CAPITULO VII

 

El sheriff volvió la cabeza y gruñó:

—Eh, ¿qué está usted hablando? ¡No insulte a la autoridad o le encierro en una celda! —se quedó de muestra—, ¡Harry Calavera!

El aludido sonrió.

—¿Qué tal está, sheriff?

—Muy mal. Me agarré aquí una mano.

—Eso le pasa por curioso.

—Anda, Harry, ayuda a Jim a sacarme del apuro.

—Es justo a lo que hemos venido. Os presento a Luke el Bailarín, y a Joe Cien Ojos.

—Tanto gusto, muchachos —dijo el sheriff.

—El gusto es suyo, sheriff —repuso Luke el Bailarín, e inició un paso de danza, pero en seguida se quedó quieto.

Joe Cien Ojos no dijo nada, y sólo tenía dos ojos, pero eran muy grandes.

Jim comprendió que iba a ser muy difícil salir de aquella situación. Harry Calavera y sus dos compañeros los habían sorprendido de espaldas y ya tenían el dedo en el gatillo.

—Eh, Harry —dijo—, quiero proponerte un negocio. ¿Por qué no vas al saloon El Dorado y me esperas allí?

—Palmitas al niño por el chiste mono.

Jim expulsó el aire de sus pulmones.

—Eh, Harry, te advertí un par de veces que no te metieses en asuntos de envergadura, que sólo debías atender al robo en pequeña escala y que cuando intentases pegar una dentellada demasiado grande, te atizaría en los hocicos con el cañón del revólver.

—Lo recuerdo perfectamente, Jim, y ahora me gustaría que llevases a cabo tu amenaza. Anda, aquí tienes mis hocicos, pégame.

—Bien pensado, lo dejaré para otro día.

Luke el Bailarín y Joe Cien Ojos soltaron risitas.

—Ahí va plomo —dijo Harry Calavera.

El sheriff pegó tal salto que logró escapar del cepo en que había metido su mano en la caja y arrastró consigo en su caída a Leonore.

Jim no pudo hacer nada porque perdió el equilibrio.

—Espera un momento, Harry —dijo al ver que Calavera le iba a mandar la primera rociada.

—¿Qué te pasa, Jim? ¿Me vas a pedir por tu vida? ¿Vas a llorar? Me decepcionaría que dieses un espectáculo, tú. un tipo que siempre ha presumido de agallas.

—Aquí hay una confusión, Harry.

—¿A qué te refieres?

—A la caja.

—¿Qué pasa con ella?

—Que no tiene lo que buscas.

Harry Calavera sonrió de una manera cruel.

—Debiste inventar otra excusa para evitar tu muerte, Jim.

En ese momento se oyó un canturreo por la parte de afuera. Era Bruce:

«Ay. mi Petra, pero qué hermosa es mi Petra...»

—Eh, Harry —dijo Jim—. Es Bruce y está borracho. Le repetí una y mil veces que tuviese cuidado con el whisky y con esa Petra, y ya lo ves.

Se abrió la puerta y Bruce entró dando trompicones, mientras seguía cantando:

«Ay, mi Petra, pero qué maravilla de mujer, con ojos de lagargo, te voy a comer...»

Los pistoleros se habían quedado un instante aturdidos y fue entonces cuando Jim tiró del revólver.

Bruce no se quedó atrás y también enseñó su arma.

La comisaría se convirtió en un horno de cocer dinamita.

Luke el Bailarín inició una danza macabra. Era lo último que le faltaba aprender en aquel arte, pero le salió mal un paso. No tuvo oportunidad para rectificarlo y estrelló la cabeza contra la pared, pero todo eso era lógico porque llevaba un par de plomos en el pulmón izquierdo.

Cien Ojos podía presumir ahora del apodo, porque a los que le habían sido dotados por la naturaleza, que como se dijo antes, sólo eran dos, se agregó otro para, aunque bien mirado se comprobaba que eran dos agujeros.

Harry Calavera fue alcanzado en el epigastrio, una región muy mala, tratándose del mal del plomo. Se derrumbó.

Bruce estaba mojado de la cabeza a los pies. Se había encargado de Cien Ojos dejando a Calavera y a Luke para Jim.

Sonrió a su amigo, que tenía una rodilla en tierra.

—¿Qué pasa ahora, Jim? No podrás decir que el whisky le lleva a uno por malos caminos. —Hizo una mueca—, Madre mía, qué mal me encuentro con esta resaca.

Jim fue a su lado y le pegó una palmada.

—Ha sido la mejor resaca de tu vida, y dale un beso de mi parte a Petra.

—Eh, ¿qué pasó aquí?

—Philip ha intentado abrir la caja y recibimos una nueva visita.

—Pero ¿qué diablos hay en la caja?

—Seguimos sin saberlo.

Leonore recuperó el resuello, y dijo:

—Creo que me voy a desmayar.

Jim corrió a su lado y la tomó por la cintura.

—Eh. Leonore, ¿por qué no esperas a desmayarte cuando estemos a solas?

La joven miró a su alrededor y al ver los cadáveres exclamó:

—Déjame, Jim. Tengo que salir de aquí como un cohete.

Jim la dejó libre y la muchacha salió muy aprisa.

Se cruzó con el herrero Mac, quien manejaba una escopeta de dos cañones.

—Caramba, parece que se divirtieron —dijo.

Philip sacudió la mano que había tenido presa en el artilugio de la caja.

—No te puedes imaginar cuánto, Mac. Si esto sigue así, voy a dimitir.

—Les traigo buenas noticias. Acaba de llegar a mi herrería el Pequeño Diamond, también conocido por el apodo de Manos de Seda.

—¿Aquí? ¿En Tinajas Mano de Seda? —gritó el sheriff—, ¡Ahora mismo lo encierro!

—Jefe, me refería a la caja. Ya sabe que el Pequeño Diamond es famoso por su forma de operar.

—Sí, nadie le ha podido probar nada, y es el mayor ladrón que hay desde el Missouri hasta el Pacífico.

—Está ahí fuera. Le conté el caso y mostró mucho interés en abrir la caja. Sólo pide cien dólares por su trabajo.

—¡Cien dólares! ¡Maldita sea! ¡Cien esposas te voy a poner yo!

—Trato hecho. Mac —dijo Jim.

—Eh, Jim, tú no puedes hacer eso. No te puedes asociar con un tipo como el Pequeño Diamond.

—Jefe, no vamos a cometer ningún robo. Parece que lo has olvidado. Se trata de conocer de una vez el secreto de la caja fuerte. Tal como están las cosas, quizá sea lo mejor para detener esta serie de muertes.

El sheriff titubeó unos instantes.

—Está bien, Mac. Dile al Pequeño Diamond que entre.

El herrero y al mismo tiempo ayudante del sheriff fue hacia el hueco de la puerta e hizo chascar los dedos.

Se oyeron pasos y entró en la oficina un tipo de lo más ridículo, porque era bajo, gordito, sus ojos estaban muy juntos y fumaba un puro enorme.

—A sus órdenes, su seguro servidor, el Pequeño Diamond —dijo con una sonrisa.

Vestía un traje muy caro de puro paño inglés, a cuadros escoceses, fabricado en una ciudad española, y confeccionado en París por unos polacos exiliados.

El Pequeño Diamond hizo una pequeña reverencia, y dijo:

—Acabo de llegar de Francia, sheriff —se puso a tararear La Marsellesa.

—Eso se lo dices a tu padre.

—Usted pide demasiado, sheriff. No lo conocí.

—No te hagas el gracioso, Diamond. Sé que vienes de

Nueva Orleáns, y justamente allí se ha producido una oleada de robos.

—Sheriff, usted me ofende. Sus palabras hicieron mucha mella en mí y sigo por el camino del bien. Y si no me cree, que se caiga su ayudante.

Todos miraron a Mac para ver si caía, y éste, muy impresionado, se tambaleó.

El Pequeño Diamond lo sostuvo:

—Muchacho, no me hagas quedar mal.

Jim intervino:

—Tenemos prisa. Pequeño Diamond. Será mejor que demos por terminados los saludos, y manos a la obra.

Diamond se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa. Dio una chupada al habano mientras observaba la caja con ojos de profesional. Al ver el agujero que daba acceso a la parte mecánica, se echó a reír.

—¿Quién hizo esta chapuza?

—Mac, el herrero, pero se me ocurrió a mí —dijo el sheriff.

—Jefe, si no se lo digo reviento.

—¿Qué cosa?

—Usted, como ladrón, se moriría de hambre.

—¡Diamond, no voy a consentir que me humilles!

—Va descansé, jefe.

—Una palabra más y te meto en la celda. Demuestra tus conocimientos.

Diamond dio un suspiro.

—Tardaré algún tiempo.

—¿Como cuánto, Diamond? —intervino Jim—. ¿Un mes? ¿Un año?

Diamond rió de buena gana aquella salida.

—Treinta minutos. Pueden ustedes salir a refrescar.

—Yo me quedo a refrescar aquí —repuso Jim—. Y no me digas que te ponen nervioso los espectadores, porque no te vas a salir con la tuya, pequeño. Si no estás conforme, a la calle.

Diamond cabeceó.

—Lo que hay que soportar en este arte. Pero en fin, dado que el trabajo es de categoría, y no lo digo por los honorarios, estoy conforme en hacer mi demostración a la vista del público.

—Eres muy considerado.

—Necesito algunas cosas. Volveré en cinco minutos.

Diamond se puso la chaqueta y se marchó.

—Sheriff, debes estar preparado —dijo Jim.

—¿.Para qué?

—Para más tiros.

El sheriff miró a su alrededor, pero allí sólo estaba Jim.

—Eh, Jim, me has dado un gran susto. Creí que ya se nos habían colado más pistoleros sin que me diese cuenta. Mi oído no es tan fino como antes.

—Me refiero al Pequeño Diamond.

—Aunque es un delincuente, no usa armas.

—Pero es muy casual que se encuentre en Tinajas, sheriff. Tú mismo dijiste que operó últimamente en Nueva Orleáns. ¿Por qué de pronto se deja caer por esta ciudad?

—Tú supones que alguien lo trajo aquí contratado.

—Apuesto por ello.

—Muy bien. En cuanto regrese lo haré cantar.

—No, no harás tal cosa, sheriff. Prefiero que me abra la caja.

—¿Y después?

—Nos preocuparemos de que nadie nos pise el terreno.

—Eh, Jim, tú puedes estar muy seguro de ti mismo, pero alguna vez te va a fallar.

—Esta vez no.

—Ojalá no te equivoques.

El Pequeño Diamond tardó en volver unos diez minutos. Traía un maletín que abrió ante los ojos de Jim y Philip. Los dos se asomaron y vieron el instrumental.

—Diamond —habló el sheriff—, dime que te encontraste esto por casualidad.

—Oh, no, jefe. Es mi profesión. Soy cerrajero. A veces me llaman para casos de emergencia como éste. Soy un hombre que ha sacado del apuro a muchos peces gordos. Ya sabe, banqueros, patrones de grandes empresas que se vieron como usted, sheriff, con una caja que no podían abrir. Unas veces se pierde la combinación, otras el cajero se ha fugado con una pelirroja... Y ahora, jefe, ¿quiere apartarse para que trabaje un profesional?

Jim lió un cigarrillo y se puso a fumar.

El sheriff fue a la cocina para meter la mano en agua caliente.

Diamond trabajó con varios instrumentos, y luego con un estetoscopio, y por unos minutos pareció un doctor auscultando a un paciente. Su mano derecha no estaba ociosa, ya que manejaba el dial.

Jim consultó el reloj de pared. Ya habían pasado quince minutos.

—¿Cómo va eso, Diamond?

—De primera.

La puerta de la calle se abrió y Jim ya estaba apuntando hacia allí con el revólver, pero era Bruce.

El sheriff también salió de la cocina envuelta la mano con una toalla.

—¿Todavía no terminaste, Diamond?

—Silencio, jefe —repuso el cerrajero—. Cualquier ruido puede estropear lo que he conseguido hasta ahora.

El sheriff se dejó caer en su silla.

Diamond estaba muy serio y ahora sonrió.

—¡Ya lo tengo!

Tiró de la puerta de la caja y se produjo un chasquido.

—¡Lo consiguió! —exclamó Bruce.

Diamond iba a meter la mano en el interior de la caja, pero Jim saltó sobre él y lo atrapó por el cuello.

—No hagas eso, pequeño. Ya cumpliste con tu parte.

—Sólo quería ver lo que hay dentro.

—Recuérdalo, tú gozas con abrir una caja, no con lo que te encuentres en el interior.

Así diciendo, Jim apartó a Diamond de la caja y él miró adentro.

—Caballeros, aquí está el secreto.

Todos contuvieron la respiración, porque Jim había metido la mano en la caja.

Al fin la sacó y en ella sólo exhibía un papel.

—¿Y los billetes? —preguntó Bruce, con un gemido.

—No hay un solo billete. Este papel es todo lo que había dentro, Bruce.

—¡Debiste aceptar el dinero que te ofreció Jud! ¡Te lo dije, Jim! Más vale pájaro en mano que ciento volando.

—Todavía no estoy convencido, Bruce. Podría ocurrir que este papel valiese mucho más que el dinero que me ofrecía Jud.

 

* * *

 

—Jim —exclamó Bruce—, no puedo resistirlo más. Des dobla ese papel de una vez y lee lo que pone.

—En seguida, muchacho.

En aquel momento llamaron a la puerta.

Jim y Bruce desenfundaron como centellas, y el sheriff, aunque se quedó un poco atrás, también tiró del revólver.

—Adelante —dijo Philip.

Se abrió la puerta y entró un hombre alto, fornido, que vestía con elegancia. Poseía cabello rubio y cara de facciones correctas.

—Un saludo a todos, especialmente a usted, sheriff.

—¿Quién es usted? —le preguntó Philip.

—Mi nombre es King Wade, y doy cinco mil dólares por ese papel que tiene usted en la mano, señor Williams. Con una sola condición: la de que no lo lea.

—¡Concedido! —gritó Bruce.

—Nada de eso —dijo Jim.

—¡Son cinco mil morlacos, muchacho! ¡Es más dinero del que hemos ganado en nuestra vida!

—No hay acuerdo, señor Wade, y ahora por favor, déjenos solos.

El rubio no se inmutó.

—Está bien, señor Williams. Ponga precio.

—Este papel no está en venta.

—Todo se vende.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro de ello. Sólo los tontos se obstinan en no vender.

—En este caso no compra un papel, señor Wade, sino la conciencia de un hombre.

—Disculpe, pero los hombres también se compran.

—Claro, y también las conciencias.

—No me gusta discutir en este terreno, señor Williams, y por tanto, voy a subir mil dólares más.

—La respuesta sigue siendo no.

—Señor Williams, tengo muy buenas referencias de usted. Todo el mundo me ha hablado de Jim Williams como de un hombre astuto, sagaz, que sabe perfectamente lo que quiere.

—Ahora lo sé también.

—Creo que se equivoca. Seis mil dólares es muy buen precio por algo que no es suyo.

—¿Le pertenece a usted, señor Wade?

—Desde luego.

—¿Qué contiene este papel? Si me lo dice, es posible que me convenza y entonces le daré el papel a cambio de nada.

Bruce pegó un respingo.

—¡No se lo puedes devolver gratuitamente cuando él te acaba de ofrecer seis mil dólares! ¿Es que estás chiflado, Jim?

—Bruce, si el señor Wade es el dueño del papel tiene derecho a recuperarlo. Lo dice la ley, ¿verdad, sheriff?

—Sí, Jim. Así son las cosas, y si él te da una recompensa, será cuestión suya.

Jim clavó los ojos en los de King Wade, que tenían un color verdoso.

—Ya lo ha oído, señor Wade. Es suyo el papel si demuestra que le pertenece. Aproveche la oportunidad de recuperarlo sin desembolsar un solo centavo. ¿Qué es lo que dice este papel?

King Wade se humedeció los labios con la lengua y sonrió.

—Es un estado de cuentas.

—¿De quién?

—De una sociedad.

—¿Qué sociedad?

—La Wester Metálica.

—¿De qué se ocupa la Wester Metálica?

—De metales.

—¿Es un chiste, señor Wade?

—No. Es la verdad. Se deriva de su nombre.

—¿Dónde está establecida la sociedad?

—En Chicago.

—¿Quiénes forman parte de ella?

—Es una sociedad anónima.

—Pero tendrá una cabeza visible. Todas las sociedades la tienen.

—Le diré el nombre del director de la organización. Burton Malone.

El sheriff lanzó un silbido.

—Menudo pez gordo.

—Sí, he oído hablar de Burton Malone —asintió Jim.

—Lo celebro, señor Williams —dijo Wade—, Esto le indicará que está tratando con personas decentes.

—De eso no estoy seguro.

—¿Cómo?

—Que una persona tenga dinero, no significa que sea decente.

—Entiendo. Es de los que piensan que sólo son decentes los pobres.

—Ni unos ni otros. La decencia se ha de probar, señor Wade.

—¿Quiere que le traiga informes de Burton Malone?

—No, porque tampoco me servirían. Pero volvamos al papel que a usted le interesa. Me ha dicho que es un estado de cuentas.

—Ya le he dicho demasiadas cosas, y ha quedado proba do que soy la única persona que debe hacerse cargo de él. Señor Williams, le invito a que me lo entregue.

—Hace falta la comprobación.

—¿Qué comprobación?

—Tengo que leer el papel para saber que es un estado de cuentas de la Wester Metálica.

—Usted no hará tal cosa.

—¿Quién me lo va a impedir, señor Wade?

Jim se dispuso a desdoblar el papel y Wade pegó un puñetazo en la mesa.

—¡Sheriff, usted es el representante de la ley y le exijo que detenga a este hombre!

Philip no dijo nada. Se limitó a carraspear.

—Jefe —dijo Jim—, pregúntale cuál sería el cargo.

—Eso, señor Wade —cabeceó el sheriff—, ¿Bajo qué cargo quiere que detenga a Jim Williams?

—Violación de un secreto de carácter industrial. La ley es concluyente a ese respecto y es la número 324 del estado.

—¿De qué estado, señor Wade? —inquirió Jim.

—De Illinois.

—Aquí no estamos en Illinois. Nos encontramos en el territorio de Arizona, y por tanto, no está vigente esa ley. Y ahora cállese porque voy a hacer la comprobación y me molestan los gritos.

Jim desdobló el papel y leyó el contenido para sí.

Todos lo miraron con expectación, tan rígidos como si se hubiesen convertido en estatuas.

—Eh, Jim —exclamó Bruce—, Suéltalo de una vez. ¿Qué es eso?

Jim sonrió.

—Cincuenta millones de dólares.

—¿Eh?

—No me dejaste terminar... Cincuenta millones de dólares de beneficios en el primer año. Luego se calcula que se ganarán unos cien millones cada año durante una década. No hay más cálculos.

—Pero ¿de qué estás hablando? No es posible que un papel valga tanto dinero.

—No es el papel, Bruce. Es lo que está escrito en él.

—¿Y qué es lo que dice?

—La Wester Metálica está interesada en comprar diez mil acres en el territorio de Arizona. En esos acres han sido des cubiertas las minas de bauxita más importantes del mundo.

—¿Bau..., qué?

—Bauxita, de donde se saca el aluminio.

—Caramba, esto empieza a aclararse.

—Sí, Bruce, empieza a entenderse porque da la casualidad de que los diez mil acres pertenecen a los indios mescaleros. Exactamente a la tribu cuyo jefe es Remigio.

—Demonios, entonces ese Remigio se va a convertir en millonario.

—Apuesto a que no. Hay una nota aclaratoria en el papel.

—¡Basta, Williams! —gritó Wade—. Todavía está a tiempo de frenar su impulso que le va a privar de seis mil dólares.

—Y si yo no callo, la Wester Metálica se va a quedar sin muchos centenares de millones de dólares.

—No sea ingenuo. La Wester Metálica es muy poderosa. No puede luchar contra ella.

—Sí, ya sé que es poderosa y que, por tanto, puede pagar a muchos pistoleros.

—¿Qué?

—No se haga de nuevas, Wade. Ya sé quién paga a los pistoleros que han tratado de darnos el pasaporte. La Wester Metálica.