Se abalanza sobre un capullo de seda que cuelga del techo.

- ¡Pasador! ¡Pasador! ¡Despertad, hay una urgencia! -grita mientras golpea el capullo. No hay respuesta. Betameche abre una hoja extraña de su cuchillo multiuso. Sirve para cortar capullos, evidentemente. Raja la seda a lo largo.

El pasador, que dormía apaciblemente cabeza abajo, resbala entre las paredes sedosas y se estrella contra el suelo.

- ¡Por todas las bayas del bosque! -masculla el viejo minimoy, frotándose la cabeza. Se arregla la barba blanca, enredada entre las piernas, y los pelos de las orejas-. ¿Quién ha sido?

El viejo duende ve al joven príncipe y su cara se alegra.

- ¿Betameche? ¡Sinvergüenza! ¿No has encontrado nada mejor que hacer para divertirte?

- Me envía mi padre. Es para un paso -explica el niño, que patalea de impaciencia.

- ¿Otra vez? -se queja el pasador-. ¿Es que todos tienen que pasar justo en este momento?

- El último paso se llevó a cabo hace tres años -observa Betameche con sensatez.

- Es lo que yo digo. Apenas empezaba a dormirme -contesta el pasador, desperezándose.

- ¡Daos prisa! El rey se impacienta -insiste el príncipe.

- ¡El rey, el rey! Además, ¿dónde está el sello real?

Betameche lo busca en el bolsillo y se lo entrega al pasador.

- Sí. Es el sello, en efecto -concluye tras un rápido examen.

Toma el objeto real y lo engancha en una caja situada en la pared.

- ¿Y la luna? ¿Está llena?

El viejo pasador tira de una trampilla en la pared, como la tapadera de un cubo mural. Hay fijado un espejo que refleja la imagen de la luna, imponente, brillante y, sobre todo, bien llena y redonda.

- ¡Qué bonita es! -se emociona el pasador.

- Daos prisa, pasador. El rayo se debilita.

- Sí, sí, ya va -masculla.

Se acerca a tres anillas, idénticas a las que hay al otro lado del anteojo y que Arturo ha manipulado con cuidado. Salvo que en este lado, para los minimoys, son enormes.

El pasador sujeta la primera.

- Tres muescas a la derecha, para el cuerpo -dice el anciano, y lo hace.

Luego, agarra la siguiente anilla.

- Tres muescas a la izquierda, para el espíritu.

La segunda anilla gira despacio hasta la tercera muesca.

El pasador sujeta la tercera anilla.

- Y ahora, una vuelta completa, para el alma.

El pasador toma la tercera anilla como el encargado de una barraca de feria impulsa la rueda de su tómbola para hacerla girar.

De golpe, el rayo que llegaba de la luna cambia de naturaleza y empieza a ondular como le ocurre a la línea del horizonte cuando hace mucho calor.

- Agárrate -suelta el jefe africano a Arturo.

- ¿Que me agarre? Pero ¿a qué? -contesta el niño, asombrado. En cuanto formula esta pregunta, empieza a encogerse a toda velocidad, en menos tiempo del que se tarda en decirlo.

Arturo, por instinto, se sujeta al catalejo. Pega la espalda contra el ocular, mientras va haciéndose cada vez más pequeño.

- ¿Qué me pasa? -pregunta, asustado.

- Vas a reunirte con nuestros hermanos, los minimoys -le contesta con calma el africano-. Pero no olvides que sólo tienes treinta y seis horas para cumplir tu misión. Si pasado mañana, a mediodía, no has vuelto, la puerta se cerrará durante mil días -le advierte el jefe con firmeza.

Arturo asiente con su cabecita, al tiempo que sigue encogiendo. Detrás de él, el ocular es ahora alto como un edificio. De repente, la pared en cuestión se vuelve blanda y Arturo se hunde en ella. La atraviesa y va a parar al interior del catalejo. Y gira, rueda, choca por todas partes, como un muñeco que cae escaleras abajo.

Termina la caída y se estrella ruidosamente contra el último cristal, el que da a la sala de pasos.

Arturo se frota la cabeza mientras Betameche aparece ya en lo alto de su escalera.

Los dos niños parecen igual de sorprendidos.

Betameche le sonríe y le hace una señal con la mano, un signo de bienvenida.

Arturo, un poco cansado, lo imita.

El minimoy le habla y le hace grandes gestos, pero el grueso cristal impide cualquier conversación. Es evidente que Betameche intenta hacerle comprender algo.

- No oigo nada -le grita Arturo con las manos a modo de bocina.

Betameche se acerca al cristal y lo cubre de vaho. Luego, dibuja una llave.

- ¿La llave? -pregunta Arturo, que imita el gesto de la cerradura.

El minimoy asiente con la cabeza. Arturo se acuerda de repente.

- ¡Ah, la llave! ¡La que hay que llevar siempre encima!

Arturo rebusca en sus bolsillos y saca la famosa llave, unida aún a su etiqueta.

Betameche le felicita y le indica la cerradura, en la pared de la izquierda.

El niño sigue las indicaciones y se acerca a la pared del catalejo, gruesa como el casco de un barco carguero.

Arturo vacila en introducir la llave en la cerradura, pero Betameche lo anima con gestos.

El niño mete la llave y la gira.

Enseguida se pone en funcionamiento un mecanismo invisible y el techo empieza a descender a una velocidad impresionante.

Arturo levanta la cabeza y observa esa masa que se cierne sobre él a una velocidad inexorable.

Está en una trampa. El techo lo aplastará. Se siente invadido por el pánico.

Golpea el cristal y pide auxilio a Betameche.

El minimoy sonríe y le muestra los dos pulgares levantados, en señal de felicitación.

Tanta crueldad deja estupefacto a Arturo, que se siente perdido. Golpea con todas sus fuerzas el cristal, pero es en vano.

- ¡No quiero morir, Betameche! ¡Ahora no! ¡Así no! -grita el pobre niño, casi sin aliento. El techo se acerca y va a aplastarlo en unos segundos. Arturo mira a Betameche a los ojos.

Lo último que verá será la cara risueña de ese duendecillo endiablado.

El techo llega a la cabeza de Arturo, que se echa rápidamente al suelo para no ser aplastado de inmediato.

Pero al final resulta que la presión no lo aplasta, sino que lo hunde en el cristal, que se ha vuelto blando: Arturo se hunde como una cuchara en la mermelada. Es imposible escaparse o moverse en esa materia demasiado densa y gelatinosa. Sólo hay que esperar unos segundos para ser escupido por el otro lado.

Arturo cae de la lente y se estrella contra el suelo, enredado en cientos de hilos gelatinosos, como si hubiera caído en un enorme recipiente de chicle.

El niño está hecho un guiñapo a los pies de Betameche.

- Bienvenido al país de los minimoys -suelta el pequeño príncipe, muy contento, con los brazos abiertos.

Arturo se levanta como puede y procura quitarse todos los hilos que le impiden moverse.

Aún no se ha percatado de que ya no es un niño humano. Se ha convertido en un auténtico minimoy.

- Menudo susto me has dado, Betameche. No entendía nada, creía que me iba a morir y que… -Arturo se detiene a mitad de la frase.

Al quitarse un hilo del codo, descubre que su extremidad ya no tiene nada que ver con el brazo al que está acostumbrado.

Todavía no se atreve a admitir lo imposible.

Se quita los pegajosos hilos y le va quedando al descubierto su cuerpo de minimoy.

Betameche lo sujeta por los hombros y lo gira para que pueda verse reflejado en la lente.

Arturo está estupefacto. Se toca el cuerpo y después la cara como para comprobar que no se trata de un sueño.

- Es increíble -suelta por fin el pequeño.

El pasador sonríe mientras empieza a cerrar de nuevo el capullo.

- Bueno, ya no me necesitáis: yo vuelvo a acostarme.

Agarra la escalera de Betameche para subirse al capullo, que termina de cerrar desde el interior.

Arturo sigue hipnotizado por su reflejo.

- Es realmente increíble.

- Bueno, ya te admirarás más tarde -le suelta Betameche, tirándole del brazo-. El Consejo te espera.

El jefe de la tribu de los bogo-matasalái retira con delicadeza el catalejo de su agujero, mientras sus hermanos doblan con cuidado la alfombra de cinco puntas.

El jefe echa un último vistazo al agujero.

- Buena suerte, Arturo -dice con emoción.

Pone de nuevo el enano de jardín en su sitio y el pequeño grupo desaparece en la noche, tan discretamente como había llegado.

El motor de la vieja camioneta se para de tanto toser. La luz de los faros se reduce rápidamente hasta apagarse.

La noche ha recuperado lo que le pertenece y el silencio es absoluto… Salvo un ligero murmullo apenas perceptible que procede del primer piso.

Seguramente es la abuela, que ronca como una locomotora, ajena a cuanto ocurre.

10

El rey está sentado en su trono y golpea el suelo con el cetro.

- ¡Que entre el que llaman Arturo! -ordena con su potente voz.

Los dos guardias levantan las armas y abren paso a Arturo, que cruza la plaza observado por todos.

La multitud lo recibe con toda una serie de exclamaciones. La gente se ríe, se burla, murmura, gruñe, refunfuña. Arturo hace todo lo posible por disimular su timidez natural, aunque se siente avergonzado.

Selenia, todavía con los brazos cruzados, observa el avance de ese salvador venido del cielo, que más bien parece un pajarillo caído del nido. Betameche da un codazo a su hermana.

- Es majete, ¿eh? -le dice a la princesa.

- ¡Bah, normal! -replica ella con un encogimiento de hombro, y enseguida se vuelve de espaldas.

Arturo pasa por su lado.

- Princesa Selenia, te presento mis respetos -consigue decir, a pesar de su timidez.

Al verla, casi le estalla el corazón.

Se inclina ligeramente, la saluda y prosigue su camino hacia el rey.

Aunque Selenia se niegue a admitirlo, ese muchacho educado y discreto acaba de apuntarse varios tantos.

El rey parece también seducido, pero tampoco es cuestión de precipitarse.

Sólo Miro, el topo, transgrede el protocolo. Avanza hacia el niño y le estrecha efusivamente las manos.

- Yo era muy amigo de Archibald. Me alegro muchísimo de conocer a su nieto -le dice, emocionado.

A Arturo le incomoda un poco que un topo a quien apenas conoce lo reciba de ese modo.

- ¡Por favor, Miro! -advierte el rey, siempre atento al protocolo.

El pequeño topo recobra la compostura, se excusa con un gesto y vuelve a su sitio. Arturo acaba de situarse frente al rey y se inclina ante él, con suma educación.

- Adelante, muchacho, te escuchamos -le dice el rey, picado por la curiosidad.

Arturo se arma de valor y se lanza.

- Antes de que pasen dos días, vendrán unos hombres para destruir la casa y el jardín. Eso significa que mi mundo, y también el vuestro, serán destruidos y recubiertos de cemento.

Un silencio mortal recorre la concurrencia como un escalofrío enfermizo.

- Ésa es una desgracia aún mayor que la que temíamos -murmura el rey.

Selenia no se contiene más. Se vuelve y empuja a Arturo con la punta de los dedos.

- Y tú, con tus dos milímetros y medio de altura, has venido para salvarnos, ¿es eso? -le suelta con desprecio.

Su animosidad sorprende a Arturo, que sólo siente amor por ella.

- La única forma de detener a esos hombres es pagarles lo que piden. Es por eso que mi abuelo vino hace tres años. Buscaba un tesoro escondido en el jardín que serviría para pagar nuestras deudas. He venido para terminar su misión y encontrar ese tesoro -explica con humildad. Cabe decir que ahora la misión le parece más difícil que cuando soñaba con ella ante los dibujos, acurrucado en su cómodo lecho.

- Tu abuelo era un hombre extraordinario -concede el rey, que se pierde en sus recuerdos-. Nos enseñó muchas cosas. En especial, enseñó a Miro a controlar la imagen y la luz.

Miro asiente y suspira, lleno de nostalgia. El rey prosigue:

- Un día se marchó a la búsqueda de ese famoso tesoro. Tras haber surcado las Siete Tierras que forman nuestro mundo, lo encontró en medio de las tierras prohibidas, en el corazón del Reino de las Tinieblas, en el centro de la ciudad de Necrópolis.

La sala se estremece al imaginar ese descenso al infierno. El rey añade:

- Necrópolis, controlada por un potente ejército y bajo el dominio de un jefe que reina como tirano absoluto: el tristemente célebre M, el Maldito.

Unos cuantos espectadores se desmayan. Los minimoys son seres muy sensibles.

- Por desgracia, nadie regresa del Reino de las Tinieblas -concluye el rey, que, al parecer, quiere desmoralizar a Arturo.

- ¿Qué? ¿Sigues dispuesto a vivir la aventura? -suelta Selenia, provocadora.

Betameche se ha hartado y se interpone entre Arturo y su hermana.

- ¡Déjalo tranquilo! Se acaba de enterar de que ha perdido a su abuelo. Eso ya es bastante duro, ¿no?

La frase retumba en la cabeza de Arturo. No lo había entendido con tanta claridad. Los ojos se le llenan de lágrimas. Betameche se da cuenta de que ha metido la pata.

- Bueno… Quiero decir… No se ha sabido nada… Nadie regresa… Por eso…

Arturo contiene las lágrimas y respira hondo para infundirse valor.

- ¡Mi abuelo no está muerto! ¡Estoy segurísimo! -asegura con firmeza.

El rey se acerca un poco a él, sin saber cómo aliviar la pena del muchacho.

- Querido Arturo, me temo que, por desgracia, Betameche tiene razón. Si tu abuelo ha caído en manos de M, el Maldito, o de uno de los horribles secuaces que forman su ejército, hay pocas probabilidades de que volvamos a verlo algún día.

- ¡Precisamente! Puede que M sea el Maldito, pero seguro que no es idiota. ¿Qué interés podría tener en suprimir a un anciano? Ninguno. En cambio, ¿por qué no conservar a su lado a un hombre de saber infinito, un auténtico genio capaz de solucionar toda clase de problemas?

El rey se sorprende al considerar esta hipótesis, que no se le había ocurrido antes.

- Iré al Reino de las Tinieblas y encontraré a mi abuelo, además del tesoro. ¡Aunque tenga que arrancarlos de las garras del mismísimo Maltazard! -exclama, nervioso.

Sin querer, acaba de pronunciar el nombre que nunca debía pronunciar, el nombre que trae la desgracia. Y, como todo el mundo sabe, la desgracia nunca se hace esperar. Cunde la alarma en toda la ciudad. Un guardia irrumpe en el palacio y grita:

- ¡ Alerta en la puerta principal!

Se desata un pánico absoluto en la concurrencia. La gente corre en todas direcciones, se empuja, enloquece…

El rey se levanta del trono y se dirige enseguida hacia la puerta central, la entrada principal de la ciudad.

Selenia apoya la mano en el hombro de Arturo, que está muy avergonzado por haber creado semejante cataclismo.

- Puede decirse que te has lucido con tu entrada -le recrimina la princesa en tono venenoso-. ¿No te han dicho que nunca hay que pronunciar ese nombre?

El pobre Arturo se retuerce las manos.

- Sí, pero…

- Pero el señor hace lo que le da la gana, ¿verdad?

Lo deja ahí plantado, sin darle tiempo a explicarse, ni siquiera a excusarse.

Arturo da un golpe con el pie en el suelo, furioso por haber metido la pata. La gente se apiña frente a la puerta central y los guardias se ven obligados a usar el bastón para abrirse camino.

El rey y sus dos hijos llegan hasta la imponente puerta. Miro acciona un tirador y aparece un espejo que recuerda un periscopio. El topo se acerca y observa qué ocurre al otro lado.

Un tubo largo, como una avenida gigantesca, se extiende hasta el infinito. Todo parece en calma.

Miro gira un poco el espejo para observar a los lados.

De repente, aparece en la imagen una mano extendida. La concurrencia suelta un grito de estupor. Miro gira la rueda del espejo para bajar la imagen, que muestra a un minimoy tumbado en el suelo, en muy mal estado físico.

- ¡Es Gandolo, el del Gran Río! -exclama un guardia que ha reconocido al pobre hombre. El rey se inclina hacia la pantalla para saber a qué atenerse.

- ¡Increíble! Lo creíamos perdido para siempre en las tierras prohibidas -se asombra el rey.

- ¡Eso demuestra que es posible regresar! -le responde Selenia con socarronería.

- Sí, pero mira en qué estado. ¡Abrid las puertas, rápido! -ordena el rey.

Arturo lanza una mirada inquieta al extremo del espejo, mientras los guardias apartan las trancas que bloquean la puerta.

Arturo avanza más. En la parte de abajo, a la derecha de la imagen, ve algo que le preocupa. Es algo extraño, como una esquina que se despega.

- ¡Alto! -exclama. Todo el mundo se queda petrificado.

El rey se vuelve hacia el niño y lo interroga con la mirada.

- Mirad eso, Majestad. Parece un pedazo que se despega.

El rey se inclina y lo constata por sí mismo.

- Sí, efectivamente. Pero no es nada grave. Ya lo volveremos a pegar después -afirma sin entender.

- ¡Es un lienzo pintado, Majestad! ¡Es una trampa! Mi abuelo usaba este método en África para protegerse de los animales salvajes -le explica Arturo.

- Pero nosotros no somos animales salvajes -replica Selenia-. Y no dejaremos morir a ese desdichado. Además, si vuelve de las tierras prohibidas, seguro que puede explicarnos muchas cosas. ¡Abrid las puertas! -ordena la princesa.

En el exterior, Gandolo se arrastra por el suelo con la mano extendida. Implora, suplica, pero es difícil oír qué dice. A menos que lo diga al oído.

- ¡No abráis la puerta! ¡Es una trampa! -murmura el pobre minimoy, con un hilo de voz.

Nadie ha oído su ruego, y los guardias se apresuran a abrir la pesada puerta.

Nadie se decide a acudir en ayuda del pobre Gandolo. Selenia se arriesga y avanza, sola y valiente, para desafiar un peligro que aún desconoce.

- Sé prudente, hija mía -insiste el rey, cuya corpulencia es inversamente proporcional a su arrojo.

- Si nuestros enemigos vienen, los veremos llegar de lejos -replica la princesa, segura de sí misma.

Es cierto que, a primera vista, el enorme tubo vacío se extiende hasta el infinito.

A primera vista solamente. Arturo está convencido de que se trata de una trampa en la que su princesa preferida está a punto de caer.

- No lo hagas, princesa Selenia -le murmura Gandolo.

La joven sigue avanzando, como atraída por esa voz que sólo alcanza a intuir.

Arturo no puede contenerse. Arrebata a un guardia una antorcha de las manos y la lanza con todas sus fuerzas.

La antorcha encendida pasa por encima de la cabeza de Selenia y choca, en pleno trayecto, con un lienzo pintado, invisible hasta entonces.

Los asistentes se quedan boquiabiertos. Arturo tenía razón. Selenia no da crédito a sus ojos. La antorcha cae al suelo y de inmediato prende fuego al lienzo gigantesco, que arde como la paja.

- ¡Oh, Dios mío! -exclama Selenia al ver que el lienzo es pasto de las llamas. Arturo llega a toda velocidad y la empuja. Sujeta a Gandolo por las piernas.

- ¿Selenia? ¡No te duermas! ¡Tenemos que salir de aquí! -grita Arturo para superar el ruido de las llamas.

La princesa sale de su estupor y agarra al herido por debajo de los brazos.

- ¡Cerrad las puertas! -ordena el rey con voz nerviosa.

Arturo y Selenia se apresuran cuanto pueden, entorpecidos por el cuerpo del pobre Gandolo.

El lienzo está casi consumido por completo cuando un último gran pedazo cae al suelo y deja al descubierto al ejército enemigo.

- ¡Oh, Dios mío! -exclama la princesa ante esa temible visión.

El fuego sigue siendo intenso, y los enemigos se impacientan al otro lado del lienzo. Son un centenar, a cuál más feo.

Son guerreros secuaces, una especie de insecto, fruto de un cruce cuyo origen nadie quiere saber. Sus armaduras son de cáscaras de frutos podridos. Tienen armas de todas clases, principalmente espadas. Para esta ocasión, han traído las célebres «lágrimas de la muerte». Se trata de gotas de petróleo, contenidas en un trenzado de cuerda situado en la punta de una honda. Se enciende la trenza y se lanza, de modo que propaga una lengua de fuego sobre todo lo que se mueve e incluso sobre lo que no se mueve.

Todos los secuaces disponen de una montura. Son mosquitos. Son animales adiestrados y aparejados para la guerra, a los que practican una lobotomía al nacer para que sean más dóciles.

Se dice que en realidad el animal no sufre durante la intervención, ya que no hay gran cosa que extirpar.

Pero el jefe secuaz no está ahí posando para que nosotros lo describamos, y decide lanzar el ataque a pesar de que el fuego sigue siendo intenso.

Levanta la espada en el aire y suelta un grito horrible.

El centenar de secuaces repite el grito con gran entusiasmo.

- ¡Date prisa, Selenia! -exclama Arturo, mientras las puertas se cierran y los primeros mosquitos le pasan por encima de la cabeza.

Selenia reúne todas sus fuerzas y llega al interior.

El rey se lanza hacia la puerta y, con sus fuertes brazos, termina el trabajo de los guardias.

Varios mosquitos se estrellan contra la puerta cerrada mientras los guardias echan las trancas de segundad. Por desgracia, una decena de mosquitos ha conseguido entrar en la ciudad y da vueltas por el aire.

El pánico se apodera de los minimoys, que intentan incorporarse a su puesto de combate.

Los secuaces han levantado sus «lágrimas de la muerte» y las hacen ondear sobre sus cabezas. Los mosquitos bajan en picado hacia el suelo, como si fueran cazas en pleno combate, y las bolas de fuego explotan en el suelo tras dejar un reguero inmenso que inflama cuanto se halla a su paso.

Ha empezado la batalla.

- ¡Hay que combatir, Arturo! ¡Hasta el final! -suelta con dignidad Betameche.

- Estoy más que dispuesto pero ¿con qué? -le dice el niño, totalmente desorientado.

- ¡Tienes razón! ¡Toma! -responde Betameche, entregándole su garrote-. ¡Voy a buscar otra arma!

Betameche sale corriendo y deja a Arturo con su garrote.

Los secuaces se lo pasan en grande lanzando bombas. Una bola de fuego acaba de herir al soberano por detrás. El hombretón tropieza y se desploma. Está partido en dos. Arturo suelta un grito de estupor, pero Selenia no parece demasiado inquieta. Ayuda a su padre a levantarse mientras Palmito, su fiel malbak, se endereza solo.

Palmito es un animal corpulento de pelaje largo y cabeza aplastada, lo que resulta muy práctico para proporcionar apoyo a las reales posaderas. En realidad es el cuerpo del rey, el que le procura la fuerza y la seguridad necesarias para su tarea, ya que, en realidad, el rey sólo es un frágil anciano, más bajito que su hija, que le sacude el polvo cariñosamente.

- ¿Estás bien? -pregunta frenético el rey a su fiel compañero.

Palmito asiente con la cabeza y esboza una sonrisa, como para excusarse por haber sido derribado con tanta facilidad.

- Vuelve al palacio -le dice el rey-. Tu hermoso pelaje ofrece un blanco demasiado fácil para las lágrimas de la muerte.

El malbak vacila en abandonar a su señor.

- ¡Date prisa! ¡Vete! -le ordena el rey.

Palmito, muy a su pesar, entra en el palacio.

El rey observa un instante el caos que reina en la ciudad y el ballet aéreo de los mosquitos, digno de la batalla de Inglaterra.

- ¡Organicemos el contraataque! -exclama, sin perder los ánimos.

Todo el mundo agarra lo que puede para apagar los incendios que se declaran por todas partes.

Las madres recogen a los niños y los deslizan por unas trampillas creadas a tal efecto.

En el flanco izquierdo, una decena de minimoys ha sacado una catapulta artesanal.

El tirador se pone el casco y se sienta en su posición de disparo. Acciona el visor, que se sitúa delante de él. Un cargador de grosellas libera los granos, de uno en uno, hacia una cuchara de madera atada a un complejo sistema de resortes.

El tirador sigue a un mosquito en su visor y, acto seguido, dispara. Una grosella cruza el cielo. No da en el mosquito. Automáticamente, el cargador deja caer otra grosella en la cuchara.

Miro se ha reincorporado a su centro de control de los espejos. Comprueba la red de palancas consultando sus ábacos.

En el flanco derecho, Betameche sale de una casa con dos jaulas pequeñas en la mano. Cada una de ellas contiene el mismo animal: una especie de bola blanca que recuerda las semillas de diente de león que se soplan en los campos. Son mul-muls, que emiten unos grititos adorables. Gritos de amor, como todo el mundo sabe, porque los mul-muls son conocidos por el infinito amor que se profesan mutuamente.

- Adelante, tortolitos. Ha llegado el momento de demostrar que os queréis de verdad -suelta Betameche mientras entrega una de las jaulas a uno de sus compañeros.

- No lo sueltes hasta oír mi silbido -le pide antes de salir corriendo a través de la ciudad, destrozada por el fuego de los secuaces.

El tirador catapulta de nuevo una grosella pero, por desgracia, vuelve a errar el tiro. El secuaz, molesto al ver que le disparan como si se tratara de un vulgar pichón, baja en picado hacia la catapulta y lanza una «lágrima de la muerte».

El tampoco da en el blanco, y la bola alcanza a Arturo a su paso. El muchacho se eleva unos cuantos metros y cae a horcajadas sobre una grosella recién llegada a la cuchara.

El tirador no lo ha visto, plenamente concentrado en el mosquito que sigue en el visor.

- ¡Oh, no! -exclama Arturo al percatarse de la delicada situación en la que se encuentra.

El tirador acciona el mecanismo y la grosella sale disparada, junto con Arturo.

Los dos proyectiles cruzan el cielo de la ciudad en dirección a un mosquito imprudente.

- ¿Lo habéis visto? Es Arturo. ¡Sabe volar! -se asombra el tirador.

- Eres tú quien lo ha lanzado por el aire, imbécil -le replica su superior.

El secuaz ve que la grosella le cae encima. Tiene el tiempo justo de agachar la cabeza y evitarla por los pelos. Arturo, en cambio, cae cuan largo es sobre la parte trasera del mosquito, lo que desequilibra al animal un instante.

El secuaz se vuelve para comprobar los daños y ve a Arturo, que se aferra como puede al mosquito. Para no quedar mal, el niño levanta el garrote y adopta una actitud aguerrida.

El secuaz le sonríe y saca una espada monstruosa, forjada en acero. El guerrero se pone de pie sobre su montura y avanza hacia el niño con la firme intención de partirlo en dos.

El niño intenta levantarse a su vez, pero no resulta nada fácil, ya que el mosquito surca el aire como un león marino las olas.

El guerrero levanta el brazo y golpea a Arturo con todas sus fuerzas. El pequeño se agacha en el último momento y el brazo del secuaz, arrastrado por el peso, se enrolla alrededor del cuello de éste y por poco lo asfixia. De pronto, pierde el equilibrio y cae de la montura, para la enorme sorpresa de Arturo, que se ve obligado a tomar las riendas del animal.

Arturo sujeta una rienda con cada mano y procura no dejarse llevar por el pánico.

- Bueno, no será más complicado que la camioneta de la abuela -se dice, aunque no está convencido del todo-. Supongo que para ir a la izquierda, bastará con tirar hacia la izquierda.

Arturo tira ligeramente de la rienda izquierda, pero «ligeramente» no forma parte del vocabulario del mosquito, que al instante se pone a volar boca arriba.

Arturo se cae gritando y en el último momento se agarra a las riendas enmarañadas en el garrote. El animal vuela de cualquier modo, sin comprender las confusas indicaciones del piloto.

El mosquito baja en picado y sobrevuela la ciudad casi a ras de suelo.

- ¡Cuidado, Betameche! -grita Arturo, que por poco le da un porrazo a su amigo con las piernas, que lleva colgando.

Betameche se ha lanzado al suelo, pero Arturo ya vuelve a elevarse por el aire.

Pronto lo persigue otro secuaz.

Miro lo ha visto y orienta su asiento hacia los dos mosquitos que vuelan a lo largo de la pared. Arturo, colgado aún del extremo de las riendas, conduce al animal como puede. Detrás de él, el secuaz ha desenvainado la espada y la blande por encima de su cabeza.

Miro calcula sus trayectorias y acciona un espejo, que surge de repente del muro justo después del paso de Arturo. Su perseguidor choca de lleno con él, y su marcha se detiene en seco.

Otro secuaz ha visto que su compañero acaba de «espejarse» y se eleva hacia el techo de la gruta para volar cerca de él.

- Cuidado con las paredes -grita a sus compañeros de combate-. Están llenas de trampas. Volad más bien por el techo, es más se…

No le da tiempo de acabar. Miro le suelta un espejo del techo, como se suelta un buen puñetazo. El secuaz se estrella con él de frente. El choque es tan violento que lo derriba de su montura, y el mosquito sigue sin él.

Tras cruzar la ciudad con su pequeña jaula, Betameche se introduce unos metros en el interior del túnel que conduce a la sala de pasos.

Recobra un momento el aliento y a continuación saca su silbato. En el otro lado de la ciudad, su compañero recibe la señal y abre la jaula. El mul-mul sale volando enseguida, a la búsqueda de su hembra.

El animalito da vueltas por el aire, agitado como un perro que duda de su olfato.

Luego, por fin encuentra la dirección y vuela por encima de la ciudad. La bola blanca pasa a toda velocidad por delante de un mosquito que cambia inmediatamente de dirección sin que su caballero se lo haya ordenado.

- ¿Qué haces, estúpido? -pregunta el secuaz a su montura.

Sigue al mul-mul, que es, sin la menor duda, su alimento favorito. El secuaz tira de las riendas en todas direcciones, pero sus esfuerzos son en vano. Cuando aprieta el hambre, no hay obediencia que valga.

- ¡Pero no es la hora de comer, cretino de seis patas!

El mosquito no hace ni caso de estos insultos. Sólo ve esa apetecible bolita blanca que lo arrastra hacia el túnel, demasiado estrecho para él.

- ¡No! -grita el secuaz que acaba de comprender en qué clase de trampa ha caído.

El mul-mul se mete por el túnel para reunirse con su pareja y, al querer seguirlo, el mosquito estampa contra la pared la parte de su cuerpo que sobresale de ese orificio.

Betameche abre la jaula y el macho se reúne de inmediato con la hembra, que se lanza amorosamente a sus brazos. Por supuesto, es sólo una manera de decirlo, porque los mul-muls no tienen brazos.

- Bien hecho, enamorados -les felicita Betameche, que sale corriendo para volver a su sitio.

Arturo sigue colgado de las riendas y otro secuaz empieza a perseguirlo. El guerrero desenvaina su pesada espada y se dispone a cortar a nuestro héroe en rodajitas bien finas. Lo cierto es que está colgado como un salchichón.

El secuaz se acerca con la espada en ristre y Arturo piensa que ha llegado su hora.

El guerrero lanza un gran golpe. Arturo levanta las piernas y la espada se engancha en las riendas.

- Perdón -dice Arturo. La educación ante todo.

El secuaz, furioso, intenta liberar el arma tirando hacia arriba.

El mosquito, como es lógico, interpreta este movimiento malhumorado como una indicación y se encabrita. Como no quiere soltar la espada, el secuaz se ve arrancado de su montura.

Arturo pierde el equilibrio, suelta las riendas y cae a horcajadas sobre el mosquito de su perseguidor. Se recobra un poco y sujeta las nuevas riendas, que enrolla alrededor del garrote.

- ¡Bueno, segundo intento! -se dice para darse ánimos.

Esta vez, tira muy despacio de la correa y el mosquito efectúa un magnífico giro a la izquierda. La fuerza centrífuga es impresionante, pero nuestro héroe se mantiene en su sitio.

- ¡Caramba! ¡Ya lo he pillado! ¡Allá voy! -exclama con fervor, antes de recibir una grosella en plena cara. Debido al impacto del tiro, pierde el control de su mosquito.

- ¡Le he dado! -se alegra el tirador, que está junto a la catapulta.

- Pero si acabas de darle a Arturo, pedazo de idiota -le replica su superior.

Arturo y su monstruo incontrolable se dirigen directamente hacia otro secuaz, que blande una «lágrima de la muerte».

- ¡Cuidado! -advierte Arturo al secuaz, que no tiene tiempo de ver la catástrofe que se le echa encima.

Las dos monturas chocan de frente y la lágrima de la muerte estalla sobre el mosquito de Arturo.

Por suerte, nuestro héroe ha tenido la buena idea de saltar al vacío antes de la colisión. Aunque enseguida se pregunta si, en realidad, ha sido tan buena idea: dado su nuevo tamaño, está cayendo desde cien metros de altura.

Por suerte, aterriza de nuevo sobre un mosquito sin piloto.

Está a salvo; sólo le queda un problemilla que resolver: está sentado en el sentido contrario y no ve en absoluto hacia dónde lo dirige su nueva montura.

Su antigua montura se ha incendiado y cae en picado hacia el rey. Selenia lo ha visto.

- ¡Cuidado! -grita la princesa, y echa a correr hacia su padre y se lanza sobre él como una manta.

El mosquito toca el suelo y explota, dejando un largo rastro de fuego.

- ¿Estás bien, padre? -pregunta enseguida Selenia.

- Seguramente -responde el rey, bastante débil-. Pero, de momento, prefiero quedarme echado. Es mejor para contemplar el espectáculo -bromea, aunque sabe que de momento es incapaz de levantarse. Selenia le sonríe y se queda a su lado.

Después de unas cuantas contorsiones, Arturo consigue situarse en el sentido de la marcha.

- Bueno, veamos si he hecho progresos -dice, sujetando de nuevo las riendas.

Da unos tironcitos secos. El mosquito responde mejor que un Ferrari.

- Eso está mejor -exclama el muchacho, cada vez más seguro de sí mismo.

Se pone de inmediato a perseguir a un secuaz.

El rey lo ha visto.

- ¡Mira, Selenia! -indica a su hija, señalando al niño con el dedo.

La joven princesa busca un instante en el cielo y detecta a nuestro héroe, que persigue al secuaz.

Se queda boquiabierta, sintiendo en parte celos y en parte admiración.

Arturo consigue colocar su montura justo encima de la del secuaz.

El niño carraspea para llamar la atención del guerrero. Éste levanta la cabeza y ve a Arturo. Él también se queda boquiabierto.

- ¿Necesitas municiones? -pregunta el niño con humor. Luego, tira de la cuerda que sujetaba todas las lágrimas de la muerte. El secuaz atrapa como puede las primeras, pero parece un esquiador bajo un alud. Enseguida pierde el control de su mosquito, que choca contra la pared y estalla. Arturo describe un giro muy cerrado para evitar la colisión, como un verdadero piloto de caza.

- ¡Qué valentía! ¡Qué audacia! -comenta el rey-. ¡Es increíble cómo se parece a mí! -La frase se le ha escapado-. Quiero decir que es como yo a su edad: valeroso, voluntarioso…

- ¿Y ya velloso? -le interrumpe su hija, siempre dispuesta a intervenir.

El rey carraspea y cambia de tema.

- Sería una buena pareja para ti.

- ¡Papá! Creo que soy bastante capaz de arreglármelas sola; no necesito una casamentera -replica su hija, exasperada como sólo pueden estarlo los adolescentes.

- ¡No he dicho nada! ¡No he dicho nada! -responde el rey, disculpándose.

Arturo está orgullosísimo a los mandos de su mosquito, cuya conducción ya no tiene secretos para él.

- ¿A quién le toca ahora? -dice muy orgulloso, en el momento en que un mul-mul pasa a toda velocidad por delante de él.

Su mosquito queda hipnotizado al instante y se pone a perseguir su plato favorito. El giro ha sido tan brusco que Arturo ha estado a punto de salir despedido de su montura.

- ¡Eh! Pero ¿qué te pasa? -se pregunta Arturo. Nuestro joven amigo empieza a sospechar que todavía no conoce todos los secretos del mosquito.

Por mucho que tire de las riendas en todas direcciones, no sirve de nada. Su mosquito sólo se detendrá cuando se haya zampado el mul-mul.

Betameche espera a su presa en el fondo del túnel, cuando repara en el pobre Arturo, que ha caído en la trampa, en dirección al subterráneo.

- ¡Oh, no! ¡Él no! -exclama Betameche.

Miro ve la escena de lejos. Hace girar su asiento y se prepara para un posible salvamento.

- ¡Socorro! ¡Se va a estrellar! -suelta el rey, aterrado.

Hasta Selenia parece preocupada por Arturo, y es la primera vez.

- ¡Arturo! ¡Salta! -le grita Betameche.

El pequeño no lo oye. Tira todo lo que puede de las riendas, que al final se le escapan.

Arturo sale disparado hacia atrás y se cae del animal.

- ¡Arturo! -grita Selenia, cubriéndose la cara con las manos. Arturo se agarra milagrosamente al extremo de una raíz que cuelga del techo.

El mul-mul entra en el túnel y el mosquito que lo perseguía se estrella contra la pared y termina en una versión «cupé descapotable».

11

Selenia, aliviada, lanza un suspiro revelador. Se vuelve hacia su padre, que la mira sonriente, pues ha notado la simpatía de su hija por el joven héroe. Al sentirse descubierta, la princesa fulmina a su padre con la mirada.

- ¿Qué pasa? -pregunta, en un tono frío como un témpano de hielo.

- ¡Yo no digo nada! -responde el rey, que levanta los brazos en un gesto que indica: «¡A mí que me registren!»

En el centro de control, Miro también sonríe al ver a ese niño que cuelga del techo contorsionándose como un mono.

- Ese jovencito me cae bien -admite.

Betameche se ha acercado a Arturo, que está casi boca abajo.

- ¿Arturo? ¿Cómo estás? -grita hacia su amigo.

- ¡Impecable! -le contesta el niño, al borde de la extenuación. En cuanto ha pronunciado estas palabras la raíz va cediendo y al final se rompe.

Arturo suelta un grito sin fin, como su caída.

Miro no vacila. Acciona sus palancas, unas tras otras.

Un primer espejo sale del muro y recoge a Arturo, que se desliza hacia un segundo espejo recién aparecido. El resbalón se prolonga hasta un tercer espejo y, luego, hasta un cuarto. Miro va abriendo los espejos a medida que Arturo va descendiendo a toda velocidad, como si bajara por un tobogán con escalones.

El niño rebota de un peldaño a otro y termina despatarrado sobre el suelo polvoriento.

Miro está aliviado, como el rey. Y como Selenia, cuyo rostro se ha iluminado.

Arturo tiene la espalda molida y se apoya en el garrote para levantarse.

De lejos, parece un anciano.

- Pues sí…, es verdad que se parece a ti -comenta Selenia en tono burlón.

Betameche acude en ayuda de su amigo.

- ¿Estás bien? ¿Te has roto algo? -le pregunta el minimoy.

- No lo sé. ¡No me noto el trasero!

Betameche se parte de risa.

El cielo de la ciudad se ha despejado y muchos mosquitos han sido abatidos.

De hecho, sólo quedan dos, que surgen de la nada y aterrizan a los pies del rey.

Selenia se ha situado instintivamente delante de su padre. Los dos secuaces desmontan y desenvainan la espada.

- Tranquila. No queremos al rey, sino a ti -anuncia el secuaz en tono burlón.

- No nos tendréis a ninguno de los dos -replica con valentía la princesa, que saca un puñal ridículo. Los secuaces se burlan de la joven y se abalanzan sobre ella gritando.

Es probable que embestir y gritar sean las dos únicas cosas que un secuaz sabe hacer bien. El combate es desigual.

Selenia logra dar algunos pasos, rechazar algunos ataques pero, en una mala acción, su puñal se rompe.

Y la princesa está en el suelo, a merced de dos guerreros, que esbozan unas sonrisas como huecos de escalera.

- ¡Ve a atraparla! -exclama uno de los dos.

- ¡Eh! -les gritan desde detrás. Los dos secuaces se giran y ven a Arturo, con su fiel bastón en la mano.

- ¿No os da vergüenza atacar a una mujer?

- No -responde un secuaz después de reflexionar un poco, y enseguida se echa a reír como un tonto.

- ¡Luchad con un adversario de vuestro tamaño! -replica Arturo, a la vez que aprieta con fuerza su pobre bastón.

- ¿Ves tú a algún adversario de nuestro tamaño? -dice el secuaz mirando a un lado y a otro.

- No -le responde su compañero entre carcajadas.

Arturo, molesto, saca pecho y ataca a los secuaces amenazándolos con el garrote.

El guerrero hace girar la espada a la velocidad del sonido y corta el garrote de Arturo a la altura de la empuñadura. El niño se detiene en seco.

- Acaba con él, que yo me encargo de la otra -suelta el otro secuaz, muy serio.

Arturo retrocede y esquiva, como puede, los potentes sablazos.

Selenia se sitúa delante de su padre, dispuesta a sacrificar su vida por él. Pero al secuaz no le importan los sacrificios. Lo único que quiere es apoderarse de la princesa.

Arturo está furioso, frustrado, anonadado por todas estas injusticias que soporta desde hace tanto tiempo. ¿Dónde está ese Dios bondadoso que nos defiende del mal? ¿Dónde están esos adultos con sus hermosas palabras sobre la justicia, sobre lo que está bien y lo que está mal? Arturo está rodeado de oscuridad y ya no puede más.

Tropieza con una gran piedra y su mano se agarra a la empuñadura de la espada mágica. ¿Es una señal de la providencia? ¿Una respuesta a sus preguntas?

Arturo no sabe nada de eso. Lo único que sabe es que le convendría mucho tener una espada, y que ésta no sirve de nada en una piedra.

Sujeta la espada y la extrae como si estuviera clavada en mantequilla.

El rey no da crédito a sus ojos. Selenia está boquiabierta.

- ¡Milagro! -exclama Miro con un suspiro.

Los dos secuaces miran recelosos a Arturo, preguntándose cómo ha podido hacer semejante truco de magia. Pero, como todas las reflexiones de un secuaz, ésta termina en un ataque y los dos guerreros inician de nuevo su embestida.

Arturo levanta la espada y entabla el combate. Para su enorme sorpresa, la espada le parece ligera y ejecuta paradas que él ni siquiera ha aprendido. Combate con gracia y agilidad, como haría en un sueño.

Betameche se ha acercado a Miro.

- ¿Dónde ha aprendido a luchar así? -se asombra el príncipe.

- La espada le da ese poder -explica Miro-. Multiplica la fuerza del justo.

Los dos secuaces han agotado pronto todos sus movimientos y ya no saben qué hacer. Arturo acelera y en cada nuevo intercambio corta más las espadas de los secuaces.

Muy pronto los dos guerreros sólo tienen las empuñaduras en la mano y prefieren parar el combate.

Arturo aprovecha para recobrar el aliento y esbozar una sonrisa de vencedor.

- ¡Arrodillaos! ¡Y pedid perdón a la princesa! -ordena.

Los dos secuaces se miran y salen corriendo hacia sus monturas para escaparse de esta humillación.

Arturo se abalanza sobre los mosquitos y les corta las patas delanteras de un sablazo. Los dos secuaces caen hacia delante y ruedan por el suelo.

- ¡He dicho que os arrodilléis! -insiste Arturo, que los amenaza con la punta de la espada.

Selenia avanza despacio y se sitúa delante de los dos guerreros, avergonzados.

- Perdón… -dice el primero.

- … princesa -concluye el segundo.

Selenia levanta la cabeza, como sólo saben hacer las princesas.

- ¡Guardias! ¡Llevad a los prisioneros al centro de descondicionamiento! -ordena el rey en medio de la plaza prácticamente desierta.

Algunos guardias aparecen tímidamente y se llevan a los dos secuaces.

El rey se ha acercado a Arturo, sin duda para felicitarlo.

- ¿Qué es un centro de descondicionamiento? -pregunta el pequeño, poco acostumbrado a recibir cumplidos.

- Es un mal necesario -le responde el anciano-. No me gusta someterlos a ese tipo de prueba, pero es por su bien. Después de este tratamiento de choque, vuelven a ser lo que eran antes: simples y buenos minimoys.

Arturo observa a los prisioneros que se alejan y siente un nudo en la garganta al pensar en la prueba que los espera.

Betameche le da una palmadita en la espalda.

- ¡Has combatido como un jefe! ¡Era increíble!

- Es esta espada. Es tan ligera que todo parecía fácil -explica con modestia el niño.

- ¡Por supuesto! ¡Es una espada mágica! Hacía años que estaba en la piedra y tú la has sacado -le explica Betameche, agriadísimo.

- ¿Ah, sí? -contesta Arturo, mirando la espada con asombro.

El rey se le acerca con una sonrisa muy paternal.

- Sí, Arturo. Ahora eres un héroe: ¡Arturo, el Héroe!

Betameche hace suya la frase y se pone a gritar:

- ¡Viva Arturo, el Héroe!

El pueblo, que ha ido reapareciendo poco a poco, empieza a aplaudir y a mostrar su júbilo pronunciando el nombre de su héroe.

Arturo levanta el brazo con timidez, visiblemente avergonzado por su repentina popularidad.

Selenia aprovecha la euforia general para convencer a su padre.

- Ahora que la espada ya no está en la piedra, no hay un segundo que perder -insiste-. Te pido permiso para continuar mi misión.

El rey observa a la muchedumbre entusiasmada, alegre y despreocupada de nuevo, y se pregunta cuánto tiempo durará este estado de ánimo. Dirige una mirada llena de cariño a su hija, a pesar de que es más corpulenta que él.

- Por desgracia, estoy de acuerdo contigo, hija mía. La misión debe continuar, y tú eres la única que puede llevarla a cabo.

Selenia daría saltos de alegría, pero la gravedad del tema (así como el protocolo) la obliga a contenerse.

- Pero con una condición -añade el rey, lo que provoca un suspense que no le desagrada en absoluto.

- ¿Cuál? -quiere saber la princesa.

- Arturo es resuelto y valiente. Su corazón es puro y su combate es justo. Él te acompañará.

La frase es clara y tajante. Selenia sabe que sería inútil discutir. Baja los ojos y acepta graciosamente la decisión de su padre, algo inusitado en ella.

- Estoy orgulloso de ti, hija mía -confiesa su padre, encantado-. Estoy seguro de que los dos formaréis un buen equipo.

Hace apenas una hora, la princesa se habría tomado esta condición como la peor de las afrentas. Pero Arturo ha luchado bien y ha salvado a su padre. También hay algo más, que jamás se atrevería a admitir: en su corazón se ha abierto una puertecita, empujada por una ráfaga de calidez, una corriente de aire llena de ternura. Una puertecita por la que se ha colado Arturo. Lentamente alza los ojos y los fija en los de su nuevo compañero. Los dos niños se miran, casi por primera vez.

Arturo nota que algo ha cambiado, pero tendrá que crecer para poder definirlo. Dirige una tímida sonrisa a Selenia, un poco incómodo, como para excusarse por haberle sido impuesto como compañero.

Selenia entorna los ojos como un gato a punto de ronronear y le dedica una hermosa sonrisa.

La puerta central de la ciudad se abre un poco. Un guardia asoma la cabeza y comprueba que el túnel esté vacío. Avanza un poco hacia el exterior y dispara una flecha incendiaria. El proyectil atraviesa el túnel e ilumina a su paso las paredes cubiertas de humedad.

La flecha se clava en el suelo, a gran distancia. No hay ningún lienzo pintado.

- Vía libre -grita el guardia tras volverse hacia la puerta, que enseguida se abre de par en par.

Todo el pueblo minimoy está ahí reunido para despedirse de su princesa y de su héroe.

Arturo desliza la espada en una magnífica vaina de cuero.

Miro acaba de ponerle la mano en el hombro en un gesto amigable, aunque su expresión resulta extraña.

- Sé que vas en busca de tu abuelo, pero… -Duda, vacila y, por fin, se lanza-. Si alguna vez, en tu búsqueda, te encuentras con un pequeño topo con gafas que se llama Milo… Es mi hijo. Ya hace tres meses que desapareció… Seguramente los secuaces…

Miro agacha la cabeza, como si la tristeza fuera una carga demasiado pesada para él.

- Puedes contar conmigo -le dice Arturo sin dudar siquiera. Miro le sonríe, maravillado por la energía y el candor de este joven héroe.

- Gracias, Arturo. Eres un buen chico -contesta.

Betameche está un poco más lejos y se dispone a cargar una mochila enorme. Dos guardias la levantan mientras él pasa los brazos por las correas.

- ¿Estás seguro de que no se te ha olvidado nada? -dice uno de los guardias con humor.

- Seguro. Venga, soltadla.

Los dos guardias sueltan la mochila, y Betameche, debido al peso, cae hacia atrás y se estrella en el suelo como una tortuga sobre su caparazón.

Los dos guardias se parten de risa, lo mismo que el rey, mientras Selenia suspira.

- ¿Padre? ¿De verdad debe acompañarnos Betameche? Tengo miedo de que nos retrase y ya vamos muy justos de tiempo.

- Aunque aún es joven, Betameche es el príncipe de este reino y él también tendrá que gobernar algún día -le responde el rey-. También debe demostrar su valentía y aprender a través de las pruebas.

Selenia pone enseguida mala cara, lo que demuestra que vuelve a estar muy en forma.

- Muy bien. No perdamos más tiempo. Adiós -dice, y da media vuelta, sin detenerse siquiera a abrazar a su padre.

Se encamina hacia la puerta y pasa por delante de Arturo.

- ¡Vamos! -le indica sin detenerse.

Arturo dirige una pequeña señal de despedida a Miro y alcanza a Selenia.

Betameche saca algunos objetos inútiles de la mochila cuando ve partir a su hermana.

- ¡Eh! ¡Esperadme! -exclama, y vuelve a ponerse la mochila sin preocuparse siquiera de cerrarla.

Se reúne corriendo con sus compañeros y, al hacerlo, pierde un montón de utensilios aparentemente inútiles.

Selenia ha llegado ya al inmenso tubo. Betameche acorta la distancia que lo separa de sus dos compañeros.

- ¡Eh! Podríais esperarme, ¿no? -se queja.

- Perdónanos, tenemos que salvar a un pueblo -replica la princesa en tono mordaz.

Los tres se adentran en la oscuridad del tubo. Sólo la antorcha que Arturo se ha encargado de llevar ilumina un poco la ruta y forma una bolita de luz que se aleja.

Tras ellos, el pueblo minimoy les dirige los últimos gestos de despedida mientras los guardias vuelven a cerrar las pesadas puertas.

Un portazo sordo y rotundo termina de señalar el cierre.

El rey suspira ante esa puerta por la que han desaparecido sus hijos.

- Espero que sepan evitar a los secuaces -susurra a Miro-. A propósito de los secuaces, ¿cómo van nuestros prisioneros? -pregunta el rey.

- Son obstinados, pero la cosa progresa -le contesta el topo.

Los dos secuaces en cuestión se han quitado las armaduras y están sumergidos en una inmensa bañera llena de una espuma de colorines. Unas bonitas minimoys hacen pompas de formas diversas mientras otras ejecutan sugerentes bailes al ritmo de un tamuré. El ambiente es cálido, suave y embriagador para ablandar a nuestros dos pedazos de granito.

Dos encantadoras minimoys se les acercan y les ofrecen unas bebidas de aspecto delicioso.

- No -contestan a coro.

Aún falta un poco.

12

El tubo por el que nuestros tres héroes deambulan parece ahora más glacial, más sombrío y más inquietante. Las paredes rezuman por todas partes, y cada gota que cae del techo golpea el suelo con estrépito, como una bomba.

- Selenia, tengo un poco de miedo -termina por decir Betameche, pegado a su hermana.

- ¡Pues haberte quedado en casa! Ya te contaremos la historia cuando volvamos -le contesta con su arrogancia natural-. ¿Tú también quieres dar media vuelta? -pregunta a Arturo.

- ¡Por nada del mundo! -contesta éste sin dudar-. Quiero quedarme contigo, quiero decir… ¡Para protegerte!

Selenia le arranca la vaina de las manos y se la pone en la cintura.

- Con esto, ya estoy protegida. No te preocupes por mí -replica mientras se ajusta la espada mágica.

- ¡Pero si la espada ha salido de la piedra ha sido gracias a él! -exclama Betameche con auténtica preocupación.

- Sí. ¿Y qué? -contesta la princesa, indiferente.

- Lo menos que podrías hacer es decir: «Gracias, Arturo.»

Selenia alza los ojos al cielo.

- Gracias, Arturo, por haber sacado la espada «real» que, como su nombre indica, sólo puede llevar la familia «real». Tú todavía no eres rey que yo sepa, ¿no?

- No -admite Arturo, algo perdido.

- Pues debo llevarla yo -concluye la princesa, apretando el paso.

Los dos niños se miran, un poco abatidos. No será fácil hacer el viaje con este diablillo.

- Iremos a la superficie y tomaremos un transportador. Así ganaremos tiempo -añade la princesa, como una orden.

Selenia se encarama al tubo y sale a la superficie por un agujerito.

Nuestros tres héroes se encuentran en un bosque de hierbas altas, frondosas, inmensas, casi impenetrables.

Sin embargo, sólo se trata de una pequeña porción de césped en medio del jardín, frente a la casa.

La ventana del primer piso sigue abierta. Una ligera brisa primaveral acaricia la mejilla de la abuela que, poco a poco, va saliendo de su profundo sueño.

- He dormido como un tronco -comenta con voz áspera a la vez que se frota la nuca.

Se pone las zapatillas y se dirige al cuarto de Arturo arrastrando los pies.

Gira la llave y se asoma al interior.

Arturo está acurrucado en medio de la cama, totalmente arropado, de modo que no se le ve ninguna parte del cuerpo. La abuela sonríe y decide dejarlo dormir un rato más. Vuelve a salir y cierra la puerta sin hacer ruido.

La abuela abre la puerta principal y recoge las dos botellas de leche dejadas en la escalinata, prueba de que Davido todavía no ha se ha apoderado de la lechería.

Esta buena señal la anima a levantar la cabeza y a aprovechar el espléndido día que empieza. Un cielo azul cubre el bonito jardín y los magníficos árboles. Excepto uno, que parece en mal estado: el que tiene una camioneta alrededor del tronco, como una bufanda.

Esta imagen horrorosa sobresalta a la abuela.

- ¡Debí de olvidarme de poner el freno de mano! ¡Qué cabeza la mía! -masculla para sí misma.

Sobrevolamos el césped como un bosque inmenso y nos adentramos por entre las briznas de hierba, erguidas como robles centenarios.

Al pie de este gigantesco bosque, también minúsculo, nuestros tres héroes avanzan a buen paso. Van por lo menos a doscientos por hora. Metros, evidentemente.

Selenia sigue el camino tan segura como si estuviera en su jardín.

Arturo le pisa los talones, sin perderla de vista.

Betameche, en cambio, va un poco rezagado y muestra los primeros signos de fatiga.

- ¿Selenia? ¿No podrías reducir un poco la marcha, por favor? -le suplica a su hermana.

- Ni hablar. No tenías por qué ir cargado como un gamul.

- Llevo un poco de todo, por si acaso -contesta Betameche, encogiéndose de hombros.

Selenia se acerca a un ciempiés que, dado su tamaño, avanza como un edificio.

Arturo se inquieta. El animal es gigantesco, con sus cien patas, grandes como excavadoras.

Selenia sigue su camino hacia al monstruo, como si no lo hubiera visto.

- ¿Tienes algo por si nos encontramos con una cosa como ésta? -pregunta Arturo, al borde de un ataque de nervios.

- No te preocupes -le responde Betameche, que se saca un objeto del bolsillo-. Llevo mi navaja multiusos. ¡Tiene trescientas aplicaciones! Me la regalaron por mi cumpleaños.

El príncipe muestra con orgullo la navaja, de aire vagamente suizo, y comenta los usos.

- Aquí: sierra giratoria, doble cuchilla, pinza multi-cangrejo. Ahí: pompa de jabón, caja de música y máquina de barquillos. En este lado: el cascanueces, el trazador ocho perfumes, el vainillador de superficie y, cuando hace mucho calor, el abanico. -Betameche pulsa el botón y aparece un magnífico abanico japonés. El príncipe se abanica enseguida, como incomodado por el calor.

- Qué curioso. El año pasado, por mi cumpleaños, me regalaron lo mismo. Bueno, casi -contesta Arturo sin apartar la mirada del ciempiés, que sigue avanzando hacia ellos-. ¿No tendrás nada contra los ciempiés? -añade el niño, cada vez más inquieto.

- También están todos los clásicos -prosigue Betameche, que retoma la enumeración-: el tulipo, el matachete, los fijómatas y soluquitos, piplatos, silbatos, golosuras y molederas, racán perforador y nautilo soldador, pamplinitas y giramemos…

Selenia, que no puede más, lo interrumpe.

- ¿Y no hay nada para cerrarte la boca? -pregunta, desenvainando la espada.

Betameche se encoge de hombros mientras Selenia avanza y corta las patas delanteras del ciempiés como si segara trigo.

El animal yergue la cabeza y se atraganta con la hierba que estaba paciendo. Nuestros tres héroes se meten bajo el ciempiés y lo recorren como se recorre una galería comercial. El ciempiés sale corriendo en sentido inverso, y hay qué ver el polvo que levantan cien pies al correr.

Arturo no sale de su asombro y observa al gigantesco animal, que pasa por encima de su cabeza como un avión al despegar. A Betameche no le importa un comino; lo hace todos los días.

- Aquí, en el último lado, están todas las novedades: el piludo de frufrú, muy práctico para la captura del badarú plumado.

- ¿Es algo parecido a un pájaro, un badarú? -pregunta Arturo, con los ojos clavados en el vientre del ciempiés.

- Es un pez -responde Betameche, antes de volver a su lista-. También tengo un balancín de perdigón, una espumilla de terciopelo, una descascarilladora de uva blanca, un humidificador de pasas, un lanzasapos, un protegecaflón y una serie de armas cortas: el parabolero, el antigiseta, un chiflón de doce cañones, el novísimo carcanón de doble cara…

El cuerpo del ciempiés desaparece y deja tras de sí una nube de polvo. Arturo se queda muy aliviado.

- Y para terminar -concluye Betameche-, el último uso. Mi preferido: ¡el peine!

Betameche pulsa un botón que libera un pequeño peine imitación a carey.

El príncipe se peina, con un placer evidente, los tres pelos que tiene en la mollera.

- Éste no lo tengo -comenta Arturo, en un tono levemente burlón.

La estación central, encrucijada de todo buen viajero, se ha situado en un terreno ligeramente deforestado. De lejos, parece sencillamente una piedra lisa depositada en el suelo. De más cerca, se constata que se han puesto dos piedras una sobre otra y que se ha acondicionado el intersticio que las separa.

Se trata de un mostrador inmenso que puede recibir a varias decenas de pasajeros a la vez. Pero hoy el mostrador está desesperadamente vacío.

Selenia se acerca a la enorme piedra donde hay un letrero: «Expreso, transportes de todo tipo.»

- ¿Hay alguien? -pregunta la princesa en voz alta.

No obtiene respuesta. Sin embargo, las rejas están levantadas y unas antorchas iluminan el interior de las oficinas.

- Parece que en vuestro país los viajes no son muy frecuentes -observa Arturo, que busca por su lado.

- Cuando hayas hecho un viaje con nosotros, comprenderás por qué -le contesta Betameche, sarcástico.

Arturo no sabe cómo tomarse este comentario, pero se fija en una semiesfera situada en el mostrador. Se parece mucho a los timbres que se encuentran en las recepciones de hotel y Arturo se permite tocarlo. El objeto chilla y se queja de inmediato. El animal saca las patas y despierta a los pequeños que dormían bajo su caparazón.

La mamá se lamenta en un idioma desconocido, seguramente el del grillo.

- Lo siento mucho. Pensaba que era un timbre -se disculpa Arturo, avergonzado.

Sólo faltaba eso para ofender al animal, que se pone a gritar aún más.

- ¡No! Quiero decir que no sabía que estaba viva. -Arturo se está liando bastante.

La mamá no quiere saber nada de sus excusas y se va por el mostrador, seguida de su prole.

- No está bien fastidiar así a los clientes -le suelta el viejo minimoy que acaba de aparecer detrás del mostrador. Lleva un delantal de pétalo de aciano, un gran bigote tan peludo como sus orejas y habla con un marcado acento italiano.

- Lo siento muchísimo -asegura Arturo, que descubre al hombre con sorpresa.

Selenia interrumpe la conversación al ponerse frente a la taquilla.

- Perdone, pero no tenemos tiempo que perder. Soy la princesa Selenia -anuncia con cierto aire de pretensión.

El viejo empleado cierra un ojo para observarla mejor.

- ¡Ah! Ya veo. ¿Y éste es el imbécil de vuestro hermano?

- Exacto -responde Selenia antes de que Betameche acierte a intervenir.

- ¿Y quién es el tercer gracioso que molesta a mis clientes? -suelta el minimoy, evidentemente de mal humor.

- Me llamo Arturo -interviene con educación el niño-, y busco a mi abuelo.

El empleado parece intrigado. Recurre a la memoria por un instante.

- Hace unos años transporté a un abuelo… ¿Cómo diablos se llamaba?

- ¿Archibald? -sugiere Arturo.

- ¡Archibald! ¡Exacto!

- ¿Sabe adónde fue? -pregunta Arturo con los ojos llenos de esperanza.

- Sí. Ese viejo excéntrico quería que lo enviara a Necrópolis. Con los secuaces. Pobre loco -comenta el viejo minimoy.

- ¡Perfecto! -exclama Arturo-. Ahí es donde queremos ir.

El agente se queda inmóvil un instante, estupefacto por esta petición incongruente, y acto seguido, baja de golpe la reja de la taquilla para cerrarla.

- ¡No hay billetes! -suelta tan campante.

Selenia tiene mucha prisa para perder el tiempo con tonterías, así que saca la espada y pega un mandoble directamente sobre el mostrador. Empuja la puerta así creada, que cae al suelo con estrépito.

El empleado está paralizado en el fondo de su oficina, con el bigote en vertical.

- ¿A qué hora es la próxima salida para Necrópolis? -pregunta la princesa.

Betameche ya ha sacado una guía de la mochila. Tiene unas ochocientas páginas y debe de pesar otros tantos kilos.

- La próxima salida está programada para dentro de ocho minutos -dice tras encontrar la página-. ¡Es un directo!

Selenia saca una bolsita llena de monedas y la lanza a los pies del empleado.

- Tres billetes para Necrópolis. De primera clase -ordena, más decidida que nunca.

El agente de viajes empuja una palanca inmensa como la de un cambio de vía y un enorme engranaje gira sobre sus cabezas, guiado por una caña cortada por la mitad, en un diseño que recuerda al acueducto de Arturo.

La nuez gira y cruza un trozo de terreno antes de situarse sobre un equipo bastante complejo cuya utilidad resulta bastante misteriosa.

El agente abre una puerta de la nuez, como si fuera una cabina de teleférico.

Nuestros tres héroes se agachan un poco y se instalan a bordo. La nuez está hueca, salvo la parte inferior, que se ha tallado directamente en el fruto para formar una banqueta.

Selenia tira de la membrana del centro de la nuez, que se coloca como si fuera un cinturón de seguridad. Arturo observa lo que hace y prefiere imitar todos sus gestos a molestarla con los miles de preguntas que se acumulan en su mente.

- ¡Buen viaje! -les desea el agente antes de cerrar la puerta.

13

En otra parte se entorna otra puerta.

La abuela asoma la cabeza a la habitación de Arturo. El niño sigue durmiendo, acurrucado en la cama. Perfecto: así podrá darle la sorpresa. Empuja la puerta con el pie y deja al descubierto una magnífica bandeja nacarada, en la que transporta un desayuno suntuoso.

Deja la bandeja en la cama y disfruta del momento.

- ¡El desayuno está servido! -anuncia con una sonrisa de satisfacción en los labios.

Da una palmadita sobre las sábanas y descorre las cortinas. Una luz alegre y hermosa invade la habitación y adorna merecidamente el desayuno.

- Venga, holgazán; es hora de despertarse -exclama con cariño a la vez que aparta las sábanas.

En ese momento suelta un grito de pánico al ver que su nieto se ha transformado en un perro. Bien mirado, más bien parece que Alfred ha dormido en la cama de Arturo. El perro agita la cola, muy contento con su broma, pero la abuela no parece apreciar este truco de magia.

- ¡Arturo! -grita desde la escalinata, como tiene por costumbre.

Pero el niño está dentro de la nuez y no puede oírla. Aparte de que está demasiado ocupado poniéndose el cinturón de seguridad.

Betameche ha sacado una bolita blanca, tan ligera como los vilanos de diente de león. La agita con fuerza y la bola se ilumina.

Betameche suelta esta bonita lámpara que flota en el aire e ilumina ligeramente la cabina, como las bolas de espejos iluminan las discotecas.

- Lo siento, sólo tengo de color blanco -dice, como si hablara de galletas sin sal.

Arturo está fascinado por todo lo que lo rodea, maravillado por la magia de esta aventura. No habría podido imaginarse todo eso ni siquiera en el mejor de sus sueños.

El agente de transportes se ha incorporado a su puente de mando, tan complicado como el de un transatlántico. Empuja una primera palanca. Una agujita gira en un disco donde aparece el nombre de las Siete Tierras que forman el mundo. La aguja desciende hacia la parte oscura del disco y se detiene en la señal que marca Tierras Prohibidas. El enorme mecanismo se pone en movimiento y ajusta ligeramente el fruto. Arturo intenta ver qué pasa a través de las junturas de la nuez.

- Todavía no entiendo cómo vamos a viajar -comenta con ingenuidad el niño.

- Pues en la nuez -responde Betameche, como si fuera evidente-. ¿Cómo ibas a viajar, si no?

El príncipe ha desplegado un mapa general. En él aparecen las Siete Tierras.

- Estamos aquí y vamos aquí -indica Betameche, como si se tratara de un trayecto en autobús.

Arturo se inclina sobre el mapa y trata de entender, a pesar de la escala, dónde está. En principio, Necrópolis ha de quedar por la zona del garaje.

- ¡Ya lo entiendo! -exclama de repente el pequeño-. Está justo debajo del depósito de agua.

- ¿Qué es eso del depósito de agua? -quiere saber Selenia, preocupada de golpe.

- Pues eso. Toda el agua que se necesita en la casa está almacenada en una cisterna enorme situada ahí, justo encima de Necrópolis.

La abuela enciende la luz del garaje y constata que está desesperadamente vacío. Ni rastro de Arturo.

- ¿Dónde se habrá metido? -pregunta al perro, que es incapaz de responderle.

De todos modos, aunque pudiera hablar, Alfred sabe muy bien que la abuela no lo creería.

- ¿Cuántos litros contiene exactamente ese depósito? -pregunta Selenia, interesada por algo.

- ¡Bueno! ¡Miles y miles de litros! -responde Arturo. El rostro de la princesa expresa decepción.

- Empiezo a ver más claro los planes del otro.

- ¿De quién hablas? -pregunta el niño.

- Los planes de M -le contesta la princesa, como si fuera evidente.

- ¡Ah, de Maltazard! -exclama Arturo. Betameche y Selenia se ponen tensos y el niño comprende enseguida su error-. ¡Uy! -exclama, y se tapa la boca con la mano.

Como ese nombre ha traído siempre desgracias, del fondo de los tiempos surge un sonido sordo.

- ¡Pedazo de gamul con jorobas! -brama Selenia-. ¿No te han dicho nunca que vayas con cuidado con lo que dices?

- Lo siento mucho -farfulla Arturo, al borde del pánico.

El agente de transportes tiene el estetoscopio puesto sobre un tubo enorme. Oye que el ruido aumenta.

- Salida para Necrópolis en diez segundos -anuncia tras ponerse las gafas protectoras.

Betameche saca dos bolas rosas y algodonosas de la mochila.

- ¿Quieres unos muf-muf para taparte las orejas? -pregunta a Arturo.

- No, gracias -responde el niño, más preocupado por el suelo, que empieza a vibrar.

- Cometes un error. Son unos muf-muf de primera calidad, y completamente nuevos. No se han usado nunca, y gracias al pelaje limpiador también puedes…

Se queda a mitad de la frase. Selenia acaba de meterle un muf-muf en la boca. El suelo, que vibraba, ahora tiembla, y Arturo se ve obligado a agarrarse para no golpearse por todas partes. El agente de transportes acciona una segunda palanca.

Una nueva aguja gira alrededor de otro disco, el que marca la potencia. La aguja se detiene en el rojo, donde puede leerse: «Máxima.»

Durante ese rato, la abuela ha empezado a desesperarse. Ha recorrido tres veces la casa y cinco veces el jardín, pero no ha encontrado nada, ni el menor rastro. Se sitúa una última vez en la escalinata y hace bocina con las manos para gritar: «¡Arthuuuuur!»

A pesar del estruendo y de los temblores, Arturo ha aguzado el oído. Una voz lejana ha pronunciado su nombre. Se abalanza sobre la hendidura minúscula de la juntura de la nuez e intenta localizar la voz.

- ¿Abuela? -dice el niño.

- ¡En marcha! -le responde el agente de transportes a modo de eco.

Sobre éste acaba de abrirse automáticamente un paraguas mientras un auténtico géiser brota del suelo. La nuez estaba colocada sobre un aspersor automático. La potencia del chorro envía la nuez por el aire y el viaje comienza.

El fruto surca el cielo del jardín, a pocos metros de altura.

Por la hendidura, Arturo ve a su abuela, que se dispone a entrar en la casa.

- ¡ Abuelaaaa! -suelta en un grito larguísimo.

Selenia lamenta no haberse puesto los muf-muf.

La abuela se gira, porque ha oído una vocecita a lo lejos.

- ¡Abuela! ¡Estoy aquí! -se desgañita el niño, pero su grito apenas sale de la nuez.

La abuela no ha visto ni oído nada. Observa un instante cómo los aspersores automáticos se van poniendo en marcha unos tras otros.

Betameche consigue por fin escupir su muf-muf.

- ¿Selenia? Los muf-muf no están hechos para ponerse en la boca -se queja-. Eres malévola. Ahora tengo sed.

- Con lo que cae, podrás beber, no te preocupes -le responde Selenia, que intenta observar el exterior a través de un agujero de la juntura de la nuez.

- ¿Cuánto tiempo dura el vuelo? -pregunta Arturo, aún agarrado a su asiento.

- Unos cuantos segundos. Si todo va bien -dice la princesa, con aspecto preocupado.

- ¿Qué quiere decir: «Si todo va bien»? -quiere saber Arturo.

- Si no tenemos un encuentro indeseado.

Por una vez, Arturo tiene la sensación de que la princesa se preocupa por algo insignificante.

- ¿Qué clase de encuentro indeseado podemos tener en pleno cielo? -le suelta con una sonrisa traviesa.

- Éste, por ejemplo -le replica la princesa, acurrucándose en su asiento.

De repente, un enorme abejorro surge por entre la lluvia del aspersor y golpea la nuez. El choque es violento, como el de dos automóviles que viajan en sentido opuesto. Pero el abejorro ha tenido tiempo de modificar un poco su trayectoria y sólo da a la nuez de lado. Debido a la colisión, la nuez cambia por completo de ruta mientras que el abejorro, cuyo vuelo ha quedado truncado, cae en barrena.

En la nuez, se desata un auténtico caos. Peor que un terremoto.

La nuez aterriza finalmente en un rincón de hierba alta. Rueda un instante y, por fin, se detiene.

Todos se van recobrando despacio. Betameche constata que su mochila está vacía. Todos los objetos han salido disparados en todas direcciones.

- ¡Ahora tendré que volver a llenar la mochila! -suspira.

- Tenías que haber puesto menos cosas, te lo he dicho cien veces -le replica Selenia.

Arturo suspira, contento de estar sano y salvo.

- Decidme, ¿son siempre así vuestros viajes? -pregunta con ironía.

- Los recorridos de larga distancia son más tranquilos -asegura Selenia.

- ¿Ah, sí? -suelta Arturo, contento de haber superado lo peor.

Selenia mira de nuevo a través de la hendidura.

- Esperemos que la lluvia pare. Veremos con más claridad.

La abuela está otra vez en la escalinata y observa cómo se paran los aspersores automáticos. Se hace el silencio y eso subraya el largo suspiro de la abuela, desesperada por no haber encontrado a su nieto.

Da media vuelta, entra en la casa desierta y cierra despacio la puerta.

- Ya ha parado. Podemos salir -sugiere Selenia.

Betameche termina de llenar la mochila mientras su hermana intenta abrir la puerta, maltrecha debido al accidente.

- ¡Maldito abejorro! ¡Nos ha hundido la puerta! ¡Está encallada!

Arturo acude para echarle una mano, pero no sirve de nada. En el exterior, una monstruosa lombriz se acerca a la nuez. No le interesa el fruto, sino más bien las apetitosas hojas de diente de león que la nuez ha aplastado a su paso.

La lombriz pasa por delante de la nuez y, por desgracia, le da un buen golpe.

- ¿Y ahora qué? -se inquieta Arturo.

- No lo sé -confiesa Selenia-. Será mejor que no nos quedemos aquí.

Desenvaina la espada mágica y perfora la nuez con un solo golpe. Al hacerlo, da también en los anillos de la lombriz, que da un salto en el aire. Aunque se tengan un centenar de nalgas, a nadie le gusta que le pinchen una.

Como se ve, ha sido un accidente, claro, pero la lombriz se lo toma fatal. Repliega los anillos unos sobre otros como si fuera el fuelle de un acordeón y, a continuación, los extiende de golpe. El tiro es potente y preciso. La nuez sale disparada a miles de kilómetros que hay que convertir a milímetros. Evidentemente, la mochila de Betameche explota de nuevo en la cabina. La nuez sigue rodando hasta caer en un arroyo que se la lleva, como si fuera un barquito. Como un cascarón, por así decirlo.

Arturo se siente mareado.

- Menos mal que ha parado -comenta, a punto de vomitar.

Por las junturas y por el agujero que ha abierto la espada empieza a colarse agua.

Selenia se da cuenta y mira el chorrito como si se tratara de una serpiente venenosa.

- ¡Agua! ¡Arturo! ¡Es terrible, entra agua! -grita, nerviosa.

- ¡Es horrible! -insiste Betameche, agarrado a su hermana.

- ¿Dónde estamos, Arturo? ¿Dónde estamos? -pregunta Selenia, presa del pánico.

- No lo sé, pero no nos vamos a quedar mucho rato -le responde Arturo, que le arranca la espada de las manos. Blande el arma por encima de su cabeza y golpea longitudinalmente la juntura con fuerza. La nuez se parte en dos y cada mitad se pone a flotar por separado: Selenia y Betameche por un lado, Arturo por otro. Mala suerte para Arturo, ya que le ha tocado la mitad que hace agua. Mira a Selenia con una sonrisa forzada.

- Haz algo, Arturo. ¡Ayúdanos!

El niño tiene más bien la sensación contraria: es él quien está a punto de hundirse y quien debería gritar pidiendo auxilio. Pero su galantería no conoce límites.

- ¡No os preocupéis! ¡Enseguida estoy con vosotros! -suelta, con el agua hasta la cintura-. Conozco bien este arroyo. Hay un meandro a la derecha. Os alcanzaré.

- ¿Un arroyo? -exclama Selenia, que se pregunta si Arturo no se estará burlando de ella.

- ¡Ya voy! -exclama Arturo. Se lanza al agua y llega, como puede, a la orilla del río.

- ¡Este chico está realmente loco! -constata Betameche al ver nadar a su amigo.

Arturo consigue salir del río y desaparece después entre las altas hierbas.

Selenia y su hermano se abrazan con fuerza para soportar el miedo.

- ¡No quiero morir! -llora Betameche con voz temblorosa.

- Todo irá bien, cálmate -le tranquiliza Selenia, acariciándole la cabeza.

- ¿Crees que nos abandonará? -pregunta su hermano.

Selenia reflexiona un instante.

- No conozco lo suficiente a la especie humana para contestarte pero, por lo poco que sé, hay muchas probabilidades de que lo haga.

- No -suelta el príncipe, consternado.

- Salvo si está enamorado -añade Selenia, como una hipótesis improbable.

Arturo corre todo lo que puede, salta las ramas, dobla las hierbas, esquiva los insectos. Ningún obstáculo se le resiste, ni siquiera la colonia de hormigas que cruza como si lo hiciera todos los fines de semana.

Betameche estrecha aún mis a su hermana entre sus brazos.

- ¡Señor, haz que Arturo esté enamorado de mi linda hermana! ¡Por favor!

Arturo corre como loco, desaforado, como si su vida dependiera de ello.

No hay ninguna duda; el muchacho está enamorado. Sale de esta selva en miniatura y baja rodando hasta la orilla.

La mitad de la nuez y sus ocupantes aparecen a la vuelta de un meandro.

Betameche descubre a Arturo y lo señala con el dedo:

- ¡Selenia! ¡Está enamorado! -grita con alegría.

- No nos entusiasmemos -lo tranquiliza la princesa.

Por suerte, Arturo no ha oído nada. Corre hasta el río, se impulsa en una piedra y se eleva por el aire. Un salto digno de un atleta olímpico. Se merece una cámara lenta en las noticias televisivas de la noche. En cuanto al aterrizaje, eso ya es otro cantar, porque cae despatarrado sobre la nuez, de modo que derriba a sus compañeros como si fuera una bola en una partida de bolos.

- Perdonad -se disculpa mientras se frota la cabeza.

- El amor da alas -susurra Betameche, que se masajea la espalda.

- ¿Lo veis? No os he abandonado -declara Arturo, casi orgulloso.

- ¡Genial! En lugar de morir dos, moriremos tres -le suelta la princesa.

- No va a morir nadie, Selenia. No tendrás miedo de este pequeño arroyo, ¿no? -se asombra Arturo.

- ¡No es un pequeño arroyo, Arturo! Es un río bravo y allí, más adelante, están los llamados saltos de Satán -le grita la princesa.

Arturo dirige la mirada río abajo. Es verdad que se oye un rumor que parece surgir del infierno.

- Yo… Yo no sabía que se llamaban así -farfulla Arturo.

Los saltos retumban cada vez más y ya se distinguen a simple vista. Son monstruosos, y el nombre les hace justicia. Son tan poderosos que, a su lado, el Niágara parecería un cuentagotas.

Arturo se queda paralizado. Pero no así la nuez.

- Bueno, ¿una idea antes de morir? -le lanza Selenia, junto con un codazo.

Arturo vuelve a la realidad. Mira a su alrededor y reflexiona. Un tronco de árbol cruza el rio, justo antes de los saltos.

- ¿No tendrás una cuerda en tu navaja de trescientos usos? -pregunta a Betameche.

- Pues no. Es el modelo reducido.

Arturo observa a Selenia de pies a cabeza. Sobre todo, el escote.

- ¡Tengo una idea! Permíteme -le dice Arturo, que empieza a desatarle el corpiño.

- ¡Está realmente enamorado! -exclama el príncipe.

Selenia golpea con fuerza la mano de Arturo.

- No creas que, porque vamos a morir, tienes permiso para hacer lo que quieras -asegura con dignidad.

- Claro que no. No es eso. No es lo que piensas -protesta, muy avergonzando por la confusión-. Necesito el cordón para subir a ese árbol. Es nuestra única posibilidad.

Selenia vacila, pero acaba aceptando. Arturo tira del cordón y lo consigue sin problemas. La princesa se ve obligada a cruzar los brazos sobre el corpiño para no acabar con el pecho al descubierto. A su edad, no habría mucho que ver, pero es una cuestión de protocolo: las princesas no hacen topless.

Arturo toma la espada mágica y ata con rapidez el cordón alrededor de la empuñadura.

- Primero Betameche y después Selenia. Habrá que ir deprisa, porque sólo tendremos unos segundos -anuncia Arturo mientras blande la espada.

- ¿Estás seguro de lo que haces? -quiere saber Selenia.

- Hombre, no puede ser más difícil que los dardos -responde el pequeño mientras apunta al árbol.

Prepara el tiro y lanza la espada con todas sus fuerzas.

El arma surca el aire, seguida por su hilo de Ariadna. Parece un cohete con su estela.

La espada se clava en mitad del árbol.

- ¡Bravo! -exclama Arturo con un movimiento del brazo en señal de victoria.

Sus dos compañeros lo observan, atónitos por esta gimnasia más bien primitiva.

La nuez se sitúa pronto directamente bajo el árbol.

- ¡Prepárate, Betameche! -exclama Arturo.

Apenas ha agarrado el cordón, Betameche empieza a subir y trepa como un mono.

Arturo retiene como puede esta nuez que sólo quiere irse.

Betameche se encarama al tronco y llega a tierra firme a gatas.

- ¡Te toca, Selenia! -grita el niño. A estas palabras el estrépito es ensordecedor.

Selenia no se mueve. Está paralizada por el agua burbujeante, cuya única intención es llevársela.

- ¿Selenia? Date prisa. No podré aguantar mucho tiempo más -le grita Arturo, que sujeta el cordón con ambas manos y la nuez con ambos pies. Selenia, por su parte, se aferra a su valor con todas sus fuerzas, aunque no levanta las manos del corpiño.

Empieza a trepar apoyando un pie en la cara del niño.

- ¡Afí! ¡Afelanfe, Felenia! -dice Arturo con el zapato hundido en la cara.

Selenia llega a lo alto y se apoya en la espada, clavada horizontalmente.

Arturo está agotado y suelta la cáscara de nuez, que se aleja rápidamente. El niño tiene que hacer grandes esfuerzos para subir por el cordón, zarandeado por la fuerza de las aguas. Cuando la nuez cae por los saltos de Satán, es fácil imaginar lo que podría haberles ocurrido a Arturo y sus compañeros.

Selenia se encarama al tronco para alcanzar tierra firme.

Arturo reúne las pocas fuerzas que le quedan y se encarama a su vez al tronco del árbol.

Agotado, permanece un instante de rodillas en el suelo para recobrar el aliento. Selenia se ha alejado. Está en el extremo de una rama, justo sobre un pequeño lago calmado. Betameche, no muy lejos, se está escurriendo la parte inferior de la camisa. Arturo recupera la espada clavada en la madera y se acerca a Selenia.

- ¿Estás bien? -le pregunta.

- Estaré mejor cuando haya recuperado el cordón -contesta la princesa, que sigue cubriéndose el pecho.

Arturo gira la espada y empieza a deshacer el nudo del cordón.

- ¡Pues yo no había pasado tanto miedo en mi vida! -confía Betameche, contentísimo de volver a estar en tierra firme.

Selenia se encoge de hombros, como para restar importancia a la aventura.

- Sí, bueno, pero no exageremos. Sólo era agua -suelta con una mala fe evidente para todo el mundo.

Como para castigarla, el cielo decide que la ramita se parta, y la princesa cae al lago.

- ¡Arturo! ¡Socorro! No sé nadar -exclama la princesa, nerviosa, mientras agita los brazos como un pajarito.

A Arturo sólo lo guía su corazón y su valor. Corre por la rama y efectúa una magnífica zambullida de cabeza. Por desgracia, no es lo bastante hondo y nuestro héroe se pega un buen porrazo.

- ¡Está realmente enamorado! -murmura Betameche, preocupado por su amigo.

Arturo se levanta sujetándose la cabeza. El agua le llega hasta las rodillas. La princesa sigue forcejeando.

- Pero, Selenia, si no hay agua. Mira. Haces pie.

Selenia se va tranquilizando y se da cuenta de que, efectivamente, toca el fondo con los pies. Duda un instante y termina por incorporarse. El agua le llega hasta las pantorrillas.

- ¡Y sólo es agua! -le lanza Betameche, siempre dispuesto a meterse con ella.

- ¿Me puedes dar el cordón? -insiste Selenia, avergonzadísima. Y se lo arrebata de las manos antes de volverse discretamente.

- Pero ya van dos veces que te salva la vida en un solo día -suelta Betameche, que no pierde ocasión de echar leña al fuego.

- Ha hecho lo que cualquier caballero habría hecho en su lugar -replica la princesa, tan despectiva como siempre.

- Quizás, en mi opinión al menos, se merece que le des las gracias -insiste Betameche.

Arturo le hace un gesto para que deje el tema. Los honores siempre lo incomodan.

Pero Betameche insiste. Le encanta chinchar a su hermana.

Selenia termina de anudar el cordón y se acerca a Arturo, que parece un poco avergonzado. La princesa se detiene delante de su salvador y le arrebata la espada de las manos.

- ¡Gracias! -dice con sequedad antes de pasar ante él y alejarse.

Betameche sonríe y se encoge de hombros.

- ¡Las princesas son así! -le dice a Arturo. El pobre niño se siente mucho más perdido en los recovecos del comportamiento femenino que en las aguas de ese río tan bravo.

14

La abuela abre la puerta principal y deja pasar a los dos policías que la visitan. Van de uniforme, pero sostienen con educación la gorra en la mano.

- Mi marido desapareció hace cuatro años y ahora mi nieto… No sobreviviré a tantas desgracias -se lamenta la abuela, que aprieta un pañuelo de encaje en la mano.

- Cálmese, señora Suchot -le dice el policía, muy amable-. Seguro que se trata de una travesura. Todos estos acontecimientos han debido de perturbarlo. No creo que haya ido muy lejos -comenta mirando el horizonte, cuando en realidad bastaría con que se agachara en el césped.

- Vamos a patrullar, seguro que lo encontraremos. Puede confiar en nosotros.

Durante algunos segundos, el policía se parece al patrullero que Arturo se había inventado y que atravesaba las zanjas, orgulloso como un héroe de serie televisiva.

La abuela suspira, un poco aliviada.

- Gracias por todo…

Los policías la saludan educadamente y regresan a su coche tras ponerse la gorra.

La abuela les dirige un breve saludo con la mano mientras el automóvil se va del jardín. El zumbido del motor resuena hasta el nivel del suelo y hace vibrar las briznas de hierba. Con el tamaño de un minimoy, esa simple partida de un coche se vive como un auténtico terremoto.

- ¿Qué ha sido eso? -pregunta Arturo, inquieto.

- Los seres humanos -contesta Selenia, que ya está acostumbrada.

- ¿Sí? -murmura Arturo, sintiéndose un poco culpable.

No había imaginado los estragos que un ser humano puede causar con sus más sencillos gestos cotidianos.

Betameche ha desplegado el mapa, remojado y desvaído.

- ¡Cáscaras! ¡Ya no se ve nada! ¿Qué haremos ahora? -pregunta el príncipe.

Arturo levanta la cara hacia el cielo.

- El sol está allí. La cisterna queda al norte. Por lo tanto, hay que ir en esa dirección -dice, y señala el camino con el brazo extendido-. Confiad en mí -añade con nuevo vigor.

Separa tres briznas de hierba y cae en un agujero gigantesco. Un auténtico cráter. Por suerte, se ha agarrado a una raíz y ha evitado una caída de más de cien metros. Sube por la raíz y llega al borde del agujero.

- ¿Qué es eso? -suelta Arturo, alucinado por ese agujero abierto.

- También los seres humanos -contesta Selenia con tristeza-. Desde ayer se diría que se han propuesto ser nuestra perdición. Han hecho decenas de agujeros como éste por todo el territorio.

Los agujeros que abrió Arturo en su búsqueda del tesoro.

Le gustaría mucho disculparse, pero no tiene el valor de confesar que él fue el responsable.

En el lado opuesto, una colonia de hormigas ha preparado un camino que desciende hasta el fondo del cráter. Todas ellas llevan un saco grande de tierra a la espalda.

- Tardarán meses en reparar y rehacer su red -explica Selenia.

- Me gustaría saber por qué esos imbéciles han hecho agujeros por todas partes -añade Betameche, indignado.

Arturo se siente avergonzado. Le gustaría mucho poder explicar que el imbécil… es él.

- ¡No seas idiota, Beta! Los seres humanos no conocen nuestra existencia. No pueden saber los estragos que provocan -comenta Selenia con gran ecuanimidad.

- Pronto lo sabrán -interviene Arturo-. Esta clase de catástrofe no volverá a suceder. Os doy mi palabra.

- Ya veremos -contesta Selenia, escéptica por naturaleza-. Pero ahora está anocheciendo. Hay que buscar un sitio para dormir.

La luz del crepúsculo ha vuelto el paisaje prácticamente monocromo. Sólo el cielo, que espera la noche, ha conservado su azul profundo.

El pequeño grupo avanza hacia una amapola, muy roja y muy sola.

Betameche ha sacado su navaja multiusos.

- ¿Dónde han puesto la metacola? -se pregunta a la vez que manosea el artilugio.

Pulsa un botón y una llama inmensa sale del objeto. Arturo tiene el tiempo justo de agacharse para ver cómo la llama le roza la cabeza.

- ¡Uy! -exclama Betameche a modo de excusa.

Selenia le arrebata lo que tiene entre las manos y empieza a buscar.

- Dame eso, al final provocarás un desastre.

- No hace mucho que la tengo. Fue un regalo de cumpleaños -explica el príncipe.

- ¿Cuántos años tienes? -quiere saber Arturo.

- Trescientos cuarenta y siete. Dentro de dieciocho años, seré mayor de edad -explica el príncipe, muy orgulloso.

Selenia pulsa el botón adecuado y un chorro de metacola se pega a uno de los pétalos de la amapola. Ni Spiderman lo habría hecho mejor.

Saca un pico de la navaja y lo clava en el suelo. Se pone en marcha un pequeño mecanismo que, al enrollar el hilo, tira del pétalo y lo abre, como el puente levadizo de una fortaleza.

Arturo sigue haciendo cálculos.

- ¿Y Selenia? ¿Qué edad tiene? -pregunta para entender.

- Casi mil años, la edad de la razón -contesta Betameche, un poco celoso-. Su cumpleaños será dentro de un par de días.

Arturo ya no entiende nada. Él que estaba tan orgulloso de tener diez años.

El pétalo está ya abierto por completo y lo bastante bajo como para que Selenia pueda encaramarse a él y entrar en la flor.

Saca la espada, sujeta los estambres y los corta por la base. Luego, los agita hasta que las bolitas amarillas se desenganchan y forman una cama mullida. Arturo observa maravillado cómo se prepara el lecho.

Selenia tira los tallos de los estambres, ya inservibles, y recibe a los dos niños, que se suben a la flor.

Betameche se echa directamente en esa camita de bolas amarillas.

- Estoy rendido. Buenas noches -dice sin esperar apenas para volverse y quedarse dormido.

Arturo no sale de su asombro. Su amigo no necesita la ayuda de la abuela.

- Tiene el sueño fácil -comenta.

- Es joven -aclara Selenia.

- ¡Trescientos cuarenta y siete años no están nada mal!

Selenia saca la bolita luminosa de la mochila de su hermano. La agita para que se encienda y la deja flotar en la amapola.

- ¿Y tú? ¿De verdad vas a cumplir mil años dentro de dos días?

- Sí -contesta sin más la princesa, antes de cortar el hilo de metacola con la espada.

El pétalo sube enseguida y la flor se cierra.

En el interior, el ambiente es suave, la luz es tenue y la atmósfera es romántica. Si Arturo tuviera buena voz, se pondría a cantar.

Selenia se estira un poco y se acuesta en la cama de bolas amarillas, como un gato sobre una alfombra.

Arturo está embelesado, embriagado y, al mismo tiempo, un poco perdido. Se sienta despacio a su lado. Selenia no dice nada; está sumida en sus pensamientos.

- Dentro de dos días tengo que suceder a mi padre y velar por todo el pueblo minimoy, hasta que mis hijos tengan mil años y me sucedan a mí. Así es la vida en el país de las Siete Tierras.

Arturo permanece un momento silencioso, un poco ensimismado.

- Pero, para tener hijos, se necesita un marido, ¿no?

- Ya lo sé. Pero no pasa nada. Me quedan dos días para encontrar uno. Buenas noches -dice, y se da la vuelta.

Arturo se queda como un idiota, con cien preguntas por hacer. Se inclina un poco para comprobar que Selenia duerme, pero ella ya ronronea.

El muchacho suspira y se contenta con tumbarse junto a la princesa, lo que, para ser sincero, no está tan mal. Se pone las manos bajo la nuca y deja que una enorme sonrisa le adorne la cara.

Casi es de noche. Las primeras estrellas brillan. Sólo queda la amapola luminosa en medio del bosque dormido, como un faro en una costa invisible.

La navaja de Betameche brilla a la luz de la luna, a la espera del alba. En ese momento una mano aparece y agarra la navaja. Una mano arrugada. Una mano que da miedo. Ya ha caído la noche y la oscuridad ampara la huida del ladrón.

La abuela se dirige hacia la escalinata con una linterna en la mano.

Escruta un poco la oscuridad con ayuda de esa débil luz, pero los alrededores están silenciosos y no encuentra ningún indicio de Arturo.

Resignada, cuelga la linterna del gancho que hay sobre la entrada y, definitivamente desalentada, vuelve a entrar en la casa.

Los primeros rayos de sol perfilan las colinas oscuras.

15

En la primera tierra, la de los minimoys, el día también despierta y un rayo acaricia los pétalos de la amapola.

Selenia se incorpora y se despereza como un felino. Luego, se levanta de golpe y da un puntapié a cada uno de los muchachos.

- ¡De pie todo el mundo! ¡Nos espera un largo camino! -grita en la corola de la flor, que retumba.

Los dos chicos se van incorporando de mala gana, aletargados de sueño. A Arturo le duele todo: es el recuerdo de un día magnífico, pero agotador.

Selenia empuja un pétalo con el pie y el sol invade el lugar. Los dos chicos se vuelven para protegerse de la luz, demasiado intensa.

- Vale. Cambiaré de método -decide la princesa.

Betameche, expulsado de la flor, resbala hasta el suelo. Lo sigue Arturo, que es expulsado sin contemplaciones.

Selenia se une a ellos deslizándose a su vez por un pétalo, como si fuera un tobogán.

- ¡Todo el mundo a la ducha! -ordena, en marcha y en forma.

Arturo se pone de pie como un anciano.

- En vuestro país, despertarse es un poco duro -se queja-. A mí, mi abuela me trae el desayuno a la cama todos los días.

- En nuestro país, sólo se sirve en la cama a los reyes. Tú todavía no eres rey, que yo sepa.

Arturo se pone rojo como un tomate, porque ser rey es su sueño secreto. Pero no por el poder ni otros privilegios que no le interesan para nada, sino por la simple felicidad de ser el marido de la que, en un plazo de dos días, será la reina.

- No te quejes -le suelta Betameche-. Lleva más de doscientos años despertándome a patadas.

Selenia se pone bajo una gota de agua que cuelga de la punta de una hierba. Toma una de las espinas que le sujetan los cabellos y pincha la gota. De ella sale un chorrito de agua. Selenia la recoge con las manos y se lava.

Arturo la observa con curiosidad. Qué distinto a la ducha eterna con su fastidiosa cortina de agua. Ve otra gota, un poco más grande, en el extremo de una hoja. Enseguida se pone debajo.

- No deberías ponerte debajo de ésa -le aconseja la princesa.

- ¿No? ¿Por qué? -pregunta Arturo, asombrado.

- Está madura -explica, antes de que la gota se suelte y caiga sobre Arturo.

El niño queda aprisionado bajo la masa enorme de esa gota gelatinosa, de la que no consigue librarse. Parece una mosca atrapada en un flan.

Betameche se parte de risa.

- ¡Has picado como un pardillo! -exclama, risueño.

- ¡En lugar de reírte como un tonto podrías ayudarme! ¡No puedo salir! -chilla Arturo.

- ¡Ya voy! -responde Betameche, y salta con los dos pies juntos sobre la gota para usarla a modo de trampolín.

Mientras salta feliz, entona una canción infantil muy conocida entre los minimoys:

Una gotita, caída del cielo temprano

rueda hasta el camino para ahogar su tristeza.

Nadie la escucha, nadie le tiende la mano.

Y ella sigue su camino con entereza.

Selenia sólo le deja canturrear una estrofa. Saca la espada y la clava en la gota, que explota. Betameche se encuentra a horcajadas sobre Arturo. Los dos chicos están mojados y bien duchados para el resto del día.

- Me muero de hambre. ¿Tú no? -dice Betameche como si tal cosa.

- Ya comeremos después -le interrumpe Selenia, que envaina la espada e inicia el camino.

Betameche agarra la mochila y busca su navaja en el sitio donde la guardó su hermana.

- ¿Y mi navaja? ¿Ha desaparecido? -se inquieta-. ¡Selenia, me han robado la navaja!

- Una buena noticia. Así no causarás más desastres -le replica su hermana, ya lejos.

El príncipe se enfurece, pero se resigna a unirse a sus compañeros.

La abuela aparece en la escalinata de la casa. El sol le manda una bella luz, pero ninguna señal de Arturo.

Las botellas de leche tampoco están ya ahí. En su lugar, encuentra una nota. La recoge y lee: «Querida señora, teniendo en cuenta el dinero que nos debe, no estamos en condiciones de servirla hasta que haya pagado su factura. Atentamente, Emile Johnson. Director de la Davido-Milk-Corporation.»

La abuela suelta una risita, como si la firma de esta fechoría no le sorprendiera.

Resignada, toma la linterna, cuyas pilas están totalmente agotadas, y vuelve a entrar en casa.

Betameche agarra otra bola roja y se la traga. Es que tiene hambre, el muchacho.

Arturo también arranca una y la mira algo escéptico.

- ¡Es mi plato preferido! -le indica el príncipe con la boca llena.

Arturo husmea la bola, algo transparente, y la muerde. Es más bien azucarada, un poco ácida. Se le funde en la lengua, como una gominola suavísima. El sabor cautiva al pequeño, que muerde la bola de nuevo.

- ¡Oh! ¡Qué rico! -admite con la boca llena-. ¿Qué es exactamente?

- Huevos de libélula -explica Betameche.

Arturo tose y lo escupe todo, asqueado.

Betameche se ríe y se sirve de nuevo.

- ¡Venid a ver! -grita Selenia un poco más lejos, al borde de un camino.

Arturo se une a ella tras limpiarse lo mejor que ha podido.

Betameche agarra un racimo y lo sigue.

Selenia está al borde de un gran cañón artificial.

A lo largo del canal, los seres humanos han plantado, en vertical y a espacios regulares, unos monstruosos tubos con rayas blancas y rojas.

Arturo está alucinado con esta monstruosidad… obra de sus propias manos. Se trata, por supuesto, de su canal de irrigación, jalonado de pajitas. Jamás habría imaginado que esa obra, vista desde ahí, pudiera ser tan fea.

- ¡Qué horror! -exclama Betameche-. ¡Los seres humanos están realmente locos!

- Es verdad que, visto desde aquí, no resulta muy agraciado -admite Arturo, incómodo.

- ¿Tienes alguna idea de para qué sirve eso? -pregunta Selenia, desmoralizada.

Arturo se siente obligado a ofrecer una explicación.

- Es un sistema de irrigación. Sirve para transportar el agua.

- ¿Agua? ¿Más? -se sorprende Betameche-. ¡No, si al final terminaremos inundados!

- Lo siento mucho, no lo sabía -confiesa Arturo, que está realmente contrariado.

- ¿Quieres decir que fuiste tú quien construyó esta monstruosidad? -pregunta el príncipe con cara de asco.

- Pues sí, pero era para regar los rábanos que están plantados alrededor.

- ¡Ah! ¿Encima os coméis estas cosas repugnantes? Desde luego, los seres humanos están locos.

Selenia ha conservado la calma. Observa la construcción, impasible.

- Bueno, esperemos que tu invento no caiga en manos de M, porque tengo clarísimo cómo podría usarlo.

Arturo se pone tenso. Debido a la frase, pero también debido a lo que ve detrás de Selenia.

- Demasiado tarde -afirma Betameche, que ha visto lo mismo.

Selenia se vuelve y ve a un grupo de secuaces que avanza por el fondo del cañón. Unos van sobre mosquitos; otros que avanzan a pie cortan las pajitas de raíz con una tronzadera.

Las pajitas así cortadas caen al suelo y ruedan hasta el arroyo, en medio del cañón. Acto seguido, se desplazan con la corriente, como los troncos talados que descienden por los ríos.

Nuestros héroes se han escondido en un matorral y observan la maniobra.

- Me gustaría saber qué piensan hacer con mis pajitas -se pregunta Arturo.

- Dado que nos libran de ellas, me parece una buena acción -responde Betameche.

Selenia le da unos golpecitos en la cabeza.

- Sería mejor que lo pensaras dos veces antes de soltar tonterías. Saben que los minimoys no soportan el agua y acaban de descubrir el medio que les permitirá transportarla donde quieran. -Se le entristece la mirada, como si unos pensamientos sombríos cruzaran por su mente-. ¿Y adónde crees que van a llevar el agua? -pregunta, aunque por supuesto ya sabe la respuesta.

Un secuaz corta una nueva pajita, que produce un estrépito espantoso al caer.

- ¡A nuestro pueblo! -deduce Betameche-. ¡Pero eso es horrible! ¡Vamos a morir todos ahogados! ¿Y todo por culpa del invento de Arturo?

El niño se siente tan culpable que no puede respirar. Siente un nudo en la garganta.

Se levanta bruscamente con los ojos llenos de lágrimas y se va hacia el arroyo.

- ¿Adónde vas? -susurra Selenia para que no la oigan los secuaces.

- Voy a reparar mis errores -declara con mucha dignidad-. Si tienes razón, los secuaces van a conducir las pajitas hasta Necrópolis. ¡Y yo iré con ellas!

Arturo sale de la maleza y se lanza al interior de la pajita recién cortada.

Los secuaces no han visto nada, demasiado ocupados en su sucia tarea.

Arturo hace gestos a sus compañeros para invitarlos a seguirlo.

- ¡Está realmente loco este chico! -constata Betameche.

- Está loco, pero tiene razón. Es evidente que van a llevar las pajitas a la Ciudad Prohibida. ¡Y nosotros también iremos! -añade Selenia antes de salir de su escondrijo y saltar al interior de la pajita.

Los secuaces tampoco han visto nada, pero sus trabajos los van acercando a ellos. Betameche suspira: evidentemente, no tiene muchas opciones.

- De vez en cuando podrían preguntarme mi opinión -protesta, antes de salir corriendo para reunirse con sus camaradas.

Los secuaces llegan hasta la pajita ocupada por nuestros fugitivos y la empujan a puntapiés hasta el arroyo.

La pajita cae en el agua y empieza a deslizarse. En el interior, nuestros tres héroes giran en todas direcciones, aterrorizados.

- Estoy harto de estos medios de transporte. Tengo la espalda hecha polvo -se queja Betameche.

- Deja de protestar y dame tus muf-muf -le ordena su hermana.

- ¡Si es para metérmelos en la boca, ni hablar!

- ¡Dámelos! -le grita la princesa en tono autoritario.

Betameche refunfuña, pero saca los dos muf-muf de la mochila y se los entrega a su hermana.

- Vamos a tapar los orificios -explica Selenia, tirando una bola a cada lado-. ¡Pastilla de flamenco, rápido!

Betameche toma la cerbatana y le introduce una pastillita blanca. Sopla el tubo en dirección al muf-muf, que se hincha al instante, se endurece y se vuelve violeta. Repite la operación en el otro lado, y la pajita queda sellada, totalmente hermética. Selenia se frota las manos.

- Así no corremos el riesgo de hundirnos.

- Y podremos viajar tranquilos -añade Betameche, que se tumba en el interior de la pajita.

El viaje no es tranquilo mucho rato. El arroyo ha desembocado en un río más grande, que crece a toda velocidad.

- Este ruido sordo que se oye… es muy extraño, ¿no os parece? -comenta Arturo.

Selenia aguza el oído. Efectivamente se oye un rumor, un fondo sonoro como una vibración muy baja.

- Tú que lo sabes todo, ¿adónde va este río? -pregunta Selenia a Arturo.

- No estoy seguro, pero todos los ríos se encuentran en un momento u otro y terminan siempre en el mismo sitio, es decir…

Arturo va atando cabos a medida que habla.

- ¡Los saltos de Satán! -gritan nuestros tres héroes al unísono con voz aterrada.

Es el final del viaje de recreo. Las primeras pajitas se balancean en el insondable salto de agua.

- ¡Tú y tus ideas geniales! -se queja Selenia a Arturo.

- No había pensado que…

- ¡Pues la próxima vez piensa antes de decir! -exclama la princesa-. ¿Betameche? Encuentra algo. ¡Tenemos que salir de aquí!

- ¡Ya voy! ¡Ya voy! -contesta el príncipe mientras vacía otra vez la mochila, llena de objetos inútiles.

- No entiendo por qué os ponéis tan nerviosos -interviene Arturo-. Los muf-muf bloquean los dos extremos. No nos pasará nada. Además, estos saltos no son tan importantes. Apenas miden un metro.

La pajita llega al borde de esa catarata monstruosa, de mil metros de altura en versión minimoy. El tubo oscila despacio y cae al vacío.

- ¡Mamá! -chillan nuestros tres héroes, pero el ruido ensordecedor de los saltos no permite oír sus súplicas.

Tras una zambullida de varios segundos, que resultan largos como horas, la pajita cae en medio de unos torbellinos de espuma. El tubo se hunde, vuelve a salir, gira y, por último, llevado por la corriente, se aleja hacia un pequeño lago, mucho más calmado.

- ¡Presentaré una reclamación! -se queja Betameche, y vuelve a llenar la mochila por enésima vez.

- Ya hemos pasado los saltos. Ahora el viaje será más tranquilo -asegura Arturo.

Las pajitas se dispersan en medio del lago, demasiado tranquilo para ser cierto.

Una criatura salta con los pies juntos sobre la pajita, como un coche caído del cielo.

Gracias a la transparencia de la pajita, se distingue la huella de sus pies. Y vista su forma inmunda, hay motivos de preocupación.

- ¿Qué es eso? -pregunta Betameche, paralizado en el fondo de la pajita.

- ¿Cómo quieres que lo sepa? -se exaspera Selenia.

- ¡Silencio! -susurra Arturo-. Si no hacemos ruido, seguramente seguirá su camino.

Arturo tiene razón, al menos durante tres segundos. Luego, una tronzadera monstruosa corta la pajita, a la altura de Selenia, que se pone a gritar.

En el compartimento se desata el pánico. Por todas partes saltan fragmentos y el ruido es insoportable. La pajita es amputada a la altura del pequeño acordeón situado a dos tercios del extremo.

Nuestros tres héroes huyen a gatas hacia el otro extremo, pero la criatura ha avanzado de un salto y los obliga a dar media vuelta. Nuestros héroes vuelven a encontrarse en el acordeón, al borde del agua, al borde del final.

La criatura sierra otra vez a la altura del acordeón.

Arranca esta pequeña parte rechoncha que oculta a nuestros tres amigos y que parece ser la única que le interesa.

Nuestros tres minimoys están aterrados y se abrazan unos a otros, como si fueran mul-muls.

La criatura sigue de pie sobre el acordeón de rayitas. Lo único que distinguen de él son las plantas de los pies. Pero algo ha debido de llamarle la atención, porque ahora también descubren la huella de las rodillas y, después, de las manos. Se ha puesto a gatas. Su cabeza aparece al revés en la abertura de la pajita.

La criatura lleva unas largas rastas, llenas de caracolitos colgando.

Es un gulomasái. Parece Bob Marley en versión minimoy.

El hombre se quita las gafas protectoras, observa un instante a nuestros tres aterrorizados héroes y les dedica una enorme sonrisa que deja al descubierto sus hermosos dientes blancos. Como tiene la cabeza boca abajo, la sonrisa está al revés y Arturo no está seguro de qué expresa.

- ¿Qué hacéis aquí dentro? -pregunta el gulomasái, risueño.

Selenia vacila en responder, sobre todo al ver, a lo lejos, cómo se acerca un mosquito.

- Si los secuaces nos encuentran, no tendremos el placer de explicártelo -le dice Selenia, muy seria.

El gulomasái ha comprendido el mensaje.

- ¿Algún problema? -suelta el secuaz que acaba de estabilizar el mosquito sobre lo que queda de la pajita.

- No. Nada especial. Comprobaba que no se hubiera estropeado -contesta el empleado sin darle importancia.

- Sólo nos interesan los tubos. Esta parte de aquí no nos interesa -comenta el secuaz, refiriéndose al acordeón.

- Perfecto. A nosotros lo que nos interesa es justamente esta parte. Así, no hay motivo de discusión -añade el trabajador de buen humor.

Pero al secuaz no le gusta el buen humor ni poco ni mucho.

- Date prisa. El amo espera -concluye el secuaz, cuya paciencia e inteligencia parecen bastante limitadas.

- ¡Ningún problema! -exclama el gulo-. No os mováis -susurra a Arturo-. Volveré a buscaros.

Luego, desaparece saltando sobre las pajitas.

- ¡Daos prisa, el amo espera! -grita el gulo a sus compañeros, dispersos por las otras pajitas que flotan en el lago. Los trabajadores se apremian para mostrar su buena disposición, pero de mala gana. Un poco como esos taxistas que van todo el rato frenando justo cuando tienes prisa.

El gulo usa una vara para guiar los largos tubos hacia otro río. A su paso, separa los acordeones y los empuja hacia la orilla. Nuestros tres amigos han seguido el consejo del gulo y no se han movido.

Una especie de grúa, hecha de madera y de lianas, agarra el trocito abultado de la pajita y lo lanza a una inmensa alforja. El acordeón cae entre otra veintena más; una auténtica cosecha.

La alforja está situada a lomos de un insecto enorme. Se trata de un gamul, una especie de escarabajo muy resistente que a menudo hace las veces de mula. El animal es también muy utilizado en expresiones populares como «tozudo como un gamul» o también (y éste es el caso) «cargado como un gamul».

- ¿Dónde estamos? -pregunta Arturo.

- A lomos de un gamul. Por ahora nos esconden.

- Nos esconden para traicionarnos mejor -suelta Betameche-. ¿Cómo puedes confiar en un gulomasái? ¡Son los peores mentirosos y charlatanes de las Siete Tierras juntas!

- Si quisiera traicionarnos, ya lo habría hecho -replica Selenia, con lógica-. Creo que nos van a conducir a un lugar seguro.

16

Una trampa metálica se abre en la ladera. El gamul se inclina hacia atrás y se dispone a vaciar el contenido de su alforja en un agujero negro que, sorprendentemente, se parece a un cubo de la basura.

- ¿Es éste tu lugar seguro? -suelta Betameche, inquieto con el desarrollo de los acontecimientos.

Las decenas de acordeones caen en el agujero negro en medio de un caos impresionante.

Es mejor no imaginarse en qué estado terminarán nuestros héroes.

Los acordeones giran por un suelo algo sombrío y terminan por detenerse. Ya no se mueve nada. Vuelve el silencio. Y también la inquietud.

- Ha dicho que no nos moviéramos. De modo que no nos moveremos y esperaremos a que venga a buscarnos -indica Selenia en tono autoritario.

Un brazo automático sujeta de repente el acordeón y lo pone en vertical, colocado sobre la base. El trozo de pajita se aleja enseguida por una cinta transportadora. Nuestros amigos no saben cómo evitar caer debido al modo en que son zarandeados sin cesar. El brazo mecánico prosigue su trabajo y alinea todos los acordeones sobre la cinta que los transporta.

Un poco más lejos, otra máquina empotra una esfera luminosa en el centro de cada acordeón, como una corona interior. Nuestros héroes evitan por los pelos que los «coronen».

El acordeón tiene ahora una luz anaranjada en el centro, y se empieza a comprender la utilidad que se dará a estos objetos.

Una última máquina agarra los trozos de pajita y los coloca sobre un cable que se aleja y permite descubrir esta magnífica guirnalda jalonada de farolillos a rayas.

El cable sigue avanzando y delimita el círculo de una pista de baile. Se trata, de hecho, de un elepé puesto sobre un viejo tocadiscos que hace las veces de bar y de discoteca. La cálida luz de los farolillos confiere al lugar un ambiente más íntimo y, seguramente, más propicio a los encuentros. Hay además numerosas mesitas previstas a tal efecto. A la derecha, el brazo del tocadiscos, la aguja y el disc-jockey. A la izquierda, el inmenso bar está en plena actividad. La mitad de los clientes son, cómo no, secuaces del ejército real.

Arturo y sus amigos observan esta extraña sala de baile, agarrados aún al interior de su farolillo.

- No voy a aguantar mucho tiempo así -comenta Arturo, agotado.

- ¿De verdad quieres bajar? -pregunta Selenia a la vez que señala con la punta de la nariz a un nuevo grupo de secuaces que entra en el bar.

- Aguantaré un poco más -responde Arturo tras reflexionar un momento.

El gulomasái entra en la pista de baile por una puerta de servicio. Lo sigue el propietario, más corpulento, más forzudo y con más rastas en el pelo.

El gulo levanta la cara y observa los farolillos de uno en uno en búsqueda de los fugitivos. Son bastante fáciles de detectar porque se transparentan, agarrados a la pared en posturas grotescas.

- ¡Está bien! ¡Podéis saltar! -les dice el gulo, sonriente.

Arturo cae enseguida en la pista, como si no pudiera más. Se levanta un poco avergonzado, y Selenia le cae en los brazos, seguida por Betameche, que aterriza en los de su hermana. Arturo se queda un segundo así, con los dos bultos en los brazos y una sonrisa idiota en los labios. Después, le flaquean las piernas y los tres se caen al suelo.

- ¿Son éstos los tres mercenarios que los secuaces buscan por todas partes? -pregunta el forzudo, algo escéptico.

- Bueno, debía de estar un poco mareado -confiesa el gulo.

- ¿Sabes que lo que se aspira es la raíz y no el árbol entero?

- ¿Qué? ¿Cómo? -contesta el empleado un poco perdido.

- Pues sí -confirma el propietario-. Anda, lárgate. Ya me ocupo yo de ellos.

El gulomasái se aleja, dubitativo, mientras nuestros héroes se ponen de pie. El propietario cambia bruscamente de actitud y esboza una sonrisa falsa donde las haya.

- ¡Amigos míos! -exclama con los brazos abiertos y todos los dientes al descubierto-. Bienvenidos al Jaimabar Club.

Una especie de mosquito raquítico deposita cuatro vasos en una mesa.

- ¿Jackfire para todos? -pregunta el propietario, que parece habituado.

- ¡Oh, sí! ¡Sí! ¡Sí! -patalea Betameche.

- ¿Jack? Adelante.

El mosquito rasta pone la trompa de cuatro puntas directamente en los vasos de sus nuevos clientes. De ella sale un líquido rojo, a presión, que hace espuma, humea y, por último, se inflama.

El propietario sopla la llama como se sopla la espuma de una cerveza.

- ¡Larga vida a las Siete Tierras! -proclama, y alarga el vaso para un brindis.

Cada uno de ellos apaga el vaso y lo levanta. El propietario se lo bebe de un solo trago, seguido por Selenia y Betameche. Arturo, por su parte, no se ha movido. Quiere comprobar antes el efecto de la bebida.

- ¡Ah! ¡Qué bien sienta! -exclama Betameche.

- Refrescante -admite Selenia.

- Es la bebida preferida de mis hijos -precisa el propietario.

Las tres caras se vuelven después hacia Arturo, que aún no ha bebido. Es casi humillante.

- ¡Por las Siete Tierras! -exclama el niño, no muy convencido.

Se toma el líquido de un solo trago. No tendría que haberlo hecho. Se pone colorado, como un tomatito cherry. Acaba de ingerir salsa tártara con guindilla, jarabe de whisky. Es como si hubiera lamido un volcán. Arturo echa humo por todas partes, como después de doce horas de sauna.

- Efectivamente, refrescante -suelta con lo que le queda de voz.

Betameche recorre con el dedo el fondo del vaso y lo lame.

- Tiene un ligero sabor a manzana -afirma, como un entendido.

- No lleva manzana -asegura Arturo, con la voz destruida.

Un grupo de secuaces se acerca a ellos. Escruta un poco los alrededores, como si buscara algo o a alguien. Selenia se inquieta e intenta pasar desapercibida.

- No temáis nada -asegura el propietario-. Son reclutadores. Se aprovechan de la debilidad de algunos clientes para alistarlos en el ejército real. Mientras estéis conmigo, no debéis tener miedo.

Nuestros amigos se relajan un poco.

- ¿Por qué los secuaces no han alienado su pueblo como han hecho con todos los demás que viven en las Siete Tierras? -quiere saber Selenia, un poco recelosa.

- ¡Oh, es sencillo! -afirma el propietario-. Producimos el noventa por ciento de las raíces y el ejército secuaz no aguantaría ni un día sin éstas. Como somos los únicos que sabemos prepararlas, nos dejan tranquilos.

Selenia es algo escéptica al respecto.

- ¿De qué árbol proceden sus raíces?

- Depende. Tilo, manzanilla, verbena. Todo muy natural -afirma con una sonrisa que deja un poco perplejo-. ¿Queréis probar? -sugiere, amable, como una serpiente que ofreciera una manzana.

- No, gracias, ¿señor…?

- Mis amigos me llaman Max -responde el propietario con una sonrisa de oreja a oreja-. ¿Y vosotros? ¿Cómo os llamáis?

- Yo soy Selenia, hija del emperador Sifrat de Matradoy XV, gobernador de las Primeras Tierras.

- ¡Caray! -suelta el propietario, que simula estar impresionado-. ¡Alteza! -añade, y se inclina un poco para besarle la mano.

Selenia la retira para presentar a sus compañeros.

- Él es mi hermano, Saimono de Matradoy de Betameche. Pero puede llamarle Beta.

Arturo ha bebido bastante para presentarse solo.

- Y yo soy Arturo. De Arturo. ¿Por qué han cortado todas mis pajitas? -pregunta, tan directo como puede.

- Es cuestión de negocios. Los secuaces nos han pedido que las limpiáramos y las lleváramos hacia el río negro, el que conduce directamente a Necrópolis.

Al oír esta información, nuestros tres héroes se han erguido, llenos de esperanza.

- Es precisamente ahí adonde tenemos que ir. ¿Puede ayudarnos? -pregunta la princesa sin rodeos.

- ¿Cómo? Despacio, princesa. Ir a Necrópolis no es fácil. ¿Por qué quiere ir a un sitio así? -quiere saber el propietario.

- Tenemos que destruir a M antes de que él nos destruya a nosotros -confía Selenia.

- ¿Sólo eso? -contesta Max, algo sorprendido.

- ¡Sólo eso! -replica Selenia, más seria que nunca.

- ¿Y por qué quiere M destruiros? -pregunta, curioso por naturaleza.

- Es una larga historia -asegura la princesa-. Digamos que dispongo de dos días para casarme y suceder a mi padre, y a M, el Maldito, eso no le parece bien. Sabe que una vez esté yo en el poder, ya no podrá invadir nunca más nuestro país. Así está escrito en la profecía.

Max parece muy interesado, sobre todo por la primera parte, la que se refiere al matrimonio.

- ¿Y cómo se llama el afortunado?

- No lo sé. Todavía no lo he elegido -contesta la princesa, algo altiva.

Max ve la oportunidad de ascender y suelta un suspiro demasiado largo para ser sincero. Arturo nota la estratagema (y el alcohol).

- Oh, espera. Tranquilo, compañero -le suelta Arturo a la vez que le empuja con una mano-. Tenemos una misión. Y todavía no ha terminado.

- Precisamente. Antes de iros, merecéis descansar un poco. ¿Jack? ¡Sírvenos otra vez! Esta ronda la pago yo -sugiere el propietario, para gran alegría de Betameche.

Mientras Jack, el mosquito rasta, se dedica a llenar de nuevo los vasos, Max se ha dirigido hacia el disc-jockey, situado junto al brazo del tocadiscos.

- ¿Easylow? ¡Hazme girar la sala de baile! -le pide el propietario, un poco ansioso.

El disc-jockey se inclina enseguida hacia la parte posterior del tocadiscos y despierta a los dos gulomasái que dormían sobre su raíz de fumar.

- ¡De pie, muchachos! ¡Dad la corriente! -les suelta Easylow.

Los dos fumadores se levantan, remolones, y se desperezan.

Se acercan a una enorme pila de un voltio y medio y la hacen rodar hasta el compartimento de las pilas. En cuanto está conectada, las luces se activan y barren la pista. El elepé se pone despacio en marcha y el disc-jockey empuja la aguja hasta la canción que quiere. Es el momento americano.

Max se inclina hacia Selenia, más seductor que nunca.

- ¿Me concede este baile? -pregunta con suma educación.

Selenia sonríe, pero a Arturo la situación no le parece graciosa en absoluto.

- ¡Tenemos mucho camino por delante, Selenia! ¡Deberíamos seguir! -comenta, un poquito celoso.

- Cinco minutos de descanso no le han hecho nunca daño a nadie -contesta Selenia, que acepta la propuesta de Max, tanto por divertirse como por hacer rabiar a Arturo.

Max y Selenia salen a la pista y empiezan a bailar una canción lenta.

- ¿Beta? Haz algo. -Arturo está que trina, celoso como un mul-mul.

Betameche está de vuelta de todo y se bebe otro Jackfire.

- ¿Qué quieres que haga? -pregunta tras girar como una peonza-. Dentro de dos días tendrá mil años. ¡Ya es mayorcita!

Arturo echa chispas. Betameche deja vagar su mirada hacia el bar y ve a un gulomasái con una navaja en la cintura.

- Pero, ¡si es mi navaja! -exclama-. Voy a decirle un par de cositas a ese ratero.

Betameche se levanta, se toma al pasar el Jackfire de su hermana y se dirige al bar con paso decidido.

Arturo se queda solo, desesperado, anonadado. De golpe, agarra el vaso y se lo bebe de golpe para olvidar lo que está ocurriendo lo más rápido posible.

17

Max intenta acercarse más a Selenia, que se resiste educadamente, como en un juego amoroso. La princesa dirige una mirada a Arturo, cuyo desasosiego parece encantarle. Pequeño placer de mujer.

- Encontrar un marido en dos días no va a ser fácil, ¿sabes? -comenta Max, que ha puesto en marcha toda su máquina de seducción-. Pero yo te puedo sacar del apuro, si quieres.

- Muy amable por tu parte, pero ya me las arreglaré -responde Selenia, divertida por el juego.

- Me encanta ayudar a todo el mundo. Soy así por naturaleza. Además, llegas en buen momento. Ahora la cosa está más bien tranquila: sólo tengo cinco mujeres.

- ¿Cinco mujeres? Pero, eso debe de darte mucho trabajo, ¿no? -pregunta Selenia, sonriente.

- Soy muy trabajador -asegura el propietario-. Puedo trabajar día y noche, siete días por semana, sin cansarme nunca.

Arturo está abatido apoyado en la mesa, mirando tristemente a su princesa, que está bailando… con otro.

«De todos modos, es demasiado mayor para mí -se dice, desanimado-. ¡Mil años! ¡Y yo sólo tengo diez! ¿Qué iba a hacer con una vieja?»

Un secuaz reclutador se sienta frente a él y le impide ver a su princesa.

- ¿Qué hace un buen mozo como tú con un vaso vacío? -le lanza el secuaz con la sonrisa de un cazador que ha husmeado un pichón.

- Tiene que estar vacío para poder llenarlo de nuevo -suelta Arturo, aturdido.

El secuaz sonríe. Ha atrapado a su presa.

- Eres ingenioso. Eso está bien -felicita al niño-. Me parece que vamos a entendernos muy bien.

Extiende el brazo hacia atrás, sin volverse siquiera.

- ¿Jack? Otra ronda.

Betameche llega al bar y empuja al ladrón de la navaja, que se mancha con su Jackfire.

- Pero bueno, ¿qué te pasa? -exclama el gulomasái, rabioso como un perro.

- ¡Esa navaja es mía! ¡Tú me la robaste! -anuncia Betameche, en tono acusador-. Es mía. Fue un regalo de cumpleaños.

El gulomasái alarga el brazo y mantiene al niño a distancia.

- Tranquilo, gruñón. ¿Y si tuviera una navaja igual que la tuya?

- Es la mía, de eso estoy seguro. La reconocería entre un millón. Dámela -exige Betameche.

Un secuaz se acerca a ellos con paso seguro. Es un suboficial.

- ¿Algún problema? -pregunta el militar, con aire bravucón.

- No. Todo va bien -asegura el gulomasái, en tono sumiso.

- No. Todo va mal -replica Betameche-. Me ha robado la navaja.

El ladrón sonríe como si se tratara de una broma.

- Pero qué bromista es el tipo este. Permítame que se lo explique, capitán.

Como por arte de magia, el gulomasái ha sacado dos raíces muy gruesas.

- ¿Una raíz? -sugiere el tunante.

El secuaz duda, pero enseguida accede. Se levanta la parte delantera del casco y deja al descubierto su cara. Al ver el rostro de un secuaz, por lo general siempre oculto por el casco, uno tiene inmediatamente el convencimiento de que podría haberse ahorrado el espectáculo. La cabeza del secuaz carece de todo. No tiene cabellos, ni cejas, ni orejas, ni labios. La cara es casi una pelota lisa, como una piedra pulida por siglos de erosión. Una piedra áspera, carcomida por las enfermedades. A los dos ojitos rojos casi no les queda energía, como si hubieran contemplado demasiadas guerras. En resumen, que es preferible no verla.

El secuaz toma la raíz y se la pone en la boca. El gulomasái enciende una cerilla con las uñas, como todo un profesional. El secuaz aspira lentamente y luego esboza una sonrisa que da miedo.

Betameche se inquieta. El asunto pinta pero que muy mal.

Durante este rato, Max ha ganado unos centímetros y está bailando con Selenia muy pegadito a ella.

- ¿Y bien? ¿Qué te parece mi propuesta? -suelta el propietario, que quiere concluir el asunto.

- Es halagadora, pero el matrimonio es una cosa importante y no se puede decidir a la ligera -responde Selenia, tan contenta como un gato con un ratón.

- Por eso te propongo una pequeña cata. Una vuelta en el tiovivo a cuenta de la casa. Ya verás: probarlo es quedárselo.

Selenia deja escapar una pequeña carcajada, divertida con tanta pretensión.

Lanza una mirada de complicidad a Arturo, pero su compañero ya no la mira. Tiene la nariz pegada a un contrato que está a punto de firmar. El secuaz reclutador le tiende la pluma.

Arturo observa el vaso que tiene en una mano y la raíz que tiene en la otra. Decide empezar por el vaso, y se traga la bebida sin parpadear siquiera. Deja el vaso y sujeta la pluma con la mano libre. El secuaz le desliza el contrato bajo la pluma para facilitar la operación. Arturo se dispone a firmar, pero de repente advierte que la mano de Selenia se lo impide.

- Perdone, pero me gustaría mucho bailar con él por última vez, antes de que se comprometa con alguien que no soy yo.

Al secuaz no le hace demasiada gracia, pero Selenia se lleva a Arturo a la pista y lo estrecha entre sus brazos.

- Eres muy amable de concederme este baile -le dice Arturo con una sonrisa beatífica.

- ¿Te das cuenta de lo que ibas a firmar? -le pregunta Selenia, más enfadada que nunca.

- No. En realidad, no, pero… ¡Qué más da! -le contesta Arturo, mareado como una sopa.

- ¿Es así como piensas conquistarme? ¿De verdad crees que voy a casarme con un hombre que fuma, que bebe y que baila como un patán?

Arturo tarda unos segundos, pero al final capta el mensaje. Se endereza un poco y domina los pies, que sólo controlaba a medias. Selenia sonríe ante los esfuerzos sobrehumanos de su compañero, que lucha con todas sus fuerzas contra el alcohol.

- Así está mejor -concede.

Easylow observa a la pareja de lejos.

- ¿Vas a dejar que ese enano te chafe el plan? -pregunta a Max, que los mira.

- Bueno, con un poco de competencia la cosa tiene más gracia -suelta Max con una sonrisa, porque en realidad no está inquieto en absoluto.

Arturo empieza a reponerse un poco. El baile parece más íntimo así que decide lanzarse.

- ¿De verdad tengo alguna esperanza contigo? ¿A pesar de nuestra diferencia de edad?

Selenia se echa a reír.

- Nosotros contamos los años por brotes de selenielas, la flor real.

- ¿Cómo? Pero entonces, ¿cuántos años tengo yo?

- Más o menos unos mil, como yo -responde la princesa, divertida.

Arturo saca un poco el pecho, orgulloso por su repentina madurez. Eso le suscita mil preguntas.

- ¿Eras antes una niña como yo? Quiero decir: yo soy un niño, pero ¿una niña como las demás de mi barrio?

- No. Yo he nacido así -le contesta Selenia, un poco avergonzada por la pregunta-. Además, nunca he salido de las Siete Tierras.

Hay pesar en la voz de la princesa, pero seguramente ella no lo admitiría nunca.

- Me gustaría mucho llevarte algún día a mi mundo -le confía el muchacho, ya triste ante la idea de tener que dejarla, aunque sea dentro de mil años.

Selenia se incomoda cada vez más.

- ¡Por qué no! -responde, algo desdeñosa, como para quitar importancia a sus palabras-. Pero, mientras tanto, te recuerdo que tenemos una misión pendiente: ¡Necrópolis!

La palabra retumba en la cabeza de Arturo y surte más efecto que un camión de aspirinas.

El secuaz reclutador ha perdido a su cliente y se dirige al bar, a la búsqueda de una nueva víctima. Pasa ante Betameche, que sigue discutiendo con su ladrón y su oficial. El gulomasái está de lo más zalamero.

- Y entonces, de repente, tropiezo con una navaja clavada en el suelo. Enseguida pensé que sería una trampa, por supuesto.

El secuaz se ríe burlón, con los pulmones llenos de humo.

- Ésta sí que es buena -se carcajea el guerrero, sin saber si habla de la broma o de la raíz que tiene en la mano.

Betameche suspira, desesperado. No parece que vaya a recuperar la navaja, que el secuaz hace girar entre los dedos.

Un agente reclutador se lleva muy satisfecho a dos nuevas víctimas, demasiado borrachas para resistirse. Selenia observa cómo se van. Eso le da una idea.

- Creo que, si seguimos a estos agentes reclutadores, enseguida estaremos en Necrópolis.

Arturo asiente y se hace cargo de la misión.

- ¡Tienes razón! -exclama-. Llegaremos en un periquete. Es nuestra misión -afirma, llevado por un impulso patriótico-. Una vez ahí, encuentro a mi abuelo, descubro el tesoro y, para terminar, doy una paliza que tardará mucho tiempo en olvidar a ese maldito Maltazard.

Cuando pronuncia ese nombre es como si la Tierra dejara de girar. Además, Easylow ha sujetado el borde del disco y ha parado la música. Una veintena de secuaces se vuelve despacio hacia el futuro cadáver que ha tenido la brillante idea de pronunciarlo.

El oficial se baja de nuevo el casco, que se llena de humo porque no ha tenido la precaución de tirar la raíz.

- ¡Uy! -exclama tímidamente Arturo, consciente de su error.

- No sé si serás un buen príncipe pero, de momento, eres verdaderamente el rey de los patosos -le suelta Selenia con una mirada llena de reproche.

Max empieza a sonreír.

- Parece que vamos a tener una buena movida -se alegra-. ¡Que empiece el espectáculo!

Envía una señal a Easylow que suelta el disco y da un patadón a la aguja. La música suena de nuevo. Érase una vez en América.

Los secuaces se acercan y avanzan lentamente hacia la pareja, que retrocede. La trifulca es inminente.

- ¿Arturo? Tienes tres segundos para que se te pase la mona.

- ¿Cómo? De acuerdo. Pero ¿cómo se hace para que se me pase en tres segundos?

Selenia le pega un soberano bofetón. Arturo sacude la cabeza. Le zumban los oídos.

- Gracias. Ya se me ha pasado.

- Mucho mejor -suelta la princesa, desenvainando la espada.

- Y yo, ¿con qué me peleo? -pregunta Arturo.

- Con plegarias.

Selenia se pone en guardia, mientras el disco, que sigue girando, los hace pasar muy cerca de Max y su disc-jockey.

- ¡Eh! ¡Pequeño!

El propietario ha sacado una espada y se la tira a Arturo a su paso.

- ¡Gracias, señor! -le responde el niño, asombradísimo.

- ¡Vamos! ¡Ponle ritmo! -ordena Max a su disc-jockey, que dirige la aguja hacia otros surcos.

Hay un cambio de película. West Side Story.

Arturo se pone al lado de Selenia, mientras que los secuaces se despliegan para rodear a la pareja.

Betameche ha seguido al secuaz que le ha robado la navaja y le aconseja con amabilidad.

- Si pulsa el setenta y cinco, le saldrá un sable láser. Es clásico, pero eficaz.

- ¿Oh? ¿De veras? Gracias, muchacho -le contesta el secuaz, todavía envuelto en humo.

El guerrero pulsa el setenta y cinco, y una llama espantosa le quema el casco y todo lo que había dentro, es decir, poca cosa. El cuerpo del secuaz no se ha movido, pero su cabeza ha quedado reducida a cenizas. Betameche ha recuperado por fin la navaja.

- ¡Ay, usted perdone! ¡Me he equivocado! A lo mejor era otro número. ¿El cincuenta y siete?

Betameche pulsa el botón cincuenta y siete, y de la navaja sale un sable láser, azul como el acero.

- ¡Eso está mejor!

Al ver el láser, los demás secuaces se separan, lo que permite a Betameche reunirse con Arturo y Selenia.

Y ahí están, juntos de nuevo, pero más bien en la adversidad que en la prosperidad.

Se colocan espalda con espalda, con las espadas delante de ellos, de modo que forman un triángulo amenazador.

De repente, los secuaces profieren su famoso grito y se lanzan a la pelea.

Easylow se pone los mitones, sujeta el borde del disco y empieza a hacer scratch. La pelea es rítmica, mejor que el breakdance.

Selenia encadena los pasos y demuestra sin cesar su destreza y su agilidad. Posee la gracia y la competencia de los auténticos caballeros.

Betameche tiene un arma más fácil y causa estragos.

Arturo tiene menos experiencia pero es lo bastante listo como para esquivar los golpes. Coloca la espada para rechazar un ataque, pero el secuaz le pulveriza el arma.

Max pone cara de decepción.

- ¡Oh, pobre chico! ¿Pero quién le habrá dado una espada de tan mala calidad? -comenta, fingiendo compasión. Easylow lo mira y ambos se echan a reír como locos.

Arturo corre por la pista esquivando los golpes que le llueven de todas partes. Se refugia al otro lado de la aguja. Los secuaces no pueden atrapar a esta anguila que se escapa sin cesar y se golpean regularmente contra la aguja que salta los surcos y hace sonar la música como en los mejores hip-hop.

- Vaya, ese muchacho lleva el ritmo en la sangre -suelta el propietario como si fuera un entendido.

Tres secuaces se sitúan delante de Betameche, provistos a su vez de sables láser.

- ¿Tres contra uno? ¿No os da vergüenza? Muy bien, ¡triplicaré la potencia!

Betameche pulsa un botón que anula el láser y le sale un ramo de flores.

- Bonito, ¿no? -dice, avergonzado de su error.

Los secuaces se abalanzan gritando sobre el príncipe, que escapa corriendo. Se lanza bajo una mesa, donde ya está Arturo.

- ¡Mi espada ya no funciona! -exclama Betameche mientras busca el botón correcto.

- ¡A mí tampoco! -responde Arturo, que le muestra la empuñadura que todavía lleva en la mano.

Un secuaz se acerca a la mesa y la parte por la mitad con el sable láser.

Los dos amigos ruedan por el suelo, cada uno en dirección opuesta.

- ¡A él sí le funciona la suya, en cambio! -exclama Arturo, muy preocupado.

Betameche manosea la navaja con nerviosismo y al final saca un arma. La pompera. Es un tubo minúsculo que fabrica pompas de jabón. Cien por segundo. Muy deprisa se forma una nube, no demasiado amenazadora, pero muy práctica para escapar.

Los secuaces pierden el rastro de los dos fugitivos. Eso los enfurece tanto que empiezan a dar mandobles al aire, con los que sólo consiguen hacer estallar bonitas pompas multicolores.

Selenia elimina a un secuaz y se arrodilla con la espada por encima de la cabeza para frenar el ataque de otro guerrero.

Desenfunda el cuchillo adicional que el secuaz lleva sobre el tobillo y se lo clava en el pie. El secuaz se queda paralizado de dolor.

- ¡Cuidado! ¡No me vayáis a estropear el disco! -exclama el propietario, contrariado.

Arturo sale a gatas de la nube de pompas y se encuentra con la mochila de Betameche. También se encuentra con los pies de un secuaz. El guerrero levanta despacio la espada, saboreando el momento.

Arturo está perdido. Agarra unas bolitas que sobresalen de la mochila y las tira a los pies del secuaz, al azar. Eso puede salvarlo, o tal vez acortar sus sufrimientos. En ambos casos, no tiene nada que perder y mucho que ganar.

Las bolitas de cristal se rompen a los pies del secuaz, que espera un momento, demasiado tonto para no sentir curiosidad.

En menos de un segundo aparece un magnífico ramo de flores como por arte de magia. ¡Es más grande que el secuaz!

- ¡Oh! ¡Flores! ¡Qué detalle! -exclama el secuaz con las manos juntas.

Pasa junto al ramo y avanza hacia Arturo, que retrocede de rodillas.

- Las pondré en tu tumba -le comenta el guerrero, blandiendo la espada.

La maldad lo ciega, por eso no ve que, detrás de él, la gigantesca flor abre su boca carnívora.

La bonita planta cierra las mandíbulas sobre el secuaz y se toma su tiempo para masticarlo bien. La otra mitad del guerrero se ha quedado petrificada y parece esperar el segundo turno.

Arturo observa estupefacto esta flor monstruosa que se traga el bocado y eructa.

- ¡Buen provecho! -dice, algo asqueado.

Betameche pulsa de nuevo un botón. ¡Ojalá fuera el correcto! Lo rodean tres secuaces que no están para bromas.

De la navaja sale un láser de tres hojas.

Betameche recupera la sonrisa y muestra orgulloso su arma. Los tres secuaces se miran antes de pulsar cada uno de ellos su correspondiente láser, que libera una opción. Un sable láser de seis hojas giratorias. Betameche se queda de hielo.

- ¿Es un modelo nuevo? -pregunta muy educado, como si le interesara el artículo.

El secuaz que tiene frente a él le responde que sí con la cabeza y le asesta un violento sablazo que lo desarma. La navaja se ha retraído y se desliza por el suelo antes de que la detenga un pie. Una bota de guerrero secuaz, del cuarenta y ocho, cubierta de sangre.

Easylow sujeta el disco y lo va parando. La pista disminuye su velocidad. El combate se interrumpe. El silencio saluda a su dueño. Darkos. Príncipe de las Tinieblas. Hijo de Maltazard.

Nuestros tres héroes se reagrupan. Max parece inquieto.

Darkos tiene el aspecto de un secuaz, pero su porte es más altivo y su armadura, mucho más aterradora. Va mejor armado que un avión de combate, y en las Siete Tierras no debe de haber un arma que él no tenga. Salvo, quizás, esa navaja que todavía retiene bajo el pie. Se inclina despacio y recoge el objeto.

- ¿Qué, Max? ¿Ahora organizas fiestecitas sin avisar a los amigos? -suelta Darkos como si fuera una broma mientras hace girar la navaja entre los dedos.

- Bah, no es nada del otro mundo -asegura Max, que sonríe para ocultar su desazón-. Es una fiestecita improvisada para cautivar a la nueva clientela.

- ¿Gente nueva? -finge asombrarse el secuaz-. Veamos quiénes son.

Los guerreros se apartan a cada lado de la pista de baile y dejan al descubierto a nuestros tres héroes, más juntitos que nunca.

A medida que avanza, Darkos reconoce a la princesa. Esboza una enorme sonrisa de satisfacción.

- ¿Princesa Selenia? ¡Qué agradable sorpresa! -exclama antes de situarse delante de ella-. ¿Qué hace una persona de vuestra clase en un sitio así, a estas horas?

- Hemos venido para bailar un poco -responde la princesa, muy digna. Darkos la aprovecha al vuelo.

- Entonces, bailemos -dice, y chasquea los dedos.

Un secuaz arrea un porrazo al brazo del tocadiscos que deja la aguja en una lenta.

Darkos hace una ligera reverencia y le ofrece los brazos.

- Antes muerta que bailar contigo, Darkos -declara Selenia sin más, como se pulsa un botón para lanzar una bomba atómica.

Los secuaces se agitan nerviosos y se apartan todavía más. Siempre es peligroso insultar a Darkos, sobre todo en público. El Príncipe del Mal se endereza despacio y esboza una sonrisa maquiavélica.

- Vuestros deseos son órdenes -asegura a la vez que desenvaina su inmensa espada-. Vais a bailar toda la eternidad.

Darkos levanta el arma, dispuesto a cortar a Selenia en pedazos.

- ¿Y tu padre? -pregunta la princesa.

El mala bestia detiene el brazo en seco. En el aire.

- ¿Qué dirá tu padre, M el Maldito, cuando le cuentes que has matado a la princesa que él anda buscando? ¿La única persona que puede proporcionarle el poder máximo que él tanto ansía?

Selenia ha dado en el blanco. La idea hace vacilar a Darkos.

- ¿Crees que te felicitará? ¿O más bien te hará escaldar con licor de muerte, como hizo con todos sus demás hijos?

Las filas se agitan, al borde del pánico. Selenia domina la situación y Darkos baja despacio el arma.

- Tienes razón, Selenia. Y te doy las gracias por tu clarividencia -asegura mientras envaina de nuevo la espada-. Es verdad que muerta no vales nada, mientras que viva…

Luce una sonrisa repugnantemente presuntuosa. Pero Max le ha leído los pensamientos.

- ¿Easylow? Vamos a cerrar.

El disc-jockey ha entendido y se dirige hacia la parte trasera del local.

- ¡Traedlos! -grita Darkos, y una treintena de secuaces se abalanzan sobre nuestros héroes.

Arturo observa que la oleada de enemigos se acerca a él, igual que un surfista contemplaría un maremoto.

- Necesitaremos un milagro -afirma.

- La muerte no es nada si la causa es justa -asegura Selenia, preparada para morir en plan princesa.

Se pone en guardia y grita para infundirse valor.

Grita tan fuerte que la luz se apaga. A no ser que haya sido que Easylow ha cortado la corriente. La cuestión es que todo está a oscuras y se ha desatado el pánico. Se oye el ruido del acero, de botas, de hojas, de dientes que se cierran o que muerden.

«¡Ya está! ¡Están ahí! ¡Tengo a uno! ¡Suéltame, imbécil! ¡Perdone, jefe! ¡Ay! ¿Quién me ha mordido?» Éste es un extracto de los diálogos que se oyen en ese alegre guirigay, sumido en la oscuridad.

Max enciende una cerilla, que ilumina su rostro risueño. Prende una buena raíz, como para saborear mejor el espectáculo. Darkos se sitúa bajo la luz incandescente. Está colérico, y el resplandor rojizo no hace más que acentuarlo.

- ¿Qué pasa? -escupe con rabia.

- Son las diez. Es la hora de cierre.

- ¿Qué? ¿Ahora cierras a las diez? -se asombra Darkos, cada vez más indignado.

- Me limito a aplicar sus consignas, mi señor -le responde Max, servicial como un secuaz.

Darkos busca las palabras, pero está a punto de explotar de rabia.

- ¡Reapertura excepcional! -vocifera con una intensidad que bastaría para reventar los tímpanos más fuertes.

Max suelta lentamente una bocanada de humo.

- Vale -dice con calma.

Easylow quita la plaquita de plástico que había deslizado ente las dos pilas y vuelve a haber luz.

Se ve entonces al montón de secuaces en el centro de la pista de baile. Parece una melé de rugby que ha girado mal.

Darkos avanza y la melé se deshace como puede.

Los últimos secuaces son un poco inútiles, pero están orgullosos de mostrar a sus tres prisioneros, atados de pies a cabeza.

Darkos mira a los tres prisioneros y se gira, como si buscara la cámara oculta. Han atado a tres secuaces. Nuestros héroes han desaparecido. No es la cámara oculta; es un vídeo humorístico.

Max se ríe con aire burlón.

- ¡Dichosa princesita!

La rabia hace temblar a Darkos de tal modo que parece un cohete a punto de despegar.

- ¡Encontradlos! -brama con un rugido sin fin.

18

La voz de Darkos retumba hasta el subsuelo, hacia donde han huido nuestros tres héroes.

- ¿Oís ese grito? ¡Es realmente inhumano! -comenta Betameche.

- Espero que Max y sus amigos no sean castigados por nuestra culpa -se inquieta la princesa.

- No te preocupes por él -dice Arturo-. Max es un charlatán de primera. Estoy seguro de que saldrá bien de ésta.

Selenia suspira. No le gusta huir, pero seguramente Arturo tiene razón.

- ¡Vamos! No olvides que tenemos una misión y el tiempo se nos echa encima -le recuerda Arturo mientras le tira con fuerza del brazo. Selenia se deja arrastrar, y nuestros tres héroes se alejan.

Siguen un buen rato un margen grisáceo y húmedo a lo largo de una pared de hormigón sin fin.

Llegan a un límite, una especie de placa gigantesca de hierro. Seguramente una antigua tapa de alcantarilla. Selenia se pone delante de un agujero situado en el centro del suelo.

No es muy grande, de hecho apenas hay sitio para colarse. Las paredes son fangosas y descienden hasta el infinito. Es tan apetecible meterse por ahí como por un oleoducto.

- Bueno, ya estamos -anuncia Selenia tras tragar saliva con fuerza.

- ¿Qué es? -pregunta Arturo, que espera no haberlo entendido.

- La ruta directa para ir a Necrópolis -explica Selenia sin apartar la vista del agujero sin fondo-. A partir de aquí empieza lo desconocido. Ningún minimoy ha vuelto nunca de esta ciudad de pesadilla. Así que reflexionad bien antes de seguirme -precisa la princesa.

Los tres compañeros se miran en silencio. Cada uno de ellos piensa en la formidable aventura que acaban de vivir.

Arturo contempla los ojos de Selenia como si los viera por última vez.

La princesa contiene las lágrimas y fuerza una sonrisa. Le gustaría mucho decir palabras bonitas, pero eso no haría más que hacer más dolorosa la separación.

Arturo alarga despacio la mano por encima del agujero.

- Mi futuro está vinculado al tuyo, Selenia. Por lo tanto, mi futuro está a tu lado.

La princesa se estremece. Se lanzaría encantada a sus brazos si el protocolo se lo autorizara, así que finalmente apoya la mano sobre la de Arturo, y Betameche pone la suya sobre las otras dos.

Nuestros tres héroes sellan así el pacto. Irán juntos hasta el final, para lo bueno o para lo malo. Aunque al parecer les toca empezar por lo malo.

- ¡En marcha! -exclama la princesa, solemne.

- ¡En marcha! -repiten a coro los dos muchachos.

Selenia respira hondo y se mete por el agujero viscoso. Betameche se tapa la nariz y sigue a su hermana sin pensárselo dos veces.

Arturo permanece un instante paralizado, impresionado por este pozo que se traga los cuerpos como unas arenas movedizas.

Después, suspira y salta con los pies juntos.

- ¡Vamos a arreglar cuentas, Maltazard! -grita antes de desaparecer, engullido por la noche y el barro.

Ha pronunciado de nuevo el nombre maldito. Esperemos que esta vez le traiga buena suerte.

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19/10/2009