Catorce
Fue muy buen aborrecedor
Samuel Johnson
Morgan observaba de lejos a Caroline, sentada junto a la señorita Twittingdon, con las manos en el regazo y observando la enorme sala con sus inteligentes ojos verdes, que se detenían en las jóvenes damas y sus elegantes compañeros de baile, que se movían por la pista al ritmo del vals algo decadente que interpretaba la orquesta.
Esbozó una sonrisa al recordar la fuerza con la que lo había golpeado y el esfuerzo que había tenido que hacer él para no caer al suelo. Caroline Monday era una mujer increíblemente obstinada, vehemente y maravillosa. Y él era un auténtico bastardo por estar utilizándola de ese modo.
Frunció el ceño, pero no demasiado porque sabía que Ferdie estaba observándolo. ¿Qué ira albergaba el Dios que su tío James parecía haber descubierto en su última agonía? ¿Cómo era el infierno en el que había caído al abandonar la vida? ¿Habría espacio para Morgan una vez que hubiera acabado todo aquello? Un hombre de corazón frío, eso era él.
Excepto cuando Caroline Monday lo abrazaba. Caroline Monday, la pequeña mujer a la que deseaba amar y cuidar y en la que deseaba creer. Pero antes debía creer en sí mismo.
Volvió a recorrer la sala con la mirada, tratando de sentirse más cómodo en el círculo social que había abandonado hacía casi tres años, desde su discreto regreso de la Península. Se había trasladado directamente a Los acres, con el cuerpo destrozado de su hermano conservado de manera indigna pero necesaria en una cuba de vinagre de sidra. Allí había tenido que enfrentarse a su padre, a su dolor, sus denuncias y su condenatorio «perdón».
Por primera vez desde ese regreso se sentía de nuevo vivo, estaba en su elemento natural. Aquella noche Londres era su campo de batalla y Almack's, el escenario de la primera escaramuza; tenía todos los sentidos alerta, los nervios que precedían a cualquier enfrentamiento militar y que le obligaron a dejar de pensar por el momento en lo injusto que estaba siendo con Caroline, su esposa secreta. Esa vez examinó la sala de otro modo, ocultando el hecho de que estaba buscando a su presa. A su amigo. Al hombre que lo había traicionado. A Richard.
—¿Por qué no está bailando Caroline? Parece triste, ahí sentada junto a Letty, que seguramente no habrá parado de hablar, pero no habrá dicho nada con sentido. Ha estado bebiendo otra vez. No me extrañaría que en cualquier momento cayera desplomada a los pies de Caro. Quizá entonces se fije en ella alguna de esas viejas perfumadas.
Morgan miró a Ferdie, que parecía un niño particularmente feo al que se le había pasado la hora de irse a la cama.
—Es necesario que alguien pida permiso a la anfitriona para sacarla a bailar. ¿Quieres hacerlo tú?
—¡Ja! —exclamó Ferdie demasiado alto, lo que atrajo la mirada de dos ricas viudas que estaban sentadas cerca de ellos—. No creo que eso le conviniera mucho. ¿Veis cómo miran, milord? Debería haber traído las pelotas de malabares, así les daría un motivo para mirarme directamente en lugar de tener que disimular, como si yo no fuera a darme cuenta de que tienen clavados los ojos en mí.
—Ya te dije que ocurriría, Ferdie. Aunque tengas el mismo derecho, si no más, que cualquiera de nosotros de estar aquí esta noche, tu presencia aquí sólo te traerá dolor. A menos…
—¿A menos que haga lo que me pedís?
—Exacto. Estas personas pueden ser sanguinarias como chacales, pero también son terriblemente predecibles. Por ejemplo, ahora mismo están todos muertos de curiosidad; prácticamente se pueden sentir sus preguntas en el aire. ¿Qué hace aquí ese codiciado soltero, lord Clayton, cuando todo el mundo sabe que critica abiertamente este mercado de debutantes? ¿Quién es esa muchacha desconocida a la que ha acompañado al entrar para después abandonarla con las matronas? ¿Por qué habrá venido Su Excelencia, normalmente tan sobrio y tan alejado de los caprichos de la moda, acompañado de un muchacho tan contrahecho como paje? Sí, Ferdie, casi se pueden sentir las ansias de escándalo en este primer acontecimiento de la Temporada social.
—Me caéis simpático, Morgan Blakely —dijo Ferdie apasionadamente y con una pecaminosa sonrisa en los labios—. Es una lástima que os odie tanto.
—¿Por qué, Ferdie? La simpatía y el odio se contrarrestan y, como tú mismo dijiste, lo importante es el equilibrio. Además, no tienes por qué preocuparte, tu Caro está a salvo conmigo.
—¿De verdad? ¿Estamos a salvo alguno, excepto el duque, recluido y rezando en la mansión de Portman Square y esa tonta de Leticia, que no reconocería el peligro aunque apareciera todo de negro y se presentara formalmente? Este plan vuestro…
—Está a punto de comenzar —lo interrumpió Morgan, mirando hacia la puerta para que también lo hiciera el enano—. Hemos tenido suerte. Presta atención, mi bueno y leal paje, la farsa está a punto de comenzar; te ruego que pronuncies únicamente las palabras que hemos ensayado.
Morgan sabía que había sido una suerte inesperada que Dickon apareciera en Almack's esa noche. Lo más que se había atrevido a esperar había sido que al día siguiente llegara a sus oídos el rumor de la presencia en Almack's de una misteriosa señorita Caroline Wilbur. Siempre habían tenido cosas mejores que hacer y lugares más divertidos a los que ir. Dickon y él. Morgan, el ángel oscuro, y Dickon, el dios rubio, juntos, el terror y el estímulo de todo Londres.
Dos grandes amigos.
Morgan se concedió un momento para observarlo detenidamente y comprobó que no había cambiado demasiado en los casi tres años que hacía que no lo veía. Alto y no especialmente musculoso, el vizconde era más hermoso que atractivo, con sus rizos rubios, sus expresivas cejas oscuras que remarcaban unos ojos azules, amables e inteligentes. Vio cómo se llevaba la mano al alfiler con un diamante que llevaba en el pañuelo y se fijó de nuevo en esos dedos largos, de uñas perfectas; sus dedos y sus manos estaban hechos para acariciar las teclas del piano, para sujetar el pincel de un artista, la pluma de un poeta.
No eran en absoluto las manos de un héroe.
Ni siquiera eran las manos de un traidor, de un asesino.
—Es ése, ¿verdad? —Le preguntó Ferdie, con la mirada clavada en el vizconde, que había echado a caminar hacia ellos—. ¿Ése es el Unicornio?
—El héroe de la Península —asintió Morgan, hablando entre dientes—. Ven conmigo, Ferdie, te presentaré a uno de los caballeros más respetados de toda Inglaterra.
Ferdie apenas podía controlar la emoción del momento. Podía sentir la tensión que se escondía bajo el férreo control de Morgan, bajo sus pasos medidos cuidadosamente y su aire despreocupado. A poca distancia ya del guapo vizconde, el marqués daba una imagen de absoluta cortesía, pero irradiaba peligro, un peligro que el enano, impaciente por presenciar lo que iba a ocurrir, podía ver, oler y casi tocar.
De los ojos de Morgan salían rayos invisibles que les abrían paso entre los numerosos dandis, vestidos de seda y satén, y las matronas con sus plumas y sus largos guantes. Ferdie seguía su estela y no dudaba en abrirse camino a codazos cuando tenía miedo de perderlo de vista. Acostumbrado a que la cara le quedara a la altura de la entrepierna de las personas normales, el mundo de Ferdie estaba lleno de traseros y entrepiernas, muchos de los cuales, incluso en un lugar tan elegante como aquél, no olían mejor que un corral o un pez muerto hacía varios días.
—Buenas noches, Richard. ¿Cómo hemos cambiado tú y yo para tener que encontrarnos en este ambiente aburrido y embrutecedor?
Ferdie se detuvo en seco, asegurándose de quedarse dos pasos por detrás de Morgan, como un buen paje, pero no muy lejos, para poder ver y oírlo todo. Lo primero que vio fue cómo desaparecía la sonrisa de Richard Wilburton tras una expresión de sorpresa mezclada con temor. Si, temor. Era una expresión que el enano conocía bien porque era la que había visto en el rostro de su querido padre un día que se había atrevido a irrumpir en una pequeña reunión de caballeros y había solicitado que lo presentaran. Un miedo que anunciaba a cualquiera que observara con atención que aquel hombre corría el peligro de ver cómo todo su mundo se venía abajo. Lo que Ferdie no vio en Richard fue que el temor se convirtiera en odio, como le había pasado a su padre. El miedo de Richard Wilburton, sin embargo, permaneció ahí, perfectamente visible mientras sus ojos se oscurecían con dolor y quizá incluso con afecto.
—Morgan —dijo Richard por fin, extendiendo su mano—. Tienes buen aspecto. Cuánto tiempo.
Ferdie contuvo la respiración.
—Así es, Richard —respondió Morgan, estrechando la mano, pero fugazmente, quizá para que las chispas que había en el aire no se hicieran visibles—. ¿Qué tal está tu padre? Espero que bien.
—Lo he dejado hace un rato, mordisqueando un hueso y lanzando maldiciones al aire. En resumen, está tal y como estaba la última vez que lo viste. Quizá peor.
¡Ah! Ferdie reconocía también aquella expresión… el atisbo de asco, el chiste a costa del ausente. Richard sentía tan poco respeto por su padre como el amor que sentía Ferdie por el suyo. De ellos tres, sólo Morgan quería a su padre y sin embargo él lo despreciaba. Una vez más, faltaba un poco de equilibrio en el mundo.
—Me alegro de ver que has vuelto a Londres. ¿Vas… este… has visto a alguno de nuestros compañeros de armas, Morgan?
—A ninguno, Dickon —respondió Morgan con una frialdad que provocaba escalofríos—. Como supongo que recordarás, la mayoría está ya bajo tierra. No viniste al funeral de Jeremy, aunque sé que estabas muy ocupado aquí en Londres, recibiendo todos esos homenajes de héroe. Las fiestas, los bailes, los discursos.
—Morgan… escucha, sé que es difícil para ti. También para mí. Quería ir…
—¿Rapé? —Lo interrumpió Morgan para ofrecerle la cajita esmaltada donde guardaba el rapé.
El vizconde negó con la cabeza, Ferdie no habría sabido decir si para rehusar el rapé o para aliviar un poco la tensión que había en el ambiente.
—Tienes razón, viejo amigo. No debería haber dicho nada. El pasado, pasado está y no se puede cambiar, ¿no crees? Durante un tiempo pensé, incluso esperé, que ibas a denunciarme o a retarme. Pero no lo hiciste. Mantuviste silencio. ¿Por qué, Morgan? ¿Por qué?
Ferdie miró a Morgan, a la espera también de oír la respuesta.
—Pobre Dickon, ¿has vivido con miedo estos últimos años, pendiente de cada ruido, pensando cuándo aparecería? —preguntó Morgan al tiempo que agarraba del brazo al vizconde y comenzaba a caminar por la sala hacia el lugar donde se encontraba Caroline—. Acepta mis disculpas, por favor. Debería haberlo sabido. Quizá debiera haberte mandado una nota para calmar tus temores. ¿Qué crees que debería haber escrito en ella? «Querido Dickon… No me temas. Te perdono por lo que hiciste». Parezco endiosado, ¿no crees? O lo parecería si no supiera por experiencia el poco consuelo que supone para un hombre el perdón de otro —miró hacia Ferdie—. Vamos, Frederick… no te entretengas. No me gustaría perderte entre toda esta gente.
Richard se detuvo tan de golpe, que Ferdie chocó contra él. El trasero del vizconde olía a limpio, a jabón y buenas costumbres.
—¿Este paje es tuyo, Morgan? —preguntó Richard, observando a Ferdie, que lo saludó con ambas manos.
El vizconde debía de ser la única persona en todo el baile que no lo había visto hasta ese momento, algo que Ferdie sabía era culpa de Morgan. ¿Cómo iba a permitirse mirar al suelo cuando su mayor enemigo estaba sonriéndole?
—Sí, por mis pecados, Frederick es mío —respondió Morgan.
—No te creo. Tú nunca has sido de los que se aprovechan de los débiles, Morgan. Eres demasiado delicado.
—Hay grados de delicadeza, Dickon —respondió Morgan, mirándolo de soslayo.
Ferdie tuvo que contenerse para no echarse a reír. Era un verdadero placer acompañar a aquel hombre y ser partícipe de su deliciosa malicia. Había llegado el momento de recitar su primer poema. Dio un paso atrás, se llevó las manos al pecho y alzó la barbilla con la pose de un actor a punto de pronunciar un soliloquio.
«¿Qué es pequeño, te pregunto?
¿Es el aspecto o el comportamiento?
¿Ves con los ojos o miras con el corazón?
Dios sabe que un hombre es
Lo que hace, quién es y lo que siente.
No mires con los ojos, no pienses con mantas.
Pues un hombre es un hombre, ¡mida lo que mida!»
Se oyó un ligero aplauso al final del poema. Ferdie se inclinó una vez a cada lado y luego le besó la mano a Morgan. El corazón le latía con fuerza, pero esa vez de alegría, con la certeza de que, por fin, había encontrado su lugar en el mundo. Trató de contener las lágrimas de agradecimiento mientras Morgan se dirigía al vizconde.
—¿Contento, Dickon? Como puedes ver, Frederick es mucho más que un paje. Es mi conciencia, que me recuerda todos los días… y a veces a cada hora, que nos pongamos la máscara que nos pongamos, todos somos parecidos. ¿No es cierto, Frederick?
—¡Qué criatura estrafalaria y divertida! Ferdie se dio media vuelta al oír aquello y se encontró con una enorme mujer, casi tan alta como Morgan y el doble de ancha, sonriéndole. Tenía la sensación de que si abría la boca un poco más, lo tragaría de una sola vez. Pero le había gustado su poesía y Ferdie la quería sólo por eso. ¡La adoraba! Habría deseado abrazar a todos los presentes. Su gente, ¡sus iguales! ¡Por fin estaba en el lugar que le correspondía!
—Lord Clayton —le dijo la dama a Morgan, sin apartar la mirada de Ferdie—. Qué maravilla que lo hayáis descubierto, tenéis que traerlo a la fiesta que doy el próximo martes. Insisto, querido amigo, tenéis que venir.
—Será un placer, Lady Waterstone —respondió Morgan con una inclinación.
—Y actuará para mí, ¿verdad? —preguntó la corpulenta mujer—. La Temporada pasada, Percy me trajo un mono que, según decía, sabía cantar, pero resultó ser un fiasco. No sólo no pronunció una nota, sino que se subió a mis cortinas y tardó dos días en bajar. Tuve que tener cerrado el salón de música durante toda una semana, hasta que lo fumigaran. ¿El vuestro está adiestrado?
¿Estaba preguntando si Ferdie se aliviaría la vejiga sobre sus alfombras de importación? ¡No había comprendido ni una palabra del poema! Ferdie estaba desolado. ¡Qué tonto había sido! Morgan estaba en lo cierto. Aquella gente no era mejor que su padre, que al mirarlo veía sólo sus fallos y no a su hijo. Aquella gente no era mejor que Boxer o que cualquiera de los locos de Woodwere. Sólo llevaban mejores ropas.
—Frederick es un ser humano, Lady Waterstone, un hombre inteligente y con mucho talento, para ser más exactos. Dudo mucho que vaya a defraudar a vuestros invitados.
Ferdie levantó la mirada de golpe al oír al vizconde, a Richard, defenderlo con tanta pasión y amabilidad. Lo observó de nuevo, tratando de ver más allá de su agraciado rostro y de su lógico miedo a Morgan, tratando de ver su mente y su corazón.
—Claro, claro, Richard, por supuesto —gorjeó Lady Waterstone al tiempo que abría el abanico y empezaba a darse aire a toda velocidad—. Cuando se corra la voz de que el Unicornio ha encontrado a tan interesante hombrecillo, todo el mundo querrá verlo. Vendréis a mi soirée también, ¿verdad, Richard? Y traed a vuestra encantadora madre. Ahora debo irme. Estoy presentando a mi Arabella y debo asegurarme de que no pierda el tiempo hablando con un oficial mal pagado.
Richard y Morgan inclinaron la cabeza y Lady Waterstone se alejó de ellos, dejando una nube de perfume francés y sudor inglés.
—Creo que os disponíais a hacer las presentaciones, milord —le recordó Ferdie a Morgan al ver que también él se había quedado impresionado con la defensa que había hecho Richard del «paje».
—Bueno, Dickon —dijo Morgan, con una sonrisa tan aparentemente genuina que seguramente era falsa—. ¿Ahora comprendes por qué tengo a Frederick? No sólo disfruto de su ingenio, también me recuerda mis deberes. De hecho es cierto que me disponía a presentaros a alguien. La protegida de mi padre, la señorita Caroline Wilbur. En cuanto te vi tuve una revelación. ¿Podrías hacerme el favor de pedirle permiso a Sally Jersey para sacarla a bailar? Si sigue sentada más tiempo, se marchitará como una flor.