CAPÍTULO X

LA ISLA DE LA MUERTE

UNAS seis horas más tarde, el aeroplano donde iban la muchacha Annabelle Nickerson, Ham, Renny y Long Tom se hallaba a centenares de millas al Norte de la finca de Monk.

La costa del Labrador había quedado atrás. Apenas habían visto la parte oriental de los estrechos de Hudson.

El aeroplano se mantenía a diez mil pies de altura, sobre los estrechos Davis, cercanos al círculo Ártico, y volaba a más de doscientas millas por hora.

Por el momento, Renny estaba en el puesto de pilotaje. La joven iba sentada a su lado; le había relevado varias veces. Hasta el ingeniero quedó impresionado por los conocimientos que la joven tenía del Norte del Canadá.

Le recordaba a la prima del gigante de bronce: Pat Savage. Las dos eran valerosas.

Pero en la cabina Long Tom seguía discutiendo con el pulido y atildado Ham.

Long Tom se quejaba:

—Todavía desconfío de ella. Tú te has prendado de su hermosura y estás ciego. ¡Tú y Monk os enamoráis enseguida de una muchacha bonita!

Ham frunció el ceño.

—Esta es diferente —insistió—. Nos sacó de la cárcel y quiere ayudarnos.

—Probablemente tiene un motivo para hacerlo —repuso Long Tom.

Con un dedo señaló hacia la ventanilla de la cabina. No se veía, a derecha e izquierda, más que agua.

A unas doscientas millas al Este, estaba la parte Norte de Groenlandia; casi a igual distancia, la isla Baffin.

—¿Qué puede hacer Doc por estos parajes? —preguntó el mago de la electricidad.

—Eso queremos averiguar —repuso vivamente Ham.

—Sí —gruñó Long Tom—. Pero ¿por qué no hemos tenido noticias de Doc? En la nota advertía que se pondría en contacto con nosotros.

AL oír estas palabras, Ham mostróse preocupado. Precisamente le inquietaba el silencio del gigante de bronce.

Desde hacía un par de horas habían estado llamando, a regulares intervalos, a Doc Savage por medio de la emisora de onda corta.

No habían obtenido respuesta.

Ham dijo:

—Repito que la muchacha merece toda nuestra confianza. Fíjate en que nos dio las instrucciones de Doc. Nos daba la longitud y latitud de la isla cercana al Círculo Ártico.

—Puede ser una nota falsa —repuso Long Tom.

—La letra era de Doc —replicó Ham—. Esto demuestra que se vió con la joven —Suspiró, añadiendo—. ¡Eres el tipo más incrédulo que he conocido en mi vida!

Long Tom se encogió de hombros.

—Sigo desconfiando —rezongó.

Ham no desconfiaba, pero también estaba preocupado por las instrucciones que, al parecer, Doc Savage diera a la muchacha.

En primer lugar, ¿cómo sabía Doc que aquella isla solitaria se hallaba cerca de los estrechos de Davis, a muchas millas de la costa de Groenlandia? ¿Por qué iba allí?

Además, ¿por qué razón Doc no había intentado ponerse en contacto con ellos?

Era un misterio.

Pero Ham hubiera comprendido esa parte del misterio, de haber sabido qué pasajero llevaba Doc en su aeroplano.

EL pasajero era un cautivo, que iba, atado de pies y manos, sentado junto al gigante de bronce. También estaba sujeto al asiento. Los dos animalejos, "Habeas" y "Química", también iban en el puesto de pilotaje.

La cabina del aparato indicaba que allí se había librado una batalla. Cajas y maletas estaban tiradas por el suelo.

El hombre que se hallaba sentado al lado de Doc Savage tendría un metro ochenta de estatura. Tenía en la cara una vieja cicatriz producida por un cuchillo.

Doc Savage encontró al sujeto escondido en el aparato, en el campo cercano a la finca de Mayfair. Hubo una tremenda batalla. Sometido al fin el individuo, Doc le administró el suero de la verdad.

EL suero de la verdad era un producto descubierto por el gigante de bronce.

Administrado a un hombre que se resiste a hablar, le pone el alma abierta, ansiosa de liberarse, dispuesta a las declaraciones fáciles.

El cautivo, que al parecer se llamaba Waldo, había hablado de una isla solitaria, situada cerca del estrecho de Davis, frente a la costa de Groenlandia.

El individuo intentó, desesperadamente, ocultar la información. Tuvo la fuerza de voluntad de no revelar nada más, cuando Doc le halló escondido en el aeroplano y le administró el suero de la verdad.

Pero, al mencionar la solitaria isla, a Waldo se le escapó algo relacionado con Monk. No gran cosa; lo suficiente para que Doc Savage supiera que Monk estaba prisionero en la isla situada a mil millas al Norte.

Doc le administró otra inyección del suero de la verdad y el cautivo perdió el conocimiento.

Poco después el gigante de bronce se encontró con Annabelle Nickerson, antes de partir rumbo a la isla cercana al Círculo Ártico.

Hacía horas que Doc Savage pilotaba el aparato. Y hacía unos momentos que Waldo, el cautivo, había recobrado el conocimiento.

Por la mirada vaga de los ojos del sujeto, era evidente que sentía aún los efectos del suero.

Doc dijo:

—Me hablaste de la isla de los estrechos de Davis. ¿Por qué llevaron allí a Monk?

EL cautivo se quedó sorprendido al encontrarse atado al asiento. Miró preocupado hacia la ventanilla y preguntó:

—¿Dónde estamos?

—Dentro de unos momentos —contestó—, estaremos encima de la Isla de la Muerte. Es el lugar que mencionaste cuando estabas bajo los efectos de la droga.

—¿De la droga?

Doc Savage le habló del suero de la verdad.

—Y hablaste —explicó.

Waldo, a pesar de su corpulencia y aire beligerante, se asustó.

—¿Qué le dije? —exclamó, receloso.

—Que uno de mis ayudantes llamado Monk está prisionero en la Isla de la Muerte —respondió Doc Savage, tranquilamente.

Waldo hizo un esfuerzo para callar, pero sentía aún los efectos del suero. Y farfulló:

—Sí, está prisionero.

—¿Por qué lo llevaron allí? —interrogó Doc.

—Van a obligarle a que ayude...

Waldo se interrumpió, intentando callar lo que iba a decir. Era evidente que luchaba contra los efectos finales de la droga. Tenía la frente perlada de sudor.

—¡No hablaré! —exclamó finalmente.

Fue imposible hacerle revelar lo que estuvo a punto de decir acerca del peludo químico.

Dentro de media hora oscurecería, pues eran cerca de las diez de la noche.

Doc Savage divisó la isla, que estaba separada de tierra firme por centenares de millas de mar.

La Isla de la Muerte era un nombre apropiado para aquel lugar. Desde la altura en que volaba el gigante de bronce, podía ver que estaba compuesta, principalmente, de una gigantesca sábana de hielo. La extensión de la isla era muy grande.

Doc Savage calculó que tendría cien millas de largo por cincuenta de ancho.

La sabana de hielo, sembrada de cerros, extendíase desde el centro de la isla hacia fuera.

Doc Savage perdió altura descendiendo sobre una línea de la costa. La zona costera, más baja que el interior de la isla, presentaba partes herbosas, mejor dicho, estaba llena de arbustos.

El aire no era frío.

Esta isla, calculó Doc Savage, sería algo similar a Groenlandia, situada a unas doscientas millas al Este. En los meses de verano —estaban en agosto, el clima era benigno. Hasta en Groenlandia cultivaban lechugas y zanahorias en el estío.

En una cosa se diferenciaba: no había señales de que estuviera habitada.

Doc Savage continuó descendiendo y voló en dirección al Sur, a lo largo de la línea costera occidental. Distinguió numerosos fiords. El hielo cubría la isla a pocas millas al interior.

Doc contempló a su cautivo.

—¿Monk está prisionero ahí? —le preguntó.

Waldo asintió.

—No hay más que un par de hombres en ese lugar —dijo de mala gana—. Y algunos esquimales.

—¿En qué parte de la isla? —quiso saber Doc.

—Siga volando hacia el Sur y lo veremos dentro de un momento.

Oscurecía rápidamente. Quedaba poco tiempo si querían encontrar el lugar a que Waldo se refería.

Pero al cabo de un rato el cautivo inclinase hacia la ventanilla, diciendo:

—¡Ahí está! Es aquella caleta o desembocadura de un río.

Doc miró.

Hubiera sido fácil pasar el lugar sin divisarlo. Pero volando bajo, distinguió las chozas y los botes kayaks varados en la playa. Pronto divisaron a varios hombres.

Waldo dijo:

—Son los esquimales. Ignoran que su ayudante está prisionero. No están enterados de nada.

El hombre de bronce no hizo ningún comentario. Bajo los efectos del suero de la verdad, el individuo había facilitado ciertos detalles. Pero ¿qué había callado?

Lo que allí había era un enigma.

Doc voló dos veces sobre el lugar de aspecto desolado y luego descendió hasta que casi rozó las aguas del mar. Había varias docenas de kayaks en el agua ahora, que habían sido botados para investigar el misterio del gigantesco pájaro, que así llamaban al aeroplano. Unos esquimales se hallaban en los botes.

Los esquimales eran inofensivos. Tal vez Doc podría alistarlos para buscar a Monk. Había a lo menos veinticinco hombres en los kayaks, y parecían tener mucho interés en ver quién estaba en el aeroplano. Doc posó el aeroplano sobre las aguas, deslizándose hacia los kayaks que se aproximaban, y luego paró los motores. Soltó un ancla y saltó a un ala. Habían llegado a tiempo, pues era ya casi de noche.

Los esquimales acercábanse en sus pequeños botes.

Doc volvió al puesto de pilotaje y soltó al cautivo, diciéndole:

—¡No intente escapar!

Waldo miró al gigante de bronce y asintió con la cabeza.

Doc saludó en la lengua de los esquimales.

Hubo respuesta. En inglés, y el que contestó gritó:

—¡No te muevas, Doc Savage, o te acribillaremos!

Sonó un tumulto de voces y gritos de excitación.

Alguien chilló.

—¡Doc Savage ha caído en la trampa!

Los kayaks estaban ya muy cerca. Lo que el hombre de bronce tomara por esquimales de oscura piel, eran pistoleros de faz patibularia que se habían pintado la cara de oscuro. Aparecieron numerosas pistolas.

Doc se volvió hacia el hombretón que había sido su cautivo. La expresión del rostro del hombre de bronce aterró al individuo, que gritó lleno de espanto:

—¡Estad alerta! ¡Vigilad a Doc Savage!

Una pistola rugió. La bala rozó la cabeza del gigante de bronce. Alguien gritó:

—¡Ríndete, Doc Savage!

Pero el gigante de bronce, lanzándose al agua, desapareció debajo de la superficie.

El agua estaba fría como el hielo, pero Doc se encontraba en excelente forma y pudo resistir la baja temperatura.

Salió a la superficie a unos ciento cincuenta metros de distancia, echó una mirada en torno suyo, y volvió a zambullirse.

Los hombres de los botes habían estado gritando furiosamente. En la playa, numerosos individuos vigilaban y encendían antorchas.

Doc se dirigió a la costa rocosa. Salió a la superficie dos veces más. Probablemente la oscuridad le salvó la vida; no le veían.

Pero sabían que, tarde o temprano, el gigante de bronce tendría que poner pie en tierra.

La tercera vez que salió a la superficie vió que los hombres, llevando antorchas encendidas, se extendían en todas direcciones, registrando la caleta y sus alrededores.

Dentro de breves instantes llegarían al lugar donde se hallaba. Zambullóse una vez más y nadó furiosamente hasta que sus pies tocaron fondo. Luego, silenciosamente salió del agua y ganó la costa rocosa. Los perseguidores se aproximaban.

Pero Doc Savage, con pasmosa rapidez, trepó las rocas. Su figura se fundió con las tinieblas de la noche. Retiróse rápidamente de la costa.

Sus perseguidores gritaban furiosos. Encendieron más antorchas. La persecución continuaba.

La cuestión era: ¿encontraría un lugar donde esconderse y podría sobrevivir en esta isla yerma y desolada?