Capítulo 6

Mujer al mando de su propia vida, alias bruja.

Aforismo de Delilah

Con la sensación de que Lilly la había pinchado como a un muñeco de vudú, Delilah recogió a Willy y regresó a su apartamento rogando que Benjamin estuviera allí, tal como habían acordado. «No hay garantías», se dijo. Cuando las cosas se ponían difíciles, los varones blancos ricos no siempre cumplían con lo prometido. Su madre lo había aprendido por amarga experiencia: abandonada por dos hombres después de quedar embarazada. Uno de ellos era el padre de Delilah.

Sin respirar, con el bebé montado en la cadera, abrió la puerta. Se encontró a Benjamin sentado frente a una mujer vestida de pordiosera, con mucho vello en la cara.

Cuando él se levantó, Delilah sintió un cosquilleo en el estómago: aún estaba allí. Cualquiera en su sano juicio habría huido en la dirección contraria a grito pelado. Su vecino la miró a los ojos con deliberada neutralidad.

—Te presento a la señora Cannady, Delilah. La envía Servicio de Niñeras.

—Ah, bueno. —Ella le entregó al niño para ofrecer la mano a la señora Cannady—. Gracias por venir tan pronto. Siéntese, por favor, para que conversemos —dijo, mientras buscaba deprisa las preguntas adecuadas. Pero ese vello facial la distraía mucho.

—Como le estaba diciendo a su marido, me ocuparé del bebé, pero no cocino ni limpio. Y si usted se retrasa más de cinco minutos comienzo a contar tiempo extra.

Eso de «su marido» le paró el cerebro en seco por varios segundos. Benjamin no era su marido. Meneó la cabeza. Necesitaba desesperadamente una niñera. Por una fracción de segundo se preguntó si a Willy le molestaría mucho ese vello facial. Al respirar le llegó un fuerte aliento a ajo. No podía imponer al niño esa combinación de aspecto y olor. Contuvo un suspiro de desencanto.

—Gracias por hacérmelo saber. ¿Qué puede decirme de su experiencia?

—Diez años haciendo de niñera para mis vecinos.

—¿Los cuidaba de manera permanente?

—No, sólo en casos de emergencia. Pero ahora necesito un empleo a tiempo completo. Puedo comenzar mañana mismo.

—Los de la agencia le han dicho que este bebé usa pañales de tela, ¿verdad? —preguntó Delilah.

Siguió un silencio absoluto.

—¿Por qué no usan los desechables? —preguntó la señora Cannady, cautelosa.

—Porque el niño tiene alergia.

—Ah. —La mujer carraspeó—. Pues... bueno... ¡tendré que pensarlo! No me hace bien a la... eh..., a la piel meter tanto las manos en el agua.

—Es muy comprensible —dijo Delilah, mientras caminaba hacia la puerta—. Gracias por venir.

Cerró. Luego miró a Benjamin; tenía deseos de darle un beso por estar allí, pero se contuvo.

—¿La enviaba Servicio de Niñeras, de verdad?

Él puso a Willy en el parque, afirmando con la cabeza.

—A mí me ha extrañado tanto como a ti.

—¿Es posible que sean todas así? —preguntó ella, horrorizada ante la perspectiva.

Benjamin la miró a los ojos.

—Dime, ¿has visto a muchas mujeres, interpretando la palabra en su sentido más amplio, que tengan ese olor y ese aspecto?

—Es verdad. No hay muchas —reconoció Delilah.

—Las estadísticas están de nuestra parte. Quizá se requieran unas cuantas entrevistas, pero tarde o temprano veremos entrar a una buena niñera por esa puerta.

Ella parpadeó, clavada en ese «veremos». «Veremos», como si él la acompañara en todo aquello. Como si no estuviera sola. Como si pudiera contar con él. «Una idea peligrosa», se dijo. Se dominó.

—Ojalá.

Él señaló el traje negro.

—Parece que esta mañana has estado ocupada. ¿Has ido a trabajar?

Ella asintió.

—Una emergencia en la oficina. También he ido a WalMart. He comprado todos los pañales que había y algunas otras cosas. A propósito, ¿te molestaría subirlas? Están en el coche. Yo esperaré aquí con Willy. El columpio asoma por una de las ventanillas y parece que va a llover.

Él rio entre dientes.

—De acuerdo. ¿Era muy grave la emergencia de la oficina?

—¿En una escala de uno a diez? Cincuenta.

Benjamin enarcó una ceja.

—¿Cómo puede pasar algo tan malo en un instituto de belleza? ¿Acaso le han frito el pelo a alguien?

Ella meneó la cabeza; no quería revelarle que su hermano Robert salía con su socia. La vinculación provocaría una discusión peligrosa.

—No creo tener palabras para explicarlo. Y no quiero lanzar tacos delante del bebé. Es una mala costumbre que tengo —agregó. Se sentía extrañamente nerviosa, pues él se había acercado—. Una entre muchas otras.

—¿Tienes muchas costumbres malas?

Su tonto corazón latió más deprisa. Los ojos de Benjamin eran demasiado sensuales.

—Muchas —repitió—. Lanzar tacos, comer M&M's, beber café y cócteles de champán.

—Salvar vidas y cargar con bebés ajenos.

—Con UN bebé —corrigió ella de inmediato, sofocada. Le llegaba el perfume de su loción para después del afeitado. Estaba demasiado cerca. Habría debido retroceder metro y medio. Cincuenta metros—. Un solo bebé.

—No acabo de entenderte. Te muestras como si fueras dura de corazón, superficial, como una...

Se interrumpió. Ella le llenó el espacio en blanco:

—Bruja —dijo—. Creo que la palabra que estás buscando es «bruja».

—Pero me parece que es sólo un disfraz.

Ay... Demasiado cerca.

—No, nada de eso. Soy una bruja hecha y derecha.

Él negó apenas con la cabeza, sin dejar de estudiarla.

—No. Y esa imagen de chica mala...

—Ah, eso. —La muchacha descartó el asunto con un gesto de la mano—. No es imagen. Nací así. Mi padre decía que yo era el producto de un diablo y un ángel, pero que se impuso el diablo.

Su vecino enarcó las cejas.

—¿Él era el diablo?

Ella abrió la boca, pero volvió a cerrarla, parpadeando ante la posibilidad.

—Qué idea tan interesante. Como mi padre es evangelista profesional, sin duda creía ser el ángel.

—Pues entonces, ¿por qué se enredó con el diablo?

—Ya sabes, siempre es culpa del diablo. —Ella aún se sentía nerviosa por esa mirada. Debía eliminar la curiosidad de ese hombre, su interés casi sexual. Le inquietaba—. Decía que mi madre lo tentó con sus artimañas terrenales. En pocas palabras, él era un universitario recién graduado que no había recorrido suficiente mundo. Se asoció con el propietario del bar de su pueblo y se enamoró perdidamente de mi madre, que había ganado un concurso de camisetas mojadas. Pero a su madre le dio un ataque, literalmente, cuando supo que su niño tonteaba con una cualquiera, madre soltera. Asediado por la culpa, purgó sus pecados abandonando a mi madre e ingresó en el seminario. Mi madre, para vengarse, me bautizó Delilah y omitió decirle que era padre. Ya ves, se podría decir que nací y fui criada para ser una chica mala.

—¿Conque ella ya era madre soltera antes de que nacieras tú?

Delilah asintió, segura de que la verdad lo horrorizaría.

—Sí. Era muy prolí... —Buscó la palabra, que había sido una de sus favoritas de la semana anterior—. Prodig... —Arrugó el entrecejo.

—Prolífica, prodigiosa...

Ella volvió a asentir.

—Prodigiosa. También prolífica, quizá. Y fértil. Cuatro hijos con cuatro hombres.

Benjamin no parecía tan espantado como ella esperaba. Aún lucía esa expresión curiosa, llena de pasión sexual. Ella la conocía bien, pues la había visto un millón de veces.

—Un mundo totalmente distinto del tuyo. Y una mujer totalmente distinta de las que estás habituado a tratar —agregó, como para insinuarle claramente que debía centrar su interés en otra parte.

—He estado saliendo con cierto tipo de mujer y no resultó. Quizá deba intentarlo con otro tipo.

Ella sacudió la cabeza.

—Ni pensarlo siquiera. Estás habituado al champán francés y yo, créeme, soy nacional hasta la médula. Un caniche con pedigrí contra un chucho callejero, digamos. Si me tuvieras no sabrías qué hacer conmigo y no te alcanzarían las piernas para huir.

Al ver un destello de desafío en los ojos de Benjamin tuvo que morderse la lengua para no maldecir. Por desgracia, había despertado al gigante dormido que acecha bajo la piel de casi todos los norteamericanos blancos decentes.

Él se acercó un poco más y le tocó la boca con un dedo.

—Quizá es cierto que estoy habituado al champán francés. Quizá es cierto que he pasado demasiado tiempo con mujeres con pedigrí.

Le rozó los labios con un movimiento sensual que despertaba el deseo de deslizar la lengua por ese dedo audaz. Delilah contuvo el aliento y resistió. Él agregó con voz grave y aterciopelada, demasiado íntima:

—Pero quizá te equivocas al decir que si te tuviera no sabría qué hacer contigo.

Ella sintió que su cuerpo respondía como no lo había hecho en varios meses. Le sorprendía que un buen chico como Benjamin pudiese generar tanto calor, pero dio un paso atrás, decidida a disimular su reacción.

—Eso es algo que no necesito ni quiero averiguar.

—Quizá más adelante.

El niño dejó oír un gemido. Delilah sonrió.

—No, no creo.

Difícilmente mientras tuviera en casa a Willy, una extraordinaria barrera antisexual. Por extraño que pareciera, era como si el bebé pudiera protegerla de las artimañas de Benjamin hasta que él diera por pagada su deuda de honor y se fuera de una buena vez.

Benjamin pasó la tarde cuidando del bebé. Cuando vio en el reloj que eran las cinco pasadas tuvo el molesto presentimiento de que Delilah llegaría tarde. Le ponía nervioso imaginarla saliendo por ahí sin recordar que debía regresar por Willy. Al fin y al cabo había dicho bien claramente que era una chica mala. Y aunque él se había entendido bien con Willy, no quería pasar la noche con el bebé.

Esos inquietantes pensamientos apenas tuvieron tiempo de reptar por su mente, como las víboras, antes de que Delilah irrumpiera por la puerta, rodeada por un aroma a comida china y cargada con bolsas de alimentos.

—Nada del otro mundo —le dijo a Benjamin—, pero se me ocurrió que necesitarías algún sustento, después de pasarte las horas con Willy el Salvaje. ¿Cómo se ha portado? —preguntó, cautelosa.

—Un cambio de pañal y una siesta. —Con un encogimiento de hombros, Benjamin le quitó algunas de las bolsas—. Ha sido fácil. —Meneó la cabeza al ver dos cajas de galletas para bebés—. No pensarás darle esto, ¿verdad?

—Pues no las he comprado para mí, aunque no prometo nada —replicó ella, con una sonrisa pícara.

—Demasiado azúcar —objetó él, con otro meneo de cabeza—. Le hará mal a los dientes y al carácter.

—Pues no se puede decir que tenga muchos dientes —señaló Delilah—. Y su carácter tampoco es estupendo.

—Eso no importa. Puedes arruinarle los dientes antes de que hayan salido.

Ella se quedó sorprendida.

—¿Cómo es que sabes tanto de esto?

—Mientras Willy se echaba la siesta he puesto el canal de las madres.

En la mirada que ella le echó se mezclaban curiosidad, diversión y una cantidad indudablemente excesiva de atracción sexual.

—Es raro el hombre capaz de decir que ha estado viendo el canal de las madres y seguir pareciendo tan macho —comentó, meneando la cabeza.

—¿Qué tiene que ver el canal de las madres con la facha de...? —Benjamin no se decidió a decir esa palabra estúpida.

—No sé, pero a los machos parecen interesarles otros programas.

—¿Los de la Federación Mundial de Lucha, por ejemplo? —Él se echó a reír—. El valor intelectual de esos programas es inferior a cero.

—Yo los veo.

Benjamin parpadeó.

—¿Por qué?

—Me gustan los cuerpos —explicó ella con las manos en alto, moviendo los dedos como para acariciar un cuerpo imaginario—. Los músculos. Tiene que ser alguna cosa primitiva. Tú no puedes entender eso —agregó, con una voz tan sensual que él sintió el impulso de abrirse a tirones el cuello de la camisa.

—Conque ése es el tipo de hombre que te atrae —dijo—. Puro físico, sin cerebro.

—Me gustan los hombres que aceptan sugerencias. MIS sugerencias. —Mientras vaciaba las bolsas ella se tocó el labio con la lengua.

Tenía la boca carnosa y rosada. Era muy fácil imaginar esos labios ceñidos alrededor de... El cuerpo de Benjamin reaccionó ante lo gráfico de la imagen; maldijo para sus adentros.

—A algunas mujeres las excitan los hombres capaces de asumir el mando.

Ella asintió.

—De vez en cuando yo también tengo esa debilidad. Pero me obligo a recordar que asumir el mando suele equivaler a dominar. En cuanto a las galletas, propongo un trato: las dejaremos para casos de emergencia.

—¿Qué entiendes por emergencia?

—Deja de hablar como un abogado. Eso lo decidiremos después. ¿Te gustan los camarones con anacardos?

—Sí.

—A mí también. Tendremos que pelearnos por ellos. —Delilah sacó un botellín de cerveza—. Corona con lima, ¿vale para ti?

—¿No hay Dom Perignon? —bromeó él.

—Por aquí no. —Delilah sacó de la bolsa una botella de champán barato; luego, cajas de cereales y muchos frascos de comida para bebé que dejó en la encimera. Por fin se preparó un cóctel y cortó una lima para la cerveza de Benjamin.

—¿No te parece una combinación extraña, comida china y cóctel de champán? —preguntó él mientras aceptaba la cerveza y se reunía con ella ante la pequeña mesa de la cocina.

—El cóctel de champán acompaña bien cualquier comida. Desayuno, almuerzo y cena. Postre y jacuzzi.

—Pero se supone que no debes beber cuando estás en el jacuzzi.

Ella sonrió.

—Son muchas las cosas que se supone no debo hacer. ¿Siempre respetas tanto las reglas?

—Generalmente sí —dijo él. Pero Delilah lo obligaba a reexaminar algunas de esas reglas minuto a minuto—. ¿Y tú siempre te empeñas tanto en no respetarlas?

—Bastante. Debes recordar que me gestó una romperreglas. Lo llevo en los genes.

En ese momento sonó el teléfono y ella lo cogió.

—¿Diga? —Dilató los ojos—. Servicio de Niñeras. ¿Queréis enviar una candidata ahora mismo? Está bien. Pero ¿le habéis dicho que usamos pañales de tela? —Delilah asintió—. Bien. La estaré esperando. —Y colgó—. Es posible que en cualquier momento entre por esa puerta la respuesta a nuestras oraciones.

Y así fue; pocos minutos después una mujer fornida, que aparentaba sesenta y tantos años, cruzó la puerta con un paraguas en la mano.

—La señora Heidelkin, de Servicio de Niñeras. ¿Usted es la señorita Montague?

—Sí. Pase, por favor. Willy empieza a despertarse de su siesta.

La mujer echó un vistazo a su reloj.

—Es muy tarde para la siesta. Por la noche le costará que se duerma. Los bebés requieren un horario estricto.

—Es muy cierto, sin duda. Es que en estos momentos estamos en una fase de transición —explicó Delilah, mientras levantaba a Willy para sentarlo en su flamante sillita alta. Luego sacó un frasco de puré de judías.

La señora Heidelkin levantó la nariz.

—Yo preparo personalmente la comida de los bebés. Es más nutritiva. —Entonces vio las galletas en la encimera—. Y nada de galletas. Es pésimo para los dientes y los vuelve hiperactivos.

Delilah echó una mirada de reojo a Benjamin.

—¿El señor Montague? —preguntó la mujer.

—El señor Huntington —la corrigió él—. La señorita Montague y yo somos vecinos.

La niñera asintió.

—Pues me alegra saber que no deberé entenderme con ningún hombre. Los hombres no saben nada de puericultura.

Delilah volvió a cruzar una mirada con Benjamin y contrajo los labios.

—Parece que usted tiene opiniones muy terminantes.

—Años de experiencia. ¡Años!

—Hábleme de su experiencia —le pidió Delilah, mientras le daba el puré a Willy.

—He criado a tres hijos propios y a dos ajenos, como niñera. Diez años con cada uno. Pensaba jubilarme, pero en la agencia me han dicho que usted no me necesitaría por la noche. Eso sí: no soporto trabajar con hombres. No me gustan.

—¿Y no le molestará que Willy sea varón? —preguntó Benjamin, irritado por la androfobia de esa mujer.

—Oh, no —respondió ella, dulcemente—. Así los cojo pronto y los educo como corresponde. Mis varones son tan obedientes y dóciles como las niñas.

—Se está haciendo tarde. ¿Tienes algo más que preguntar a la señora Heidelkin? —dijo Benjamin a Delilah, mientras hacía un gesto negativo casi imperceptible.

Ella hizo una pausa.

—Tienes razón. Muchas gracias por venir, señora Heidelkin. Si necesito saber algo más me pondré en contacto con la agencia. —Delilah pasó la cuchara a su vecino para acompañar a la mujer hasta la puerta.

—No puedes contratarla. Odia a los hombres.

—Ya lo sé. Si la dejara sola con Willy sería capaz de podarle el rabito. Esta agencia de niñeras no es lo que yo esperaba.

Benjamin aún estaba pensando en la pintoresca descripción que Delilah hacía de la posible castración del niño. Trató de imaginar esas palabras en boca de su antigua novia. No pudo.

—¿Y si pusiera un anuncio por palabras? —sugirió ella, mientras cogía nuevamente la cuchara—. «Se busca: Reencarnación de Mary Poppins. Debe cambiar pañales de tela.»

—Sólo en Disneylandia —murmuró Benjamin—. ¿Se requiere oído musical perfecto y registro de cuatro octavas?

Ella asintió.

—Y un paraguas mágico. —Lo miró a los ojos—. Gracias por ayudarme. Ya puedes irte.

Esa abrupta despedida le hizo parpadear. De pronto comprendió qué significaba ser basura del día anterior. Ella lo estaba empujando hacia la puerta. Benjamin, curioso, se resistió.

—No tengo prisa. Puedo ayudarte toda la noche, si quieres.

—No quiero —afirmó ella mientras estudiaba el puré de judías. Luego lo miró a los ojos—. Creo que debes irte.

—¿Por qué?

—Porque Willy es responsabilidad mía y debo acostumbrarme a eso.

Ni siquiera parpadeaba, pero él tuvo la sensación de que no decía la verdad.

—¿Cuál es el verdadero motivo?

Delilah hizo un gesto ceñudo.

—No sé. Haces demasiadas preguntas. No quieres que le dé galletas a Willy. Te burlas de Mary Poppins. —Dejó oír un bufido—. Presentas síntomas de ser un maniático del dominio. Es como siempre digo: los hombres ricos y dominantes son un follón. Y no tienen creatividad sexual.

No debía dejar que ella le afectase. No era su tipo. No debía sentir ese impulso de golpearse el pecho, aullar a la luna, arrancarle la ropa y hacerle el amor hasta que perdiera el conocimiento. Y mucho menos delante de un bebé de seis meses y su puré de judías.

Benjamin contó hasta diez. Luego hizo lo único que podía hacer: le quitó el frasco de puré y la cuchara, los dejó en la bandeja de la sillita y arrastró a Delilah fuera de la cocina. Allí la puso de espaldas contra la pared, le metió una rodilla entre las piernas y bajó su boca hacia la de ella.

—¿Qué cuernos haces? —susurró la chica.

—Estoy harto de aguantar tus ignorantes suposiciones sobre la creatividad sexual y los hombres ricos...

—Ah, claro, ¿y qué piensas hacer?

—Cerrarte el pico —dijo él.

Y la besó.