libre, en secreto, trabajaba eliminando los peores defectos de la obra, la más importante del movimiento de liberación alemán, transcribiéndola en un alemán gramatical y estilísticamente impecable. Como siempre, tuvo que encajar indefenso las insolencias del director; no se podía alegar nada en contra. El sable invisible se le había caído. Permanecía allí sentado, apretando los labios, en silencio.
En un primer momento el director François había gozado de su indignación. La vida le obliga a uno a hacer sacrificios del intelecto, Nubecilla Negra le ha arrancado alguna que otra concesión; pero no se ha hundido tan profundamente como para que nadie ose decirle que el vómito del libro Mi lucha es un perfume. Sin embargo, poco a poco el rostro sombrío y obstinado del catedrático, su disgustado silencio, le inquietaron. El director François ha defendido con energía su amado alemán, basta con eso. Volvió a ser el caballero conciliador que era por naturaleza:
—Entiéndame bien, querido colega —dijo, apaciguador. Lejos de mí querer decir nada en contra de su Führer. Ya sabe usted cómo rechazó el emperador Segismundo a aquel obispo que le reprochaba sus errores gramaticales: Ego imperator Romanus supra grammaticos sto; yo, el emperador de los romanos, estoy por encima de los gramáticos. Nadie exige a su Führer que domine la gramática alemana: pero yo sí se lo exijo a los alumnos del instituto Königin Luise.
Sonó como una disculpa. Pero seguía siendo una insolencia de François hablar así, sin rebozo, de los defectos del Führer. A ese hombre afeminado le estaba vedado decir lo que él, Vogelsang, tenía permiso para pensar. En ningún caso Bernd Vogelsang iba a dejarse apartar del tema. ¡A pesar de todo!, piensa.
En ese momento, el castigo de lo que el estudiante Oppermann había infringido se convirtió en la misión vital del profesor Bernd Vogelsang.
—Al grano, señor director —graznó, y ahora el sable invisible volvía a estar allí—. En el caso Oppermann no sólo estamos ante un escarnio de la germanidad, que en estos tiempos linda con la traición, sino también ante una infracción inusualmente atrevida de la disciplina académica. No tengo más remedio que volver a preguntarle: ¿Qué medidas piensa usted tomar contra el rebelde estudiante Oppermann?
El director François estaba sentado allí, cansado, cortés, inofensivo, como antes.
—Lo pensaré, querido colega —dijo.
En el instituto Königin Luise, los rumores se expandían con rapidez. Un año antes, Pedell Mellenthin saludaba con extrema devoción al joven Oppermann, hijo de la empresa de muebles. Ahora apartó la vista cuando Berthold salió del edificio. En cambio, seguía firmes cuando el profesor Vogelsang ya se había alejado dos pasos. ¿Quién había dicho siempre que el nuevo iba a enseñarles a esos culos flojos lo que valía un peine? ¿Y quién se lo ha demostrado? Una vez más, ha quedado claro el olfato que tiene Pedell Mellenthin.
En doscientas doce de las doscientas setenta viviendas del bloque de la Friedrich Karl Strasse de Tempelhof estaban encendidos los árboles de Navidad. Habían costado entre uno y cuatro marcos; eran en su mayoría modestos abetos, adornados con toda clase de oropeles, velitas y espumillón, con golosinas de colores, no precisamente saludables. Debajo estaban los regalos, muy distintos, y aun así siempre los mismos: ropa blanca, prendas de vestir, puros, chocolate, juguetes, pan de especias. Los especialmente generosos habían llegado hasta una cámara fotográfica o un aparato de radio; también se regalaron dos bicicletas en el bloque de la Friedrich Karl Strasse. La mayoría de las etiquetas con los precios de los distintos regalos habían sido arrancadas, pero el destinatario del presente no necesitaba preguntar mucho para averiguar su precio exacto.
También la vivienda de Markus Wolfsohn tenía un árbol de Navidad encendido. El señor Wolfsohn había sido generoso al autorizar para el árbol un precio de dos marcos setenta; originariamente habría debido costar tres marcos cincuenta, pero el vendedor le hizo una rebaja de ochenta céntimos. Por otra parte, al señor Wolfsohn le resultaba fácil mostrarse generoso. Lo improbable había ocurrido: el bravo caballo Quelques Fleurs había ganado. El 1 de diciembre, el señor Wolfsohn tenía en su poder un excedente de doscientos ochenta marcos del que la señora Wolfsohn no sabía nada. Pero iba a participar del excedente mantenido en secreto. Él se había puesto el gorro de Papá Noel, y allí estaba ella, delante del edredón nuevo tanto tiempo deseado, sorprendida ante su calidad. El señor Wolfsohn sólo se había gastado veinticinco marcos en él. Ella lo admiraba. No conocía ningún comercio en el que cobraran menos de treinta y dos marcos por un edredón así. Ni el señor Wolfsohn tampoco, porque la verdad era que le había costado treinta y cuatro marcos. También estaba allí el abrigo de Elsa, de manera que la señora Hoppegart, que antes no hacía más que hablar, ahora tendría que tragarse sus escupitajos. Bob ha recibido algo grandioso: un bombardero. Cuando se le daba cuerda, se alzaba por los aires y dejaba caer una bomba de goma. En la caja estaba impreso: «Bombardero de primera calidad. El Tratado de Versalles impide a Alemania defender sus fronteras. Llegará el día en que Alemania rompa las cadenas de su esclavitud. ¡Piensa en ello!».
El señor Wolfsohn también ha pensado en sí mismo. Que se quede el seguro con sus mercancías de segunda. Un solo diente. Se va a regalar el puente. Esta mañana ha llevado a la práctica su viejo proyecto, ha llamado a la puerta del arenque feo Hans Schulze y le ha encargado definitivamente la restauración de su fachada. Naturalmente, a la señora Wolfsohn le dirá que ha conseguido que el seguro le pague el puente. Pondrá encima de la mesa de Schulze cincuenta marcos en cuanto termine el trabajo, los quince marcos restantes puede pagarlos en cómodos plazos. Inmediatamente después de Navidades acometerá la tarea, y en los primeros días del nuevo año Markus Wolfsohn podrá presentarse recién «restaurado» ante sus asombrados contemporáneos. Lo guarda para sí, ni siquiera se lo cuenta a Marie. Pero interiormente está muy orgulloso. Se imagina el aspecto que tendrá con su nueva fachada. Surgen ante sus ojos carteles en los que elegantes caballeros sonríen con grandes y blancos dientes. Keep smiling. Cuando tenga sus dientes nuevos, todo estará bien.
En la radio sonaban campanas, corales, devotas canciones. Los niños cantaban «Noche de paz, noche de amor». Lo cantaban en casi todas las viviendas del bloque de la Friedrich Karl Strasse. Durante largos minutos, la paz reinó sobre el bloque de casas. Entre los Wolfsohn y entre los demás. Luego, una pieza del bombardero se rompió, el pequeño Bob se llevó una regañina, lloró, fue llevado a la cama. Después una ramita del árbol se prendió fuego, Elsa se llevó una regañina, lloró, fue llevada a la cama.
Mientras la señora Marie se ocupaba de los niños, Markus Wolfsohn se sentó en el negro sillón orejero, de ocasión, dormitando satisfecho. Así se sentaban muchos en el bloque de la Friedrich Karl Strasse, dormitando satisfechos. La satisfacción de cada uno de ellos reforzaba la satisfacción de todos. El señor Wolfsohn era uno de los satisfechos. Les deseaba a todos lo mejor.
Excepto a uno. Sonreía abiertamente, lleno de satisfacción, cuando de la casa de al lado, superando el sonido de la radio, vino un fuerte griterío. Sin tener que esforzarse mucho, el señor Wolfsohn escuchó que ahora el pequeño Zarnke había roto una pieza de su bombardero y estaba recibiendo una paliza. El señor Zarnke explicaba lo caro que le había salido el bombardero, había tenido que apoquinar dos marcos y ochenta céntimos. Esto aumentó la satisfacción del señor Wolfsohn, porque él sólo había pagado dos marcos cincuenta.
También en otros aspectos la Nochebuena en casa de los Zarnke, a pesar de todas las similitudes externas, discurría de forma menos apacible que en casa de los Wolfsohn. La señora Zarnke había explicado tres veces a su marido que cierto par de zapatos bajos de piel marrón estaban especialmente bien de precio en la sucursal de Tack de Tempelhof. Pero el señor Zarnke no le había regalado los zapatos bajos, sino el libro del Führer, Mi lucha. Con todo el respeto a la actividad política de su marido, la señora Zarnke encontraba egoísta esa conducta y no podía por menos de manifestar su opinión con expresiones disimuladas, pero suficientemente punzantes. El señor Zarnke por su parte, como varón alemán que era, respondía sin disimulo alguno. La larga y ruidosa confrontación contribuyó a aumentar el bienestar del señor Wolfsohn.
Sonriendo en su negro sillón orejero, contempló el cuadro El juego de las olas, la mancha en la pared, que ahora llegaba ya debajo del cuadro, escuchó las devotas sentencias de la radio, la bronca en el piso de al lado, se sintió uno con todos los demás habitantes del bloque de la Karl Friedrich Strasse. Celebró unas tranquilas y alegres Navidades.
La noche siguiente, los Wolfsohn estuvieron invitados en casa de Moritz Ehrenreich, en la Oranienstrasse, en el centro de Berlín. Los Wolfsohn no acudían a menudo a visitar a los Ehrenreich, en general salían poco. Donde mejor se sentía Markus Wolfsohn era en su propia casa. Pero era Hanuká, la fiesta de las velas —la fiesta caía esta vez muy tarde, normalmente se celebraba entre dos y cuatro semanas antes de Navidad—, y se había establecido la costumbre de que con ocasión de esta fiesta los Wolfsohn visitaran todos los años a sus parientes de la Oranienstrasse.
Markus Wolfsohn, todavía sumergido en el ambiente de la armoniosa noche navideña del día anterior, se sentaba cómodamente en uno de los dos sillones de tafetán verde que adornaban el salón de su cuñado Moritz, y fumaba uno de los veinte puros que Moritz Ehrenreich le había regalado con ocasión de la fiesta. Eran puros de a quince céntimos la pieza. Entre unas cosas y otras, la velada le iba a costar a Moritz entre siete y ocho marcos. Un buen tipo, el muchacho. Es instruido, lee mucho y, sin embargo, se atiene rigurosamente a viejas tonterías como la fiesta del Hanuká. ¿O acaso no es una tontería que en el centro del Berlín de 1932 alguien encienda las velas para celebrar una victoria que hace dos mil años alcanzó algún general judío sobre algún feo sirio? ¿Se nota hoy algo de la libertad que se supone trajo aquel general? Tiran a los judíos del metro en marcha. ¿Es eso libertad?
No obstante, el señor Wolfsohn contempla con bondadoso interés la singular lámpara encendida por Moritz para celebrar la fiesta conforme al antiguo ritual. Es una regleta con ocho cavidades con embocadura para poner en ellas aceite y mecha y una novena luz delante; detrás de la regleta hay una pieza en forma de triángulo de plata muy fina, y en repujado están representados Moisés y Aarón: Moisés con las tablas de la Ley, Aarón con gorro alto y ropas sacerdotales. Los Ehrenreich han heredado el candelabro de la familia de la esposa; es muy antiguo. ¿Qué valor puede tener? El señor Wolfsohn se hace la pregunta todos los años. Cuando se venden esas cosas, siempre se saca una mínima parte de lo que valen.
Ahora cantan los himnos: Moaus zur jeschuosi, «amparo y roca de mi salvación». Es un himno muy antiguo, algo así como el himno nacional judío; Moritz explica siempre que celebra la fiesta por motivos nacionales, no religiosos. La melodía es pegadiza. Moritz empieza enérgico, las claras voces de las mujeres y los niños se suman, incluso Markus Wolfsohn tararea. La canción supera el ruido de las radios que viene de las casas de arriba, abajo y al lado. Cuando la canción termina, la señora Mirjam, llamada Marie, observa que en realidad el himno del Hanuká es más bonito que la canción navideña «Noche de paz». Moritz Ehrenreich declara, perverso, que se reserva la opinión. El señor Wolfsohn decide que ambas canciones son igual de bonitas.
Una vez que han llevado a los niños a la cama, la señora Wolfsohn y la señora Ehrenreich discuten sobre asuntos de la casa. En cambio, los señores Wolfsohn y Ehrenreich se entregan a cuestiones de política y economía. Cuanto más escéptico y quietista se muestra Markus, tanto más se atrinchera Moritz Ehrenreich en sus vehementes posturas.
—Mira —polemiza, sacando un recorte de prensa. Aquí escribe un tal doctor Rost: «Sigue habiendo unos cuantos alemanes que dicen: sin duda los judíos tienen la culpa de todo, pero ¿acaso no hay unos cuantos judíos decentes? Tonterías. Porque si cada nazi conociera aunque sólo fuera un judío decente, tendría que haber, para doce millones de nazis, doce millones de judíos decentes en Alemania. Y no hay más de seiscientos mil». No, no quiero vivir entre un pueblo que acepta caudillos con semejante lógica.
Markus Wolfsohn reflexiona acerca del argumento del doctor Rost. También un buen vendedor tiene que desplegar a veces una lógica audaz; pero sería demasiado arriesgado irles a los clientes de Muebles Oppermann con la lógica del doctor Rost. Por lo demás, explica a Moritz, los hombres de la cruz gamada se comportan con simpatía personalmente con él. Naturalmente hay clientes que se niegan a ser atendidos por vendedores judíos, pero raras veces pueden distinguir a los cristianos de los judíos. En una ocasión incluso uno rechazó por judío a un dependiente cristiano y quiso que le atendiera precisamente él, Wolfsohn.
Moritz paseaba a zancadas por la habitación, rió sarcásticamente:
—No entrarás en razón hasta que estés con la cabeza vendada mirando por la ventana del hospital de la Charité.
Markus sonrió. Desde luego, se decía para sus adentros, que conocía a uno de esos tipos al que creía capaz de las cosas que Moritz contaba: el señor Rüdiger Zarnke. El señor Zarnke le tiraría sin duda del metro en marcha. Mataría dos pájaros de un tiro: llevaría a cabo una acción adecuada a la visión popular del mundo y tendría un piso para su cuñado.
Moritz seguía refunfuñando. ¿Quiénes habían dado a la cultura alemana su fama en el mundo? Los diez millones de judíos conservadores que hablan yídish, su anticuado alemán. Son los que más profundamente han creído en la cultura alemana. Sólo ellos estuvieron junto a los alemanes durante toda la guerra. 12 723 judíos alemanes cayeron en ella, el 2,2 por ciento de todos los judíos alemanes, mucho más que el porcentaje correspondiente del total de la población. Sin contar a los judíos bautizados y a los descendientes de judíos. Sumados, sería alrededor del 5 por ciento, sin duda más del doble del porcentaje correspondiente del total de la población. Así se lo agradecían ahora a los judíos alemanes.
—No, no participaré en esto. Se acabó. Me faltan dieciocho libras, y habré reunido la pasta para irme a Palestina. Ésta es la última fiesta de los macabeos que celebramos juntos. Me largo.
Las luces del Hanuká se extinguían. Markus Wolfsohn le escuchaba relajado, fumaba el tercero de los puros de Moritz, bebía una copa de aguardiente Asbach Uralt. Él tenía su opinión y su cuñado Moritz tenía la suya. No tendría gracia que todo el mundo opinara igual. Si su cuñado Moritz es un culo de mal asiento, que se vaya a Palestina; Markus le llevará hasta el tren y le despedirá agitando un pañuelo. Pero él se quedará en el país, y se ganará la vida honradamente.
Aquella misma noche, también Jacques Lavendel había invitado a dos huéspedes a su fiesta de Hanuká, su sobrino Berthold y su sobrina Ruth Oppermann. Jacques Lavendel tenía un amor de coleccionista por los objetos del viejo rito judío. Poseía cinco candelabros de Hanuká antiguos, especialmente bellos: dos italianos del Renacimiento, uno polaco con dos animales fabulosos y manos sacerdotales en actitud de bendecir, uno de Württemberg con figuras de aves y una campanilla y uno de Bucovina, del siglo XVIII, equipado extrañamente con un reloj, una pieza que le hacía especial gracia debido a su absurda condición.
También aquí se cantó el himno Moaus zur jeschuosi, «amparo y roca de mi salvación». Jacques Lavendel cantó con su voz ronca, sentía un infantil placer al hacerlo. Berthold miraba un tanto extrañado al hombre que cantaba. Las velas y los himnos no le decían nada. El árbol de Navidad tenía más significado para él. Se limitaba a conformarse con las ceremonias del Hanuká. Había venido con la secreta esperanza de poder discutir su caso con el tío Jacques y con Heinrich, el penoso asunto con el profesor Vogelsang, que de forma atemorizadora no había avanzado desde el primer día y del que sabía que no se movía. Desde entonces no había hablado con nadie; le cuesta confiarse a sus padres o al tío Joachim. Los que mejor le entenderán serán, sin duda, el tío Jacques y Heinrich. Un poco impaciente, esperó a que pasara la cena. Se comía bien en casa del tío Jacques Lavendel, comidas largas y abundantes. Ruth Oppermann se burlaba del tío Jacques porque se suponía que sólo cuando practicaba los viejos ritos sentía algo de aquella misteriosa unión que cohesionaba desde hacía milenios a los judíos de la Tierra. El tío Jacques se burlaba de Ruth porque ella declaraba con vehemencia que única y exclusivamente la cohesión política podría dar perdurabilidad al judaísmo.
La noche ya había avanzado mucho y Berthold seguía sin haber conseguido decir lo que le pesaba en el pecho. Probablemente ya no lo lograría, había sido una noche perdida. Se dispuso a marcharse pronto.
Ruth Oppermann estaba contando una anécdota que le había ocurrido a un niño judío oriental. El pequeño Jacob Feibelmann iba a un colegio con mayoría de niños nacionalistas. Una gran parte de su clase estaba organizada en una asociación juvenil popular. Los chicos iban armados con porras de goma. Un día, uno dijo que le habían robado la suya. El profesor, indignado ante la idea de que hubiera ladrones en su clase, ordenó una inspección de todas las carteras. La porra apareció en la cartera del pequeño Feibelmann; evidentemente se la habían metido allí. Hubo un enorme alboroto: el pequeño judío era el ladrón. El chico tuvo que abandonar el colegio. Desde entonces estaba trastornado, contó Ruth, lloraba sin cesar; ya no servía para nada.
Cuando Ruth terminó, de repente, Berthold abrió la boca. Sin transición, empezó a hablar de su caso, de aquella exposición sobre Hermann el Alemán que en realidad le había sido impuesta, de la interrupción del profesor Vogelsang, de la intimidación a que se disculpara. No pudo impedir que, mientras hablaba, su ancho rostro infantil pareciera cansado, reflexivo, preocupado. Aun así, logró mantenerse firme, varonil; de vez en cuando, incluso alcanzó la fluidez e indiferencia a las que aspiraba.
Habría sido una grave derrota que los otros hubieran acogido su historia con la misma indiferencia, con la maldita indiferencia de los adultos y experimentados. No lo hicieron. A Berthold casi le disgustó lo en serio que la tomaron.
Tío Jacques mantuvo la cabeza inclinada, entrecerró los azules ojos, meditó.
—Cuando los romanos estaban en Judea —dijo al fin— recaudaban de los judíos tributos muy elevados. Cuando preguntaron a los rabinos del Talmud: «¿Hay que declarar la verdad sobre nuestras mercancías, o no?», los rabinos respondieron: «Ay de aquel que la diga; ay de aquel que no la diga». Hagas lo que hagas, muchacho, él tratará de volverlo en tu contra —hizo una pequeña pausa y prosiguió—: Yo no diría ni que sí ni que no. Yo explicaría: «Esto y lo otro es lo que pensaba. Pero si alguien se siente ofendido lo siento, y preferiría no haberlo dicho». El director François es un hombre razonable.
Heinrich estaba sentado en un elevado arcón, le gustaban los asientos inusuales, y levantaba las piernas alternativamente con aire gimnástico.
—El director François —dijo— is a good old fellow. Pero los boys lo tomarían por una retirada. El Larguirucho, un tal Werner Rittersteg, dijo en una reunión de la dirección del club de fútbol que había que expulsar a Berthold porque aún no se había disculpado. En el momento le di un puñetazo. Dos días después declaró que si Berthold se disculpaba estaría cometiendo un error. La palabra de un hombre es la palabra de un hombre, y disculparse va contra el honor.
—Honor, honor —dijo el tío Jacques moviendo la cabeza. No dijo nada más, pero Berthold jamás había oído una crítica tan fuerte al concepto del honor como ésa.
—Por otra parte, yo no creo —continuó Heinrich, mirándose atentamente las puntas de los pies— que Vogelsang, el muy cerdo, se conforme con una explicación a medias. La cosa no se puede remediar más que con una disculpa clara y rotunda —dejó de mover las piernas; saltó del arcón. Go ahead —se volvió a Berthold. Acaba con esto. No se sale adelante con todo el instituto en contra. Ya has demostrado suficiente coraje civil. Sin duda lo que has dicho sobre ese «indio» es cierto, pero no tiene objeto insistir en una afirmación ante esos tipos sólo porque sea cierta. Lo que hace falta aquí es más astucia nórdica que valor de mártir. Tengo que decir —concluyó hábilmente, y de pronto se parecía a su padre— que en la práctica has aprendido condenadamente poco de tus estudios sobre Hermann el Alemán.
—Falso, falso, falso —se excitó Ruth Oppermann. Movió la morena cabeza con los negros cabellos, que siempre parecían algo enmarañados y desordenados. Con ese oportunismo no saldrás adelante entre esa gente. Hay sólo una cosa que les impone: agallas, nada más que agallas.
Berthold miró sorprendido a su prima. ¿No había admirado ella sin reservas la acción de Hermann? ¿Y ahora exigía que él mantuviera su crítica racionalista a tal acción? Así era ella siempre. No precisamente lógica, pero un carácter.
Los candelabros del Hanuká se habían extinguido. Jacques Lavendel sacó discos de gramófono con canciones hebreas, una vieja canción popular yídish. En voz baja, acompañó la canción:
Diez hermanos hemos sido,
hemos tratado con vino.
Uno murió, por desgracia,
sólo nueve hemos quedado.
Jossel toca el violín,
Trevje toca el contrabajo,
tócame una cancioncilla, en mitad del callejón.
Cuando se marchaban, tía Klara, que hasta entonces había guardado silencio, dijo:
—No queda más remedio, Berthold. Tienes que disculparte. Hazlo durante las vacaciones, por carta. Escribe al director François.
Sybil había despedido a la criada; Gustav y ella se prepararon una cena fría. Activa, confiada, Sybil iba arriba y abajo por su bonito piso de dos habitaciones. Él veía con renovada alegría cómo ella tenía en cuenta sus pequeñas filias y fobias; sabía manejarse espléndidamente entre las cosas que adornan las orillas de la vida. Esbelta, infantil, inteligente, encantadora, se ocupaba de él. Charlaba con precoz madurez. Cada cosa en ella y a su alrededor era de tal especie que, en caso necesario, se habría podido renunciar a ello; pero si Gustav tuviera que hacerlo, ¿merecería la pena la vida?
Gustav estaba radiante. Le gustaba mucho el período comprendido entre la Navidad y el Año Nuevo. Se sentaba, comía, bebía, charlaba.
El contrato de la biografía de Lessing había llegado. Los honorarios no eran suculentos. Recibiría, durante dieciocho meses, plazos de doscientos marcos al mes. Una retribución bastante escasa por unas cuatro mil horas de actividad. Pero ya había hecho la mayor parte del trabajo, y ahora, bromea, tendrá unos ingresos asegurados durante año y medio.
Sybil escuchaba con atención, sin sonreír. Ella ganaba entre trescientos y cuatrocientos marcos mensuales por sus pequeñas, limpias y, a menudo, crueles historias. Nadie sabía cuánto esfuerzo le costaban esas historias, con cuánto celo trabajaba en ellas, y lo mal remuneradas que estaban. Gustav lo tenía fácil. Para él, los doscientos marcos eran una propina diminuta, imperceptible. A ella los hombres le regalaban flores, bombones, perfumes; a menudo pagaban sesenta o setenta marcos por una cena en un restaurante caro. No sabían cuánto más feliz sería si pagaran veinte marcos por la cena y le dieran los cuarenta restantes. Gustav era cualquier cosa menos tacaño; todos los meses ingresaba una suma suficiente en su cuenta. Pero vestirse bien cuesta dinero, los honorarios llegan con lentitud, a menudo se pasan apuros. Es imposible pedir dinero al sensible Gustav.
Doscientos marcos. La casa cuesta dinero, el coche, las camisas de seda. Las medias son baratas. Un ruso acaba de escribir una buena novela por tres pares de medias de seda. Ella, Sybil, ha ideado una historia que gira en torno a una mujer, una buena socióloga, fría, racional, pero forzada a vivir escribiendo sobre moda. El esquema aún es débil, pero ahora ya tiene una idea. Los doscientos marcos son una buena base para la acción secundaria. La verdad es que debería comentarlo con Gustav. Precisamente cuando se trata de la composición de una trama, él es capaz de dar buenos consejos. Sólo que hoy no está de humor para eso. Pero ella sí lo está. Es algo que siente en su interior, le gustaría escribir el esquema de la historia.
Gustav, entretanto, hablaba de su Lessing. Klaus Frischlin había demostrado ser muy útil. La cuestión era si debía emplearlo en ello de manera constante, porque, en ese caso, Frischlin tendría que abandonar su actividad como director del Departamento de Arte de la casa Oppermann. Habría terminado con el Lessing, como máximo, en dieciocho meses. ¿Merece la pena sacar para eso a Frischlin de un puesto insatisfactorio pero fijo?
Sybil escuchaba dispersa, estaba en su historia. Gustav lo advirtió. Levemente ofendido, dejó a Sybil antes de lo que tenía previsto.
Al día siguiente, el profesor Mühlheim comió con Gustav. El rostro de aquel hombre pequeño y vivaz se arrugaba esta vez con especial astucia. Justo antes de llegar, acababa de arreglar algo importante para Gustav. Desde hacía años, insistía en que Gustav sacara al extranjero su patrimonio. Las cosas en Alemania tomaban un cariz cada vez más amenazador. ¿No es un loco el que sigue sentado en un tren cuyo personal da muestras indudables de locura? Ahora, Mühlheim tenía la oportunidad de sacar dinero al extranjero sin riesgo alguno, a través de una determinada transacción. Minucioso, expuso a Gustav los detalles. El negocio había sido ideado con gran habilidad, todo sería legal, se eludían inteligentemente las astutas normas legales en materia de divisas.
Mühlheim se tomaba a sorbitos su café solo. Paciente, paso a paso, explicó a su amigo toda la complicada acción. Gustav escuchaba complacido, parpadeando nerviosamente, tocando en el muslo una melodía con la mano fuerte y velluda. El «ojo de Dios» se movía de acá para allá; Immanuel Oppermann miraba, astuto, benévolo, somnoliento, a su nieto. El abuelo Immanuel lo había tenido fácil; él nunca se había enfrentado a tales problemas. Por otra parte, es probable que hubiera recibido la oferta de Mühlheim encantado. Pero a él, Gustav, le repelía. Sus sentimientos se rebelaban contra esa propuesta. La confusión, la contradicción interna, se reflejaban en su rostro, que jamás ocultaba una emoción.
Mühlheim se enfadó, se acaloró. ¿A quién quería Gustav dejar su dinero en Alemania? ¿A los militaristas, para que lo dilapidaran en armamentos secretos? ¿A los grandes industriales, para que lo emplearan en suministros extremadamente dudosos a Rusia, por los que jamás se recuperaría el dinero? ¿A los populares, para que pagaran con él sus tropas de asalto, la propaganda de su Führer? ¿A los trece mil latifundistas, para que siguieran enterrando miles de millones en sus absurdas haciendas?
Gustav se puso en pie, empezó a caminar arriba y abajo con pasos rápidos y rígidos, pisando con firmeza. Sin duda, Mühlheim tenía razón. Los fondos que se pagaran al Estado iban a ser empleados en cosas muy distintas de los intereses de la colectividad. No se emplearían en su protección, sino para atacarle. Pero aun así servían para mantener el orden, aunque fuera un orden equivocado, y Gustav estaba de acuerdo con Goethe, que prefería la injusticia al desorden. Tendió a Mühlheim la mano robusta y velluda:
—Mühlheim, te agradezco que hayas pensado en mí. Pero voy a dejar mi dinero en Alemania.
Mühlheim no le estrechó la mano. Miró disgustado al testarudo. El asunto era absolutamente seguro. Era rigurosamente legal. La sociedad a la que Gustav debía adherirse tenía entre sus accionistas a varios nacionalistas alemanes, incluso populares. No volvería a presentarse una ocasión de sacar el dinero al extranjero de forma tan segura. El plazo de suscripción concluía mañana, al terminar el año. ¿Qué era lo que realmente quería Gustav? ¿A qué se debía su actitud? ¿Dónde estaban sus reparos? Pidió que le hiciera el favor de exponerle sus argumentos.
Gustav, presionado, caminaba arriba y abajo. ¿Argumentos? No había argumentos. Le parecía que no era limpio sacar su dinero de Alemania. Quería a Alemania. Eso era todo. Reparos sentimentales, cierto, que no resistían la lógica de Mühlheim. Pero él es un sentimental. ¿Por qué —sonrió juvenil, travieso—, por qué el propietario de un capital líquido de medio millón y un inmovilizado de por lo menos el doble no va a permitirse un poco de sentimentalismo?
—Precisamente para poder permitirte ese sentimentalismo también en el futuro, idiota —se acaloró riendo Mühlheim—, deberías poner a buen recaudo unos cientos de miles.
Después de algún tira y afloja, Gustav aceptó suscribir no cuatrocientos mil marcos, como Mühlheim quería, pero sí doscientos mil de la sociedad anónima. Mühlheim respiró. Ahora había conseguido al menos una cierta seguridad para su tonto amigo. Gustav firmó el poder que Mühlheim le presentó.
—Tampoco olvides —dijo, orgulloso— que además tengo otros doscientos marcos de renta por Lessing.
Una vez concluidos los molestos negocios, rápidamente volvió a sentirse alegre, y cuando llegó Friedrich Wilhelm Gutwetter estaba tan radiante como siempre. Mühlheim no podía abandonar tan rápido el tema político:
—Hemos visto al proletariado desencadenado —explicó—, y no fue agradable. Hemos visto a la gran burguesía desencadenada, a los latifundistas y militaristas, y fue espantoso. Pero todo habrá sido un paraíso cuando veamos desencadenados a los pequeños burgueses, a los populares y su Führer.
—¿Lo cree de veras, estimado profesor? —se sorprendió Gutwetter, mirándolo amable con sus gigantescos ojos de niño. Yo veo las cosas de otro modo —dijo con suavidad. Creo que la guerra sólo ha sido un preludio. El siglo de las grandes batallas no ha hecho más que empezar. Será un siglo de aniquilación. Las estirpes finales de la raza blanca se enfrentarán de manera implacable. El trueno se apareará con el mar, el fuego con la tierra. Para esa lucha, se criarán cerebros con cuernos. Ahí es donde veo el sentido del Reich nacional que ha de venir. Una trascendencia militante, una jurisdicción de leyes sublimes y defensivas, el castigo de la embriaguez y el sacrificio para los animales incapaces de cambiar: ésa es la perspectiva.
Habló con suavidad, con su voz contemplativa; la cuidada cabeza sobresalía tranquila de la alta levita similar a la ropa de un clérigo, los ojos infantiles miraban soñadores.
Cuando hubo terminado, los otros dos callaron unos instantes. Luego, Mühlheim dijo:
—Muy bien. Si eso es lo que cree. Pero antes quizá quiera tomar otro coñac y un puro.
En el año 1905 se publicó en Moscú un libro titulado Lo grande en lo pequeño, el Anticristo como posibilidad política próxima. El autor del libro era un tal Sergius Nilus, funcionario de la cancillería del sínodo. El capítulo doce contenía un apéndice titulado «Actas de los sabios de Sión». Esas «actas» contenían informes sobre una reunión secreta de los judíos líderes del mundo, que se suponía se habían reunido en Basilea en otoño de 1897, con ocasión del primer congreso sionista, para aprobar las directrices que establecerían la definitiva implantación del imperio judío mundial. El libro fue traducido a muchas lenguas extranjeras y causó una fuerte impresión, sobre todo en medios académicos alemanes. En 1921, un colaborador del Times de Londres demostró que las «actas» estaban en gran parte copiadas literalmente de un folleto publicado en 1868 por un tal Maurice Joly. En dicho folleto se acusaba a seguidores de Napoleón III, masones y bonapartistas, de haber tramado un inmenso complot para apoderarse del mundo; el autor de las «actas» se había limitado a sustituir las palabras «masones y bonapartistas» por la palabra «judíos». La parte de las «actas» que no estaba copiada del folleto de Joly había sido tomada de la novela Biarritz, publicada igualmente en 1868 por un tal Goedsche bajo el pseudónimo de John Retcliffe. En la novela se describía cómo cada cien años los príncipes de las doce tribus de Israel desperdigadas por todo el mundo se reunían en el viejo cementerio judío de Praga y deliberaban sobre lo que había que seguir haciendo para mantener la estabilidad del imperio judío mundial. Cuando se descubrió la necia falsificación, todo el mundo civilizado estalló en una sonora carcajada. Sólo en Alemania, sobre todo en las universidades, se siguió dando crédito a las «actas».
A Gustav Oppermann siempre le habían hecho especial gracia las «actas» y todo lo relacionado con ellas. Estaba interesado en los documentos de la estupidez humana; poseía una pequeña colección, que incluía las ediciones de las «actas» y la bibliografía sobre ellas.
El último día del año, el director François solía comer con él. François había conseguido una edición de las «actas» especialmente divertida, de un tal Alfred Rosenberg, y se la llevó a Gustav como pequeño presente.
La comida discurrió cordialmente, entre buena conversación. El director François procedía de una familia de emigrantes franceses; razón, humanidad, habían sido desde siempre tradicionales en su familia; mantenía con orgullo el vínculo con los grandes acontecimientos de los siglos XVIII y XIX. Ahora, desde luego, bajo la influencia de la señora Emilie, Nubecilla Negra, el director François se había vuelto prudente y sólo se atrevía a referirse a su origen en un círculo de amigos de confianza. Aquí, en conversación con Gustav, Alfred François podía dejarse ir por entero. Su gusto literario era el mismo que el de Gustav; como él, odiaba la política, era como él un luchador fanático por la pureza de la palabra. Aquí François podía descargar su oprimido pecho. Los dos hombres conocían la estupidez humana, que es profunda como el mar. Pero también sabían que al final la razón siempre vence a la estupidez, con la misma seguridad con la que Ulises venció al cíclope Polifemo, con la misma seguridad con la que los hombres de la Edad de Bronce superaron a los hombres de la Edad de Piedra. Gustav Oppermann y el director François mantenían una conversación como la que podían haber mantenido los antepasados del director.
Pero antes de que terminara la comida, François recordó que aún tenía que cumplir una promesa que le había arrancado Nubecilla Negra. Cuando le habló a la señora François del simpático librito que iba a llevarle a Gustav Oppermann, ella le había dicho: «Si mañana vas a ver a tu amigo, puedes hablar con él sobre tu Oppermann. Tiene que animar a ese pilluelo a arreglar de una vez la historia con el profesor Vogelsang. Hoy en día no se pueden descuidar esas cosas». Estuvo insistiendo a François hasta que le aseguró que discutiría la cuestión con Gustav.
Así que la discutió. Inició la conversación cautelosamente, con observaciones de carácter general. La guerra ha cambiado la lengua alemana. Ha introducido en ella nuevos conceptos, nuevas palabras, ha pulido el vocabulario y la sintaxis. Si se utilizan exclusivamente los nuevos giros, el resultado es espantoso. Pero si lo bueno de lo viejo se une orgánicamente a lo bueno de lo nuevo, surge un estilo menos sensible que el antiguo alemán, más duro, más frío, más racional, más varonil. Algunos de sus alumnos tienen un oído muy fino para el nuevo alemán, que a él le resulta bienvenido. Uno de los más finos es el de Berthold Oppermann. El chico une al sentido de la técnica de este siglo un vivo interés por las humanidades, por el espíritu. Sólo queda esperar que el repugnante nuevo profesor que le han metido en su buen centro como una patata en un seto de tulipanes no eche a perder demasiadas cosas. Y entonces cuenta el caso Vogelsang.
Gustav escucha, sin excesivo interés. ¿Espera François que él, Gustav, considere el caso un problema? Ahí se ve cómo todo el mundo está encerrado en su mundo laboral y sobreestima las cuestiones profesionales. ¿Qué pasa? El caso es extraordinariamente simple. El chico ha hecho una afirmación razonable. El profesor no quiere admitirla debido a un sentimiento vulgar. ¿De verdad François cree que en pleno siglo XX se puede presionar a un chico por manifestar cosas demostrables en un establecimiento científico?
Aún no hemos llegado a eso, dice el director François, y se acaricia la blanca perilla con las manos pequeñas y cuidadas. Pero Gustav parece subestimar la influencia que el movimiento popular tiene por desgracia también en el mundo escolar. François ha mantenido una entrevista con el jefe de negociado del ministerio que lleva estos asuntos, una persona bien intencionada, con la que se entiende a las mil maravillas. Cuenta con su promesa de que ese perturbador individuo será trasladado de su centro lo antes posible. Pero también el jefe de negociado depende de las circunstancias exteriores, y tiene que establecer compromisos por todas partes. Para él, François, la táctica adecuada es tratar de manera dilatoria el caso Vogelsang-Oppermann. Si el profesor es trasladado, el caso quedará resuelto automáticamente. Pero, como hemos dicho, eso es sólo una posibilidad. Sería bueno no contar demasiado con ella. Quizá Gustav pueda convencer a su sobrino para que presente la disculpa exigida.
Extrañado, Gustav alzó la vista. Después de la introducción de François, había esperado otra conclusión. Juntó las espesas cejas, sobre la fuerte nariz aparecieron los profundos surcos verticales, todo el rostro de ese hombre fácil de conmover expresó su perplejidad. El traslado de su dinero al extranjero por parte de Mühlheim se había producido por una cautela similar a la que ahora mostraba el director François. En cualquier caso, no se podía exigir cautela al chico. Después de un breve silencio, dijo:
—No, querido François, no puedo ayudarle en este asunto. Puedo entender que alguien calle una verdad que conoce. Pero una vez que mi sobrino ha manifestado su verdad, no quiero aconsejarle que la niegue, y menos aún que se disculpe por ella.
Su rostro expresaba rechazo, arrogancia, estaba sentado muy erguido. Es algo que tiene en común con Goethe, pensó el director François, que parece muy alto cuando está sentado. Nubecilla Negra se mostrará descontenta, siguió pensando; pero puede asegurar con buena conciencia que ha hecho todo lo que estaba en su mano. Por lo demás, le complacía la actitud de su amigo Gustav.
Ambos estaban contentos cuando terminaron de comer y pasaron a la biblioteca para tomar el café. Era agradable, aquí, en esta hermosa habitación, hablar de forma reposada sobre la eterna y abismal estupidez del ser humano y sobre la igualmente eterna derrota de ésta por el espíritu. Gustav adjuntó el librito de las «actas» a los otros panfletos de su colección. Sonriente, cogió el libro del Führer, Mi lucha, que estaba cerca de las «actas», y leyó a su amigo algunos pasajes especialmente jugosos. El director François se tapó las orejas; no quería oír el malo y dislocado alemán de ese libro. Gustav le convenció para que lo hiciera. Seguro que, por repugnancia hacia la forma, no había apreciado aún la comicidad del contenido. No se dejó disuadir de citarle unos cuantos pasajes:
«La maldad de los judíos —leyó— es tan gigantesca que nadie tiene por qué sorprenderse de que entre el pueblo alemán la personificación del Demonio como símbolo de todo lo malo adopte la forma carnal del judío». «Fueron y son judíos —siguió leyendo— los que trajeron a los negros hasta el Rin con la intención de destruir mediante bastardización la raza blanca, a la que odian, hacerla caer de sus cumbres culturales y políticas y convertirse ellos mismos en sus dueños». «Los judíos —leyó— no quieren instaurar un Estado judío en Palestina para vivir en él, sino que tan sólo desean una central organizativa de su delincuencia internacional dotada de derechos de soberanía: un lugar de refugio para los delincuentes fugados y una universidad para los futuros estafadores».
Por mucho que le repugnara el texto, el director François no pudo menos de reír ante semejante montón de insensateces. También Gustav rió. Siguió leyendo. Los dos hombres reían a carcajadas.
Pero el director François no soportó por mucho tiempo tan poco apetitosa lectura:
—No alcanzo a describirle, querido amigo —dijo—, la incomodidad que siento cuando tengo que oír algo de ese sucio libro. No exagero: se me revuelve literalmente el estómago.
Gustav sonrió, ordenó por el teléfono interior al criado Schlüter que trajera coñac. Devolvió el libro del Führer a su lugar, junto a las «actas».
—¿No es raro —dijo— que la misma época produzca hombres de tan diferente estadio de evolución como el autor de Mi lucha y el autor del libro El malestar en la cultura? La ciencia anatómica del siglo que viene tendría que poder demostrar en sus cerebros una diferencia de al menos treinta mil años.
Schlüter trajo el coñac, enfrió las copas, sirvió.
—¿Qué le ocurre, Schlüter? —preguntó Gustav. Tiene un aspecto extraño.
También a François le llamó la atención lo trastornado que estaba el rostro de aquel hombre tranquilo y ligero.
—Han llamado del hospital —dijo Schlüter; su tranquilo rostro estaba sombrío. Mi cuñado está mal. Puede que no llegue al próximo año.
Gustav estaba consternado.
—¿Cuándo fue a verle por última vez? —preguntó.
—Anteayer —dijo Schlüter—. Mi mujer fue ayer. Él le dijo: «No se puede hacer la vista gorda ante esos perros. El país entero se echará a perder si todos siguen cerrando la boca. Aunque hubiera sabido lo que me iba a pasar, de todas formas volvería a testificar lo mismo».
—Vaya al hospital, Schlüter —dijo Gustav. Enseguida. Dígale a Bertha que vaya también. Ya no les necesito. Conecte el teléfono aquí. Si viene alguien, yo mismo abriré. Coja el coche si quiere.
—Gracias, señor —dijo Schlüter.
Gustav contó a François lo que había ocurrido. El cuñado de Schlüter, un tal Pachnicke, mecánico de profesión, un hombre decente y apolítico, había asistido a una de las cotidianas peleas entre republicanos y mercenarios populares. En la pelea habían matado a un republicano. Los populares declararon que, atacados por los republicanos, habían actuado en defensa propia. Era la declaración habitual que los populares hacían cuando atacaban y mataban a sus adversarios. En el proceso contra el mercenario que había disparado al republicano, el mecánico Pachnicke, llamado como testigo, había declarado, como era cierto, que los de la cruz gamada habían empezado la pelea. Su testimonio, como los de todos los demás que habían jurado lo mismo, no había sido creído, y el mercenario había sido absuelto. Poco después del proceso, hombres con cruces gamadas habían atacado a Pachnicke una noche, dejándolo en tan mal estado que hubo que llevarlo al hospital.
—Ya ve, querido Oppermann —dijo François, una vez que Gustav hubo terminado su relato—, no es completamente inofensivo declararse a favor de la verdad y la razón en nuestra Alemania. Quizá ahora juzgue con un poco menos de severidad que quiera guardar a su sobrino de las experiencias del mecánico Pachnike.
—Eso es una generalización ilegítima, querido François —respondió Gustav con bastante energía. Al fin y al cabo usted, sus profesores y los caballeros del Ministerio de Cultura no son mercenarios a sueldo. No, no, la gran mayoría de los alemanes son Pachnickes, no camisas pardas. Con todo su dinero y su habilidad para ensuciar, han podido atontar apenas a un tercio de la población. Un resultado asombrosamente pobre para tanto gasto. No, querido François, el pueblo es bueno.
—Dígamelo a menudo y con rotundidad —respondió François. Es importante que lo creamos. Pero no siempre me resulta del todo fácil creerlo. Y ahora, si me lo permite, cambiemos de tema. Sigo teniendo el regusto de ese mal libro. Quitémonoslo con algo bueno.
Rebuscó entre los libros. Sacó un volumen de Goethe. Leyó, sonriente:
«En tiempos inquietos, el pueblo se lanza de un lado a otro como un enfermo de fiebres».
Se limpiaron el alma de la lectura de las «actas» y de Mi lucha.
Fueron dos horas agradables. Su malestar desapareció. Una nación que durante siglos se había dedicado con tanta intensidad a libros como los que aquí había no podía dejarse atrapar por balbuceos como los que se leían en las «actas» y en Mi lucha. Había sido una precaución superflua que Gustav siguiera el consejo de Mühlheim, y François no tenía motivos para mirar con incertidumbre el resultado del caso Vogelsang. Gustav tenía razón: la media de este pueblo está hecha de gentes como el mecánico Pachnicke, no de la chusma que sigue a los mercenarios. Reflexionaron acerca de la frase del moribundo: «Aunque hubiera sabido lo que me iba a pasar, de todas formas volvería a testificar lo mismo». Así, y no como el señor Vogelsang, pensaba este pueblo. Se mantenía del lado de la razón, no sucumbía a la pomposa cháchara del Führer. Alegres, tranquilos y confiados, bromearon acerca de cómo acabaría ese Führer, si como vocero en una barraca de feria o como agente de seguros.
El 30 de enero, el presidente de la República nombró canciller al autor de Mi lucha.