CAPÍTULO III

Arigato.

El botones japonés sonrió al amable cliente recién llegado al Ondori Hotel, que no sólo hablaba más que aceptablemente el japonés, sino que era educado y daba una propina adecuada y generosa, además de las gracias.

—Si desea algo más, señor, sólo tiene que utilizar el teléfono para comunicarse con Servicios.

—Así lo haré —asintió Lorne Short.

El botones dirigió un último y veloz vistazo. Todo estaba en orden en la habitación 407. La única maleta de míster Short estaba en la banqueta, a los pies de la cama. Todo en orden.

Lorne Short quedó solo en la habitación. Se acercó a la ventana, y se quedó contemplando Tokio. Prácticamente, era cómo si todavía estuviese en Los Angeles: el mismo bullicio, el mismo rumor interminable, la misma tensión… Hacía unos dos años que no había estado en Tokio. Sí, todo el tiempo que llevaba sin ver a Sensei. ¿Cómo debía estar el amado Maestro? La pregunta se refería al aspecto físico, claro, porque en el psíquico era indudable que Sensei estaba mejor cada día. Cuando menos, hacía ya tiempo que había tenido el buen sentido de retirarse de toda actividad pública, y vivir solo y en silencio en su ryokan con gran y hermoso jardín, muy cerca de Tokio, pero lo bastante lejos para no sentir su influencia. Podía meditar, hablar con flores y con pájaros…, y seguir alerta, manejando serenamente su Kuro Arashi, a la que pertenecían automáticamente todos aquellos de sus alumnos que habían demostrado poseer cualidades excepcionales. Era una hermosa vida la del Maestro, meditando y ayudando a los demás siempre que podía…

Desde el cuarto piso del Ondori Hotel, Lorne Short veía extenderse Tokio ante él. Estaba en la Avenida Kuramae, en el distrito de Taito. Desde allí podía ver la Catedral Nicolai, y las universidades de Chuo y Meiji, al otro lado del río. Más lejos, los jardines del Palacio Imperial ponían una nota de vida en la jungla de asfalto japonesa… ¡Qué diferente era Tokio de cómo debía haberla conocido el Maestro! En realidad, cualquier ciudad sufre transformaciones, con el tiempo, y si el Maestro tenía setenta años, ése es tiempo para que haya muchos cambios, realmente. ¿O tenía ochenta? ¿O cien?

Lorne Short movió la cabeza, y sonrió.

«Tiene los suficientes para que su sabiduría resulte beneficiosa a sus semejantes».

Estaba a punto de encender un cigarrillo cuando percibió el sonido tras él. Un sonido deslizante y breve. Cuando se volvió hacia la puerta, todavía pudo ver en movimiento el sobre que acababan de echar por debajo. No se apresuró, ni corrió para ver quién había introducido el sobre. Simplemente, fue allá, lo recogió, y regresó ante la ventana, desistiendo ya de encender el cigarrillo.

«A eso le llamo yo trabajar de prisa», pensó, sonriente.

Del sobre sacó unas cuantas fotografías, en colores. La más simpática de ellas correspondía a un japonés sonriente, de expresión maliciosa; debía tener alrededor de treinta años, y aunque parecía un ser simple y despreocupado, Lorne captó en el acto un detalle ya suficientemente para él: el bien musculado cuello. Las otras fotografías eran de un hombre y una mujer. El hombre era alto, y parecía muy fuerte. Pelirrojo, pecoso, de cejas espesas, mirada penetrante, ojos grises; entre treinta y cinco y cuarenta años. La mujer…

La mujer dejó petrificado a Lorne Short. Debía tener unos veinticinco años, alta, esbelta, de figura espléndida, magnífica. También ella tenía los cabellos rojos, brillantes, largos. Los ojos eran verdes, grandes, vivos, alegres. La boca, grande y roja, los labios llenos, sonrientes. Para Lorne Short, que ciertamente no se había pasado la vida en un monasterio, aquella visión fue todo un tremendo impacto sensual, que por unos segundos pareció bombear su sangre a toda presión, al límite. Cerró los ojos, aspiró profundamente, y estuvo así unos segundos.

Luego, más sosegado, volvió a dedicar su atención a las fotografías. En definitiva, tanto Vitali Melnikov como Ruth Saville eran dos bellos ejemplares humanos, jóvenes, llenos de salud y de vida. Sobre todo, ella. Ya con pleno control, pero siempre impresionado, Lorne volvió a mirar a Ruth Saville en las distintas fotografías. Era tan espléndidamente hermosa que parecía ir a salir de la fotografía de un momento a otro, sonriente, brillantes sus increíbles ojos verdes, palpitantes sus senos altos y firmes, que parecían vibrar…

—Bueno —murmuró Lorne Short—, en realidad, esto va a simplificar las cosas…