EL RESCATE

Había oído hablar a su divina madre Atenea de la tragedia de Orfeo, el celestial músico. Desde que Sineta conoció la historia, sintió deseos de ir en busca de su protagonista para escucharla de su propia voz.

"Las tragedias sólo las cuenta bien el que las sufre", oyó decir en más de una ocasión a su maestro Quirón, aquel famoso centauro que renunció a la inmortalidad.

Sineta sabía que iba a encontrarse con alguien pacífico como ella y amante de la música. También sabía que el camino hasta la Tracia estaba plagado de peligros. Pero para ser fiel a su destino, tenía que ir. Por eso colgó de su cuello el talismán que le había fabricado su tío Hefesto, el cojo prodigioso y orfebre insuperable. El talismán ahuyentaría a todos los que intentaran agredirla o tratarla con violencia durante el largo viaje que le esperaba.

Y la protección de los dioses -en especial la de su abuelo Zeus, que contemplaba gozoso todas sus aventuras- surtió efecto.

Llegó a la lejana Tracia y no tardó en localizar a Orfeo. Tal era la fama que había adquirido en toda la comarca.

Después de su desgarradora separación de Eurídice, se había convertido en una especie de monje al servicio de Zeus y de Dionisos, el más alegre de los dioses, quizá buscando así equilibrar su tristeza.

Vestía con una túnica de un blanco inmaculado. Hablaba reposadamente. Sus mensajes eran profundos y escuchados. Pero, sin duda, lo que más cautivaba de este personaje seguía siendo la música que salía de la famosa lira de siete cuerdas, regalo de Apolo, el del Oráculo de Delfos. Todos cuantos le oían recordarían para siempre la armonía de sus sonidos y la melancolía que su espíritu transmitía ahora a través de la música.

Cuando llegó hasta donde él estaba y le vio por primera vez, lo encontró rodeado de un grupo de jóvenes a los que decía:

- La felicidad del hombre no la encontraréis en esta vida. No creáis que la felicidad se obtiene con el goce del cuerpo. Debéis tener claro que todos estamos poseídos de un halo divino, puro como todo lo divino e inmortal como ellos. Este halo se sustenta en un cuerpo material, terrenal, impuro y, sobre todo, perecedero. Yo os digo que la felicidad llegará cuando nos unamos al gran halo divino más allá de la muerte. He tenido ocasión de contemplarlo.

Sineta, la de la mente clara, quedó impresionada tanto por lo que acababa de oír como por la sublime sensación que le produjo la figura de Orfeo. No pensó que existieran humanos capaces de defender ideas como aquellas y sintió deseos de conocerlas más profundamente.

Tímidamente se acercó a aquella figura resplandeciente como la luz del alba y le dijo:

- ¡Oh, gran Orfeo!, soy Sineta, hija de Atenea. Tus palabras me han impresionado y lo que sé de tu historia me conmueve. Pero quisiera oírla contar de tu voz.

- ¡Oh, joven Sineta!, traes un rayo de alegría a mi apesadumbrado corazón y a mi desesperada existencia. No soy merecedor de que una enviada divina como tú, escuche mi larga y densa historia, de final tan desdichado.

- He venido para eso -le contestó Sineta- quiero oír tus glorias y tus tristezas.

- Sea -empezó Orfeo-. He vivido intensamente episodios importantes. Los dioses me dotaron de una especial habilidad para la música, para la armonía y para el disfrute de la belleza. Apolo, el de la equilibrada hermosura, cuando conoció mis virtudes me regaló esta lira de siete cuerdas que se afina sola, a la que yo he añadido dos cuerdas más y de la que no me he separado desde entonces. Ha sido mi mejor amiga. Nunca me ha fallado. Ni siquiera cuando tuve que enfrentarme a monstruos tan horribles como aquel pestilente dragón que custodiaba el Vellocino de Oro, allá, en la recóndita Cólquide. Fueron momentos de gloria.

Pero seguro que has escuchado de los dioses que desde hace algún tiempo mi vida está sumida en una insuperable tristeza que se refleja también en las notas de mi lira. Mis dedos no pueden deslizarse por notas alegres mientras en mi corazón se albergue la tristeza.

Cuando regresé de ese memorable viaje con Jasón y los demás argonautas, me casé con la más hermosa de todas las ninfas: Eurídice, ese era su nombre. Su presencia llenaba toda mi vida.

La lira participaba de esa alegría. Animales, rocas, árboles y ríos venían junto a nosotros para escucharla y compartir nuestra felicidad.

Pero un aciago día la mordió una vil serpiente venenosa. Su agonía fue horrible y todo lo que hice para salvarla fue inútil. Recurrí a todos los sabios médicos. Rogué a los dioses. Hice sacrificios. Todo fue inútil. Se acabó. Murió en mis brazos impotentes.

Mi dolor y el estado de desesperación fueron tales que me atreví a pedir, a suplicar al magnánimo Zeus que me permitiera bajar al tenebroso mundo de Hades para rescatarla y traerla de nuevo conmigo. Su muerte tenía que ser un error del destino.

Y Zeus, infinitamente bondadoso, me lo concedió.

Aquí empezó, ¡oh joven protegida de los dioses!, mi experiencia más trágica.

Acompañado de mi inseparable lira seguí el sendero que me iban marcando.

Caronte me cruzó en su odiosa barca por la fatídica laguna Estigia hasta llegar a las puertas de las eternas tinieblas donde el fiero y famoso perro de Hades, Cerbero, me esperaba. Ya puedes imaginar, ¡oh Sineta!, mi espanto ante ese monstruo de tres horribles cabezas. Había oído hablar de él, pero jamás pensé que el horror pudiese llegar a tal grado.

Había cruzado la laguna de Estigia pulsando las cuerdas de mi lira con la mayor suavidad que podía. Mi voz aunque temblorosa era clara y melodiosa.

Cuando llegué a la orilla, vi cómo las cabezas de Cerbero se estiraron bruscamente. Las serpientes que bullen en su cuello quedaron quietas y yo, sin parar de tocar y cantar, pasé junto a él.

Seguí caminando hacia la puerta de los infiernos, la que se cruza para no volver y noté que, aunque Cerbero me seguía, no tenía intención de impedirme el paso.

Pero si mi alma estaba encogida por el detestable perro, cuando atravesé la puerta, el escalofrío fue irresistible. Vi sombras que vagaban desordenadamente. Algunas se acercaban a mí y parecía que querían impedirme avanzar. Mi canto y mi música se habían parado por el espanto. No me era posible emitir una nota ante espectáculo tan sobrecogedor.

Intentaba, no obstante, mantener la calma mientras miraba a todos lados buscando ansiosamente la sombra de mi amada, que sin duda, estaba allí. Tan fuerte era la impresión que casi me arrepiento de haber tomado aquella desesperada decisión.

Y en esa situación tan dramática, vi, de repente, que una brillante luz se situó frente a mí. Me sentí deslumbrado y tapé mis ojos con la mano.

- No te asustes, Orfeo, me dijo una femenina y apaciguadora voz, soy Perséfone, esposa de Hades. Tu historia me conmueve y más aún tu valentía al venir hasta aquí. Mereces mi ayuda. Te guiaré ante mi esposo e intercederé por ti.

Como puedes suponer, aquella aparición me causó una profunda alegría y compensó todos los peligros y miedos que había pasado hasta llegar allí. Aquella voz amiga y comprensiva en aquel lugar tan horroroso era lo mejor que me podía ocurrir.

Y así fue. Hades escuchó a su esposa y el resto de la historia ya lo conoces.

Jamás olvidaré cómo se alejó de mí la sombra de Eurídice cuando, sólo a un paso del final tuve la debilidad de mirar hacia atrás para ver si me seguía. Ese ha sido el momento más trágico de mi vida y el que ha marcado mi existencia desde entonces. ¡Imagínate querer abrazar a tu amada para que no se escape y que ésta se convierta de repente en una niebla que irremisiblemente se disipa!

Sineta, la hija de Atenea, había escuchado el relato con gran atención y emoción. En efecto, le había impresionado oír contar a Orfeo su propia tragedia. Estar a punto de recuperar al ser amado y perderlo para siempre por algo tan intrascendente como mirar hacia atrás tenía que ser un tremendo golpe para un espíritu tan sensible como el que Orfeo había demostrado tener.

Sineta continuó en Tracia junto a Orfeo algunos días más. Ello le permitió tener un mayor conocimiento de las teorías que Orfeo predicaba a quienes le querían escuchar. Contemplar el arpa de Orfeo fue ocasión propicia para recordar lo que había aprendido de su maestro Quirón: la relación casi mágica que existe entre la música y los números.

- El arpa de Apolo -me dijo- tiene sólo siete cuerdas. Por tanto, hay que elegir siete sonidos que sean melodiosos (es decir, que al hacerlos sonar uno tras otro, resulte agradable) y armoniosos (esto es, que al hacer sonar varios a la vez produzcan un sonido que no lo rechace tu oído).

¿Cuáles son por tanto esos sonidos? Sineta había experimentado con su maestro cómo tomando una cuerda y mediante proporciones sencillas de la cuerda (mitad, terceras partes…) se generaban, tensándolas, sonidos melodiosos y armónicamente superponibles.

Cuando se despidió, sin decirle nada a él, tomó la decisión de interceder ante los dioses para ir a los infiernos en busca de Eurídice. Tenía que intentarlo. Era parte de su destino.

No le fue difícil conseguir el permiso de su abuelo Zeus; al fin y al cabo era su nieta preferida y a él le gustaba el interés de Sineta por este tipo de misiones. También su complacida madre Atenea, aunque no mantenía buenas relaciones con Hades, le prometió protección.

El sagrado talismán de su pecho le ayudó a abrir caminos y puertas.

Cuando estuvo en presencia de Hades y tras reconocerle le dijo:

- Conozco tus propósitos, Sineta, prodigiosa hija de Atenea y trataré de ayudarte. Pero he de decirte que la sombra de Eurídice desde que le sucedió aquella desgracia vaga incansable, sin rumbo y sin importarle nada de lo que acontezca.

- Gracias, ¡oh Hades, esposo de Perséfone! Si mi opinión puede servir, sugiero que probemos su capacidad para razonar. Si tuviese alguna, encontrarse de nuevo con Orfeo la curaría, pues su mal le proviene del amor. Es su sentimiento el que está enfermo.

- Sea. Proponme la forma de hacerlo -le respondió Hades.

- Te ruego que me des algún tiempo para pensar cómo hacer esta comprometida comprobación.

- De acuerdo. Pasa a los Campos Elíseos y tómate el tiempo que necesites, pero recuerda la implacable ley del destino: no debes probar nada, pues de lo contrario quedarás aquí para siempre.

Sineta meditó profundamente para tratar de construir una prueba acorde con la situación; tenía que hacer el esfuerzo necesario pues Orfeo y su sublime amor merecían esta ayuda. Pasado un día se acercó a Hades y le dijo:

- ¡Oh, soberano de las profundidades! Tu divina generosidad concediéndome este tiempo de reflexión me ha permitido encontrar la prueba que nos indicará lo que necesitamos.

- Me alegra oír lo que dices -le comentó Hades-cuéntamela.

- Necesito tres manzanas de oro y dos de plata.

Hades ordenó que las trajeran al instante.

- Ahora, ¡oh, divino Hades!, necesito que utilices tus poderes para que traigas a nuestra presencia a Cerbero, el guardián de tu puerta. Después instalarás la sombra de Eurídice en una de sus cabezas, la de Ulises en otra y la de Aquiles en la tercera.

Así lo hizo Hades.

La expectación había crecido. Perséfone y Hades no ocultaban su ansiedad por conocer el desenlace de lo que allí estaba ocurriendo.

Una vez que las sombras indicadas ocuparon las cabezas del can, Sineta, con gran seguridad, se acercó a la ahora dócil fiera y dijo:

- Esta bolsa que llevo contiene cinco manzanas; tres son de oro y dos de plata. Voy a colocar una sobre cada cabeza.

Extrajo una manzana de la bolsa y asegurándose de que Eurídice no la viese la colocó sobre la cabeza que ocupaba. Hizo lo mismo con Ulises y lo mismo con Aquiles. Al final, cada cabeza tenía encima una manzana que no había visto aunque sí podía ver las manzanas que estaban encima de las otras dos cabezas.

- Y ahora -dijo Sineta, la de la mente clara, con gran solemnidad y rompiendo el espeso silencio que allí existía- ha llegado el momento trascendental: quiero que me diga cada uno de qué es la manzana que lleva sobre su cabeza: de oro o de plata.

De nuevo se reanuda el silencio angustioso. Todas las sombras se habían parado. El matrimonio de las Tinieblas miraba fijamente la cabeza de Eurídice. Ésta, en poco tiempo hizo mover la boca del monstruoso can para articular esta frase:

- Hay una manzana de oro sobre la cabeza que ocupo.

Un prolongado ¡oh! resonó en todo el Hades. ¡Era cierto!, ¡su manzana era de oro!

Hades ordenó a la sombra de Eurídice que se situase junto a él.

- Quiero que me expliques cómo has sabido que tu manzana era de oro.

La voz de Eurídice sonó suave y segura. Esto fue lo que le dijo:

- Es claro que no hay dos manzanas de plata sobre nuestras cabezas porque si fuese así, la cabeza que las viese sabría inmediatamente que la suya era de oro y esto no lo ha dicho ninguna de las otras dos cabezas. Por tanto tan sólo podría haber una de plata. Si la mía fuese de plata, cualquiera de ellos al ver una de oro y otra de plata (la mía), sabría que la suya es de oro porque si también fuese de plata la cabeza que tiene la manzana de oro habría hablado inmediatamente y esto no ocurrió. Como ninguna de las otras cabezas habló, he deducido que la que corresponde a la mía es de oro.

Hades y Perséfone no pudieron ocultar su alegría por lo acontecido e inmediatamente dieron órdenes para que ambas, Sineta y Eurídice, pudieran abandonar su tenebroso reino y así Eurídice volviese junto a su amado Orfeo.

Y Sineta continuó en los brazos de su destino.

A Emma García Mora, curiosa, viajera y amiga