Capítulo 33
No puedo decir que me levantara a la hora de la oración del muecín. Pero casi.
Ya salía el sol y se oían trinos de pájaros. No me dolía la cabeza. Los demonios se habían ido.
Después de despejar el suelo del cuarto de baño de papeles, me duché y dediqué un buen rato al maquillaje de fondo y al rímel. A las siete llamé a Ryan.
—Perdona por lo de ayer.
—Tal vez podríamos apuntarnos a una escuela de ballet.
—No lo digo por lo de la Coca-cola, sino por mi comportamiento.
—Tú eres una bella flor, un duendecillo cautivador, un ser encantador y…
—¿Por qué me aguantas?
—¿No soy el ser más galante y maravilloso de tu mundo?
—Eso sí.
—¿Y sexy?
—A veces soy insoportable.
—Sí, pero eres «mi» insoportable.
—Procuraré enmendarme.
—¿Con unas braguitas?
El tío es admirable. No se rinde.
Friedman llamó durante el desayuno. Kaplan quería decir algo sobre Ferris. Friedman se ofreció a recoger a Ryan y dejarme a mí el Tempo. Acepté.
Subí a la habitación y llamé a Jake, pero no contestó. Pensé que aún estaría durmiendo.
¿Esperar? Ni hablar. Llevo dos días esperando.
El Jerusalem Post está en Yirmeyahu Street, una arteria importante que arranca en la autovía a Tel Aviv para doblar después hacia los núcleos religiosos de Jerusalén Norte y confluir con Rabbi Meir Bar Han Street, famosa por sus activistas del Sabat, que apedrean a cualquiera que vaya en coche, judío o no judío; a esos tipos no les gusta que conduzcas en su día santo. Qué curioso: en mi extravío, el viernes había pasado a escasos metros de la sede del Post.
Aparqué y caminé hacia el edificio, mirando atrás por si había activistas o yihadistas. Por el plano que me había dibujado Jake, sabía que me encontraba en el barrio de Romena, en el extremo de Jerusalén Oeste. El «quartier» no era desde luego un destino turístico. Y me quedo corta. Era un barrio feísimo, repleto de talleres de coches y de solares vallados con montones de neumáticos viejos y piezas de automóvil oxidadas.
Entré en un largo rectángulo con una inscripción lateral de JERUSALEM POST. Desde el punto de vista arquitectónico, el lugar era tan acogedor como un hangar de aviones.
Tras superar numerosos controles de seguridad y sus respectivos shaloms, me indicaron que bajara al sótano. La encargada de los archivos era una mujer de unos cuarenta años, con un discreto bigote y maquillaje reseco en la comisura de los labios. Su cabello, rubio teñido, mostraba dos centímetros de raíz negra.
—Shalom.
—Shalom.
—Tengo entendido que ustedes guardan los artículos archivados por temas.
—Sí.
—¿Hay un dossier sobre Masada?
—Sí.
—¿Podría verlo, por favor?
—¿Hoy? —Su tono daba a entender que no pensaba dejármelos ni en broma.
—Sí, por favor.
—Aquí nos encargamos principalmente de informatizar los archivos.
—Es un trabajo agobiante —comenté, dejando caer los hombros en un gesto solidario—, pero inestimable.
—Tenemos material desde la época en que el periódico era el Palestinian Post.
—Comprendo. —Traté de obsequiarle con mi mejor sonrisa—: No tengo prisa.
—No se pueden sacar de aquí.
—Naturalmente —dije con expresión de repulsa.
—¿Trae dos documentos de identificación?
Enseñé mi pasaporte y el carnet de la Facultad. La mujer los examinó.
—¿Investiga para un libro?
—Pues no.
—Espere ahí. —Señaló una de las mesas largas de madera.
La Señora Archivista rodeó el mostrador, fue hacia una batería de archivadores metálicos grises, abrió un cajón y sacó una gruesa carpeta. Al dejarla en la mesa, casi sonrió.
—Tómese el tiempo que quiera, querida.
Los recortes estaban pegados en hojas en blanco. Había docenas. Los artículos tenían la fecha anotada al margen, y en algunos de ellos la palabra «Masada», en el titular o dentro del texto, aparecía rodeada por un círculo.
Al mediodía me había enterado de tres cosas importantes.
Primera: Jake no exageraba. Salvo la breve mención en la conferencia de prensa convocada después de la segunda campaña de excavación, los periódicos no se hicieron eco de los restos hallados en la cueva. El Jerusalem Post, en noviembre de 1964, había publicado una sección especial sobre «Masada», donde Yadin describía los sensacionales hallazgos de la campaña anterior: mosaicos, pergaminos, la sinagoga, los milvehs y los esqueletos del palacio. Pero ni una palabra sobre los huesos de la cueva.
Segunda: Yadin sabía lo de los huesos de cerdo. En un artículo de marzo de 1969 decía que entre los restos de Masada se habían encontrado huesos de animales, incluidos los de cerdo.
Además, Yadin señalaba que las autoridades del Ministerio de Asuntos Religiosos sugerían que tal vez habían llevado cerdos a Masada para eliminar las basuras. Al parecer, eso se había hecho también en el gueto de Varsovia en los años cuarenta del siglo XX.
No lo acababa de entender. Si los zelotes hubieran tenido problemas con la basura se habrían contentado con tirarla por el precipicio, y que los romanos se las apañaran.
Yadin no había desmentido su afirmación de 1969, porque en una entrevista con un reportero del Post en 1981 declaró que, en 1969, le había comentado al rabino Yehuda Unterman que no podía avalar que los restos de la cueva 2001 fuesen de judíos, porque estaban mezclados con huesos de cerdo.
Tercera: Yadin afirmaba que no se habían realizado análisis de radiocarbono sobre los restos de la cueva. En la misma entrevista de 1981, en la que hablaba de los huesos de cerdo, afirmaba que no había solicitado análisis de carbono 14 porque no era de su incumbencia hacerlo. Un antropólogo descartó esa posibilidad por su alto coste. Ésa era la entrevista que Jake recordaba.
Me recosté en la silla y reflexioné.
Era evidente que Yadin dudaba de que los restos de la cueva fuesen de zelotes judíos. Pero no había enviado muestras para someterlas al análisis de radiocarbono.
¿Por qué no? El análisis no era tan caro. ¿Qué sospechaba Yadin? ¿O qué sabía? ¿Se imaginaba él o alguien de su equipo la identidad de los restos de la cueva? ¿O de «Max»?
Volví a guardar las hojas en el archivador.
¿Y si Yadin o alguien de su equipo hubiera enviado muestras para el análisis de radiocarbono? ¿Podría alguien haber pedido un análisis de radiocarbono o de otra clase fuera del país para cubrirse ante la eventualidad de encontrarse con pruebas conflictivas?
¿Pruebas conflictivas sobre «Max»? ¿Habría enviado alguien a «Max» a París para ocultarlo? ¿Para hacerlo desaparecer?
Ahora sabía cuál sería mi siguiente paso.
Como en mi primera visita, me llamó la atención la similitud entre el campus de Mount Scopus y el de otras universidades. El sábado por la tarde estaba más desierto que Kokomo.
Pero el aparcamiento seguía siendo más difícil que en una audiencia con el Papa.
Dejé el Tempo en el mismo sitio donde Jake había metido el Honda y fui directamente a la biblioteca. Tras pasar un control de seguridad, pregunté dónde estaba la hemeroteca, localicé la revista Radiocarbon y saqué los ejemplares editados a principios de los años sesenta.
Encontré una sala de estudio y me puse a repasarlos, ejemplar por ejemplar. Tardé menos de una hora. Me recosté en la silla y cotejé mis anotaciones. Me sentía como una buena alumna que acaba de hacer un descubrimiento importante y no sabe cómo interpretarlo.
Volví a colocar las revistas en las estanterías y salí disparada.
Jake tardó una eternidad en abrir la cancela. Tenía la mirada apagada y su mejilla izquierda parecía un mapa de arrugas.
Le arrastré hasta dentro del piso, temblando de emoción por el descubrimiento. Él fue a la cocina y puso agua a hervir mientras yo reventaba de ganas de decírselo.
—¿Quieres unté?
—Sí, sí. ¿Conoces la revista Radiocarbon?
Jake asintió con la cabeza.
—He hecho una comprobación rápida en la biblioteca de la universidad. Entre 1961 y 1963, Yadin envió materiales de las excavaciones de Bar Kochba al laboratorio de Cambridge.
—¿De qué yacimiento?
—No sé si de las cuevas de Bar Kochba cerca del Mar Muerto de la rebelión fallida contra los romanos o del siglo segundo de la era actual. El yacimiento es lo de menos.
—Ajá —dijo Jake, echando las bolsas de té en las tazas.
—Lo que nos interesa es que Yadin envió materiales de sus excavaciones en Bar Kochba para que hicieran el análisis de carbono 14.
—Ajá.
—¿Me escuchas?
—Con los cinco sentidos.
—He repasado también el archivo sobre Masada del Jerusalem Post.
—Qué trabajadora.
—En una entrevista realizada en 1981, Yadin le dijo a un periodista del Post que no entraba en sus competencias encargar los análisis de radiocarbono.
—¿Y bien?
—Que se contradijo.
Jake se llevó la mano a la boca para encubrir un eructo.
—Yadin siempre afirmó que no se habían enviado muestras de Masada para el análisis de carbono 14, ¿no es así?
—Es lo que me consta.
—Pero Yadin sí que envió materiales de otros yacimientos. Y no sólo Yadin en Bar Kochba. Durante ese mismo período, otros arqueólogos israelíes utilizaron otros laboratorios. El laboratorio de Washington D. C. del Servicio Geológico de Estados Unidos, por ejemplo.
—¿Leche, azúcar?
—Leche. —Sentía ganas de zarandearle para despertarle—. Dijiste que en los años sesenta un diputado del Knesset insistió en que se habían enviado al extranjero esqueletos de Masada.
—Shlomo Lorinez.
—¿Lo ves? Lorinez debía de tener razón. Puede que se enviaran también fuera de Israel huesos de la cueva 2001.
Jake echó agua en las tazas y me tendió una.
—¿El esqueleto completo?
—Exacto.
—Es una simple conjetura.
—En su memorando, Hass habla de un total de doscientos veinte huesos, ¿de acuerdo?
Jake asintió con la cabeza.
—El esqueleto de un adulto normal consta de doscientos seis huesos. Por lo tanto, Haas no incluía a «Max».
—¿Quién es «Max»?
—«Max» de Masada. El esqueleto completo.
—¿Por qué le llamas «Max»?
—A Ryan le gustan las aliteraciones.
Jake enarcó una de sus espesas cejas, pero no hizo ningún comentario.
—Es evidente que Haas nunca vio ese esqueleto —dije—. ¿Por qué?
Jake dejó de remover la bolsita de té.
—¿Porque lo enviaron al Musée de l’Homme de París?
—Bienvenido al mundo de los vivos, Jake.
—Bonito eufemismo.
—¿A cuento de qué mantenerlo en secreto? —pregunté.
No esperaba respuesta.
—¿Y por qué al Musée de l’Homme si allí no hacen análisis de radiocarbono? ¿Y por qué un esqueleto completo? Basta con una pequeña muestra de hueso. ¿Y por qué ese esqueleto precisamente? Yadin nunca habló de él. Haas nunca lo vio.
—Siempre he dicho que en ese esqueleto hay más de lo que dicen.
—Tú me dijiste que ibas a preguntar a los Hevrat Kadisha si se habían llevado a «Max». ¿Lo has hecho?
—Dos veces.
—¿Y?
—Aún estoy esperando que me contesten —replicó sarcástico.
Estrujé la bolsita contra la cucharilla.
—El té te resultará más amargo así —comentó Jake.
—Me gusta fuerte.
—Pero estará más amargo.
Jake estaba tan despierto como su espíritu de contradicción.
—Casi prefiero que estés dormido.
Nos servimos leche y removimos la mezcla.
—¿Qué hay del ADN? —preguntó Jake.
—Hace días que no he comprobado mi correo electrónico. En el hotel es una pesadilla entrar en la red.
Era cierto, pero la verdad era que no esperaba resultados tan pronto. Y debo reconocer que, al no tener con qué compararlos, suponía que los datos del ADN de «Max» y del diente intruso de poco nos iban a servir.
—Cuando envié mis muestras de la tumba de Kidron, después de llamarte a Montreal, solicité a los dos laboratorios que te enviasen informes por correo electrónico. Pensé que necesitaría una intérprete.
¿Otra vez la paranoia de Jake? No hice comentarios.
—¿Por qué no pruebas? Hazlo desde mi ordenador. —Jake señaló con la barbilla el cuarto de archivo—: Yo voy a darme una ducha.
¿Por qué no? Llevé la taza junto al portátil y tecleé.
En mi cuenta tenía ya los informes de los dos laboratorios sobre el ADN.
Primero abrí el archivo de los huesos de la tumba de Kidron. Había alguna información, pero no me decía mucho. Supuse que cada número de las muestras correspondía a un osario o a un hueso de los que recogí en el suelo de la tumba.
A continuación, abrí los informes sobre el ADN nuclear y mitocondrial de «Max» y su diente.
De entrada me sorprendió, y luego me desconcertó.
Leí los últimos párrafos una y otra vez. No acababa de entender qué querían decir.
Pero una cosa estaba clara. Yo tenía toda la razón respecto a «Max».
Y estaba totalmente equivocada en lo que concernía a la relevancia del ADN.