Capítulo 27
A las diez y media, Ryan y yo volvimos a hacernos cargo del sudario y los huesos, y después subimos al coche de Friedman, un Tempo de 1984, con una «K» de cinta aislante en la ventanilla derecha de atrás. Friedman se quedó con Kaplan.
—¿Cuál es su plan? —pregunté.
—Dar tiempo al caballero para que reconsidere su cuento.
—¿Y después?
—Decirle que lo repita.
—Repetir es bueno —comenté.
—Salen a relucir las contradicciones.
—Y detalles omitidos.
—Como con mamá Ferris —dijo Ryan.
—Eso nos llevó a Yossi Lerner y a Sylvain Morissonneau —añadí.
Beit Hanina es un pueblo árabe con la oportuna coincidencia de encontrarse dentro de los nuevos límites municipales del moderno Jerusalén, y ahora se llama Beit Hanina Hadashah o New Beit Hanina. Jake tenía allí un piso desde cuando nos conocimos. Sus indicaciones nos condujeron a un territorio que había sido jordano entre 1948 y 1967. Diez minutos después de salir del Recinto Ruso llegábamos al control de Nevé Yakov, en la carretera de Ramala, antiguamente llamada de Nablus. En un buen momento, porque la cola no se extendía más que manzana y media. Ryan se incorporó a ella y fuimos avanzando poco a poco.
En nuestro viaje a Kidron, Jake me había dicho que el muro que construían para aislar Israel del resto del mundo pasaba por el centro de la carretera en la que nos encontrábamos en aquel momento. Miré las tiendas de ambos lados.
Pizzerías, tintorerías, pastelerías, floristerías. Como si estuviéramos en St-Lambert, Scarsdale, Pontiac o Elmhurst.
Pero esto era Israel. A mi izquierda quedaban los de dentro, aquellos cuyos negocios seguirían prosperando a pesar del muro. A la derecha, los excluidos, aquellos cuyo negocio se hundiría por culpa del muro. Era una pena. Gente humilde que se esforzaba por sacar a su familia adelante, divididos en ganadores y perdedores en aquella tierra en litigio.
Al no acompañarnos Friedman, Ryan y yo habíamos previsto un largo interrogatorio. Pero —au contraire— el centinela miró mi pasaporte y la placa de Ryan, se inclinó a leerlos y nos hizo un gesto para que siguiésemos. Nada más cruzar a la orilla oeste giramos a la izquierda dos veces y llegamos a casa de Jake.
Jake había alquilado el piso superior de una casita de estuco propiedad de una arqueóloga italiana llamada Antonia Fiorelli, que ocupaba la planta baja con siete gatos.
Ryan anunció nuestra llegada a través de un destartalado intercomunicador en el muro de la finca. Segundos después, Jake nos abría la cancela y nos conducía por un serpenteante sendero de guijarros que discurría por delante de un recinto de tela metálica con cabras y conejos, hasta la escalera exterior. Cuando llegamos a la puerta de su piso nos acompañaba una escolta de tres gatos.
Hay varios tipos de felinos. Al gato mimoso le encanta que lo acaricien y lo dejen acurrucarse en el regazo. Al siamés le gusta que le den de comer, pero que no lo toquen, a menos que él lo desee. Y el gato arisco no deja de mirar si sigues respirando cuando duermes.
El trío en cuestión pertenecía a la tercera categoría.
La mayor parte del piso de Jake estaba ocupada por una gran habitación central con suelo de baldosines marrones, paredes encaladas y puertas y ventanas enmarcadas con ladrillo. En un extremo se alineaban armarios de madera que separaban la cocina-comedor y la sala de estar.
El dormitorio de Jake no era mayor que un asador: una cama deshecha, una cómoda y una caja de cartón para la ropa sucia.
El resto era la «oficina». La zona del vestíbulo la ocupaban el ordenador y mapas, en una pequeña galería acristalada guardaba los utensilios de limpieza, y un dormitorio trasero lo utilizaba para catalogar, registrar y analizar.
La actitud de Jake había mejorado desde nuestra conversación por teléfono. Nos recibió amablemente, y nos preguntó qué tal nos había ido por la mañana, antes de inquirir sobre el sudario. Incluso añadió un sonriente «por favor».
—Es lo mejor que pude hacer, dadas las circ…
—Sí, sí —me interrumpió con un gesto, incitándome a ir al grano.
Bueno, su recuperación del buen humor no era tan completa.
Puse los tuppers de la señora Hanani en el mostrador. Jake abrió y examinó el contenido del primero.
—¡Dios mío!
Abrió el segundo.
—¡Dios mío!
Ryan me miró.
Jake examinó los recipientes con los restos de sudario.
«Dios mío», vocalizó Ryan en silencio, a espaldas de Jake. Yo enarqué las cejas en un gesto de advertencia. Sin decir palabra, Jake miró el trozo más grande de sudario.
—¡Dios mío!
Fue derecho al dormitorio de atrás y volvió con una lupa para examinarlo.
—Se lo llevaré esta misma tarde a Esther Getz —dijo.
Examinó el trozo durante un minuto y se irguió.
—Getz es la perito textil del museo Rockefeller. ¿Has examinado los huesos?
Negué con la cabeza.
—No hay mucho que examinar.
Jake dejó la lupa, retrocedió un paso e hizo un florido gesto de invitación con su largo brazo. Ryan hizo una mueca burlona con los labios.
Me acerqué al mostrador y eché con cuidado el contenido de los recipientes pequeños en las tapas.
—¿Tienes guantes?
Jake se dirigió al dormitorio de atrás.
—Y unas pinzas. Y un pincho o un palillo de dientes —añadí.
Volvió con las tres cosas, y, mientras Jake y Ryan miraban, los separé, nombrando cada fragmento.
—Falange. Calcáneo. —Eran los fáciles, porque el resto no superaban el tamaño de un lóbulo de oreja—. Cubito, fémur, pelvis y cráneo.
—Bueno, ¿y qué te parece? —preguntó Jake.
—Creo que es poca cosa para un examen.
—¿Varón o hembra?
—Sí —respondí.
—Maldita sea, Tempe. Esto es importante.
Examiné un trozo del hueso occipital. La protuberancia occipital era prominente pero no determinante. Lo mismo se podía aplicar a la línea áspera de algunos fragmentos del fémur central. Lo único que quedaba de la pelvis era la eminencia de la sínfisis con el sacro. No presentaba ninguna característica específica de género.
—Las inserciones de los músculos son marcadas. Probablemente «varón», sin que pueda decir más. No hay fragmentos suficientes para hacer una medición.
Cogí y giré el hueso del talón. Me llamó la atención un pequeño defecto circular. Jake advirtió mi interés.
—¿Qué ocurre?
Señalé un pequeño túnel en la parte externa del hueso.
—Eso no es natural.
—¿Qué quieres decir con que no es natural? —inquirió Jake.
—Que no tendría que estar.
Jake repitió con mayor énfasis que antes su gesticulación de impaciencia.
—No es el foramen de un vaso ni de un nervio. El hueso presenta una acusada erosión, pero, por lo que veo, los bordes del orificio son cortantes, no suaves.
Dejé el calcáneo y tendí la lupa a Jake. Se inclinó y observó la porción media.
—¿Tú qué crees? —me preguntó Ryan.
Antes de que pudiera contestar, Jake salió disparado hacia la zona de los mapas. Abrió y cerró cajones y volvió repasando unas páginas grapadas.
Dejó las páginas en el mostrador y señaló una con el dedo. Me incliné para ver lo que me indicaba. Era un artículo titulado «Observaciones antropológicas sobre los restos humanos de Giv’at ha-Mivtar». Su dedo apuntaba a unas fotos. Como era una fotocopia, no se apreciaban bien los detalles, pero el tema era evidente.
Cuatro de las fotos correspondían a fragmentos de calcáneos y de otros huesos del pie, algunos tal como habían sido hallados y otros una vez seleccionados y reconstruidos. Aunque recubierto por una gruesa capa calcárea, se veía un clavo de hierro que atravesaba completamente el calcáneo. Medio escondida debajo del clavo, se apreciaba una placa de madera.
La quinta foto mostraba un calcáneo actual a título comparativo, con una lesión circular en el mismo punto que el defecto del calcáneo del sudario.
Miré a Jake con expresión interrogante.
—En 1968 se descubrieron quince osarios de piedra caliza en tres cuevas de enterramiento. Trece de ellos contenían restos humanos y los huesos estaban muy bien conservados. Había ramos de flores silvestres, espigas de trigo y objetos similares. El tipo de trauma óseo indicaba que una serie de individuos había tenido una muerte violenta, por herida de flecha o por objeto contundente.
Jake dio unos golpecitos sobre las fotos.
—Este pobre desgraciado murió crucificado.
Jake colocó otro artículo al lado del primero y señaló un dibujo con un cuerpo en la cruz. Tenía los brazos abiertos sobre el travesaño, pero al contrario de las imágenes actuales, sus muñecas estaban atadas, no clavadas, y tenía las piernas abiertas con los pies clavados a los laterales y no al frente del montante de la cruz.
—Sabemos, por Josefo, que en Jerusalén no abundaba la madera, por lo que los romanos dejarían montantes fijos in situ y traerían nuevos largueros. Tanto los unos como los otros se utilizaban varias veces.
—Y les ataban los brazos, no los clavaban —dijo Ryan.
—Exacto. La crucifixión tiene su origen en Egipto, donde ataban a los reos. Tened en cuenta que la muerte no la producía el enclavamiento. Colgar de una cruz debilita los músculos que contribuyen a la respiración, los intercostales y los del diafragma, y se produce la muerte por asfixia.
»Colocaban a la víctima con las piernas abiertas abrazando el poste y les clavaban los pies sobre los lados. El calcáneo es el hueso mayor del pie. Por eso el clavo lo atravesaba desde fuera hacia dentro.
La tumba de la familia de Jesús. Un crucificado en un sudario. Al ver a dónde quería ir a parar Jake, señalé con la mano abierta el calcáneo que había en el mostrador.
—No se puede saber si ese defecto es debido a un trauma. Podría ser consecuencia de un proceso patológico. Puede tratarse de una lesión post mortem o de un orificio obra de un gusano o un caracol.
—¿Podría ser por causa de un clavo?
Los ojos de Jake irradiaban apasionamiento.
—Es posible —dije con poca convicción.
¿Por crucifixión? ¿De quién? Ya habíamos excluido a un candidato. «Max» era demasiado viejo en el momento de la muerte, en contradicción con las escrituras. O demasiado joven, de creer la teoría de Joyce basada en el pergamino de Grosset. ¿Sugería Jake que aquéllos eran los huesos de Jesús de Nazaret?
Del mismo modo que me había sentido respecto al esqueleto, un recoveco de mi cerebro quería aceptarlo, pero la mayor parte de él lo rechazaba.
—¿Dices que recogiste muchos más huesos en la tumba de Kidron? —pregunté.
—Sí. A los saqueadores les importan un bledo los restos humanos. Tiran los huesos en las tumbas y se llevan los osarios. Tenemos lo que dejaron, y tenemos también huesos que quedaron adheridos a los osarios rotos que no se llevaron.
—Espero que estuvieran en mejores condiciones que éstos —dije, señalando el contenido de los recipientes.
Jake negó con la cabeza.
—Todo estaba hecho trizas y no muy bien conservado. Pero los huesos abandonados estaban apilados en montones, mezclados con fragmentos de osario, lo cual permitió clasificar a los diferentes individuos.
—¿Analizó alguien el material?
—Un antropólogo físico del grupo de Ciencia y Antigüedades de la Universidad Hebrea lo hizo. Logró identificar tres mujeres adultas y cuatro varones adultos. Manifestó que era lo único que podía decir de todo el conjunto. No había ningún elemento mensurable, y por tanto no pudo calcular estaturas ni establecer ninguna comparación poblacional. Tampoco encontró indicadores de edad específicos ni características individuales particulares.
—¿No observó lesiones similares a ésta?
—Mencionó algo de osteoporosis y artritis. Eso fue todo, en lo concerniente a traumatismos o enfermedades.
—¿Y los otros huesos hallados en los loculi eran como los que tenemos aquí? —pregunté.
Jake negó con la cabeza.
—Los ladrones querían las arquetas, no los huesos. Gracias a Dios que los cabrones no echaron abajo las paredes. Aún me cuesta creer que hayas descubierto un loculus oculto. Y un sudario. ¡Dios mío! Dos mil años. ¿Sabes la cantidad de gente que ha entrado y salido de esa tumba? Y tú descubres un enterramiento intacto. ¡Dios mío!
Detrás de Jake, Ryan remedaba con los labios: «Dios mío».
—¿Dónde están ahora esos huesos? —pregunté.
—Han vuelto a suelo sagrado —dijo Jake con el gesto tembloroso de los dedos de E. T.—. Y los Hevrat Kadisha no dicen dónde. Pero tenemos el informe del antropólogo.
Ryan imitó el gesto de E. T.
—Bueno, de casi todos ellos —dijo Jake con una sonrisa.
—¿Ah, sí? —pregunté enarcando una ceja.
—Algunos fragmentos debieron de quedar descolocados.
—¿Descolocados?
—¿Recuerdas nuestra conversación telefónica sobre el análisis de ADN del esqueleto de Masada?
Asentí con la cabeza.
—En ese laboratorio son muy atentos.
—¿La AIA envió muestras?
—No exactamente.
—¿Las enviaste tú por tu cuenta?
Jake se encogió de hombros.
—Blotnik se negó. ¿Qué iba a hacer yo?
—Muy bien hecho —comentó Ryan.
—Te vuelvo a preguntar lo que te dije entonces —tercié—. ¿De qué sirve establecer el perfil genético si no hay nada con qué compararlo?
—Pues hay que hacerlo. Venid conmigo.
Jake nos condujo al dormitorio de atrás, donde tenía unas fotos desplegadas sobre la mesa de trabajo. Unas eran de osarios completos, otras mostraban sólo fragmentos.
—Los ladrones se llevaron muchos osarios —dijo Jake—, pero dejaron suficientes piezas y fue posible reconstruirlos.
Jake sacó una foto de diez por veinte del montón y me la tendió. Eran ocho osarios; todos con roturas y algunos a los que les faltaban trozos.
—Los osarios son de distintos estilos, tamaños, formas, grosores de piedra y con diferentes clases de tapa. Son casi todos bastante lisos, pero hay algunos con muchos adornos. El de José Caifas, por ejemplo.
—El sumo sacerdote del sanedrín que envió a Jesús ante Poncio Pilatos —comentó Ryan.
—Sí. Aunque su nombre en hebreo era Yehosef bar Qayafa. Caifas era el sumo sacerdote de Jerusalén entre los años 18 y 37 de la era actual. Su osario fue descubierto en 1990. Está admirablemente tallado con preciosas inscripciones. También por aquel entonces se descubrió un osario con la inscripción de «Alejandro, hijo de Simón de Cirene». Un osario que tenía también una rica ornamentación.
—Simón fue quien ayudó a Jesús a llevar la cruz camino del Gólgota.
Ryan, el erudito bíblico…
—Conoces bien el Nuevo Testamento —dijo Jake—. A Simón y su hijo Alejandro los menciona Marcos en 15,21.
Ryan sonrió con modestia y dio unos golpecitos sobre la foto de las reconstrucciones de Jake.
—Me gustan éstos del adorno floral —dijo.
—Son rosetas. —Jake cogió otras dos fotos—. Mira éste.
Le pasó las fotos a Ryan y yo me acerqué.
El osario era casi rectangular, con la tapa y la superficie deterioradas. En una foto se advertía el trazo de las rosetas talladas. Los pequeños círculos inscritos en el círculo mayor me recordaron las figuras que trazábamos a compás en el colegio.
En la segunda foto se veía un extremo roto en forma de ángulo recto que llegaba hasta el lado de la arqueta más próximo a la cámara.
Era exactamente como los que había reconstruido Jake.
—¿Es el osario de Santiago? —pregunté.
—Mirad la inscripción —dijo Jake, entregándonos sendas lupas—. ¿Entiendes el arameo? —preguntó a Ryan.
Ryan negó con la cabeza. Yo le miré, fingiendo sorpresa.
Jake no se percató, o hizo caso omiso.
—Lo sorprendente del osario de Santiago es el extraordinario refinamiento de la inscripción. Es muy similar a las que adornan los osarios de estilo más lujoso.
A mí me habría pasado desapercibido. Incluso con el aumento de la lupa, se me antojaban garabatos infantiles.
El dedo de Jake comenzó a señalar a partir de la derecha.
—El nombre judío Jacobo o Ya’akov, equivalente a Santiago.
—Y de ahí viene el término jacobitas, aplicado a los partidarios del rey Jacobo II de Inglaterra.
Ryan me estaba atacando los nervios.
—Exacto —dijo Jake moviendo el dedo sobre los famosos símbolos incomprensibles—. «Jacobo, o Santiago, hermano de Jesús» —añadió, dando unos golpecitos en el extremo izquierdo—. Yeshua, o Joshua, se traduce por Jesús.
Jake recogió las fotos y las dejó encima de la mesa.
—Venid conmigo.
Nos llevó al fondo de la pequeña galería y abrió con llave un gran armario dejando las puertas abiertas de par en par. En las dos estanterías superiores había restos de piedra caliza, y ocupaban las seis inferiores los osarios reconstruidos.
—Por lo visto no eran saqueadores muy rigurosos, porque se dejaron diversos fragmentos con inscripciones.
Jake me tendió un fragmento triangular de la última estantería. Las letras eran poco profundas y apenas legibles. Las examiné con la lupa y Ryan acercó su cara a la mía.
—Marya. «María» —dijo Jake.
Señaló una inscripción en una de las arquetas reconstruidas. Los símbolos parecían iguales.
—Matya. «Mateo».
Deslizó un dedo sobre las letras de una arqueta mayor que reposaba en la estantería más baja.
—Yehuda, hijo de Yeshua. «Judas, hijo de Jesús».
Se inclinó hacia la tercera estantería.
—Yose. «José».
Señaló el osario contiguo.
—Yeshua, hijo de Yehosef. «Jesús, hijo de José».
Cuarta estantería.
—Mariameme. «La llamada Mará».
—Esas letras parecen distintas —comentó Ryan.
—Buen ojo. Ésta es griega. Ésta, hebrea. Ésta, latina. Ésta, aramea, y ésta, griega. Oriente Medio era en aquella época un mosaico lingüístico. Marya, Miriam y Mará es el mismo nombre: María. Entonces también se utilizaban diminutivos, igual que ahora. Mariameme es el diminutivo de «Miriam». —Jake señaló la tercera estantería—: Y Yehosef y Yose es lo mismo que José.
Volvió a la primera estantería superior, seleccionó otro fragmento y me lo cambió por el anterior. La inscripción de Marya parecía nueva al lado de ésta, en la que casi no se leían las letras.
—El nombre es, probablemente, Salomé —dijo Jake—, pero no puedo asegurarlo.
Repasé los nombres mentalmente: María. María. Salomé. José. Mateo. Judas.
Jesús… ¿La familia de Jesús? ¿La tumba de la familia de Jesús? Todos los nombres cuadraban, menos el de Mateo.
«Oh, Dios mío». Lo pensé pero no lo dije.