Capítulo 19
DURANTE el resto de la noche estoy preocupada. Deirdre intenta dame un masaje en los hombros para animarme un poco, pero se queda desolada al ver que sus esfuerzos son en vano.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —pregunta.
Lo pienso unos instantes.
—¿Puedes mandarme a alguien para que me pinte las uñas? ¿Y me depile también las cejas? A lo mejor me sentiré mejor si cambio un poco de aspecto.
Deirdre me asegura que estoy guapísima, pero hace lo que le pido encantada, y a los pocos minutos estoy tomando un baño caliente mientras las mujeres de la primera generación, charlando por los codos, me aplican acondicionador en el pelo, me depilan las cejas y me exfolian la piel. Son las mismas mujeres que me prepararon el día de mi boda y es un alivio que estén enfrascadas en sus cotilleos que no adviertan me desazón. Me permite llevar a cabo más fácilmente lo que estoy a punto de hacer.
—El día que nos conocimos me preguntasteis si mis ojos eran naturales. ¿Sabéis si puedo teñirme el iris? —pregunto. Suena doloroso y absurdo, pero en el tiempo que llevo aquí he visto cosas más raras.
Se echan a reír.
—¡Claro que no! —dice una—. Solo se puede teñir el pelo. Si quieres cambiarte el color de los ojos, ponte lentes de contacto.
—Son unas piezas pequeñas de plástico que se ponen directamente sobre los ojos —señala otra.
—¿Duelen al ponértelas? —pregunto, aunque sepa que la pregunta es tan absurda como la de teñirte el iris.
—¡Oh, no!
—¡Para nada!
—¿Hay en esta casa lentillas? Me encantaría comprobar si los ojos verdes me favorecen. O quizá los de un bonito color castaño oscuro —les sugiero.
Las sirvientas están más que encantadas de concederme este deseo. Una desaparece y vuelve con varias cajitas redondas que contienen lentillas. Al mirarlas descubro que tienen un aspecto horrible, son como iris arrancados de los globos oculares, y me entran ganas de vomitar la cena. Pero consigo serenarme, porque si fui capaz de sobrevivir aquella furgoneta llena de chicas, también puedo con esto.
Tras varios intentos fallidos, consigo aplicarme las lentillas. Pero como no puedo evitar que los ojos me parpadeen o me lloren, las lentillas se me salen. Una de las sirvientas incluso se da por vencida.
—Tienes unos ojos preciosos, cariño, estoy segura de que tu marido no querrá que te los cambies de color —me sugiere.
Pero otra no se amilana y gracias a su ayuda consigo al fin ponérmelas sin que se me salgan. Me miro en el espejo para ver mis nuevos ojos verdes.
Es impresionante, tengo que decir.
Las sirvientas dan gritos de alegría por su éxito. Antes de irse, me dejan un frasquito con una solución para lentillas y varias lentes de contacto azules y marrones con las que practicar. Me advierten que no me duerma con las lentillas puestas, porque se me pegarían al iris y luego me costaría mucho quitármelas.
En cuanto se han ido, me pongo y me quito varias veces las lentes de contacto para acostumbrarme. Pienso en lo que Rose me dijo por la tarde en que me pillo junto al ascensor intentando escapar. Me dijo que Vaughn seguramente había pagado un dinero extra por mis ojos. Y esta tarde Jenna me ha confesado que estaba preocupada por lo que mi suegro pudiera hacerme. No lo estaba por ella, ni por Cecilia. Lo estaba por mí. ¿Están las dos cosas relacionadas? Y si es así, ¿qué significa? ¿Qué me sacara los ojos para hacer algún experimento sobre la heterocromía? ¿Qué usara la heterocromía para descubrir el antídoto? Puedo imaginarme la fiesta que daría si lo consiguiera. Linden podría organizarla.
Dejo las lentillas en remojo en la solución y duermo profundamente sin sueños.
Por la mañana Jenna y yo conspiramos durante el desayuno. Sentadas en mi cama, hablábamos en voz baja, y cuando creemos tener un plan para distraer a Vaughn para que yo pueda bajar al sótano, oímos chillar a Cecilia. Vamos a toda prisa a su habitación y la encontramos arrodillada en el suelo, sobre un charco de sangre acuosa, con la cara apoyada en el colchón. Su espalda se convulsiona en jadeos y sollozos.
El corazón me retumba en los oídos y Jenna y yo intentamos ayudarla a levantarse. Nos cuesta meterla en la cama, tiene el cuerpo muy tenso y extrañamente pesado, y ella chilla histéricamente de dolor.
—Está pasando. Está pasando y es demasiado pronto. No pude evitarlo —grita.
Logramos tenderla en la cama. Cecilia respira entrecortadamente y está blanca como la cera. Las sabanas de ente sus piernas están manchadas de sangre de color rojo vivo.
—Voy a buscar al Patrón Linden —exclama Jenna, y cuando yo hago el ademan de seguirla, Cecilia me agarra del brazo con tanta fuerza que sus uñas se clavan en mi piel.
—¡Quédate! ¡No me dejes!
Su estado empeora por minutos. Le susurro cosas al oído intentando tranquilizarla, pero no me oye. Se le ponen los ojos en blanco agitándose descontroladamente y de su boca salen horribles gemidos.
—¡Cecilia! —grito zarandeándola por los hombros para hacerla volver en sí. No sé qué más hacer. Es ella la que se leyó todos esos libros sobre el parto. La experta. Y ahora yo soy la inútil. La inútil y además aterrorizada.
Tiene razón. Es demasiado pronto. Le faltaba aún un mes para dar a luz y no tendría que estar perdiendo tanta sangra. Cecilia sacude las piernas abrumada por el dolor y hay sangre por todas partes. En su camisón. En sus calcetines blancos de encaje.
—¡Cecilia! —grito cogiéndole la cara. Se me queda mirando fijamente con estupor. Sus pupilas están dilatadas y ausentes—. ¡Cecilia, no te vayas!
Me toca la mejilla con su fría mano y pequeña mano.
—No me dejes sola —exclama.
Hay algo extraño en su forma de decírmelo. En su delirio se trasluce un significado más profundo o algo más urgente. Y en sus ojos castaños hay un miedo que nunca había visto.
Vaughn llega corriendo a la habitación con un puñado de sirvientes y un Linden jadeante a la zaga, y se hacen cargo de la situación. Yo me aparto para que Linden pueda sentarse a su lado, como marido suyo que es, cogiéndole la mano. Los sirvientes han traído unos carritos con equipo médico y Vaughn la ayuda a sentarse.
—¡Muy bien, cariño! —susurra, y luego le inserta una aguja enorme en la columna. Solo de verla me da vueltas la cabeza, pero por alguna razón cuando le inyecta el líquido, el rostro de Cecilia adquiere una extraña calma. Voy retrocediendo y retrocediendo de espaldas, hasta llegar a la puerta.
—Ahora es tu oportunidad —me susurra Jenna al oído. Tiene razón.
En medio de este frenesí podría prenderle fuego a la casa sin que
nadie me viera. Es el momento perfecto para ir al sótano y
encontrar a Gabriel.
Pero Cecilia se ve muy pequeña en medio de un mar de tubos,
aparatos y guantes blancos de goma ensangrentados. Esta jadeando y
gimiendo, y de pronto me aterra la idea de que se pueda morir.
—No puedo —exclamo en voz baja.
—Yo cuidare de ella. Me asegurare de que no le pase nada —afirma Jenna.
Sé que lo hará. Confió en ella. Pero no conoce la historia del bebé de Rose, como dio a luz estando solo con Vaughn y la canallada que su suegro le hizo cuando ella estaba demasiado sedada como para impedírselo. Después del huracán a mí también me hizo algo parecido. Cuando las mujeres de Linden están indefensas es cuando se vuelve más peligroso. Y no me iré de esta habitación mientras sus manos enguantadas están levantándole el camisón a Cecilia.
Algo más hace que me queda paralizada. Cecilia se ha convertido en una hermana para mí y siento que tengo el deber de protegerla, igual como mi hermano y yo nos protegíamos el uno al otro.
La escena se me hace eterna. Cecilia chilla y sacude las piernas algunas veces, y otras entra y sale de un estado de suelo o mastica pedacitos de hielo que Elle le ofrece de un vaso de papel. Me pide que le cuente una historia sobre los mellizos. Pero como no quiero compartir historias de mi vida en una habitación repleta de sirvientes en la que también están Linden y Vaughn, le cuento una de las historias de mi madre y la adorno inventándome detalles que ignoro. Le cuento que había un vecindario donde todos hacían volar cometas. También se lanzaban en ala delta, unas cometas gigantescas con las que la gente se deslizaba por el aire. Se colocaban en algún lugar elevado, como un puente o la punta de un edificio muy alto, y saltaban al vacío con el ala delta, dejándose arrastrar por el viento. Volando por el cielo.
—Parece mágico —exclama Cecilia tras suspirar en tono soñador.
—Lo era —afirmo.
Y encima ahora echo de menos a mi madre. Ella sabría qué hacer en este momento, porque había ayudado a muchas mujeres a dar a luz. Madres jóvenes y primerizas donaban sus bebés a los laboratorios de investigación a cambio de recibir cuidados prenatales para no pasar frio y evitar vivir en la calle varios meses. Y mi madre siempre era muy cuidadosa con los recién nacidos. Lo único que quería era encontrar un antídoto para que las generaciones futuras pudieran llevar una vida completa y normal. De pequeña yo creía que ella y mi padre lo conseguirían, pero cuando murieron en la explosión, Rowan dijo que sus investigaciones no servían para nada. Afirmaba que este miserable mundo no se podía salvar y yo le creí. Y ahora estoy a punto de presenciar con mis propios ojos el nacimiento del bebé de una nueva generación y no sé qué creer. Lo único que sé es que quiero seguir viviendo.
Cecilia tiene otra contracción y arquea la espalda en el colchón. Le sostengo una mano y Linden la otra, y durante un extraño momento ciento casi como si fuera nuestra hija. Mientras le contaba la historia de la cometa he advertido que Linden me miraba agradeciéndomelo. Ahora Cecilia lanza un chillido y un gemido terribles. Los labios le tiemblan. Linden intenta tranquilizarla, pero ella sacude la cabeza rechazando sus besos, barboteando y gritando en respuesta a nuestros intentos por calmarla. Los ojos se me empañan al ver las lágrimas rodar por sus mejillas.
—¿No puedes hacer algo más para aliviarle el dolor? —le espeto a Vaughn como genio que es, experto en el cuerpo humano y aspirante descubrir el antídoto que salvara el mundo.
Sus indiferentes ojos se encuentran con los míos.
—No es necesario.
Los sirvientes le levantan las piernas a Cecilia para colocárselas en dos extrañas plataformas que parecen pedales de bicicleta. Creo que los llaman estribos.
—Ya falta poco, querida, lo estás haciendo muy bien —dice Vaughn inclinándose y dándole un beso en la frente cubierta de sudor. Cecilia sonríe totalmente agotada.
Jenna se sienta en el sofá del rincón, también esta pálida. Hace un rato le recogió a Cecilia su sudado pelo en una trenza, pero desde entonces apenas ha hablado. Quiero ir a sentarme a su lado para consolarla y para que me consuele a mí, pero Cecilia se aferra con todas sus fuerzas a mi mano. Y pronto, demasiado pronto, Vaughn le dice que empuje.
Hay que decir a su favor que ha dejado de quejarse del dolor. Se incorpora y se apoya en la cabecera de la cama con determinación. Está lista. Tiene la situación bajo control.
Cuando empuja las venas de su cuello se le hinchan. Tiene el rostro encendido. Aprieta los dientes y se aferra con todas sus fuerzas a la mano de Linden y a la mía. De la garganta le sale un gemido largo y crispado que se troca en un grito ahogado. Lo lanza una vez, y otra, y otra, con unos segundos de silencio entre medio para recobrar el aliento. Se siente frustrada y Vaughn le dice que la próxima vez ya será la última.
Y tiene razón, Cecilia empuja, y cuando el bebé sale, ella lanza un grito horrendo y desgarrador. Pero lo peor de todo es el silencio que le sigue.