Capítulo 20

ESPERAMOS y esperamos. Cuando un sirviente sosteniendo en alto a este blanco bebé, ensangrentado e inmóvil, quiero mirar hacia otro lado y creo que Linden también, pero nos hemos quedado paralizados. Todos lo estamos. Jenna en el sofá. Cecilia aferrada a nuestras manos. Los sirvientes como ganado adormilado.

En cuanto se me ocurre que Vaughn podría dejar morir a este bebé como hizo con su última nieta, él lo coge en brazos y le introduce en la boca un cuentagotas como los de rociar alimento con su jugo, y al cabo de un segundo se escucha en la habitación un agudo chillido y el bebé agita sus miembros. Cecilia se relaja de golpe.

—¡Enhorabuena! —exclama Vaughn sosteniendo al bebé retorciéndose en sus manos enguantadas—. Tienes un hijo varón.

La habitación se llena de gritos de alegría y alivio. Se llevan al bebé, llorando aún, para limpiarlo y examinarlo. Linden sostiene el rostro de Cecilia junto al suyo y se hablan excitados, por lo bajito, besándose entre las palabras.

Me desplomo al lado de Jenna en el sofá, la rodeo con el brazo y ella hace lo mismo conmigo.

—Gracias a Dios que ya ha pasado todo —susurro.

—Quizá no —responde ella.

Observamos a los sirvientes ocupándose de Cecilia, que ha expulsado la placenta y aún está sangrando, demasiado pálida como para sentirse reconfortada. La colocan en una camilla y voy enseguida a su lado. Esta vez soy yo la que la agarro la mano.

—Iré con ella —digo.

—¿Ir? —pregunta Vaughn riendo—. No, no va a ir a ninguna parte. Solo la hemos sacado de la cama para limpiarla.

Los sirvientes ya están cambiando las sabanas ensangrentadas.

—No, no basta. También hay que cambiar el colchón, está todo manchado —ordena Vaughn.

—¿Dónde está mi hijo? —susurra Cecilia. Tiene una mirada vidriosa y distante. Por su cara se deslizan lágrimas y gotitas de sudor. Resuella al respirar.

—Te lo devolverán pronto, amor mío —dice Linden y luego la besa. Parece una niña. Si no conociera a ninguno de los dos, casi creería que son una madre y un padre normales en un hospital normal en circunstancias normales.

Pero ya no existe nada que sea normal. Hace mucho que cualquier oportunidad para algo normal se destruyó, como un laboratorio de investigación con mis padres dentro.

Cecilia se ve débil y exhausta, está blanca como la cera y empiezo a preocuparme por otras cosas. ¿Y si pierde demasiada sangre? ¿Y si coge una infección? ¿Y si el parto fue demasiado traumático para su pequeña constitución y hay alguna complicación? Ojalá Vaughn la llevara a un hospital de la ciudad, aunque fuera el suyo. A algún sitio bien iluminado, lleno de otros médicos.

No expreso ninguno de mis pensamientos en voz alta. Sé que sería inútil. Vaughn nunca nos deja salir de la propiedad y sugerirlo podría incluso asustar a Cecilia.

—¡Ahora deberías descansar, te los has ganado! —le digo en su lugar apartándole el pelo de su sudorosa cara.

—Te lo has ganado, amor mío —repite Linden, y luego le besa la mano y se la lleva a su mejilla en un gesto de cariño. Cecilia casi esboza una sonrisa mientras se hunde en la inconsciencia.

Esa noche duerme profundamente y sin roncar. Pensando en mi encuentro con Vaughn después del huracán, cuando estaba demasiado débil para defenderme, voy a verla periódicamente para comprobar que todo va bien. Ella apenas se mueve y siento un gran alivio al ver que Linden no se separa de su lado.

Jenna se va a la cama incluso antes de que nos sirvan la cena. Pero Vaughn acude constantemente a nuestra planta con la excusa de asegurarse de que la madre de su nieto esté bien. Y es evidente que no podré bajar al sótano durante un tiempo. Es demasiado arriesgado y además Linden me acaba de dar la tarjeta electrónica. No quiero que me la confisquen. Intento consolarme pensando que Gabriel está bien. Después de todo, no olvido que fue capaz de darme aquel June Bean. A lo mejor Vaughn no nos vio besándonos. Tal vez lo ha enviado al sótano para limpiar simplemente el equipo médico o fregar los suelos. Pero, con todo, nada más pensar que está solo en ese sótano sin ventanas se me revuelve el estómago. Y encima no he visto al bebé desde que se lo llevaron con el carrito. Y cada vez que oigo la insípida voz de Vaughn desde mi dormitorio, creo que va a decir que no ha sobrevivido.

Gabriel, por favor, no dejes que le pase nada al bebé si lo ves ahí abajo, ¿vale?

Pasada la medianoche, mientras contemplo caer la nieve por la ventana con una taza de Earl Grey entre las manos, Linden viene a mi habitación con una gran sonrisa. Le centellean los ojos y tiene las mejillas encendidas.

—Acabo de ver a mi hijo. Es precioso. Está fuerte y sano.

—Me alegro mucho por ti, Linden —digo de corazón.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta arrastrando la otomana cerca de donde estoy y sentándose en ella—. ¿Te han traído suficiente comida? ¿Necesitas algo, lo que sea?

Ahora está en las nubes y admito que me hace sentir un poco mejor. Como si todo fuera a ir bien.

Sonrío y sacudo la cabeza.

—Hay luna llena —observo mirando por la ventana.

—Debe de ser un signo de buena suerte —afirma tocando un bucle de mi pelo. Se sienta en el borde de la cama y yo me llevo las rodillas al pecho para hacerle un hueco. Me sonríe y siento que desea acariciarme.
Me baja dulcemente las piernas y mis pies tocan el suelo. Levantándome la barbilla, me besa.

Dejo que lo haga porque soy la primera esposa —la tarjeta electrónica al menos así lo proclama oficialmente—, y como le prometí mejorar como esposa, desconfiaría de mí si ahora lo rechazara. Y, además, besar a Linden Ashby no está tan mal después de todo.

Me besa durante unos instantes y luego siento sus dedos desabrochándome el camisón. Me apartó.

—¿Qué te pasa? —me pregunta con una voz tan confusa como su mirada.

—Linden —digo poniéndome como la grana y abrochándome el botón que ha logrado desabrochar. Como no se me ocurre ninguna buena explicación, contemplo la luna.

—¿Es porque la puerta está abierta? Si es por eso, la cerraré.

—No. No es por la puerta.

—Entonces, ¿qué te pasa? —pregunta levantándome de nuevo la barbilla, y yo le miro vacilante—. Te amo. Quiero tener un hijo contigo —añade.

—¿Ahora?

—Uno de estos días. Pronto. No nos queda demasiado tiempo para estar juntos —observa él.

Nos queda menos del que piensas, Linden.

—Hay muchas otras cosas que quiero hacer contigo —opto por decirle simplemente—. Quiero visitar lugares. Quiero ver tus casas haciéndose realidad. Quiero… quiero ir a una fiesta para celebrar el solsticio de invierno. Seguro que se celebrará alguna pronto.

La expresión romántica de Linden se esfuma de repente de su rostro, trocándose en otra de confusión o de decepción, no sabría decir cuál de las dos es exactamente.

—Bueno, seguramente habrá una pronto. El solsticio es dentro de una semana…

—¿Podemos ir? Deirdre ha encargado unas telas preciosas y apenas hay ocasiones para que me haga un nuevo vestido —exclamo.

—Si esto te hace feliz.

—Claro que sí —digo besándole—. Y lo verás. Salir de esta casa nos sentará bien a los dos.

Como se queda desconsolado, me siento cerca de él y dejo que me rodee con el brazo. Dice que me ama, pero ¿cómo puede amarme si sabemos tan pocas cosas el uno del otro? Admito que es fácil sucumbir a la ilusión. Admito que estar sentada aquí ante una luna tan hermosa, con este cálido abrazo, parece amor. Un poco. Tal vez.

—Lo que pasa es que estás muy excitado —le aseguro—. Acabas de tener un hijo precioso y con él te bastará para ser feliz. Ya lo verás.

—Tal vez tengas razón —responde besándome en el pelo.

Pero aunque intente coincidir conmigo, sé que me equivoco. Sé que dentro de unos días no podré rechazar sus insistentes proposiciones sin que sospeche de mí. Tendré que adelantar mi plan de escapar.

El nervioso sirviente de la primera generación que ha reemplazado a Gabriel nos trae la comida. Jenna y yo comemos juntas en la biblioteca, pero ella es prácticamente invisible, si se tiene en cuenta la atención que yo recibo.

—Espero que te guste —dice el sirviente levantando la tapa de la bandeja—. Ensalada César con pollo a la parilla. Si no te gusta, la jefa de cocina te preparará lo que le pidas.

—Tiene un aspecto delicioso. No soy una chica demasiado exigente —le aseguro.

—No he querido insinuar esto, Dama Rhine. En absoluto. ¡Que aproveche!

Jenna sonríe burlonamente frente al plato.

—¿Te has fijado? —le comento en cuanto el sirviente se ha ido—. Y no es más que una pequeña muestra. Esta mañana una sirvienta me ha preguntado si quería que me cepillara el pelo. Aquí está pasando algo raro.

—A mí me parece de lo más normal. Recuerda que ahora eres la primera esposa —observa Jenna comiéndose la lechuga que acaba de pinchar con el tenedor.

—¿Lo saben por la tarjeta electrónica?

—Por eso y por otras cosas. Enhorabuena, hermana esposa —exclama alzando el vaso y entrechocándolo con el mío.

—Gracias —respondo en un tono agridulce.

Mientras los sirvientes se dedican a atender todos mis deseos, me preocupa lo que la tarjeta electrónica significa. Al principio creí que me daría más libertad, pero ahora me pregunto si no es más que un plan diabólico maquinado por Vaughn, porque con toda esta atención extra que recibo, me cuesta más tener un minuto para mí. Ahora me dejan salir de la mansión cuando yo quiera, pero los sirvientes me interrumpen los paseos trayéndome una taza de chocolate o de té. Entran en mi habitación dos, tres, cuatro veces por la noche preguntándome si necesito otra almohada o si quiero que me cierren la ventana por las corrientes de aire.

No puedo evitar pensar que Vaughn me ha dado la tarjeta para que sus empleados me controlen con su amabilidad. Tal vez incluso escondió a Gabriel para burlarse de mí.

Y ninguno de los lugares a los que me permiten ir me conduce a Gabriel. Sé que debería haberle buscado en el sótano cuando todos estaban distraídos con el parto de Cecilia. Jenna me lo ha estado diciendo desde que ocurrió. Pero no fui capaz de dejarla en ese momento.

Todavía estoy preocupada por ella. Cecilia y su hijo sobrevivieron al parto, pero desde entonces ella está muy débil. Su habitación está a oscuras, con la calefacción encendida, para que descanse. Huele a medicamentos y un poco al sótano de Vaughn. En sueños, Cecilia murmura cosas sobre música, cometas y huracanes. Ha perdido demasiada sangre. Es el diagnóstico de Vaughn y yo pienso lo mismo, pero sigo preocupada cuando recibe una transfusión. Suelo echarme a su lado mientras se recupera en la cama y el color le vuelve a las mejillas. Me pregunto de quién es la sangre que corre ahora por sus venas. Quizá sea de Rose. O de algún sirviente poco dispuesto a ello. Me pregunto si Vaughn, a quien creo capaz de semejante perversidad y destrucción, utiliza realmente su capacidad sanadora. Pero conforme pasan los días. Cecilia mejora.

Cuando el bebé llora. Linden lo lleva a la cama de Cecilia. Ella, medio dormida, se desabrocha los botones del camisón y sostiene a su hijito pegado a su seno. Desde el pasillo, veo por la puerta a Linden ayudando a Cecilia a permanecer despierta. Le habla en voz baja, apartándole la cabellera pelirroja de la cara y a sus palabras hacen que ella sonría. Creo que son perfectos el uno para el otro, tan inocentes y protegidos, tan satisfechos con la pequeña vida que se han creado. Tal vez deba dejar de contarle a Cecilia mis historias de mellizos, quizás es mejor que los dos se olviden de que hay cosas mejores al otro lado de los muros de esta mansión. Cosas que no se desvanecen, cosas más tangibles que los tiburones y los delfines de la piscina, que las casas giratorias de la feria de arquitectura. Y es mejor que su hijo no sepa nunca que fuera hay un mundo, porque jamás podrá verlo.

Cecilia se gira y me ve plantada junto a la puerta. Me hace señas para que entre, pero yo desaparezco por el pasillo, fingiendo poder ser de utilidad en otra parte, no quiero inmiscuirme en su matrimonio. Compartir un marido con otras dos esposas no es complicado, porque estar casada con Linden significa algo distinto para cada una. Para Jenna, la mansión no es más que un lugar lujoso en el que morir. Para Cecilia, su matrimonio es una combinación de «te quieros» y de niños. Y para mí, es una mentira. Y mientras pueda seguir diferenciando los tres matrimonios y manteniendo mis planes, me resultará más fácil largarme de aquí. Decirme que estarán bien, aunque me haya ido.

Me alegro de que Cecilia ya pueda levantarse de la cama. La sigo a la sala de estar y la observo mientras inserta una tarjeta en el teclado y empieza a tocarlo. Su música hace que el holograma cobre vida, como una pantalla de televisor flotante. Aparece una pradera salpicada de amapolas y un cielo azul grisáceo con nubes blancas deslizándose por él. Estoy segura de que es la reproducción de una pintura que he visto en un libro de la biblioteca. Un cuadro impresionista pintado por el artista cuando empezaba su lento descenso a la locura.

El bebé, tendido en el suelo boca arriba, mira asombrado las luces de las imágenes virtuales parpadeando sobre su rostro. El viento agita la hierba, las amapolas y las lejanas matas desperdigadas por la pradera, hasta que el paisaje se transforma en una amalgama de grises. En un delirio. En manchas de pintura fresca.

Cecilia está absorta en la música. Tiene los ojos cerrados. La música brota de sus dedos. Me concentro en su joven rostro, en su boquita ligeramente abierta, en sus finas pestañas. Los colores de la música que toca no llegan hasta el lugar donde está sentada, inclinada sobre el teclado, y no creo que las imágenes ilusorias le importen. Ella es lo más real que hay en la habitación.

Su hijo, desconcertado, se retuerce en el suelo sin saber qué hacer con todo esplendor. A medida que crezca verá muchas imágenes virtuales. Contemplará pinturas cobrando vida mientras su madre interpreta piezas musicales para él, verá las casas de su padre girando, y buceará en la piscina entre bancos de lebistes y grandes tiburones blancos. Pero no creo que pueda nunca sentir el mar lamiéndole los tobillos, lanzar el sedal de una caña de pescar o tener una casa propia.

La música cesa, el viento amaina, las imágenes virtuales vuelven a quedar almacenadas en el teclado y se desvanecen.

—¡Ojalá tuviera un piano de verdad! Incluso en aquel decrépito orfanato había uno —exclama Cecilia.

—«De verdad» es una expresión tabú en esta mansión —tercia Jenna de pie junto a la puerta, con la boca llena de un puñado de pistachos pelados.