Prólogo

Marzo de 1815

Suelo francés una vez más, después de haberle sido negado durante tanto tiempo. ¡París espera!

Napoleón Bonaparte, Emperador de Francia, Rey de Italia, etcétera, etcétera, por la gracia de Dios, se detiene a la cabeza de un ejército de menos de mil hombres. Son militares de la vieja guardia que eligieron exiliarse con él en la isla de Elba durante más de un año.

El momento está a punto de llegar. Napoleón llega dispuesto a enfrentarse a un ejército que tiene la orden de acabar con él y con su «banda de forajidos».

Desmonta y avanza diez pasos sobre el polvo del camino. Su figura es la de un hombre pequeño y desarmado entre dos ejércitos; la figura de un hombre vulnerable.

Soldados del quinto cuerpo del ejército —grita al final a las tropas leales al Rey—. ¿No me conocéis? Si alguno de entre vosotros quiere matar a su Emperador, que dé un paso al frente y lo haga. ¡Lo estoy esperando!

Y con un movimiento tan desafiante que arranca exclamaciones en ambos ejércitos, abre de par en par la casaca gris que cubre su pecho.

Después de un tenso silencio, comienzan a oírse vítores a ambos lados de Napoleón.

¡Viva el Emperador! ¡Viva el Emperador!

Los mil hombres de sus tropas son ahora dos mil. Bonaparte monta de nuevo su caballo y pasa revista a su ejército. Se alza sobre los estribos y señala en silencio en dirección a París.

Y tiembla el mundo.