Puentes, no barreras
ME INTERESÓ PROFUNDAMENTE —como supongo que también a ustedes— el tema de esta conferencia: «Los puentes hacia el mañana». Desde niño me fascinaron los puentes, de modo que cuando me enteré del tema, fui a consultar el diccionario, y esto es lo que encontré: algo que cruza una brecha, un paso sobre un terreno hundido o sobre un obstáculo y me pareció maravilloso puesto que estos últimos cuatro o cinco años realmente me he dedicado a saltar brechas, a construir caminos sobre terrenos hundidos, a superar obstáculos, a hacerle la vida más fácil a las personas que me rodean.
Me gusta pedir definiciones a los niños porque dan las respuestas más hermosas, Si quieren disfrutar un rato, pregúntenle a una criatura qué significa tal o cual cosa. Mi sobrina de cinco años esta comenzando a tantear el mundo. Toca todo, prueba todo. Un día le pregunté: «¿Qué es un puente?». Lo pensó un largo instante y luego me contestó. «Es cuando se cae la tierra debajo de ti, y tienes que construir algo para conectar los pedazos».
¿No sería estupendo que nos pusiéramos en la tónica de unirnos al mañana y destináramos esta conferencia a tender puentes, a superar obstáculos? ¡Qué días maravillosos que pasaríamos! Pero eso implicaría que cada uno de ustedes debería volcarse sinceramente hacia sí mismo. El grupo puede hacerlo, pero todo empieza con el individuo Antes de encararlo como grupo, creo que el primer puente que hay que levantar es el puente hacia cada uno.
Me preocupa ver cuán poco nos han enseñado el respeto por nosotros mismos. Muchos de ustedes saben que durante once años dicté un curso sobre el amor. Allí les preguntaba a mis alumnos, si tuvieran la posibilidad de elegir, dónde les gustaría estar y quién les gustaría ser. Le sorprendente es que, en ese hermoso grupo de personas sensibles, el ochenta por ciento, o más, manifestó deseos de ser otro y de estar en otro lugar. ¡Las chicas querían ser Jackie Onassis! Jackie Onassis no tiene nada de malo, más aún, creo que es, sin duda, la mejor Jackie Onassis. Pero si todas tratan de ser ella, fracasarán.
¡Los varones deseaban ser Burt Reynolds! Un solo Burt Reynolds ya es suficiente. Yo me alegro de que él exista, lo mismo que Jackie. Pero también me alegro de que exista cada uno de nosotros. Es fundamental que cada una pueda pararse frente al espejo y decir: «Espejito, espejito mío, ¿quién es la persona más increíble del mundo?», y creerle a pies juntillas cuando este responda: «¡Eres tú, querido!». Quizá no tengamos la estatura que más atrae o nuestras caderas sean algo más anchas de lo que nos gustaría ¡pero somos lo mejor que tenemos! Y cuando reconozcamos esto, comenzaremos a avanzar. Nadie podrá detenemos.
No hay muchas escuelas que enseñen el respeto por uno mismo. No existen muchos modelos que puedan afirmar: «Me gusto no sólo por lo que soy sino también por lo que tengo de mágico y de potencial». Porque habrás de saber que no eres tanto en realidad como en potencia. Sentimos la necesidad de decirles a los niños: «Hay algo más que un simple lector. Eres algo más que un simple receptor. Eres infinito». Necesitamos gente que nos lo enseñe, pero que primero lo crea. De lo contrario, sería algo falso, y no resultaría.
Uno de los momentos más fascinantes de mi carrera docente fue cuando comencé en la Universidad de California del Sur. Nunca había enseñado en el nivel terciario. Mi experiencia con la escuela primaria y secundaria, me había encantado, pero después me fui dos años al Asia. Al regresar pensé que me gustaría probar en la universidad.
Cuando me enfrenté por primera vez a esa enorme clase, descubrí que habíamos creado un montón de personas apáticas a lo largo de los niveles de enseñanza, alumnos hartos de aprender. Cuando el maestro entraba en el aula con entusiasmo, sólo se encontraba con gente que anotaba automáticamente todo lo que uno decía por temor a toparse con alguna pregunta capciosa en los exámenes. A veces me veía obligado a decir: «¡Suelten esos malditos lápices y escuchen!». (Creo ser un docente muy persuasivo. En ocasiones les he arrojado naranjas a los estudiantes. ¡De alguna manera hay que despertarlos!).
«¿Qué diablos quiere este?», pensaban en la clase. Simplemente, establecer un contacto humano. Lo primero que hice en ese curso de la universidad fue buscar ojos bondadosos, y no vi muchos. Cabezas bajas, sí. Lápices en movimiento, sí. Pero ojos, no. Encontré un par de ojos bellísimos, era una jovencita de la cuarta o quinta fila, y noté que reaccionaba a todo lo que yo decía. Supe, entonces; qué me estaba comunicando por lo menos con una persona, y eso era un buen comienzo. Pero si alguien adopta conmigo la actitud de «seguir al gurú», se sentirá perdido porque advertirá que estoy tan confundido como él. La diferencia está en que yo lo sé. Un maestro budista, me dijo cierta vez: «¿Por qué sigues moviéndote, si ya estás ahí?». Y de repente caí en la cuenta: «¡Dios mío, estoy!».
Será una experiencia maravillosa el día en que comprendamos que cada uno es un ser único en el mundo. Nada hay que sea un accidente. Cada uno es una combinación especial con un propósito, y no permitamos que nos digan lo contrario porque sería una ilusión. Cada uno es esa combinación única y tiene por fin realizar aquello que es esencial para sí. No creamos jamás que no tenemos nada con qué contribuir. El mundo es un tapiz sin terminar, y solamente uno mismo puede llenar ese minúsculo espacio que es suyo.
Celebren su humanidad, su locura. Celebren su soledad. Celébrense a sí mismos. Yo no quiero ser otra cosa que lo que soy, o sea un ser humano. Sinceramente me agrada ser humano. Y eso implica olvidar; implica golpearse contra las paredes, entrar en una habitación errada, equivocarse de piso al bajar del ascensor. Se abren las puertas, yo salgo y descubro que estoy en el sexto piso en vez de en el tercero, y me digo; «¡Otra vez lo hiciste, mi buen amigo!». Es fantástico ser humano. Anoche concurría a un coctel muy elegante y alguien me entregó una copa de un magnífico vino tinto. Como a mí me encanta el vino, tomé delicadamente la copa entre mis manos. En ese momento apareció una persona que gritó; «¡Leo!» y me abrazó, y el vino salió volando por los aires. Todo el mundo chilló, aunque el vino se había derramado sólo sobre mi. Y yo exclamé lo que acostumbran los italianos en estas circunstancias: «¡Alegría!», pero a nadie le pareció alegre. Nadie fue capaz de ver que eso le añadía color a mi noche.
Los que realmente se preocupan, los verdaderos maestros, están siempre aprendiendo de los niños. Ustedes no son de esos que se paran frente a la clase y gritan: «Estamos esperando que Sally termine de hablar». No debe extrañarles que Sally piense: «Sigue esperando, vieja…». Imagínense que sensación de triunfo es saber que toda la clase lo espera a uno. Tal vez la maestra debiera preguntarse que es eso tan importante que está diciendo Sally, y la escuche. Es impresionante cómo les hablamos a los chicos. Presten atención a lo que les dicen. En el noventa por ciento de los casos les transmitimos cosas, pero no conversamos con ellos. No hacemos más que transmitirles cosas.
En una de mis visitas a los indios SIOUX de Dakota del Sur, fueron a buscarme al aeropuerto y viajamos por los campos en un enorme camión con una familia india.
Adelante íbamos el pequeño David, la mamá, el papá y yo.
Mientras charlaba con los padres sobre todas las cosas importantes que hacemos, de pronto me di cuenta de que estaba dejando de lado a David, Entonces me volví hacia él y le pregunté: «David, ¿qué sabes hacer?». Y él me respondió ¡Muchas cosas!, y le pregunté «¡cuales cosas!». «¿Cómo qué?». «Por ejemplo, sé escupir». ¡Qué les parece! Los que han trabajado toda la vida con niños anormales saben que cuando la boca no funciona bien, puede demandar años enseñarle a alguien que frunza los labios para que se produzca el milagro de escupir a voluntad. Uno lo da por descontado. «¿Qué más sabes hacer, David?». «Sé meterme el dedo en la nariz». ¡Apuesto que sí! ¿No les parece una especie de milagro, poder levantar la mano cuando uno quiere meterse el dedo en la nariz, y llevarlo directamente hasta allí? ¡Celebren su propia maravilla!
Todo comienza con cada uno, y el gran puente que conduce a uno hacia los demás es el puente hacia uno mismo. Ese es el importante. Si yo crezco, puedo dar más de mí. Aprendo para poder enseñar más. Me vuelvo más consciente y sensible para poder aceptar mejor la sensibilidad y la toma de conciencia de los demás. Y lucho por comprender mi humanidad para poder entender mejor a los demás como seres humanos. Y vivo en perpetua admiración de la vida para permitir que los demás también celebren su vida. Lo que hago por mí lo hago por los demás. Y lo que los demás hacen por sí mismos, lo hacen por mí, de modo que nunca es algo egoísta. Todo lo que se ha aprendido, se ha aprendido para los que nos rodean.
Debemos dejar el «tú» y optar por el «nosotros». Es el modo más bello de verse a uno mismo y ayudar a que los demás se vean a sí mismos. El poder deriva de eso. Por consiguiente, primero los puentes hasta uno mismo, pero no nos detengamos ahí. La próxima gran brecha es hacia los demás.
La década de los años sesenta fue una época increíble. Todo se cuestionaba. Ser docente en esa década fue uno de los puntos culminantes de mi carrera. Mis alumnos no se limitaban a sentarse y escribir sino que contradecían todo lo que yo decía. ¡Qué tiempos para enseñar y para aprender! Los años sesenta se caracterizaron fundamentalmente por ser tiempo de expresión, de representación, de disenso, de cuestionamiento. Ahora nos preguntamos qué pasó con los años setenta. ¿Saben lo que está comenzando a emerger? Que los años setenta fueron años de introspección, de serenidad. La gente se replegó en su interior al reconocer que ya no había viajes externos que realizar. Si realmente pretendemos encontrar respuestas, debemos mirar hacia adentro. Hemos pasado ya casi diez años de introspección, y parecería que lo único que hemos producido es una enorme cantidad de individuos egocéntricos que no son capaces de volver a relacionarse con lo exterior. ¿Será que habremos perdido el tiempo?
Ya es momento de salir, de comenzar a tender puentes hacia los demás. Ese es el segundo puente. La salvación provendrá del trabajo en conjunto con objetivos comunes, no de las actitudes mezquinas. Uno de los descubrimientos más significativos que he realizado estos últimos años es que no siempre debo tener razón. Así, uno es libre de tener razón algunas veces. ¿Quieren saber otra cosa que comprendí? Yo puedo estar en lo cierto, y también los demás. Las dicotomías son fenómenos distanciadores. Averigüemos primero lo que tenemos en común. No hay dos de nosotros iguales en esta sala, y sin embargo tenemos mucho en común, y es preciso comenzar a partir de los rasgos comunes. Si logramos tomar contacto con esto, habremos emprendido la marcha.
No existe lugar en el mundo adonde no podamos llegar en veintiséis horas. Somos todos vecinos. Recuerdo las épocas cuando, lloviera o tronara, todos los domingos el clan Buscaglia se trasladaba a Long Beach. Long Beach queda ahora a veinticinco minutos del centro de Los Angeles, pero en ese entonces demorábamos tres horas desde el lugar donde vivíamos. Ahora todo queda muy cerca.
Es imposible que caiga una hoja de un árbol sin que nos afecte a todos y cada uno de nosotros. No hay lugar donde ocultarse. Todos influimos sobre los demás. Preciso es, entonces, que comencemos a tender los puentes; de lo contrario las grietas serán tan profundas que jamás lograremos sortearlas.
Existe un sitio remoto en Tailandia central, próximo a la frontera con Malasia. En el medio de una gran extensión de agua se halla una isla diminuta, y allí está enclavado un monasterio budista. Como no tienen agua, deben traerla desde tierra firme en barco, y guardarla en un enorme tanque. Un monje budista estaba tratando de explicarme el provincialismo y me contó una bella historia. Dijo: «Trabajas mucho el día entero y regresas ansiando beber un vaso de esa agua tan preciada que no se puede derrochar. Abres el tanque, metes tu cucharón y ves una hormiga en el interior del barril. ¡Te pones furioso!». Piensas: ¡Cómo te atreves a estar en mi tanque, debajo de mi árbol, en mi isla… y con mi agua! Y matas la hormiga. Pero, si puedes reflexionar antes de matarla y decir: «Hoy hace mucho calor y este es el lugar más fresco de la isla. No le haces daño a mi agua, te sirves del agua de alrededor de la hormiga y bebes. Eres una persona libre», Y el maestro agregó: «también existen los hombres no atados. ¿Sabes como es? Apenas abres el barril y ves la hormiga, no piensas en bueno o malo, justo o injusto. De inmediato convidas a la hormiga un terrón de azúcar». ¡Eso es amor! Debemos empezar a reconocer que cada uno es la única persona que puede suministrarse el azúcar que le hace falta.
El tema de «los puentes hacia el mañana» es fascinante, pero poco me preocupa a mí el mañana. En cambio, pienso mucho en el presente. Mi maestro solía decirme que la mayoría de nosotros vive una ilusión. Vivimos en el pasado, nos afligimos por lo que sucedió ayer. Nada se puede hacer por el pasado, y nunca habremos madurado si todavía le echamos la culpa a alguien o a algo de lo que me sucedió otrora. No te aferres al ayer porque este se colgará de tu cuello y te arrastrará hacia abajo. «Eso me lo hicieron mis padres». ¿Sabes lo que te hicieron tus padres? Te dieron lo que conocían. ¡Dios los bendiga! Quizá no hayan sido perfectos. Lo triste del caso, y tal vez la razón de tu desilusión, es que creías que sí lo eran, y ellos permitieron que lo creyeras.
Quiero leerles algo que me encanta. Lo encontré en el Journal of Humanistic Psychology. Fue escrito por un hombre de ochenta y cinco años que se enteró de que estaba por morir. Dice: «Si pudiera vivir nuevamente mi vida, la próxima vez trataría de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto». Todos tenemos la manía de la perfección. ¿Qué diferencia habría si permitiéramos que la gente supiera que somos imperfectos? Así podrían identificarse con nosotros. Nadie puede identificarse con la perfección. Y continúa; «Me relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido. De hecho, tomaría muy pocas cosas con seriedad. Sería menos higiénico». ¿No les gusta?
El anciano de ochenta y cinco años sostiene: «Correría más riesgos, haría más viajes, contemplaría más atardeceres, subiría a más montañas, nadaría en más ríos, iría a muchos lugares adonde nunca he ido. Comería más helados menos habas». Sinceramente nos fascina privarnos, como fuese una suerte de autocastigo. Desde luego que no podemos hacer todo lo que se nos ocurre, pero de tanto en tanto necesitamos hacer algo descabellado. Ir a la sección especial del supermercado, ver algo que siempre nos gustó y sacarlo del estante y no arrepentirse.
Y prosigue: «Tendría más problemas reales y menos de los imaginarios». El noventa por ciento de las cosas que nos preocupan jamás suceden, y sin embargo seguimos afligiéndonos por todo. Por eso las compañías de seguro son las empresas más rentables de los Estados Unidos. Nos aseguran contra todo. «Yo fui una de esas personas que vivió sensata y profilácticamente cada minuto de su vida. Claro que tuve mis momentos de alegría, pero si pudiera volver atrás, trataría de tener solamente bellos momentos». Por si no lo sabes, de eso está hecha la vida. Sólo de momentos. No te pierdas el ahora. «Yo era de esos que nunca iban a ninguna parte sin un termómetro, una bolsa agua caliente, un impermeable y un paracaídas. Si tuviera que volver a vivir, viajaría más liviano».
Buda hizo una increíble aseveración: «Cuanto menos poseas, menos tendrás para preocuparte». Todo el mundo concuerda; no obstante, nos pasamos coleccionando cosas; Tenemos en nuestros armarios objetos que no hemos usado mil años. Es un insulto para la persona que los fabricó guardarlos encerrados en armarios. Úsalos, que para eso se hicieron. Y finalmente afirma: «Si pudiera volver a vivir, comenzaría a andar descalzo a principios de la primavera y seguiría así hasta concluir el otoño. Daría más vueltas en calesita. Contemplaría más amaneceres. Y jugaría con más niños si tuviera otra vez la vida por delante. Pero ya ven, no la tengo». Ni tú ni yo sabemos lo que hay en el más allá, pero conocemos lo que hay aquí.
La vida está en nuestras manos. Podemos elegir la alegría o hallar la desesperanza, dondequiera que miremos. ¿Por qué será que alguna gente siempre ve hermosos cielos, flores bellísimas y seres humanos bondadosos, mientras que otros no encuentran nunca un lugar bonito?
Un último comentario: me gustaría que pudiéramos tender nuevos puentes hacia la locura. Estoy harto de la cordura, especialmente en la forma que la definimos.
Busqué «locura» en el diccionario y encontré que la definición incluía «éxtasis», «entusiasmo» y «risa». (Búsquenla ustedes, si no me creen). Me preocupa que nuestra sociedad dependa de las risas grabadas, como en los programas de televisión.
Mi maestro budista empleó la palabra exacta. Escúchenla y díganme si no les causa impacto en las entrañas: arrebato. ¡Arrebato! Tenemos derecho a experimentar un arrebato antes de morir. ¿Alguno de ustedes se ha sentido alguna vez transportado? En su libro sobre psicosíntesis, Assagioli afirma que muchos de nuestros problemas parten del hecho de que estamos obstaculizados por la rutina. Hacemos la misma cosa, de la misma manera, día tras día, y por consiguiente nos aburrimos. Y cuando uno se aburre se convierte también en un aburrido. Rompamos la rutina cambiemos los viejos estilos. Piénsenlo. La mayoría de nosotros vive la vida exactamente de la misma manera tras día. Nos bajamos de la cama del mismo lado. Entramos en el baño, tomamos el dentífrico y lo colocar sobre el cepillo de dientes. Nos miramos en el espejo exclamamos: «¡Dios mío!». Nos damos una ducha, salimos, bebemos una de taza de café y nos vamos por la puerta de siempre. Por una vez en la vida que cada uno de nosotros salte por encima de su marido o mujer. «Eh, ¿qué estás haciendo?». «¡Estoy cambiando mi vida!». Propongámosle a esa encantadora persona que está casada con cada uno de nosotros: «Te invito a desayunar afuera esta mañana». Si protesta: «Pero si hoy no es domingo», contestemos «No importa, vamos igual». ¿Cuánto de magia podrá haber en ese desayuno?
Todos estos puentes deben ser edificados en el amor. En la India, cada vez que uno se encuentra o despide de alguien, une las manos y dice: Namaste, que significa: «Honro el lugar en ti donde reside todo universo. Si tú lo habitas en ti y yo lo habito en mí, ambos somos uno».
Namaste.