CAPITULO X
Bruce chilló:
—¡Eh, Jim, nos quieren formar consejo de guerra!
Jim se fijó en el oficial. Frisaba en los cuarenta y cinco años de edad, y era de talla mediana, tórax amplio, cara de facciones un poco toscas.
—Caramba, el mundo es un pañuelo, ¿verdad, comandante Tanner?
Keith Tanner sacudió la mano en el aire como si quisiese apartar un alimento en estado de putrefacción.
—Otra vez tú. Jim. ¡Maldita sea! ¿Cuántos quebraderos de cabeza me has costado? ¿Cuántas veces he dicho que no te cruzases en mi camino?
—La última vez fue hace dos años y no te puedes quejar, comandante. Te saqué de un atolladero con los apaches. Estabas sitiado con veinte de tus hombres en Hoyo Caliente, y lograste salir de allí con una sola baja. ¿Cuál fue el resultado? Que te ascendieron, porque entonces era el capitán Tanner.
—Basta, Jim.
—Podría recordarte otras cosillas.
Tanner lo apuntó con el dedo.
—No te hagas el gracioso, Jim. Si no fuera por ti. ya sería al menos coronel.
—Sé a lo que te refieres. Me lo has contado un montón de veces. El general Sullivan juró que no pasarías de teniente después que fuiste encontrado a treinta millas del fuerte bebiendo whisky con dos de tus mejores amigos.
—Con vosotros —dijo Tanner, dirigiendo una despreciativa mirada a Bruce y luego a Jim—, nunca me he arrepentido bastante.
—Tres días y tres noches.
—Jim, esto es muy serio y no quiero saber nada de tristes recuerdos.
—¿De qué se trata, Keith?
—¿Tienes el valor de preguntarlo? Has armado una de las más gordas.
—No me digas que el general piensa que Bruce y yo hemos organizado la rebelión de los mescaleros.
—No. Eso sería demasiado.
—¿Qué es, entonces?
—Os llevasteis una caja fuerte de Tucson.
—Imagino que el sheriff te la habrá dado.
—Sí, me la ha dado, pero está vacía.
Jim levantó una mano como si fuese a jurar ante un tribunal.
—Juro por la bandera de Estados Unidos que en la caja fuerte no había un sólo dólar propiedad del ejército.
—Esto también lo sé.
—Ni un sólo dólar perteneciente a nadie.
—Había otra cosa, un papel, un documento. No lo niegues. Lo sé. He estado hablando con Philip y me lo soltó todo, aunque tuve que amenazarle seriamente.
—Muy bien. ¿Qué tienes contra nosotros?
—Primero dame el documento.
Jim sacó el papel del bolsillo y lo entregó a Tanner, el cual se puso a leer su contenido.
—¡Por todos los infiernos! —exclamó el oficial—. No entiendo una sola palabra. ¿Qué infiernos significa esto? ¿Por qué se rebelaron los mescaleros?
—Por tus sesos merecías ser cabo.
—¡Jim! —rugió Tanner.
—¿Es que no lo has comprendido? Esta vez no se trata de una rebelión india, sino de la lucha entre dos poderosas sociedades, la Wester Metálica y la Compañía de Minerales del Oeste. Ambas quieren lo mismo, ese filón de bauxita que se encuentra en los diez mil acres que pertenecen a Remigio.
—Suponiendo que aciertes, Remigio no puede vender a nadie.
—¿Por qué no?
—Porque el territorio de Remigio es una reserva y, por tanto, está sujeto a las leyes de Washington. Aunque allí exista un filón de lo que sea, no puede vender sin la aprobación del Congreso de Estados Unidos.
—Pero tú conoces a esos millonarios, Keith. Compran lo que necesitan, y si llega el caso, incluyen en el lote a senadores de Estados Unidos. Para Samson o para Malone sólo existe una dificultad.
—¿Cuál?
—La firma de Remigio. Cuando la consigan, la aprobación del Congreso será pan comido para ellos.
—Pasaremos a otro punto. ¿Quiénes son los responsables de la destrucción de Tucson?
—No fueron los mescaleros de Remigio.
—Pero fueron otros indios, también mescaleros.
—Sí, mescaleros que viven en el desierto, rebeldes, ladrones que no quieren convivir tan siquiera con los de su tribu, que fueron expulsados por los jefes. Pero/no se puede involucrar a los mescaleros de Remigio, de la reserva. Es lo mismo que si entre nosotros, porque salen unos cuantos mal nacidos, condenásemos a toda la sociedad. Esa clase de gente, los forajidos de uno y otro bando, son utilizados por los pescadores de río revuelto, por los aprovechados, por los hombres como Samson y como Malone, y por los tipos que los secundan. Nosotros no podemos hacerles el juego.
—Jim, te vas a estar quieto.
—¿Por qué?
—Porque lo mando yo. En Tucson murieron veinte personas que no tuvieron oportunidad de escape. Tengo autorización del general Sullivan para castigar a los autores de esa matanza. Hay cuatro caravanas en camino. El general Sullivan las ha destinado a Tucson. Van a construir una nueva ciudad. Estarán en Tucson en un par de semanas, y para entonces el territorio ha de estar pacificado.
—Comandante, sólo hay una forma de lograrlo: rescatar a Remigio, el jefe de los mescaleros de la reserva que fue secuestrado por le Wester Metálica.
—Prueba el secuestro.
—No puedo demostrarlo, pero te puedo decir el motivo.
Obligarle a firmar la venta de los diez mil acres en donde se encuentra la bauxita.
—Yo estoy en el ejército, Jim. No soy abogado. No podemos trabajar sobre suposiciones. Recibo órdenes y debo cumplirlas. He traído un centenar de hombres conmigo y des de Tinajas a Tucson los voy a lanzar en persecución de los rebeldes.
—Vas a perder tu tiempo, comandante.
—Es mío y haré el mejor uso.
—No. Esta vez te equivocas. No vas a hacer con tu tiempo nada bueno si persigues a unos hombres que han sido movidos por esos peces gordos. Es su tinglado el que hay que desmontar. Entonces habrás conseguido la paz para ahora y para los próximos veinticinco años.
Keith Tanner apretó los maxilares.
—Ya te lo he advertido, Jim. Abandona el asunto. Ahora soy yo el que se va a ocupar de esto. Te has librado de la celda porque me has devuelto el papel. Pero no tientes tu suerte —se volvió hacia el rubio—. Todo lo que dije es válido para ti, Bruce.
—A sus órdenes, comandante —contestó el rubio, pegando un taconazo y haciendo el saludo militar.
Tanner abrió la boca para soltar una maldición, pero dio media vuelta y salió de la cocina a paso apresurado.
El sheriff se rascó detrás de la oreja.
—Lo siento, Jim, pero no tuve más remedio que contárselo todo.
Bruce hizo chascar la lengua.
—¿Lo ves, Jim? Ahora sí que estamos arruinados. Acabamos de perder el papel por el que nos ofrecían seis mil dólares. ¿Y qué pasó con él? Al comandante le bastó con dar unos gritos y se llevó el papelito. Adiós mi fortuna.
Priscila, la chica rubia que hacía compañía al gordo Bannion, se dejó ver en el hueco.
—Señor Fox...
—Dime, Priscila.
—Sólo me llegué a darle las gracias por lo que hizo por mí.
—No tuvo importancia.
La joven se ahuecó el cabello.
—Ese Bannion no era mi tipo —midió a Bruce de pies a cabeza y agregó—: Pero usted no está nada mal.
Bruce sonrió a Priscila, pero antes de que pudiese hablar, Jim dijo:
—No te comprometas, Bruce. Nos vamos.
—¿Adónde?
—¿Ya lo olvidaste? Hemos de encontrar a Remigio antes de que el comandante Tanner se líe a tiros con todos los mescaleros que encuentre en su camino. Si eso llega a ocurrir, estallará una verdadera rebelión india.
Leonore se colgó del cuello de Williams.
—Eh, Jim, tú y Bruce estáis solos. No podéis luchar contra esa gentuza pagada por los peces gordos que dijiste.
—Alguien les tiene que ajustar las cuentas y, tal como están las cosas, nadie puede ocupar ese puesto excepto Bruce y yo. Hasta pronto, preciosa.
Bruce había aprovechado aquella pausa para acercarse a Priscila, a quien le tomó una mano.
—Priscila, siento marcharme cuando apenas te he conocido. Pero ya habrá ocasión para que tú y yo seamos más amigos.
—Seguro, Bruce. Me hospedo en el hotel Carlton, habitación 7.
La joven alzó la cara.
Bruce se dispuso a besarla, pero en ese momento Jim le pegó una palmada en la espalda.
—Andando, rubio. No hay tiempo para eso.
Bruce se encogió de hombros y despidiéndose de Priscila con un toque en el ala del sombrero, dijo:
—¿Por qué me tuve que asociar contigo, Jim? Te pasas todo el rato amargándome la existencia.
Fue detrás de su amigo, quien se había detenido en el porche del restaurante y miraba al suelo.
—¿Se te perdió algo? —inquirió Bruce.
—Estaba pensando en esa estrella —señalaba una estrella que un chiquillo había dibujado con tiza sobre los tablones.
—El jeroglífico.
—Conozco a una persona que nos podría ayudar.
—¿Quién?
—El viejo Leonard.
—Jim, pudiste pensar en otro. Estará borracho como siempre.
—No se pierde nada con comprobarlo. Vamos a verlo.
Fueron al establo de Sandor, un anciano de sesenta años, quien dormitaba en una mecedora.
Jim lo despertó y Sandor pegó un brinco.
—¿Otra vez los mescaleros?
—No, Sandor, no somos los indios.
—Eh, Jim, debiste despertarme con más cuidado.
—¿Dónde está Leonard? Me dijeron que lo tenías empleado desde hace una semana.
—¿Empleado? Llegamos a un acuerdo. Leo se quedaría con las propinas y no tuve inconveniente en admitirlo en esas condiciones. Pero, ¿sabes lo que pasa? En cuanto recibe diez centavos de propina, corre a gastárselos en whisky.
—¿Ya se gastó las propinas de hoy?
—De buena mañana. Lo encontrarás durmiendo la mona en el fondo del establo.
Jim y Bruce fueron al lugar que Sandor les había indicado.
Un poco antes de llegar oyeron los ronquidos de Leonard.
Jim cogió un cubo de agua y, sin contemplaciones, lo volcó sobre la cabeza del viejo Leonard, el cual despertó ahogándose.
—¿Quién me tiró al abrevadero? ¿Quién? ¡Que levante los puños y que pelee como un hombre!
Al mismo tiempo que decía eso se puso en pie y levantó los puños.
Jim le puso una mano en la cabeza y Leonard se puso a golpear en el aire.
Leonard empezó a perder la horizontal, pero no se caía porque Jim lo sujetaba.
—Leonard, soy tu amigo Jim Williams. Estás como una cuba.
—¿Quién está como una cuba?
—Tú, pero puedes demostrarme que estoy equivocado y te daré cinco dólares.
—¿Has dicho cinco dólares?
—Ni uno menos. Yo diré una palabra y tú contestarás con otra que sea similar. ¿De acuerdo?
—Estoy preparado —cabeceó Leonard, que continuaba vertical afirmado en el suelo por sus pies.
—Agua —dijo Jim.
—Tierra.
—Sal.
—Azúcar.
—Sol.
—Febo.
—Estrella.
—Cielo.
—No me sirve, Leonard. Inténtalo otra vez. Estrella.
—Cueva.
—Bravo, Leonard. Ya te has ganado tres dólares. Faltan los otros dos. Caballo.
—Yegua.
—No, tampoco me sirve. Caballo.
—El sheriff Philip.
—No, Leonard. Concéntrate...
—Caballo... Caballo —titubeó Leonard—, Antes dijiste estrella.
—Sí.
—Entonces está más claro que el agua, pero pudiste decirlo todo seguido. El sol, la estrella y el caballo.
—¿Qué significa, Leonard?
—Me tendrás que pagar diez dólares.
—Te voy a apretar el cuello, Leonard.
—No sería honrado por tu parte. Tratas de descubrir algo, y si yo te ayudo, creo que merezco el premio.
—Muy bien. Te daré diez dólares ahora, y algo más si logramos beneficios.
—Me fiaré de ti, Jim.
—Suéltalo de una vez, tengo prisa.
—Es la cueva de la Estrella, en los Montes Febo, y el Caballo es una piedra que se ve conforme se llega por el este. Bueno, es un caballo un poco raro, porque tiene demasiada cabeza y sólo dos patas.
—¿Dónde cae la cueva?
—La primera a la izquierda del caballo.
Jim sacó el dinero y lo puso en la mano de Leonard.
—Te lo has ganado. Pero acepta mi consejo. No digas a nadie lo que has hablado con nosotros.
—Descuida.
—No lo digas o te rebanarán la nuez.
Jim dejó libre a Leonard y el viejo se venció, cayendo sobre el heno.
CAPITULO XI
Jim y Bruce se acercaban al caballo de piedra, en los montes Febo.
—Una milla más y habremos llegado. Bruce.
—Sí, habremos llegado a nuestra sepultura.
—No seas pesimista.
—Debiste convencer al comandante para que nos siguiese.
—¿Crees que lo habría hecho? El sigue creyendo que se trata de una rebelión de los indios mescaleros. ¿No me oíste? ¿De qué sirvió que se lo explicase?
En aquel momento se oyó un estampido.
Los dos jinetes desmontaron de la silla y rodaron por la tierra.
La bala había pasado por encima de sus cabezas, pero ahora sonaron otros dos disparos y los proyectiles gimieron antes de morder el suelo.
Jim y Bruce siguieron dando vueltas hasta encontrarse en una hondonada.
Sus rostros, al mezclarse el polvo con el sudor, adquirieron un color rojizo.
—Una estupenda bienvenida —dijo Bruce.
—La que esperábamos.
—Eh, Jim, ¿cuánta gente habrá ahí arriba?
—Pueden ser diez.
—¿Y por qué no cien?
Bruce chascó la lengua y, boca arriba, miró al cielo mientras decía:
—Me estoy preguntando qué clase de loco tengo que ser para haberte seguido hasta aquí.
Jim se echó a reír.
—Yo te lo diré, Bruce. Eres de la piel del diablo, pero sabes que estás luchando por una causa buena.
—¿Qué causa ni qué niño muerto? ¿Qué vamos a ganar nosotros con estropearles los planes a esas compañías? Si por lo menos luchásemos por una de ellas.
—No, sólo luchamos por la justicia.
—¿Por qué no me presentas a esa señora?
—Anda, deja de refunfuñar y marchemos de aquí.
—¿Cómo quieres que salgamos, si ya nos localizaron?
—Iremos por la cañada, que empieza allí.
Bruce miró hacia el lugar que Jim le señalaba. Efectivamente, había una cañada, pero para llegar a ella tendrían que recorrer como treinta metros al descubierto.
—Eh, Jim, ¿desde cuándo tenemos alas?
—Muchos nos llaman pájaros.
—Sí, ahora quisiera serlo.
—Cúbreme, Bruce. No podemos quedarnos aquí. El sol se encargaría de nosotros. Yo prefiero una bala.
—Yo prefiero a Priscila.
—Creí que era Petra tu amor. Listo. Allá voy.
Jim echó a correr a zigzag.
Sonaron varios estampidos desde la montaña y Bruce replicó una y otra vez con su revólver. Los proyectiles levantaban polvo a los pies de Williams, pero finalmente, su amigo dio un gran salto y rodó hacia la cañada. Bruce no supo al principio si había sido alcanzado, pero al fin lo vio levantar una mano.
—Ahora te toca a ti, Bruce.
—Ni hablar, Jim. Escríbeme cuando llegues.
—Eh, rubio, el sol está pegando de firme. No podrás aguantar ahí ni una hora. Tú sabes igual que yo los efectos que produce este condenado sol. Dentro de sesenta minutos serás capaz de levantarte y correr hacia los enemigos, sin importarte que te cosan a tiros, porque la muerte será mucho mejor que el tormento de soportar el fuego del cielo.
—Maldita sea, ¿por qué me tienes que convencer siempre?
—Estoy preparado.
Bruce pegó un bote y echó a correr como un conejo.
Otra vez las armas que empuñaban los hombres en la montaña se pusieron a aullar.
Ahora Jim cubrió a Bruce enviando plomo hacia el lugar de donde salían los fogonazos.
Se oyó un aullido y un tipo saltó de una roca y se despeñó.
Bruce rodó otra vez por el suelo.
Jim lo detuvo con el pie.
—Eh, muchacho. No tan lejos.
Bruce escupió tierra y dijo:
—Si salimos de ésta, te va a saludar tu padre.
—Vamos, se acabaron las vacaciones.
Bruce siguió a Jim refunfuñando.
Gracias a los accidentes del terreno estaban protegidos de las balas.
La cañada daba la vuelta a la montaña.
De improvisto aparecieron dos hombres en lo alto, pero esta vez, Jim y Bruce estaban preparados y se pusieron a gatillear.
—¡Para mí el de la izquierda! —dijo Jim.
El número salió completo, porque Bruce tumbó al de la derecha y los dos fulanos rodaron por la ladera llevando los rifles consigo.
Uno se estrelló contra una roca, pero ya estaba muerto. El otro llegó hasta abajo, dio un suspiro y también se le acabó la cuerda.
Jim cogió el rifle que le correspondía, y Bruce tuvo que andar unos veinte metros para apoderarse del otro.
Luego continuaron su camino.
Al fin terminó la cañada. Estaban justamente a la izquierda del caballo de piedra.
Jim asomó la cabeza y vio como una docena de cuevas. La de la Estrella era la primera, y tenía la boca más estrecha que las otras.
—Bien, chico, ahí tenemos nuestro objetivo.
—Ahora que estoy cerca, me parece más que nunca una locura. ¿Cómo quieres que entremos ahí?
—Hay que intentarlo.
—Tengo una idea mejor. Volvamos a Tinajas. Le contaremos al comandante la historia. Está comprobado que diste en el blanco, que es ahí donde tienen a Remigio.
—No podemos hacer eso porque el comandante ya no está en Tinajas. Se marchó en dirección opuesta, hacia Tucson... Escucha mi plan. Te vas a quedar aquí y yo entraré en la cueva.
—No pienses que vaya a salvarte.
—Si me atrapan, te vas con tu Priscila. Que te aproveche.
Jim echó a correr ladera arriba.
—¡Espera, Jim! —exclamó Bruce.
—Cierra la boca, si no quieres que me tumben antes de tiempo —contestó sin detenerse.
Bruce no tuvo más remedio que guardar silencio.
Jim continuó subiendo.
Tres indios mescaleros se dejaron ver por detrás de unos arbustos. Estaba claro que lo habían estado esperando desde hacía rato.
Jim se puso a gatillear con el rifle. Mató a dos, pero el tercero habría acabado con él, de no ser por Bruce que, desde abajo, le metió una bala en el centro de la frente.
Jim se volvió hacia su amigo.
—Buena puntería, rubio.
—Vuelve acá...
Jim siguió hacia arriba, sin tener en cuenta las palabras del rubio.
Estaba muy cerca de la cueva, a unos diez metros cuando apareció otro mescalero por la derecha, que hizo fuego sin concederle opción.
Jim se derrumbó. Sin embargo, no fue alcanzado por la bala. Se había dejado caer instintivamente, porque el indio lo habría cazado al segundo proyectil.
Ahora le llegó a él el turno.
El mescalero se estaba riendo a carcajadas cuando Jim apareció por encima de una roca, escupiendo plomo.
El mescalero se quedó sorprendido, al recibir su impacto en el pecho, pero todavía reía. La segunda bala le destrozó toda la boca y le amplió la sonrisa. Así se murió, riendo.
Jim se metió en la cueva.
Dos indios parecieron brotar de la pared. Jim agujereó el estómago de uno. pero el otro logró agarrarlo por el cuello.
Jim vio un cuchillo sobre su cabeza y levantó el rifle instintivamente.
El cuchillo no pudo penetrar en su cuello, que era el lugar donde lo destinaba el mescalero, y sólo rasgó la manga de Jim.
Luego, Williams pegó a su enemigo con el cañón del arma. El indio se desplomó sin conocimiento.
Entonces una voz dijo:
—Tire ese rifle, señor Williams. Está acorralado. Seis revólveres le apuntan. Si no obedece, le meteremos un kilo de plomo en el cuerpo.