CAPÍTULO 07

Aunque estaba celoso, no lo demostró, porque los celos prefieren estar ocultos.

LORD BYRON

Don Juan, Canto I

Monsieur Magny no era el viejo chocho que James había imaginado. El conde podía superar el metro ochenta de estatura sin problemas y el bastón con la empuñadura de oro que llevaba era un mero accesorio decorativo. Su rostro, de rasgos patricios, estaba surcado por profundas arrugas, sobre todo en la parte del ceño y alrededor de los ojos. Tenía la nariz larga y el pelo, castaño y rizado, veteado de canas. El brillo que relucía en sus ojos castaños bien podía indicar buen humor, astucia o crueldad; no estaba muy seguro.

Lo que sí tenía muy claro era que monsieur invertía una gran cantidad de tiempo y de dinero en su persona. Su atuendo era muy elegante. Llevaba la camisa blanca perfectamente almidonada y una enorme profusión de adornos en el chaleco: cadenas, relojes de bolsillo y medallas condecorativas.

— No está obligado a entretener al caballero, monsieur — replicó la señora Bonnard— . El señor Cordier ya se iba.

— ¿Cordier? — repitió el conde— . Me suena ese apellido.

«¿A quién no?», se dijo James. Ambas ramas de su familia eran linajes antiguos y con un gran número de miembros. Sus padres eran muy conocidos en las cortes europeas. Lord y lady Westwood pasaban mucho tiempo viajando por el extranjero. Ni las guerras habían conseguido que se quedaran en casa.

— El apellido es francés, pero usted no lo es — comentó el conde.

— Mi rama de la familia no lo es — corroboró James— . Desde hace varios siglos. Mi padre es el decimotercer conde de Westwood.

El conde de Magny asintió con la cabeza.

— Una familia normanda.

— Una familia muy extensa — añadió la señora Bonnard— . El señor Cordier es uno de los hijos del segundo matrimonio del conde.

«Uno de tantos hijos menores que ni siquiera merece la pena conocer», implicaba su tono.

El conde la miró con una expresión que no supo interpretar.

— Y ya se iba — concluyó ella.

— Todavía no — la contradijo James, al tiempo que se daba unos golpecitos en la chaqueta, como si estuviera buscando algo— . Creo que me he dejado el cuaderno de notas en tu dormitorio.

Un brillo asesino apareció de repente en los exóticos ojos verdes de Francesca.

— Imposible — protestó— . No ha pisado…

— No hace falta que llames a un criado — la interrumpió— . Yo mismo iré a por él.

— No sabe el camino — le recordó ella.

— No seas tonta — replicó— . Anoche no estaba tan borracho, cara mia. Estoy seguro de que podré encontrar el camino… de vuelta. — Se acercó a ella— . Pero como de todas formas ibas a vestirte… — Le ofreció el brazo con una sonrisa.

Ella se la devolvió y en ese momento le recordó a una serpiente alzada, a una cobra. De haber tenido colmillos, se los habría enseñado. Sin embargo, aceptó el brazo.

— Cordier — dijo entre dientes— . Voy a hacer que te arrepientas mucho, muchísimo, de esto.

— ¡Estupendo! — exclamó él sin molestarse en bajar la voz— . Parece divertido.

James descubrió que su dormitorio era en realidad una suite situada en el extremo opuesto del salón, al otro lado del portego, y orientada a la parte posterior del palazzo. El gabinete donde intentó seducirlo el primer día comunicaba con una salita que, a su vez, daba paso a otra serie de estancias. La cama estaba en una alcoba flanqueada por dos arcos adornados con cortinas, a través de los cuales se accedía a dos estancias más, una de ellas un vestidor.

Al igual que el gabinete, dichas estancias estaban decoradas de forma muy sencilla para lo que solía estilarse en Venecia. La gama cromática era suave: rosas y verdes claros, dorados y blanco. No había ni un solo putto a la vista. En su lugar, las paredes estaban decoradas con paisajes, y los techos, con pequeños frescos circulares donde se representaban escenas de seres mitológicos enmarcados por volutas doradas.

Aunque no había retratos, ni siquiera uno de ella, sí encontró otras muchas señales de su presencia. Una pila de libros descansaba sobre una mesa cerca de la cama. Sus artículos de tocador estaban desordenados en un pequeño escritorio de delicada talla situado en el vestidor. Allí también descansaban las perlas, ¡esas magníficas perlas!, dejadas al descuido entre peines, tarros y frasquitos.

Al igual que las camas de su propio palazzo, la de madame Bonnard carecía de dosel y cortinas. No había nada que ocultara las sábanas revueltas. Y esa no era la única evidencia de lo que había pasado esa noche. Su ropa estaba diseminada por la estancia. Al lado de la cama había un escarpín de seda verde. El otro estaba caído debajo de la silla del escritorio.

Recordó su forma de quitarse los guantes, tentándolo, y hacerlo fue un error, porque no tardó en imaginársela quitándose todo lo demás bajo la ardiente mirada de Lurenze.

Y, por añadidura, Magny se había presentado de repente. La inesperada familiaridad y la rapidez con la que había asumido el control habían puesto de manifiesto el tipo de relación que existía entre ellos.

Comenzó a dolerle la cabeza.

— ¿Cuántos amantes tienes exactamente? — le preguntó en cuanto hubo cerrado la puerta— . ¿Cuántos saben que hay otros además de ellos? ¿Magny sabe de la existencia de Lurenze? ¿Lurenze sabe lo de Magny? ¿Hay algún nombre más que deba conocer? Me molestaría mucho meter la pata sin querer con un comentario inoportuno.

— No, más bien lo harías a propósito — lo contradijo ella— . ¿Estabas buscando pelea con un hombre tan mayor que podría ser tu padre?

— No pienso preguntarte qué quieres de un hombre tan mayor que podría ser el tuyo.

— Vamos, no seas tímido y pregunta, Cordier — repuso ella mientras comenzaba a desatarse las cintas de la bata.

— Hay un biombo — le recordó, señalando uno precioso, decorado con una bucólica escena de pastoras y ovejitas. Supuso que tras él habría una cómoda y un lavamanos— . ¿Por qué no finges un poco de pudor y te desnudas detrás? Espera, voy a sugerirte una idea novedosa: ¿y si te desvistes en el vestidor?

— Qué curioso… — contestó ella— . La mayoría de los hombres daría cualquier cosa por estar presente mientras me desnudo.

— Ese es precisamente el problema — repuso— . Que te han visto muchos.

— Y, sin embargo, insistes — señaló— . Qué curioso…

James se acercó a la ventana más próxima y clavó la mirada en el exterior.

— Tenemos que hablar.

— ¿Obligatoriamente?

— Tenemos que hablar — repitió con la vista clavada en la fuente del patio— , de forma racional y razonable. Pero eres desquiciante. ¿Recuerdas que te pregunté por qué se divorció Elphick? — No esperó a escuchar la respuesta— . Me resultaba increíble que un hombre renunciara a ti solo por tus infidelidades. Hasta los caballeros ingleses hacen la vista gorda a los pecadillos de sus esposas con tal de guardar las apariencias de puertas para fuera. Sin embargo, esas indiscreciones son ampliamente conocidas en el beau monde; claro que es un círculo muy reducido, lo sé muy bien. ¿Por qué iba un hombre a solicitar el divorcio cuando eso sería una forma de pregonar a los cuatro vientos su condición de cornudo?

— Deberías hacer esa misma pregunta a Su Majestad el rey Jorge IV — respondió ella— . Él sí que aireó alegremente los trapos sucios de la reina Carolina hace unas semanas.

— Los reyes son de otra especie — replicó— . A las adúlteras se les cortaba la cabeza en el pasado. El mismo castigo que sufrían los traidores.

— Así es como lo ven los hombres, ¿no? Como una traición. Las mujeres son meros recipientes, un objeto más de su propiedad. Cuando hacemos los votos de amar, respetar y obedecer, debemos ceñirnos a ellos con ciega obediencia. Yo no lo entendí así, y Elphick no sabía con qué tipo de mujer se había casado. Estás dando un matiz misterioso y complicado a la cuestión, Cordier. La razón por la que se divorció de mí es bien sencilla. Y tú lo has visto con tus propios ojos. Soy una mujer imposible.

James dio media vuelta para mirarla. Se había quitado la bata y lo observaba con gesto desafiante, vestida tan solo con un… ¿camisón? Un camisón rosa y amarillo tan vaporoso que apenas parecía tener tela. Era el camisón más provocativo que había visto en la vida, y eso que había visto muchísima lencería femenina.

El corazón comenzó a latirle el doble de rápido, bombeando la sangre directamente a la entrepierna.

Se le nubló la mente.

«No, Jemmy. No lo estropees otra vez», se dijo.

Pero allí estaba ella, toda curvas pecaminosas y piel suave bajo la diáfana tela. Podía verle claramente los pezones bajo la vaporosa seda.

«Muchacho, te han torturado los mejores expertos. Finge que te están torturando de nuevo», se ordenó.

Si le dieran a elegir, preferiría que le arrancaran las uñas. Apretó los dientes.

— Tenemos que hablar — dijo— , pero insistes en provocarme. Con gran éxito, lo admito. El problema es que para ti solo es un juego. Lo único que pretendes es verme suplicar y arrastrarme a tus pies.

— Eso no es lo único — lo contradijo ella— . Pero admito que disfrutaría de lo lindo.

— No niego que yo también podría disfrutar de lo lindo — admitió— . Pero después me despacharías sin más, cosa que no es de mi agrado. Mira la dejadez que demuestras con esas perlas. Con esas magníficas perlas. — Señaló con la cabeza las perlas dejadas al descuido sobre el tocador.

— Le ordené a mi doncella que no entrara aquí hasta que la mandara llamar — le explicó— . Sí, llámame anticuada si quieres, pero me desagrada que los criados entren en mi dormitorio cuando les dé la gana, sin pensar en quién puede estar aquí.

— Anticuada… — repitió— . ¿¡Anticuada!? — Se echó a reír— . ¡Por el amor de Dios, Bonnard, qué cínica eres! Por primera vez en mi vida, estoy considerando la idea de matar a todos mis hermanos mayores para poder aspirar a ser tu amante.

— Según tu ensayo — observó— , no sería la primera vez que alguien decide tomar ese camino.

Le hacía reír. Lo enfurecía. Lo volvía loco. Era medio italiano. ¿Cómo iba a resistirse?

Se acercó a ella y le rodeó la cintura con un brazo mientras le asía la nuca con la mano libre.

— Eres mala — le dijo.

— Sí — reconoció ella.

— Lo único que conseguirás de mí serán un par de besos — le advirtió— . No soy una de tus baratijas. No vas a tratarme como tratas a tus joyas. No vas a utilizarme para demostrar lo que sea que quieras demostrar y despacharme después.

— Eso es lo que tú crees — le soltó ella al tiempo que ladeaba la cabeza y esbozaba esa enorme y lenta sonrisa tan suya.

— Lo primero que voy a hacer es borrarte esa sonrisa de la cara— sentenció James.

Lograría que se olvidara del principito, lograría que se olvidara hasta de su existencia. Sabía más de mujeres de lo que el protegido Lurenze sabría jamás, aunque se pasara toda la vida estudiando el tema con dedicación absoluta.

La besó, pero no en los labios que todavía esbozaban esa pícara sonrisa. La besó en la sien y en el pómulo. Después, cuando recordó lo que había hecho la noche anterior, dejó un reguero de besos justo sobre el camino que había trazado su dedo, en el lóbulo de la oreja y hacia abajo. Depositó un delicado beso en el mismo lugar donde ella se había detenido.

La sintió estremecerse.

Y en respuesta él también se estremeció.

Despacio, tan despacio como si fuera la muchacha inocente con la que llevaba años soñando, fue descendiendo por su cuello. Deslizó el camisón por su hombro con los labios y la besó. Sus labios dejaron una lluvia de besos allí donde la noche anterior estuvieron las perlas. Siguió el camino que ella había trazado por encima de la curva de sus pechos. Sabía que el corazón le latía desbocado, al igual que le sucedía a él.

Percibía que ella estaba intentando contener sus reacciones, pero no podía reprimir los estremecimientos. Ni tampoco la velocidad con la que su pecho subía y bajaba a medida que se le aceleraba la respiración. Ni el calor que intensificaba el perfume de su piel con su embriagadora mezcla de jazmín y mujer.

Quería perderse en su perfume, en ella. Quería olvidar todo lo demás, dejarse llevar por el canto de la sirena.

«Atadme al mástil», pensó una vez más.

Alzó la cabeza.

La vio abrir los ojos muy despacio. Su mirada, desenfocada, se clavó en sus ojos al tiempo que alzaba una mano para acariciarlo en la mejilla.

— Eres una bestia — le dijo con la voz ronca.

— En ese caso, dómame, encanto — la provocó— . Te desafío a que lo hagas.

Su mano descendió por encima de un pecho y se detuvo al llegar a la maravillosa curva de la cintura. Desde allí siguió bajando para disfrutar del delicado contorno de su cadera.

«No has venido para eso», le recordó la voz. La voz que lo había ayudado a sobrevivir durante todos esos años.

Sabía muy bien que no había ido para eso. Sabía que solo era un medio para conseguir un fin.

Sin embargo, las delicadas caricias de esas manos lo cautivaron. Ella lo cautivó con esa mirada dulce… y con el fantasma que atisbo en las profundidades de esos ojos verdes. La sombra de otra mujer, mucho menos cínica, mucho menos segura de sí misma. Vio un alma perdida, una inocente que podría creer cualquier cosa y que era capaz de confiar ciegamente.

Se dijo que solo era producto de su imaginación, que se le había reblandecido el cerebro porque la sangre se le había acumulado más abajo. Sin embargo, sintió una punzada en ese corazón que no podía permitirse tener.

De modo que la besó para desterrar ese sentimiento. Para desterrar la inquietante vulnerabilidad que reflejaban aquellos ojos.

Fue un beso largo y apasionado, pero ella siguió aferrándole la cara con delicadeza, como si quisiera seguir así durante toda la eternidad; como si la rendición que le comunicaba con sus labios no fuera tal, sino una invitación que lo arrastraba hacia un lugar del que no habría vuelta atrás.

Sabía muy bien que los «para toda la vida no existían y que siempre había un camino de vuelta, y aun así sucumbió». Se dejó llevar. La voz que le avisaba del peligro, la voz que lo guiaba, desapareció. Sus sentidos se saturaron con su sabor y su olor. La seda se deslizó bajo sus manos a medida que la acariciaba para memorizar las voluptuosas curvas de ese cuerpo. Ella se movió bajo sus caricias, instándolo a seguir explorando, a llenar su mundo con ella, a desterrar todo lo demás.

Su guía interior le habría dicho que todo era fruto de las malas artes de la ramera, pero había perdido a su guía. Lo único que existía era la mujer incitante y apasionada que tenía entre sus brazos. El olor a jazmín y a mujer. El calor de su cuerpo bajo la seda. La plenitud de esos pechos que se aplastaban contra su torso. La suavidad de ese vientre contra el que presionaba su henchida verga.

Agarró el camisón con ambas manos y se lo subió, centímetro a centímetro, mientras seguían besándose. Mientras el juego de la seducción continuaba hasta arrastrarlos a un mar de deseo.

Le alzó el camisón hasta las caderas y una vez allí introdujo la mano bajo la seda para seguir explorando esa piel aterciopelada. La parte superior de los muslos, la delicada curva de su trasero. Introdujo la mano entre sus muslos y ella puso fin al beso con una especie de sollozo y un estremecimiento.

Estaba húmeda y preparada, y podría tomarla en ese instante, tal como sus instintos animales se lo pedían.

Sin embargo, la necesidad de ganar era mucho más fuerte que cualquier otra cosa.

«Soy mejor que todos los demás. Soy el único que logrará tu rendición», juró en silencio.

Deslizó los dedos sobre los suaves rizos y exploró su interior. La acarició lentamente con los dedos mientras escuchaba sus suspiros. Cuando la notó moverse contra su mano pidiéndole más, se lo dio poco a poco. Quería llegar hasta el final, sí. Quería hacerla suya por completo. Pero por encima de todo quería su rendición, de modo que se tomó su tiempo complaciéndola.

Cuando ella apoyó la cabeza en su pecho, creyó por un instante que los latidos de su corazón la dejarían sorda. Sin embargo, notó que se le aceleraba la respiración y comprendió que Francesca también debía de tener el corazón desbocado. En ese momento ella se estremeció, y soltó un pequeño chillido.

Y por fin su cuerpo se desplomó, tembloroso, sobre él.

Apartó la mano de su entrepierna para abrazarla con fuerza, para estrecharla.

La alzó y la llevó hasta la cama con sus sábanas revueltas.

Sin embargo, volvió a dejarla en el suelo.

Porque en la distancia se oyeron voces y el repiqueteo de unos tacones sobre las baldosas.

Fue consciente de los sonidos de un modo instintivo y reaccionó sin pensar, ya que el entrenamiento y la experiencia acudieron a rescatarlo. Había aprendido a detectar las pisadas de un intruso aunque este estuviera en una estancia distante, con las puertas cerradas y caminara sobre una alfombra. Poseía los sentidos de un gato, según decían algunos de sus colegas.

Sin embargo, en caso de que eso fuera cierto, en esos momentos debía de parecer un gato ciego, sordo y cojo.

La alejó de él, consciente de la emoción que relampagueaba en sus ojos. ¿Ira? ¿Humillación?

Apenas duró un instante, porque desapareció en cuanto Francesca se percató de los ruidos. Su mirada voló hacia la puerta.

Las voces procedentes del portego se oyeron perfectamente.

— Por supuesto, monsieur le comte — decía una criada— , recordaré a la señora que la está esperando.

— Yo mismo lo haré — replicó monsieur.

Francesca no estaba preparada.

Estaba perdida, hecha pedazos.

No comprendía nada.

Sabía lo que era el placer. Había estudiado las formas de dar placer y de recibirlo.

También había aprendido a llevar la voz cantante, a no entregar las riendas nunca.

Sin embargo, se había rendido completamente después de una lucha tan breve que había resultado ridícula. La había acariciado, la había besado, y su fortaleza, esa que tanto le había costado conseguir, se había esfumado.

Miró alrededor con el corazón desbocado e intentó pensar.

Se percató de que él se agachaba para recoger algo del suelo. Se obligó a concentrarse. La bata. Sí. Tenía que… taparse.

Se la puso en cuanto él se la arrojó y lo observó alejarse hacia la ventana, donde se detuvo con las manos entrelazadas a la espalda.

La puerta se abrió en ese preciso instante.

La doncella fue la primera en entrar, seguida de cerca por el conde.

Francesca tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar las palabras y el tono adecuados.

— ¡Ah, Thèrése, estás aquí! — Su voz sonaba rara, no parecía la suya. Demasiado aguda. Inspiró y siguió— : ¿En qué estaba pensando para no mandarte llamar? Como si pudiera vestirme sola… La culpa la tienen estos caballeros, que me distraen con sus idas y venidas.

El conde de Magny frunció el ceño.

— Bueno, en ese caso, me marcharé — dijo Cordier.

— Espero que encontrara su cuaderno de notas — señaló el conde.

Cordier se dio unos golpecitos en el bolsillo superior de la chaqueta.

— Sí, por fin. — Su mirada se posó en ella— . Un sitio de lo más raro, ¿verdad, cara?

Cara. Menuda broma. No le tenía el menor afecto, solo era una conquista más. Y para su más absoluta vergüenza, una conquista fácil.

Era una bestia.

Se despidió formalmente de Magny e informalmente de ella, ya que la tomó de la mano y le plantó un húmedo beso en los nudillos de los dedos corazón y anular.

Le dieron ganas de echarse a llorar.

Le dieron ganas de matarlo, de arrojarle una daga a la espalda mientras salía por la puerta.

Oyó sus pisadas mientras se alejaba.

El conde le lanzó una de sus miradas antes de acercarse a la ventana. Entrelazó las manos a la espalda, imitando la postura que había adoptado Cordier.

Intentó desterrar de su mente todo lo que Cordier había hecho mientras pasaba al lado del conde, de camino al vestidor.

Thèrése la siguió y dejó la puerta abierta. Llevaba trabajando para ella desde que llegó a París. Puesto que era francesa y muy práctica, la altiva doncella no tenía ningún problema con la moralidad de su señora, o más bien con la ausencia de esta. Para Thèrése solo importaba la horda de admiradores, la fortuna y las joyas de su señora. Ninguna otra dama del continente, salvo algunas pertenecientes a la realeza, igualaba a Francesca Bonnard en ese aspecto. Además, una de las bisabuelas de madame había pertenecido a la aristocracia francesa.

Todos esos factores hacían que Thèrése fuera extremadamente cuidadosa con su empleo. Ningún soborno la tentaba, nadie era capaz de arrancarle una sola palabra que delatara los secretos de su señora. Ninguno de los admiradores de madame recibía un trato preferencial, sin importar la posición que ostentaran. Madame imponía las normas. De ahí que Thèrése no cerrara la puerta cuando un hombre estuviera presente, y que no desapareciera hasta que no se lo ordenaran. Y lo más conveniente para Francesca y sus invitados era que la doncella solo se había rebajado a aprender el inglés justo para realizar su labor y hacerse entender. Y el italiano le inspiraba el mismo desprecio.

El conde de Magny no le prestó la menor atención, al igual que hizo Thèrése con él. De todas formas, el conde no utilizó su lengua natal.

— No deberías haberte marchado de Mira. Te dije que esta es una época poco salubre para venir a Venecia.

— No deberías haber venido — replicó ella, observando a Thèrése mientras la doncella llenaba de agua la palangana. Ojalá pudiera borrar el recuerdo de las caricias de Cordier con una esponja. Ojalá pudiera limpiar con agua y jabón la debilidad que ese hombre había dejado al descubierto— . Para eso te envié la carta. Para que te quedaras tranquilo. Sabía que la historia llegaría a tus oídos, y que por supuesto la habrían exagerado de forma espantosa. Estaba convencida de que iban a decirte que me habían matado. Sé cómo funcionan los chismorrees, sobre toda en el campo.

— Hablando de chismorreos… — dijo Magny.

— ¡Dios! Sabía que esto saldría a relucir — murmuró ella.

— He oído rumores sobre Lurenze y tú — prosiguió él— . Pero al llegar me encuentro con un inglés. ¿Sabes quién es su padre?

— No conozco a lord Westwood en persona — contestó— . Elphick no se movía en esos círculos tan importantes, aunque no me cabe la menor duda de que mi ex marido intentó por todos los medios abrirse camino hasta ellos.

— Westwood es un gran héroe, sobre todo para la aristocracia francesa. El número de cabezas que su esposa y él salvaron de acabar en la guillotina, asumiendo enormes riesgos personales, es incontable.

La imagen Volvió a asaltarla tal como lo había hecho en varias ocasiones: Cordier entrando en tromba en el felze y estrangulando con un brazo al rufián; el corpulento animal debatiéndose en vano… antes de quedar inerte.

— Ya veo que lo de correr riesgos lo llevan en la sangre — declaró— . Al parecer, Cordier se arrojó desde uno de sus balcones al canal para salvarme. De todas formas, debería ver la diferencia entre la valentía, o más bien la imprudencia, y el heroísmo. Es la oveja negra de la familia. Me lo ha dicho él mismo.

Percibió un sentido suspiro y alzó la cabeza para mirar hacia la puerta. Magny no estaba allí. Sin duda seguía en la ventana, con la vista clavada en el exterior… y echando chispas por los ojos.

— No voy a preguntarte qué hay entre vosotros — repuso el conde.

— ¿Qué crees que hay? — preguntó sin darle importancia— . Solo es un juego.

Jamás habría imaginado el juego tan dulce y peligroso que le plantearía Cordier. Jamás habría imaginado que el simple roce de sus labios sobre la piel podría afectarla tantísimo y llegar hasta una parte de su ser que había enterrado hacía años.

Era como si hubiera extendido el brazo para agarrar su alma y volverla del revés.

Había recordado al detalle todo lo que había hecho la noche anterior cuando intentó seducirlo. Sus labios habían besado todos los lugares que sus dedos habían recorrido. Había hecho lo que ella le había invitado a hacer en silencio. El problema era que había ido más allá de lo que ella había previsto.

La había acariciado y la había besado tal como le había ordenado que hiciera. Y él la había reducido a un patético estado tembloroso. A ella, que era una experta en el arte amatorio. Esos labios la habían conquistado a las primeras de cambio. Sus caricias la habían desnudado al instante, la habían dejado ciega y desnuda por el deseo. La había complacido, y le había gustado que lo hiciera, pero no era lo mismo. Porque había desgarrado algo en su interior y la había dejado al borde del llanto. No terminaba de entender lo que era y tampoco estaba segura de querer entenderlo.

¿Por qué demonios no había sido más rápido? ¿Por qué no la había arrojado a la cama y se había limitado a aprovecharse de ella… mientras ella hacía lo mismo, mientras disfrutaba de ese cuerpo tan grande y tan fuerte?

«¡Es una bestia!», exclamó para sus adentros.

— Prefiero no saberlo — le aseguró Magny— . Creo que es mejor no saberlo. Sin embargo, si de verdad tienes un ápice de sentido común, lo mandarás a tomar viento fresco, niña. He sobrevivido a mis problemas y he llegado a la edad que tengo ahora mismo porque sé juzgar a los hombres mejor que la mayoría. Te advierto, ma chérie, que este te traerá problemas.

El hombre que iba a acarrearle problemas cogió el estuche con los peridotos de la mesa del portego donde lo había arrojado justo antes de descubrir la presencia de Magny. En esa ocasión James no se detuvo, sino que siguió por el pasillo y bajó la escalera hasta la planta baja.

Estudió el lugar hasta el mínimo detalle. Aunque no era la primera vez que pisaba el palazzo, sí que era la primera que lo hacía a la luz del día. Esperaba fervientemente que sus años de entrenamiento le permitieran superar la tempestad que Francesca Bonnard había desatado en su interior y que, una vez sereno, fuera capaz de recordar hasta los detalles más nimios de las estancias que había atravesado. Esperaba fervientemente que parte de su mente hubiera estado prestando atención mientras el resto hervía de furia, celos, lujuria, frustración y varias emociones más que prefería no examinar a fondo.

Si los otros métodos fallaban, tendría que registrar la casa. Y, en ese caso, era mejor tener una imagen mental de los posibles escondrijos. Un registro, sin embargo, era precisamente lo último a lo que quería recurrir. Cuando se veía obligado a ejercer de ladrón, prefería saber de antemano dónde iba a encontrar lo que estaba buscando.

En casa de Francesca Bonnard era distinto. Aunque su residencia tenía una distribución sencilla, al igual que muchos otros palazzi venecianos, era muy grande y había demasiados escondrijos posibles. Para colmo, si bien lo normal era que dedujera el lugar donde una persona escondía sus posesiones más preciadas una vez que llegaba a comprender el funcionamiento de su mente, en el caso de Francesca era imposible desenmarañar los engranajes de su mente mientras ella intentaba hacer lo mismo con la suya.

Recorrió con rapidez el camino hasta llegar a la góndola que lo esperaba. Sedgewick y Zeggio, que estaban hablando en voz baja, alzaron la cabeza al mismo tiempo. Con sendas expresiones recelosas.

«Creen que he perdido la razón… y no van muy desencaminados», dedujo.

Le dijo a Zeggio que lo llevara a la isla de San Lázaro.

Necesitaba aclararse las ideas y estaba seguro de que lo haría una vez que estuviera rodeado de agua, a varios kilómetros de Venecia… y de ella. En la pequeña isla, un antiguo refugio para leprosos, se alzaba el monasterio armenio donde había estudiado Byron.

Y un monasterio, en ese instante, le parecía el paraíso.