Capítulo 20

Un viaje imaginario al Caribepuede salvarte de la locura. Y es gratis.

Aforismo de Delilah

Delilah declinó tres invitaciones para comer en Acción de Gracias. La primera, de Benjamin, que la invitaba a reunirse con él y su familia; cada vez que lo pensaba ponía los ojos en blanco: Lilly habría tenido que tomar sedantes. Una clienta la invitó a una gran reunión, pero ella la rechazó cortésmente. Sara y Paul le propusieron que comiera con ellos, pero por mucho cariño que les tuviera, por mucho que le alegrara ese romance, no se sentía capaz de masticar viendo las caras de los tórtolos. Sara y Paul le hacían pensar en cosas que no debía ambicionar. En tener un hijo, por ejemplo. Con un hombre como Benjamin. Eran pensamientos peligrosos. Muy peligrosos.

«Debería irme a algún lugar del Caribe», pensó. Si al menos no la estuvieran extorsionando...

Llamó a Nicky para averiguar cómo estaba Willy. Sus gorgoritos al teléfono la tranquilizaron, aunque también hicieron que lo extrañara aún más. Pero estaba feliz, sano y salvo, con su madre. Eso era lo importante, se dijo.

Después de comer un sándwich de pavo en honor al Día del Pavo, decidió obsequiarse con una visita a la muralla de agua. Como casi todo el mundo estaría inmerso en reuniones familiares, sería difícil que hubiese mucha gente allí.

Aparcó en un sitio prohibido, como siempre, y corrió a su pequeña Meca dentro de la ciudad. Al entrar sintió la misma emoción que experimentaba en cada visita. El agua tenía tal potencia que barría todos sus problemas. Guy Crandall, la ausencia de Willy, el no haber podido nunca complacer a su padre, la muerte de Dinero, su preocupación por Lilly, su deseo por Benjamin.

El corazón le dio un brinco. Vale: no llegaba a eliminar ese último, pero todo lo demás se esfumaba. Se sentó, pese a lo frío del hormigón, y cruzó los brazos sobre las rodillas para contemplar, simplemente, el correr del agua. Pasaron treinta minutos; era como si le hubieran purificado la mente por completo.

—Ya me imaginaba que estarías aquí —dijo Benjamin, desde atrás.

El sonido de su voz le aceleró el pulso.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó sin volverse—. Deberías estar cometiendo el pecado de la gula con tu familia. Y viendo el fútbol hasta que se te cayeran los ojos.

Él se sentó a su lado.

—Ya he comido y escapado.

—Qué mala educación. —Delilah apreció sus pantalones finos y su chaqueta de pelo de camello—. Te estropearás la ropa —advirtió.

Él se encogió de hombros.

—Qué bonito es esto —comentó, contemplando las cascadas—. ¿No te alegras de verme?

Ella vaciló medio segundo, pero no podía negar su placer.

—Sí —admitió de mala gana.

Benjamin, con los labios contraídos, la miró a los ojos.

—Cómo te cuesta admitir que te gusto.

—Me digo y me repito que es una mala costumbre pasar tanto tiempo juntos. Tendremos que abandonarla.

Él le rodeó los hombros con un brazo. Ese gesto tan sencillo le hizo mucho bien. Su mera presencia le hacía bien.

—La semana que viene —añadió—. O la siguiente.

Su vecino asintió.

—O la siguiente, sí. Vamos a tu casa a ver el fútbol.

—¿Por qué no lo ves con tus padres y tu hermano?

—Bien sabes por qué. Porque te extraño.

Tanta franqueza continuaba derribando sus defensas. Menuda tontería: que la aparición de Benjamin le hiciese sentirse agradecida en Acción de Gracias. Tenía algo tenso y doloroso en el pecho.

—Realmente no debería reconocerlo, pero me has alegrado el día.

—¿Es un secreto? —Él sonrió con dulzura y le rozó la mejilla con los dedos—. Puedes contarme tus secretos cuando quieras, Delilah. Nadie se enterará.

Y quizá fuera cierto, pensó ella.

Regresaron al apartamento de Delilah y pasaron la tarde sentados en el sofá, viendo el fútbol. Por fin ella sintió hambre; podía preparar unos espaguetis, pero le daba pereza.

—¿Qué has almorzado? —preguntó Benjamin.

—Un sándwich de pavo.

La miró con espanto.

—¿No has comido? ¿En Acción de Gracias no has comido?

—Era un sándwich excelente —aclaró ella a la defensiva—. Y de postre he comido una galleta de menta bañada en chocolate.

Él puso los ojos en blanco.

—Te llevaré a cenar —dijo con firmeza.

Delilah sacudió la cabeza.

—Nada de eso.

Le gruñía el estómago. Él le apuntó al vientre con un dedo.

—No me digas que no tienes hambre.

—Hombre, no voy a morir de inanición por haberme saltado una comida. Por otra parte ya lo hemos discutido. No pienso mostrarme contigo en público.

—Hoy no habrá nadie en esos restaurantes —aseguró Benjamin descartando sus temores—. Piénsalo. En Acción de Gracias los que quieren comer fuera lo hacen a mediodía.

—Aun así no me gusta la idea.

—¡Pero si es una idea estupenda! ¿Qué prefieres? Bistec, mariscos, chuletas...

A Delilah se le hizo la boca agua y su estómago volvió a rugir. Él la miró con aire vencedor.

—Vístete, que llamaré a un restaurante. Ella arrugó el ceño al sentir que cedía. Por ridículo que pareciera, la idea de salir esa noche con él le ofrecía una emoción prohibida.

—Eres muy testarudo.

—Es que te opones sin motivo. Si aceptas salir esta noche te dejaré en paz toda una semana.

Delilah cedió aún más.

—¿Me lo prometes?

Minutos después se ponía un corto vestido negro, medias del mismo color y sus zapatos favoritos, de tacón asesino. Ambos salieron rumbo a un acogedor restaurante del centro.

Al ver que había poca gente suspiró de alivio. Con un poco de suerte no tropezarían con ningún conocido que tuviera importancia para Benjamin. Él la llenó de vino, comida y conversación. A Delilah le gustaba su manera de mirarla, como si nada pudiera desviar su atención. Le gustaba su manera gentil de bromear y provocarla sin dejarle pasar nada. Le gustaban demasiadas cosas de Benjamin. Y a pesar de tanto bienestar tenía la molesta sensación de que, si no se andaba con cautela, todo se derrumbaría a su alrededor. Pero esa noche no pensaría en nada de eso.

—Escucha —dijo, apartando el postre de chocolate que habían compartido—, me alegro de haberme dejado convencer, pero tendrás que llevarme a casa en silla de ruedas. Disculpa. Debo ir a empolvarme la nariz.

Al abandonar la mesa sintió la mirada de Benjamin fija en su trasero y no pudo dejar de sonreír. Aún sonreía cuando salió del tocador.

—¡Vaya, vaya, vaya, pero si es el bomboncito de Howard! —dijo una voz masculina—. Que Dios lo tenga en su gloria.

Delilah volvió bruscamente la cabeza. Era un empresario conocido de Howard que la miraba con lascivia. Ese hombre nunca le había caído bien. Podía perdonarle la barriga y el peinado con que intentaba disimular la calvicie, pero su actitud le ponía la carne de gallina. Mucho más en ese momento, después de haber pasado tanto tiempo con Benjamin. Eso era algo sobre lo que reflexionar más tarde.

—Feliz Acción de Gracias, señor Winters —dijo cortésmente, pero sin ofrecerle la mano.

—Hace mucho tiempo que no se te ve, Delilah. A Howard no le gustaría que desperdiciaras tu vida. Si necesitas consuelo será un placer invitarte a cenar un día de estos. —Y el hombre intentó darle su tarjeta de visita.

—Mire, es que no puedo —aseguró ella—. No, de ningún modo.

Winters enarcó las cejas.

—¿Ya has conseguido a otro que te ayude?

Ella luchó contra el ardiente impulso de clavarle un tacón en la ingle.

—No, me ayudo yo misma. Lo prefiero así.

—Pues si cambias de idea... —Él seguía agitando la tarjeta de visita.

—No pienso cambiar —replicó ella, seca.

Y volvió a su mesa. Trataba de aparentar calma, pero Benjamin debió de percibir que algo andaba mal.

—¿Qué ha pasado? ¿El servicio no está bien?

Ella sonrió a pesar de sus nervios.

—El servicio está estupendamente. Pero he tropezado con alguien que no figura en mi lista de agradecimientos. ¿Podemos salir de aquí, por favor?

—Cuando quieras. Ya he pagado.

Delilah sintió un hálito de alivio al subir al coche, pero aún estaba molesta. ¿Y si Winters la hubiese visto con él? ¿Y si lo comentaba con otros, con posibles clientes de Benjamin? Dedicó todo el trayecto de regreso a los autorreproches.

Una vez dentro del garaje Benjamin apagó el motor.

—No has dicho una palabra en voz alta desde que hemos salido del restaurante, pero juraría que has estado mascando maldiciones para tus adentros. ¿Por qué no me explicas qué pasa?

—Pasa que he hecho mal en salir contigo. Basta un mal encuentro, uno que cotillee y te encontrarás con una patata caliente entre las manos.

Él la miró con aire confundido.

—¿De qué hablas?

—Hablo de tu reputación. Eso es lo que podría pasarte por mi culpa. Que perdieras posibles clientes, posibles amigos, si supieran que sales conmigo.

—No me interesa lo que piense la gente.

—Eso dicen siempre los que nunca han sido despreciados ni han perdido negocios a causa de rumores malignos.

Benjamin se calló un momento.

—¿Cuánto tiempo llevas luchando contra los rumores?

Ella rio, pero sin humor.

—Desde que nací. Mi madre era algo excéntrica. Cuando se quedaba sin dinero, para comprar comida se presentaba a algún concurso de camisetas mojadas. En casa de mi padre siempre fui una extraña. Después vine a Houston; aquí no era nadie hasta que Howard me tomó a su cargo. Y ahora soy el ex bomboncito de Howard.

—Podrías tratar de ser más fea —propuso Benjamin.

Delilah sonrió de mala gana.

—Estoy tratando de hablar en serio. Hablo de proteger tu futuro y tu reputación.

En los ojos de su compañero centelleó la temeridad.

—¿Y si no quiero proteger mi reputación? ¿Y si me interesa lo que yo mismo piense de ti, no lo que piensen otros? —Hizo una pausa de medio segundo—. ¿Y si estoy enamorado de ti?

«Ay, madre mía...» Delilah pasó un minuto entero sin poder respirar. Luego negó con la cabeza.

—No, no hay nada de eso. Te confundes porque hacemos el amor muy bien y porque soy diferente. Soy una novedad. Estás habituado al cristal de Bohemia y yo soy de loza.

—Es cierto que hacemos el amor muy compenetrados y que eres diferente, pero no estoy confundido. Te quiero. No sólo por la noche, entre las sábanas. Te quiero fuera, a la luz del sol, frente a la multitud. Te quiero y no deseo que sea un secreto.

Delilah maldijo por lo bajo y se tapó los ojos con la mano. No, no, no.

—No, Benjamin, no estás enamorado de mí.

—¿Y si es cierto?

Ella sentía como si se la llevara el viento. No podía. Era una idea terrible. Por mucho que hubiera disfrutado cada minuto de su compañía siempre había sabido que no llegarían a nada.

—No es cierto —insistió.

—¿Y si es cierto?

—Yo no te quiero —aseguró ella. Y sintió que se desgarraba por dentro al ver cómo se le apagaba la luz en los ojos—. Lo siento, pero no te quiero —repitió.

Y bajó del coche para ir hacia el ascensor.

Pulsó el botón con tanta violencia que se rompió una uña. En cuanto la puerta se abrió, entró deprisa y se dejó caer contra la pared; sentía como si la persiguieran todos los perros del infierno. Como si hubiera cometido algún pecado espantoso, más espantoso que cuantos hubiera podido imaginar cuando vivía en casa de su padre.

Benjamin no lo entendía. Por muy inteligente que fuera, su único punto de referencia era ser uno de los Huntington. ¿Cómo se sentiría si la gente comenzaba a murmurar a su espalda? ¿Cuando descubriese que los clientes decidían tratar con otro bufete debido a su relación con Delilah? ¿Y si su familia se volvía contra él?

Ella no soportaba pensar que pudiera pasarle algo de eso. Benjamin era uno de los pocos hombres realmente buenos que había conocido en el mundo. Y por nada del mundo le arruinaría el futuro.

En cuanto se abrieron las puertas del ascensor corrió a su apartamento, rogando que él no usara su llave para entrar. Se arrancó el vestido para ponerse un pijama de franela. Luego plantó una silla bajo el picaporte y apagó todas las luces.

Cuando oyó llamar a la puerta se tapó los oídos. Se puso los auriculares y escuchó algo de Alicia Keys. Se los quitó cuando ya no pudo soportar la voz emotiva de la cantante.

Silencio.

Experimentaba una extraña mezcla de alivio y doloroso desencanto. Entonces sonó el teléfono. Echó un vistazo al identificador de llamadas. Benjamin Huntington. Arrancó el cable de la pared.

Lilly subió los peldaños de la casa Huntington y tocó la campanilla. La asistenta la hizo pasar. Mientras esperaba a que apareciera Robert, giraba el anillo de compromiso en su dedo, mordiéndose los labios.

Desde el jueves no había hecho otra cosa que reflexionar sobre la situación, pero la decisión estaba tomada desde la comida de Acción de Gracias; fue en el momento en que servían los pasteles de nuez de pacana y calabaza y Benjamin se retiraba de la mesa.

Robert le había cogido la mano para llevársela a los labios. Ese gesto la cogió desprevenida. Y sus palabras la derribaron: «Gracias a ti, este día de Acción de Gracias ha sido especial. Quiero hacer que en el futuro todos tus días sean especiales».

Conque de verdad la quería... Profundamente. Hasta era posible que la amara. Lilly volvió a mover el anillo. Muchos dirían que eso no tenía sentido, pero en ese momento ella había comprendido que debía romper el compromiso.

Compartir la mesa con Robert y su familia, sentirse parte del grupo y querida por Robert, era un sueño hecho realidad. Pero entonces se supo falsa.

Robert la quería sinceramente. Qué egoísmo el de ella, que ponía en peligro su limpia reputación, su sueño de salir elegido. Si realmente lo amaba, si no era una niña malcriada, su deber era protegerlo.

Descubrir todo lo que había hecho Delilah por cumplir lo que le había prometido a Howard le había dado mucho que pensar. Ella podía bromear sobre las cosas que hay que hacer para retener a un hombre, pero cuando llegaba el momento de la verdad tenía el valor de sacrificarse por los que amaba.

Y ella, ¿amaba a Robert tanto como para sacrificarse?

—¡Lilly! ¡Qué agradable sorpresa! —dijo Robert, que descendía la escalera con una sonrisa—. Estaba pensando en ti mientras escribía mi discurso.

Al verlo el corazón le dio un vuelco. Notó entonces en sus ojos algo que hasta entonces no había detectado: la suave luz del amor que va creciendo. Frenética como estaba, obsesionada por atraparlo, no lo había visto. Allí había entrega.

Él le tocó la mandíbula y enhebró los dedos en su pelo.

—Estás helada. Quítate el abrigo, que te traeré chocolate caliente.

Algo se retorció dentro de ella.

—No puedo quedarme. Sólo quería verte un minuto. —Miró alrededor—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar a solas?

A Robert se le borró la sonrisa.

—Por supuesto. —La condujo hacia una sala pequeña—. ¿Tienes algún problema? ¿Maxine está bien?

Lilly se rio, sofocando un arrebato de histeria. Lo que menos la preocupaba era la perra.

Maxine está bien, sí, pero yo..., eh... —Se le quebró la voz. Tuvo que tensar la columna—. He estado pensando.

Volvió a retorcer el anillo en su dedo, sin mirar a Robert, tratando de articular las palabras. Las había practicado, pero de pronto tenía la mente en blanco. Carraspeó. «Es como arrancarse un esparadrapo», se dijo. «Hazlo de golpe.» Se quitó bruscamente el anillo y lo puso en la mano de su novio.

—No puedo casarme contigo. Lo siento.

Él la miró con fijeza, atónito.

—¿Por qué?

Lilly sacudió la cabeza.

—Porque no. No puedo explicártelo pero debes creerme: es lo mejor para ti. De verdad. —Le temblaba la voz—. Lo siento.

Robert alargó la mano para tocarla, pero ella retrocedió.

—Estás muy nerviosa, Lilly —dijo, con los ojos oscurecidos por el dolor y la confusión—. Tenemos que discutirlo. No soporto verte tan nerviosa.

Ella volvió a negar con la cabeza; tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No puedo discutirlo. —La angustia le atenazaba la garganta—. No puedo. Lo siento. —Y salió corriendo de la habitación.

Delilah logró evitar a Benjamin durante dos días. Al tercero él abrió la puerta de par en par sin darle tiempo a poner la silla bajo el picaporte.

—¿Nunca escuchas los mensajes del contestador? —le preguntó. Parecía una nube de tormenta.

Verlo era como tener una morsa apretándole el pecho.

—Quiero esperar hasta el lunes, por si acaso Guy...

—Pues convendría que vieras si Lilly no te ha dejado alguno.

Delilah parpadeó.

—¿Lilly? Desde la semana pasada no he sabido nada de ella. ¿Le ha sucedido algo? —Sintió el cuchillo del pánico—. ¿Está bien?

—Físicamente, sí. Pero ha roto con Robert.

Delilah se quedó boquiabierta.

—No lo puedo creer.

—Pues créetelo. Anoche rompió el compromiso. Robert anda por ahí como un muerto viviente. Anoche me llamaron los dos, él y mi padre. Luego él salió conmigo a ahogar sus penas. —Benjamin le arrojó una mirada amarga—. ¿Qué le aconsejaste a esa chica?

—¡Nada! —Delilah rebuscó en su memoria—. Le insinué que se quedara embarazada, pero ella lo descartó, pues estaba tomando la píldora. Como me daba a entender que no había disfrutado mucho del sexo con él, le dije que siempre es mejor si el hombre tiene que esforzarse para conseguirte. —Afrontó la mirada censora de su vecino—. Pues mira, es la verdad... generalmente —añadió—. No me explico por qué puede haber roto el compromiso. A menos que Guy haya vuelto a ponerse en contacto con ella. ¿Podría ser que...?

—No sé qué pensar —reconoció Benjamin—. Sólo sé que mi hermano está muy abatido. Y tú me hiciste prometer que no le revelaría el problema de Lilly.

—No entiendo por qué ha hecho eso. ¡No lo entiendo! ¡Pero si se moría por casarse con Robert! Quería formar parte de vuestra familia. Y tu padre prácticamente la escogió para Robert. —Delilah meneó la cabeza, desconcertada.

—Quizá ha cambiado de idea al conocernos mejor.

—No, no lo creo. Aunque tu padre sea un cretino y tu madre abuse de los medicamentos, son buenas personas. —Suspiró—. Lilly quería tener una familia. Quería echar raíces, saber que alguien la necesitaba.

—¿Cómo sabes eso? —inquirió él con una mirada tan penetrante que pareció cortarle la mente en dos—. No sabía que erais íntimas amigas.

—No somos amigas, pero la comprendo.

—¿Por qué? No será porque las dos buscáis lo mismo, ¿verdad?

Delilah no quiso responder a eso.

—La comprendo. Eso es todo.

Le dolió la tormenta que veía en los ojos de Benjamin. Se dijo que la causa de tanta desdicha debía ser ella. Y eso le dolió otra vez.

—Robert tiene que conocer el secreto de Lilly. Se lo voy a decir —decidió él.

Delilah sacudió la cabeza.

—No puedes. Me lo prometiste. El lunes vendrán mi hermana y mi cuñado. Entonces quizá podamos resolver algo.

—Son ellos los que deben resolver esto. Es hora de arar o desenganchar los bueyes.

Ella sintió un nudo en la garganta, como si Benjamin no se refiriera sólo a Robert y Lilly, como si hablara de ella. Ella estaba dispuesta a desenganchar los bueyes. Era lo que había pensado desde un principio. «Sigue pensando así, y saldrás bien de esto.»

—Preferiría que esperaras hasta el lunes —pidió.

—Ya veremos. —Y Benjamin salió.

El domingo por la mañana Robert no se presentó a la hora debida para practicar el golf con los ricos y poderosos. Su padre se fastidiaría, pero no importaba: Robert tenía cosas más importantes en la cabeza. Llevaba el anillo de Lilly en el bolsillo y, en el asiento del coche, dos docenas de rosas envueltas en papel verde.

Se detuvo frente a la casa de la chica y apagó el motor. Luego, con las flores en la mano, subió por el camino de entrada al porche, tan meticulosamente cuidado, y llamó al timbre.

Se oyó el ladrido de la perra, pero nadie abrió la puerta.

Eso no le sorprendió. Lilly llevaba dos días sin coger el teléfono. Llamó otra vez.

Tampoco obtuvo respuesta.

Entonces golpeó con los puños. Como ella seguía sin acudir empezó a gritar:

—No me iré hasta que bajes a hablar conmigo, Lilly; si es necesario derribaré esta puñetera puerta. Baja de una vez y...

La puerta se abrió de pronto. Allí estaba Lilly, con el pelo revuelto, vestida con una larga bata estilo quimono, mirándolo con aire de sorpresa. Luego lo estudió con atención.

—¿Has estado bebiendo?

—Hoy no —repuso él, aunque un par de noches antes había pillado una borrachera de órdago. Nunca habría sospechado que la resaca pudiera durar más de veinticuatro horas—. Tenemos que hablar.

Ella se ciñó la bata.

—Ya hemos hablado bastante —afirmó con el mentón en alto—. Te he dicho lo que creo: que un compromiso entre nosotros no funcionará.

—No estoy de acuerdo.

Ella suspiró.

—Seguramente tu padre te ha enviado para que trates de persuadirme...

—Mi padre me esperaba para un partido de golf que debía comenzar hace quince minutos. —Robert esbozó una sonrisa lúgubre—. Lo he plantado.

Ella pareció momentáneamente sorprendida, pero luego meneó la cabeza.

—No importa. Esto no resultará y...

—¿Puedo pasar?

Lilly, con un parpadeo, cambió un poco de posición para que Maxine no saliera.

—No.

—Si no me dejas entrar armaré una escena que tus vecinos jamás olvidarán.

Por la cara de la chica cruzó el horror. Suspiró otra vez.

—Vale, pasa. Pero en realidad no hay nada que discutir. Estoy decidida...

En cuanto estuvo dentro Robert la empujó contra la pared y apretó su boca a la de ella. Luego se retiró apenas.

—Te echaba de menos.

—¿De verdad? —preguntó ella, sobresaltada.

—Sí, de verdad. Añoraba tu sonrisa. Añoraba tu facultad de soportar mis conversaciones aburridas.

—No son aburridas.

—Vale, son egocéntricas.

—Es por las elecciones, ¿no?

—Ojalá. Yo mismo me aburriré una barbaridad si no encuentro la manera de reconducirlo.

Lilly estaba boquiabierta.

—Extrañaba tus orejas —agregó él, tocando una que sobresalía entre los mechones rubios. Ella, ruborizada, trató de disimularlas—. Quiero recuperarte. ¿Qué debo hacer?

La chica tragó saliva. Luego le apartó de un empujón.

—Ya..., ya te he dicho que no creo que hagamos una buena pareja.

—Pero ¿por qué? —Él la siguió al salón.

—No creo servir para esposa de político —manifestó ella, paseándose por una alfombra oriental.

Robert interrumpió su paseo.

—¿Cómo se te ocurre, si nunca te has quedado dormida durante mis discursos? —bromeó, tratando de aflojar un poco la tensión.

Ella no podía encarar su mirada.

—Lilly, dime por qué me has dejado.

La chica se mordió el labio.

—Porque tengo un secreto que podría ser turbio. —Lo miró a los ojos, llena de angustia—. No puedo arruinar tus sueños. —Se le quebró la voz—. No puedo.

Lo profundo de su dolor hirió a Robert en el alma. Y lo profundo de su amor lo conmovió. Sólo ahora comprendía lo mucho que le importaba esa mujer, lo preciosa que era.

—¿Qué secreto es ése?

—Se refiere a mi padre.