Luc Besson

Arturo y los Minimoys

1

El campo, ondulado y verde como de costumbre, sucumbía bajo un sol abrasador. Un cielo azul lo protegía con unas nubecillas de algodón dispuestas a ejercer de salvadoras.

El campo estaba hermoso, como todas las mañanas de esas largas vacaciones de verano que hasta los pájaros parecían aprovechar perezosamente.

En el hermoso paisaje nada permitía presagiar la formidable aventura que iba a empezar.

En medio del valle, junto al río, hay un jardín y una extraña casa. De estilo vagamente colonial, es toda de madera con un largo porche. A un lado hay un espacioso garaje que sirve más bien de taller y que tiene adosada una gran cisterna de madera.

Un poco más lejos, un viejo molino de viento domina el jardín, como un faro erguido en la costa. Parece girar un poco para agradar a la vista. Hay que decir que en este rinconcito de paraíso, incluso el viento sopla agradablemente.

Sin embargo, lo que se dispone a invadir esta casa apacible será un soplo de terror.

La puerta de entrada estalla literalmente y una señora bastante gruesa toma posesión de la escalinata.

- ¿Arturo? -llama a voz en grito.

La abuela ya ha cumplido los sesenta. Es más bien rolliza, aunque su bonito vestido negro, ribeteado de encaje, pretenda disimular sus redondeces.

Termina de ponerse los guantes, se ajusta el sombrero y toca la campana con energía.

- ¡Arturo! -brama otra vez, sin obtener tampoco respuesta.

»¿Dónde se habrá metido? ¿Y el perro? ¿También ha desaparecido?… ¡Alfred!

La abuela ruge como una tormenta lejana. No le gusta llegar tarde.

Da media vuelta y entra de nuevo en la casa.

El interior está decorado son sobriedad, pero con gusto. El suelo de madera está bien encerado y los tapetitos de encaje han invadido todos los muebles, como la hiedra se apodera de los muros.

La abuela se pone las zapatillas sobre el calzado para no rayar la madera del entarimado y cruza el salón.

- «¡Es un excelente perro guardián, ya lo verá!» -refunfuña-. ¿Cómo me he dejado engañar de este modo?

Llega a la escalera que conduce a las habitaciones.

- ¡Me gustaría saber qué porras vigila ese perro! ¡Pero si nunca está en casa! ¡Como Arturo! ¡Es que no paran quietos! -gruñe, abriendo la puerta de un dormitorio. Salta a la vista que es la habitación de Arturo.

Está bastante ordenado para tratarse del cuarto de un niño, pero la tarea parece fácil, ya que apenas hay juguetes, salvo unos cuantos de madera que parecen antiguos.

- ¿Crees que les importa que su pobre abuela ande corriendo tras ellos todo el día? ¡Qué va! -se queja mientras se acerca al extremo del pasillo-. No pido nada del otro mundo. Sólo que se esté quieto cinco minutos. Como todos los niños de su edad -dice levantando los ojos hacia el cielo, y entonces se detiene de golpe. Ha tenido una idea. Aguza el oído: la casa está extrañamente silenciosa.

La abuela se pone a hablar en voz baja.

- Cinco minutos de calma… ¿Dónde podría jugar tranquilamente… en un rincón… sin hacer ruido…? -murmura mientras avanza por el pasillo.

Se acerca a la última puerta, donde hay una placa de madera: «Prohibida la entrada.»

Abre despacio la puerta para sorprender a cualquier posible intruso.

Por desgracia, la puerta la traiciona con un chirrido tenue pero socarrón.

La abuela esboza una mueca, de modo que se diría que el chirrido le sale de la boca.

Asoma la cabeza a la habitación prohibida.

Se trata de un desván dispuesto como una oficina inmensa, una mezcla de mercadillo alegre y de taller de profesor chiflado. A un lado y otro de la oficina, una gran biblioteca rebosante de libros viejos encuadernados en piel. Encima, una bandera de seda decora el mueble y nos plantea un enigma: «Las palabras a menudo esconden otras.»

Al parecer nuestro sabio es también un filósofo.

La abuela avanza despacio entre los objetos, de estilo claramente africano. Por todas partes hay lanzas que parecen haber crecido del suelo como cañas. Una colección soberbia de máscaras africanas cuelga de la pared. Son magníficas, excepto… que falta una. Un clavo destaca solitario en medio de la pared.

Éste es el primer indicio que encuentra la abuela. Ahora sólo tiene que seguir los ronquidos, que cada vez se oyen más fuerte.

La abuela avanza un poco más y descubre a Arturo tumbado en el suelo, con la máscara africana puesta, lo que amplifica sus ronquidos.

Por supuesto, Alfred está acostado a su lado y lleva el compás dando golpecitos con la cola sobre la máscara de madera.

La abuela no puede evitar sonreír ante esta conmovedora escena.

- ¡Al menos podrías contestar cuando te llamo! ¡Hace una hora que ando buscándote! -murmura al perro para no despertar a Arturo con excesiva brusquedad. Alfred se muestra compungido.

»Oh, no pongas carita de pena. Sabes muy bien que no quiero que vengas a la habitación del abuelo y toques sus cosas -añade con firmeza antes de apartar con cuidado la máscara de la cara de Arturo.

Su cabecita de ángel travieso aparece bajo la luz. La abuela se derrite como la nieve al sol. Es cierto que, cuando duerme, ese chiquillo lleno de pecas y desgreñado está para comérselo a besos. Y es muy bonito ver cómo descansa la inocencia, con cuánta despreocupación se abandona un chiquillo.

La abuela suspira de felicidad ante este angelito que llena su vida.

Alfred gime un poco, seguro que de celos.

- ¡Ya está bien, hombre! Más vale que desaparezcas durante un rato -le advierte la abuela. Alfred parece entender el consejo.

La abuela acaricia la cara del niño.

- ¿Arturo? -murmura con cariño, pero los ronquidos no remiten.

Levanta la voz.

- ¡Arturo! -grita en la habitación, que le devuelve el eco. El chiquillo se endereza sobresaltado, con la ropa hecha un guiñapo.

- ¡Socorro! ¡Un ataque! ¡A mí, los hombres! ¿Alfred? ¡Formad el círculo! -balbucea medio dormido. La abuela lo sujeta enérgicamente.

- ¡Tranquilo, Arturo! Soy yo. Soy la abuela -le repite varias veces. Arturo se despierta del todo y parece comprender dónde está y, sobre todo, quién le habla.

- Perdona, abuela… Estaba en África.

- Ya veo -le responde ella, sonriendo-. ¿Has tenido buen viaje?

- ¡Formidable! Estaba con el abuelo en una tribu africana. Eran amigos.

La abuela asiente y se presta al juego.

- Estábamos rodeados por decenas de fieros leones que habían salido de la nada.

- ¡Oh, Dios mío! ¿Y qué has hecho para escapar de semejante situación? -se muestra (falsamente) inquieta la abuela.

- Yo, nada -responde con modestia-. El abuelo lo ha hecho todo. Ha desplegado una tela enorme y la ha tendido en medio de la sabana.

- ¿Una tela? ¿Qué tela? -pregunta la abuela.

Arturo ya se ha incorporado y se sube a una caja para alcanzar el estante que le interesa.

Agarra un libro y lo abre rápidamente por la página deseada.

- Ahí. ¿Lo ves? Ha pintado un lienzo y lo ha colocado formando un círculo. Así, los animales salvajes dan vueltas y son incapaces de encontrarnos. Es como si fuéramos… invisibles -afirma con satisfacción.

- ¡Invisibles, pero no inodoros! -replica la abuela.

Arturo finge que no la ha entendido.

- ¿Te has duchado esta mañana? -añade la buena señora.

- Estaba a punto de hacerlo cuando he encontrado este libro. Es tan apasionante que, la verdad, he olvidado un poco todo lo demás -confiesa el niño mientras hojea las páginas-. Mira todos estos dibujos. Son las obras que el abuelo ha hecho para las tribus más aisladas.

La abuela observa de reojo los dibujos que se sabe de memoria.

- Lo que veo, sobre todo, es que le interesaban más las tribus africanas que la suya propia -comenta con humor.

Arturo se ha centrado de nuevo en los dibujos.

- Mira éste. Excavó un pozo muy profundo e instaló todo un sistema con cañas para transportar el agua a más de un kilómetro.

- Es ingenioso, pero los romanos inventaron el sistema mucho antes que él. Se llamaba acueducto -le recuerda la abuela.

Ésa es una página de la historia de la que al parecer Arturo no tiene ninguna noticia.

- ¿Los romanos? Nunca había oído hablar de esta tribu -comenta ingenuamente.

La abuela no puede evitar sonreír y aprovecha para pasarle la mano por los cabellos despeinados.

- Es una tribu muy antigua que vivía en Italia hace muchísimo tiempo -explica al pequeño-. El jefe se llamaba César.

- ¿Como la ensalada? -le pregunta Arturo con interés.

- Sí, como la ensalada -le responde la abuela, sin dejar de sonreír-. Venga, ordena todo esto, tenemos que ir a la ciudad a hacer unas compras.

- Entonces, ¿hoy no hay ducha? -se alegra Arturo.

- No, al menos de momento. Ya te ducharás cuando volvamos. Venga, date prisa -le apremia la abuela.

Arturo ordena metódicamente los libros que ha esparcido mientras la abuela devuelve la máscara africana a su sitio. Es cierto que todas esas máscaras de guerreros con las que obsequiaron a su marido en señal de amistad tienen un porte altivo. La abuela las mira un instante y quizá rememora alguna de las aventuras que compartió con su esposo, ahora desaparecido.

La nostalgia la invade por unos segundos y lanza un hondo suspiro, largo como un recuerdo.

- ¿Abuela? ¿Por qué se marchó el abuelo?

La frase resuena en medio del silencio y pilla a la abuela en plena nostalgia.

Mira a Arturo, que está frente al retrato del abuelo, en el que aparece con el casco y el atuendo colonial de rigor.

La abuela elige las palabras con cuidado, como hace siempre que la emoción la embarga. Se acerca a la ventana abierta y respira profundamente.

- Ya me gustaría saberlo -dice antes de cerrar la ventana. Se queda ahí un momento para observar el jardín a través de los cristales.

Un viejo enanito de jardín le sonríe, plantado con dignidad al pie de un roble imponente que domina el lugar.

¿Cuántos recuerdos habrá acumulado ese viejo roble en su vida?

Es probable que pudiera contar esta historia mejor que nadie, pero es la abuela quien habla:

- Pasaba mucho tiempo en su jardín, cerca de ese árbol que tanto le gustaba. Decía que tenía trescientos años más que él. Ese viejo roble debía de tener, por fuerza, muchas cosas que enseñarle.

Sin hacer ruido, Arturo ha apoyado un poco el trasero en el sillón y se deleita con la narración que empieza.

- Todavía puedo verlo, observando con su catalejo las estrellas durante toda la noche -explica la abuela con la voz más dulce-. La luna llena brillaba en el campo. Era… magnífico. Cuando estaba así, apasionado, agitado como una mariposa atraída por la luz, no me cansaba de mirarlo.

La abuela sonríe al revivir la escena. Luego, poco a poco, su buen humor se desvanece y se pone seria.

- Pero un día, al alba, el catalejo estaba ahí… Pero él había desaparecido. De eso hace casi cuatro años.

Arturo se asombra un poco.

- ¿Desapareció sin avisar ni nada?

La abuela mueve despacio la cabeza.

- Debió de ser algo pero que muy importante para marcharse así, sin dejar ni una nota -suelta en tono ligero.

Da una palmadita, como se hace con una pompa de jabón para romper el hechizo.

- ¡Venga! No, si al final aún llegaremos tarde. Corre, ponte la chaqueta.

Arturo se va corriendo alegremente hacia su habitación. Sólo los niños tienen esta capacidad de pasar con tanta facilidad de una emoción a otra, como si, al tener diez años, las cosas más pesadas en realidad carecieran de peso.

La abuela sonríe ante esta idea. A ella, en cambio, le resulta mucho más difícil olvidar el peso de las cosas y tarda al menos varios minutos.

La abuela se ha vuelto a poner el sombrero.

Cruza el jardín delantero y se dirige hacia el Chevrolet, una camioneta más fiel que una vieja mula.

Arturo se apresura a ponerse la chaqueta y rodea automáticamente el vehículo, como un buen pasajero.

Un paseo en esta astronave, digna de los pioneros del espacio, siempre es una aventura.

La abuela toca dos o tres botones y acciona la llave, que va más dura que el pomo de una puerta.

El motor tose, se acelera, y a continuación se bloquea, escupe y termina por arrancar.

Arturo adora el suave ronroneo del viejo motor diésel, que le recuerda mucho el ruido de una lavadora mal calzada.

Alfred, el perro, está muy lejos de todas estas consideraciones y, por consiguiente, también lejos de la camioneta. Todo este ruido inútil lo deja perplejo.

La abuela se dirige a él:

- ¿Sería posible, si no te molesta, por supuesto, que me hicieras excepcionalmente un favor?

El perro yergue una oreja. Los favores suelen conllevar ciertas recompensas.

- ¡Vigila la casa! -le ordena en tono autoritario.

El perro ladra, aunque no sabe muy bien qué acaba de aceptar.

- Gracias. Muy amable de tu parte -le responde educadamente la abuela.

Suelta el freno de mano, similar a una palanca de paso a nivel, y conduce la camioneta hacia la salida.

Se levanta una nube de polvo que pone de manifiesto la suave brisa que mece sin interrupción este paisaje encantador. Y el coche se aleja por la colina verde siguiendo la estrecha carretera que serpentea hacia la civilización.

El pueblo no es demasiado grande, pero sí muy agradable.

Casi todas las tiendas y comercios se hallan en la calle principal.

En el pueblo sólo se pueden comprar cosas útiles: cuando se vive tan lejos de todo, no hay lugar para lo superfluo.

La civilización todavía no ha golpeado con toda su fuerza este agradable lugar que parece haberse detenido de forma natural en el tiempo.

Y aunque ya han instalado las primeras farolas en la calle principal, aún se ven más vehículos tirados por caballos y bicicletas que automóviles.

Por eso la camioneta de la abuela es admirada como si se tratara de un Rolls. Acaba de aparcar frente a una tienda, sin ninguna duda la más importante del pueblo. Un letrero imponente luce con orgullo el nombre del propietario y su función:

«DAVIDO CORPORATION. Alimentación general.»

Esto significa que en ese comercio se vende casi de todo.

A Arturo le gusta mucho ir al supermercado, la única tienda que hace las veces de estación espacial en esta región casi medieval. Y, como él orbita en un Spútnik, todo eso tiene su lógica, aunque esa lógica sólo la entiendan los niños.

La abuela se arregla un poco antes de entrar en el edificio, sobre todo antes de cruzarse con Martin, el agente de policía.

Martin es un hombre de unos cuarenta años, bastante jovial y con los cabellos ya entrecanos. Tiene una mirada de cocker y una sonrisa que lo compensa todo.

El trabajo policial no es su fuerte, pero la fábrica le quedaba demasiado lejos de casa.

Martin se adelanta y abre la puerta a la abuela.

- Gracias, señor agente -le dice con amabilidad la abuela, en absoluto insensible a la cortesía masculina.

- De nada, señora Suchot. Es siempre un placer verla en la ciudad -le responde en tono vagamente seductor.

- Es siempre un placer verlo, señor agente -replica la abuela, muy contenta de entretenerse un poco.

- El placer es siempre mío, señora Suchot. Y le aseguro que por aquí los placeres no abundan.

- Le creo, señor agente -admite la abuela.

Martin da vueltas a la gorra entre las manos, como si eso fuera a ayudarle a entablar conversación.

- ¿Necesita algo por allá arriba? ¿Está todo en orden?

- Sí. Mucho trabajo, pero así no nos aburrimos. Como siempre. Además, tengo al pequeño Arturo. Es una suerte que haya un hombre en casa -asegura, acariciando la pelambrera desordenada del pequeño.

Eso es algo que Arturo no soporta. Tiene la impresión de ser un renacuajo, un bufón.

Se aparta con un gesto inequívoco, lo cual incomoda a Martin.

- ¿Y… el perro que le vendió mi hermano? ¿Le resulta útil?

- Ya lo creo. Es una auténtica fiera. Totalmente indomable -le confía la abuela-. Suerte que mi pequeño Arturo, que conoce perfectamente África, ha sabido dominarlo gracias a las técnicas de doma que le han enseñado unas tribus remotas que viven en el corazón de la selva -le cuenta-. El animal está ahora bien domado, aunque sabemos que la fiera sigue dormida en su interior. Y la verdad es que duerme mucho -añade con humor.

Martin está un poco desconcertado, sin saber dónde termina la realidad y dónde empieza la broma.

- Vaya, vaya… Me deja de piedra, señora Suchot -farfulla. Y a continuación se despide, aunque a regañadientes-: Bueno, pues… hasta luego, señora Suchot.

- Hasta luego, señor agente -le contesta amablemente la abuela.

Martin los observa mientras entran en el establecimiento y suelta con cuidado la puerta, como se suelta un suspiro.

Arturo tira con todas sus fuerzas para separar dos carritos metálicos, que al parecer están enamorados.

Se reúne con su abuela, que ya se encuentra en uno de los cuatro pasillos con la lista de la compra en ristre.

Arturo desliza los pies por el suelo, el mejor modo de frenar el carrito.

Se acerca mucho a su abuela para que no le oigan.

- Dime, abuela, ¿no intentaba ligar contigo el policía? -le pregunta Arturo con descaro.

La abuela se asusta un poco, pero al menos no parece que nadie lo haya oído. Carraspea un momento mientras elige bien las palabras.

- ¡Pero, Arturo! ¿De dónde has sacado este vocabulario? -se asombra.

- Bueno, es verdad, ¿no? Cuando te ve, camina como un pato y parece que se va a comer la gorra. Y señora Suchot por aquí, señora Suchot por allá…

- ¡Basta, Arturo! -exclama con sequedad la abuela-. ¿Dónde están tus modales? No puedes hablar de la gente comparándola con un pato -dice, disgustada.

Arturo se encoge de hombros, poco convencido de su falta de educación, ya que lo único que ha hecho es decir una verdad. La misma verdad de siempre, la que los niños se inventan y que a menudo desbarata las nuestras.

La abuela recupera la compostura e intenta ofrecer una explicación para confrontar las dos verdades.

- Es amable conmigo, como lo son todas las personas del pueblo -aclara con seriedad-. Tu abuelo era muy querido aquí, porque ayudaba un poco a todo el mundo con sus inventos, como ya hacía en otros pueblos en África. Y desde que desapareció, la gente me ha apoyado mucho.

La conversación se pone seria. Arturo lo ha notado y ha dejado de gesticular.

- Y créeme, sin la amabilidad y la ayuda de mis vecinos, no habría podido soportar tanta pena -reconoce la abuela con humildad.

Arturo guarda silencio. Un niño de diez años no siempre sabe qué decir.

La abuela le acaricia la cabeza con cariño y le confía la lista de la compra.

- Toma. Hazlo tú. Ya sé que te divierte. Yo tengo que ir a buscar una cosa a la tienda de la señora Rosenberg. Si terminas antes que yo, me esperas en la caja.

Arturo asiente con la cabeza, encantado ante la idea de recorrer los pasillos a bordo de su nave de hierro.

- ¿Puedo comprar pajitas? -pregunta con cara de niño bueno.

La abuela le dirige una enorme sonrisa.

- Sí, cariño. Todas las que quieras.

No hace falta nada más para que sea una mañana memorable.

La abuela cruza la calle principal sin olvidarse de mirar bien a derecha e izquierda, aunque no parece realmente indispensable, ya que apenas hay tráfico. Quizá sea un viejo reflejo de otra época, cuando ella y su marido recorrían las grandes capitales de Europa y África.

Entra en la pequeña ferretería de los Rosenberg, cuya campanilla de la entrada es todo un espectáculo.

La señora Rosenberg aparece como un muñeco de resorte que sale de su caja.

Hay que decir que hacía más de una hora que estaba pegada al escaparate, observando la calle a la espera de que llegara su amiga.

- ¿No la ha seguido? -le pregunta de inmediato, demasiado nerviosa para dar los buenos días. La abuela echa un rápido vistazo de comprobación.

- Espero que no. Creo que no sospecha nada.

- ¡Perfecto! ¡Perfecto! -exclama la ferretera, que se dirige a la trastienda.

Se inclina tras el imponente mostrador de cedro del Líbano y saca un paquete, metido en una bolsa de papel. Lo deposita con delicadeza sobre la vieja madera.

- Aquí lo tiene todo -le suelta la tendera con una sonrisa tan alegre que le da la apariencia de una chiquilla.

- Gracias, es usted un encanto. No sabe el favor que me ha hecho. ¿Qué le debo?

- ¡Cómo se le ocurre! ¡Nada en absoluto! Ha sido un placer.

La abuela se queda de una pieza y sólo la buena educación la impulsa a insistir:

- Señora Rosenberg, es usted muy amable, pero no puedo aceptar.

La ferretera le contesta poniéndole el paquete en las manos.

- No insista y dese prisa antes de que empiece a sospechar.

Casi puede decirse que la está echando a la calle, pero de todas formas la abuela se detiene en la puerta.

- Esto es demasiado… y… Ni siquiera sé cómo darle las gracias -confiesa con cierta tristeza.

La ferretera le da unas palmaditas amistosas.

- Me ha permitido participar. Nada podría complacerme más.

Las dos mujeres mayores intercambian una sonrisa de complicidad. Hay que tener más de sesenta años para compartir esta clase de sonrisa sin echarse a llorar de inmediato.

- Venga, váyase -le suelta la ferretera-. Ah, y la espero mañana para que me lo cuente con todo lujo de detalles.

La abuela asiente con aire alegre.

- Sin falta. Hasta mañana.

- Hasta mañana -responde la tendera, antes de volver a su puesto de observación en el rincón del escaparate.

Ya en la calle, la abuela ha abierto la camioneta y ha ocultado el misterioso paquete bajo una vieja manta.

- ¡Ay, qué nervios! -murmura la ferretera, dando unas palmaditas.

Cuando la abuela se reúne con Arturo en la caja, el pequeño ya está a punto de vaciar el carrito sobre la pequeña cinta transportadora. Qué puede haber más divertido, en efecto, que jugar a trenes con los macarrones, el dentífrico, el azúcar, el champú y las manzanas.

La abuela lanza una mirada a la cajera, que parece estar al corriente de todo.

La joven con bata la tranquiliza con un gesto disimulado. Pasa un paquete de pajitas, como si nada.

- ¿Lo has encontrado todo? -le pregunta la abuela.

- Sí, sí -le responde Arturo, concentrado en los cambios de vía.

Un segundo paquete de pajitas pasa por delante de las narices de la abuela.

- Tenía miedo de que no entendieras mi letra.

- No. Ningún problema. Y tú, ¿has encontrado lo que buscabas?

El pánico invade a la abuela. A veces, mentir a un niño es lo más difícil del mundo.

- Sí… Bueno, no. De hecho… es que aún no lo tienen. Puede que lo reciban la semana que viene -balbucea mientras llena, nerviosa, las primeras bolsas de la compra con paquetes de pajitas.

Preocupada por su mentira, no reacciona hasta el sexto paquete de cien pajitas:

- ¿Arturo? Pero… ¿Qué piensas hacer con tantas pajitas?

- Me has dicho que podía comprar todas las que quisiera, ¿no?

- Sí, bueno… Era una forma de hablar -farfulla.

- ¡Es el último! -asegura el pequeño para interrumpir la conversación y lograr que su atraco prospere. La abuela busca las palabras. La cajera adopta una expresión contrita, ya que no había recibido ninguna consigna concreta sobre la cuestión de las pajitas.

La vieja camioneta, más cansada aún que a la ida, termina aparcada cerca de la ventana de la cocina. Así les costará menos llevar los paquetes.

Arturo empieza a acumular las bolsas en el alféizar de la ventana.

Ayudar a su abuela es algo natural para nuestro héroe, pero hoy parece tener prisa por terminar. El deber lo reclama en otra parte.

La abuela ha captado el mensaje.

- No te preocupes, cariño. Ya lo haré yo. Ve a jugar mientras todavía haya luz.

Arturo no insiste: toma la bolsa llena de pajitas y se larga corriendo y ladrando. No, eso lo hace Alfred, que corre detrás de él para compartir su alegría.

Esta prisa no disgusta a la abuela, ya que así podrá sacar el paquete misterioso y esconderlo tranquilamente en el interior de la casa.

Arturo enciende el fluorescente, que crepita un poco antes de iluminar todo el garaje.

Como si se tratara de un ritual, el niño agarra un dardo cerca de la puerta y lo lanza hacia el otro extremo de la habitación. El proyectil da en el blanco.

- ¡Sí! -exclama con un movimiento del brazo en señal de victoria.

Luego, se dirige hacia el banco, ocupado ampliamente por un trabajo.

Se trata de varias cañitas cortadas longitudinalmente con cuidado y en las que cada parte está llena de agujeritos.

Arturo rompe con entusiasmo la bolsa que contiene las pajitas y, a continuación, abre uno a uno los paquetes. Las hay de todas las clases, de todos los tamaños y de todos los colores.

Arturo duda al elegir la primera, como un cirujano vacilaría al escoger un bisturí.

Finalmente toma una e intenta encajarla en el primer agujerito de una de las cañas. El agujero es demasiado pequeño. No importa; Arturo saca de inmediato su navaja suiza y la aplica al interior del agujero. El segundo intento es un éxito rotundo y la pajita encaja a la perfección.

Arturo se vuelve hacia su perro, único testigo privilegiado de este instante memorable:

- Alfred, prepárate para admirar la mayor red de irrigación de toda la región -se enorgullece-. Más grande que la de César, más perfeccionada que la del abuelo… ¡Es la red Arturo!

Alfred bosteza de emoción.

Arturo, también conocido como el Constructor, cruza el jardín con la caña inmensa que contiene una decena de pajitas clavadas.

La abuela, ocupada aún en ordenar la compra, lo ve pasar desde las ventanas de la cocina.

Por un instante busca algo que decir, atónita ante lo que acaba de ver pasar, pero al final se limita a encogerse de hombros.

Arturo deposita con delicadeza la caña sobre unos pequeños trípodes preparados a tal efecto. A continuación, dispone todo el conjunto sobre una zanja cuidadosamente abierta.

En el fondo de la zanja, a intervalos regulares, crecen unos pequeños brotes verdes, comúnmente denominados rábanos.

Arturo corre hacia el garaje, agarra la manguera de riego y la desenrolla.

Ante la mirada inquieta de Alfred, más severa que la de un capataz, Arturo empalma la manguera de riego al extremo de la primera caña con plastilina, de todos los colores, por supuesto.

Después, desplaza la caña hasta que las pajitas quedan situadas encima de cada brote.

- Éste es el momento más delicado, Alfred. El sistema debe encajar al milímetro, de lo contrario corre el riesgo de provocar inundación o la destrucción total de la cosecha -afirma en voz baja, como si manipulara explosivos.

A Alfred le importan un rábano los rábanos y vuelve con la vieja pelota de tenis, que cae de lleno sobre un brote tierno.

- ¡Alfred! ¡Ahora no! -exige Arturo-. Además, aquí no puede haber personal ajeno a la obra -añade antes de tomar la pelota y enviarla lo más lejos posible.

Evidentemente, Alfred cree que el juego acaba de empezar y sale zumbando en persecución de su presa imaginaria.

Arturo ha terminado los preparativos y corre hasta el grifo, adosado a la pared del garaje.

El perro vuelve con la pelota en la boca, pero su amo ha desaparecido.

Arturo pone la mano sobre el grifo y lo abre con reverencia.

- ¡Para mayor gloria de Dios! -exclama, y echa a correr a lo largo de la manguera para llegar antes que el chorrito de agua.

En su carrera, se cruza con el perro, que va a su encuentro.

Alfred parece totalmente confundido ante esta nueva variante del juego.

Arturo se lanza al suelo y sigue a gatas el chorrito de agua que se vierte en la caña, rebota con suavidad en las paredes de madera y se va introduciendo en cada una de las pajitas.

Cada brote de rábano queda así agradablemente bañado.

Alfred deja la pelota, muy intrigado por esta máquina que hace pipí sobre todas las flores.

- ¡Hurra! -grita Arturo, que agarra la pata delantera de su perro para felicitarlo.

- ¡Bravo! ¡Felicidades! Es una obra notable que pasará a la historia, se lo aseguro -se felicita él mismo, dotando de palabra a su perro.

La abuela aparece en la escalera, con un delantal alrededor de la cintura.

- ¿Arturo? ¡Al teléfono! -lo llama a gritos, como es su costumbre. Arturo suelta la pata del perro.

- Discúlpeme. Seguramente es el presidente de la Compañía de Aguas que me llama para felicitarme. Enseguida regreso con usted.

2

Arturo ha tomado tanto impulso que, al llegar al salón, consigue cruzar toda la estancia patinando.

Agarra el teléfono y se tira sobre el enorme sofá.

- ¡He construido todo un sistema de irrigación, como César! Pero el mío no es para hacer ensaladas. Es para cultivar los rábanos de la abuela. Así crecerán mucho más rápido -explica por teléfono, sin saber siquiera quién es su interlocutor.

Pero son las cuatro y por fuerza ha de ser su madre, que lo llama todos los días.

- ¡Te felicito, cariño! ¿Quién es ese tal César? -le pregunta su madre, un poco desbordada por tanta energía.

- Es un colega del abuelo -asegura el niño-. Espero que lleguéis antes de que sea de noche para que podáis verlo. ¿Dónde estáis?

La madre parece un poco incómoda.

- Todavía estamos en la ciudad, de momento.

Arturo parece un poco decepcionado, pero eso no basta para hacer mella en su moral de vencedor.

- Bueno… No pasa nada. Ya lo veréis mañana por la mañana -se tranquiliza.

Su madre adopta su voz más dulce. Mala señal.

- Arturo… No podremos venir enseguida, cielo. -El cuerpecito de Arturo se desinfla poco a poco, como un globo pinchado.

»Tenemos muchos problemas. La fábrica ha cerrado y… papá tiene que encontrar otro trabajo -confiesa la madre con entereza.

- Podría venir aquí. Hay mucho trabajo en el jardín, ¿sabes? -sugiere Arturo, inocentemente.

- Hablo de un trabajo de verdad, Arturo. Un trabajo con un sueldo suficiente para mantenernos los tres.

- Con el sistema del abuelo, podríamos cultivar todo lo que quisiéramos, ¿sabes? -comenta Arturo tras reflexionar unos segundos-. Y tendríamos comida suficiente para los cuatro.

- Claro que sí, Arturo, pero el dinero no sirve sólo para eso. Sirve también para pagar el alquiler y para…

Arturo la interrumpe, llevado por el entusiasmo.

- Aquí podríamos vivir todos muy bien. Hay mucho espacio, y estoy seguro de que Alfred estaría contento. Y la abuela también, claro.

Estas palabras casi vencen la paciencia y la amabilidad de su madre.

- Escucha, Arturo. No compliques más las cosas. Ya es bastante difícil. Papá ha de trabajar, así que nos quedaremos unos días más aquí, hasta que encontremos algo -concluye con pesar.

Arturo no parece entender bien por qué su madre se obstina en rechazar sus sensatas soluciones, pero ya se sabe que los mayores se aferran a razones que escapan a toda lógica.

- Vale… -contesta, resignado.

Una vez cerrado el incidente, su madre adopta de nuevo su tono dulce y amable.

- Pero eso no significa que no pensemos mucho en ti, sobre todo en un día como hoy -dice, con una pizca de misterio en la voz-. Porque… hoy es… ¡tu cumpleaños! -canturrea.

- Feliz cumpleaños, hijo -suelta de repente su padre al otro lado del teléfono.

Arturo ya no está contento. Les da las gracias en tono inexpresivo. Su padre finge que está contento.

- Creías que nos habíamos olvidado, ¿verdad? Pues no. ¡Sorpresa! Diez años no se olvidan. Ahora ya eres un hombre. Todo un hombre, hijo mío.

Una parodia de felicidad que no engaña a nadie, y mucho menos a Arturo.

La abuela lo observa desde el rincón de la cocina, como si supiera que la conversación iba a ser dolorosa para su nieto.

- ¿Te gusta tu regalo? -le pregunta su padre.

- ¡Pero si aún no lo tiene, tonto! -se indigna su madre en voz baja.

La mujer intenta arreglar el tremendo fallo de su marido:

- Lo he hablado con la abuela, Arturo. Mañana irás al pueblo con ella y elegirás el regalo que quieras -le explica con cariño.

- Pero que no sea demasiado caro -suelta el padre, sin saber él mismo si se trata de una broma.

- ¡François! -le riñe la madre-. ¿Podrías tener cuidado con lo que dices cinco minutos?

- Era… Era una broma. En fin… -balbucea el padre, como un mal actor.

Arturo se queda helado. Un grifo se ha cerrado definitivamente en algún sitio.

- Bueno, ahora tenemos que dejarte, hijo. El teléfono es caro -no puede evitar comentar el padre.

La línea transmite gratuitamente el cachete que el marido acaba de recibir.

- Bueno, hasta pronto, hijo. Y una vez más… -los padres cantan a dúo el final de la frase-: ¡Cumpleaños feliz!

Arturo cuelga despacio, casi sin emoción. Le parece que hay más vida en el otro extremo de su caña que al otro lado de la línea telefónica.

Mira al perro, sentado frente a él a la espera de noticias.

- Era el presidente -le confía Arturo.

De repente se siente muy solo. Un agujero muy redondo, muy negro, en el que no desea caer.

Alfred le ofrece otra vez la pelota para distraerlo, cuando una cancioncilla los saca de su ensimismamiento.

- Cumpleaños feliz -entona la abuela, con voz clara y alegre.

Aparece con un gran pastel de chocolate adornado con diez soberbias velas.

La abuela avanza despacio, siguiendo el ritmo de los ladridos de Alfred, que no soporta que nadie cante sin él.

La cara de Arturo se ha iluminado, antes incluso de que las velas lo hagan de verdad. La abuela le pone el pastel delante, junto con dos regalitos.

La canción se termina. La sorpresa es total y ha estado bien guardada hasta el final.

Arturo, embargado de emoción, se abraza a su abuela.

- Eres la abuela más guapa y más buena del mundo -asegura.

- Y tú, el mejor nieto del mundo. Vamos, sopla.

Arturo inspira a fondo y, acto seguido, retrocede un poco.

- Es demasiado bonito, dejemos que brillen un ratito más. Primero, los regalos.

- Como quieras -concede la abuela, divertida-. Éste es de Alfred.

- Es muy amable por tu parte haber pensado en mí, Alfred -dice Arturo, muy sorprendido.

- ¿Te has olvidado tú alguna vez de su cumpleaños? -le comenta la abuela.

Arturo sonríe ante esta verdad y rompe el papel de regalo. Es una pelota de tenis nueva.

Arturo está boquiabierto.

- ¡Oh! No había visto nunca una nueva. Es preciosa.

Alfred ladra para empezar el juego. Arturo se dispone a lanzarla cuando la abuela le detiene el brazo.

- Si puedes esperar a salir fuera para jugar a la pelota, te lo agradeceré infinitamente -le indica.

Arturo obedece, por supuesto, y esconde la pelota tras la espalda, entre dos cojines. Abre el siguiente paquete.

- Y éste es mío -precisa la abuela.

Es un coche de carreras en miniatura, con una llavecita al lado que permite dar cuerda al resorte que hace las veces de motor. Arturo está maravillado. Alfred también.

- ¡Es magnífico! -exclama Arturo, con la boca muy abierta. Da cuerda de inmediato al cochecito y lo deja en el suelo. Tras haber simulado el zumbido de un motor, suelta el bólido, que cruza el salón, perseguido por Alfred.

El bólido rebota varias veces y termina por despistar al perro al pasar bajo una silla.

Arturo está encantado.

- Me parece que le gusta más el coche que la pelota.

El bólido termina su trayecto contra la puerta de entrada, cuando el perro le ha perdido el rastro.

Arturo observa de nuevo el pastel y no se resigna aún a soplar las velas.

- Pero ¿cómo has conseguido preparar un pastel así? Creía que el horno estaba estropeado -pregunta el niño.

- He hecho un poco de trampa -confiesa la abuela-. La señora Rosenberg, la ferretera, me ha prestado su horno, además de algunos utensilios.

- Es magnífico -dice Arturo, sin quitarle los ojos de encima-. Aunque me parece demasiado grande para nosotros tres -añade.

La abuela nota que su nieto se está poniendo triste otra vez.

- No se lo tomes en cuenta, Arturo. Hacen lo que pueden. Y estoy segura de que cuando tu padre haya encontrado trabajo, todo irá bien.

- Los años anteriores tampoco vinieron por mi cumpleaños, y no creo que un nuevo trabajo cambie nada -replica Arturo con una lucidez de adulto. La abuela, por desgracia, no puede decir ni añadir nada más. Arturo se dispone a soplar.

- Pide antes un deseo -le sugiere la abuela.

Arturo no se lo piensa demasiado:

- Deseo que en mi próximo cumpleaños… el abuelo esté aquí con nosotros.

A la abuela le cuesta contener una lagrimita que ya le resbala por la mejilla. Acaricia los cabellos de su nieto.

- Espero que tu deseo se haga realidad, Arturo -afirma-. Vamos, sopla ya si no quieres comer pastel con cera.

Mientras Arturo inspira a fondo, Alfred ha encontrado por fin el cochecito, atascado contra la puerta principal. Pero una sombra amenazadora se perfila a través del cristal, tan amenazadora que el perro ni siquiera se atreve a recuperar el juguete.

La sombra se acerca y abre la puerta. Una corriente de aire apaga las velas en el preciso momento en que Arturo se disponía a soplar.

Arturo puede decir que lo han dejado sin respiración.

La silueta avanza con pasos lentos pero ruidosos hacia el salón. La abuela no se ha movido, paralizada de inquietud.

El hombre llega por fin a la zona iluminada. Tiene cincuenta años, un cuerpo sobrecogedor y una cara demacrada que no resulta agradable en absoluto, ni de lejos ni de cerca.

Sin embargo, va muy bien vestido. De todas formas, como el hábito no hace al monje, nuestros dos protagonistas siguen en guardia.

El señor Davido, para relajar el ambiente, se quita educadamente el sombrero y esboza una sonrisa que en su rostro resulta extraña.

- Veo que llego en buen momento -comenta en un tono algo siniestro.

La abuela ha reconocido la voz. Es el famoso Davido, propietario de la no menos célebre «DAVIDO CORPORATION. Alimentación general».

- No, señor Davido. Llega en el peor momento posible, y casi añadiría: como de costumbre -le suelta la abuela sin abandonar su exquisita cortesía-. ¿Sabe que la mínima educación cuando se visita a la gente sin avisar exige llamar por lo menos a la puerta? -añade.

- He llamado -se defiende Davido-, y puedo demostrarlo.

Muestra con dignidad un trozo de tirador.

- Un día alguien se va a hacer daño -advierte-. La próxima vez, tocaré el claxon. Será más prudente.

- En principio no veo ninguna razón para que se presente una próxima vez -duda la abuela-. En cuanto a hoy, su visita es realmente inoportuna. Estamos en plena reunión familiar.

Davido se fija en el pastel, cuyas velas se han apagado del todo.

- ¡Oh, qué pastel más bonito! Feliz cumpleaños, pequeño. ¿Cuántos cumples? -Cuenta con rapidez las velas-: Ocho, nueve, diez. ¡Cómo pasa el tiempo! -se maravilla falsamente, y con la intención de hurgar en la herida, añade-: Todavía puedo verlo, así de pequeño, corriendo entre las piernas de su abuelo. ¿Cuánto hace de eso?

- Casi cuatro años -contesta con dignidad la abuela.

- ¿Cuatro años ya? Parece que fue ayer -prosigue con una malevolencia apenas disimulada. Hurga en los bolsillos-. Si lo hubiera sabido, habría traído algo para el niño, pero mientras tanto… -Saca un caramelo del bolsillo y se lo tiende a Arturo-: Toma, guapo. Feliz cumpleaños -se siente obligado a añadir.

La abuela lanza una mirada a su nieto. «Pórtate bien», parece decirle. Arturo capta el mensaje, así que toma el caramelo como quien acepta una joya.

- ¡Oh, qué amable! No tenía por qué hacerlo. Además, éste no lo tenía -le dice con un humor de lo más despreciativo.

Davido se contiene, aunque le dan ganas de reprenderlo por su impertinencia.

- También tengo algo para usted, señora -suelta a modo de venganza.

La abuela lo interrumpe.

- Escuche, señor Davido, es muy amable de su parte, pero de verdad que no necesito nada, excepto pasar esta velada a solas con mi nieto. Así que, sea cual sea el motivo de su visita, le rogaría que se marchara enseguida de esta casa, en la que no es bien recibido.

A pesar de toda su educación, la abuela no ha dejado ninguna duda sobre el contenido de su mensaje. Por desgracia, a Davido le trae sin cuidado. Ha encontrado lo que buscaba en el bolsillo.

- ¡Ah! ¡Aquí está! -exclama, mostrando una hoja doblada por la mitad dos veces-. Como el cartero sólo viene una vez por semana a su casa, he dado un pequeño rodeo para evitarle una espera demasiado larga. Hay novedades que más vale saber lo antes posible -explica con una benevolencia fingida.

Tiende la hoja a la abuela, quien la toma y se pone las gafas.

- Es la orden de anulación de su escritura de propiedad por pagos pendientes -adelanta-. Procede directamente de la oficina del gobernador.

La abuela empieza a leer, contrariada.

- Se ha ocupado él en persona -precisa Davido-. Lo cierto es que este asunto se ha demorado demasiado.

Arturo no necesita leer nada para fulminar a ese hombre horroroso con la mirada.

Davido le sonríe con una mirada viperina.

- El documento rescinde definitivamente su escritura de propiedad con fecha 28 de julio y valida al mismo tiempo la mía. Lo que explica, en parte, mi tendencia natural a sentirme aquí como en mi propia casa.

Davido se siente muy orgulloso de su golpe. Ha sido tan fácil que casi podría tener remordimientos.

- Pero tranquilícese -aclara-, no voy a echarla como hace usted hoy conmigo. Le concederé tiempo para que se prepare.

La abuela ya se espera lo peor.

- Le doy cuarenta y ocho horas -suelta Davido con frialdad-. Mientras tanto, siéntase en mi casa… como en la suya -añade con maldad.

Si las miradas matasen, Davido ya no habría estado en este mundo.

La abuela, por su parte, parece extrañamente serena. Relee metódicamente el último párrafo de la carta, antes de decir:

- Sin embargo, observo que sigue habiendo un pequeño problema.

Davido se yergue, inquieto.

- ¿Ah, sí? ¿Cuál?

- Con su afán por hacerle un favor, su amigo el gobernador sólo ha olvidado un detalle.

Ahora le toca a Davido temerse lo peor. El error, el imprevisto que podría hacer fracasar todos sus planes.

- ¿De qué se trata? -pregunta con indiferencia.

- Simplemente, se ha olvidado… de firmar.

La abuela vuelve la hoja y se lo muestra.

Davido parece más perdido que un pulpo en un garaje. Se han acabado las palabras bonitas, los gestos ambiguos. Está plantado delante de su documento, callado como un muerto.

Arturo se contiene para no gritar de alegría. Sería hacerle demasiados honores. Hay que conservar una actitud de desprecio. De indiferencia. La abuela dobla con calma la carta y se la entrega a Davido.

- Así pues, hasta que se demuestre lo contrario, usted sigue estando en mi casa. Y como no poseo su legendaria delicadeza, le doy diez segundos para marcharse antes de que llame a la policía.

Davido busca una palabra que le permita salir con elegancia de la situación, pero no la encuentra.

Arturo descuelga el teléfono.

- Sabe contar hasta diez, ¿no? -suelta.

- Va… Va a lamentar esta insolencia. Se lo aseguro -termina por afirmar Davido.

Da media vuelta y cierra la puerta a sus espaldas, tan fuerte que sus predicciones se cumplen y le cae la campana en la cabeza.

A trompicones, aturdido por el dolor, choca también con la columna de madera, a pesar de que es bien visible, pierde el equilibrio y se cae sobre la grava.

Al final llega al coche, se pilla la parte inferior de la chaqueta al cerrar la puerta y arranca en medio de una nube de polvo. Pero el polvo es muy de su estilo.

El cielo acaba de pintarse de naranja. El sol intenta recorrer la colina, como en el maravilloso grabado que Arturo acaricia con suavidad.

Es una sabana africana, bañada por la luz del ocaso. Casi se percibe el calor.

Arturo está en su cama, muy bien peinado y desprendiendo un olor a manzana. Tiene un gran libro encuadernado en piel sobre las rodillas.

Es un libro que lo acompaña todas las noches al país de los sueños.

La abuela está a su lado y parece particularmente emocionada por el grabado.

- Todas las tardes gozábamos de este espectáculo maravilloso. Y tu madre vino al mundo precisamente frente a este paisaje -cuenta la abuela. Arturo no se pierde ni una palabra-. Mientras daba a luz dentro de una tienda, tu abuelo estaba fuera y pintaba este paisaje.

Arturo sonríe, divertido por su abuelo.

- Pero ¿qué hacíais en África? -pregunta el niño con ingenuidad.

- Yo era enfermera. Tu abuelo era ingeniero. Construía puentes, túneles, carreteras. Allí nos conocimos. Teníamos las mismas inquietudes. El deseo de ayudar y de descubrir a esas personas maravillosas que son los africanos.

Arturo pasa con delicadeza la página para ver la siguiente.

Es un dibujo a color. Una tribu africana con todos sus miembros al completo, medio desnudos, cargados de collares y de amuletos. Son muy altos y delgados, tan esbeltos que se dirían parientes lejanos de las jirafas.

- ¿Quiénes son? -pregunta Arturo, fascinado.

- Los bogo-matasalái -le responde la abuela-. Tu abuelo había entablado amistad con ellos, por su increíble historia.

Con eso basta para despertar la curiosidad de Arturo. -¿Ah, sí? ¿Qué historia?

- Esta noche, no, Arturo. Quizá mañana -le responde la abuela, que ya estaba muy cansada.

- ¡Venga! ¡Por favor, abuela! -insiste Arturo, con su mejor cara de niño bueno.

- Todavía tengo que arreglar la cocina -se defiende la abuela. Pero Arturo puede más que el cansancio.

- Sólo cinco minutos, por favor… Por mi cumpleaños -pide con voz zalamera.

La abuela no puede resistirse más.

- Sólo un minuto -accede finalmente.

- Un minuto -asegura Arturo, honrado como un dentista.

La abuela se instala un poco más cómodamente, y su nieto la imita enseguida.

- Los bogo-matasalái son todos muy altos y, de adultos, ninguno de ellos mide menos de dos metros. No siempre es fácil vivir siendo tan alto, pero ellos decían que la naturaleza los había hecho así y que, por fuerza, en algún sitio tenía que haber un complemento, alguien que compensara, un hermano que te trae lo que tú no tienes y viceversa.

Arturo está cautivado. La abuela se deja llevar por su público.

- Los chinos lo llaman el yin y el yang. Los bogo-matasalái lo llaman «hermano-naturaleza». Y, a lo largo de los siglos, han buscado su otra mitad, la que les traería por fin el equilibrio.

- ¿Y la han encontrado? -pregunta de inmediato Arturo, demasiado ansioso como para permitir ningún suspense narrativo.

- Después de más de trescientos años de búsqueda por todos los países africanos…, sí -confirma la abuela-. Era otra tribu que, para colmo, vivía justo al lado de la suya. Apenas a unos metros, para ser precisos.

- ¿Cómo es posible? -se asombra Arturo.

- Se trataba de la tribu de los minimoys y tenía la particularidad de medir… ¡apenas dos milímetros!

La abuela pasa la página y se puede ver a esta famosa tribu, situada al abrigo de un diente de león.

Arturo se queda boquiabierto. Es la primera vez que oye estas maravillosas historias, ya que el abuelo siempre prefería el relato faraónico de sus grandes obras.

Arturo pasa de una página a otra, como para apreciar mejor la diferencia de estatura.

- ¿Y… se entendían bien? -pregunta.

- ¡De maravilla! -asegura la abuela-. Se ayudaban mutuamente en los trabajos que no podían efectuar. Si unos talaban un árbol, los otros exterminaban los parásitos. Los infinitamente grandes y los infinitamente pequeños están hechos para entenderse. Juntos tenían una visión única y completa del mundo que los rodeaba.

Arturo está fascinado, casi embriagado. Pasa a la página siguiente y descubre un pequeño ser que va a sacudir su corazón infantil.

Dos enormes ojos azules bajo un mechón pelirrojo y rebelde, una boca de mandarina, una mirada tan traviesa como la de un joven zorro y una sonrisita que derretiría al más gélido esquimal.

Arturo aún no sabe que acaba de enamorarse. De momento, sólo ha notado un calor intenso en la barriga y ha sentido que un aire diferente, perfumado, le ha llenado los pulmones.

La abuela lo observa de reojo, feliz de asistir a este maravilloso comienzo.

Tras un carraspeo, Arturo acierta a pronunciar unas palabras.

- ¿Quién…, qué…, quién es? -farfulla.

- Es la hija del rey de los minimoys. La princesa Selenia -dice simplemente la abuela.

- Es bonita -suelta Arturo antes de contenerse-. Quiero decir… Está bien… la historia… ¡Es increíble!

- Tu abuelo era ciudadano de honor de los bogoma-tasalái. Hay que decir que hizo mucho por ellos: los pozos, las redes de irrigación, los embalses… Incluso les enseñó a utilizar los espejos para comunicarse a distancia y transportar energía -detalla la abuela con un orgullo indudable-. Y, cuando llegó el momento de irnos, para darle las gracias, le ofrecieron un saquito lleno de rubíes, más grandes unos que otros.

- ¡Caramba! -exclama Arturo.

- Pero tu abuelo no deseaba ese tesoro. Lo que él quería era algo muy distinto -confía la abuela-. Quería el secreto que le permitiera unirse a los minimoys.

Arturo se queda pasmado. Lanza una mirada al dibujo de la princesa Selenia y se vuelve después hacia su abuela.

- ¿Y… se lo concedieron? -pregunta, como si nada, cuando la respuesta podría cambiar toda su vida.

- Nunca lo he sabido -contesta la abuela, aparentemente sincera-. Estalló la Primera Guerra Mundial, yo volví a Europa y tu abuelo se quedó en África toda la guerra. Durante seis años no recibí noticias suyas -confía-. Tu madre y yo estábamos convencidas de que nunca más volveríamos a verlo. Con lo valiente que era, tenía muchas probabilidades de morir en combate -concluye.

Arturo espera la continuación con impaciencia.

- Y entonces, un día, recibí una carta con una foto de la casa y una petición de matrimonio. ¡Todo a la vez!

- ¿Y qué pasó? -pregunta Arturo, muy agitado.

- ¡Pues que me desmayé! Era demasiado, tan de repente -confiesa la abuela.

Arturo se echa a reír al imaginarse a su abuela patas arriba con una carta en la mano.

- Y después, ¿qué hiciste?

- Pues… me reuní con él. Y nos casamos -dice, como si fuera algo que cayera por su propio peso.

- El abuelo es muy fuerte -suelta Arturo.

La abuela se ha levantado y ha cerrado el libro.

- Sí. Y yo, desde luego, muy débil. Han pasado mucho más de cinco minutos. ¡A la cama!

Levanta bien las sábanas para que Arturo pueda deslizar las piernas.

- A mí también me gustaría ir a ver a los minimoys -asegura el pequeño mientras tira del embozo para taparse hasta el cuello-. Si el abuelo vuelve algún día, ¿crees que me confiará su secreto?

- Si eres bueno y te portas bien, se lo pediré en tu nombre.

Arturo le echa los brazos al cuello.

- Gracias, abuela. Sabía que podía contar contigo.

La mujer se suelta de este encantador abrazo y se levanta.

- Y ahora, ¡a dormir! -ordena con firmeza.

Arturo se vuelve de golpe, se deja caer sobre la almohada y finge que ya está dormido.

La abuela le da un cariñoso beso, toma el libro y apaga la luz para dejar a Arturo soñando con los angelitos, o puede que también con Selenia.

La abuela entra en el despacho de su marido cautelosamente, evitando los listones de madera que crujen demasiado al pisarlos.

Devuelve el precioso libro a su sitio y se detiene un momento ante el retrato de su marido.

Deja escapar un suspiro, que resuena en el silencio de la noche.

- Te echamos de menos, Archibald -confiesa finalmente-. Te echamos muchísimo de menos.

Apaga la luz y cierra la puerta con pesar.

3

La puerta del garaje pesa tanto que parece el portón de un castillo, un puente levadizo, y Arturo espera siempre unos segundos antes de entrar.

Luego, se arrodilla y saca su bólido del garaje. Ochocientos caballos en tres centímetros de longitud. Basta con tener imaginación, y eso a Arturo no le ha faltado nunca.

Pone el dedo sobre el coche y lo saca despacio, acompañándolo con una serie de gruñidos, ronroneos y otros rugidos dignos de un Ferrari.

Arturo presta su voz a los dos pilotos que van a bordo y al jefe que los guía.

- Señores, quiero un informe completo de nuestra red mundial de irrigación -dice como si hablara a través del altavoz de una radio.

- ¡De acuerdo, jefe! -prosigue como si fuera el piloto.

- Y tengan cuidado con este nuevo vehículo, es superpotente -añade la radio.

- Entendido, jefe. No se preocupe -asegura el piloto antes de dejar la plaza de aparcamiento e internarse en la hierba del jardín.

La abuela abre la puerta principal con un golpe de cadera. Lleva una cesta grande llena de ropa chorreante hasta el fondo del jardín, bajo el tendedero. Arturo empuja lentamente su coche, que desciende hacia la zanja abierta en la tierra y sube por la impresionante red de irrigación.

- Coche patrulla a central. Todo va bien de momento -indica el piloto.

Pero la patrulla se ha precipitado. Frente a ellos, una enorme pelota de tenis (totalmente nueva) obstruye el paso por completo.

- ¡Oh, Dios mío! Hay un obstáculo. Es una catástrofe.

- ¿Qué pasa, patrulla? Respondan -se inquieta el jefe en su oficina.

- ¡Un desprendimiento! ¡No, no es ningún desprendimiento! ¡Es una trampa! El yeti de las llanuras.

Alfred acaba de pegar el hocico detrás de la pelota de tenis y agita la cola a más no poder.

- Central a patrulla. Cuidado con su cola, es un arma temible -advierte el altavoz.

- No se preocupe, jefe. Parece tranquilo. Aprovecharemos para despejar el camino. Envíen la grúa.

Enseguida el brazo de Arturo se transforma en el brazo de una grúa mecánica que emite todo tipo de ruidos y chirridos.

Tras algunas maniobras, la mano-pinza de Arturo consigue atrapar la pelota.

- ¡Eyección! -grita el piloto.

Arturo lanza la pelota lo más lejos posible.

Evidentemente, el yeti de las llanuras sale corriendo detrás de ella.

- El camino está despejado y nos hemos librado del yeti -anuncia con orgullo el piloto.

- Bien hecho, patrulla -los felicita el jefe por la radio-. Sigan con su misión.

La abuela sigue con lo suyo y sujeta el segundo alambre para tender ahora las sábanas.

A lo lejos, sobre la cresta de las colinas, una nubecita de polvo anuncia la llegada de un coche.

No es el día del cartero, ni tampoco el del lechero.

- ¿Quién será? -se inquieta la abuela.

Arturo sigue patrullando, cuando se produce un nuevo desastre.

El yeti ha vuelto. Tiene las patas a ambos lados de la zanja y la pelota en la boca, preparado para lanzarla.

En el coche se desata el pánico.

- ¡Oh, Dios mío! ¡Estamos perdidos! -exclama el copiloto.

- ¡Eso nunca! -brama el piloto con la voz de Arturo, que se la ha prestado para esta circunstancia heroica.

Arturo pisa a fondo el acelerador.

El yeti de las llanuras lanza su bomba, que cae en la zanja.

- Dese prisa o moriremos los dos, capitán -suplica el copiloto.

La pelota rueda por la zanja. Es como ver a Indiana Jones en miniatura.

Arturo orienta por fin el coche rumbo al surco.

- ¡Banzái! -grita, aunque la expresión japonesa no es lo más adecuado para la situación.

El coche sale disparado hacia delante, empujado por el choque de la pelota que iba a aplastarlo.

El bólido avanza por el surco como un avión de caza.

El piloto no sale de su asombro. La pelota se ha distanciado pero, por desgracia, el coche está a punto de llegar al final de la zanja, que parece un muro infranqueable.

- ¡Estamos perdidos! -lloriquea el copiloto.

- ¡Agárrate fuerte! -ordena Arturo, el valiente piloto.

El bólido alcanza el muro y lo remonta casi en vertical, antes de elevarse en el aire y volver a caer al suelo con una magnífica serie de saltos. Finalmente se detiene.

El efecto especial ha sido sublime, casi perfecto.

Arturo se siente tan orgulloso como el hombre que inventó la rueda.

- Bien hecho, capitán -lo felicita el copiloto, exhausto.

- No ha sido nada, muchacho -replica Arturo, presumiendo un poco.

Una sombra gigantesca acaba de cernirse sobre el pequeño bólido. Se trata de otro bólido mucho más grande, el de Davido.

El coche acaba de detenerse sobre el de Arturo, que ha soltado un grito de estupor.

A través del parabrisas, Davido parece satisfecho de haber asustado al pequeño.

Alfred, el yeti, vuelve con la pelota, pero enseguida entiende que no es un buen momento para seguir jugando. Deja caer despacio la pelota, que gira sobre el asfalto, pasa por debajo del coche de verdad y se sitúa bajo el pie de Davido, quien se disponía a salir del automóvil.

El resultado es inmediato. Davido se apoya en la pelota, sale disparado en vuelo rasante y se cae de culo. Ni Charlot lo habría hecho mejor.

Arturo también está en el suelo, pero muerto de risa.

- Patrulla a central. El yeti acaba de cobrarse una nueva víctima -anuncia el piloto.

Alfred ladra y agita la cola. Ésta es la manera en que aplauden los yetis.

Davido se levanta con dificultad y se sacude el polvo como puede.

Toma la pelota con rabia y la lanza lo más lejos posible.

Un crujido rasga el silencio y, a la vez, la costura de la sisa de la chaqueta.

La pelota aterriza en el depósito de agua, de varios metros de altura.

Furioso por su chaqueta pero satisfecho por su lanzamiento, Davido se frota las manos.

- ¡Chúpate ésa! -le suelta al pequeño con aires de venganza.

Arturo lo encaja sin decir nada: la dignidad suele ser muda. Davido da media vuelta y se dirige hacia el fondo del jardín.

La abuela empieza a inquietarse por los insistentes ladridos del perro. Recorre el tendedero y desliza una sábana para tomar un atajo.

Al encontrarse de cara con Davido, se sobresalta.

- ¡Me ha asustado! -protesta la abuela.

- Lo siento mucho -responde Davido, mintiendo descaradamente-. ¿Limpieza general? ¿Necesita ayuda?

- No, gracias. ¿Qué quiere ahora? -se inquieta la mujer mayor.

- Quería disculparme. Ayer por la tarde cometí un error y me gustaría repararlo -dice en un tono cargado de segundas intenciones.

Davido se saca otra vez un papel del bolsillo y lo pone ante las narices de la abuela.

- Y ya lo he reparado. Aquí tiene el documento, firmado como es debido.

Toma una pinza de la ropa y cuelga la carta en el alambre.

- No ha perdido el tiempo -observa la abuela, disgustada.

- Oh, sólo ha sido un cúmulo de casualidades -explica el hombre con desenvoltura-. Iba a misa, como todos los domingos por la mañana, y resulta que me encuentro cara a cara con el gobernador.

- ¿Va a misa los domingos? Pues yo no lo he visto nunca -contesta la abuela, implacable.

- Suelo quedarme atrás, por humildad. Además, debo decirle que me ha sorprendido no verla -contesta-. En cambio, me he cruzado con el alcalde, que me ha confirmado la escritura de venta.

Davido ha sacado otra carta, que ha colgado en el alambre, al lado de la anterior.

- También me he encontrado con el notario, que ha validado la adquisición -comenta a la vez que añade una carta más-. Y luego, al banquero, que me ha transferido su deuda, y a su encantadora esposa. -Tiende una cuarta carta a continuación de las otras.

Durante este rato, Arturo ha iniciado su escalada por la cara norte del depósito.

Alfred lo observa desde abajo con cierta inquietud.

Davido ha seguido colgando cartas. A estas alturas ya va por la novena.

- El agrimensor, que ha autentificado el trazado catastral -prosigue sin descanso-. Y, por último, el prefecto, que ha contrafirmado la orden de desahucio en cuarenta y ocho horas -concluye, colgando con orgullo la décima y última carta-: Hay diez, mi número de la suerte -suelta con satisfacción. Es el placer de la venganza.

La abuela está boquiabierta, estupefacta, a punto de desmoronarse.

- Ya lo ve. Ahora, a menos que su marido reaparezca antes de cuarenta y ocho horas, esta casa pasará a ser mía.

- No tiene corazón, señor Davido -lo acusa la abuela, indignada.

- ¡Mentira! Soy más bien de naturaleza generosa, por eso le ofrecí una buena cantidad por esta mísera casucha. Pero, claro, usted no quiso saber nada.

- La casa nunca ha estado en venta, señor Davido -puntualiza por enésima vez la abuela.

- ¿Lo ve? Toda la culpa es suya -responde Davido con cinismo.

Arturo se sube al borde de la inmensa cisterna medio llena.

La pelota de tenis flota apaciblemente en el agua.

Para esta ocasión, Arturo se ha transformado en un acróbata. Rodea con las piernas la pared de madera y se estira todo lo largo que es para intentar atrapar la pelota.

Alfred empieza a lloriquear. Es curioso cómo los animales presienten los desastres.

Un crujido. Muy leve, casi ridículo, pero que basta para precipitar a Arturo al fondo del depósito.

Alfred sale a trote corto con la cola entre las patas, llamado de repente a otra misión.

- ¿Por qué le importa tanto este pedacito de terreno y esta mísera casa? -quiere saber la abuela.

- Es por una cuestión sentimental. Este terreno pertenecía a mis padres -contesta con frialdad el hombre de negocios.

- Ya lo sé. Fueron precisamente sus padres quienes tan generosamente se lo cedieron a mi marido por todos los servicios que prestó a la región. ¿Quiere ir contra la voluntad de sus difuntos padres? -pregunta la abuela.

Davido parece incómodo.

- ¡Difuntos! Exactamente. Ellos se fueron, igual que su marido, y me dejaron solo -se exaspera Davido.

- Sus padres no lo abandonaron, joven, murieron en la guerra -precisa con amabilidad la abuela.

- Pues eso -contesta Davido con agresividad-. Me dejaron solo, y precisamente así es como espero llevar mis asuntos. Y si pasado mañana, a mediodía, su marido no ha firmado este documento y pagado su deuda, me veré en la obligación de desahuciarla, esté seca o no su ropa.

Davido levanta el mentón, da media vuelta y golpea una sábana para subrayar su teatral salida. En ese momento se da de bruces con Arturo, que está completamente empapado.

El hombre de negocios suelta una especie de cloqueo, como un pavo cuando descubre que es el invitado principal el día de Navidad.

- A él también debería tenderlo para que se seque -sugiere en tono burlón.

Arturo se limita a fulminarlo con la mirada.

Davido se aleja hacia su coche sin dejar de cloquear, de modo que, visto desde detrás, se parece todavía más a un pavo.

Cierra la puerta, obliga a rugir al motor y hace patinar las ruedas para crear una espesa nube de polvo que el coche propulsa a una decena de metros. El cochecito de Arturo da unas cuantas vueltas de campana, se desliza un poco marcha atrás y finalmente cae en un sumidero.

Davido pisa a fondo el acelerador y cruza el jardín, seguido de la espesa nube, que acaba posándose sobre la ropa tendida.

Arturo y su abuela también quedan cubiertos de un polvo ocre.

Agotada por tantas contrariedades, la abuela se sienta en los peldaños de la escalera.

- Ay, Arturo, creo que esta vez no lograré detener al malvado Davido -suspira, desconsolada.

- Creía que antes era amigo del abuelo -comenta Arturo, sentándose junto a su abuela.

- Sí, al menos al principio. Cuando llegamos de África, Davido se quedó fascinado con el abuelo. Era un pesado. Pero Archibald nunca llegó a confiar en él, y con mucha razón.

- ¿Tendremos que marcharnos de aquí? -quiere saber Arturo.

- Eso me temo -asiente la pobre mujer.

La noticia deja abrumado a Arturo. ¿Cómo podrá vivir sin su jardín, terreno de todos sus juegos, único consuelo en su soledad? Tiene que encontrar una solución.

- ¿Y el tesoro? ¿Los rubíes que ofrecieron los matasalái? -apunta, esperanzado.

La abuela señala el jardín.

- Está ahí, en alguna parte.

- ¿Quieres decir que… el tesoro sigue escondido en el jardín? -se sorprende Arturo.

- Tan bien escondido que he cavado por todas partes y nunca he logrado encontrarlo -confiesa la abuela.

Arturo ya está de pie. Sujeta la pala que descansa al pie del muro y se dirige al centro del jardín.

- ¿Qué haces, cariño? -pregunta la abuela.

- ¿Crees que me voy a quedar con los brazos cruzados cuarenta y ocho horas a la espera de que ese buitre se quede con nuestra casa? -contesta Arturo con entusiasmo-. ¡Voy a encontrar ese tesoro!

Arturo hunde la pala con energía en un cuadrado de hierba y empieza a abrir un agujero como si fuera una excavadora. Alfred está encantado con ese nuevo juego y lo anima con unos cuantos ladridos.

La abuela no puede evitar sonreír.

- El vivo retrato de su abuelo -comenta. Al darse unos golpecitos en las rodillas, se da cuenta de hasta qué punto está cubierta de polvo. Se levanta con dificultad y entra en la casa, probablemente para cambiarse.

Unas gotas de sudor perlan la frente de Arturo, que ya va por el tercer agujero.

De repente, la pala choca con algo duro.

Alfred ladra, como si presintiera algo. El niño se arrodilla y sigue sacando tierra, ahora con las manos.

- ¡Si has encontrado el tesoro es que eres el mejor perro del mundo! -dice Arturo a su perro, que mueve la cola como si fuera la hélice de un avión.

Arturo aparta un poco más la tierra, recorre con la mano el objeto y lo arranca del suelo. Alfred está loco de alegría. Normal: es un hueso.

- ¡No buscamos un tesoro como éste, caníbal! ¡Necesitamos un tesoro de verdad! -exclama Arturo antes de lanzar el hueso y empezar un nuevo agujero.

La abuela se ha cambiado. Se pasa un poco de agua por la cara y se mira un instante al espejo, donde encuentra a una mujer mayor agotada por la desgracia, que sufre desde hace demasiado tiempo. Se compadece de ella y parece preguntarse cómo consigue seguir adelante.

Suelta un largo suspiro, se arregla un poco los cabellos y dirige una sonrisa a este reflejo cómplice.

La puerta del despacho de Archibald se abre despacio.

La abuela da unos pasos hacia el interior y contempla la habitación, un verdadero museo.

Descuelga con cuidado una máscara africana y la observa un instante.

Su mirada se cruza con la de su marido, plasmado en el lienzo.

- Lo siento, Archibald, pero no tenemos más remedio -le dice a su marido con amargura.

Baja los ojos y sale de la habitación con la máscara africana bajo el brazo.

Arturo está en el fondo de otro agujero y extrae otro hueso. Alfred baja las orejas y finge no saber nada de este asunto.

- ¡Es increíble! ¿Es que atracaste una carnicería? -le regaña Arturo, exasperado.

La abuela sale de la casa con la máscara envuelta en papel de periódico para no alarmar a su nieto.

- Tengo… Tengo que ir a la ciudad -dice, incómoda.

- ¿Quieres que te acompañe? -responde con educación el pequeño.

- ¡No, no! Tú sigue cavando, nunca se sabe.

Monta deprisa en la vieja camioneta y arranca.

- ¡No tardaré mucho! -grita para hacerse oír por encima del rugido del motor, tan ruidoso como siempre.

El vehículo se aleja en medio de una nube de polvo.

Arturo se queda un poco perplejo ante la prisa repentina de su abuela, pero el deber lo reclama y se dispone a cavar de nuevo.

4

La camioneta circula despacio por la gran ciudad. Nada que ver con el encantador pueblo donde la abuela hace regularmente sus compras. Se trata de una verdadera metrópoli. Las tiendas exponen sus escaparates a los ojos de centenares de curiosos que deambulan por las calles. Todo parece más bonito, más grande, más lujoso.

La abuela endereza la espalda para estar a la altura.

Se detiene frente a un establecimiento y saca del bolso una tarjeta de visita. Verifica que la dirección es la correcta y entra en la pequeña tienda de antigüedades. Pequeña por su escaparate, porque la tienda parece alargarse hasta el infinito. Centenares de objetos y muebles de todas clases y de todas las épocas se amontonan en gran cantidad. Dos falsos dioses romanos de piedra bordean unas vírgenes mexicanas auténticas de madera, y unos fósiles antiguos se sitúan entre jarrones de porcelana como una incitación a la hecatombe. Los viejos libros encuadernados en piel se codean con novelas sencillas de bolsillo y parecen llevarse bien, a pesar de sus diferencias de edad y de lenguaje.

El propietario lee el periódico detrás del mostrador. El hombre, mitad anticuario, mitad prestamista, no inspira confianza.

Al acercarse la mujer mayor, ni siquiera se digna a levantar los ojos de su lectura.

- ¿En qué puedo servirla? -lanza, más por costumbre que por genuina amabilidad.

La abuela ni siquiera lo había visto en medio de todo aquel revoltijo.

- Disculpe -responde a la vez que muestra, nerviosa, la tarjeta de visita-. Vino a vernos hace un tiempo y nos dijo que si algún día queríamos deshacernos de alguna baratija o muebles viejos…

- Sí, es muy probable -contesta, sin mayor interés.

Dados los millares de tarjetas que debe de haber repartido por toda la zona, ¿cómo va a acordarse de esa mujer?

- Verá, tengo… un objeto que procede de una colección particular -farfulla la abuela-. Me gustaría saber si tiene algún… valor.

El hombre deja el periódico con un suspiro y se pone las gafas con un gesto indolente. Hay que decir que se ha pasado el día evaluando supuestos tesoros que en realidad no valían nada. Desenvuelve el papel de periódico y toma la máscara entre sus manos.

- ¿Qué es? ¿Una máscara de carnaval? -dice, muy poco dispuesto a comprar.

- No. Es una máscara africana. Pertenece a un jefe de la tribu de los bogo-matasalái. Es única -afirma la abuela con orgullo y respeto, no sin ocultar su amargura por tener que separarse de un recuerdo tan hermoso.

El anticuario parece interesado.

- Un euro y medio -ofrece con aplomo.

Es posible imaginar el desastre si no hubiera estado interesado. La abuela se queda de piedra.

- ¿Qué dice? ¡No puede ser! Es una pieza única, de un valor incalculable que…

El anticuario no le ha dado tiempo a terminar la frase.

- Un euro con ochenta céntimos. Es todo lo que puedo ofrecer -concede-. Los objetos exóticos tienen poca salida en estos momentos. La gente quiere cosas prácticas, concretas, modernas. Lo lamento. ¿No tiene nada más?

La abuela está un poco confusa.

- Sí… Quizá… No lo sé -farfulla-. ¿Qué es lo que se vende mejor?

El anticuario sonríe por fin.

- Sin duda alguna… ¡Los libros!

Arturo suelta la pala. Se siente desanimado. Alfred, en cambio, está contento y se sitúa delante de un montón de huesos. El jardín parece ahora un campo de minas.

Arturo va a la cocina para servirse un vaso grande de agua del grifo y se lo bebe de un trago. Suspira, observa el anochecer a través de la ventana y se sirve otro.

Entra en la habitación de la abuela, agarra la llave que cuelga de la cama con dosel y se encamina al despacho del abuelo.

Entra despacio, con el vaso en la mano. Enciende una de las bonitas lámparas venecianas y se sienta al escritorio.

Observa mucho rato el retrato de su abuelo que, a pesar de su sonrisa, se obstina en permanecer desesperadamente mudo.

- No lo encuentro, abuelo -acaba diciendo Arturo, algo contrariado-. No puedo creer que escondieras este tesoro en el jardín sin dejar ninguna instrucción en ninguna parte, un indicio, algo para poder encontrarlo. No es tu estilo.

En el cuadro, Archibald sigue sonriendo en silencio.

- ¿Es posible que no haya buscado bien? -se pregunta Arturo, incapaz por el momento de admitir su derrota.

El niño sujeta el primer libro que hay sobre el escritorio y empieza a examinarlo con atención.

Al cabo de unas horas, Arturo ha hojeado casi todos los libros y los ha ido amontonando sobre el escritorio. A estas alturas ya es noche cerrada y tiene calambres por casi todo el cuerpo.

Termina por el libro que su abuela le leía la noche anterior. Vuelve a ver el dibujo de los matasalái y, después, el de los minimoys. Se salta algunas páginas y encuentra un dibujo mucho más inquietante.

Es una sombra maléfica, como un cuerpo descarnado, vagamente humano.

El rostro carece de expresión, y sólo dos puntos rojos aparecen en el lugar donde debería haber los ojos.

Un escalofrío recorre a Arturo de pies a cabeza. Es lo más feo que ha visto, con mucho, en su corta vida.

Bajo el dibujo del ser de la sombra, se puede leer, escrito a mano: «MALTAZARD, EL MALDITO.»

Fuera, en la penumbra, dos ojos amarillos se deslizan por la cresta de las colinas. Se trata de una furgoneta sin distintivos que rasga la noche con sus potentes faros. El vehículo, guiado por la luna llena, sigue las curvas que conducen hacia la casa.

Arturo pasa precipitadamente las páginas a fin de olvidar lo más rápido posible esta imagen de pesadilla y este maldito Maltazard. Encuentra el dibujo de Selenia, la princesa minimoy.

Eso lo reconforta. Acaricia el dibujo y se da cuenta de que está mal pegada.

Arturo termina de despegarla para contemplar a la princesa un poco más de cerca.

- Espero que algún día tendré el honor de conoceros, princesa -susurra con educación.

Luego, lanza una mirada hacia la puerta para comprobar que está solo y se acerca más el dibujo a la cara.

- Con la esperanza, si me lo permitís, de besaros.

Arturo besa con cariño el dibujo y Alfred suspira.

- No te pongas celoso -le dice Arturo con una sonrisa en los labios. El perro ni siquiera se digna a responder. Se oye aparcar un vehículo. Probablemente es la abuela, que ha regresado.

Arturo devuelve maquinalmente el dibujo a su sitio y descubre otro. La cara del niño se ilumina.

- Ya sabía yo que tenía que haber dejado un indicio.

El dibujo está hecho a lápiz, más bien mal, o en todo caso, deprisa y corriendo.

También hay una frase, que Arturo lee en voz alta:

- Para ir al país de los minimoys, hay que confiar en Shakespeare… ¿Quién es ése? -se pregunta.

Se levanta y gira el plano en todas direcciones para ver si reconoce el sitio.

- La casa está aquí… El norte está ahí…

Ahora sujeta el plano en la posición correcta y eso le conduce hacia la ventana.

Se apresura a abrirla y consulta de nuevo el dibujo a lápiz. El plano corresponde exactamente a lo que se ve desde la ventana del despacho.

- El gran roble, el enano del jardín, la luna… ¡Está todo! -exclama Arturo, exaltado-. ¡Lo hemos encontrado, Alfred! ¡Lo hemos encontrado!

El niño da rienda suelta a su alegría y empieza a saltar como un canguro contento de haberse tragado un muelle.

Se precipita hacia la puerta, alegre de compartir su descubrimiento con su abuela, pero se tropieza con el anticuario y sus dos mozos de cuerda.

- Despacio, jovencito, despacio -le advierte el anticuario a la vez que lo separa con amabilidad.

A pesar de la sorpresa, Arturo ha escondido instintivamente el dibujo tras su espalda.

El hombre vuelve al pasillo para dirigirse a la abuela.

- Está abierto, señora. Abierto y ocupado.

La abuela sale de su habitación y se une a él.

- Arturo, ya te he dicho que no quiero que juegues en esta habitación -le riñe, nerviosa. Sujeta a su nieto por el brazo y se aparta para dejar pasar al anticuario-. No se lo tenga en cuenta. Adelante, por favor -dice educadamente la abuela.

El anticuario lanza una mirada a su alrededor, como un buitre que comprueba que un cadáver está muerto.

- Esto ya es más interesante -dice finalmente, con una sonrisa calculadora.

Arturo agarra discretamente a su abuela por la manga.

- ¿Abuela? ¿Quiénes son estos señores? -cuchichea con inquietud. La mujer, incómoda, se retuerce las manos para infundirse valor.

- Son… Ese señor ha venido a… valorar las cosas de tu abuelo. Por si tenemos que trasladar todas estas antiguallas, o quizá deshacernos lo más rápido posible de ellas -explica para intentar convencerse a sí misma.

Arturo se queda estupefacto.

- ¡No pensarás vender las pertenencias del abuelo!

La abuela espera un momento, como si vacilara por los remordimientos, antes de soltar un largo suspiro.

- Por desgracia, me temo que no nos queda más remedio, Arturo.

- Ni hablar -se subleva el niño, que le muestra el dibujo-. ¡Mira! ¡Sé dónde está el tesoro! El abuelo nos ha dejado un mensaje. ¡Hasta hay un plano!

La abuela no entiende nada.

- ¿De dónde has sacado eso?

- Lo teníamos delante de las narices, en el libro que me lees todas las noches -explica el niño con entusiasmo.

Pero la abuela está muy cansada para creer en todas estas fantasías.

- Vuelve a ponerlo inmediatamente en su sitio -le contesta con severidad.

Arturo intenta convencerla.

- ¡Abuela! ¡No lo entiendes! Es el plano para encontrar a los minimoys. Están ahí, en alguna parte del jardín. El abuelo los trajo de África. Y si los encontramos, estoy seguro de que podrán conducirnos hasta el tesoro del abuelo. ¡Estamos salvados! -añade con convicción.

La abuela se pregunta cómo es posible que su pobre nieto se haya vuelto loco en tan poco tiempo.

- No es el momento de jugar, Arturo. Guarda eso en su sitio y tranquilízate.

Arturo está abatido. Mira a la abuela con sus enormes ojos inocentes llenos de lágrimas.

- No te lo crees, ¿verdad? ¿Piensas que el abuelo contaba cuentos?

La abuela alza los ojos al cielo y le pone cariñosamente la mano en el hombro.

- Arturo, ya eres mayor, ¿no? ¿De verdad crees que el jardín está repleto de duendecillos que esperan tu visita para entregarte un saquito lleno de rubíes?

El anticuario ha vuelto la cabeza, como un zorro atraído por un olor.

- ¿Cómo dice? -interviene con educación.

- No, nada… Hablaba con mi nieto -responde la abuela. El anticuario prosigue su inspección como si tal cosa, pero está seguro de lo que ha oído.

- Por supuesto, si posee joyas, también se las compraríamos -apunta como quien lanza pan a las palomas.

- Por desgracia, no tengo ninguna joya -contesta la abuela, tajante. Se vuelve de nuevo hacia Arturo-. Guarda este dibujo en su sitio, y rapidito.

El niño obedece a regañadientes mientras el anticuario lee la bandera extendida encima del escritorio, como una guirnalda de aniversario:

«Las palabras a menudo esconden otras. William S.»

Este enigma parece divertir al anticuario.

- ¿S de Sócrates? -pregunta ingenuamente.

- No, S de Shakespeare. William Shakespeare -rectifica la abuela.

Eso enciende la bombilla en la cabeza de Arturo, que vuelve a tomar el dibujo que ya había dejado en su sitio. Vuelve a leer, esta vez en silencio, la frase:

«Para ir al país de los minimoys, hay que confiar en Shakespeare.»

- ¿Cómo?… -exclama cerca de él el anticuario.

La abuela le lanza una mirada severa.

- Sí, así es. Se ha equivocado usted por unos dos mil años.

- Vaya. ¡Qué deprisa pasa el tiempo! -comenta el hombre para disimular su ignorancia.

- Tiene razón, el tiempo vuela, así que elija rápido, antes de que cambie de opinión -replica la abuela, un poco cansada de todo aquello.

- Nos lo llevamos todo -indica el anticuario a sus hombres.

La abuela guarda silencio. Arturo se mete discretamente el dibujo en el bolsillo trasero del pantalón.

- Oye, no hagas trampas, niño -advierte el anticuario con una sonrisa inquisitiva-. ¡He dicho que nos lo llevamos todo!

Arturo se saca a regañadientes el papel del bolsillo y se lo entrega al anticuario, que se lo guarda enseguida en el suyo.

- Eres un buen chico -concede el hábil anticuario y le da unas palmaditas en la cabeza.

Los secuaces han iniciado su triste danza. Muebles y objetos desaparecen a una velocidad de vértigo bajo la mirada afligida de la pobre mujer, que ve alejarse años de recuerdos.

La escena es tan desoladora como un bosque que arde y se convierte en cenizas.

Uno de los dos corpulentos mozos termina por sujetar el cuadro en el que aparece Archibald. La abuela lo detiene agarrando el borde del marco a su paso.

- No. Esto no -dice con firmeza.

El forzudo no lo suelta.

- El jefe ha dicho que todo.

La abuela se pone a gritar.

- ¡Y yo le he dicho que todo menos el retrato de mi marido! -El corpulento patán se queda pasmado ante la repentina energía de esta mujer mayor que aferra el retrato.

El empleado mira a su jefe, que juzga preferible calmar los ánimos.

- ¿Simon? Deja tranquilo al marido de la señora. No te ha hecho nada -bromea el anticuario-. Perdónele. Por desgracia, su capacidad muscular es inversamente proporcional a su agudeza intelectual -comenta a modo de broma.

Agarra el cuadro y se lo entrega a la mujer mayor.

- Tenga. Cójalo, señora. Regalo de la casa -se atreve a añadir.

La puerta trasera de la furgoneta está abierta de par en par y los dos mozos amontonan las últimas cajas.

Arturo está echado en el sofá del salón y observa a su abuela, que ultima su negociación con el anticuario en la puerta.

El hombre acaba de contar los billetes y pone el fajo en la mano de la mujer.

- Aquí tiene, trescientos euros justos -anuncia con orgullo.

La mujer mayor observa el fajo con tristeza.

- Parece poco dinero por treinta años de recuerdos.

- Es un anticipo -asegura el tendero-. Si vendo el conjunto, le corresponderá al menos el diez por ciento.

- Maravilloso -responde la abuela, en tono irónico.

- La gran feria se celebra dentro de diez días. Si cambia de parecer, puede venir a recuperarlos -precisa el anticuario.

- Es muy amable -replica ella con gentileza.

Abre la puerta principal para dejar salir al anticuario y se encuentra frente a un hombre menudo con traje gris, acompañado por dos policías.

No es preciso ser muy perspicaz para darse cuenta de que el hombre trajeado es un alguacil.

- ¿La señora Suchot? -pregunta con educación el representante de la justicia, aunque el tono de su voz no permite ninguna duda sobre el objetivo de su visita.

- ¿Sí? -pregunta la abuela.

Uno de los dos agentes de policía intenta tranquilizarla dirigiéndole un gesto amistoso. Es Martin, el agente con el que suele cruzarse cuando va al supermercado. El hombre de gris prosigue.

- Frederic de Saint-Clair. Alguacil.

El anticuario presiente complicaciones y prefiere despedirse de inmediato.

- Hasta pronto, querida señora. Ha sido un placer hacer negocios con usted -suelta con una sonrisa antes de salir corriendo.

El fajo de billetes que la abuela tiene en la mano ha captado, como es natural, la atención del alguacil.

- Veo que llego en buen momento -dice con voz zalamera. Muestra un impreso y añade-: Tengo un requerimiento de pago de una factura a nombre de Ernest Victor-Emmanuel Davido. El importe asciende a ciento ochenta y cinco euros con un seis por ciento de recargo además de los gastos de procedimiento. Es decir, un total de doscientos noventa euros.

En su voz, nada permite confiar en una negociación. La abuela mira el fajo de billetes y se lo entrega como un autómata.

El alguacil lo agarra, un poco sorprendido de no tener que librar ninguna batalla.

- ¿Me permite? -dice, y empieza a contar los billetes a una velocidad alucinante.

Arturo observa la escena desde el sofá. No parece inquieto ni asombrado, simplemente disgustado. Desde hace unas horas, ha comprendido que han arrojado a su abuela a una espiral de la que no podrá escapar.

- Si no me equivoco, faltan tres euros -suelta el alguacil.

- No lo entiendo, yo… ¡Había trescientos euros! -se sorprende la abuela.

- ¿Quiere contarlo usted? -pregunta el hombre con educación, seguro de sí mismo. Hay pocas probabilidades de que se haya equivocado. Es como un empleado de pompas fúnebres; si dice que su cliente está muerto, es que lo está.

La abuela se siente abrumada. Sacude ligeramente la cabeza.

- No, da igual… Seguro que tiene razón.

En su furgoneta que cruza la noche, el anticuario parece satisfecho.

- He aquí un buen negocio, llevado a la perfección -confía a sus acólitos, risueños.

El anticuario se mete la mano en el bolsillo.

- Veamos lo que ese pequeño monstruo intentaba escondernos.

Saca el papel que Arturo le ha dado a regañadientes y lo desdobla con lento placer. Se trata de la lista de la compra del supermercado.

5

En el salón, Arturo también desdobla su papel. Se trata del dibujo de la princesa Selenia, que ha cambiado con sutileza. Acaricia el dibujo: es su única esperanza.

El alguacil prosigue su asunto:

- A pesar de la pequeña cantidad debida, la ley es la ley. Voy a proceder, pues, al embargo de bienes para cubrir la deuda por un importe de tres euros -anuncia.

Un alguacil y un pitbull tienen dos cosas en común: nunca sueltan a su presa y sonríen igual ante el sufrimiento.

Martin, el policía simpático, se siente un poco obligado a intervenir.

- Oiga, el importe de la deuda pendiente es muy pequeño. Al menos podríamos darle algunos días para que pague, ¿no? -dice con sensatez.

El alguacil parece un poco desconcertado.

- Ya me gustaría, pero el fallo exige el pago inmediato y total de la suma. Si no lo aplico al pie de la letra, corro el riesgo de ser sancionado.

- Lo entiendo -dice con amabilidad la abuela, cuya bondad, decididamente, no tiene límites-. Adelante, haga su trabajo -añade a la vez que se aparta para dejarlo pasar.

De pronto el alguacil se siente avergonzado y vacila al entrar. Pero claro, esta sensación no dura mucho y al final avanza. En ese momento el policía simpático lo detiene.

- ¡Espere! -le pide a la vez que saca la cartera-. Tenga, tres euros. Eso suma el total -termina mientras le tiende el dinero.

El alguacil se siente como un estúpido, lo que siempre resulta curioso cuando uno es el último en darse cuenta.

- No… No es el procedimiento adecuado, pero… dadas las circunstancias, lo acepto.

La abuela está a punto de echarse a llorar, pero la dignidad se lo impide.

- Gracias, señor agente. Se lo devolveré en cuanto… En cuanto pueda.

- No se preocupe, señora Suchot. Estoy seguro de que cuando su marido regrese, encontrará la forma de resarcirme -afirma con extrema delicadeza.

- Me ocuparé de ello -le asegura la abuela, demasiado conmovida para sostener su mirada amable.

El policía sujeta al alguacil por el hombro y lo echa un poco hacia atrás.

- Vamos, ya ha trabajado bastante por hoy. Volvamos.

El alguacil no se atreve a contradecirlo.

- Mis respetos, señora -le da tiempo de añadir antes de irse.

La abuela cierra despacio la puerta y se queda ahí un momento, algo aturdida.

El teléfono suena, justo al lado de Arturo. El pequeño descuelga con desgana.

- ¿Hola? ¿Arturo? Soy mamá, cariño. ¿Cómo estás? -se oye en el auricular.

- De fábula -responde Arturo, sarcástico-. La abuela y yo estamos de maravilla.

La abuela entra en el salón y hace unas señas a su nieto que podrían traducirse como: «No les digas nada.»

- ¿Qué has estado haciendo? -pregunta mecánicamente su madre.

- ¡Limpieza! -suelta Arturo-. Es increíble la cantidad de cosas viejas e inútiles que llegan a amontonarse en una casa. Pero, gracias a la abuela, lo hemos tirado todo.

- Arturo, por favor, no los preocupes -susurra la abuela.

Arturo hace algo mejor: cuelga.

- ¿Arturo? ¿Le has colgado el teléfono a tu madre? -se indigna la abuela.

- ¡Qué va! ¡Se ha cortado! -explica en dirección a la escalera.

- ¿Adónde vas? Espera, seguro que vuelve a llamar.

Arturo se detiene en mitad de la escalera y mira fijamente a su abuela.

- Han cortado la línea, abuela. ¿No entiendes lo que está pasando? Has caído en una trampa. Una trampa que cada hora se cierra un poco más. Pero yo resistiré. ¡Mientras siga con vida, esta casa no será suya!

Es probable que Arturo haya sacado esa frase de una película de aventuras, pero la ha dicho bien.

Da media vuelta y sube la escalera con paso orgulloso. Si llevara puesto un sombrero, sería idéntico a Indiana Jones.

La abuela descuelga el teléfono y constata que, efectivamente, han cortado la línea.

- Debe de ser un corte temporal. Ocurre a menudo cuando hay tormenta.

- Hace un mes que no llueve -suelta Arturo desde lo alto de la escalera.

Llaman a la puerta.

- Ah, ¿lo ves? Debe de ser el técnico -se tranquiliza la abuela. Se precipita a la puerta, donde hay un hombre vestido con ropa de trabajo.

- Buenas noches, señora -dice el técnico, que saluda llevándose la mano a la gorra.

- Ah, llega en el momento oportuno -exclama la abuela-. Me acaban de cortar el teléfono y me parece que es de buena educación avisar a la gente antes de humillarla de esa forma.

- Estoy muy de acuerdo con usted, señora -concede con educación el técnico-. Pero yo no soy de la compañía telefónica, soy de la compañía eléctrica.

Y señala la insignia que lleva cosida en la chaqueta, como una prueba irrefutable.

- Y venía justamente a avisarle de que le vamos a cortar la luz por falta de pago.

Saca también una carta oficial. Al final la abuela podrá coleccionarlas.

Arturo entra en el despacho vacío. Aparte de algunos objetos sin valor, sólo queda el escritorio, una silla y el cuadro del abuelo.

El muchacho, contrariado, se sienta en la silla y lee de nuevo la bandera, milagrosamente olvidada.

Hay que decir que ese retazo de tela no tiene demasiado valor, aunque el consejo que ofrece no tenga precio.

- «Las palabras a menudo esconden otras» -lee otra vez Arturo en voz alta.

El enigma está ahí, delante de él. Lo sabe.

- Ayúdame, abuelo. Si las palabras pueden esconder otras, ¿qué enigma se oculta detrás de éstas?

Aunque pregunta a su abuelo con la mirada, el cuadro permanece definitivamente mudo.

La abuela ha terminado de leer la hoja azul y la devuelve al empleado.

- Y, ¿cuándo me la cortarán? -pregunta, casi acostumbrada.

- Me imagino que pronto -le contesta el técnico en el momento en que la luz se apaga en toda la casa.

- Desde luego, sí que ha sido pronto -concede la abuela-. No se mueva, voy a buscar una vela.

Arturo enciende una cerilla y la acerca a una vela. Se forma un charquito de luz, como un oasis en el desierto. Deja la vela en el escritorio y se aleja unos pasos para ver mejor esta banderola, clave del enigma.

- Es el momento de ser listo -se dice a sí mismo, como un desafío.

«Las palabras… a menudo… esconden… otras.»

La luz de la vela, situada a poca distancia, acentúa la transparencia de la bandera y Arturo cree ver algo.

Toma la vela con la mano, se sube a la silla y pone la luz justo tras la banderola. De repente, se transparentan unas palabras. Palabras que escondían otras. El rostro de Arturo se ilumina.

- ¡Ya lo tengo! -exclama.

Intenta contener su alegría porque el tiempo apremia. Desliza la vela por detrás de la banderola y lee la frase oculta, poco a poco. Al hacerlo, tiene la impresión de oír la consoladora voz cascada de su abuelo. Es como si éste hubiera irrumpido en la habitación.

«Mi querido Arturo, estaba seguro de que podía contar contigo y de que resolverías este sencillo acertijo.»

Arturo esboza una mueca que parece decir al abuelo: «Pues no ha sido tan sencillo.»

La voz del abuelo vuelve a resonar.

«Si ya eres tan listo, es que no te falta mucho para cumplir los diez años. En cambio, yo no lo soy tanto, porque si lees estas líneas, es que probablemente estoy muerto.»

Arturo se detiene un instante. Tendría que imaginar muerto a su abuelo, de repente tan vivo. No quiere ni siquiera pensarlo.

«Así pues, recae en ti la pesada tarea de terminar mi misión. Si la aceptas, claro.»

Arturo mira el cuadro de su abuelo. La confianza que el hombre mayor deposita en él lo llena de orgullo.

- La acepto, abuelo -dice con solemnidad, antes de reemprender su lectura.

«No esperaba menos de ti, Arturo. Eres mi digno nieto», le ha escrito el abuelo.

Arturo sonríe, asombrado ante la clarividencia del hombre mayor.

- Gracias -le responde.

El texto prosigue:

«Para ir al país de los minimoys, tienes que averiguar qué día tendrá lugar el próximo paso. Sólo hay uno al año. Para saberlo, toma el calendario universal que hay en mi escritorio y cuenta la décima luna del año. La noche de la décima luna, exactamente a medianoche, la puerta de luz se abrirá hacia el país de los minimoys.»

Arturo no da crédito a sus ojos. Así pues, todo lo que imaginaba era cierto.

El tesoro escondido, los minimoys y… la princesa Selenia.

Suelta un pequeño suspiro, vuelve a sentarse y se inclina hacia el escritorio para buscar el calendario.

Por suerte, el anticuario lo ha dejado.

Arturo lo consulta apresuradamente y cuenta las lunas llenas.

- Siete, ocho, nueve, diez.

Mira a qué fecha corresponde.

- El treinta y uno de julio. ¡El día de mi cumpleaños! ¡Es decir, hoy! -Se da cuenta de golpe, estupefacto por la coincidencia.

Arturo se vuelve hacia el reloj de pared. Marca las veintitrés y treinta y seis.

- ¡Dentro de veinte minutos! -exclama nervioso.

La abuela, a la luz de una vela, acaba de firmar el impreso que le entrega amablemente el técnico.

- Ya está. El rosa es para usted, el azul es para mí. Uno para las niñas y otro para los niños -intenta bromear, en vano.

La abuela se mantiene impasible, como una estatua de mármol.

- Para volver a tener luz, basta con que vaya a la oficina central, de nueve a seis, con un cheque, evidentemente.

- Evidentemente -repite la abuela antes de añadir, curiosa-: Dígame, ¿cómo es que trabaja aún a estas horas? Si no me equivoco, hace rato que debería haber terminado su jornada.

- Créame que no me divierte, pero es cosa de la oficina -explica el empleado-. Querían que pasara esta noche sin falta. Incluso me han triplicado la tarifa de las horas extras. Parece que alguien tiene algo en su contra en la G.E.D.

- ¿La G. E. D.? -pregunta la abuela.

- La General Eléctrica Davido -aclara el técnico.

- Ah, ahora lo entiendo todo -suspira la abuela.

De repente se oyen unos golpes procedentes del primer piso. Tal vez martillazos.

El técnico se inquieta un poco y trata de bromear otra vez.

- Parece que no soy el único que hace horas extras.

- No. Son los fantasmas -indica la abuela con una seguridad que no deja lugar a dudas-. La casa está llena de ellos. Debería marcharse rápido, porque no les gustan nada los uniformes.

El técnico se mira de pies a cabeza: no se puede ir más uniformado de lo que él va. Esboza una sonrisa forzada pero, ante la duda, prefiere irse.

- ¡Qué gracia! Bueno, me voy -se despide mientras retrocede hacia el jardín.

Cuando ya no lo ilumina la vela, echa a correr hacia el coche.

La abuela sonríe, cierra la puerta y levanta la cabeza para localizar de dónde proceden los martillazos.

6

Arturo golpea como un loco un taco clavado en la pared. Con la ayuda de un martillo, claro.

- Veintiocho, veintinueve, y treinta -resopla.

El último martillazo es más fuerte que los demás y desprende una pequeña tabla de la pared.

El pedazo de madera está montado sobre una bisagra. Es la entrada a un escondrijo minúsculo.

Arturo desliza la mano en ese espacio y extrae un papel.

Lo desdobla y lo lee apresuradamente.

«Bravo. Has resuelto el segundo enigma. Aquí tienes el tercero y último. El viejo radiador. Gira la llave hacia la derecha tantas vueltas como letras tiene tu nombre de pila y luego un cuarto de vuelta hacia atrás.»

Arturo se abalanza hacia la ventana y se arrodilla frente al viejo radiador. Agarra la llave y empieza a girarla.

- Arturo. A… R… T… U… R… O…

El pequeño pone mucho empeño. No hay tiempo para errores.

- Y ahora… ¡Un cuarto hacia la izquierda!

Se frota las manos y respira hondo, como para prepararse para lo peor.

Y, en efecto, llega lo peor. Por la puerta. La abuela irrumpe en la habitación y Arturo se sobresalta.

- ¿Qué estás haciendo a estas horas? ¿Qué eran esos martillazos? -dice, superada por el nefasto día que parece no querer terminar.

- Yo… ¡Estoy reparando el radiador del abuelo! -balbucea Arturo.

- ¿En plena noche? ¿En pleno verano? -se sorprende la abuela, a la que no acaba de engañar con esta mentira.

- Nunca se sabe. A veces el invierno llega sin avisar. Tú misma lo dices siempre -replica Arturo con cierta lógica.

- Es verdad que lo digo, pero casi siempre en noviembre -afirma, al límite de la paciencia-. También digo que son casi las doce y que es hora de acostarse. Y también te he repetido cien veces que no quiero que vengas a esta habitación.

- ¿Por qué? Ahora ya no hay nada dentro -aduce Arturo, siguiendo un razonamiento indiscutible.

La abuela se da cuenta de que, efectivamente, su prohibición ya no tiene razón de ser. De todas formas, insiste, más que nada por principio.

- Es cierto que ya no están los objetos, pero los recuerdos siguen intactos y no quiero que los alteres -concluye.

Se acerca al calendario y arranca la página del 31 de julio, lo que deja al descubierto la del 1 de agosto.

Deja la hoja arrancada en una cajita que pone: «Los días sin ti.» El montón es, por desgracia, bastante considerable.

- ¡Vamos! ¡A tu cuarto!

Arturo obedece de mala gana, mientras la abuela cierra la puerta. Luego deja la llave en su sitio, en una columna de su cama con dosel.

Se reúne con su nieto, que acaba de ponerse el pijama.

La abuela le abre la cama. El niño se mete en ella sin rechistar.

- Y ahora, un cuento, pero sólo cinco minutos -dice con dulzura la abuela para hacerse perdonar.

- No, gracias. Estoy cansado -replica Arturo, cerrando los ojos.

La abuela se sorprende un poco, pero no insiste. Agarra la vela y sale de la habitación, que queda bañada por la luz de la luna.

En cuanto la puerta está bien cerrada, el pequeño se levanta con todos los músculos en tensión.

- ¡Ahora te toca a ti, Arturo! -se dice para darse ánimos. El niño entreabre la puerta y aguza el oído. Oye el ruido de la ducha. La abuela aprovecha los últimos litros de agua caliente.

Se cuela en su habitación. Por la rendija que deja la puerta del cuarto de baño entornada escapa una nube de vapor.

Avanza despacio, tanteando con la punta del pie todas las tablas del suelo para que no crujan.

Llega hasta la cama con dosel y alarga el brazo para coger la llave sin hacer ruido.

Sin perder de vista el cuarto de baño, va retrocediendo hacia la puerta.

De pronto, choca con algo y suelta un grito. Ese algo resulta ser alguien. La abuela: es de la misma familia que el pillo de su nieto, pero con cincuenta años más de experiencia.

- ¡Me has asustado! -exclama el niño-. Creía que te estabas duchando.

- Pues no. Había ido al salón a buscar mis gotas para dormir -dice mostrando el frasquito-. Y te aconsejaría que te acostaras lo antes posible si no quieres beberte toda la botella.

Toma la llave de las manos de Arturo, que se refugia en su dormitorio.

La abuela suspira, vuelve a poner la llave en su gancho y se encamina a la habitación de Arturo.

A la luz de la vela, ve al niño metido en la cama, tapado hasta el cuello.

- A dormir, es casi medianoche.

- ¡Ya lo sé! -suelta Arturo, desesperado porque el tiempo pasa y no puede disponer de él.

- Cerraré la puerta con llave. Así no tendrás tentaciones -le explica con cariño la abuela.

De muy cerca, se oye que Arturo traga con fuerza debido al pánico. Pero la abuela está demasiado lejos para percatarse. Le dirige una última sonrisa y cierra la puerta con llave.

Arturo aparta las sábanas y se levanta de inmediato.

Las sábanas y las mantas ya están atadas unas con otras.

Sólo tiene que abrir la ventana y lanzar el conjunto.

Ya había preparado su evasión. Se sube al alféizar de la ventana y se desliza por la improvisada escalera.

La abuela deja la vela en la mesilla de noche, junto a la cama.

A pesar de la tenue luz, alcanza a distinguir la hora en el viejo despertador.

Son las doce menos cuarto. La pequeña llama le sirve también para contar las gotas. Sólo tres, en el fondo de un vaso grande de agua, del que toma un sorbo.

Luego, deja las gafas en la mesilla y se acuesta para esperar el descanso del sueño.

Arturo se suelta de la cuerda de sábanas y mantas, demasiado corta para llegar al suelo.

Se levanta y corre a toda velocidad hacia la puerta principal.

Alfred se sobresalta cuando ve llegar a Arturo. Él venga a vigilar la entrada con suma dignidad, y su dueño lo engaña con un magnífico truco de magia.

Como la puerta está cerrada, Arturo entra por la pequeña trampilla reservada para el perro. Alfred va de sorpresa en sorpresa. Ahora resulta que su dueño camina a gatas y utiliza la entrada de los artistas.

Arturo cruza el salón calzándose, sin pensar en ello, las zapatillas de parquet. El gran reloj lleva el compás y marca las veintitrés horas con cuarenta y nueve minutos.

La subida al primer piso no presenta dificultad, pero la cosa se complica ante el cuarto de la abuela: ha cerrado con llave.

- ¡Porras! -exclama Arturo, que sólo tiene unos minutos para reflexionar.

Mira por el agujero de la cerradura y comprueba que, por lo menos, la llave esté en su sitio. Ésa es la única buena noticia.

- Piensa rápido, Arturo, piensa -se repite el pequeño.

Retrocede, da media vuelta y echa un rápido vistazo, a la búsqueda del menor asidero al que pudiera aferrarse una idea.

Encima de la puerta, observa un pequeño tragaluz con una de las esquinas rotas.

Y la idea por fin se le ocurre.

Abre la puerta del garaje y entra, guiado por el haz de su linterna.

Se sube al banco y coge una de las cañas de pescar dispuestas con cuidado a lo largo de la pared.

Alfred se sobresalta otra vez al ver pasar a su dueño con una caña de pescar en las manos. El perro, bastante desorientado, se pregunta qué diablos se podrá pescar a una hora tan intempestiva. Arturo ha encontrado un imán enganchado a una de las puertas de la alacena, en la cocina.

El niño desliza la navaja suiza multiusos tras el imán y lo hace saltar.

Una vez ante la puerta de la abuela, sujeta con cuidado el imán a la punta del sedal de la caña de pescar.

«Pero qué astuto es», piensa Alfred, aunque no acaba de entender qué pretende pescar, sobre todo dentro de la casa.

Sin hacer ruido, pero a toda velocidad, Arturo amontona una mesa auxiliar y unas sillas, lo suficiente para llegar a alcanzar el tragaluz y su esquina rota.

Se encarama con precaución a su andamio e introduce la caña de pescar por el agujerito.

El perro lo observa sin entender nada. Nunca se había fijado en que el río pasara por la habitación de la abuela.

Arturo alarga con cuidado la caña y acerca el sedal con el imán hacia la llave en el gancho.

Alfred quiere saber a qué atenerse. Avanza hacia el andamio y una tabla del suelo suelta un crujido.

Arturo está a punto de perder el equilibrio. El imán se balancea en la habitación, empuja el frasquito, que cae de lado y empieza a gotear en el vaso de agua de la abuela.

- ¿Arturo? -pregunta la mujer, que se incorpora medio dormida.

Arturo no mueve ni una pestaña y reza para que Alfred haga lo mismo.

El perro está inmóvil, excepto que agita un poco la cola.

La abuela presta atención. Unos grillos, uno o dos sapos en el jardín. Nada alarmante, pero este silencio es demasiado perfecto para ser auténtico.

Toma las gafas, sin percatarse de las gotas de somnífero que siguen vertiéndose en el vaso. Abre la puerta de su cuarto y mira a la izquierda, hacia la escalera. Sólo ve al perro, que sigue sentado solo en medio del pasillo y aún mueve el rabo.

Lo que no ve es a Arturo, justo detrás de ella, petrificado, encaramado a su andamio con la caña de pescar en la mano.

El perro no entiende nada, pero decide sonreír.

- Vete a dormir tú también -le ordena la abuela.

El perro deja de menear la cola y se larga escaleras abajo. Eso sí que lo ha comprendido.

- ¿Es que nadie quiere dormir esta noche? ¿Será la luna llena? -se pregunta la abuela, mientras cierra despacio la puerta.

Arturo puede respirar por fin. Es un milagro que no lo haya descubierto.

La abuela se quita las gafas y las deja en la mesilla de noche. Toma el vaso de agua en el que se ha vaciado el frasco de somnífero y se lo bebe de un trago, tras lo cual esboza una mueca.

El efecto es instantáneo. La abuela se desploma en la cama, de través, sin tener ni siquiera tiempo de meterse entre las sábanas. Arturo reinicia su pesca milagrosa mientras la abuela empieza a roncar.

El imán desciende despacio hacia la llave y la atrae. El gancho no parece aprobarlo y se opone a este robo con allanamiento de morada. Arturo hace muecas y gesticula para vencer en esta lucha con el gancho.

Alfred sube lentamente la escalera para averiguar cómo va la pesca. Se acerca a Arturo, que se contorsiona en lo alto de su improvisado andamio.

El perro vuelve a pisar la misma tabla, que decididamente está medio suelta. La pata de la mesa auxiliar se descalza. El andamio pierde su frágil equilibrio.

- ¡Oh, no! -suelta Arturo.

El conjunto se derrumba como un castillo de naipes, produciendo un tremendo estrépito. El perro sale huyendo.

La cabeza de Arturo aparece tras la silla, como un superviviente de un terremoto. La onda expansiva de la catástrofe ha sido tan violenta que la puerta del dormitorio se ha abierto. Lo cierto es que la abuela no había vuelto a cerrarla con llave.

Arturo alarga el cuello y constata que su abuela está recostada en la cama, roncando como una bendita.

- ¿Cómo es posible que semejante estruendo no la haya despertado? -se pregunta el niño.

Entra en el cuarto, avanza hacia la cama y comprueba que su abuela está bien. Para soltar semejantes ronquidos, es evidente que ha de estar viva.

Enseguida repara en el frasquito volcado y comprende lo que ha ocurrido.

Tapa con la colcha a su querida abuela, cuyo rostro ha rejuvenecido treinta años bajo los efectos del sueño.

- Que sueñes con los angelitos, abuela -le dice antes de recoger la llave del suelo y desaparecer.

7

Arturo enciende otra vela y se abalanza sobre el viejo radiador.

- Un cuarto de vuelta… hacia la izquierda -recuerda el pequeño.

Sujeta la llave y lo hace. Un mecanismo bastante ruidoso despega el radiador de la pared y lo tumba de costado para dejar así al descubierto otro escondrijo, mucho más grande que el anterior. Es lo bastante espacioso para ocultar un gran baúl de cuero.

Arturo tira del polvoriento baúl hasta el centro de la habitación. En su interior encuentra un magnífico catalejo de cobre dentro de una bonita funda de terciopelo color burdeos. Delante, el gran trípode de madera donde se apoya.

Encima, en la tapa, cinco estatuillas africanas, puestas en fila. Cinco hombres con uniforme de gala. Cinco bogo-matasalái.

Arturo observa, maravillado, su tesoro. No sabe por dónde empezar.

Toma una llavecita provista de una etiqueta donde se lee: «Llevar siempre esta llave encima.»

Arturo desliza la llave en su bolsillo. A continuación, despliega el pergamino en el que están las instrucciones. Se trata de un plano bastante simple en cuyo centro aparece el gran roble del jardín.

El enano del jardín oculta un agujero en el que hay que introducir el catalejo, orientado hacia abajo. Después, se debe desplegar una alfombra con forma de estrella de cinco puntas y poner una estatuilla en cada una de ellas.

Todo esto no parece difícil. Arturo comprueba que no se deja nada, lo memoriza todo rápidamente, agarra el catalejo y el trípode, y abandona la habitación.

Mientras cruza el salón, el reloj marca las veintitrés horas con cincuenta y un minutos.

Sólo faltan nueve minutos para que se abra la puerta de luz. Arturo no tiene la menor idea de lo que le espera ni de qué aspecto tiene esta famosa puerta pero, cautivado por la misión, sigue las instrucciones de su abuelo al pie de la letra.

A pesar de la luna, llena y hermosa, Arturo no ve demasiado bien.

- Nos falta luz -confía a Alfred, que lo sigue a todas partes.

Arturo se sube a la vieja camioneta y se pone al volante. Encuentra las llaves escondidas sobre la visera del parabrisas y recuerda un segundo cómo funciona el vehículo.

- ¿Por qué me miras así? -pregunta al perro-. He visto cómo lo hace la abuela montones de veces.

Pone la llave en el contacto. La vieja camioneta escupe y resopla, poco acostumbrada a que la despierten de noche. Arturo enciende los faros, pero el vehículo está mal situado y no ilumina el viejo roble en absoluto. El niño pone la primera y pisa el acelerador, pero por lo visto la camioneta se niega a avanzar.

- ¡El freno de mano, tonto! -exclama de repente el niño.

Tira de él con todas sus fuerzas y lo quita. La camioneta sale disparada. Arturo suelta un alarido y hace todo lo que puede por controlar el vehículo, que gira alrededor de la casa. Con el enorme volante en las manos y los ojos a la altura del salpicadero, consigue evitar los árboles, pero no logra esquivar el tendedero que acaba llevándose, incluido su contenido.

Dos ojos luminosos bajo unas sábanas que avanzan solas soltando gritos infantiles: es un fantasma perfecto, y Alfred escapa aullando.

A pesar de que este espectro va explorando el campo con sus faros al tiempo que suelta lastimeros gemidos, la abuela sigue durmiendo a pierna suelta.

El vehículo termina por estrellarse contra un árbol, que es tan joven como Arturo. Sólo ha sido un susto. La buena noticia es que la luz de los faros enfoca justo al enano del jardín.

Arturo corre hacia el hombrecillo de yeso y lo arranca del suelo.

- ¡Perdóname, amigo! -le dice antes de dejarlo a un lado.

El enano ha sido un buen protector del agujero, que no es muy grande y parece no tener fondo.

Arturo coloca el trípode e introduce el catalejo orientado hacia el interior del agujero, como indicaba el plano.

El niño se queda perplejo un instante. Se pregunta cómo esta extraña combinación de circunstancias puede abrir una puerta, aunque sea de luz.

- Tú vigila mientras voy a buscar lo demás -indica al perro antes de salir corriendo.

Alfred observa el edificio y parece tan perplejo como su dueño.

Arturo toma la pesada alfombra del fondo del baúl y se la carga al hombro. Luego, la echa por encima de la barandilla del primer piso y la recupera en el salón.

El reloj sigue su implacable avance y señala ahora las veintitrés horas con cincuenta y siete minutos. Arturo despliega la alfombra, y las cinco puntas se extienden alrededor del catalejo. Esta gigantesca estrella de mar multicolor situada sobre el césped debe de verse bonita desde arriba.

- Ahora las estatuillas -indica Arturo.

Con sumo cuidado, saca del baúl las cinco figuritas de porcelana y se dirige hacia la escalera.

Desciende despacio, peldaño a peldaño.

«Se trata de no romper ninguna porque, evidentemente, son fundamentales para el sortilegio», piensa.

El perro se ha quedado fuera y se va acostumbrando al fantasma cuyos ojos amarillos empiezan a debilitarse, por falta de batería.

De pronto, se dibujan unas sombras en el suelo.

Alfred endereza las orejas y empieza a gemir. Las sombras se deslizan hacia la luz amarilla de los faros. Unas siluetas inmensas, más siniestras que fantasmas.

El perro se va aullando y entra en la casa por su trampilla.

Cruza el salón corriendo, sin siquiera ponerse las zapatillas, y termina deslizándose entre las piernas de Arturo, que lleva las estatuillas en los brazos.

- ¡No! -grita el pequeño al ver que no puede evitar la caída.

Cae cuan largo es en el suelo. Las estatuillas revolotean un instante en el aire antes de romperse en mil pedazos en el suelo.

Arturo está desesperado. El espectáculo de las figuritas despedazadas sobre el suelo de madera es insoportable.

El reloj marca las veintitrés horas con cincuenta y nueve minutos.

- Fracasar cuando estaba tan cerca del objetivo. ¡No es justo! -se queja el pequeño, incapaz de levantarse porque la decepción lo mantiene pegado al suelo.

Ni siquiera tiene ánimos para regañar al perro, que se ha escondido bajo la escalera.

El niño se apoya en los codos y ve que una silueta avanza hacia él. Levanta ligeramente la cabeza y descubre cinco sombras, inmensas, desmesuradas, que se ven obligadas a inclinarse para cruzar la puerta principal.

Arturo se queda helado, con la boca abierta. Agarra la linterna y la enciende.

El haz de luz ilumina a un guerrero matasalái ataviado con el traje tradicional.

Una túnica anudada con cuidado, amuletos y colgantes por todas partes, un tocado a base de caracolas y una lanza en la mano.

El hombre es imponente, con sus dos metros quince de altura. Sus cuatro compañeros son apenas un poco más bajos que él.

Arturo se ha quedado sin habla. Se siente más diminuto aún que el enano del jardín.

El guerrero se saca un papelito del bolsillo, lo desdobla meticulosamente y lo lee.

- ¿Arturo? -se limita a decir el matasalái.

El niño no sale de su asombro y asiente tontamente con la cabeza. El jefe le sonríe.

- Ven, no hay un minuto que perder -le dice el guerrero antes de dar media vuelta y salir de la casa en dirección al jardín.

Arturo, como hipnotizado, olvida todos sus miedos y lo sigue. Alfred, a su vez, sigue a su dueño, porque tiene demasiado miedo para quedarse solo bajo la escalera.

Los cinco africanos se han situado en posición, uno en cada punta de la alfombra.

Es evidente que han ocupado el sitio de las estatuillas.

Arturo comprende que tiene que ponerse en el centro, cerca del catalejo.

- ¿Ustedes no vienen? -pregunta con educación, inquieto.

- Sólo puede pasar uno, y tú nos pareces el más adecuado para luchar contra M, el Maldito -le responde el jefe.

- ¿Maltazard? -pregunta el niño, que recuerda el dibujo del famoso libro.

De inmediato, los cinco guerreros se llevan el dedo a los labios para pedirle discreción.

- Una vez en el otro lado, no debes pronunciar su nombre nunca, pero nunca, nunca. Da mala suerte.

- De acuerdo. Ningún problema. Sólo M, el Maldito -repite Arturo, cada vez más preocupado.

- Tu abuelo fue a combatir contra él, y el honor de terminar su lucha recae sobre ti -explica el guerrero con solemnidad.

Arturo traga saliva con fuerza. La misión le parece imposible.

- Gracias por ser tan considerado, pero quizá sería mejor que cediera mi sitio a uno de ustedes. Salta a la vista que son mucho más fuertes que yo -reconoce el niño con humildad.

- Tu fuerza está en tu interior, Arturo. Tu corazón es un arma muy poderosa -le responde el guerrero.

- ¿Sí? -replica Arturo, en absoluto convencido-. Es posible, pero… ¡todavía soy pequeño!

El jefe matasalái le sonríe.

- Pronto serás cien veces más pequeño aún, y tu fuerza será menos visible todavía.

El reloj toca la primera campanada de medianoche.

- Ha llegado la hora, Arturo -le dice el guerrero, mientras lo sitúa en el centro de la alfombra y le da las instrucciones.

Arturo lee el papel con mano temblorosa, mientras el reloj sigue tocando.

Sobre el catalejo hay tres anillas. Arturo sujeta la primera.

- El primer círculo, el del cuerpo… Tres muescas a la derecha -lee el niño conteniendo su inquietud. Pese al miedo que lo atenaza, ejecuta la maniobra.

No ocurre nada, salvo que el reloj toca por cuarta vez. Arturo sujeta la segunda anilla.

- El segundo círculo, el del espíritu… Tres muescas a la izquierda. -El niño gira la anilla, más dura que la anterior.

El reloj da su novena campanada.

El jefe africano alza los ojos hacia la luna y parece inquietarlo una nubecita que se acerca peligrosamente.

- Date prisa, Arturo -advierte el guerrero.

El niño sujeta la tercera y última anilla.

- El tercer círculo, el del alma… Una vuelta completa.

Arturo respira a fondo y hace girar la anilla, mientras el reloj toca la decimoprimera campanada de la medianoche.

Por desgracia, la nubecita se ha ido desplazando y oculta poco a poco la luna. Se acabó la luz. Arturo ha terminado de girar la tercera anilla. La decimosegunda campanada rasga el silencio.

No sucede nada. Los matasalái permanecen silenciosos e inmóviles. Hasta el viento parece estar a la espera.

Arturo, inquieto, observa a los guerreros, que miran fijamente la luna.

En realidad, el satélite se adivina más que se ve, oculto por esa pequeña nube gris, ajeno al desastre que está causando.

Pero el viento acude en su ayuda y sopla, alejando lentamente la nube. Poco a poco, la luz de la luna va tomando fuerza y, luego, de golpe, un rayo potente rasga la noche, como un relámpago que uniera la luna con el catalejo.

Sólo dura unos segundos, pero el impacto ha sido tan violento que Arturo ha caído de culo.

El silencio impera de nuevo. Nada parece haber cambiado, excepto la sonrisa de los guerreros.

- ¡La puerta de luz se ha abierto! -anuncia con orgullo el jefe-. Puedes presentarte.

Arturo se levanta como puede.

- ¿Presentarme?

- Sí. Y procura ser convincente. La puerta sólo está abierta cinco minutos -añade el guerrero.

Arturo intenta obedecer, aunque no comprende nada de esta nueva misión. Se acerca al catalejo y echa un vistazo al interior.

Evidentemente, no ve gran cosa. Sólo una masa marrón, borrosa.

Arturo sujeta la parte delantera del aparato y la gira para ver con más claridad.

Percibe así una cavidad en la tierra, levemente iluminada.

De pronto la imagen cobra nitidez y Arturo puede observar un trocito de raíz.

Súbitamente, la parte superior de una escalera de mano aparece en el visor.

Arturo no da crédito a sus ojos. Aparta la cara del ocular y observa la tierra a su alrededor. No es ninguna alucinación. Hay una escalera de mano en el otro extremo del catalejo, una escalera de mano que no debe de medir más de un milímetro.

Arturo mira de nuevo por el ocular. La escalera tiembla un poquito, como si alguien estuviera subiendo por ella.

El pequeño contiene el aliento. Un hombrecillo aparece en el último peldaño y apoya las manos sobre la enorme lente. Es un minimoy.

Arturo está anonadado. Ni en sus sueños más alocados lo habría creído posible.

El minimoy pone las manos a modo de visera para intentar ver algo.

Tiene las orejas puntiagudas, los ojos como dos canicas negras y pecas por toda la cara. En una palabra, es encantador y se llama Betameche.

8

El minimoy termina por discernir algo que, desde su punto de vista, sólo puede ser un ojo enorme.

- ¿Archibald? -pregunta con recelo. Arturo no sale de su asombro. Esta cosita tiene el don de la palabra.

- Pues… no -responde, aturdido.

- ¡Preséntate! -insiste el guerrero matasalái.

Arturo se recobra y recuerda su misión y el tiempo del que dispone.

- Yo… Soy su nieto, y me llamo Arturo.

- Espero que tengas un buen motivo para usar el relámpago así, Arturo -advierte el minimoy-. El Consejo lo prohibió explícitamente. Salvo en caso de urgencia.

- Es un caso de extrema urgencia -dice el niño con una voz atronadora-. ¡El jardín será destruido, arrasado, destrozado! En menos de dos días, ya no habrá jardín, ni casa, ni tampoco minimoys.

Betameche se pone un poco nervioso.

- ¿Qué me dices, muchacho? ¿Acaso eres un bromista, como tu abuelo? -pregunta con la intención de tranquilizarse.

- No es ninguna broma. Se trata de un empresario.

Quiere limpiar el terreno y construir inmuebles -le explica Arturo.

- ¿Inmuebles? -pregunta Betameche, con expresión horrorizada-. ¿Qué son los inmuebles?

- Son casas grandes de hormigón que recubren todo el jardín -contesta Arturo.

- ¡Pero eso es horrible! -exclama Betameche, que parece aterrado.

- Sí, es horrible -conviene Arturo-. Y la única forma de evitarlo es que yo encuentre el tesoro que mi abuelo escondió en el jardín. Así podría pagar al empresario y no pasaría nada de todo esto.

Betameche se muestra de acuerdo.

- ¡Muy bien! ¡Perfecto! ¡Muy buena idea! -admite, aliviado.

- Para que pueda encontrar el tesoro, tendría que pasar a tu mundo -precisa Arturo al minimoy, que no parece haberlo deducido.

- ¡Ah, sí! ¡Pero eso es imposible! -contesta Betameche-. No se puede pasar así como así. Hay que reunir a los miembros del Consejo, hay que explicarles el problema, después ellos tienen que deliberar y…

Arturo le interrumpe secamente:

- ¡En dos días, no habrá deliberaciones porque ya no habrá Consejo; estaréis todos muertos!

Betameche se queda petrificado. Acaba de comprender la importancia de la situación.

Arturo lanza una mirada al jefe africano para asegurarse de que no ha sido demasiado brusco.

El jefe levanta el pulgar para indicarle que lo ha hecho bien.

- ¿Cómo te llamas? -le pregunta Arturo, con la mirada puesta de nuevo en el ocular.

- Betameche -le contesta el minimoy.

- Muy bien, Betameche: el futuro de tu pueblo está en tus manos -anuncia Arturo con voz solemne.

El minimoy empieza a volverse a un lado y a otro, angustiado por tanta responsabilidad.

- Sí, claro. En mis manos. Hay que actuar -repite en voz baja.

Gesticula tanto que al final se cae de la escalera.

- Tengo que avisar al Consejo. Pero el Consejo ya está reunido para la ceremonia real. Si interrumpo la ceremonia real, me matan.

Betameche habla solo, en voz alta. Siempre lo hace cuando busca una solución.

- Date prisa, Betameche. El tiempo apremia -le recuerda Arturo.

- Sí. Por supuesto. El tiempo apremia -repite el minimoy, cada vez más nervioso.

A fuerza de dar vueltas, se ha mareado. Se detiene un segundo y, después, sale corriendo hacia un agujero, una especie de túnel de topo apenas más alto que él.

- El rey estará orgulloso de mí. ¡Pero echaré a perder la ceremonia! ¡Qué desastre! -rectifica Betameche, que corre a toda velocidad por su túnel.

El jefe de los bogo-matasalái se acerca a Arturo y le sonríe.

- Lo has hecho muy bien, muchacho.

- Espero que baste para convencerlos -contesta Arturo, un poco inquieto.

Betameche sigue corriendo hasta el final del túnel.

Pronto llega a una sala inmensa, una verdadera gruta en la tierra.

Su pueblo está ahí. Más de un centenar de casas, construidas con madera y hojas, raíces entrelazadas, setas huecas, flores secas.

A menudo, las raíces trenzadas sirven de pasarela y unen las casas entre sí.

Betameche enfila la gran avenida, totalmente desierta a esta hora.

Así se puede admirar mejor la arquitectura. Un poco barroca, definitivamente ecologista, consiste en un tejido vegetal increíble, una mezcla de todo lo que hay en la naturaleza. Algunas paredes son de adobe, otras son de tallos de diente de león apretados unos contra otros en empalizadas.

Los techos son casi todos de hojas secas, pero otros han preferido poner virutas de madera a modo de tejas. Unas vallas muy bajas, de piezas de piña, separan a menudo las casas.

Betameche recorre la avenida a toda velocidad, iluminado por las flores luminosas, plantadas regularmente, que hacen las veces de farolas.

La avenida desemboca en la plaza del Consejo. Se trata de un inmenso anfiteatro en forma de semicírculo excavado en la tierra frente al palacio real.

El pueblo minimoy está reunido en pleno en esta plaza, y Betameche tiene que abrirse paso entre la gente para llegar al Consejo.

Avanza a codazo limpio, sin olvidarse de pedir excusas, y termina por encontrarse al borde del anfiteatro.

- ¡Adiós! ¡Estamos en plena ceremonia! ¡De ésta me matan! -se dice en voz baja para no perturbar el silencio general.

En el centro de la plaza está la piedra de los Sabios, que retiene en su corazón la espada mágica.

El arma es magnífica. De un acero finamente cincelado y grabado con mil insignias. Pero sólo la mitad es visible. La otra parte está como soldada en el interior de la piedra.

Delante del edificio, un minimoy ha hincado una rodilla en el suelo con la cabeza inclinada con humildad, mirando hacia la piedra sagrada.

No se le ve la cara, absorta en la plegaria, pero ciertos detalles de su vestimenta permiten pensar que se trata de un guerrero.

Unas tiras le cubren los pies hasta las pantorrillas. En la cintura, lleva distintos machetes de dientes de ratón y unas bolsitas de piel con granos de maíz.

No hay duda, se trata de un guerrero.

- ¡Vaya! ¡Dentro se celebra un pleno! -se inquieta Betameche. La puerta del palacio se abre con solemnidad. Es una puerta inmensa, que ocupa una buena parte de la fachada del palacio.

Es tan pesada y enorme que son necesarios cuatro minimoys para abrirla del todo.

Primero salen dos portadores de luz. Son minimoys con traje oficial, recargado y trenzado con hilos de oro. Parecen trajes del carnaval de Venecia. En la cabeza, un sombrero como una gran bola transparente, que contiene una luciérnaga.

A medida que avanzan, van iluminando el camino, como si fueran portadores de antorchas.

Se sitúan a ambos lados del estrado, que ocupa parte de la plaza, y abren así un pasillo para el rey.

Su Alteza llega con pasos lentos y ceremoniosos. Es exageradamente corpulento en comparación con el resto de minimoys, como un adulto respecto a niños.

Sus brazos son larguísimos y le llegan a las pantorrillas. Lleva un tupido abrigo de pieles blanco que recuerda la piel de un oso polar, y una barba larga cuyo color se confunde con el de las pieles.

Su cara no tiene edad, aunque bien podría tener cien años. Su cabeza parece demasiado pequeña en relación con el cuerpo. Y más graciosa también, sepultada bajo su enorme sombrero de cascabeles.

El rey se acerca al extremo del estrado. Lo siguen unos cuantos dignatarios, probablemente el resto del Consejo, que se colocan con respeto a los lados. Sólo uno de ellos permanece cerca del rey. Se trata de Miro, el topo. Su traje barroco recuerda la época de la Verona de los Montesco.

Lleva unas pequeñas gafas en la punta del hocico y tiene un aspecto definitivamente inquieto.

El rey levanta sus enormes brazos y la muchedumbre lo aclama. El ambiente recuerda a la Roma clásica.

- Querido pueblo, notables y dignatarios -lanza el rey con una voz envejecida pero, sin embargo, potente-. Las sucesivas guerras que nuestros antepasados han tenido que librar sólo nos han traído desgracia y destrucción.

Hace una pausa, como para recordar a cuantos han desaparecido durante tan penoso período.

- Así pues, con gran sabiduría, un día decidieron abandonar cualquier tipo de guerra y fundir la espada del poder en la roca.

Señala con un amplio gesto la espada soldada a su base y al guerrero que sigue arrodillado.

- La espada no debe usarse nunca, y debe ayudarnos a resolver nuestros problemas en paz.

La multitud parece compartir el sentimiento de su rey. Salvo, quizá, Betameche, demasiado nervioso por su misión.

El rey prosigue su discurso.

- Los antiguos escribieron en la base la norma que debe guiarnos: «Si un día el invasor amenaza nuestras tierras, entonces un corazón puro, desconocedor del odio y de la venganza, podrá, movido por la justicia, extraer la espada de los mil poderes y librar un combate justo.»

El rey lanza un profundo suspiro lleno de tristeza antes de añadir:

- Por desgracia, ese día ha llegado.

Un murmullo recorre la muchedumbre mientras cada asistente confía su preocupación a su vecino.

- Nuestros espías me han informado de que M, el Maldito, está a punto de lanzar un gigantesco ejército sobre nuestras tierras.

Una oleada de terror sacude a los asistentes. La inicial de su nombre ha bastado para inquietar a todo el mundo. Es fácil imaginar el pánico que provocaría si alguien pronunciara, por desgracia, su nombre entero.

- ¡Debatamos! -exclama el rey, y a su señal se desata un alegre caos en que todo el mundo puede expresarse sin realmente dialogar. Se parece más a una lonja de pescado que a una asamblea nacional.

- ¿Falta mucho? -pregunta Betameche, preocupado. El guardia real se inclina un poco hacia él.

- ¡Pero si acabamos de empezar! -suelta el militar a la vez que alza la mirada al cielo-. Todavía falta el resumen real, el discurso de los sabios, el compromiso del guerrero, la ratificación del rey y, por último, el convite -concluye feliz, con una sonrisa glotona.

Betameche se siente perdido. Recurriendo a todo su valor, agita las manos en todas direcciones.

- ¡Oídme! ¡No hay un minuto que perder! -lanza el rey para imponer silencio.

- ¡Tiene razón! -afirma Betameche-. ¡No hay un minuto que perder!

El rey da unos pasos hacia el guerrero, que sigue arrodillado con solemnidad ante su futura espada.

- La situación es grave y os propongo abreviar el protocolo para nombrar inmediatamente a la persona que, en mi opinión, posee todas las cualidades necesarias para esta peligrosa misión.

El rey avanza un poco más. Su rostro y su voz aparecen dulcificados por una benevolencia inesperada.

- Esta persona que, dentro de unos días, ocupará oficialmente mi lugar a la cabeza del reino…

Una sonrisa infantil lo rejuvenece.

- Me refiero, por supuesto, a la princesa Selenia, mi hija.

Tiende afectuosamente los dos brazos hacia el guerrero arrodillado.

Una joven se levanta despacio, como exige el protocolo, y muestra su rostro angelical.

Es todavía más hermosa que en el dibujo. Su melena leonada tiene unos reflejos malvas que casan bien con el color turquesa de sus ojos almendrados.

Pese a su cuerpecillo infantil, se hace la valiente y se las da de rebelde, de guerrera, pero su gentileza la traiciona. Es una auténtica princesa, tan pálida como Blancanieves, tan hermosa como Cenicienta, tan elegante como la Bella Durmiente, pero tan picara como Robin de los Bosques.

El rey no consigue disimular su orgullo. La idea de que esa mujer sea su hija le ruboriza.

La muchedumbre aplaude, en señal de aprobación. No parece que la reacción de la concurrencia obedezca a una larga y profunda reflexión. Es más bien que el encanto de Selenia se propaga como una corriente de aire.

Sólo Betameche parece inmune a todo esto.

- Valor, Betameche -se anima a sí mismo.

El rey da un último paso hacia su hija.

- Princesa Selenia, que el espíritu de los antepasados te guíe -le dice su padre, con solemnidad.

Selenia se acerca a su vez, extiende con calma el brazo hacia la espada, y se dispone a poner la mano sobre la empuñadura cuando de pronto Betameche interviene.

- ¿Papá? -suelta con un grito que atraviesa la muchedumbre.

Selenia se detiene y da unos golpecitos con el pie en el suelo.

- ¡Betameche! -dice en tono de recriminación.

Sólo a su hermano pequeño se le ocurriría hacer tonterías en semejante momento.

El rey busca con la mirada a su hijo menor.

- ¡Estoy aquí, papá! -suelta el niño, que se sitúa junto a la indignada Selenia.

- Lo has hecho aposta, ¿no? ¿No podías esperar diez segundos antes de empezar con tus payasadas?

- Tengo una misión muy importante -replica Betameche, muy serio.

- ¿Qué? ¡Como si la mía no lo fuera! Tengo que extraer la espada mágica para ir a luchar contra M, el Maldito.

Betameche se encoge de hombros.

- Eres demasiado orgullosa para sacar esta espada de la roca, y tú lo sabes.

- Me parece que el señor sabelotodo está un poco celoso -replica Selenia, molesta.

- En absoluto -asegura Betameche, con aire ofendido.

- Ya está bien. No quiero más peleas -interviene el rey, que avanza hacia ellos-. Betameche, estamos celebrando una ceremonia muy importante. Espero que tengas una buena razón para perturbarla de este modo.

- Sí, papá. El relámpago de las tierras superiores ha abierto hoy la puerta -le asegura Betameche.

Un rumor recorre la muchedumbre, que se agita de inquietud.

- ¿Quién ha osado? -exclama el rey con su voz de tenor.

Betameche se sitúa frente a su inmenso padre.

- Se llama Arturo -explica con vocecita tímida-. Es el nieto de Archibald.

La concurrencia murmura. Nadie ha olvidado el nombre de Archibald. El rey está un poco turbado.

- ¿Y qué pretende este tal Arturo? -pregunta.

- Quiere hablar con el Consejo. Dice que una gran desgracia se abatirá sobre nosotros y que sólo él puede salvarnos.

Las autoridades se contienen, pero la gente está al borde del pánico.

Selenia empuja a su hermano con el brazo y ocupa su lugar ante el rey.

- Nuestra desgracia se llama M, el Maldito, y no necesitamos para nada a ese tal Arturo. La tarea de proteger a nuestro pueblo me corresponde a mí, que soy princesa y por mis venas corre sangre real.

Sin esperar más, da media vuelta y se acerca a la espada. Agarra la empuñadura con una mano e intenta extraerla con un gesto elegante.

Sin embargo, parece que la elegancia no sirve de nada en esta clase de ejercicio, porque la espada no cede ni un milímetro. A continuación recurre a la fuerza, usando ambas manos.

Nada: el arma sigue soldada.

Usa las dos manos, los dos pies, se contorsiona, hace muecas, grita…

Nada de nada. La confusión se apodera de la gente. También de la mirada del rey, que parece muy decepcionado y, seguramente, algo inquieto.

Selenia, agotada, se detiene un segundo para recobrar el aliento.

- ¿Lo ves? Eres demasiado orgullosa. Ya te lo había advertido -le suelta Betameche, aprovechando la situación.

- ¡Oh, calla! -le responde Selenia, que se dirige hacia él con las manos extendidas, dispuesta a estrangularlo.

- ¡Selenia! -grita su padre. La princesa se detiene enseguida.

- Lo siento mucho, hija mía -le dice con cariño-. Sabemos hasta qué punto amas a tu pueblo, pero tu corazón se encuentra demasiado lleno de odio y de venganza.

- ¡No es verdad, padre! -se defiende la princesa con lágrimas en los ojos-. Es que Betameche me ha puesto nerviosa. Estoy segura de que si me calmo un minuto, podré sacar esta espada, y todo volverá a la normalidad.

El rey la mira un instante. Lo duda. No sabe cómo explicar a su hija que el furor la ciega, porque no quiere ofenderla ni desanimarla.

- ¿Qué harías si tuvieras a M, el Maldito, delante de ti? -se limita a preguntarle el rey. Selenia procura contener el odio que lucha por manifestarse.

- Yo… Lo trataría como se merece -asegura.

- ¿Y cómo es eso? -insiste el rey, lo que pone a prueba sus nervios.

- Yo… Yo… Yo… Estrangularía a ese gusano por todos los crímenes que ha cometido y por la desgracia que se abatió sobre nosotros por su culpa, y también por…

Selenia comprende que ha caído en la trampa.

- Lo lamento, hija mía, pero no estás preparada. Los poderes de la espada únicamente actúan en unas manos movidas por la justicia, no por la venganza -le explica su padre.

- ¿Y ahora qué hacemos? ¿Vamos a dejar que esa sabandija repugnante nos invada, nos saquee, nos mate a nosotros y a nuestros hijos? ¿Sin decir nada? ¿Sin hacer nada? ¿Sin intentar nada? -pregunta tomando a la gente por testigo.

La asamblea se agita. La princesa tiene razón.

- ¿Quién nos salvará? -vocifera Selenia a modo de conclusión.

- ¡Arturo! -le responde Betameche con fervor-. Es nuestra única esperanza.

La princesa alza los ojos al cielo. El rey reflexiona. La muchedumbre vacila.

El Consejo discute y, finalmente, dirige una señal de asentimiento al soberano, que accede.

- Dadas las circunstancias, y en recuerdo de Archibald, el Consejo acepta escuchar a ese joven.

Betameche suelta un grito de alegría, mientras que su hermana se enfurruña, fiel a su costumbre.

La multitud se entusiasma, como cada vez que el espectáculo ofrece novedades.

- ¿Miro? Preparad el enlace -pide el rey.

El topo se pone de inmediato manos a la obra. Salta hacia el pequeño centro de control, una especie de tablero cubierto de palancas y de botones de toda clase.

Miro efectúa primero un rápido cálculo con su ábaco y acto seguido acciona la palanca número veintiuno. Un enorme espejo, montado en unas raíces que le sirven de marco, sale de la pared, como el retrovisor de un coche. Enseguida aparece un segundo espejo, que capta el reflejo del primero. Un tercero desciende del techo y capta, a su vez, el reflejo.

Miro va accionando más palancas, unas tras otras, y por todas partes aparecen espejos que transportan la misma imagen a través de la ciudad y por el largo túnel que conduce al lugar donde se encuentra la enorme lente del catalejo, que sigue orientado al interior del agujero.

En total, ha sido preciso colocar cincuenta espejos para recuperar la imagen de la lente.

Miro usa las dos manos para bajar una nueva palanca. Una especie de planta desciende del techo de la gruta, se abre como una flor por el efecto del rocío y libera cuatro esferas luminosas: una amarilla, una roja, una azul y una verde. Cuatro colores fundamentales que se alinean despacio y forman una luz blanca y perfecta, como un gran proyector preparado para reproducir fielmente la imagen transportada por los espejos. Sólo falta una pantalla. Miro acciona un tirador, el único cuya parte superior es de terciopelo.

Una inmensa pantalla se desenrolla desde el techo e invade el cielo del pueblo. Está hecha de hojas de arce secas y cosidas unas con otras. Un patchwork magnífico. Miro pulsa otro botón. Un último espejo permite que el reflejo llegue al proyector, que devuelve la imagen a la pantalla gigante.

Un ojo gigantesco invade la tela. Es el de Arturo.

El niño, todavía de rodillas en el jardín, no sale de su asombro. Está en medio de un Consejo de los minimoys, frente al rey.

Este último está además un poco impresionado por el tamaño de ese ojo, que permite imaginar la altura del ser humano al que pertenece.

Selenia, por su parte, se ha vuelto de espaldas a la pantalla para demostrar su enfado.

El rey recupera un poco la dignidad y carraspea.

- Muy bien, joven Arturo, el Consejo te escucha. Sé breve.

Arturo inspira a fondo.

- Un hombre quiere destruir el jardín donde vivís. Os queda un minuto para permitirme pasar a vuestro mundo, ya que quiero ayudaros. Después, no podré hacer nada y seréis totalmente aniquilados.

La frase se propaga por la concurrencia como un incendio.

La noticia parece haber paralizado al rey.

- Bueno, ha sido breve… y explícito.

Se vuelve hacia el Consejo, pero ve que están tan perdidos como un banco de sardinas en un campo de trigo.

El rey se encuentra, pues, solo ante sus responsabilidades.

- Tu abuelo era sabio y un gran hombre. En su recuerdo, confiaremos en ti. ¡Despertad al pasador! -ordena, levantando sus imponentes brazos.

Betameche grita de alegría y sale corriendo tras esquivar a su hermana, que sigue poniendo mala cara.

Miro acciona un tirador de oro y un telón enorme de terciopelo rojo tapa la pantalla gigante.

9

Arturo se vuelve hacia el jefe de la tribu de los bogo-matasalái.

- Creo que ha ido bien -anuncia tímidamente.

Los guerreros no lo dudan ni un segundo. No ocurre lo mismo con Alfred, que no comprende nada de este nuevo juego en el que participan cinco fantasmas de dos metros quince, un enano de jardín, una alfombra de plegarias y un catalejo.

Betameche llega a la sala de pasos con un deslizamiento que parece interminable.