CAPÍTULO I

LOS SECUESTRADORES

EL automóvil era muy largo, bajo de carrocería y veloz. Su conductor, casi tan ancho como alto, ocupaba la mayor parte del asiento delantero. Y el elegante sujeto que le acompañaba, iba estrujado contra la portezuela derecha.

El coche emergió de una calle transversal y penetró en la Quinta Avenida, casi arrancando los parachoques de otro coche que estaba parado cerca de la esquina.

En el rostro del achaparrado conductor dibujóse una sonrisa al contemplar la anchurosa avenida.

—¡Está desierta! —exclamó alborozado—. ¡Fíjate!

Era cierto En aquella avenida, la de mayor tránsito de Manhattan, no se veía un solo vehículo. Y sin embargo debiera estar imposible de tanto tránsito en esa hora de la mañana.

Al conductor aquello le pareció una cosa increíble.

Pisó el acelerador a fondo y el coche se deslizó, a toda velocidad, por el centro de la avenida.

El automóvil era un modelo abierto y el sujeto elegantemente vestido que iba sentado junto al conductor tuvo que agarrar su sombrero gris con una mano mientras con la otra asía un delgado bastón negro.

—¿Quieres que nos rompamos la crisma? —gritó iracundo.

EL conductor estaba preocupado.

—¡No olvides —replicó—, que debemos encontrarnos con Doc —Consultando su reloj, añadió:— Llevamos diez minutos de retraso.

Un agente de tránsito desde el centro de la avenida agitó una mano.

El conductor moderó la marcha, pero no paró; pasó velozmente el cruce.

El elegante compañero del conductor mugió:

—¡Ese agente te hizo señal de parar!

—¡Que se vaya al diablo! —gritó el conductor—. El disco verde indica paso libre, según las ordenanzas. ¿A santo de qué había de parar?

En la esquina siguiente la luz del disco también era verde, otro policía agitó un brazo ordenando al conductor que parase.

Tampoco ahora obedeció éste: continuó su vertiginosa marcha.

Más adelante, las luces eran también verdes.

A pesar de ello en todas las esquinas había el agente de tránsito que intentaba hacer parar al coche.

El hombre del bastón se ahogaba de rabia. Dirigiendo una mirada homicida al conductor, chilló:

—¡Esos agentes nos quieren parar! ¡Es extraño que no haya tránsito!

—¡Mucho mejor! —repuso el chaparroso conductor—. ¡Qué suerte! ¡Tenemos toda la calle para nosotros! Y...

De pronto contuvo el aliento, alarmado. Su compañero también se sobresaltó.

—¡Mira! —exclamó.

En el cruce de la calle Cincuenta y nueve, un grupo de agentes de tránsito formaban una infranqueable barrera, de acera a acera, interceptando el paso.

Por fuerza había que parar, si no quería atropellar a alguno de los agentes.

Uno de éstos lucía galones —era un sargento— y dirigió una mirada amenazadora al conductor.

—¿No sabe leer? —rugió.

—¿Leer? —preguntó el interpelado—. ¿Leer, qué?...

—¡Las señales, idiota! —explicó el policía.

Agitando un brazo, indicó los carteles atados a los faroles.

Las señales decían:

"Prohibido el estacionamiento en esta manzana"

—¿Qué dice? —tronó el sargento.

—¿Qué digo? —replicó el conductor.

Su compañero le hurgó las costillas, al tiempo que le susurraba:

—¡Calla, estúpido!

—¡Saque de la Avenida ese cacharro! —aulló el sargento—. Hay un desfile, y la Avenida ha de quedar despejada de tránsito. ¡Lárguese inmediatamente!

Iba a girar hacia la derecha, pero el sargento le ordenó que lo hiciese hacia la izquierda. El conductor encogiéndose de hombros, obedeció las instrucciones.

Pero cuando se retiraba, preguntó a su elegante compañero:

—¿Qué hacemos? Tenemos que encontrarnos con Doc en ese edificio de la Avenida.

—Baja por Madison y estaciona cerca de la Cuarenta y Ocho. Probablemente tendremos que caminar.

—Y llegaremos tarde —añadió el conductor, preocupado.

A ambos lados de la calle, que conducía a la Quinta Avenida, había docenas de agentes de tránsito.

—¡Parece que todos les agentes de Nueva York están de servicio para este desfile! —rezongó el conductor—. ¿Que será?

—Ahora recuerdo —dijo su compañero—. Sólo que me imaginaba que se celebraba en Broadway. Se trata de un desfile en honor de cierto sujeto que ha volado alrededor del mundo. Los que trabajan en esta zona de Nueva York hacen fiesta.

El conductor intentaba doblar en todas las esquinas que conducían a la Quinta Avenida.

Pero al instante un ejército de policías le salía al encuentro ordenándole que siguiera adelante.

En la calle Cuarenta y ocho encontró un sitio para estacionar su coche.

—Vamos —dijo.

—Vamos —repitió su elegante compañero.

Los dos hombres saltaron a tierra.. Formaban una extraña pareja y los transeúntes les miraban, con curiosidad.

Uno era esbelto, de cintura tan delgada como una avispa. Vestía traje de mañana, que sin duda salió de una de las mejores sastrerías de Nueva York.

Parecía un figurín. Llevaba el bastón de caña negra y fina, un bastón-estoque. Tenía la nariz larga, los ojos brillantes, boca grande y labios fáciles de orador.

En cambio, su compañero, el conductor, era grueso y achaparrado. Parecía ser el sucesor inmediato de un gorila, y como un gorila caminaba. Las enormes manos velludas le colgaban hasta más abajo de las rodillas.

Sus ojos, pequeñísimos y hundidos, semejaban brillantes estrellas incrustadas, muy hondo, en un cartílago. Tenía la piel cubierta de una capa de vello, sólo ligeramente más suave que el de alambre de púas.

Una de sus orejas —estaba agujereada como para llevar pendientes, con la diferencia de que la perforación tenía el tamaño de un agujero abierto por una bala de rifle.

Los dos amigos discutían acaloradamente mientras se aproximaban a la Quinta Avenida.

—¡Oso peludo! —gritaba el dandy, asiendo con ambas manos el bastón de caña negra y fina, pues pretendía, por lo visto, agredir a su simiesco compañero—. ¡Frustrado orangután! ¡Bala perdida!

—¡Picapleitos del demonio! —chillaba el conductor, con su vocecilla débil y dulce, en contraste con su cuerpo de simio.

—¡Engendro de la Naturaleza! —vociferaba estentóreamente el abogado—. ¡No debiste abandonar la jungla!

Monk iba a replicar airadamente, pero se contuvo: las aceras estaban atestadas de gente y había que abrirse paso.

Los escaparates estaban protegidos para evitar que la gente los rompiera cuando pasase el desfile. Imperturbable, el peludo conductor abrióse paso a codazos entre la multitud. Y por el hueco que él abría, seguíale su compañero.

Pero, al aproximarse al bordillo, les fue más difícil avanzar. La gente les daba fuertes empujones.

—¡Hum! —gruñó el peludo conductor a su compañero—. ¿Quieres hacer el favor de no pisarme?

Su elegante compañero encogióse de hombros.

—Probaré —prometió—. Pero este paseo resulta pesado.

Esto reanudó la acalorada discusión.

—¿Cuándo dejarás de hacer chistes estúpidos? —le increpó el simiesco conductor.

—Me adapto a la compañía, Monk —repuso el dandy.

El peludo Monk quiso asestar un puñetazo a su compañero, y por poco derriba a un espectador.

Procedente del fondo de la Avenida, no muy lejos, oíanse ya los acordes de la banda, y el paso tumultuoso de los hombres que desfilaban.

EL espectador, a quien por poco derribara Monk, protestó violentamente, y Monk le dio un fuerte empujón.

Ham intervino para apaciguar los ánimos, acallando las frases de amenaza y maldiciones.

Inmediatamente acudieron al lugar del tumulto varios policías que asieron del brazo al peludo Monk.

—¡Hey! —gritó un agente—. ¡Atrás! ¡No puede usted salir de la acera!

Monk le dirigió una mirada colérica.

—¡Tenemos que cruzar! —chilló—. ¡Un amigo nos espera al otro lado!

Uno de los policías le miró con asombro.

—¡Qué gracioso! —exclamó. Y le amonestó, ordenando:— Nadie puede cruzar.

Monk intentó pasar por el lado del agente que le había amonestado; más, de pronto, detúvose en seco, sorprendido.

A lo largo del bordillo había alineados docenas de agentes, uno junto a otro.

Era imposible pasar.

Monk gruñó malhumorado:

—¡Ya es tarde! Probablemente Doc nos está esperando.

Pero el hombre del traje marrón no aguardaba: dirigíase al piso doce del edificio de oficinas.

El ascensorista dio un respingo al verle entrar en la jaula. Era un gigante de líneas bien proporcionadas. El rostro, de amplia frente, nariz recta y boca firme, denotaba una fuerza extraordinaria. Los tendones del cuello, semejantes a cables de acero, indicaban una fuerza hercúlea.

Salió del ascensor al llegar al piso doce; cruzó el pasillo y detúvose delante de una puerta donde, en letras doradas, leíase:

JAMES ADDISON Ingeniero

James Addison era, sin duda, el más famoso constructor de puentes de toda América, y tal vez del mundo entero. Era multimillonario.

Había sido él quien telefoneara a Doc Savage, rogándole que fuese a su oficina a las diez de la mañana de aquel día.

Doc Savage era el hombre del traje marrón. Tenía sus razones para disfrazarse.

Con motivo del desfile, grandes multitudes desfilarían por la Quinta Avenida; corría, por esa circunstancia, el riesgo de ser reconocido por alguien.

Y a Doc le desagradaba la publicidad. Para evitar que le reconocieran, habíase puesto el traje marrón y una peluca negra.

Abrió la puerta y penetró en una espaciosa oficina, lujosamente amueblada.

El lugar parecía más bien un hall de Hotel que la entrada a un despacho.

No había nadie detrás del pupitre de la recepcionista.

Cruzó la amplia oficina, hacia la abierta puerta de una habitación contigua.

Detúvose en el umbral. En el interior, en esta antesala que era la oficina exterior, había dos o tres mesas evidentemente utilizadas por las taquimecanógrafas.

La habitación estaba desierta.

En ese momento, por las abiertas ventanas penetraban los acordes marciales de una banda de música.

Un tremendo alarido, lanzado por la multitud que llenaba las calles, apagó los acordes de las trompetas.

Sonó también un grito desde el pasillo que conducía a la oficina.

Doc Savage volvió al pasillo; vió a varios empleados y mecanógrafas asomadas en las ventanas. Mirando por encima de los hombros de éstos, había dos ascensoristas.

Parecía como si todo el mundo mirase el desfile. Hasta los ascensoristas se asomaban; al parecer, creían que, durante unos minutos, nadie requeriría un ascensor.

Doc Savage acercóse al grupo de mirones y se dirigió a una mujer de mediana edad, que él recordaba era la secretaria particular de James Addison.

Ella miraba en torno suyo cuando él se aproximaba, y dio un respingo al ver su gigantesca figura.

Llevando a la mujer a un lado, Doc dijo:

—Es usted la secretaria de James Addison, ¿verdad?

La mujer asintió con la cabeza.

—Mister Addison —siguió diciendo Doc,— me citó por teléfono para las diez de esta mañana.

La secretaria miróle asombrada.

—¡Imposible! —exclamó.

No había reconocido al hombre de bronce.

—Había dado cita a Clark Savage, júnior —explicó Doc.

Esta vez la secretaria lanzó una exclamación de asombro. Reconoció a Doc Savage.

—¡Eso es! —exclamó—. Me pareció extraño. ¡Usted es Doc Savage!

Doc asintió.

—Debe ser una equivocación —continuó la secretaria—. Míster Addison está fuera de Nueva York desde hace tres días, y no regresará hasta mañana. De haberle citado, yo lo sabría...

—Gracias —dijo Doc.

Y desapareció por el fondo del pasillo.

La secretaria le siguió con la mirada; luego, atraída por el ruido de la calle, volvió presurosa a la ventana.

Doc regresó a las oficinas de James Addison. Cruzó la sala de recepción y la antesala y asió el pomo de la puerta del despacho interior.

No estaba cerrada con llave. Entró.

Era una habitación amueblada con extraordinario lujo. Una maciza mesa de escritorio estaba en un rincón; detrás de ella no había nadie.

De pronto, el cuerpo de Doc Savage se tensó.

Era extraño que no hubiese tal cita. ¿Seria una emboscada?

Al girar sobre sus talones, se encontró con un hombretón que empuñaba una pistola. Oyó rumor de cuchicheo procedente del otro lado del despacho, y dio media vuelta rápida.

Dos hombres, que habían estado ocultos detrás de la mesa de escritorio, se habían incorporado.

Empuñaban sendas pistolas.

Otro individuo surgió de lo que parecía ser la puerta de un armario, situado a un lado del despacho. También éste encañonó a Doc Savage.

Reinó mortal silencio durante unos segundos.

Cerrando la puerta tras de sí, Doc había impedido que el ruido del desfile callejero llegase al despacho.

Un reloj tictaqueaba quedamente; era el único ruido que se oía.

Uno de los hombres que estaba detrás de la mesa, exclamó:

—¡Lo calculamos al minuto!

Indicó una puerta que había al otro lado del despacho, y que evidentemente conducía a un pasillo.

—¡Andando! —exclamó el jefe de la pandilla—. ¡No baje las manos! Y recuerde que, con el ruido de la calle, nadie oiría el estampido de un tiro.

Doc Savage había caído en la trampa.

Los cuatro pistoleros se situaron en lugares desde donde no pudiesen errar el tiro.

Le ordenaron salir al pasillo.

Frente a la puerta, a la vuelta de un recodo, había abierto, un espacioso montacargas.

Seguido de dos pistoleros, que le encañonaban por la espalda, Doc Savage penetró en la jaula.

Un quinto pistolero aguardaba dentro, y sonrió al entrar el hombre de bronce.

El ascensorista, atado y amordazado, yacía en el suelo de la jaula.

Inmediatamente cerráronse las puertas, y el quinto pistolero oprimió un botón.

El montacargas descendió en dirección al sótano.

Alguien dijo:

—¡Menudo secuestro!

Y otro añadió:

—¡Este personaje será una mina! ¡Menudo secuestro! —confirmó.