Capítulo 9

A Emily le gustaba acampar en la cueva. Le gustaba estar sola, tener tiempo para pensar. Cuando alguien crecía en una familia adorable, pero tan numerosa como bulliciosa, necesitaba un lugar para estar solo.

Meredith y Joe lo habían comprendido. Y Emily se había dado permiso para ser ella misma.

Pero en aquel momento, el refugio en el que buscaba la soledad había sido invadido por Josh Atkins. La cueva ya no era suya porque él estaba allí. Su aseo matutino fue precipitado, y se sintió prácticamente desnuda simplemente porque tuvo que lavarse los dientes mientras Josh estaba allí. Y cuando se había visto obligada a salir, cosa que había hecho con la capa pluvial y sintiéndose terriblemente incómoda, la situación le había parecido de lo más embarazosa.

No podía continuar así. No podía quedarse con Josh en la cueva hasta que amainara la tormenta.

Pero tampoco podía salir de allí hasta que la tormenta no hubiera pasado.

Estaba atrapada, y ninguno de ellos podía ir a ninguna parte.

—Qué cara más larga, Emily —comentó Josh cuando volvió a la cueva y se quitó el impermeable—. Parece que estuvieras contemplando la posibilidad de ensillar a Molly y salir huyendo de aquí. Pero no, me equivoco. Sólo a un estúpido se le ocurriría pensar en volver ahora al rancho.

Emily lo fulminó con la mirada, deseando que no pareciera tan bueno, tan viril, tan competente. O tan pedante.

—Te agradezco que pienses que no soy una estúpida. Es el único insulto que no me has aplicado.

Josh colgó su impermeable en la cuerda y se acercó a los fríos restos de la hoguera.

—No he encontrado madera seca, pero voy a utilizar tu hacha para cortar las ramas más secas del tronco que cayó a la entrada de la cueva. Las meteremos aquí y esperemos que por lo menos se hayan secado lo suficiente para esta noche. Soltarán bastante humo, pero es lo único que tenemos.

—Te ayudaré. Hay un par de cuevas más un poco más arriba, y quizá en alguna de ellas encontremos un arbusto seco. Pero tendrás que entrar tú, porque en esas cuevas hay murciélagos y yo no pienso meterme en ellas.

—Murciélagos, ¿eh? La verdad es que estaba preguntándome por qué no habrá murciélagos en esta cueva.

—Porque es demasiado pequeña. O al menos eso dice mi padre —Emily miró alrededor de aquel espacio, que debía de ser del tamaño de dos plazas de garaje—. Hay una cueva un poco más arriba que tiene dos entradas. Supongo que los murciélagos están mejor allí.

Se produjo un minuto de incómodo silencio antes de que Josh dijera:

—De acuerdo, así que hemos decidido que no vamos a ir a ninguna parte y vamos a intentar conseguir más madera. Y también sabemos que no te gustan los murciélagos. A mí tampoco me gustan. ¿Y ahora qué? ¿Has visto alguna película buena últimamente?

Emily le dirigió una mirada de aburrimiento.

—Yo pensaba dedicarme a leer —le dijo muy tensa—. He venido hasta aquí para estar sola, no para entretener a ningún huésped.

—Especialmente un huésped que no ha sido invitado —contestó Josh, sonriendo—. Pero tienes que admitir, Emily, que te he venido muy bien. Me he ocupado de los caballos, y ya he visto que has abierto mis chocolatinas.

—Y tú te has tomado mi café —replicó Emily, y suspiró—. ¡Esto es ridículo! No pienso hablar contigo sobre Toby, así que quítate esa idea de la cabeza. No me gustas, y está claro que yo tampoco te gusto, y cualquier cosa que te dijera sólo serviría para darte otro motivo para fulminarme con la mirada.

—Entonces lo dejaste morir.

—¡No! —Emily se levantó rápidamente, agarró su capa y se la metió por la cabeza—. Pero estoy viva porque él murió. ¿Crees que no lo sé? Voy a buscar madera —se agachó para pasar por debajo de la cuerda y salir, sabiendo que se sentiría más segura bajo la tormenta que bajo la mirada de Josh.

Austin McGrath metió el último sobre en el maletín y miró a Meredith y a Joe desde el otro lado de la mesita del café.

—Aquí hay mucha información, como tú mismo dijiste, Joe, pero creo que ninguna de estas pistas fue utilizada por los detectives a los que contrató Patsy. No me gusta tener que decir esto de ningún colega, pero todo indica que estaban más interesados en sacarle dinero alargando la investigación que en encontrar a su hija.

Meredith se inclinó hacia delante mientras se aferraba con fuerza a los brazos del sofá.

—¿De verdad? A Patsy no le haría ninguna gracia enterarse de esto. Siempre ha estado muy orgullosa de ser más inteligente que nadie. ¿Pero crees que podrás localizarla? Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, Austin.

—Unos treinta años —admitió él con una mueca—. Sin embargo, el tiempo podría jugar a nuestro favor. Las leyes sobre la adopción han cambiado y muchas personas que fueron adoptadas están empezando a preguntarse quiénes son sus padres biológicos. Tienen organizaciones, páginas en Internet, y ahora mismo muchos informes sobre adopción están abiertos al público.

—¿De modo que la hija de Patsy podría estar buscando a su madre? —intervino Joe—. No se me había ocurrido pensar en ello. Desde luego, tiene edad más que suficiente para tomar decisiones sobre un tema como éste. Y sí, podría estar buscándola, de la misma forma que Patsy ha estado buscándola a ella.

Meredith suspiró.

—Su padre murió asesinado, y fue su madre quien lo mató. Quizá no deberíamos buscarla, Austin. Quizá sea preferible que no lo sepa. Es posible que no le estemos haciendo ningún bien.

Joe y Austín intercambiaron miradas y el último comentó, mientras cerraba su maletín:

—Haremos una cosa, Meredith. Buscaré a Jewel e intentaré enterarme de si está buscando a sus padres biológicos. Si la encuentro y su nombre no aparece en ningún listado de personas adoptadas que están buscando información sobre sus verdaderos padres, nos detendremos para reconsiderar lo que estamos haciendo. Pero, ¿y si está buscando a Patsy? ¿Y si hay algún indicio de que quiere encontrar a su madre biológica? Yo, en ese caso, creo que deberíamos seguir adelante.

Meredith se metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo que se llevó a los ojos.

—Joe —preguntó, mirando a su marido—, ¿a ti qué te parece?

Joe le tomó la mano y se la estrechó.

—Creo que deberíamos dejar que Austin haga su trabajo —contestó. Se levantó y le tendió la mano a aquel detective que era al mismo tiempo el marido de una de sus hijas adoptivas—. De una cosa estoy seguro: por lo menos, todo esto deberá quedar en familia. Lo último que necesitamos es más presión de la prensa. Austin, muchas gracias.

—De nada, Joe —contestó Austin, y se agachó para darle a Meredith un beso en la mejilla—. En cuanto me entere de algo, te lo diré. Pero piensa que estoy siguiendo un rastro prácticamente desaparecido, así que esto podría llevarme algún tiempo.

Meredith acarició el rostro de Austin.

—Prometo no molestar, Austin —dijo, pestañeando para contener las lágrimas—. Pero sólo tenemos un mes. Patsy sólo nos ha dado un mes.

—Acepto tus tres pastillas de chocolate y subo la apuesta dos más. De las azules. Cuentan como veinticinco centavos, ¿verdad?

Josh examinó sus cartas y colocó tres pastillas rojas y dos azules sobre el saco de dormir.

Habían encontrado la baraja de cartas en el contenedor de plástico y Josh había desafiado a Emily a jugar unas cuantas manos de póquer, pensando que ella no aceptaría. Las pastillas de chocolate hacían de monedas y Emily le estaba dando una paliza. Si hubiera aceptado jugar al strip-póquer, en aquel momento Josh estaría en calzoncillos.

—Enseña tus cartas —dijo Josh, y se echó hacia atrás, esperando a que Emily las mostrara.

—Full de reinas y dieces —dijo. Josh dejó sus cartas boca abajo sobre el saco de dormir, indicando que había perdido.

—Déjame ver —dijo Emily, alargando la mano hacia sus cartas.

—¡Eh! —protestó Josh, recuperándolas rápidamente—. Creía que habías dicho que conocías las normas. Te llevas el bote, pero no tienes derecho a mirar mis cartas. Preferiría que continuaras sin conocer mi estrategia, gracias.

—¿Tu estrategia? ¿De verdad tienes una estrategia? Eso es un farol.

Josh miró a Emily, que lo miraba a su vez con los ojos brillantes, una amplia sonrisa y aquel glorioso pelo que era como una llama.

—Yo nunca echo faroles —replicó, intentando parecer serio y amenazador.

—Sí, claro —dijo Emily. Tomó aire, agrupó las cartas y comenzó a darles golpecitos contra su rodilla para alinearlas—.Y tampoco retrocedes nunca. Excepto, quizá, cuando te encuentras a una mamá osa hibernando con sus cachorros. Entonces no has retrocedido, sino que has salido corriendo como si huyeras del diablo. Pero no era una osa, ¿verdad? Sólo era una sombra.

—Podría haber sido una osa —se excusó débilmente.

En realidad, había fingido estar asustado para que Emily reaccionara, riera un poco a sus expensas y quizá relajara la guardia.

—Podría haber sido muchas cosas —se mostró de acuerdo Emily, incapaz de disimular su satisfacción—.Afortunadamente, sólo era una roca enorme con un puñado de arbustos que el viento había arrojado al interior de la cueva. Por cierto, el fuego es muy agradable.

—Haría cualquier cosa por complacer a la dama —dijo Josh, tomando las cartas que Emily acababa de repartir. Las miró—. ¿No estarán marcadas las cartas? —preguntó, mientras dejaba sobre el saco dos pastillas de chocolate.

Emily se enderezó y entrecerró los ojos.

—Parece que estás buscando pelea, vaquero.

—¿Ah, sí? ¿Y qué piensas hacer al respecto? Déjame ver tus cartas. Ahora.

—Tienes derecho al bote, no a mirar —respondió Emily, repitiendo sus propias palabras mientras alargaba la mano hacia las cartas.

Josh le agarró la muñeca con una mano y las cartas con la otra. Emily le palmeó la mano para que se la soltara y, minutos después, estaban rodando sobre el saco de dormir mientras las pastillas de chocolate se esparcían por doquier y Emily reía mientras continuaba intentando proteger sus cartas.

Josh la tumbó de espaldas y se sentó a horcajadas sobre ella. Todos los esfuerzos de Emily por liberarse golpeándolo en el pecho, tenían en él el mismo impacto que las alas de una mariposa. Segundos después, tenía las cartas en la mano. Se sentó en cuclillas y las miró.

—Cuatro jotas y un as —dijo, sacudiendo la cabeza—.Ahora dime que estas cartas no están marcadas.

—Bueno, como estaba teniendo demasiada suerte, estaba pensando en devolver el as y una de las jotas —dijo Emily, intentando parecer sincera, aunque la risa le arruinó el efecto—. De verdad.

—Sí, sí, claro —dijo Josh, examinando detenidamente el dorso de una de las cartas—. Están marcadas. Y ni siquiera bien. No estaba prestando atención, maldita sea. ¿De dónde has sacado esta baraja?

Emily alzó las manos para retirarse la melena de ambos lados de la cara.

—Me las regaló mi hermano Rand cuando estaba vaciando su habitación, antes de irse de casa. Son muy antiguas, de algún juego de magia que encontró en su armario. Yo las tenía en la cueva para cuando quería hacer solitarios. Se me había olvidado que estaban maleadas, de verdad. Pero de pronto... lo he recordado —se mordió el labio, intentando no sonreír—. Me gustan las pastillas de chocolate, ¿de acuerdo?

Josh tiró las cartas a un lado, la agarró por las muñecas y acercó su rostro al suyo.

—Eres un... peligro público —dijo, intentando mantener la voz seria—. ¿Qué habría pasado si hubiera sugerido que jugáramos al strip-póquer?

Emily bajó la mirada un momento, pero segundos después, volvía a deslumbrarlo con aquellos ojos enormes, azules y traviesos.

—Vaya —dijo Emily—, strip-póquer. Habría sido increíble, ¿eh?

Josh la miró, sintiendo que el tono de la conversación cambiaba, dejando el humor para deslizarse hacia otro tipo de sentimientos. Bajó la cabeza hasta que su rostro estuvo a sólo unos centímetros del de Emily. La sentía tan suave y delicada bajo él... Emily elevaba y bajaba el pecho al ritmo de su respiración y su boca era tan tentadora...

Otro centímetro. Lo único que tenía que hacer era bajar un centímetro más. Abrir los labios y saborearla.

Emily lo miraba sin pestañear, sin retroceder, sin intentar liberarse de sus manos. Apretó los labios. De pronto, apareció entre ellos la punta rosada de su lengua.

—Yo... creo que deberías soltarme —dijo, suspirando apenas.

—Sí —respondió Josh, recuperando por fin parte de su sentido común—.Yo también lo creo.

Josh le soltó las muñecas con desgana y se levantó.

—Voy a buscar algo para los caballos mientras tú decides lo que vamos a cenar, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contestó Emily rápidamente, se sentó y se colocó de espaldas a él—. Parece un buen plan.

—Y es el único que tenemos —contestó Josh, mientras iba a buscar su impermeable.

Necesitaba salir de la cueva. Y también una ducha fría.

—Ha dejado de llover —dijo Martha. Estaba de pie frente a las puertas del jardín—. Pero no hay estrellas, ni luna.

—Se acerca otra tormenta —dijo Meredith, inclinándose sobre la caja de ropa que Joe le había bajado de la zona en la que almacenaban los trastos viejos de la casa—.Aunque por lo visto esta vez podría desviarse de verdad hacia el sur. O, al menos, eso es lo que me ha dicho Joe. Espero que sea cierto. Emily tiene el teléfono apagado, así que no podemos llamarla nosotros. Nos habría llamado si hubiera tenido algún problema, de eso estoy segura. Joe dice que quizá se haya interrumpido la comunicación con las montañas por culpa de la tormenta y... Oh, Martha, sé que Emily es una persona muy sensata, pero aun así, no me gusta pensar que puede haberse visto atrapada en medio de la tormenta.

—Sí —contestó Martha, apartándose de la ventana—. ¿Qué pasará si sufre un ataque de apendicitis? ¿O si se queda sin comida? ¿O si...? Nuestra mente puede llegar a imaginar cosas terribles, ¿verdad?

—Bueno, la mía no había pensado en la apendicitis hasta ahora. Muchas gracias, Martha —contestó Meredith con una sonrisa de pesar, y sacó un jersey verde de cuello redondo rodeado de una cenefa de renos rojos—.Ah, Joe ha encontrado la caja perfecta. Ven aquí, Martha, y échale un vistazo a esto. Este jersey lo hice yo. Todos mis hijos se lo han puesto en alguna Navidad.

Martha tomó el jersey para poder verlo de cerca.

—Meredith, uno de los renos sólo tiene tres patas.

Meredith sonrió. Su rostro resplandecía al recordar.

—He dicho que lo hice yo misma. Fue una de mis primeras obras y la verdad es que he mejorado mucho con la práctica. Pero Joe siempre dijo que este jersey era especial porque uno de los renos sólo tenía tres patas, y mis hijos siempre parecían estar de acuerdo con él. A Michael le encantaba este jersey. Él... —se le quebró la voz y se mordió el labio mientras desviaba la cabeza.

Martha le pasó el brazo por los hombros.

—A veces los recuerdos duelen, ¿verdad? Lo siento.

Meredith asintió y cerró los ojos con fuerza.

—Era un niño tan dulce... Lo echamos mucho de menos, todos, aunque Drake sufrió el golpe más duro. Era su hermano gemelo y, además, él estaba presente cuando lo atropellaron. Era tan pequeño... Michael sólo tenía once años cuando murió. Le quedaban demasiados sueños por vivir. j0h, Martha! Tienes razón. A veces, los recuerdos duelen.

—¿Quieres que le pida a alguien que se lleve la caja al sótano? —preguntó Martha, doblando el jersey y pasando conmovida la mano por aquel reno al que le faltaba una pata.

—No, todavía no —dijo Meredith, sentándose en el sofá y acercándose la caja—. Siempre doné la ropa de los niños a Hopechest, pero había cosas especiales que me gustaba conservar. Y parece que voy a tener que distribuir toda esta ropa entre mis nietos. Además, cada uno de mis hijos ha elegido ya su favorita. Es una tradición que comenzó antes de... antes de que me fuera.

Se inclinó sobre la caja y fue levantando cuidadosamente capa tras capa de ropa hasta que encontró lo que buscaba.

—Aquí está, Martha —dijo, sacando unas manoplas de rayas tejidas a mano, a juego con una bufanda y una boina. Las rayas eran de colores brillantes:

rojas, amarillas, azules y verdes—. Me has comentado que el abrigo que le has comprado hoy a Tatiana era rojo, ¿verdad? Me encantan los abrigos de color rojo para las niñas. Por eso tejí este conjunto hace tantos años. Creo que le irán perfectamente.

Martha aceptó el regalo, con los ojos llenos de lágrimas.

—Es precioso, Meredith, ¿estás segura de que...?

—Por supuesto —contestó, cerrando de nuevo la caja y dejando el jersey de los renos a su lado—. Y este jersey también. Por supuesto, el jersey es sólo un préstamo, pero ninguno de mis nietos puede ponérselo todavía, así que me encantaría concederle a Tatiana el honor de ponérselo esta Navidad.

Martha no pudo seguir conteniendo las lágrimas y se las secó avergonzada.

—Meredith, lo sabía. Lo supe desde el momento que te conocí. Eres especial. Siempre lo has sido. Y pitea mí es un honor poder considerarte mi amiga.

—Ha dejado de llover —dijo Josh, asomándose a la entrada de la cueva—. Si no se acerca otra tormenta, probablemente podremos salir de aquí en cuanto amanezca.

Emily miró su tenedor, hundido en una lata de raviolis. Habían cenado raviolis la noche anterior, los habían comido al medio día y volvían a tomarlos a la hora de la cena. ¡Cómo lamentaba haber perdido la bolsa con el pollo frito de Inés! Y habría estado dispuesta a pagar una buena cantidad de dinero a cambio de un pedazo de carne asada con puré de patatas. Pero de momento, debería alegrarse de que hubiera cesado de llover. E incluso más de poder abandonar al día siguiente la cueva.

Ella volvería a la Hacienda de la Alegría y Josh al rancho Rollins, o al circuito de rodeo, o donde le apeteciera ir.

Se liberarían por fin de aquella cohabitación forzada que había sido cualquier cosa menos fácil.

Serían libres de seguir su camino, sin nada que decir, sin nada que resolver. Josh continuaría creyendo que había dejado abandonado a su hermano y ella sabiendo que era la causante de la violenta muerte de Toby.

—Me alegro —dijo, y se llevó el tenedor a la boca.

¿Pero de verdad quería terminar las cosas así? ¿Y debía hacerlo? ¿Limitarse a esperar a que dejara de llover y después marcharse a su casa y despedirse para siempre de Josh Atkins?

Josh se parecía a Toby pero, al mismo tiempo, era muy diferente. Así como Toby le había inspirado amistad, Josh la afectaba de un modo mucho más elemental.

Sabía que continuaría viendo su rostro en sueños durante años. Que oiría su voz, reconocería su caminar, y estaría pendiente de aquel particular aroma, de aquella mezcla de olores a caballo, a cuero y a loción para afeitar, que tenía una especial capacidad para excitarla, para hacerle desear, para hacerle necesitar.

Pero nunca funcionaría. Jamás podría haber nada entre ellos. Aunque no hubiera existido Toby y ambos pudieran reconocer la electricidad que vibraba entre ellos con sólo mirarse.

Procedían de dos mundos diferentes. Emily sabía que ella era una planta que necesitaba profundas raíces, aunque le gustara sentirse independiente. Josh no tenía raíces, ninguna. Iba allá donde el viento lo llevaba.

Emily no podía vivir así.

Pero, ¿en qué demonios estaba pensando? Claro que no podía vivir así. Y tampoco Josh le había pedido que lo hiciera. Entonces, ¿por qué estaba pensando en eso? ¿Y por qué de pronto la desilusionaba que parara de llover?

—Josh —dijo por fin, volviéndose hacia el pequeño fuego—, creo que tenemos que hablar.