Capítulo VI

Y así fue. Se instalaron, los cuatro, en el lujoso apartamento que Ralph O’Brien tenía en el Boulevard Saint-Michel, y, a las siete en punto, O’Brien intentó el contacto telefónico con Londres.

Tuvo que intentarlo de nuevo a las siete y cuarto. Entonces, sí, consiguió la comunicación con Stanley Mark Morgan, al que expuso la actual situación. Luego, escuchó las instrucciones del inglés, colgó, y se quedó mirando con expresión esperanzada a sus amigos.

—¿Qué te ha dicho? —Se impacientó O’Rourke.

—Que paguemos. Dice que cree tener una pista de Cunningham, y que, por tanto, es mejor que no arriesguemos nuestras vidas ni las de nuestras familias.

—¿Qué clase de pista? —se animó O’Brien.

—No me lo ha dicho. Dice que aún está trabajando en ella, que tiene que pasar por su despacho para comprobar discretamente ciertos datos de informaciones rutinarias del MI5 en Suiza…

—¡En Suiza! ¡Quizá sea algo relacionado con Cunningham, que puede haber estado allí! No olvidemos que ha pedido que el dinero lo enviemos a una banca de Zúrich.

—Esperemos que sea eso. Tenemos que aguardar a que nos llame Cunningham. Luego, cuando hayamos hecho lo que él quiere, iremos otra vez a Saint Hymer, a esperar a Morgan en la casa: quiere que nos reunamos todos allí para concretar el plan a seguir una vez conozca los últimos datos.

—¿Qué ha dicho respecto a mí? —murmuró Galina Cherkova.

—Hablará con usted. No me ha dicho nada más.

—Es suficiente —aceptó ella—. Bien… Sólo tenemos que esperar a que Cunningham llame dando las últimas instrucciones…, si es que lo considera necesario. De lo contrario, a las nueve en punto, deberán estar ustedes en sus Bancos, retirar el dinero, y enviarlo, sea como sea, a esa cuenta de Zúrich.

—No creo que vuelva a llamar —murmuró O’Rourke—. ¿Para qué, si ya todo está entendido?

Se equivocó. A las ocho y media, el monstruo llamó por teléfono al apartamento de Ralph O’Brien, que fue quien atendió la llamada.

—¿Diga?

—Sí… Sí. ¿Es usted, Cunningham?

Clic.

O’Brien suspiró, y colgó el auricular. Parecía impresionado, asustado incluso.

—Tiene la voz como… como rota… Es una voz escalofriante…

—¿Qué te ha dicho? —se interesó O’Neil.

—Quería saber si algo ha cambiado. Si no era así, en cuanto hayamos enviado él dinero, tenemos que llamarle a un número que me ha facilitado, para decirle que hemos cumplido. Luego, si a la una él no ha recibido noticias de Zúrich, dice que debemos prepararnos para morir.

—Maldito… —jadeó O’Rourke.

La espía miró su relojito.

—Creo que deberían salir ustedes ya. Cuando hayan terminado, vuelvan aquí, y partiremos en mi coche hacia Saint Hymer.

Un minuto después, Galina Cherkova estaba sola en el lujoso apartamento. Entonces, sacó la radio de su maletín, y apretó el botón de llamada.

—¿Si? —Oyó.

—Sé que me has estado llamando, John, pero no podía contestarte. No era conveniente.

—Te he llamado muy temprano a Deauville, pero al no recibir respuesta, he pensado que podías estar en París. ¿Cómo estás?

—Estupendamente… Sobre todo, gracias a que me diste un coche con cristales a prueba de bala. No sabía esto.

—Bueno… En fin, cosas mías. ¿Dónde estás?

—Te lo contaré todo, si dentro de quince minutos te reúnes conmigo en la Plaza de Edmund Rostand.

—Magnífico. Delante mismo del Jardín de Luxemburgo… ¿Prefieres que paseemos por los jardines, o que te invite a desayunar?

—Voy a parecerte poco romántica —rió la divina—, pero estoy medio muerta de hambre.

Café au la it? Croissant?

All-right! —volvió a reír Galina Cherkova.

Quince minutos más tarde, volvía a ser Brigitte Montfort, al reunirse con John Pearson en uno de los cafés de la esquina del Boulevard Saint-Michel y Rue Soufflot; efectivamente, delante mismo de los Jardines de Luxemburgo. Apenas verla aparecer, Pearson se puso en pie, y le hizo una seña a un camarero, de modo que cuando Brigitte se sentó, no tuvo que esperar más de un minuto para tener su desayuno delante.

—¿Se nota que no cené anoche? —sonrió.

Pearson movió negativamente la cabeza.

—Claro que no. Eres demasiado exquisita para eso… El espía británico se limitó a parpadear.

—Cunningham está cortando cabezas, orejas…, y colgando mujeres por el cuello.

El espía británico se limitó a parpadear.

—¿Cunningham está haciendo eso? —preguntó, impávido.

—Sí.

—Pasmoso. No le suponía capaz de estas cosas. ¿Qué más?

Brigitte terminó su café au lait avec des croissants, y, tras encender un cigarrillo, procedió a explicarle todo lo sucedido a John Pearson, que la escuchó muy atentamente, sin interrumpirla una sola vez. ¿Para qué? Sabía perfectamente que la agente Baby no estaba omitiendo ni un solo detalle.

Cuando la explicación terminó, Pearson quedó unos segundos silencioso, sombrío, antes de musitar:

—Lo siento por Cunningham… Debe ser espantoso tener la cabeza quemada de ese modo.

—¿Y no lo sientes por Sanderson, Mathiesson y su esposa?

No sé. Lo cierto es que Stanley Mark Morgan no puede estar tramando nada bueno, con ellos. Supongo que te las arreglarás para sonsacarle de qué se trata, en cuanto os veáis. Y, Brigitte, ten cuidado: Morgan no es tonto… Ya sé, ya sé. Puedes engañar a cualquiera, haciéndote pasar por espía rusa, pero… ten cuidado. ¿Por qué me devuelves la maleta con el equipo? ¿Estás segura de que ya no vas a necesitar nada de esto?

—No lo creo. Además, quiero que escuches las grabaciones. Quizá a ti se te ocurra, sobre ellas, algo que no puedo ni imaginar.

—Caramba —sonrió el inglés— ¿te has vuelto modesta?

—No.

—Está bien, entiendo. ¿Cuándo crees que volveremos a vernos?

—No lo sé. Por lo general, no sé qué ocurre, cuando yo intervengo, que todo se precipita; o sea, que quizá hoy mismo termine todo. Pero a lo peor dura varios días más, ya que, según dices, Morgan es un hueso tan duro de roer.

—Puede durar varios días —asintió Pearson—, así que… feliz cumpleaños.

—¿Qué? —se sorprendió Brigitte.

—Mañana, dos de julio, es tu cumpleaños. Happy birthday to you…!

—John, eres encantador —rió Brigitte—, ¡pero no has debido recordarme que mañana seré un año más vieja! Oh, Dios mío, es terrible cumplir mañana veintiséis años… ¿O aparento más?

John Pearson, alias Fantasma, sonrió, un tanto crispadamente: la sonrisa del hombre que tiene ante él lo que más ama y que nunca podrá alcanzar…, y que, a pesar de todo, sigue amando.

—En una mujer como tú, la edad no tiene importancia.

—¡Santo cielo! ¡Eso quiere decir que sí los aparento!

—Bueno… Aparentar veintiséis años, teniendo los que realmente tienes, es sencillamente maravilloso. Creo que deberíamos separarnos ya, y marcharnos de esta terraza.

—¿Por qué? —se sorprendió Brigitte.

—Lo mejor es que vuelvas a ese apartamento, a esperar a los irlandeses. Además, si continuamos aquí, pronto circulará por esta acera todo París, para contemplar a la mujer más hermosa del mundo y al tipo más atractivo del continente.

Brigitte alzó las cejas, miró ante ella, y, en efecto, observó las miradas de auténtico pasmo de hombres y mujeres hacia ellos dos. Por fin, sonrió, se inclinó hacia Pearson, y le dio un cariñoso besito en los labios.

Ciao? —susurró.

Arrivederci —musitó él.