Capítulo Primero
El poderoso reactor de la Air France terminó su vuelo transoceánico, procedente de Nueva York, a las seis de la tarde. Tomó tierra sin novedad en una de las pistas del aeropuerto parisino de Orly, y, poco después, los pasajeros procedentes de Estados Unidos se dirigían a la aduana.
Pas de problème…
Ni piratas aéreos, ni contrabando de ninguna clase, ni armas… Ningún problema.
Por el contrario, parecía que todo iba maravillosamente para la Dulce Francia, porque no todos los días llegaba al país una norteamericana de nombre y apellido trances, que hablaba este idioma como pudiera hablarlo cualquier parisino, y que, además, era bellísima.
Para Francia, país de hermosas mujeres, no dejaba de ser todo un lujo recibir a la señorita Brigitte Montfort, residente en Nueva York, de profesión periodista. Nunca molesta recibir una hermosa mujer. Alta, escultural, magníficamente proporcionada, elegante, con los ojos azules más grandes y bellos del mundo, sus largos cabellos negros suavemente ondulados, y la sonriente boquita sonrosada, que parecía la de una niña deliciosamente cariñosa, mademoiselle Montfort fue gentilmente acogida.
En realidad, su equipaje, que constaba solamente de una maleta, apenas fue revisado. En cuanto al gracioso maletín de fondo rojo con florecillas azules estampadas, el sonriente empleado de la aduana lo abrió, sonrió al ver su contenido, y lo cerró. No era cosa de perder el tiempo examinando estuches de maquillaje, frasquitos de perfume que en buena parte eran franceses, una radio a transistores, un secador de cabello, una pequeña cámara fotográfica con su pequeño trípode de patas de aluminio…
—Benvenue, mademoiselle. Bon sejour!
—Merci —había sonreído Brigitte Montfort, de aquel modo tan encantador.
Y se alejó hacia las salas de espera, llevando su maleta y su maletín. Por supuesto, el empleado de la aduana estuvo unos segundos contemplando, estupefacto, las sensacionales piernas de la señorita Montfort, que parecían de seda y de oro, como toda ella. Luego, con un suspiro muy francés, continuó atendiendo su trabajo. C’est la vie!
Mientras tanto, la señorita Montfort, sin recurrir a los servicios de los mozos del aeropuerto, salió de éste, consiguió rápidamente un taxi, con lo que una vez más quedó demostrada su buena suerte, y, simplemente, pidió que la llevasen hacia París.
Muy poco después, para sorpresa del maravillado taxista, pidió a éste que detuviese el taxi, en plena carretera.
—¿Ocurre algo, señorita? ¿Se encuentra mal?
—No, no. Voy a apearme aquí, eso es todo.
El taxista miró alrededor. Bon, estaban en la carretera a París, c’etait tout.
—¿Aquí?
—Sí. ¿Cuánto le debo?
—Bueno…
—Naturalmente, pagaré el importe como si me hubiese llevado a París.
El taxista acabó por encoger los hombros, cobró sus servicios como si hubiese llegado a París, y, después que la sorprendente pasajera se hubo apeado, se dijo que lo mejor era volver a Orly, en busca de otro pasajero. Negocio pequeño, pero no había por qué desperdiciarlo.
La señorita Montfort estuvo mirando el taxi unos segundos. Gran cantidad de coches pasaban en dirección a París y en dirección a Orly, cruzándose con fuerte zumbido. Menos uno, que, apenas el taxi se hubo perdido de vista, llegó procedente de Orly. El coche se detuvo a un lado de la carretera, y el hombre que lo conducía se apeó, fue hacia la señorita Montfort, y se detuvo delante de ella, mirándola fijamente.
Era un hombre alto, rubio, de ojos claros, que debía tener unos cuarenta años. Atlético, elegante, atractivo con sus escasas canas en las sienes, apenas visibles. Tras contemplar unos segundos a la sonriente señorita Monfort, el hombre tomó el rostro femenino entre sus grandes manos, se inclinó, y besó suavemente los labios sonrosados.
—Estás como siempre —murmuró—. Eres inolvidable.
—John: ya tienes algunas canas, ¿verdad?
John Pearson, alias Fantasma, el mejor hombre con que jamás había contado el servicio de espionaje británico MI5, asintió con la cabeza, sonriendo.
—Para mí, la vida y el tiempo pasan con toda normalidad.
—¿Quieres decir que para mí no pasan con normalidad? —rió ella.
—Exactamente. El tiempo y la vida se han detenido en ti. Mucho me temo que cuando yo sea un viejecito arrugado y encorvado, la agente Baby de la CIA seguirá siendo una muchachita de apenas veinte años.
—Eres muy amable, John.
—Corresponderé a eso ocupándome de tu equipaje. ¿Sólo una maleta?
Brigitte Montfort, alias Baby, la espía más peligrosa del mundo, alzó su maletín rojo con florecillas azules, sonriendo.
—Y mi maletín.
—Estoy seguro de que será suficiente.
El hombre del M15[1], señaló hacia el coche, abrió la portezuela de la derecha para que Brigitte ocupase aquel asiento, y, tras colocar la maleta en el asiento de atrás, se situó ante el volante.
—No vamos a París —dijo—, sino hacia Deauville.
—Tú sabrás lo que haces —aceptó Brigitte.
Pearson asintió, y puso el coche en marcha, después de señalar un compartimiento del tablero.
—Tienes ahí un plano de Normadie. ¿Quieres echarle un vistazo, para refrescar tu memoria geográfica?
Brigitte alzó la tapa del compartimiento, y sacó el plano. Era un piano turístico, de un bonito color verde, con las carreteras señaladas en blanco, y dividido en cinco cuadrículas. Los nombres de los distintos departamentos franceses que integraban la región normanda estaban en grandes letras rojas. Las ciudades más importantes, eran puntos rojos, y los nombres estaban en letras negras: Le Mont-Saint-Michel, Granville, Saint-Lo, Cherbourg, Bayeux, Caen, Lisieux, Deauville, Le Havre… Los signos convencionales señalaban las playas con un parasol, los puertos con un barquito, los aeródromos con un pequeño avión en tinta negra, los castillos con un gracioso dibujito fácilmente identificable; los museos con una llave…
Le dio la vuelta al plano, y contempló las bellas fotografías de los selectos lugares escogidos para atraer la atención de los turistas: la Catedral de Rouen, la hermosa Abbaye aux Hommes, de Caen, una atractiva vista aérea de Granville… Ah, y allí tenía una fotografía de una playa de Deauville, precisamente: un paseo junto a la orilla del mar, con mesas protegidas por parasoles, en las que habían personas tomando bebidas; un poco más cerca todavía del mar, unas apretadas hileras de parasoles de colores diversos, amarillo, rojo, azul, blanco, verde… La fotografía era tan clara, tan perfecta, que hasta podía leerse un cartelito clavado en un parterre lleno de flores: Priere de tenir les chiens en laisse, decía: Había que tener los perros sujetos con la correa. Muy bien.
La fotografía que más le gustó fue la de Le Mont-Saint-Michel, el formidable castillo construido en una roca que estaba rodeada de mar, excepto por una estrecha franja de tierra verde y llana…
—Es un bonito folleto —comentó—. Siempre he dicho que los franceses tienen un gusto exquisito para convertir en agradable el lugar donde viven. También los ingleses, aunque menos. Los norteamericanos somos menos románticos.
—Te he alquilado un apartamento en Deauville, delante mismo del mar. Espero que te guste.
—Oh, sí. Y como no he traído a mi perrito «Cicero», no tendré que preocuparme de llevarlo sujeto por la correa.
Sonrieron los dos. Brigitte dirigió una amable mirada de curiosidad a su colega y querido amigo de tantos años, pero no dijo nada más. No preguntaría nada. John Pearson la había llamado a Nueva York, le había dicho que la esperaba en Orly… Muy bien: ella había llegado. John hablaría cuando lo considerase oportuno. Una de las cosas realmente buenas que se aprende, después de tantos años de espionaje, es saber esperar.
No tuvo que esperar mucho. Una media hora más tarde, John Pearson sacó el coche de la carretera, parándolo junto a un grupito de pinos. Cuando detuvo el motor, se oyó el piar de algunos pajarillos. Hermosa, tranquila y agradable campiña.
Pearson ofreció un cigarrillo a Brigitte, y cuando ambos estuvieron fumando, musitó:
—Casi estoy seguro de que han asesinado a uno de mis hombres.
—¿Uno de tus hombres? ¿Tienes personal a tus órdenes, John?
—No hace mucho me nombraron jefe de la Sección Internacional de Acción.
Brigitte abrió mucho los ojos.
—John… ¡cuánto me alegro! Y naturalmente, sé muy bien que lo mereces.
Fantasma encogió los hombros, con gran flema británica.
—Me estoy muriendo de aburrimiento —masculló.
—Oh. Bueno —Brigitte sonrió levemente—, la verdad es que te comprendo. En un puesto así, te enteras de más cosas, pero haces menos cosas.
—¿Tú sigues sin querer aceptar ningún cargo en la CIA?
—Sigo siendo la muchachita que va por el mundo con su maletín —asintió Brigitte—. Y te diré una cosa, Fantasma; dentro de muy poco, dimitirás de ese cargo, y volverás a ser el de siempre… Tú, yo, y otros poco como nosotros, no servimos para decirles a otros agentes lo que han de hacer: preferimos hacerlo personalmente.
—Es cierto —sonrió, de mala gana, Pearson—. Y desde luego, llevo algunas semanas pensando en esa dimisión. Pero no puedo presentarla hasta que solucione este caso. Es decir, hasta que tú me lo soluciones, Brigitte. Claro que si no puedes ayudarme…
—No digas tonterías.
—Ya sé. Bien, mi agente se llama… o se llamaba, pues ya te digo que estoy casi convencido de que ha muerto, Alex Cunningham. Desapareció hace algo más de tres meses…
—¿Tanto tiempo? Pero…
—Espera. A los tres días de su desaparición, encargué a otros dos de mis hombres de su búsqueda. Una semana más tarde, se presentaron a mí, diciéndome que no encontraban el menor rastro de Alex. Entonces, me dije que allá tenía una estupenda oportunidad de moverme. Y me puse a buscarlo personalmente.
—Y claro está, obtuviste más resultados que tus dos… empleados.
John Pearson asintió con la cabeza.
—Sí. No vale la pena que te canse con detalles. Simplemente, pocos días después, supe que un hombre que correspondía a las señas de Alex había alquilado una lancha en Dover. Nadie sabía hacia dónde se había dirigido. Tomé buena nota de los datos de la lancha, y pasé instrucciones a mi personal. Tampoco te cansaré con detalles sobre esa búsqueda. Lo cierto es que, tan sólo tres días más tarde, me avisaron desde Deauville. Acudí, y dos de mis hombres me informaron de que, hacía más de tres meses, una noche había habido una explosión en el mar, muy cerca de Deauville. Habían indagado al respecto, y, según todos los datos, los restos de la lancha que se encontraron en el mar al día siguiente podían pertenecer perfectamente a la lancha que Alex Cunningham había alquilado en Dover.
—Y tú crees que Cunningham iba en la lancha, y que le atacaron, o algo parecido. Supones que ésa fue la explosión: la de la lancha.
—Sí.
—¿Qué tal era Alex Cunningham?
—Un idiota.
Brigitte se sorprendió.
—¿Un idiota? ¿Por qué?
—Se había casado. Sabía perfectamente que los de nuestro grupo no están autorizados a casarse… Es decir, un hombre puede casarse cuando le venga en gana, naturalmente, pero en el acto es separado del grupo Internacional de Acción. Todos saben esto.
—Claro. ¿Y Cunningham se casó y no lo dijo?
—Exactamente.
—¿Quién te informó de ello?
—Acabé por enterarme yo solo, siguiendo sus pasos. Estaba decidido a encontrarlo, si seguía con vida. Pulsé todos los resortes, mientras hacía mil cábalas. Podía no haber muerto, y haber desertado… En fin, mil cosas. Y de pronto, encontré a su mujer. Fue toda una sorpresa, a decir verdad.
—Los espías somos muy misteriosos —sonrió Brigitte—. ¿La señora Cunningham no sabía nada de su marido?
—Nada en absoluto. Es una chica muy bonita, rubia, con los ojos azules… Muy bonita. Y muy inteligente. Hacia semanas que le estaba insistiendo a Alex para que comunicase que se había casado en secreto, pero él se negaba.
—¿Cuánto tiempo llevaban casados?
—Cuatro meses, nada más. Ruth insistía a su marido para que regularizase su situación en el servicio, pero él le decía que no pensaba hacerlo precisamente en aquellos momentos.
—Noto tu énfasis en esas palabras. ¿Qué tenían de extraordinario aquellos momentos?
—Estaba detrás de un hombre…, de un personaje.
—¿Por órdenes tuyas?
—No. Por su cuenta, evidentemente. ¿Te suena el nombre de Stanley Mark Morgan?
—No sé qué contestar —sonrió levemente Brigitte.
John Pearson movió la cabeza, sonriendo.
—Por supuesto que te suena. En la CIA saben muy bien que Stanley Mark Morgan es el jefe de coordinación de todos los servicios de información británicos.
—Un gran personaje, en efecto —murmuró Brigitte—. ¿Alex Cunningham estaba detrás de Morgan? ¿Por qué? ¿Y cómo lo has sabido?
—Para calmar la impaciencia de su esposa, Alex le decía que muy pronto la complacería, pidiendo el traslado a una Sección burocrática. Pero antes tenía que terminar un asunto muy importante…, en el cual, de pasada, mencionó un par de veces a Stanley Mark Morgan. Ruth Cunningham me lo dijo.
—Lo cual demuestra la conveniencia de no tener agentes casados —asintió Brigitte—. De todos modos, Alex Cunningham ha quedado muy bien definido para mí con esto, John: no era hombre adecuado para el servicio. Jamás debió pertenecer al MI5.
—No lo hacía mal… Pero, claro, ha quedado demostrado que era un hombre incompleto para este trabajo: hablaba demasiado, aunque sólo fuese con su esposa, al parecer.
—¿Crees que ha hablado con alguien más?
—No lo sé. Lo único que yo podía hacer era… proseguir su trabajo. No tenía otra pista.
—¿Quieres decir que te has dedicado a vigilar a Stanley Mark Morgan? Santo cielo… Me pregunto qué habrán pensado tus hombres, al ordenarles que vigilasen a un personaje que está muy por encima de ti en el servicio, John.
—Lo he hecho personalmente. Le rogué a Ruth Cunningham que no hablase con nadie de lo que habíamos comentado ella y yo, y empecé a trabajar.
—Debí haberlo comprendido. Muy bien, te dedicaste a rastrear a Stanley Mark Morgan. ¿Y…?
—Comencé a… rastrearlo hacia el veinte de abril… El treinta de ese mes, él vino a Deauville. Y también, el treinta de mayo. Hoy es veintiocho de junio.
—¿Crees que el día treinta, o sea pasado mañana, él vendrá de nuevo a Deauville?
—Sí.
—¿Y qué viene a hacer aquí? Supongo que viene a Francia por algo concreto, ¿no?
—Muy concreto: las dos veces anteriores se ha entrevistado con cinco hombres en un chalet que hay tierra adentro, a unas quince millas de Deauville, junto a un pueblo llamado Saint Hymer.
—¿Qué hombres? ¿Los conoces, sabes a qué se dedican?
—Lo sé ahora. La primera vez, claro, me pilló de sorpresa. La segunda vez, llegué preparado, y pude tomarles fotografías… Nocturnas y con teleobjetivo, desde luego. Después, me dediqué a investigar a esos cinco hombres, y he reunido datos sobre ellos: todos son comerciantes que residen en París. Millonarios, desde luego.
—¿Los cinco?
—Sí. ¿Quieres verlos? Aunque me consta que conoces a Stanley Morgan, también te he incluido una fotografía de él. Y tres de Alex Cunningham.
Le tendió un sobre, y Brigitte sacó las fotografías. Las tres primeras eran las de Alex Cunningham. Un hombre de escasos treinta años, rubio, de expresión inteligente, muy atractivo. A Stanley Mark Morgan lo conocía, desde luego, pero estuvo unos segundos observando su fotografía, estudiando aquellas facciones nobles y viriles, el duro pliegue de la boca, los grandes ojos castaños, Morgan debía tener unos cincuenta años, y sus sienes estaban blanqueadas por abundantes canas, resultaba muy interesante, y típicamente aristocrático.
Los otros cinco hombres eran más vulgares, y todos tenían también alrededor de cincuenta años. Había varias fotografías de cada uno, y detrás de una ampliación de cada rostro, constaba el nombre… Se llamaban Petar Sanderson, Ralph O’Brien, Gerald Mathiesson, Ernest O’Neil y Chalmer O’Rourke. También constaban sus direcciones en París.
—¿Son ingleses? —preguntó Brigitte.
—Irlandeses.
La divina espía miró vivamente a Pearson.
—¿Irlandeses? ¿Los cinco?
—Sí. Pero ya te digo: residentes en París.
—¿Cómo pudiste ir dando con ellos sucesivamente?
—Tú lo has dicho: sucesivamente. El treinta de mayo, seguí a uno de ellos, Peter Sanderson. Luego, me dediqué a vigilarlo, y, durante el transcurso de este mes, ha ido relacionándose con los demás. Se han ido viendo unos a otros, y, como tenía las fotografías tomadas en el chalet cercano a Saint Hymer, los he ido reconociendo e investigando.
—Bien… ¿Y qué hacen, concretamente, en París?
—Se dedican a sus asuntos comerciales.
—¿Nada más?
—Nada más…, por el momento.
—¿Y qué hace Stanley Mark Morgan en Londres?
—Su trabajo. Nada más.
—Sin embargo, a ti no te gusta que el jefe de coordinación de todos los servicios de información británicos venga cada mes a Francia para entrevistarse con cinco irlandeses. Sobre todo, teniendo en cuenta que Alex Cunningham desapareció mientras estaba detrás de Stanley Mark Morgan.
—Exactamente. No me gusta nada, nada, nada.
—¿Y qué quieres que haga yo? ¿Ir a Londres a investigar a Stanley Morgan?
—No, no. En Londres no vale la pena. Él viene cada mes… La primera vez lo hizo con una lancha privada solo. Fue un milagro que pudiese seguirlo. La segunda vez, no habría podido seguirlo, pues vino en una avio neta de su propiedad… Pero yo estaba esperando ceros del chalet, había llegado antes que él. Los otros cinco ya estaban en el chalet cuando Morgan aterrizó en un gran prado, cerca de la casa. Se reunieron de nuevo, durante algo más de una hora, y él regresó a Inglaterra en su avioneta. Yo, como te he dicho, seguí a Peter Sanderson.
—De acuerdo. Pasado mañana, Morgan volverá a Deauville… ¿qué quieres que haga yo, John?
—Necesito saber lo que hablan Morgan y esos cinco hombres, irlandeses.
—De acuerdo. Supongo que me has traído equipo adecuado.
—Sí. Está en el maletero. Antes de llegar a Deauville, nos despediremos. Tengo un coche preparado par; ti, alquilado. Llegarás con él a Deauville, te instalarás en el apartamento, y… ya no necesito decirte nada más Aquí dentro —Pearson sacó otro sobre, que tendió a Brigitte— está la dirección y la llave del apartamento; un mapa, con la ayuda del cual localizarás ese chalé cercano a Saint Hymer, del cual hay también algunas fotografías. No puedes equivocarte.
—Todo entendido. ¿Comunicación por nuestra onda internacional?
—Sí… Estaré lo bastante cerca de ti, en todo momento…, espero. ¿No me preguntas por que no hago esto personalmente?
—Oh, vamos… En primer lugar, sería muy molesto que el jefe de coordinación de todos los servicios de información británicos llegase a darse cuenta de que el jefe de la Sección Internacional de Acción lo está… espiando. En segundo lugar, me imagino que tienes mucho trabajo que atender en Londres, y ya lo has tenido muy abandonado este mes, yendo y viniendo de Londres a París y de París a Londres. En tercer lugar, si yo tengo un contratiempo, sabes que tu nombre no saldrá a relucir, y que, en todo caso, Morgan se irritaría con la CIA, pero no temería que el propio MI5 estuviese tras él. En cuarto lugar, confías plenamente en que yo no voy a traicionarte en ningún momento, pase lo que pase. Y yo diría que, en quinto lugar, no tienes la menor duda de que Baby te ofrecerá resultados definitivos.
—Siempre tan modesta… —sonrió Pearson.
—Nunca he sido modesta —sonrió también Baby— por la sencilla razón de que no tengo motivos para serlo. Soy inteligente, astuta, peligrosa, eficaz, hermosa… ¿Debería decir que soy tonta, estúpida, cobarde, inepta y fea?
—No —rió Fantasma—. Eso sería un pecado, querida. ¿Te puedo hacer una pregunta muy personal?
—Claro que sí.
—¿Os habéis casado ya?
—¿Quiénes? —Parpadeó Brigitte.
—Número Uno y tú.
—¿Cómo podría casarme con alguien a quien no conozco?
John Pearson la miraba fijamente.
—Puedo hablarte extensamente de él —susurró—. Me estoy refiriendo a cierto impresionante personaje que vive en una villa, en Malta… Concretamente, en Villa Tartaruga, con una ama de llaves llamada María Lorenti, una viuda gorda, frescachona y simpática, que tiene un montón de hijos estudiando en Roma, con el dinero de ese personaje, que se hace llamar Angelo Tomasini. Es una villa muy hermosa, con jardín, piscina, un palomar…
—¿Has estado espiando en mi vida? —musitó Brigitte.
—Lo hice en cuanto me llegó cierta información sobre un sujeto que había sido visto con la agente Baby… Me lancé sobre él como una fiera…, y me llevé el susto de mi vida al comprender que le estaba pisando los talones al único hombre que he admirado durante toda mi vida de espía: Número Uno. Pero de eso hace tiempo, y tú sabes que yo estoy enterado, Brigitte. Por eso, no he vuelto a insistir en que tú y yo… Bueno, ya me entiendes. Me he resignado.
—Lo siento, John.
—El vive muy solo… Y quizá sea por eso que últimamente está aceptando unos trabajos que a mí me pondrían los pelos de punta.
—¿Qué dices? —Respingó Brigitte.
—¿No lo sabías?
—No… Por Dios, ¿qué estás diciendo? ¿A qué trabajos te refieres?
—Bueno… No me hagas caso. Quizá para Número Uno sean de lo más sencillo. Pero quizá no los aceptaría, si no viviese tan solo.
—¿Te estás… preocupando… por él?
—Por ti. Creo que soy una de las pocas personas que ha llegado a conocer de verdad tu corazón, y sé que si te matan a ese hombre, morirás de tristeza. Y ése sería un doloroso y decepcionante final para la agente Baby. Y si tú mueres… ¿te has preguntado qué sentiríamos los que te amamos?
—John… Por todo lo que me estás diciendo, yo debería… correr ahora mismo a reunirme con él, y dejar que te las arreglases como pudieses en este asunto.
—Trato hecho —dijo rápidamente Pearson.
Brigitte estuvo unos segundos mirando fijamente al espía británico. De pronto, le tomó una mano con las suyas.
—Te agradezco tanto esto, John… Pero sólo acabas de demostrarme tu amistad, tu gran cariño… ¿Cómo podría dejar de ayudar a un hombre como tú?
—¿Y él?
—Él siempre me estará esperando.
—¿Y si lo matan?
Brigitte Montfort, alias Baby, clavó su azul mirada en los claros ojos de John Pearson.
—Aunque lo maten, me seguirá esperando. Y yo a él, sí me matan a mí. No hay nada en el mundo que pueda separarnos.
—Supongo que saberse amado así debe ser suficiente para Número Uno —murmuró Pearson—. ¿Te llevo de regreso al aeropuerto o a Deauville?
—A Deauville.