Capítulo VIII
El coche se detuvo delante de las verjas de la hermosa villa, iluminando con las luces largas unos arbustos de bonitas flores rojas. Además de llevar encendidas las luces largas y apuntarlas hacia la casa que se veía al fondo, la persona que conducía aquel coche estaba tocando con gran insistencia el claxon, organizando el lógico alboroto en la quietud de la noche.
Dentro del recinto de la hermosa villa, comenzó a notarse movimiento, se encendieron algunas luces, se oyeron gritos de hombre. Ante las verjas, aparecieron muy pronto dos hombres, armados de metralletas, que miraban, sin ver, hacia el conductor del coche. Las verjas fueron abiertas, y aparecieron dos hombres más, que corrieron hacia el coche, abrieron las dos portezuelas delanteras, y metieron dentro sus armas.
—¡Salgan de ahí! —gritó uno de ellos—. ¡Y deje de tocar el claxon!
El claxon dejó de sonar. Las luces largas fueron sustituidas por las cortas, por el ya apaciguado conductor. Es decir, conductora. Llegaron corriendo dos hombres más. Uno de ellos llevaba una pistola en la mano derecha y una linterna en la izquierda. La luz de la linterna dio de lleno, primero, en el rostro de Monique Lafrance. Se oyó una exclamación de sorpresa.
Y luego:
—Es la mujer que encontró el coch…
El hombre no dijo nada más. El resplandor de la luz de la linterna había permitido al otro ver lo que había en el asiento de atrás, en el momento en que Monique Lafrance, que parecía no poder ni siquiera respirar, recuperaba el uso de la palabra y empezaba a decir:
—¡A Maurice le ha…!
—¡Es el jefe! —fue interrumpida—. ¡Usted, salga de ahí ahora mismo, con las manos en alto!
—Permítame que les explique…
—¡No explique nada ahora! ¡Salga del coche, pronto! ¡Llevadla a una celda!
—¡Pero no…! —empezó a protestar Monique.
—¡Cállese! ¡Y salga de una maldita vez! —Fue arrancada del asiento y sacada del coche con tal rudeza que cayó de rodillas al exterior—. ¡Avisad al doctor y llevaos a esta mujer, pronto! ¡Apagad todas las luces, todo tiene que volver a la normalidad aparente! ¡Los controles totales en funcionamiento!
En un santiamén, todo quedó como si nada hubiese ocurrido y como si nada estuviese ocurriendo; desaparecieron los hombres, las luces fueron apagadas, todos los controles volvieron a funcionar en silencio y a todo ritmo…, y en medio de este aparente orden, tan bruscamente conseguido, Monique Lafrance fue llevada a una de las celdas especiales del Centro.
En realidad, era uno de los dormitorios de la bonita villa florida, sólo que la ventana estaba protegida por una artística reja de hierro, entre cuyos barrotes se retorcían tallos de plantas trepadoras y flores. En cuanto a la puerta, no parecía nada especial, pero Monique comprendió que dos hombres armados quedaban fuera, en el pasillo.
La puerta se abrió casi una hora más tarde. Entraron tres hombres, mirando a todos lados. Vieron a Monique tendida en la cama, y fruncieron el ceño. Ella se puso en pie, y preguntó, ansiosamente:
—¿Cómo está Maurice?
—Usted sabe muy bien que está muerto —replicó secamente uno de los visitantes—. Mejor dicho; ya estaba muerto cuando llegó aquí. ¿Lo sabía o no?
—No…, no. De verdad que no… Él estaba en mi casa, y de pronto se sintió mal, y me pidió que le trajese aquí. Por el camino me fue diciendo por dónde tenía que ir… ¿Quién de ustedes es Lucien Dautreuil?
—Ninguno de nosotros es Dautreuil —causó sorpresa la pregunta de Monique—. ¿Por qué pregunta por él?
—Tengo que hablarle, tengo que decirle algo, de parte de Maurice… Y Maurice decía que cuanto antes, mejor. Sólo hablaré con Lucien Dautreuil.
Hubo unos segundos de silencio, como de indecisión. Los tres hombres cambiaron una mirada. Uno de ellos musitó algo al oído de otro, que asintió. Al instante, los tres abandonaron la habitación.
Cinco minutos más tarde, la puerta volvía a abrirse, y aparecía un solo hombre, que llevaba en la mano derecha el maletín rojo, con florecillas azules, de Monique Lafrance.
—Esto estaba en su coche —dijo el recién llegado—. Estaba con los técnicos en el laboratorio, examinándolo, cuando vinieron a buscarme… Yo soy Lucien Dautreuil.
—¿Por qué tengo que creerle?
El hombre quedó estupefacto un instante. Luego, sonrió.
—Hijita, no sé qué decirle. Me cree o no me cree, pero no espere que le traiga a mi madre para que le confirme quién soy.
—Quiero ver algún documento de usted. Sé que ustedes llevan una tarjeta de identidad especial. Quiero verla.
—Mire, quizá antes deberíamos hablar de su maletín, que ha inquietado a nuestros técnicos hasta el punto de que, al ser llamado yo para venir a verla, se me ha pedido que se lo trajera para que tenga la… amabilidad de indicarme si hay algún mecanismo peligroso. Y también deberíamos hablar de Maurice, ¿no le aparece?
—Hablaremos de todo, si usted me demuestra que es Lucien Dautreuil.
El hombre hizo un gesto de resignación, y sacó su billetera, de la cual extrajo una tarjeta, que tendió a la espía. Ésta la miró rápidamente, y luego volvió a mirar al hombre, que sonrió.
—¡No me diga ahora que le demuestre que no he falsificado mi tarjeta de identidad del Centro! —exclamó.
Ella devolvió la tarjeta, siempre mirando con suma atención a Dautreuil, como parecía ser en efecto. Era más bien bajo, de rostro redondo, afable, y ojos grandes y oscuros, sonrientes. Grueso quizá en exceso, vestido un tanto desaliñadamente, con manos velludas y sonrosadas; era una mezcla de niño cándido y de adulto con capacidad para el sentido del humor. Debía tener más o menos la edad del conde de Treville.
—Está bien. Respecto a mi maletín, poco hay que contar, así que vamos a olvidarlo. Ahora, Lucien, usted va a creerme o no, pero yo voy a explicarle lo que ha ocurrido entre Maurice y yo. La verdad es que nos sentimos atraídos el uno por el otro, en cuanto nos vimos, cuando él fue al río por lo del coche que…
Lucien Dautreuil escuchó, sin interrumpir ni una sola vez. Simplemente, escuchaba. No daba la impresión de desconfiar, ni de confiar. Escuchaba, y nada más.
—… Y cuando esta noche nos disponíamos a cenar, Maurice se llevó las manos al pecho, gritó algo y cayó al suelo, delante del sofá. Se recuperó pronto, y me dijo que era un ataque al corazón, aunque nunca los había sufrido. Pero el día de hoy ha sido terrible para él: ha descubierto que hay un traidor en El Centro. El mismo traidor que ha ocasionado las muertes de Michel Arly y Jeanne Calvet… Y eso fue lo que le afectó tanto, hasta el punto de provocarle un colapso… que ha sido fatal.
Dautreuil encendió un cigarrillo, parsimoniosamente. Luego, preguntó:
—¿Le dijo el nombre del traidor?
—No… No. Todavía no lo sabía.
—Ya. Y todo eso…, ¿se lo dijo Maurice a usted, mientras lo traía hacia aquí, siguiendo sus indicaciones?
—Sí. Y también me dijo que tenía usted que pedirle a la computadora el pian ZCZ 7.000, borrar luego la memoria magnética de la computadora, y marcharse de aquí con el plan, hacia París, sin decirle a nadie lo que estaba ocurriendo. Sólo cuando el plan estuviese a salvo, debía usted, desde París, denunciar la existencia de un traidor en El Centro, para que se tomen las medidas pertinentes.
—Entiendo. ¿Y qué se supone que debo hacer con usted?
—Llevarme a París, y ponerme bajo custodia hasta que el traidor haya sido encontrado aquí, en El Centro.
—¿Le dijo Maurice en qué consistía el plan ZCZ 7.000?
—No… Habló algo de los españoles y de los norteamericanos, dijo algo de turnos…, pero no entendí bien, ni mucho menos.
Lucien Dautreuil ya no preguntó nada más. Estuvo fumando, en silencio, hasta terminar el cigarrillo. Todavía estuvo, luego, no menos, de un par de minutos mirando hacia la ventana, como queriendo ver algo en la oscuridad de la noche. De pronto, se puso en pie, y salió del dormitorio, sin más.
Monique Lafrance abrió, de pronto, los ojos, coincidiendo esto con la apertura de la puerta del dormitorio. Se sentó rápidamente en la cama, mirando a los dos hombres que entraban. Uno de ellos señaló el maletín de la espía, que estaba sobre un silloncito junto a la cama.
—Recoja eso: nos vamos.
—¿Nos vamos? —Se sobresaltó Monique—. ¿Adónde?
—A París. Dese prisa.
Todo lo que tuvo que hacer Monique, puesto que se había dormido vestida, fue ponerse en pie, recoger el maletín, y salir del dormitorio en pos de los dos hombres. Miró la hora en su relojito de platino y brillantes: eran las tres y media de la madrugada.
Descendieron, en silencio, a la planta baja. En el vestíbulo, un hombre de guardia les miró con evidente interés, sobre todo a ella. Fuera, en el porche, había otro. Monique no había visto ni un solo dispositivo de alarma en sitio alguno. Claro que no había visto de la casa más que el vestíbulo, los escalones hasta el primer piso, y la celda donde había permanecido… En cuanto al jardín, ni siquiera había dado dos pasos por él que no fuesen para llegar a la casa, procedente de las verjas de entrada… Lo cual tendría que hacer ahora, sólo que a la inversa…
Pero no.
Esta vez ni siquiera tendría que caminar, porque les estaba esperando un coche, que señaló uno de los hombres. Éstos también entraron en el coche, uno delante, junto al conductor, y el otro detrás, junto a Monique, que quedó así entre él y Lucien Dautreuil.
—¿Qué… qué pasa? —inquirió Monique.
—Seguimos su consejo, simplemente —dijo con tono quedo Dautreuil—. Vámonos ya, Fernand.
El conductor asintió, y condujo hacia la salida de la villa. En determinado momento, Monique vio el reflejo de las aguas de la piscina. Era una noche clara, muy estrellada. Dentro del coche reinaba el silencio absoluto. El motor hacía menos ruido que los neumáticos al pasar sobre la grava del sendero… Las verjas fueron abiertas antes de que el coche llegase ante ellas, sin duda obedeciendo la señal que el conductor lanzó con los faros.
Un minuto más tarde, el coche rodaba alejándose del Centro, lentamente, sin luz alguna, ni siquiera las reglamentarias de posición. Era poco probable que a aquella hora alguien estuviese por allí para darse cuenta de ello, sin embargo…
—¿Vamos a ir en coche hasta París? —preguntó Monique.
—No —replicó amablemente Dautreuil—. Iremos en coche hasta el aeropuerto de Marsella, donde nos está esperando una avioneta.
—Ah… ¿Ha hecho usted lo que deseaba Maurice?
—Desde luego —Dautreuil alzó con la mano izquierda el portafolios que llevaba entre su cadera de ese lado y la portezuela—. Obtuve el plan actual ZCZ 7.000, y he borrado la memoria magnética. Ya veremos si por hacer caso a Maurice…, es decir, a usted, no me gano una buena reprimenda, en París.
—¡No me diga que no se ha puesto en contacto con París, antes de tomar una decisión!
—Lo he hecho, pero no ha sido posible comunicar con la persona definitiva en este asunto, de modo que he tenido que tomar decisiones propias, si no quería perder más tiempo… ¿Qué le ocurre?
—No sé —jadeó Brigitte, llevándose una mano a la garganta—. Me… me estoy mareando… Creo que voy a… a… ¡Por favor, frene! ¡Pare el coche!
El conductor obedeció, y volvió la cabeza. Los cuatro hombres se quedaron mirando a la mujer, que parecía a punto de desmayarse. Tenía los ojos cerrados, y su boca se abría en un gesto de angustia.
—Quizá deberíamos volver al Centro para pedir algún…
—No, no —cortó ella—. Ya me encuentro mejor… Ha sido un mareo pasajero… ¡Nunca me había ocurrido!
—Bueno —disculpó el amable Lucien Dautreuil—, todo ocurre una primera vez, señorita Lafrance.
—Sí… Claro… Me parece que tengo sales en mi maletín…
Lo abrió, encontró una botellita, y luego sacó también una compresa blanca, en la que vertió unas gotas del líquido de la botellita… No era necesaria tanta pulcritud y exactitud en la actuación, porque nadie parecía sospechar que aquella compresa, por sí sola, era una mascarilla antigás… Tampoco ninguno de los cuatro hombres se enteró siquiera de que quedaba fulminantemente dormido cuando la espía internacional apretó con fuerza sus rodillas una contra otra, reventando así la pequeña cápsula de cristal que llevaba adherida con una delgada tira de esparadrapo color carne. Por supuesto, al hacer esto Baby tenía ante su boca y nariz la mascarilla antigás, de modo que el gas no le afectó a ella.
Para más seguridad, esta vez no esperó quince segundos, que ya eran cinco más de lo necesario, sino que esperó veinte, antes de retirar la mascarilla de delante de su boca y nariz.
Todo estaba bien… para ella. Guardó la compresa antigás, cerró el maletín, tras colocar en él cuidadosamente la botellita de líquido reconfortante…, y que en modo alguno había precisado realmente, ya que se encontraba en óptimo estado, y salió del coche, pasando por encima de las rodillas del hombre de su derecha. Este hombre fue el primero en ser retirado del interior del coche, y dejado tumbado en la cuneta de la carretera. Pasarían por lo menos dos horas antes de que despertase.
Segundos más tarde, dejando a cuatro hombres durmiendo profundamente junto a la carretera, Monique Lafrance se alejaba, al volante del coche. Eran apenas las cuatro menos veinte de la madrugada.
—¿Qué hora es? —preguntó, una vez más, Thevenet.
Hacía tan poco que lo había preguntado, que Dupré ni siquiera necesitó mirar su reloj para contestarle:
—Las cinco menos diez.
Thevenet movió la cabeza. Luego, señaló fuera del coche en el que llevaban esperando toda la noche prácticamente, a un kilómetro del Centro de Chateaurenard.
—Pronto amanecerá… Ella no lo ha conseguido, esta vez.
—No tenemos nada mejor que hacer que esperar —encogió los hombros Dupré—. Yo me estoy acostumbrando a no dormir, como los murciélagos.
—Los murciélagos duermen.
—De día, igual que yo. Bueno, ¿qué esperábamos? Tampoco hay que creer que el mundo que nos rodea es imbécil, ¿verdad? La han cazado, ella estará dando explicaciones de todo, identificándose como la agente Baby, etcétera… Es posible que hayan ido ya a buscarnos al puesto de control de Aviñón. Y si no nos han cazado aquí es porque para ver una luz de bengala no teníamos que estar donde ella nos indicó expresamente, sino que podemos hacerlo desde otra posición más a nuestro gusto. Y quizá esa precaución nos haya salvado el pellejo.
—Quizá. Pero si… ¡La bengala!
Pierre Dupré también vio la bengala. Era imposible no ver aquella línea de luz intensa, ascendiendo hacia el negro cielo, lleno de estrellas. La luz de la bengala parecía una estrella más luminosa que todas las demás juntas. Y aún más cuando, al llegar a su techo, se dividió en varias estrellas de luz cegadora, que comenzaron a descender lentamente.
—Lo ha conseguido —jadeó Dupré—. ¡Ha conseguido el plan ZCZ 7,000!
—No sé si creérmelo —exclamó Thevenet, impresionado—. ¡Vamos a reunirnos con ella en Marsella! ¡Pronto saldremos de dudas, cuando nos encontremos en la rue Benoit Malon!
En ese mismo instante, a las cinco menos siete minutos de la madrugada, la espía internacional Monique Lafrance detenía el coche delante de la vieja pero confortable casa de la rue Benoit Malon, de Marsella.
Se apeó, recogió del asiento contiguo su maletín y el portafolios de Lucien Dautreuil, y se dirigió hacia la puerta.