CAPÍTULO VI

—¡Eh, yanqui…!

Short abrió los ojos, y se quedó mirando el rostro de uno de los hombres blancos que componían el grupo; el rostro de aquel hombre estaba al nivel de su litera, de modo que el hombre estaba subido a las de abajo.

—¿Qué ocurre?

—El señor Melnikov ha enviado a uno de los criados de la casa para ordenar que vayas allá, ahora mismo.

Lorne saltó de la litera, se pasó las manos por los cabellos, y se dirigió hacia la salida del barracón, tras dirigir una indiferente mirada a Takashi Omura. Con lo cual, se mostraba altamente desagradecido, pues sabía perfectamente, aún sin haberse molestado en comprobarlo, que Omura se había pasado la noche despierto, vigilando que a él no le clavasen un cuchillo en la barriga…

Hacía un hermoso día. El mar estaba en calma, las aguas de la bahía se veían azules. Grandes barcos las surcaban lentamente… La noche anterior, Lorne Short había matado a tres hombres a golpes. Pocas horas después, salía el sol, y era como si nada hubiese ocurrido…

Antes de llegar a la casa, vio a la muchacha que parecía tener fragancia especial de hembra y de amor. Estaba delante de la casa, junto al coche de Melnikov el «Toyota», y miraba hacia él. Lorne apretó los labios, con un gesto seco; no hacía falta ser el hombre más listo del mundo para comprender que Ruth Saville había pasado la noche en la casa. Sobraba cualquier otra explicación.

—Buenos días —saludó Lorne al llegar—. ¿Ha visto al señor Melnikov?

—Saldrá en seguida. Tiene usted que esperarle aquí.

Lorne asintió, metió las manos en los bolsillos en busca de cigarrillos, hasta desengañarse, y comenzó a farfullar algo, de nuevo en su papel de tosco aventurero. Estaba barbudo, tenía las ropas arrugadas, pues había dormido vestido, y su genio no parecía el más adecuado para recibir bromas. Pero casi consiguió sonreír cuando vio los cigarrillos que le tendía Ruth Saville.

—Gracias, cachonda.

—Puede quedarse el paquete —murmuró Ruth.

—Pues requetegracias, dama camera. ¿Qué? ¿Cómo ha ido la nochecita? ¿Se ha pasado bien?

Para auténtico asombro de Lorne Short, Ruth Saville enrojeció, y, por un instante, pareció a punto de echarse a llorar. Lorne se sintió tan desconcertado que todo lo que se le ocurrió fue encender un cigarrillo.

Todavía no se había recuperado de su desconcierto cuando salió Melnikov de la casa. Se plantó ante él, se lo quedó mirando, y frunció el ceño.

—No me gusta su aspecto, Short —gruñó.

—Es que no he tenido tiempo de ir al salón de belleza.

—Escuche bien: cuando hable conmigo va a ser respetuoso y serio. Además, irá siempre limpio y afeitado, y me llamará señor… ¿Está claro?

—Sí…, señor.

—Ahora, póngase al volante. Vamos a Tokio, a dejar a la señorita Saville en su hotel.

—¿Qué pasa con su chófer? ¿Acaso conduce con la mandíbula?

—Mi chófer, a partir de ahora, es usted. Por lo tanto, es también mi guardaespaldas, hablando claro. Pero entienda bien esto: no quiero más peleas. Reserve sus energías para el momento oportuno. Ya me ha costado usted cinco bajas, ¿lo sabía? Minoru y Kao Yam, están inutilizados, y anoche mató a tres de los hombres que tenía contratados. Es suficiente.

—Creo que averié a algunos más.

—Esos podrán seguir adelante. Pero no más, Short.

—Espero que le hayan dicho que no fui yo quien inició la pelea.

—Me lo han dicho todo, naturalmente. Por eso lo he seleccionado para mi servicio personal, y admito que no sería justo reprenderle demasiado.

—Es usted muy amable y comprensivo, señor Melnikov.

—Tengo algunas cosas que hacer en Tokio. Mientras me dedico a ellas, usted se afeitará, se arreglará decentemente, y se comprará ropa.

—No tengo ni un puñetero yen, señor.

Vitali Melnikov sacó un rollo de billetes del bolsillo, separó unos cuantos, y los tendió a Lorne, que se los guardó con gesto divertido. Luego, simplemente, fue a sentarse ante el volante… Se quedó allí, distraído… De pronto, volvió la cabeza, y vio al ruso y a la inglesa todavía de pie junto al coche, esperando. Melnikov tenía el ceño fruncido de nuevo. Comprendiendo, Lorne salió del coche, lo rodeó, y fue a abrir la portezuela. Melnikov y Ruth entraron en la parte posterior del coche.

Lorne se inclinó.

—¿Deberé comprarme también una gorra, señor?

—Sí.

—Muy bien, señor.

De nuevo se colocó ante el volante; puso el coche en marcha, y emprendió el camino hacia Tokio. Pronto comenzó a ver chimeneas. Horrendo. ¿Dónde estaba el viejo Japón, con sus casas rodeadas de jardín hasta el punto de que parecían formar parte de éste? Seguramente, Sensei era de los pocos japoneses que no se había dejado absorber por la nueva vida japonesa, llena de humo y de prisa.

De pronto, pasó a pensar en los tres hombres que había matado la noche anterior, y en los dos que había dejado inutilizados.

—Señor Melnikov.

—¿Sí, Short?

—Estoy pensando que quizá necesite usted más hombres, para sustituir esas cinco bajas.

—Por supuesto, así es.

—Bueno… Quizá yo podría encontrar algunos.

—¿Americanos?

—No, no. Yo sólo me trato con los americanos cuando estoy en América. Fuera de casa somos todos unos pedantes. Puedo reunir algunos amigotes asiáticos que saben muy bien lo que es pelear. Y no serían demasiado exigentes a la hora de cobrar.

—¿Cuántos podría conseguir y cuándo?

—Pues… Quizá ocho o diez. ¿Son demasiados?

—Claro que no. ¿Para cuándo?

—No me sorprendería poder reunirlos a todos antes de la noche. Si quiere, puedo citarlos en algún lugar adecuado para que usted les eche un vistazo.

—¿Qué lugar adecuado?

—Diferente al que habitualmente utilizamos esos amigotes y yo… Por ejemplo, el Tomodachi Club (Club Amigo), en Ginza. ¿Lo conoce?

—No, pero puedo encontrarlo, supongo.

—Sin la menor dificultad. ¿Me dedico a buscarlos, entonces?

—Sí. Ésa es una buena colaboración, Short.

El norteamericano encogió los hombros.

—Espero que lo tenga en cuenta. Además, quizá mis amigos no le gusten.

—Ya los veremos. Disponga del día para dedicarse a eso… Pero cuando nos volvamos a ver, quiero verlo con mejor aspecto.

—No se preocupe —rió Lorne—, a mí también me gusta estar guapo, se lo aseguro. Así que después de comprarme algo de ropa iré a la casa de baños de Noriko «Okasan» («Mamá» Noriko), y hasta me obsequiaré a mí mismo con un buen masaje. La musculatura debe estar siempre a punto, ¿no le parece?

—Para un hombre como usted es primordial —murmuró Vitali Melnikov—. Está bien, vamos a dejar a la señorita Saville, luego me deja a mí en Maronouchi, el distrito financiero, y se queda con el coche, para sus desplazamientos. ¿De acuerdo?

—Sí, señor. ¿Dónde de Maronouchi?

—Frente a la Estación Central.

—Okay —se tocó Lorne la frente con dos dedos.

Dirigió un vistazo por el retrovisor a Ruth Saville, que continuaba con expresión sombría, y luego dedicó toda su atención al volante. No era nunca fácil conducir por Tokio.