CAPÍTULO II
Merrill apartó de un manotazo la taza de café que tenía delante. Se sentía invadido por la ira. Había comprado un ejemplar del Clarín antes de meterse a desayunar en donde lo hacía todos los días, en el bar de Nolan.
En primera página se daba cuenta de la muerte de Andro Norse e igualmente se hacía constar la forma en que ésta se había producido según el testimonio prestado por el teniente Lou Merrill, pero el periodista que firmaba la crónica, Nelson Wright, daba a entender bien a las claras que él no creía la historia del teniente y, veladamente, sugería que Merrill había discutido con Andro Norse y que el teniente dio fin a la lucha haciendo fuego dos veces sobre Norse.
Rápidamente dejó unas monedas sobre la mesa y, mientras caminaba hacia la puerta, se dio cuenta de las miradas que le dirigían Nolan y una de las camareras. Ya podía estar seguro de que toda la ciudad creería a Nelson Wright.
Cuando llegó al Departamento de policía, preguntó por el teniente Whitmore recibiendo la respuesta de que se encontraba en aquellos momentos en el despacho del capitán Milton Cummings.
Caminó hacia la puerta de vidrio esmerilado y llamó con los nudillos. La voz del capitán le autorizó la entrada.
Milton Cummings frisaba en los cuarenta y cinco años de edad y era de cabeza poderosa, frente ancha y ojos claros bajo los que exhibía gruesas bolsas.
Cummings se había hecho famoso en la ciudad quince años antes cuando luchó con Johnny Rocco, el rey del hampa, al que logró encerrar a perpetuidad haciendo saltar en pedazos todo su bien construido gang.
—Hola, Lou —dijo con su voz ronca—. Justamente estábamos hablando de usted.
Merrill se detuvo ante la mesa y, después de dirigir una mirada a Whitmore, mostró en alto el ejemplar del Clarín.
—Ya he leído lo que dice ese reptil y antes de una hora lo obligaré a rectificar.
—Me gustaría que le diese su merecido —dijo Cummings—. Pero me temo que no pueda hacerlo… Acabo de recibir una llamada del Comisionado.
Merrill sintió que sus ánimos se enfriaban.
—No me irá a decir que el señor Petterson va a ponerse de parte de Wright.
—Naturalmente que no, Lou, aunque usted ya sabe…
—Sí, es año de elecciones… Pero no creo que esto sea cuestión que vayan a resolver los políticos.
Cummings dio un suspiro.
—Lo mismo opinaba yo cuando tenía su edad, pero luego la vida me ha convencido de que estaba equivocado. En buena lógica, nosotros, los policías, no debíamos estar contaminados por esa basura pero los hechos se imponen —se echó atrás en el sillón—. Siento decírselo, Lou, pero éste es un mal asunto.
Merrill volvió la cabeza bruscamente hacia Whitmore.
—¿Hablaste con Kelly?
—Sí.
—¿Qué es lo que dijo?
—Después de mucho esfuerzo, logró recordar que Andro Norse trabajó para él hace cosa de cinco años. Según él, sólo lo tuvo dos meses como cobrador en uno de sus negocios a plazos.
—Claro que sí, Andro Norse cobraba los réditos de los préstamos que hacía Abner Kelly. Sé algo de eso. Kelly deja dinero, quinientos dólares, y el prestatario ha de pagar cincuenta a la semana durante seis meses. Un buen interés; y lo peor es que lo sigue haciendo, y hace siete días Andro seguía cobrando a los deudores.
Whitmore sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Mientras arrojaba una bocanada de humo dijo:
—Le pregunté también por Mahoney y por Jensen. No había oído en su vida esos nombres. Igualmente le di la descripción de los dos tipos pero tampoco sirvió para nada.
—¿Los buscaste, Bert?
—Medio centenar de nuestros hombres se han pasado toda la noche visitando hoteles y los apartamentos de alguna gentuza. Hemos detenido unas cuantas docenas de maleantes. Pero de todo ello no hemos logrado sacar una sola pista que nos pueda servir para cazar a esos fantasmas.
En la frente de Lou se hinchó una venilla.
—¿Fantasmas, Bert?
—No lo he querido decir con esa intención.
—Por favor, caballeros —intervino el capitán—. Espero que esto no lo conviertan en una cuestión personal.
Merrill miró a Cummings.
—Quiero pedirle un favor, capitán.
—¿De qué se traía?
—Déjeme que yo corra con la pelota en el asunto de Andro Norse.
—Yo no tengo inconveniente. Pero es Whitmore quien tiene que decidirlo.
Merrill miró a Whitmore.
—¿Qué dices tú, Bert?
—No, Lou.
—¿Puedo preguntarte por qué?
—Te contestaré. Tienes la sangre caliente, e imagino que Andro Norse no iba a ser el único cadáver que iría a parar al depósito. Estás poseído de una furia irracional y no vacilarías un segundo en disparar también contra Kelly o contra ese periodista.
—¿Disparar también?… —Los ojos de Lou se entrecerraron—. De modo que piensas que yo maté a Andro Norse. ¿Estás de acuerdo con la tesis de ese periodista de tres al cuarto?
—Seamos realistas, Lou.
—Seámoslo.
—Andro Norse te citó en ese apartamento y me imagino que yo sé por qué.
—¿Por qué?
—Trataba de sobornarte. Naturalmente, no por cuenta de él sino de Abner Kelly. Eso te puso ebrio de coraje y le pegaste. Él se defendió. De esa forma empezó la pelea. Te dio un mal golpe casi privándote del sentido y tú pensaste que él te iba a matar… Se te nubló el cerebro y echaste mano a la pistola.
—Cállate, Bert.
—Hasta es posible que Andro hiciese un gesto de ir a sacar un arma que no poseía porque no hemos encontrado ninguna encima de él, pero tú pensaste que él iba a hacer fuego y por eso te lo cargaste.
—¡Cállate he dicho!
El capitán intervino nuevamente.
—Guarden silencio los dos.
Merrill y Whitmore obedecieron. Luego Cummings se aclaró la garganta.
—¿De qué se ocupa ahora, Lou?
—En el caso Mildred.
—¿Qué hay con ella?
—Hace su vida ordinaria con normalidad. Alquilamos un apartamento en el mismo corredor y controlamos el teléfono pero hasta el presente no ha recibido ninguna llamada.
—Está bien. Siga con ello, y anúncieme si hay alguna novedad. Eso es todo, teniente.
Merrill fue a decir algo pero en última instancia cerró la boca y, después de echar otra mirada a Whitmore, giró sobre sus talones y salió del despacho.
Ya fuera, respiró hondo llevando aire a sus pulmones.
De pronto una mano le tendió un vaso de papel lleno de agua. Era el sargento Sheridan Anes.
—Gracias —le dijo y aceptó el vaso.
A Sheridan le llamaban el eterno sargento. Estaba por los cincuenta años y su cabello era entrecano y su cara mostraba ya demasiadas arrugas. Hubiese podido ascender en alguna ocasión, pero él siempre renunció porque no se consideraba apto para ser un teniente. Era la razón que alegaba, pero todos sabían en el Departamento había otra. Estaba encargado de la delincuencia juvenil y no quería abandonar su misión de ninguna forma. Tuvo un hijo de su matrimonio y el muchacho, a los dieciséis años, había resultado muerto en una reyerta de pandillas en las afueras de la ciudad. Cuando ocurrió aquello, Sheridan se había sentido culpable y desde entonces se impuso como un castigo aquel trabajo. Cumplía con su deber pero lo hacía de tal forma que más de uno de aquellos muchachos le debía haberse convertido en un hombre de provecho.
Merrill arrugó el vaso vacío y lo arrojó a la papelera.
—Lo siento, Lou —dijo Sheridan.
Merrill le dio una palmada en el brazo.
—Tu ungüento no sirve para nada sargento. Me despellejaron a conciencia.
—No te lo tomes así.
—¿Cómo quieres que me lo tome?
—Leí el informe de Whitmore. Dará con esos fulanos y todo quedará claro.
Merrill sonrió amargamente.
—Ni tú mismo piensas en ello. Kelly ha hecho retirar de la circulación a esos fulanos. No, Sheridan. Whitmore no dará con ellos. —Lou dio por terminada la conversación acerca de aquel tema—. ¿Cómo está Susan?
—Perfectamente. ¿Por qué no vienes el sábado a comer?
—Es posible que lo haga, pero no se lo digas a ella, ya te avisaré.
—De acuerdo, muchacho.
Merrill se despidió del sargento y salió a la calle.
Justamente en aquel momento vio salir de un coche a Nelson Wright, el periodista del Clarín.
Nelson era alto, fornido, de cabello rubio, ojos verdosos y rostro bien parecido. Se cubría con un terno impecable.
—Hola, teniente.
Merrill no le contestó sino que quedósele mirando fijamente a los ojos.
Nelson Wright sonrió.
—Me imagino que no está usted muy conforme con mi columna.
—¿En qué clase de veneno moja su pluma, Nelson?
—¿Todavía no lo sabe?… Escribo a máquina, una portátil que me regaló un hombre al que salvé de la silla eléctrica.
—¿A quién va a salvar esta vez, Nelson?
—Me imagino que a nadie.
—Se equivoca. Yo le diré el nombre: Abner Kelly.
Wright sonrió de nuevo.
—Sólo falta que me diga que él me pagó el artículo.
—Lo sabré.
Por unos instantes los labios de Wright se comprimieron.
—¿Cree usted que va a ser policía para entonces? —sonrió otra vez y, sin esperar una respuesta del teniente, se introdujo en el Departamento.
Lou sintió que las sienes le latían con violencia, tal como había ocurrido cuando oyó a Whitmore.
Estaba todavía mirando a la puerta cuando vio salir al agente Kastner. Éste le hizo un saludo y fue a dirigirse a un coche que estaba junto al bordillo de la acera. De pronto Merrill se acordó de algo.
—¡Kastner!
El agente se detuvo y giró sobre sus talones.
—Diga, teniente.
—¿Estaba pagando Andro Norse el apartamento de la calle 66, Oeste?
—No, señor. Era cuenta de la inquilina, una tal Jenny Winkler.
—¿Qué sabéis de ella?
—Haney se está ocupando de eso.
—¿Es que no ha aparecido la chica?
—No, señor. Ella trabaja en un salón de belleza y justamente hace dos días se marchó de la ciudad para hacer una serie de demostraciones en algunos pueblos del Estado. Haney está tratando de localizarla.
—¿Qué relación había entre Jenny Winkler y Andro Norse?
—Lo sabremos de un momento a otro, teniente, aunque imaginamos que ellos dos eran muy amigos. Ya me entiende.
Merrill recordó también las palabras de Andro cuando él sugirió tal relación íntima. No; Andro sólo sentía por ella afecto.
Dio las gracias al agente y echó a andar hacia la parada de taxis.
Veinte minutos más tarde subía por las escaleras de la casa donde vivía Mildred Thomas, la mujer que tenía bajo vigilancia. Antes de llegar a la puerta tras la que se encontraban sus muchachos, oyó el sonido del saxofón. Habían alquilado el apartamento diciendo que eran músicos que iban a componer una orquesta. Él había tocado la trompeta diez años antes y ahora durante aquellos últimos días, le había gustado recordarlo, y Tedd Danfry era un buen saxofonista.
Pulsó el timbre y enseguida le abrió Alan Mac Kendruck.
Merrill correspondió con un gruñido a los buenos días del agente.
Tedd estaba interpretando un blue con el saxofón y, por unos segundos, lo apartó de la boca, pero el teniente le hizo una señal y él continuó con la pieza.
Merrill se dio cuenta de que los muchachos estaban enterados de todo. Allá, sobre un diván, el apartamento lo habían alquilado amueblado, había un ejemplar del Clarín.
Merrill hizo una mueca y dejóse caer en un sillón.
Encendía un cigarrillo, cuando observó que Mac Kendruck y Danfry, éste, sin dejar de interpretar su blue, lo estaban mirando.
—Está bien, muchachos, no sientan compasión. Las cosas ocurrieron como yo las conté. Y no como ese bastardo ha imaginado.
Luego hubo un silencio.
Merrill dobló la cabeza hacia la pared de la derecha.
—¿Qué hay con ella?
—No ha vuelto a salir desde ayer por la mañana. Pero hizo una llamada… —Mac Kendruck, tras una pausa, agregó con voz lúgubre:
—A la tintorería.
—Está bien, Mac. Ponme en comunicación con Rubén.
Mac Kendruck cogió el teléfono y marcó dos números.
—¿Rubén…? El teniente.
Pasó el micro a Merrill.
—¿Alguna novedad, Rubén?
—No, señor. Entraron unas cuantas personas en el edificio pero no hubo ningún extraño entre ellos. Todos eran conocidos.
—Gracias.
—Ah, señor.
—Di, Rubén.
—Siento el lío en que se ha metido.
Merrill miró el auricular. Sabía que sus chicos lo apreciaban pero le quemaba la sangre saber que estaban preocupados por él.
—Ten los ojos bien abiertos, Rubén —dijo.
—Sí, señor.
Merrill devolvió el auricular a Mac Kendruck y éste lo dejó en la horquilla.
Danfry terminó su blue y atrapó un paño de una mesa y lo pasó por la embocadura del saxofón.
—¿Me permite decirlo, teniente? —dijo de pronto.
—¿Qué es ello, Danfry?
—Tengo la impresión de que aquí estamos perdiendo el tiempo. Con hoy llevamos esperando diez días. Creo que O’Donnell terminó con la pelirroja.
—Y yo opino lo contrario. O’Donnell estaba a punto de casarse con Mildred porque ella era la mujer que daba la medida. De pronto rompieron y, al cabo de un par de meses, sobreviene el asalto a la Compañía de pagos Darlington. Todos sabemos que fue O’Donnell el que se llevó el botín de los cien mil dólares, pero resulta que O’Donnell se esfumó. Sigo pensando que Mildred nos llevará a O’Donnell o será él quien venga aquí.
Merrill se apercibió de que sus dos muchachos lo estaban mirando con cara aburrida. Les dio mentalmente la razón. ¿Cuántas veces les había expuesto ya la teoría?
Se quitó la chaqueta y tendióse en el diván.
Danfry se puso a interpretar un fox rápido.
Hacía calor en aquel apartamento. Le dijo a Mac Kendruck que abriese una ventana.
Más tarde, Danfry dejó el saxofón, cogió una novela y se puso a leer.
El tiempo se fue desgranando lentamente.
Era casi mediodía cuando llegó la señal de que Mildred Thomas se disponía a recibir una llamada.
Merrill se levantó de un salto y alcanzó el auricular antes que Mac Kendruck.
Oyó la voz de la pelirroja.
—¿Sí?
—Por favor —dijo una voz varonil—. ¿Está ahí el señor Freman?
—¿Freman?… Me temo que se ha equivocado.
—Perdone, señorita.
Luego colgaron, y Merrill lo hizo arrugando el entrecejo.
Mac Kendruck y Danfry lo estaban mirando.
—Una equivocación. Un tipo que llamó preguntando por un tal Freman.
Danfry había seguido los movimientos del disco supletorio y ya tenía apuntado el número. Rápidamente descolgó otro auricular y cuando estableció la comunicación dijo:
—Hola, encanto. ¿Le gustó la sesión de cine? —carraspeó al ver la fulminante mirada que le dirigía el teniente—. Esta vez es el ciento veintiuno, ochenta y tres, cuarenta y seis; esperó unos segundos y luego dijo. —Gracias, encanto…
Colgó y dirigióse al teniente:
—El despistado habló desde una cabina telefónica de un bar llamado «Dakota» en la calle treinta y dos, Oeste.
—Muy bien —respondióle el teniente—. Es cuenta mía.
Fue al bar «Dakota» pero no le sirvió de nada. A aquellas horas había demasiado público en el local. Ningún empleado pudo decirle quién era el hombre que había llamado a las once y veintisiete. Los clientes utilizaban el teléfono continuamente.
Merrill tuvo que dar las gracias y marcharse.
Caminó por la acera lentamente hasta encontrar un automático donde decidió detenerse para almorzar. Estuvo a punto de marcharse cuando vio en la pantalla de televisión la figura de Nelson Wright, pero se detuvo a oírle hablar.
—«Yo opino que, si pronto va a llegar el día que cualquier policía pueda convertir una simple disputa personal en algo oficial amparándose en su cargo, es que algo de nuestro sistema está fallando, porque en tal caso, nuestras ciudades se convertirán en auténticas selvas. Pero yo también creo que todos y cada uno de nosotros estamos dispuestos a defender nuestras libertades. Éste es el momento de obrar. No podemos demorarlo. Si existe alguien que se cree invulnerable porque está en posesión de una chapa y de una pistola, somos nosotros quienes debemos demostrar a ese individuo que hizo mal sus cálculos…».
Merrill giró rápidamente y salió del local. Tropezó con una señora y se excusó. Sentíase invadido por una rabia sorda. Y ahora se dio cuenta de que los latidos de su corazón se habían acelerado y de que también respiraba más rápidamente.
Vagó sin rumbo fijo durante una hora. Luego despachó un par de sandwichs con una jarra de cerveza en un bar.
Eran más de las dos cuando subió otra vez al apartamento donde estaban los muchachos. Sólo encontró a Mac Kendruck.
—¿Consiguió algo, teniente?
—Nada.
—Ella sigue ahí y no ha habido ninguna novedad desde que usted se marchó.
—¿Y Danfry?
—Se marchó muy deprisa. Su primogénito se tragó una moneda… Es la cuarta vez, ¿sabe?… Lo que le digo a Danfry, él no necesita ningún Banco para guardar su dinero. —Kendruck rió su propio chiste pero enseguida quedó serio al ver que el teniente no lo estaba escuchando.
Merrill se quitó otra vez la chaqueta y tendióse en el diván. Estaba a punto de dormirse cuando regresó Danfry. Parecía muy contento y traía un paquete de bocadillos y dos botellas de cerveza. Lo descargó en la mesa y dijo:
—Mi mujer se va a convertir en una rica heredera.
Mac Kendruck hizo una mueca.
—Creí que nos ibas a hablar del chico y de la moneda.
—Oh, cuando llegué a casa ya la había soltado… Kathy tiene un procedimiento estupendo. Lo coge por los tobillos y lo golpea hasta que la suelta. Ese muchacho es el mismísimo diablo. La tenía en la boca. Sólo había querido asustar a Kathy.
—¿Qué es eso de la herencia?
—Una tía de ella se murió hace un mes y ahora Kathy acaba de recibir una carta de un abogado diciendo que tiene que ir al pueblo a hacerse cargo de lo que le ha dejado.
—¿Era rica la tía?
—Poseía un par de casas y alguna tierra… Kathy dice que lo venderá todo. Bueno, con eso podremos pagar la hipoteca.
—Eres un tipo de suerte —dijo Mac Kendruck—, pero me alegra eso de la herencia; a ver si pones mejor cara cuando te pida prestados cinco dólares.
Danfry soltó una risotada.
—Kathy no me dejará administrar un solo dólar.
Mac Kendruck emitió un gruñido.
—¿Come algo, teniente?
—Ya lo hice.
Durante la media hora siguiente Danfry y Mac Kendruck dieron cuenta de los bocadillos y de la cerveza.
Mac Kendruck puso en marcha el transistor. La voz de un locutor decía:
—«Ahora les vamos a contar a ustedes algo más acerca del teniente Lou Merrill…».
Mac Kendruck interrumpió la conexión.
—Pon eso —dijo Merrill—. Quiero oírlo.
Mac Kendruck cambió una mirada con Danfry mientras sintonizaba otra vez.
—«El cuatro de enero de mil novecientos cincuenta y ocho, el entonces sargento Lou Merrill mató a un hombre e hirió gravemente a otro. El hecho ocurrió en el muelle 54. El siete de marzo de mil novecientos cincuenta y nueve, el ya teniente Merrill hirió gravemente en una pierna a un hombre y esta vez el suceso tuvo lugar en un club nocturno. Las conclusiones son claras, amigos. Nos encontramos ante un servidor de la ley que resulta demasiado rápido con la pistola. Es posible que el señor Merrill se hallase muy a gusto en el Oeste de hace un siglo, pero al parecer, no se ha dado cuenta de que corre el año mil novecientos sesenta y que se encuentra en una de las ciudades más civilizadas del mundo…».
Mac Kendruck desconectó con rabia.
—¿Por qué no dice ese bastardo a qué clase de fulano baleó? ¿Por qué no dice que usted fue ascendido a teniente por su comportamiento en aquella ocasión en que mató a un hombre e hirió a otro?…
—Cállate, Mac Kendruck.
Éste fue a agregar algo más, pero cerró la boca.
Danfry cogió el saxofón y se puso a tocar.
Mac Kendruck caminó hacia la puerta.
—Voy a relevar a Rubén.
Merrill hizo una señal de asentimiento.
Apenas la puerta se hubo cerrado, sonó el timbre de uno de los teléfonos que había sobre la mesa.
Merrill cogió el auricular.
—¿Si?
—Orden del capitán Cummings de que se presente usted en el precinto inmediatamente.
—Está bien, Jimmy. Allá voy.
Cuando salía del apartamento oyó la voz de Danfry.
—Oiga, teniente.
—¿Qué quieres, Danfry?
—No se achique.
Merrill sonrió.
—Enhorabuena por la herencia.
Cuando llegó al precinto, caminó directamente hacía el despacho de Cummings. De pronto la puerta se abrió y por el hueco apareció el teniente Whitmore. Le acompañaba una joven de unos veinte años de edad, de curvas graciosas y rostro sensitivo. El cabello era negro y los ojos grandes, de un color azulado.
Whitmore se había detenido y le dijo:
—Pasa, Lou. El capitán te espera.
Pero Merrill estaba mirando fijamente a los ojos de aquella joven.
—De modo que es usted —dijo ella—. Usted es el famoso teniente Merrill.
—Sí.
—Y debe de estar muy satisfecho por su gesto. Mató a un hombre que no tenía ninguna arma en su poder… Lo asesinó.
—No sabe lo que dice.
—Me ha bastado oír y leer todo lo que se ha dicho de usted en lo que va de día.
—Perdone —interrumpió Merrill, y pasando por el lado de la joven entró en el despacho cuya puerta seguía abierta.
Cerró tras de sí y miró al capitán que estaba de pie junto a una ventana.
—Es Jenny Winkler —dijo Cummings.
—Lo he imaginado.
—¿También imaginó que ella es la hermana de Norse?
Merrill hizo una mueca.
—¿Hermana?
—Sí. Ella nos lo contó todo. Ella y Andro sólo se habían visto un par de veces. Sus padres murieron en un accidente cuando los muchachos eran muy pequeños. Andro fue acogido por una familia y Jenny por otra. Sólo siguió conservando su apellido. A Jenny se lo cambiaron por el de su padre adoptivo. Ella residió hasta hace seis meses en Chicago. Parece una chica muy experta en cuestiones de belleza femenina y vino contratada por una casa de aquí. Andro fue a verla al apartamento un par de veces. La segunda, anteayer. Ellos apenas se conocían. Sólo por alguna feto que se enviaron de vez en cuando.
—De modo que ése era el afecto.
—¿Cómo dice, teniente?
—Estaba hablando solo. —Merrill enarcó las cejas—. ¿Para qué me quería, capitán?
—El Comisionado quiere hablar con usted. —Cummings consultó su reloj—. Me dijo que llegaría a las cuatro y sólo faltan un par de minutos. Siéntese, teniente.
Merrill caminó hacia un sillón, pero no llegó a ocuparlo porque en aquel momento se abrió la puerta y entró en el despacho Hank Petterson, el Comisionado de policía. Estaba por los cuarenta años de edad y era muy alto y robusto, de tez muy oscura y boca que le hacía parecer un bulldog. Se quedó en el umbral al descubrir al teniente, y finalmente cerró.
—Buenas tardes, caballeros —dijo con voz solemne.
Cummings y Merrill correspondieron al saludo.
Luego Petterson caminó hacia el sillón que estaba situado enfrente del que se disponía a ocupar Merrill y se sentó cruzando las piernas.
—Me temo que su actuación no ha sido todo lo brillante que todos hubiésemos deseado, teniente Merrill.
Lou sintió como poco a poco hacía presa en él la indignación.
Petterson carraspeó mientras proseguía:
—Todos sabemos lo ingrata que es la misión de ustedes, pero eso no autoriza a un miembro de la policía a apretar el gatillo apenas…
—No apreté el gatillo —lo interrumpió Merrill en voz brusca.
El rostro de Petterson empezó a enrojecer.
Cummings tosió suavemente diciendo:
—Serénese, Merrill.
Los ojos de Petterson estaban clavados en la cara del teniente.
—Usted va a traer muchas complicaciones. Merrill, de modo que espero sea usted comprensivo —se volvió hacia el capitán—. ¿Se lo ha dicho, Cummings?
—No, señor.
—Está bien. Se lo diré yo mismo. —Petterson hizo una pausa—. Se va a tomar unas vacaciones, teniente.
—No las necesito, señor.
Cummings medió otra vez:
—Sea sensato, teniente.
Petterson sonrió sin apartar los ojos del semblante de Merrill.
—No hay nada personal contra usted, Lou. Todos estamos de su parte. Usted no mató a ese hombre. Ocurrió como usted lo dijo.
—En tal caso, no hay necesidad de que yo tome unas vacaciones. Trabajo en el asunto de Mildred Thomas y estoy esperando resultados.
—Sí, me hallo al corriente de ello, pero me imagino que usted no será absolutamente preciso cuando la trampa surta efecto, si es que alguna vez llega a ocurrir eso —el Comisionado se mojó los labios—. Dese cuenta, teniente. Los periodistas y los comentaristas de radio se han lanzado sobre nosotros como perros hambrientos sobre un solo hueso.
—Existe una forma de acallar a la jauría.
—¿Cómo?
—Al parecer, hasta ahora usted no ha dicho nada en el asunto. ¿Por qué no convoca una reunión de periodistas y colaboradores de las emisoras? Explíqueles usted de nuevo cómo ocurrieron las cosas.
—No puedo hacer eso —contestó Petterson muy serio.
—¿Por qué no?
—Nadie me creería.
Merrill entrecerró los ojos.
—Ni usted mismo lo cree, Comisionado.
—Le prohíbo que…
—Usted no me puede prohibir pensar, Comisionado. Usted está con ellos, con Wright y los demás. Yo soy un tipo muy rápido con la pistola. Peleé con Andro y en el transcurso de esa lucha decidí acabar con él. Me bastó con sacar la pistola y meterle dos balas en los intestinos…
En la estancia reinó un silencio que interrumpió Petterson.
—Si yo estuviese en su lugar, sería más realista, teniente.
—Claro que sí, usted es un hombre muy práctico, Comisionado.
Petterson saltó.
—¿Qué pretende sugerir con eso, teniente? Tengo la impresión de que se está usted propasando.
—Ya acabé, Comisionado.
Merrill se despojó de la chapa y la arrojó sobre la mesa.
Petterson y Cummings quedáronse mirando el emblema y luego observaron al joven.
—¿Qué es lo que hace, teniente? —preguntó Petterson.
—Llevar a la práctica lo que usted ha estado deseando durante todo el día. Le presento mi dimisión.
Petterson carraspeó para decir algo, pero guardó un silencio.
Merrill dijo:
—Me gustaría devolverles también la pistola, pero en el Departamento ya la tienen en su poder. Es la que mató a Andro Norse.
Cummings se pasó una mano por el cabello.
—Oiga, teniente, creo que hay otra forma de arreglarlo. Me acojo a la idea del Comisionado acerca de sus vacaciones. Puede tomarse un mes. Para cuando regrese, las cosas habrán cambiado.
—Gracias, capitán, pero no puedo aceptar su oferta. Por nada del mundo quiero convertirme en una pesadilla del Comisionado.
Petterson se levantó del sillón y caminó hacia la ventana. Quedó allí de espaldas mirando al patio de luces.
Lou dio media vuelta rápidamente y salió del departamento.