Capítulo 11
Cómo funciona una empresa
En este capítulo…
Qué es la cuenta de resultados
Cuáles son las opciones para vender una empresa
En qué consiste salir a bolsa
En el capítulo 10 te enseñé a hacer los balances, pero una empresa necesita un seguimiento constante, un trabajo diario en el que tienes que tener en cuenta cuánto has vendido, cuánto has pagado a los proveedores, incluso cuánto te cuesta abrir la empresa antes de que se te presente el primer cliente. Puede sonar exagerado, pero es algo que hacían mi abuelo y mi padre en la sastrería La Confianza, en Zaragoza, y creo que es muy importante. Porque en el mundo de la empresa, cuantas menos cosas se dejen al azar, mejor. Todas las posibilidades deben estar contempladas. Aun así, es factible que nos llevemos algún susto, pero la probabilidad de que eso pase será menor.
La cuenta de resultados
Todo eso de llevar los números al día es lo que se llama cuenta de resultados, que se puede resumir así:
- Tu empresa vende suministros por a euros.
- Esos suministros te han costado b euros.
- La diferencia entre a y b es el margen bruto, al
que llamaremos c.
Una advertencia antes de seguir adelante: si se vende por debajo del coste, o sea, si el margen bruto es negativo, las cosas no irán bien, porque cuanto más vendamos, más perderemos. Es fácil de entender, pero a veces se olvida.
Así que una vez recordado, seguimos adelante:
- El margen bruto c tiene que ser
suficiente para pagar bastantes cosas:
- Lo que cuesta el personal, que es d euros. Fíjate que no digo lo que «cobra» el personal, sino lo que cuesta, porque a lo que cobra hay que añadir lo que la empresa debe pagar por la Seguridad Social de esas personas.
- Lo que cuestan la electricidad, el agua, el teléfono, el material de oficina, los transportes, los mensajeros… En total, e euros.
- Si a c le restamos d y e, queda una
cantidad f a la que, si queremos que no se nos entienda,
llamaremos EBITDA, y si queremos que se nos entienda
llamaremos resultado de explotación. Lo que pasa es que si
la llamamos EBITDA es más fácil explicarlo, porque
se trata de las iniciales de:
- Earnings (beneficios)
- Before (antes de)
- Interests (intereses)
- Taxes (impuestos)
- Depreciation (depreciación)
- Amortization (amortización)
- Para no complicar más la cosa, y a riesgo de ser un pelín inexactos, vamos a considerar que depreciación y amortización son lo mismo.
- Pues al EBITDA le restamos los i (intereses que pagamos al banco por los créditos que tenemos, por el descuento de letras, comisiones que nos cobran…) y queda el EBTDA.
- Al EBTDA le restamos las d y a (depreciaciones y amortizaciones) y nos queda el EBT, que para entendernos mejor podemos llamar BAI (beneficio antes de impuestos).
- Pagamos los impuestos y nos queda el beneficio neto.
- De ese beneficio neto, el dueño se puede llevar a casa algo (dividendos) y dejar el resto en la empresa (reservas) para que pueda seguir adelante.
Esto, ni más ni menos, es para una empresa su cuenta de resultados; la que lleva mi amigo en su compañía de suministros y, más allá, el modelo que recomiendo aplicar a la hora de llevar la economía doméstica. Porque, en el fondo, todo es lo mismo: también en los hogares tenemos ingresos, gastos, deudas y pagamos impuestos. ¿O no?
Ojo con los descuentos
La cuenta de resultados es una herramienta que no hay que subestimar. Al contrario, pues con ella sabremos siempre cómo vamos en nuestra empresa (o en nuestro hogar) y qué podemos hacer y qué no. Te pongo un ejemplo:
Volvamos a la triste empresa de paraguas multicolores que fundé en el capítulo 10. Sigue renqueando, pero el servicio de meteorología anuncia un otoño particularmente lluvioso, de esos que invitan a ir siempre cargado con el paraguas. ¡Por fin, después de tantas penalidades, parece que hay una oportunidad de que la cosa se anime! La gente necesitará urgentemente paraguas. Pero viene uno de mis vendedores y me dice que necesita descuentos porque la competencia vende más barato (no sé por qué, pero siempre la competencia vende más barato). Pues bien, ante algo así, lo primero que habrá que hacer es saber si con ese descuento nos comemos el margen bruto, no sea que, lleno de entusiasmo, haga el descuento que me pide el vendedor y luego no me quede ni con qué pagarle su sueldo, además de cargarme la cuenta de resultados, incluido los dividendos que está esperando mi familia como agua de mayo.
Hay más: porque si El Correo de San Quirico me pide que ponga publicidad de mis paraguas en el número extraordinario que saca para las fiestas, tendré que repasar la cuenta de resultados para saber si puedo o no poner ese anuncio.
Y si el de Myanmar me dice que tengo que comprar una máquina para hacer el empaquetado final, porque de eso él no se encarga, debo saber que subirán las amortizaciones (que son el «trozo» de máquina que cada año resta de los beneficios para no poner todo el coste del artilugio en un solo año y cepillarse el resultado de una tacada).
Y así con todo.
Vender la empresa
Hasta ahora lo de los paraguas no parece haber sido una gran idea. Y lo peor es tener que aguantar a mi vecino durante el desayuno diciéndome aquello de que él ya lo sabía, que cómo se me ocurre meterme en una historia así con esto del cambio climático encima (al respecto, aprovecho para recordarte que no entiendo nada del tema y que no tengo una opinión formada al respecto; por ejemplo, hace poco me entusiasmé con el biodiésel, pero ahora acabo de leer en la revista Time que contribuye al calentamiento global, y tampoco me gusta eso de comprar y vender los derechos de CO², pero la verdad es que no sé por qué).
O sea que he empezado con mal pie mi aventura empresarial. Pero la realidad es sorprendente y resulta que ahora el negocio ha empezado a animarse. Más aún, va como un tiro. Vendemos paraguas como rosquillas, tanto que el de Myanmar ha tenido que ampliar la fábrica y contratar a doscientos lugareños.
De resultas de esto, no sólo puedo ir a desayunar con mi amigo y ver cómo se traga esas profecías que me auguraban una dolorosa ruina, sino que he podido también devolver los créditos. El director de la caja de ahorros de San Quirico es ahora la cordialidad personificada y no deja pasar un lunes sin venir a verme para preguntarme si necesito algo. Y yo, por pedir, le pido que me rebaje las comisiones y me las baja. Le pido que me las elimine y me las elimina. Un encanto de hombre, vaya.
A la bolsa
Ya sabes el dicho, el dinero llama al dinero, y por mucho que me entre en las arcas necesito más, no para gastármelo en caprichos de nuevo rico, sino para que la propia empresa siga creciendo. Alguien me dice entonces que por qué no salgo a bolsa. Y como no entiendo mucho del tema, y mi amigo menos aún, investigo.
Salir a bolsa significa vender un trozo de tu empresa, o toda tu empresa y adiós muy buenas, que yo me voy con Helmut a las Bermudas a vivir como un rey y que del negocio se ocupe otro, que yo ya me he preocupado bastante.
En lo que se refiere a la venta se abren aquí dos posibilidades:
Si la empresa se vende a una persona o a una sociedad se dice que «se ha vendido». En este caso, yo negocio con el vendedor.
Si se vende a muchas personas a la vez, se dice que «ha salido a bolsa». En este caso, ofrezco un trozo de mi empresa a la gente.
En cualquier caso, contrato a unos señores de esos que saben valorar las empresas y les pregunto a cuánto puedo vender el 49% (una cosa que tendré clara es que si lo vendo por el 49% de lo que puse más 1 euro, habré ganado 1 euro; y si lo vendo por más, habré ganado más y lo de las Bermudas puede estar más cerca). Uno de esos señores me explica que:
- Mi empresa está ganando mucho dinero.
- Que, lógicamente, seguirá ganando dinero. (Aunque esto puede no ser así, pues puede ocurrir que el único que sepa de paraguas multicolores en el mundo sea yo, y que yo sea también el único que sepa tratar al señor de Myanmar, un tipo excelente, pero muy suyo y con mal genio, y que sólo tiene un amigo en el mundo: yo. Si esto pasa, resulta que yo soy muy importante para el comprador que quiere hacerse con el 49% de mi negocio, y esa importancia va a tener que pagarla.)
- No se puede comparar mi empresa con otras similares, porque no las hay.
- Además, he creado muchos puestos de trabajo en San Quirico, donde están las oficinas centrales —los headquarters, dice mi amigo— y otros muchos puestos de trabajo en Myanmar.
Todo esto son valores que hay que tener en cuenta. Y eso que mi empresa es única en el mundo. Si no lo fuera y hubiera otras y se hubiera vendido alguna, sabría en qué orden de cifras me puedo mover a la hora de negociar una posible venta. A malas, siempre podría recurrir a una fórmula especial: la del PER 10.
Multiplicar por 10 los beneficios
A veces esto de usar siglas puede llamar a engaño. Por ejemplo, al ver escrito PER seguramente hayas pensado en cosas como el Plan de Empleo Rural (PER), un subsidio agrario que se daba en algunas zonas de España o, incluso, en el título de Patrón de Embarcaciones de Recreo (PER), pero el PER al que yo me refiero es el formado por las iniciales de Price Earning Ratio, o sea, la cantidad por la que quieres multiplicar los beneficios a la hora de poner un precio de venta. Así, un PER 10 significará que quieres multiplicarlos por 10.
Te lo explico con un ejemplo sacado de la vida misma. Yo estaba en el consejo de una empresa. Las reuniones se hacían en catalán; yo hablaba en castellano, pero nos entendíamos a las mil maravillas. Hasta que un día empezaron a hablar de una oferta de compra de la empresa que les había llegado. En aquel momento el presidente, que era propietario de toda la empresa (lo mismo que yo con la de paraguas), dijo que él no estaba dispuesto a vender más que por un perdeu.
Ahí me enganché. Lo de perdeu me sonaba a «¡por Dios!» (Dios se dice Déu en catalán), pero no le veía el sentido por ningún lado. Hasta que, a base de repetir la palabreja me di cuenta de que hablaban de un PER 10 (y es que diez se dice deu en catalán). O sea, que el propietario quería multiplicar los beneficios de 600 millones de su empresa al año por diez años, o sea 6000 millones, de pesetas, por supuesto, que de euros no sé si hay mucha gente que pueda asumirlo.
En otras palabras, el presidente-propietario quería que alguien estuviera dispuesto a poner una cantidad de dinero (6000 millones) que podría recuperar en diez años si el negocio seguía yendo como hasta ahora, es decir, con unos beneficios anuales de 600 millones.
¿Consiguió su propósito? Pues la verdad es que sí. Después de muchos cálculos, muchas negociaciones, muchos másteres con sus ordenadores haciendo cuentas y proyecciones de futuro, el presidente cogió del brazo al comprador y le dijo: «¿Tomamos un café?». Y se fueron. Los másteres se quedaron con sus cálculos, las proyecciones se mustiaron y al cabo de diez minutos el presidente y el comprador volvieron sonrientes y dijeron: «6000 millones».
Ten en cuenta una cosa: que cuando se compra o se vende una empresa o un trozo de la empresa, el que la vende tiene que tener en la cabeza dos cifras:
Lo que puso en la empresa
Lo que quiere cobrar
Cuando los compradores son cientos
Lo dicho anteriormente funciona cuando se vende a una sola persona (o grupo empresarial). Pero, como ya te he dicho antes, salir a bolsa es vender la empresa a cientos o miles de personas. Y, claro está, no te vas a poner a negociar con cada una de ellas. Sólo los cafés que habría que pagar ya no compensan.
Pero el proceso que hay que seguir es el mismo. Se trata de lanzar una oferta pública de venta de acciones (OPV; sí, es verdad, debería llamarse OPVA, pero vete a saber por qué le quitaron la A). Hecho esto, se calcula a cuánto se puede intentar vender, se hace un poco de publicidad que alardee de lo bien que va la empresa (y es verdad, va muy bien) y normalmente te dicen que las acciones se pueden vender entre XX y ZZ euros. A eso lo llaman horquilla. Tú entonces calculas el 49% de XX y el 49% de ZZ y, si te gusta, aceptas. Si no te gusta, dices que por las condiciones del mercado retrasas la salida a bolsa y ya está.
Pero imaginemos que sí, que el resultado es satisfactorio. Saco la empresa a bolsa y todos felices si ese trozo de compañía que se pone a la venta, concretado en acciones —o sea, los papelitos que representan que tienes un trocito de la empresa—, se vende bien. Es decir, si la gente hace cola entusiasmada y compra todas las acciones puestas en venta al precio que se han ofrecido; y si no llegan las acciones para toda la gente que hay en la cola, mejor.
El consejo del abuelo
Mi abuelo solía decir que no hay que correr más riesgos de los necesarios. Y eso, aplicado al ámbito de la bolsa, significa que hay que asegurar la emisión. Vamos, que hay que convencer a un banco de que se quede las acciones que la gente no compre; luego, ya intentará colocarlas como pueda. Así el que ha hecho negocio es el vendedor; y los bancos, porque alguna comisión habrán cobrado.
Pero el vendedor es el importante, porque puso 50 euros hace unos años y por ese precio tenía todas las acciones y ahora ha vendido el 49% por 250 000 euros. O sea, ha vendido por 250 000 euros unas acciones cuyo valor nominal era el 49% de 50, o sea, 24,5 euros. Es decir, que ha ganado en la operación 249 975,5 euros, lo que representa un mucho por ciento.
Pero no todo es de color de rosa
Hemos hecho un buen negocio, sin duda alguna, aunque pueden ocurrir varias cosas:
Que si el propietario se ha quedado con el 51% se crea que todo es como antes. No lo es porque tiene 3000 personas —se llaman accionistas— que quieren que la empresa vaya bien y que, sobre todo, quieren dividendos, porque para eso han comprado las acciones. Además quieren que suban las acciones, porque así, si las venden, ganan dinero.
El expropietario de todo tiene ahora que informar a la Comisión Nacional del Mercado de Valores cuando se producen hechos relevantes; por ejemplo, si decide vender un 7% del 51% que le ha quedado, ha de decirlo. En ese caso puede pasar que la gente se preocupe y diga: «Este tío se quiere largar, ha dado un pelotazo y se marcha. Esto huele a chamusquina». Entonces se ponen a vender las acciones como locos y las acciones bajan porque la gente se las quita de encima al precio que sea. El expropietario, sin duda, ya hizo su negocio, pero ahora lo que le queda vale bastante menos.
Que se dé el síndrome del next quarter, que en castellano quiere decir que, como los accionistas exigen que las acciones vayan bien, los directivos tienen tentaciones de hacer alguna maravilla contable (o trampilla, en lenguaje llano) para que los resultados del próximo trimestre —eso es lo que quiere decir next quarter— sean brillantes. Porque así la gente se cree que la compañía va muy bien, compra acciones y las acciones suben.
Que el propietario saque a bolsa el cien por cien. En ese caso, el viaje a las Bermudas está casi asegurado.
Que los accionistas exijan que el expropietario se quede de director general porque lo hace muy bien. Si él se lo cree y sigue; en muy buenas condiciones —sueldo, incentivos, primas y de todo—, puede creer que todo es como antes: que puede hacer y deshacer como cuando era el dueño de verdad. Pero ya no lo es, porque debe rendir cuentas ante un consejo y, con frecuencia, pueden producirse desencuentros entre el consejo y él. Hasta que el consejo un día lo despide con una indemnización bonita. Se va a las Bermudas, como quería, pero triste por haber salido tan mal de la empresa que fundó, su empresa.
Dicho esto, ¿qué me dices? ¿Vendo o no vendo mi empresa de paraguas? Y tú, ¿te lías la manta a la cabeza y te animas a fundar tu propia empresa?