Capítulo 16

—Por todos los dioses, señor Hugh, verle perder los calzones por el pimpollo de otro hombre es más de lo que puede soportar un hombre decente.

James volvía a murmurar para sí, con el tono de voz justo para que lo oyeran «por casualidad». Claire le lanzó una mirada asesina y Hugh salió del ensimismamiento del intercambio de cálidas miradas con Claire, pero pareció cohibirse de repente y se volvió hacia su criado.

—¿Es que no tienes nada mejor que hacer que quedarte ahí plantado dándome la tabarra, viejo?

—Oh, sí, siempre puedo afanarme en organizar los detalles de nuestro funeral. Porque así es como va a terminar esta locura, ya lo verá.

Hugh lo miró con los ojos entrecerrados.

—Como sigas haciéndote el listo vas a acabar de patitas en la calle.

James bufó; era obvio que la amenaza no le había impresionado mucho.

—Usted hará lo que quiera, claro, como siempre. Si ha habido alguna vez un tipo más terco, imprudente y desconsiderado...

Al criado se le fue apagando la voz hasta convertirse en un murmullo ininteligible. Se acercó a la mesa, cogió el tazón de té y el plato con lo que parecía un trozo de pan y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta.

—Puedes dejar la cena de la señora — protestó Hugh con un tono sorprendentemente suave mientras, con los brazos cruzados, observaba a James.

—No la quiero — le aseguró Claire con un estremecimiento.

—Algunos tienen que aprender la lección por las malas por mucho que uno intente avisarles — dijo James al llegar a la puerta mientras le lanzaba a Hugh una elocuente mirada.

Y después, tras echarle otra mirada feroz a Claire, salió del camarote.

En lugar de estar enfadado, como habría esperado Claire, Hugh la miró con una sonrisa triste.

—Tienes que disculpar a James. A veces tiende a excederse en sus cuidados.

Puesto que ella también tenía experiencia en lo que a criados gruñones y devotos se refería (en su caso se trataba de su adorada Twindle), Claire comprendió el dilema de Hugh y, de repente, se sintió menos molesta con James de lo que merecían las calumnias que el criado le había proferido.

—Mi anciana niñera es igual que él. Se comporta conmigo como si yo no tuviera más de seis años. — Al pensar en Twindle se acordó también de Gabby y Beth. No podía dejar que se preocuparan por ella ni un segundo más de lo imprescindible, así que miró a Hugh con expresión suplicante—. Tengo que hacer llegar un recado a casa, decirles que estoy sana y salva.

Hugh la miró por un momento con expresión inescrutable. Después asintió con brusquedad.

—De acuerdo. Pero antes de mandar recado a nadie tienes que desembarcar y antes que eso debes vestirte.

Una idea muy razonable, aunque de repente Hugh le pareció distante, como si se apartara de ella de un modo sutil. No obstante, Claire no tuvo tiempo de desentrañar aquel repentino cambio de humor. El barco cabeceó y se le revolvió el estómago. Claire luchó contra un impulso casi abrumador de derrumbarse otra vez en la litera y se aferró a la cama de arriba mientras veía, horrorizada, que el farol comenzaba a trazar un arco perezoso hasta el límite de la soga que lo sostenía. Primero, comprendió Claire, tenía que desembarcar. Si no lo hacía, si el cabeceo y las guiñadas empezaban otra vez, bueno, prefería no pensar en ello.

—Vístete — le ordenó Hugh.

Claire lo observó mientras trataba de ahogar una arcada y vio que, de repente, había dejado de ser el hombre que le parecía que se preocupaba de ella y se había convertido en un desconocido de ojos duros. Recordó que casi no sabía nada de él, salvo que la tenía por completo a su merced. Así pues, no tendría más remedio que acatar cualquier orden que él le diera.

Aquel aparente vínculo que habían forjado entre ambos no era en realidad más que una ilusión forjada por una combinación inesperada de atracción física y cercanía obligada, y Claire tenía que recordárselo constantemente. No serviría de nada depender demasiado de él.

—Si quieres que me vista — le dijo con un tono de voz repentinamente gélido — tendrás que dejarme sola.

Hugh la miró. Pareció dudar durante un instante. Después se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.

—Vístete tan rápido como puedas — le dijo por encima del hombro—. Volveré a buscarte dentro un momento. Y atranca la puerta cuando yo salga.

Claire asintió. Cuando Hugh salió del camarote, la joven se acercó a la puerta pensando que era una buena recomendación. Incluso en caso de que no hubiera ninguna amenaza real, al menos tendría cierta privacidad.

Mientras atrancaba la puerta, Claire oyó con claridad la voz de James al otro lado. Debía de regresar al camarote justo cuando Hugh salía.

—Esas enaguas lo están tomando por tonto, señor Hugh, ¿es que no lo ve? — James parecía enfadado y angustiado—. Es una belleza, lo admito, pero estamos hablando de su vida. Ah, y también de la mía, si a eso vamos.

—No va a pasar nada. Te digo, James, que esa chiquilla no es más Sophy Towbridge que yo — replicó Hugh con voz apagada.

—Sí, de eso lo ha convencido a usted pero...

Era obvio que mientras hablaban se alejaban de la puerta, así que Claire no pudo escuchar ningún comentario más. No importaba. Ya tenía una idea bastante clara de la situación. Se podía decir que Hugh la creía y James no; y, al parecer, el criado estaba decidido a convencer a Hugh para que cambiara de opinión.

¿Lo conseguiría?

Pero no tenía tiempo para preocuparse por eso. No tenía tiempo más que para vestirse. Todavía se sentía enferma, mareada, con el estómago revuelto y la sensación de que tenía las rodillas de goma. Sobre todo y ante todo, tenía que desembarcar.

Igual que la noche anterior, cuando Hugh lo había llamado para que la ayudara, James había puesto una jarra de agua y una jofaina en un lavamanos que había bajo el armario y hacia allí se dirigió Claire. Esa vez incluso había colocado un cepillo junto a la jofaina además de algunas de sus horquillas, que al parecer habían recuperado de entre sus ropas o del suelo, y que Claire descubrió con una oleada de placer cuando revisó los artículos que le habían proporcionado para su aseo. También había jabón, una toalla, polvo de dientes y un pequeño espejo de mano. Un uso abundante de jabón (simple potasa sin aroma que podría haber sido la mejor pastilla de olor por todo lo que Claire la disfrutó) y del polvo de dientes le hizo sentirse mucho mejor. Nada de lo que le pudiera hacer al pelo en el poco tiempo que tenía podía considerarse elegante, pero al menos podía desenredarlo. Tras cepillárselo hasta que éste crujió, se lo recogió en un moño precario en la nuca (no tenía suficientes horquillas para sujetarlo bien), lo que le hizo sentirse todavía mejor. Cuando empezó a pelearse con la ropa (las costuras del corsé estaban decididamente húmedas, al igual que el borde de la enagua y el cuello y las mangas abombadas del vestido, pero, con todo, aquella ropa le iba bien y era suya) ya casi volvía a sentirse ella misma.

Todavía estaba luchando por abotonarse el maldito vestido a la espalda cuando alguien llamó a la puerta.

—Déjame entrar — ordenó Hugh.

Claire se acercó descalza a la puerta y se dio cuenta de que no lamentaba dejar de pelearse con los botones. Empezaba a sentirse otra vez bastante mal y estaba dispuesta a dejar el barco con el vestido medio desabrochado si con eso volvía a sentir tierra firme bajo sus pies.

Le costó desatrancar la puerta y, cuando levantó la barra, que pesaba más de lo que recordaba, estuvo a punto de derrumbarse en el suelo. Nerviosa, se dio cuenta que cada vez tenía más náuseas. Después, cuando se apartó de la puerta y entró Hugh, supo por qué.

Nuevamente, el farol se balanceaba de la cadena como un loco.

—Tengo que bajarme de este barco — dijo a modo de saludo al tiempo que se colgaba de la puerta para no caerse; pero la muy traicionera se balanceaba igual que todo lo que tenía a la vista.

—Tienes el semblante de color verde. — La mirada de Hugh se deslizó sobre ella y entendió de inmediato la situación. Al menos tuvo la elegancia (o el buen sentido) de no sonreír—. ¿Qué, aún no has terminado de vestirte? El barco está atracando, de ahí el movimiento que sientes, y tenemos que estar listos para desembarcar en cuanto echen las amarras. Ven, déjame ayudarte.

Le envolvió la cintura con un brazo (Claire se apoyó en él, agradecida, y posó la cabeza en su fuerte hombro) y la acompañó al otro lado del camarote, donde los zapatos que James le había buscado todavía esperaban en la silla. Tras cogerlos, Hugh casi la sentó a la fuerza. Después hincó una rodilla delante de ella, le levantó un pie desnudo y frío, se lo apoyó en el muslo (la tela negra de los calzones era suave y ceñía los duros músculos de la pierna masculina, observó Claire) y procedió a ponerle el chapín. Las habilidades de James, o su conocimiento de las necesidades de una dama, al parecer no abarcaban la obtención de unas medias adecuadas, así que tuvo que meter el pie descalzo en el chapín y Hugh tuvo que deslizar los dedos entre la endeble parte posterior del zapato y el talón de la joven para acomodárselo. Más que consciente de que el farol todavía se movía sobre ella como un péndulo, Claire se conformó con dejarle hacer. Se sentía débil y cada vez tenía más náuseas, así que se quedó sentada con las manos en el regazo y observó mientras él le ataba las cintas negras de satén alrededor del fino tobillo con tanta eficiencia como cualquier doncella. Aunque nadie podría confundirlo con una doncella. La visión de aquellos dedos largos, morenos y tan masculinos sobre la piel cremosa de su pie y esa fuerza cálida moviéndose sobre aquella parte tan sensible de su cuerpo distrajo a Claire del estado cada vez más peligroso de su estómago, cosa que agradeció.

Si la noche anterior no lo hubiera detenido, a esas alturas sabría con certeza si todos los hombres eran iguales bajo las sábanas.

La idea la escandalizó. Pero lo que más la escandalizó fue darse cuenta de que, aunque el tiempo y el enfriamiento de la pasión deberían haber proporcionado un poco más de sabiduría a su criterio, casi lamentaba haber detenido el curso de sus pensamientos.

Bajó los ojos para mirarlo y vio que Hugh había inclinado la cabeza para atarle las cintas con un lazo holgado, y todas las razones que había tenido para detenerlo (era una dama, estaba casada y, aparte de todas esas consideraciones sobre la moral y el honor, había tenido un ataque de pánico) le parecieron de repente mucho menos importantes que el modo en que le hacía sentir hasta el menor roce de aquel hombre. Se le secó la boca al admitirlo. La noche anterior había deseado más que nada en la vida que la hiciera suya y, a pesar de todo, todavía lo deseaba.

—Estás pálida.

Hugh levantó la cabeza, captó la mirada de la joven sobre él y frunció el ceño.

Claire estuvo a punto de caerse de la silla cuando aquellos ojos grises sondearon los suyos. Él no podía saber lo que estaba pensado, se recordó la joven con frenesí... ¿verdad? Al tiempo que sus mejillas comenzaban a acalorarse, la expresión masculina le hizo sospechar que quizá aquel hombre podía leerle el pensamiento. Entonces el farol volvió a captar su atención. Por una vez bendijo al trasto por distraerla. Estaba balanceándose con más vigor que nunca. Al observarlo, el estómago de Claire empezó a revolverse al mismo ritmo. De repente, la idea de yacer con Hugh quedó desterrada por otras preocupaciones más inmediatas.

—Tengo que bajarme de este barco — dijo mirándolo a los ojos con auténtica desesperación.

Al ver las peregrinaciones del farol estuvo a punto de ponerse a vomitar otra vez.

—Falta muy poco para que estés con los pies en tierra firme — le prometió Hugh mientras bajaba los ojos para reanudar su tarea.

La joven lo observó, cada vez más angustiada, mientras él le introducía el segundo pie en el chapín. Fue rápido y dulce, y si sentía algo más que comprensión por la angustia de Claire mientras le rodeaba el tobillo con las cintas y se las ataba en un lazo, ella no se dio cuenta. Siempre se había mareado al viajar y había descubierto que, en el mejor de los casos, la mayor parte de la gente se mostraba impaciente con lo que consideraban una debilidad. David, por ejemplo, estaba bastante seguro de que lo único que hacía falta para encontrarse bien durante los viajes largos era fuerza de voluntad, una voluntad de la que ella carecía, según no dudó en informarle. Durante su último viaje juntos, del castillo de Hayleigh a Londres cuatro meses después de su boda, su marido le había dicho al cochero que azuzara a los caballos sin importarle que el violento balanceo resultante del carruaje, como bien sabía a aquellas alturas, garantizaba que su mujer acabara por ponerse enferma. Y cuando vomitó, lo único que dijo fue «Me das asco» en un tono de odio absoluto; después, en cuanto pudo, alquiló un caballo para cubrir el resto del camino a la ciudad. Ésa había sido la última vez que habían pasado cierto tiempo juntos. Desde ese momento, fue casi como si su marido se hubiera olvidado de su existencia.

A veces Claire se sorprendía preguntándose si las cosas habrían sido diferentes entre ellos si ella no se hubiera puesto enferma ese día. Como era lógico, sabía que la respuesta era no, pero seguía preguntándoselo. En realidad, de vez en cuando se le ocurría que ya ni le importaba.

—Lista.

Terminada su tarea, Hugh le volvió a poner el pie en el suelo, levantó la cabeza y le sonrió.

La joven intentó devolverle la sonrisa pero no debió de tener mucho éxito porque la frente del hombre se frunció. Después se levantó y, antes de que Claire se diera cuenta de lo que pretendía, la sacó de la silla, la cogió en brazos y la abrazó contra su pecho. A la joven le colgaban las piernas y las manos se aferraban con frenesí a sus masculinos hombros.

—¿Pero qué...? — le preguntó Claire con tono débil mientras se aferraba a él con todas sus fuerzas y lo miraba con los ojos muy abiertos.

Lo envolvía un aroma sutil y agradable a jabón. Tenía su rostro muy cerca y, mientras contemplaba aquellas mejillas delgadas y bien afeitadas, la nariz recta, los ojos grises y la boca que en aquel momento se curvaba en una sonrisa irónica, Claire sintió que la atracción volvía a alzar su fastidiosa cabeza. A pesar del estado de su estómago, que aquel hombre la cogiera entre sus brazos hacía que a ella le latiera el corazón mucho más rápido. Tenía unos hombros muy anchos, unos brazos duros y musculosos y parecía llevarla como si no pesara.

Se le aceleró la respiración cuando se dio cuenta de lo mucho que le gustaba que Hugh la cogiera en brazos.

—Creo que necesitas echarte.

Si Hugh era consciente de cómo le afectaba aquella fuerza natural, no dio señales de ello. En dos zancadas llegó hasta la litera y la tumbó sobre la cama. Cada vez más mareada, Claire se hundió en el fino colchón con un suspiro agradecido. Cuando posó la cabeza en la almohada, Hugh se irguió y la miró con una sonrisa triste y, después, se apretó el costado con cuidado.

—¿No te duelen las costillas? — le preguntó Claire, que se sintió un poco cohibida al recordar el puñetazo que le había dado la noche anterior.

—No tiene importancia.

Bajó la mano y le dio la espalda a la litera. Claire cerró los ojos. Comprendió que era verdad que necesitaba acostarse. Echada de espaldas al menos tenía una posibilidad de evitar humillarse otra vez.

—Toma.

No podía haber pasado más de un minuto y Hugh ya había vuelto.

Le puso un paño húmedo y fresco en la frente. Claire abrió los ojos y descubrió a Hugh inclinándose sobre ella y presionando la toalla, mojada y plegada en un pulcro rectángulo, contra su piel. La sensación era agradable, balsámica. Volvió a abrir los ojos y consiguió sonreír un poco cuando Hugh quitó la mano y dejó allí el paño.

—Gracias. ¿Ves? ¿No te había dicho que eras agradable?

Hugh gruñó y se sentó en el borde de la litera.

—No estés tan segura de ello. — Las miradas de ambos se encontraron y, de repente, Claire fue consciente, con un cosquilleo, de lo cerca que estaban. Estaban tan juntos que la cadera de él le rozaba el muslo. Incluso vio un pequeño corte en su mejilla, donde al parecer se había cortado mientras se afeitaba y percibió el leve aroma a jabón. Sus ojos grises la recorrieron de los pies a la cabeza—. ¿Crees que puedes darte la vuelta para que te abroche el vestido? Tenemos que estar listos cuando James nos avise.

—No me puedes abrochar el vestido.

A pesar de todo lo que había pasado entre ellos, Claire se escandalizó.

Hugh la miró, divertido.

—¿Por qué?

—Pues porque no — le contestó ella con firmeza.

Todos sus instintos, su educación, sus nociones sobre el decoro, todo gritaba: los caballeros no abrochan los vestidos de las damas. Punto.

Hugh alzó las cejas.

—Con que otra tontería de ésas, ¿eh? Déjame decirte, mi niña, que me vas a volver loco. Ahora date la vuelta y déjate de tonterías. A menos que quieras quedarte en este barco hasta que te salgan canas.

Y, con esa orden, Claire se tragó todas sus protestas y se dio la vuelta con cuidado de que no se le cayera el vivificante paño húmedo cuando le ofreció la espalda. Hugh abrochó los botones restantes del vestido con la misma eficacia con la que había lidiado con los zapatos. A Claire no le pasó desapercibida la intimidad de lo que estaba haciendo Hugh a pesar de la continua distracción del estómago revuelto. Que un hombre te abrochara el vestido era escandaloso, claro que le habían pasado tantas cosas más escandalosas desde que la habían sacado a rastras del carruaje, y eso, a pesar de todas sus protestas instintivas, era una simple bagatela. En cualquier caso, no se sentía mal compartiendo aquella intimidad con Hugh. Por mucho que lo intentara, era incapaz de sentir la menor vergüenza.

—¿Te encuentras mejor?

Hugh le abrochó el último botón y después le puso una mano en el hombro para darle la vuelta con suavidad. Se inclinó sobre ella, muy cerca, con una mano a cada lado de su cuerpo y había algo que no llegaba a ser una sonrisa en sus ojos cuando la miró.

—No.

Claire lo dijo con tal convicción que el otro se echó a reír. La joven se sujetó el paño húmedo en la frente como si fuera su única esperanza de salvación, aunque ya estaba a la misma temperatura que su piel y no le aliviaba demasiado. Pero al recordar cómo se había sentido antes de que él se lo diera, detestó la idea de renunciar a él. En ese momento estaba dispuesta a rendirse a cualquier cosa que evitara que volviera a vomitar.

—Tienes mejor aspecto. Estás pálida, pero con un color bastante interesante, en lugar de estar blanca como la barriga de un caracol.

Claire lo miró enfadada.

—Qué halagador.

—Me refería, claro está, a que estabas blanca como la más valiosa de las perlas. — La sonrisa se desvaneció del rostro masculino y sus ojos se pusieron serios—. De acuerdo, basta de tonterías. Necesito que me escuches un momento. Es importante.

Claire asintió con los ojos muy abiertos. Al ver que contaba con toda su atención, Hugh metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una pistola que levantó para que ella pudiera verla bien.

—Voy a darte esto. Quiero que la lleves contigo y si ocurre algo, si alguien intenta cogerte o hacerte daño, dispárale. No te lo pienses dos veces. Te has visto involucrada en algo que es más peligroso de lo que crees y tienes que estar preparada para defenderte en caso necesario. Y por el amor de Dios, esta vez, si alguien viene a por ti, aprieta el gatillo. El objetivo es evitar que la persona a la que dispares te haga daño y el mejor modo de conseguirlo es que muera.

Claire se quedó mirando la pistola con antipatía. Se parecía mucho a la que había utilizado para amenazarlo la noche anterior. Y enseguida comprendió que era la misma que había utilizado para amenazarlo la noche anterior. Reconoció el intrincado diseño de plata.

—Tienes suerte de que no siguiera ese consejo contigo. — Al recordar la debacle de la noche anterior, la joven hizo una mueca—. Claro que incluso si hubiese apretado el gatillo, no habría servido de nada. Cuando te apunté con ella no estaba cargada.

Toda la cólera que la había embargado hasta el momento emergió a la superficie.

La boca de Hugh se crispó con una sonrisa sesgada.

—Bueno, ahora sí que está cargada. Incluso dispara sin problemas. Yo mismo la he probado esta mañana en cubierta.

Oyeron un golpe rápido y después, antes de que cualquiera de los dos pudiera responder, se abrió la puerta y James entró en el camarote con una larga prenda negra en el brazo. Cerró la puerta y después hizo una pausa al verlos. Con el ceño cada vez más fruncido, miró a Claire, tumbada en la litera, y después a Hugh, sentado muy cerca de ella. Su expresión dejó tan clara su desaprobación como si hubiera pegado un grito.

—¿Lo has conseguido?

—Sí. — James señaló con la cabeza la prenda que llevaba en el brazo con una expresión tan agria como la voz. Se acercó a la litera, clavó la mirada en Claire y la condenó antes de volver a mirar a Hugh—. Parece que el tipo de los chapines se lleva a casa un baúl lleno de cosas bonitas para su novia. Este manto le ha costado media corona, señor Hugh.

Hugh esbozó una gran sonrisa.

—Tienes talentos inesperados, James. No tenía ni idea de que comprar prendas de mujer se contara entre tus muchas habilidades.

James respondió con una mueca y después se las arregló para desaprobar todavía más la actitud de los otros dos cuando se colocó junto a Hugh. Miró a Claire con expresión hostil antes de hablar.

—Nos estamos preparando para atracar — le dijo James a Hugh—. Si quiere bajarse rápido del barco, será mejor que nos movamos.

—Eso es lo que quiero. — Hugh le pasó la pistola a James y miró a Claire—. Tú no dejes de pensar en tierra firme, ojos de ángel.

Cuando James cayó en la cuenta del término cariñoso, dio la sensación de que se iba a atragantar con las palabras que no se atrevía a decirle a Hugh, mientras que éste, sin hacer caso a su criado, estiró el brazo y quitó el paño de la frente de Claire, hizo una bola con él y lo tiró a la jofaina. Después se levantó, la cogió por las manos, la sentó y a continuación la puso en pie. A Claire la cabeza empezó a darle vueltas en cuanto se enderezó y el estómago amenazó con soltar fuegos artificiales, pero se obligó a no hacer caso de las inquietantes sensaciones. La idea de bajarse del barco era una medicina tan potente como cualquier tónico. Si la recompensa era ésa, pensó, podía aguantar por lo menos un poco más.

—¿Todo bien?

Hugh todavía la sujetaba por las manos para que no se cayera. Lo tenía muy cerca y no dejaba de mirarla. La preocupación que vio en sus ojos la consoló todavía más y asintió con gesto resuelto.

—Ésa es mi valiente — dijo Hugh al tiempo que le soltaba las manos.

Claire se quedó allí de pie e intentó no echarle ni una mirada siquiera al balanceo del farol mientras Hugh cogía el manto de manos de James, lo sacudía y se lo ponía sobre los hombros. Después le ató los cordones bajo la barbilla como si fuera una niña pequeña a su cuidado. A pesar de la creciente angustia que sentía, la idea le hizo sonreír y, al verla sonreír, Hugh esbozó una gran sonrisa y le hizo una caricia bajo la barbilla como un anciano pariente, gesto que James contempló indignado. Y para mayor consternación del criado, Hugh procedió a quitarle la pistola y dársela a Claire.

—No la sueltes en ningún momento — le dijo mientras James abría los ojos, cada vez más alarmado—. E intenta que nadie más la vea.

—Señor Hugh... ¿pero qué...? — balbuceó James mientras, horrorizado, clavaba la mirada en la pistola.

—Por si le apetece pegarnos un tiro a uno de los dos — dijo Hugh muy serio.

James lo observó atónito.

—Le está tomando el pelo, por supuesto — le dijo Claire a James mientras le lanzaba una mirada llena de reproches a Hugh y se ceñía mejor el manto.

El manto estaba confeccionado de una lana negra, gruesa y práctica, con un leve olor a cerrado, resultado de haber pasado demasiado tiempo encerrado en un baúl. Era obvio que se había hecho para una mujer mucho más gruesa que ella pero, dadas las circunstancias, eso constituía una ventaja. Los pliegues eran lo bastante amplios como para ocultar la pistola si la sujetaba con una mano y se la pegaba al costado, que era lo que pensaba hacer. Si Hugh creía que tenía que ir armada, entonces se aferraría a aquella arma con todas sus fuerzas. Desde el día anterior había aprendido muy bien la lección, el mundo podía ser un sitio muy peligroso. Y ella, más que nunca, no tenía ningún deseo de morir.

—Soy lady Claire Lynes — añadió, dirigiéndose a James—. Le juro que es verdad. No tiene nada que temer.

James no parecía muy convencido. Los ojos de Hugh destellaron y sacudió la cabeza al contemplarla.

—Jamás lo convencerás, este hombre ve una calamidad detrás de cada puerta. — Estiró el brazo, le puso la capucha y se la colocó de tal modo que casi le ocultaba la cara. Claire lo miró con aire interrogante—. Eres demasiado guapa, gatita. No tiene sentido atraer más atención de la imprescindible.

James lo miró con gesto lúgubre.

—Gracias por la capa — le dijo Claire a James cuando Hugh se apartó de los dos. La joven le lanzó al criado una sonrisa con la esperanza de ganárselo. Que la consideraran una mujer de moral distraída, traidora y asesina en potencia era desalentador—. Y también por los chapines. Ha sido muy amable por su parte tomarse tantas molestias por mí.

—No lo he hecho por usted. — James señaló con la cabeza a Hugh, que parecía estar comprobando la pólvora de una segunda pistola a la luz del balanceo del farol—. Me había dicho que consiguiese lo que le faltaba si podía, y eso es lo que he hecho. — James miró a los ojos a Claire. La suspicacia de aquella mirada era inconfundible—. Se lo digo a la cara, señorita. Sin él ya estaría usted muerta. Le debe la vida. Sólo espero que lo recuerde.

Claire se quedó perpleja pero, antes de que pudiera responder, Hugh se reunió con ellos.

—De acuerdo, vamos. Queremos bajarnos del barco lo más rápida y discretamente posible.

—Bien. — James se acercó al armario, sacó un par de alforjas y se las echó sobre el hombro. Después levantó la cabeza y miró a Hugh—. ¿Cree que habrá problemas?

Hugh se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Claire, tú quédate entre James y yo.

Cuando Hugh la llamó con tanta naturalidad por su verdadero nombre, la joven contuvo el aliento. Después le sonrió, una sonrisa dulce y llena de encanto que le hizo abrir mucho los ojos. James, que los observaba, parecía como si acabar de tragarse un puñado de salmuera. Luego, Hugh cogió a Claire de la mano y se dirigió a la puerta. Momentos después, el pequeño grupo atravesaba el sorprendentemente atestado pasillo y trepaba por la escalera junto con marineros que, de uno en uno o de dos en dos, transportaban las cargas a cubierta.