CAPITULO IX

A mí me gustan más las morenas —dijo el sheriff Weby viendo a través de los cristales la rubia que bajaba del tílburi estacionado junto al bar de Philip Master.

—Yo no hago diferencias, jefe —repuso su ayudante—. Démelas de la alzada de esa rubia… Mi madre, ¿se ha fijado qué tobillos?

El sheriff carraspeó.

—Reginald, no tenemos tiempo para esas cosas.

Se levantó de la silla y caminó rápidamente hacia la puerta. Antes de salir se volvió.

—Si viene Talbot dile que me he largado a Chicago,

—¿Con o sin la rubia?

—Vete al infierno.

El sheriff atravesó la calle y entró en el local de Master.

La rubia ya subía las escaleras que conducían a las habitaciones superiores.

Los clientes del local y hasta el propio Philip Mas-ter habían interrumpido hasta el resuello contemplando la ascensión de la mujer.

—¿Quién es ella? —preguntó el sheriff.

Philip Master no habló hasta que la rubia hubo desaparecido arriba.

—Dijo llamarse Clara Roberts.

—¿Qué ha venido a hacer aquí?

—Está de paso hacia Búfalo City. Eso es lo que dijo. Ha tomado habitación por una noche. También preguntó si éste era un local tranquilo. Imagínese, sheriff. Decir eso cuando es el bar más tranquilo del mundo.

—¿Y Talbot?

—Lo vi subir hace un rato. Dijo que iba a echar un sueño.

—¿Sigue preguntando por Shanon?

—Para variar, no preguntó nada.

En aquel momento se abrió la puerta y Pebedy, el secretario de Less Harter, entró corriendo.

—¿Está aquí hospedado Frank Talbot, Philip?

—Sí, habitación tres.

—¿Para qué lo quieres? —preguntó el sheriff.

—Negocios, sheriff —repuso Pebedy y subió corriendo la escalera. Al llegar a lo alto llamó en la habitación número tres.

—¿Quién es? —preguntó Talbot desde el interior.

—Pebedy, el secretario de Less Harper. Le traigo oro, señor Talbot —rió su ocurrencia—. ¿O prefiere que hablemos de un pozo de petróleo?…

Oyó gemir un somier y poco después la llave chirrió en la cerradura.

Pebedy dio un respingo al ver el revólver con que el huésped le apuntaba.

—Cuidado, se le puede disparar —dijo alzando los brazos.

—Pase, rápido.

Pebedy entró en el cuarto y Talbot cerró.

—¿Qué quiere?

Pebedy sonrió sacudiendo el dedo ante la cara de Talbot.

—¿Y lo pregunta todavía? Es usted un tipo de suerte, señor Talbot. Conseguimos lo que quería.

—¿De veras?

—Va a tener el mejor negocio de Reddford y probablemente de todo el condado.

—¿A qué clase de negocio se refiere?

—Vamos, Talbot, no se haga el remolón. Usted tiene pupila. Es lo que dice mi jefe… Un hombre con pupila puede llegar a lo más alto.

Talbot enfundó el revólver y sacó un cigarrillo. Le prendió fuego.

—Concrete.

El secretario de Harper extrajo un papel de su chaqueta.

—Aquí lo tiene. El traspaso del negocio… Todo está en regla. Ochocientos dólares y la ferretería es suya… No crea que fue fácil convencer a la señorita Bates. Tuvimos que devolverle sus quinientos dólares y pagarle una buena prima.

—Eso han hecho, ¿eh?

—,Me he ocupado personalmente del asunto, pero todo se debe a la iniciativa del señor Harper. Ya puede estar seguro de que “Harper y Harper” son los mejores agentes de negocios de todo Tejas…

—Creí que sólo había un Harper.

—Ahora sólo hay uno. Pero hubo otro, el hermano de Less. El pobre murió del sarampión… Ridículo, ¿verdad? Fue un gran golpe para mi patrón…

—Ahora va a recibir otro.

El agente hizo una mueca de perplejidad.

—No le entiendo, señor Talbot.

—Digo que el señor Harper va a tener otro motivo para estar triste —le devolvió el papel—. Ya no hago el negocio.

—¿Cómo?

—No me interesa.

—Pero, señor Talbot, es el mejor establecimiento de Refford… ubicado en el más espléndido lugar de la calle

Mayor… una ganga, teniendo en cuenta que paga usted sólo ochocientos dólares por él.

Talbot hizo un gesto negativo.

—No, Pebedy. Le repito que ya no me interesa. Me quedaré muy poco tiempo en Refford, pero si cambiase de opinión pasaría por la oficina del señor Harper… ¿eh? Hasta la vista.

Pebedy abrió la puerta. Tenía la cara roja.

—Dios mío, ¿qué voy a decir al señor Harper…?

—Recuérdele su lema: “Un hombre con pupila puede llegar a lo más alto.”

Empujó fuera a Pebedy, que no había salido aún de la sorpresa, y volvió a cerrar la puerta.

Tendióse en la cama, sumergiéndose en profundos pensamientos.

Llevaba así diez minutos cuando de pronto oyó un

grito femenino. Parecía proceder de la habitación de al

lado.

Saltó del lecho, desenfundando el revólver, y salió de la habitación.

Empujó la puerta número cuatro como una centella.

Una rubia estaba en un rincón mirando a la ventana con ojos aterrorizados.

—¿Qué fue? —preguntó Talbot.

—Un rato. Escapó por allí.

Master entró también en la estancia.

—¿Un ratón? —exclamó—. No puede ser… Desinfecté I las habitaciones hace una semana.

Talbot señaló la ventana.

—Quizá se coló por el canal de desagüe.

Philip Master se asomó por el hueco, como si fuese a soltar un pregón contra los roedores que subían. Se volvió mostrando las palmas de las manos.

—Lo siento, señorita Roberts… Estoy confundido.

La joven parecía haberse serenado.

—Ya pasó todo.

Philip hizo un par de reverencias y salió de la habitación.

Talbot continuaba con el revólver en la mano y también fue a salir.

—Espere —oyó que decía la joven.

El la miró con las cejas enarcadas.

-“Sí.

—¿Es usted el señor Talbot, Frank Talbot?

—Oí hablar de usted.

—¿A quién?

—A Clifford Sheridan.

Talbot sonrió.

—¿Dónde vio a Clifford?

—En Abilene.

Talbot sacudió la cabeza.

—Buen muchacho Clifford. Hace un par de años que no lo veo…

—Mi nombre es Clara Roberts.

—Encantado, señorita Roberts.

—Clifford me dijo que usted siempre estaba envuelto en líos. ¿Es cierto?

Talbot enfundó el revólver y cruzó los brazos.

—Unos los llaman líos. Yo los llamo de otra forma… Siento la picazón de la aventura, especialmente cuando se trata de luchar con gente que se considera muy lista.

—¿Contra quién lucha ahora, señor Talbot?

—Es preferible que no lo sepa, señorita Roberts. Sin quererlo, usted podría verse envuelta en un buen jaleo.

Ella caminó hacia él y se detuvo a una yarda. Abanicó las pestañas.

Talbot tosió suavemente.

—¿A qué se dedica, señorita Roberts?

—Canto.

—Sí, creo que tiene una bonita voz.

—Y bailo.

Frank volvió a toser.

—¿No me va a decir también que tengo las piernas bonitas, Talbot?

—Un vestido femenino no deja ver mucho.

Louis Ling, bajo su disfraz de Clara Roberts, rió para sus adentros. Estaba segura de que tenía encandilado a Talbot, pero aquel tipo, tan duro con los hombres, resultaba tímido con las mujeres. Era divertido tomarle el pelo a un super gunman para luego freírlo.

—Frank… ¿Me permite que lo llame así?

—Desde luego, señorita Roberts.

—A cambio puede llamarme Clara.

—Sí, Clara.

Louis dio otro paso hacia Talbot.

Llevaba un “Derringer” en el polisón. Se habla entrenado muchas veces antes de abandonar la cabaña. Con sólo mover el brazo atrás lo sacaría en un suspiro y haría fuego a bocajarro. Tal operación no le habría llevado más de dos segundos, pero quería asegurarse bien y disminuyó hasta lo posible la distancia que le separaba de su víctima.

—Sí, Frank… Decididamente me gustas… ¿Quieres que te tutee?

—Bueno.

—Siempre me he sentido interesada por los hombres que no tienen miedo al peligro. —Empezó a llevarse la mano atrás—. ¡Oh, el vestido se me ha arrugado mucho!

Sacó el revólver como una centella.

Pero Frank se arrojó al suelo y disparó sin pestañear.

La bala chocó contra el pecho do Louis, quien ya tenía el dedo en el gatillo.

Hizo fuego, pero la bala fue a hacer un desconchado en la pared. Luego ya no tuvo tiempo para decir nada porque se murió, cayendo al suelo.

Todo volvió a quedar en silencio.

Frank Talbot se puso en pie, observando el cadáver.

Oyéronse pasos precipitados por el corredor y la puerta se abrió bruscamente, penetrando el sheriff Weby con el revólver en la mano. Tras él lo hizo Philip Mas-ter.

Los dos se quedaron asombrados al ver la escena.

—¡Talbot!… ¡Ahora sí que se la ha ganado!… ¡Ha matado a una mujer!… ¡A una mujer!

Frank se acercó al cadáver y, poniéndose en cuclillas, tomó el cabello rubio y dio un tirón .

Apareció una cabeza de cabello negro.

—¡Es un hombre, sheriff! —exclamó Philip Master.

Frank dejó caer la peluca a un lado.

—Me tendieron una trampa.

—¿Quién es ese tipo, Talbot?

—No lo he visto nunca antes de ahora, pero he oído hablar muchas cosas de un fulano llamado Louis El Bonito. Me grabo las descripciones que me hacen de los forajidos. Seguro que es él.

—Pero ¿por qué motivo quería asesinarlo, Talbot?

—Hay mucha gente que me considera como enemigo, tipos como Louis El Bonito.

El sheriff sacó un pañuelo de hierbas, con el que se enjugó el sudor de la cara.

—¿Por qué no me hace el favor de marcharse, Talbot?

—Ya me iba para que se ocupen de retirar al muerto.

—No me refería a dar un paseo por el pueblo. Quiero que se largue de Refford.

—Tengo la impresión de que me marcharé muy pronto, sheriff.

Talbot salió de la habitación y poco después del local.

Vio a Shirley ante el escaparate de la tienda de ropas contemplándose un modelo de sombrero que indudablemente acababa de recibir.

Fue a su lado.

—Hola, Shirley.

La joven dio un respingo, sobresaltada.

—Ah, es usted. Quiero darle las gracias por haberme ayudado a recuperar mi dinero.

—Pebedy me dijo que se le agregó una prima.

—¿Esos judíos…? Sólo agregaron cinco dólares. ¿Se lo imagina? —la joven rió—. Pensaban hacer un negocio extra con usted ganando doscientos noventa y cinco… Les está bien merecido por estafadores.

—¿Qué va a hacer ahora?

—Regresaré a Arlene… Eh, oiga, ¿qué fue ese tiro?

—Una rubia me quiso hacer el amor.

Ella se le quedó mirando con el ceño fruncido.

—¿Trata así a las mujeres que se chiflan por usted?

—Sólo a las que su relleno no es genuino. —Hizo una pausa y agregó—: Era un tipo disfrazado.

Ella hizo una “o” con los labios.

—Dios mío, se ha librado de una buena.

Él le tendió la mano.

—Celebro haberla conocido, Shirley.

—Todavía no me voy.

—¿No ha dicho antes que se iba a Arlene?

—Sí, pero no dije cuándo. Quiero echarle antes un vistazo a cierto negocio que me ha propuesto Matty.

—A propósito de Matty, hace un buen rato que no lo veo. Quisiera hablar con él.

—Lo vi entrar en el Saloon Pequeño Refford.

Talbot fue a dar media vuelta.

—No me ha dicho nada del sombrero —dijo ella.

El la miró.

—Le falta una pluma.

—¿Qué?

—Me gustan los sombreros con plumas.

—No no sea palurdo. Este es un modelo inglés. Y no lleva plumas.

—Será como usted quiera, pero me gustan con plumas.

—Pagué nada menos que tres dólares setenta y cinco por él.

—Quizá le guste a su hombre, pero a mí no.

Frank giró sobre los talones y, mientras se alejaba, oyó la voz enojada de ella.

—Sombrero con plumas… sombrero con plumas…

Talbot empujó las hojas de vaivén y entró en el local.

Matty estaba en el mostrador bebiendo a pequeñas dosis un vaso de whisky.

—Hola, muchacho —lo saludó—. ¿Un trago?… Le invito.

—Quiero hablar con usted, Matty, pero no aquí.

—Bueno, ya habrá tiempo. Ahora un trago, ¿eh?

—Prefiero que hablemos en seguida. Es urgente.

Matty observó que Candell, el dueño del pequeño Refford, lo estaba observando desde el otro extremo del mostrador.

—Cuidado, muchacho. Nos espían.

—Vayamos fuera.

Matty sacó una moneda y pagó su vaso de whisky.

Talbot esperó a que Matty le precediese y fue detrás.

Apenas Matty se encontró en la calle fue a echar a correr, pero Frank lo tomó por el brazo.

—¿Por qué tanta prisa, Matty?

—Ahora recuerdo que no le puse alpiste al canario.

—Apuesto a que no tiene ningún canario.

Matty miró a la oficina del sheriff. como buscando protección, pero no vio a Weby ni a Reginald.

Talbot lo empujó hacia el callejón cercano.

—Señor Talbot, tengo un dolor de muelas —se puso las manos en las mejillas—. Es terrible… No puedo más… Déjeme que vaya a casa del herrero y él se ocupará de ponerme bueno.

—¿A martillazos?

—Qué gracioso es usted, señor Talbot… El herrero saca las muelas con tenazas, pero no con las que maneja las herraduras al rojo vivo. Se hizo traer un equipo de dentista de Austin. Ya nos veremos, ¿eh?

Pero Talbot no soltaba a Matty y ya lo había introducido en la mitad del callejón.

Desde allí, Talbot podía vigilar las dos esquinas. No había nadie a la vista. Dejó libre al hombrecillo.

—Bueno, Matty, quiero conocer el misterio.

—¿Qué?

—Ya lo ha oído. Quiero que me cuente todo desde el principio hasta el fin.