CAPÍTULO 15

Era perfecta; pero, al igual que la perfección, insípida en este pérfido mundo que habitamos, donde nuestros primeros padres no aprendieron a besarse hasta que los exiliaron de aquel frondoso primer hogar en el que reinaba la paz, la inocencia y la dicha (me pregunto cómo pasaban las horas del día).

LORD BYRON

Don Juan, Canto I

James estaba seguro de que su cara era un poema.

Porque la de Francesca lo era, desde luego. Estaba tan sorprendida como él. Sin embargo, mientras él, como un idiota, miraba repetidamente al uno y a la otra en busca de algún parecido, a ella empezaron a salirle los colores hasta que no aguantó más y se levantó de un salto.

Sin dejar de mirarlos, él hizo lo propio, cómo no. Podía ser muchas cosas, pero nadie podía negar que era todo un caballero por nacimiento y por educación.

Francesca fulminó a Magny con sus ojos verdes.

— ¿Te has vuelto loco? Cuando viniste, te dejé muy claro…

— No vas a imponerme ninguna condición — la interrumpió monsieur. O sir Michael… o quienquiera que fuese.

Francesca alzó las manos.

— ¡Esto es increíble! Toda Venecia se enterará y después… después…

— Aspetti— los interrumpió James, alzando una mano— . Espera. Por favor. ¿Ha dicho usted «hija»?

— ¡Es insufrible! Desaparece cuando lo necesito, y cuando no lo necesito, se presenta de repente e intenta dirigir mi vida.

— Tu vida es une merde — replicó Magny.

El comentario hizo que James diera un respingo al recordar que él le había dicho lo mismo, pero usando la palabra italiana.

— ¡No lo es! — Esos ojos verdes fulminaron a ambos— . ¿Por qué no lo entendéis ninguno de los dos? Yo he elegido esta vida. He tenido amantes, sí, y, salvo por una excepción… — Se interrumpió y miró a James con el ceño fruncido— . Salvo por una excepción, todos han pagado espléndidamente por el privilegio. Sin embargo, siempre, ¡siempre!, soy yo quien elige. ¡Yo! — Se llevó una mano al pecho con el puño cerrado— . Nunca, ni una sola vez, he hecho nada con un hombre en contra de mis deseos, salvo durante mi matrimonio. Mis experiencias carnales no se diferencian tanto de las vuestras.

— En fin, eso espero — terció Magny— . Al fin y al cabo…

— Pero como he decidido no vivir como una monja — lo interrumpió— , a ti te parece que mi vida es una mierda, ¿verdad? Pues no lo es. He sido feliz. Y libre. El único defecto que tiene mi vida sois vosotros. Vosotros dos. Por mí podéis iros al infierno. — Y echó a andar hacia la puerta.

— Un momento — dijo James— . Por favor, espera.

Francesca se dio la vuelta con brusquedad para lanzarle una mirada asesina.

— ¿¡Qué!?

— Esto… ¿y las cartas?

Francesca entrecerró los ojos.

— Lo siento — dijo él.

— Era un mutis magnífico — protestó ella.

— Lo sé — admitió James— . Siento mucho habértelo estropeado.

En lugar de regresar a la mesa del té, Francesca se dirigió hecha una furia hacia el sofá emplazado junto a la chimenea y se dejó caer sin más.

— Su madre también era una mujer temperamental — la excusó Magny. No, nada de Magny. Saunders. Claro que era inevitable que siguiera pensando en él como si fuera francés, y conde para más inri. Tal vez porque seguía hablando con un acento francés muy natural.

— Mi madre, cómo no… — soltó Francesca— . Eres tú quien siempre está subiéndose por las paredes por cualquier tontería.

— Mi hija es una cortesana — dijo Magny Saunders— . Eso no es lo que se dice una tontería.

— Al señor Cordier no le interesan nuestras desavenencias familiares — le recordó.

— Ah, no — la contradijo James— . Me interesan muchísimo.

— Pues a mí no — afirmó ella— . Estoy hasta el moño de ellas. Es muy molesto que te traten como a una niña.

Su padre suspiró.

— Si los padres pudiéramos salimos con la nuestra, nuestras hijas seguirían siendo vírgenes toda la vida. Las encerraríamos en un convento si nos dejaran. Pero no nos dejan, porque el mundo llegaría a su fin. O a lo mejor no, porque los libertinos se cuelan en los conventos a su antojo.

— Y estoy segura de que las monjas dan las gracias a Dios de todo corazón por eso — comentó ella, y soltó esa risa tan picara e irresistible.

Fue consciente de que algo se derretía en su interior, y supo sin lugar a dudas que su semblante se había ablandado hasta mostrar una expresión de puro arrobamiento, pero no pudo hacer nada para evitarlo.

— Eres mala — le dijo James.

— Sí — reconoció ella.

— Con razón me tienes como me tienes.

— Te has encaprichado de mí— insistió Francesca— . Te lo he dicho unas cuantas veces ya.

— Creo que tienes razón.

— Me da igual — replicó ella, restando importancia a sus palabras con un gesto de la mano— . Es problema tuyo. Yo tengo mis propios problemas, que son poner fin a toda esta farsa e impedir que la gente siga intentando matarme.

— Por supuesto — convino él, asintiendo con la cabeza— . Pero siento cierta curiosidad por tu… mmm… por monsieur. — Clavó la mirada en el hostigado progenitor— . El título. ¿Nadie puso en duda que usted lo asumiera? ¿No tuvo dificultades con los pasaportes?

James nunca tenía dificultades con sus falsas identidades porque sus supervisores se encargaban de que no las hubiera. Ese hombre, sin embargo, estaba supuestamente muerto. En vida lo buscaban por fraude. Por un fraude asombroso.

— Si las hubiera tenido, no estaría aquí dándome la lata — apostilló la amantísima hija.

Saunders Magny le lanzó una mirada furibunda. Que ella le devolvió. En ese momento comprendió por fin el parecido entre ambos. No era tanto el aspecto físico como los gestos. El parecido radicaba en el porte y en sus expresiones.

El supuesto conde se acercó a la ventana y se detuvo de espaldas a la luz del atardecer con las manos a la espalda.

— Mi familia materna era francesa — dijo— . El título lo ostenta uno de mis primos. Nos parecemos mucho. Cuando éramos pequeños, intentábamos engañar a la gente, y a veces lo conseguíamos. Verá, éramos grandes amigos. Así que cuando mis problemas económicos comenzaron, me marché a Francia para pedirle ayuda. Justo en la época en la que Napoleón escapó de Elba.

James recordaba a la perfección aquella época, sobre todo la carnicería que se produjo en Waterloo y que acabó de una vez por todas con los intentos de Napoleón por reclamar su imperio.

— Ayudé a mi primo en su proyecto de derrocar al corso — prosiguió Saunders Magny— . Pero no era más que un simple mensajero, nada tan sofisticado como lo que hace usted. Sin embargo, mi primo… — Se interrumpió y meneó la cabeza— . Debo ser discreto. Me limitaré a decir que le convino entregarme su identidad mientras se marchaba para encargarse de otros asuntos.

— Podrás imaginarte las ganas que tengo de que su primo acabe con esos asuntos — terció Francesca, mirando a su padre con una expresión extraña. Fue apenas un instante, ni mucho menos suficiente para estar seguro, pero le pareció que en sus ojos se mezclaba el afecto con la exasperación. Sin embargo, la emoción había desaparecido cuando lo miró a él— . Pero volviendo a lo que nos ocupa, Cordier… ¿quieres saber lo que he hecho con las cartas?

— Sí, por supuesto. Sé que no están en tu casa.

Y la vio sonreír.

No era la sonrisa seductora que llevaba a los hombres a la ruina. Era una sonrisa genuina y tal vez triunfal.

— Che io sia dannato — dijo él— . ¡Que me parta un rayo! Están allí. Qué lista eres, condenada bruja.

— Cuando te lo diga, te tirarás de los pelos mientras te preguntas: «¿Cómo he podido ser tan tonto?» — le aseguró ella.

— No será la primera vez — confesó. Pensó en todas las estupideces que había hecho desde que la conoció. En todos los errores que había cometido. El día anterior había cometido el último, al no confiar en ella. Debería haberse enfrentado a la situación de cara, como un hombre, en lugar de actuar como un cobarde y posponer lo inevitable.

«He tenido amantes, sí, y salvo por una excepción, todos han pagado espléndidamente por el privilegio», había dicho ella.

Ciertamente era un privilegio ser su amante. Y él había sido el más privilegiado de todos porque Francesca le había abierto su corazón.

En ese momento comprendió que si quería volver a conquistarla, tendría que pagar por dicho privilegio.

— No sería la primera vez que me he comportado como un imbécil contigo — afirmó.

— No puedo estar más de acuerdo — admitió ella— . No sabes lo tentada que estoy de dejar que te devanes los sesos intentando adivinar dónde están, hasta que te vuelvas loco pensando. Pero eso nos llevaría una eternidad y estoy deseando seguir con mi vida.

«Sin ti», quería decir.

«No sin mí — concluyó él para sus adentros— . No si puedo evitarlo.»

— Sí, cuanto antes acabemos con esto, mejor — apostilló Saunders-Magny.

«Piensa — se dijo— . Piensa rápido.»

— Es complicado, como ya te he dicho — afirmó ella— . Y no pienso decírtelo en voz alta desde el otro lado de la habitación. — Le hizo un gesto con un dedo para que se acercara— . Ven, idiota, y te lo diré al oído.

Comenzó a caminar hacia ella.

Pero se detuvo, con el ceño fruncido. Para pensar. Y siguió pensando.

— Cordier, es un poco tarde para hacerse el duro — le recordó Francesca.

— Estoy pensando — le dijo.

— No hace falta que te quiebres la cabeza — le aconsejó ella— . Bastante me la he quebrado yo, caro mio. Lo único que tienes que hacer…

— No me lo digas — la interrumpió— . No me lo digas, por favor.

Francesca quería estrangularlo. Estaba deseando atraerlo al sofá con sus malas artes para torturarlo mientras le susurraba al oído y lo excitaba. Estaba deseando con todas sus fuerzas castigarlo por haber conseguido que lo amara.

— Esta es la gota que colma el vaso — dijo Francesca antes de ponerse en pie y echar a andar.

Oyó sus pasos tras ella.

— Va vial— exclamó sin volver la cabeza— . Vete. ¡Vai all'inferno!

— Allí dice mi madre que voy a acabar — asintió él con la voz de don Carlos— . Pero todo a su debido tiempo, preciosa mía. No de momento, espero. Te suplico que no me envíes antes de hora a ese lugar de tormento donde los diablillos me pincharán en el culo con los tridentes. Porque, en fin, antes tengo muchas cosas importantes que hacer — dijo cuando la alcanzó— . Tengo un plan magnífico.

— Me da igual — repuso ella.

— Piensa un poco — le aconsejó con la voz de Cordier, ese inglés irritante y engreído.

— Ya he pensado, y he llegado a la conclusión de que lo más sensato es mantenerme alejada de ti — le aseguró.

— Quieres estar a salvo. Tu pa… — Se interrumpió para escudriñar el portego en busca de algún criado curioso— . Magny ha dicho que lo importante es que no corras peligro. No estarás a salvo mientras esa mujer siga suelta — concluyó en voz baja.

— No intentes asustarme — protestó al notar que se le aceleraba el corazón— . Estaré segura en cuanto tú le des los… artículos.

— No voy a dar nada a esa mujer. No estoy de su parte. Y no se te ocurra decir que te da igual de qué lado esté o que no importa.

— No lo diré — le aseguró— . Pero es lo que pienso.

— Sí que importa — insistió él— . Francesca, por favor, escúchame.

No quería escucharle. Era demasiado persuasivo, y el deseo que sentía por él, demasiado intenso. Por su culpa había actuado en contra del sentido común en más de una ocasión y había roto las reglas que tanto tiempo y tantas lágrimas le había costado aprender. Se percató de que el gran arco de mármol por el que se accedía a la escalera estaba a poca distancia. Podría correr hasta la planta baja, salir al patio y desaparecer en un santiamén a través del laberinto que formaban los callejones y las callejuelas de la ciudad… donde sin duda acabaría perdiéndose y, dada la suerte que tenía, en las manos de algún que otro grupo de malhechores.

La otra dirección, hacia el canal, era probablemente la más segura, pero tendría que esperar hasta que le hubieran preparado una góndola. Adiós a su mutis grandioso. Adiós a sus posibilidades de fuga.

Se detuvo en el arco para mirar ese rostro apuesto y engañoso.

— Crees que no lo entiendo, pero sí que lo hago — dijo James— . Estás enfadada con Inglaterra. La institución que concede los divorcios es el Parlamento y todos esos hombres, los hombres que hacen las leyes del país, te trataron como si fueras la prostituta de Babilonia. Destruyeron tu buen nombre y tu vida. ¿Por qué vas a querer salvar al mismo gobierno que te hizo daño? ¿Por qué detener a Elphick? ¿Por qué no dejar que tengan el líder que se merecen?

Francesca alzó la vista hacia los bajorrelieves que adornaban el arco. Neptuno, en medio de un mar embravecido por la tempestad, rodeado por unas criaturas extrañas. Ella había dejado atrás un mar embravecido cuando abandonó Inglaterra, o eso había creído. Porque la tempestad había acabado por encontrarla.

— Podría añadir algo más — dijo ella— , pero has hecho un buen resumen.

— De todas formas, sabes que importa — insistió él— . Siempre lo has sabido. Por eso has guardado las… los artículos todo este tiempo. Si no te importara, los habrías destruido hace mucho. Pero los conservaste aunque sabías que cabía la posibilidad de que algún día se convirtieran en un peligro para ti.

— He llegado a la conclusión de que son demasiado peligrosos — afirmó— . He decidido que no merece la pena correr el riesgo ni sufrir tantos inconvenientes. ¿Por qué voy a arriesgar el pescuezo por Inglaterra, por ese gobierno y esos hombres tan despreciables?

— Corrían malos tiempos en aquel entonces — le recordó— . Tal como tu pa… Tal como Magny ha señalado, Napoleón había escapado de Elba. Las clases altas rezumaban terror y odio. Temían que recuperara el poder y los eliminara con la ayuda de los elementos desestabilizadores que había en nuestro propio país. Que no se te olvide que la época del Terror todavía estaba, y sigue estando, muy presente en la memoria de mucha gente. De ahí a que los miembros del Parlamento se imaginaran las cabezas de sus esposas y sus hijas rodando por el cadalso había solo un paso.

— ¡Pero yo no estaba fomentando la revolución! ¡Solo tuve una aventura! ¡Una! Mi marido tuvo cientos. Tenía una amante antes de que nos casáramos y siguió manteniéndola después. Todavía sigue con ella… ¡Y nadie lo critica por eso!

— No estoy diciendo que intentaras derrocar a la Corona — matizó— . Estoy diciendo que esos hombres estaban en una situación mental que favorecía las aspiraciones de Elphick. Un gran escándalo. Una mujer depravada… Consiguió concentrar el miedo y el odio colectivos en tu persona. Eras un objetivo tangible y real. Porque contigo podían lidiar, mientras que Napoleón y el inquieto clima político eran harina de otro costal. Tú estabas a mano. Eras la diversión que Elphick necesitaba, ¿no lo comprendes? Si todos estaban pendientes de ti, nadie repararía en lo que él hacía a espaldas de los demás. Reconozco que se comportaron mal, sí. Además, no ha sido ni la primera vez ni será la última que lo hagan. Pero sé que cometieron un error y que, si se les da la oportunidad, lo enmendarán.

Aunque Francesca no quería comprender los motivos que habían llevado a esos hombres a humillarla y degradarla, también era cierto que no había tenido en cuenta el contexto. Eso no disminuía en absoluto el odio que les profesaba, pero sí que ayudaba a entender en parte el comportamiento que habían demostrado.

— Si quieren enmendar el error, no pienso detenerlos'— declaró— . Y si tú eres quien dices ser, si eres uno de los buenos…

— ¡Nada de si soy! — la interrumpió— . Lo soy y quiero que lo tengas muy claro y sin el menor asomo de duda. No dentro de seis meses, ni de doce o del tiempo que nos lleve aclarar las cosas, sino ahora mismo. Y quiero demostrártelo. — Guardó silencio un momento— . Y creo que ya sé cómo hacerlo.

Francesca alzó la mirada hasta Neptuno antes de desviarla hacia Minerva, la diosa de la sabiduría, que defendía otro portal. ¿Era capaz una mujer de comportarse con sabiduría en lo referente a los hombres? Seguramente no, porque de ser así, la especie se extinguiría.

— Eres exasperante — dijo— . Cuando por fin decido, después de todo este tiempo, deshacerme de esas dichosas cartas y estoy deseando entregártelas, vas tú y me dices que no las quieres.

— Sí las quiero, pero no me las vas a dar hoy — puntualizó él— . Hasta que consiga resolver algunos problemas, están más seguras donde están.

— ¿Y qué se supone que debo hacer yo? ¿Esperar de brazos cruzados mientras tú llevas a cabo tu astuto plan? ¿Esperar sin saber cómo ni cuándo esa tal Fazi atacará de nuevo?

— Necesita reagruparse — le recordó— . Necesita refuerzos. Eso nos da al menos una semana. Pero te prometo que no te haré esperar tanto. Un día o dos a lo sumo.

¿Qué remedio le quedaba?, se preguntó ella.

— Muy bien. Resuelve los problemas. Yo me voy a casa. Estoy hasta el moño de mi… de Magny. Y si de verdad eres inteligente, te mantendrás alejado de mí hasta que tengas algo importante con lo que molestarme.

Al día siguiente, en el Palacio Ducal, James tuvo que enfrentarse aun conde de Goetz que seguía sospechando de un juego sucio.

— Hemos interrogado al tal Piero en un sinfín de ocasiones — dijo el conde— . Como es natural, se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que nos haya mentido, de que le haya mentido incluso a usted, acerca de su verdadero móvil. Al parecer, proviene del sur. Ese dialecto tan abominable… Según me han informado, la tal Fazi también es del sur. Que los dos aparezcan a la vez en Venecia no puede ser una coincidencia. Sin embargo, el detenido insiste en afirmar que no la conoce de nada. Se aferra a la misma versión de los hechos como un perro a un hueso. Sé que está mintiendo, pero ¿qué puedo hacer? ¿Colgarlo por los pulgares? Si lo hacemos, alguien nos acusará de brutalidad y comenzarán las arengas en las plazas. Antes de que nos demos cuenta, tendremos un levantamiento. Esa gente es muy obstinada, y además tiene un temperamento volátil.

— No creo que nuestro detenido sea obstinado — señaló James— , más bien creo que está aterrado.

Goetz lo miró en silencio unos instantes.

— ¿Y qué diferencia supone eso para nosotros? El caso es que no nos dice nada.

Y si lo hiciera, no entenderían ni media palabra…

— Me estaba preguntando si me dejaría intentarlo — sugirió.

— No — rehusó el conde.

James volvió al Palacio Ducal dos horas más tarde, pero en esa ocasión lo acompañaba el príncipe Lurenze.

Aunque el conde de Goetz lo miró con cara de pocos amigos, recibió al príncipe con suma cordialidad, ansioso por averiguar qué podía hacer por Su Alteza.

Pertenecer a la realeza conllevaba ciertas ventajas.

— Por favor, señor conde — dijo el príncipe dé Gilenia— , explíqueme por qué no permite que el señor Cordier intente conseguir información que pueda evitar que le hagan daño a la señora Bonnard cuando usted ha fracasado en ese aspecto.

El conde comenzó a enumerar las normas sobre los prisioneros y los visitantes extranjeros.

Lurenze alzó una mano.

— Haga el favor de explicarme la norma que permite dejar que la vida de una dama corra peligro en lugar de hacer todo lo posible por protegerla y capturar a unos criminales peligrosos.

La mirada del conde de Goetz se posó sobre su escritorio. Apretaba los dientes con fuerza.

No era difícil adivinar lo que estaba pensando.

La gente decía que el norte de Italia estaba bajo dominio austríaco, cuando en realidad los gobernantes eran austro-húngaros. Y Goetz sabía tan bien como él que cierta dama de buena cuna y de procedencia húngara aspiraba a convertirse en la consorte del príncipe Lurenze.

El gobernador de Venecia no podía cometer la torpeza de ofender al heredero del trono de Gilenia, y mucho menos por un asunto tan trivial como era conceder unos minutos a solas con un prisionero a uno de los amigos ingleses de Su Alteza.

Tras una breve reflexión, Goetz llegó a la conclusión de que no estaba seguro de haber interpretado la norma correctamente.

— Puede intentarlo, Cordier — claudicó— , pero debe darme su palabra de honor de que me contará todo lo que le diga.

— Por supuesto — accedió. Con honor o sin honor, ya había mentido antes. Claro que no tenía por qué mentir. Al fin y al cabo, el conde no había especificado cuándo tenía que decírselo…

James conocía el Palacio Ducal gracias a una visita anterior. En dicha ocasión, el gobernador, que lo miraba por aquel entonces con mejores ojos, lo había acompañado en un recorrido por el palacio. Sin embargo, no habían llegado hasta las mazmorras. Durante su última visita, Goetz había hecho sacar a Piero de la prisión para someterlo al interrogatorio.

En esta ocasión creyó oportuno visitar al prisionero en su celda.

Lurenze insistió en acompañarlo, por si acaso se encontraba con algún impedimento, adujo.

— Me disgusta el comportamiento que el gobernador le ha demostrado — le dijo el príncipe una vez que dejaron atrás a un irritado conde de Goetz— . No parece muy amistoso. Si le acompaño, no se inventará ninguna norma por la cual deban encerrarle a usted también.

Ah, por fin alguien confiaba en él, pensó. Irónico que fuese un rival. O tal vez no lo fuera. No tanto como al principio, al menos.

Después de registrar toda Venecia en busca del príncipe, lo había encontrado por fin de camino — o de canal, para ser más exactos—  al palazzo de Magny. Giulietta lo acompañaba en la góndola. La pareja se había comportado como un par de tortolitos, aunque Giulietta insistiera en referirse a Su Alteza con unos apelativos de lo más ridículos: «Su Excelsísima», «Su Luminiscencia» o «Su Majestuosidad», y el príncipe lo soportaba con estoicismo.

En esos momentos, mientras seguían al guardia que los guiaba hasta la celda de Piero, el apuesto rostro del príncipe lucía una expresión solemne.

La ruta que llevaba del palacio a las mazmorras no estaba ideada para levantar el ánimo. Enfilaron un largo, estrecho y desnivelado pasadizo que los llevó hasta el Puente de los Suspiros. Aunque desde el exterior el puente era precioso, por dentro era un lugar lúgubre que le daba sentido al nombre. El interior estaba dividido en dos pasillos iluminados por dos ventanas enrejadas. El guardia, que llevaba una vela, los condujo por una serie de pasadizos estrechos y de escaleras hasta llegar a la zona más profunda de todas: las mazmorras, conocidas también como los pozzi. Los pozos.

El guardia, que a todas luces estaba acostumbrado al papel de guía — y que seguramente hacía visitas guiadas para turistas— , se mostró muy parlanchín durante el recorrido. Les dijo que había dieciocho celdas construidas en hileras. Todas ellas medían unos tres metros de largo por dos de ancho. El techo era abovedado y tenían una pequeña abertura frontal. La hilera inferior estaba justo sobre el nivel del agua del canal.

Después señaló una serie de huecos excavados en los muros de piedra y les dijo que su función era la de sostener las barras de las que se colgaban o en las que se ahorcaban los prisioneros sentenciados a muerte. Otros huecos estaban ennegrecidos por el humo, ya que los verdugos colgaban los faroles con los que veían lo que estaban haciendo. En el suelo también había agujeros, cuya función procedió a relatarles, encantado. Según el hombre, cuando se descuartizaba a los prisioneros, la sangre se vertía al canal a través de dichos agujeros. Señaló una puerta, por la que se arrojaban los cadáveres a las barcas para deshacerse de ellos.

— Me habían dicho que esta era una prisión moderna — dijo Lurenze— . Prigioni Nuove, se llama. La Prisión Nueva.

— Era moderna hace doscientos años, cuando se construyó — puntualizó él.

— Esto es monstruoso — sentenció el príncipe.

— Las he visto peores. — De hecho, había estado encerrado en sitios peores.

Por fin llegaron a la celda donde habían dejado a Piero para que reflexionara sobre sus pecados y sobre la conveniencia de contar a sus captores lo que querían saber. Estaba a oscuras. El hedor que surgió de la celda cuando el guardia abrió la puerta resultó casi insoportable.

Insoportable para Lurenze, que se tambaleó hacia atrás.

— Esto es abominable — dijo.

— No hace falta que entre — le recordó James— . Vamos a estar muy apretados ahí dentro.

— Voy a entrar — insistió el príncipe— . Solo necesito un momento. — Enderezó los hombros— . Ya está. Estoy preparado.

Sí, era un príncipe, y tal vez estuviera muy consentido, pero había que admitir que tenía buena madera.

Claro qué sería mejor no demorarse demasiado, concluyó. Por muy valiente que fuera, no estaba acostumbrado a esas cosas y era muy posible que acabara desmayado o echando el contenido de su estómago. Esa no era la mejor forma de inspirar respeto y temor en el prisionero.

— Muy bien, Alteza — dijo en voz baja y en inglés, para que ni el guardia ni el prisionero lo entendieran— . En primer lugar, quédese cerca de la puerta. Así podrá respirar el aire del pasillo, el poco que hay, a través del ventanuco. En segundo lugar, tiene que darme su palabra de que no va a hablar a menos que yo le dirija la palabra y de que, si llegara ese caso, me seguirá la corriente. Es muy importante, Alteza. Cuestión de vida o muerte.

— Sí, por supuesto — accedió Lurenze.

Después de obtener la promesa, James dijo al guardia que estaban listos, y el hombre encendió el farol que iluminaba el pasillo antes de darle la vela^ Entró en la celda vela en mano, seguido por Lurenze.

Y la puerta se cerró con un golpe metálico a sus espaldas.

Piero estaba de mal humor. La semana en la celda lo había dejado hecho una piltrafa humana. Ni siquiera la aparición de Cordier le hizo reaccionar; tan solo hizo de una mueca de asco. Estaba acurrucado en un rincón, mirándose los pies descalzos e increíblemente sucios.

Lurenze se colocó junto a la puerta, tal cual le había ordenado. Sin embargo, no sabía cuánto aguantaría el príncipe así de erguido. El hedor era insoportable.

«No hay tiempo que perder», se dijo.

De modo que fue directo al grano. Recurrió a las palabras y a las frases sencillas.

— Buscamos a Marta Fazi.

Aunque el dialecto de Piero fuera incomprensible, lo normal era que entendiera el lenguaje culto… o al menos lo suficiente.

— Nunca he oído hablar de ella — afirmó.

— Qué pena — se lamentó James— , porque tengo algo que la dama quiere. Algo que tenía la dama inglesa. No son joyas. Son papeles.

Piero no dijo nada, pero se puso tenso.

— Sé que Marta Fazi quiere esos papeles — prosiguió James— . Puedo vendérselos a ella, o puedo vendérselos al otro bando.

— Me da igual — dijo Piero.

— Yo creo que no — lo contradijo— . Si no logro dar con ella, se los venderé a otro. Y cuando se entere de que has podido ayudarla a conseguir esos papeles y te has negado…

Lo vio removerse, inquieto.

— Si se entera de que le has fallado, se disgustará mucho. Piero siguió callado.

— No sé si estarás a salvo de ella en algún sitio, ni siquiera aquí.

Aunque no obtuvo respuesta, algo cambió. El miedo era palpable. De modo que insistió.

— En fin. Ya has dicho que no sabes nada. Es posible que no la conozcas. En ese caso, es injusto que sigas encerrado aquí abajo. Lo mejor será que lo arregle todo para que te liberen.

James oyó el jadeo del príncipe y volvió la cabeza para mirarlo, al igual que lo hizo Piero. Sin embargo, el príncipe guardó silencio, fiel a su palabra. O tal vez m> quisiera ni abrir la boca por temor a vomitar.

Los ojos de Piero se clavaron de nuevo en él. La expresión malhumorada había desaparecido y el miedo era patente en su sucia cara.

— No me dejarán salir — dijo.

— Por supuesto que sí — le aseguró alegremente— . No te preocupes. Les diré que después de echarte un buen vistazo me he dado cuenta de que cometí un error y de que no eres el hombre que atacó a la dama inglesa.

— No he dicho nada. No sé nada.

Saltaba a la vista que Marta Fazi lo aterraba. Hasta tal punto que prefería callarse lo que sabía.

— Esto es frustrante — dijo James— . Estoy cansado de este agujero apestoso y también de ti. He intentado ser razonable contigo, pero te niegas a colaborar. Así que esto es lo que voy a hacer: haré correr el rumor de que has traicionado a Marta Fazi y de que, como recompensa, van a ponerte en libertad. — Miró de nuevo a Lurenze. Era difícil distinguirlo con precisión a la luz de la vela, pero parecía muy pálido— . Alteza — dijo— , ¿estaría dispuesto a utilizar su influencia para lograr la liberación de este hombre?

— Desde luego — contestó el príncipe, intentando contener las arcadas.

— No he dicho nada — repitió Piero— . No sé nada. — Sin embargo, su voz ya no parecía tan malhumorada y sí un poco más aguda.

— Los rumores se extienden con gran rapidez en Venecia — prosiguió James— . Si Marta Fazi sigue aquí, mañana a esta hora ya se habrá enterado, incluso puede que antes. Supongo que podremos liberarte dentro de dos o tres días. Es posible que puedas escaparte antes de que te encuentre. O tal vez te esté esperando a la vuelta de la esquina. O tal vez te encuentres con un grupo de amigos dispuestos a invitarte a tomar algo. Aunque quizá no tengan nada de amistoso. Quizá te lleven a algún sitio y no precisamente para invitarte a tomar un trago, ¿verdad, amigo mío?

— Es usted un demonio — contestó Piero— . Pero ella… ella también.

— Solo quiero que le lleves un mensaje.

El silencio se hizo eterno mientras Piero consideraba la idea.

— A lo mejor lo hago — dijo por fin— . Pero que ese se vaya antes de que me vomite encima.